22

Al cabo de menos de un minuto, el Citröen Traction Avant verde oliva se detuvo de un frenazo envuelto en una densa nube de polvo amarillo. La bandera con las cuatro estrellas reservada a los generales y el símbolo de las Brigadas Internacionales no dejaba muchas dudas sobre quién era su ocupante. De modo que Alex se sorprendió cuando al abrirse la portezuela del copiloto, saltó del mismo un tipo algo desgarbado, de pelo negro revuelto y espesas cejas que se juntaban sobre el puente de la nariz. El hombre, que debía de tener unos veinticinco años, llevaba colgada del cuello una voluminosa cámara de fotos que inmediatamente se llevó a la cara y con la que comenzó a tomar imágenes de todo lo que le rodeaba.

A continuación, quien descendió del vehículo fue el comandante Merriman, que miró a su alrededor con gesto serio, fijó la vista en Jack, todavía apuntando con su pistola a los soldados cautivos, y luego en Riley, que de inmediato soltó a Marty y apartó la Colt de su cabeza.

—Baja el arma, Jack —le dijo a su amigo, quien rápidamente hizo caso dándose cuenta de la inutilidad de su gesto.

Y por último, como era previsible, por la portezuela apareció la cabeza rapada y el gesto severo del general Walter, observándolo todo con su aire severo e intransigente.

Aunque lo que no resultó tan previsible de ningún modo fue que mantuviera su puerta abierta y con un gesto rayano en la galantería invitara a salir del mismo al último ocupante del vehículo.

Con una boina calada cubriendo parte de su rubia melena y aquel aire resuelto tan propio de ella, exhibiendo una confiada sonrisa, Martha Gellhorn tomó la mano que le ofrecía el general Walter y salió del coche como una princesa que acompañara a su consorte.

Lo primero que llamó la atención a Walter, por descontado, fue el cuerpo inconsciente del sargento Stern. En silencio se plantó frente a él, sin molestarse en comprobar si aún vivía. Seguidamente dirigió la mirada a los soldados, quienes se habían puesto en pie aunque sin tomar sus armas, que aún permanecían amontonadas a un lado. Después no pudo evitar fijarse en la casi cuarentena de civiles y religiosas aguardando expectantes a una prudente distancia, y finalmente paseó la vista sobre André Marty y los dos brigadistas de la Lincoln vestidos con uniformes de legionario y aún con rastros de betún en cara y manos.

Seguidamente ordenó a dos de los soldados presentes que se llevaran a Stern, y luego se cruzó de brazos con actitud meditabunda.

En circunstancias normales, el general Walter era capaz de hacerse una composición bastante precisa de las situaciones con un breve vistazo, pero en esa ocasión se sentía incapaz de imaginar los acontecimientos que habían desembocado en la escena de la que estaba siendo testigo.

Por ello no tuvo más remedio que dirigirse al francés y formularle una pregunta inevitable.

—¿Qué demonios está pasando aquí, Marty? —inquirió con dureza, alzando la barbilla.

El comisario político, como un perro apaleado, corrió en dirección al general perdiendo todo tipo de compostura y señaló a Riley y Jack con vehemencia.

—Ellos… Esos dos tgaidoges, camagada genegal… Ellos han tgatado de matagme —balbuceó y, dirigiéndose al escuadrón de soldados, les gritó—: ¡Y vosotgos, cobagdes! ¡Ya pasagé cuentas con vosotgos! ¡Llevaos a los dos tgaidoges y fusiladlos de inmediato! ¡Es una ogden!

Inesperadamente, el general apoyó la mano sobre el hombro de Marty.

—Un momento, camarada comisario —dijo con fría calma—. Yo decidiré a quién se fusila aquí y cuándo.

La reacción de Marty estuvo a medio camino de la sorpresa y la indignación.

—Pego… ¡Camagada genegal! —barbulló—. ¡Han intentado matagme!

—¿Es eso cierto, soldados? —quiso saber el general polaco, dirigiéndose a Jack y Riley.

Ambos movieron la cabeza.

—No es cierto, camarada general.

