15
—No sabe lo que está diciendo —señaló Riley.
—He visto las tropas de su ejército rodeando el pueblo y sé que estamos completamente cercados —repuso la religiosa—. A menos que suceda un milagro… —añadió con un leve temblor en su voz— Belchite será destruido.
—No, si la guarnición se rinde antes.
—Usted sabe perfectamente que eso no va a pasar —adujo la dominica—. Por eso se están jugando la vida para rescatar a sus amigos rojos de la iglesia. ¿No es así?
—No son amigos nuestros —puntualizó Jack—, ni son rojos, que nosotros sepamos. En realidad, ni siquiera sabemos quiénes son.
La monja hizo una mueca de incomprensión.
—Entonces… ¿Por qué…?
El gallego se encogió de hombros.
—¿Importa?
La religiosa entrecerró los ojos, tratando de calibrar la sinceridad del gallego.
—¿Entiende lo peligroso que podría ser lo que nos pide, Sor Caridad? —preguntó Alex—. Si nos descubren, nos fusilarán a todos.
—A ustedes y a los otros, sin