—¡Que no es ciegto, dicen! —Marty estalló en una risa nerviosa—. ¡Pego si aún llevan en la mano las pistolas!

—Mi arma está descargada como puede ver, camarada general —puntualizó Riley, extrayendo el cargador y mostrando que carecía de balas—. Y lo mismo la del sargento Alcántara.

—¡Eso da igual! —ladró Marty—. ¡Me amenazagon!

—Con armas descargadas —observó Merriman, que se mantenía en un discreto segundo plano.

El comisario político le dedicó una mirada cargada de veneno y volvió a centrarse en los dos miembros de la Lincoln.

—Estos dos soldados —dijo entonces, dirigiéndose al general—, desobedeciegon una ogden suya digecta. Les pgohibió específicamente tgatag de sacag a nadie del pueblo. ¡Y ya ve! —señaló triunfal al grupo de refugiados, alrededor del cual revoloteaba inquieto el fotógrafo tomando una foto tras otra—. ¡Se han buglado de usted!

El general dirigió una mirada severa hacia Riley.

—Eso es cierto —dijo con un tono ciertamente amenazante—. No me gusta que se burlen de mí, teniente.

—Mi general… —carraspeó Alex—. En realidad, nosotros no hemos hecho tal cosa. Me ordenó que no sacara a civiles de Belchite, y no lo hemos hecho.

Al comisario político casi le da un patatús al oír aquello.

—¡¡Qué!! ¡¡Que no lo han hecho!! —exclamó incrédulo—. ¡Pero si están aquí mismo! —fue corriendo hacia el grupo de civiles y se colocó frente a ellos, como si de ese modo confirmara que estaban ahí—. ¡Ellos son la pgueba de su insubogdinación!

—Yo no conozco de nada a esas personas, camarada general —replicó Riley, con su mejor cara de póker—. ¿Y tú, Jack?

El gallego meneó la cabeza exageradamente.

—No las había visto en mi vida.

—¡Mienten! —aulló Marty, y agarrando a una de las novicias por el cuello con violencia la obligó a mirar hacia los dos brigadistas—. ¡Tú! ¡Dilo! —le gritó al oído, fuera de sí—. ¡Di que son ellos los que os han sacado del pueblo!

La novicia, sin embargo, se echó a llorar de puro miedo mientras el resto de hermanas lanzaban chillidos de terror.

—¡Dilo, maldita puta! —rugió el francés, echando mano a su pistola—. ¡Di que les conoces!

Entonces, la voz grave del general Walter se elevó por encima del griterío semejando a un barrito de elefante.

—¡Camarada comisario! —bramó, rojo de ira—. ¿Qué está usted haciendo?

El francés levantó la mirada con sorpresa y se dio cuenta de que todos los ojos estaban puestos en él, mirándole con desprecio y asco. Incluso aquel fastidioso fotógrafo húngaro que llevaba meses acompañándolos como una mosca cojonera no hacía más que tomarle fotos mientras amenazaba a la novicia con la Tokarev.

—Yo… solo pgetendía que hablaga, camagada genegal —repuso balbuceante, esbozando una parodia de sonrisa tranquilizadora—. Lo ve, no pasa nada… —Enfundó de nuevo la pistola y le pasó la mano por la espalda a la religiosa—. No pasa nada… —repitió, dejando que la muchacha se alejara corriendo, incapaz de dejar de llorar.

—Camarada comisario… —repitió el general, negando con la cabeza con evidente disgusto— estoy muy decepcionado con usted.

—Camagada genegal, pog favog —insistió Marty—, ¡solo estoy tgatando de demostgagle que estos dos hombges han cometido desacato y megecen seg castigados! ¡Le han desobedecido!

Walter volvió a centrar su atención en Riley.

—Eso es cierto —confirmó—. Le di una orden directa y la ha desobedecido. Eso supone una falta muy grave.

—Camarada general —dijo en cambio Alex, metiéndose la mano por el interior de la camisa—. Permítame enseñarle algo.

La reacción inmediata de Karol Waclaw «Walter» fue dar un paso atrás y echar mano a su pistola en un acto reflejo, temiendo que el americano fuera a sacar un arma.

Pero antes de que le diera tiempo a desenfundar, vio que lo que Alex Riley sacaba no era sino una arrugada cuartilla de papel amarillento.

—Aquí tiene lo que me pidió, camarada general —dijo, entregándosela solemnemente.

El polaco miró la emborronada cuartilla del derecho y del revés, tratando sin éxito de hallarle un significado.

—¿Qué es esto? —preguntó al fin.

—Lo que usted me ordenó que consiguiera hace dos días, camarada general —contestó, esbozando una leve sonrisa de triunfo—. Un plano de Belchite con todas las posiciones, acuartelamientos, piezas de artillería y barricadas del enemigo. Todo lo que he hecho… —añadió cuadrándose marcialmente— ha sido cumplir estrictamente sus órdenes.

El general Walter estudiaba con detenimiento el sintético plano que le había ofrecido Riley, señalando ocasionalmente algunos trazos nada claros.

—¿Y esto? —preguntó con vivo interés—. ¿Son emplazamientos de artillería?

—Morteros, camarada general. Aquí y aquí.

—Y esto barricadas, ¿no es así?

—Así es. Con nidos de ametralladoras pesadas.

El general se pasó la mano por el cráneo lampiño, pensativo.

—¿Y cómo han logrado una información tan exhaustiva, teniente? ¿Acaso usted y el sargento se han paseado por todo el pueblo?

—No ha hecho falta, camarada general —y llevando la mano al cuchillo que colgaba de su cinturón, explicó con una sonrisa aviesa—: Hubo un par de legionarios que, con algo de motivación, estuvieron encantados de colaborar.

Una sombra de reconocimiento asomó en el rostro del rudo general, que mantenía toda su atención en el dibujo.

—Bien… Muy bien… —murmuró.

Martha Gellhorne, de pie junto al general, le guiñó un ojo a Riley.

Este se acercó a la periodista, y tomándola del brazo la condujo unos metros más allá.

—¿Cómo nos habéis encontrado? —le preguntó sin preámbulos—. ¿Y cómo has podido convencer al general para que venga? ¿Cómo…?

—Alto ahí, marinero… —le interrumpió—. ¿No querrás que una intrépida reportera te revele sus secretos?

—Déjate de historias, Martha. ¿Cómo sabías dónde estábamos?

—Javier, el niño que mandaste a nuestro campamento, habló con Shaw y le explicó lo que pretendíais hacer. Luego habló con Merriman, quien situó unos vigías para que le avisaran cuando os vieran llegar y dieran el aviso por radio, y este vino a hablar conmigo para pedirme que le acompañara a ver al general.

—¿Contigo? ¿Por qué?

La americana sonrió, y poniéndose las manos bajo los pechos los levantó provocativamente.

—¿A ti qué te parece?

—No puede ser…

—Pues ya ves que sí. Como dicen aquí en España: Tiran más dos tetas que dos carretas.

—¿Pero, tú y el…? —Juntó los dedos índices de ambas manos—. Ya sabes…

Gellhorne abrió los ojos desmesuradamente, propinándole un empujón indignado.

—¿Pero cómo se te ocurre? —repuso con una mueca de asco—. Por Dios, no. He coqueteado un poco, cierto, pero ha sido la promesa de un gran reportaje lo que le ha hecho decidirse a venir. Todo es vanidad, querido —concluyó, pasándole la mano por el brazo—. Todo es vanidad.

Riley asintió, bastante de acuerdo con aquella sentencia.

—Sea como sea, gracias —le dijo solemnemente—. Nos has salvado la vida a Jack y a mí —y señalando a los refugiados, añadió—: Y posiblemente, también a ellos.

Gellhorne negó vigorosamente.

—No, Alex. Eso lo habéis hecho vosotros dos solos. Aunque… ¿sabes ya qué pasará con ellos?

Riley se encogió de hombros.

—El problema era sacarlos del pueblo, pero en este momento son unos simples refugiados y un estorbo más que otra cosa. Confío en que Merriman convenza a Walter de que lo mejor es simplemente dejarlos ir.

—Estoy segura de que así será. Pero me inquieta lo que pueda sucederos a ti y a Jack.

El teniente vio cómo el comisario político se había aproximado a Merriman, Walter y Jack, pero en lugar de estudiar el plano sobre el capó del coche como hacían los otros, tenía toda su atención puesta en el propio Riley, a quien observaba con una inquina que no auguraba nada bueno.

—Ya veremos —contestó—. Puede que el mapa del pueblo con las posiciones defensivas rebeldes y tu promesa de un reportaje al general nos hayan salvado el pescuezo, pero ese bastardo de Marty seguro que nos la tiene guardada para más adelante.

—Bueno, de eso ya te preocuparás cuando suceda —le dijo, tomándole del brazo—. Pero de momento y a cambio de haberte salvado el pescuezo como tú dices, me vas a contar todo lo que ha pasado esta noche y a darme la exclusividad de tu historia. Y ni una palabra a Ernest. ¿Me entiendes?

—Soy todo tuyo —sonrió—. Pero, la verdad, me sorprende no verlo por aquí. ¿Cómo es que no ha querido acompañaros?

—Oh, desde luego que quiso hacerlo —repuso Martha—. Por eso casi le da un ataque cuando el comandante le ordenó quedarse en el campamento. Convencí a Merriman de que, con ese carácter impulsivo que tiene, podría complicar más las cosas y era mejor que no viniera.

—¿Y por qué le…? —comenzó a preguntar, pero entonces vio una sonrisa pícara dibujarse en el rostro de la mujer—. Ah, ya. Comprendo… la exclusiva.

—En el amor, en la guerra y en el periodismo, todo vale —sonrió ufana.

En ese momento, Joaquín Alcántara se acercó a ambos con aire satisfecho.

—Creo que nos hemos librado del paredón —anunció al llegar—. Pero me huelo que no nos vamos a ir de rositas. El arresto y la degradación a soldados rasos no nos la quita ni el tato, por mucho mapa de Belchite que les hayamos conseguido.

Riley se encogió de hombros con estoicismo.

—Bueno. Teniendo en cuenta cómo podría haber ido todo, creo que nos podemos dar por contentos. ¿No te parece?

—¿Contentos, dices? —preguntó con asombro—. Carallo, Alex. Aún no me creo que estemos vivos.

Entonces Gellhorne le hizo un gesto al fotógrafo para que se aproximara.

—¡Robert! —le llamó—. Deja de fotografiar al general y ven aquí un momento. Quiero que me tomes una foto con estos dos valientes.

Cuando se acercó, la americana les presentó a ambos.

—Teniente Riley. Sargento Alcántara —dijo—. Este es Robert Capa: uno de los mejores fotógrafos de guerra que hay ahora mismo en Europa.

—¿Solo en Europa? —inquirió el húngaro enarcando una ceja.

Dicho esto levantó la cámara y encuadró el visor en el que Gellhorne ocupaba el centro de la imagen, flanqueada por Jack y Alex, los dos con el brazo por encima de los hombros de ella como viejos amigos.

—Decid cheers —sugirió Capa mientras ajustaba el objetivo, como esos fotógrafos de a peseta del parque del Retiro.

Los tres abrían la boca para hacerlo cuando un estridente zumbido resonó sobre sus cabezas. Levantaron la vista al unísono y fueron testigos de cómo una decena de bimotores en formación de ataque como siniestras aves de mal agüero surcaban el cielo de la mañana a mil metros de altura en dirección a Belchite.

—Los bombarderos… —dijo Riley, con un hilo de voz—. Ya están aquí.

Y en ese preciso instante Robert Capa accionó el disparador de su Leica, inmortalizando a los dos brigadistas y a la periodista con el horror pintado en el rostro, anticipando el infierno que estaba a punto de desencadenarse sobre aquel pequeño pueblo en tierra de nadie.

«Dedicado a la memoria de los civiles y soldados de ambos bandos que murieron durante la Batalla de Belchite».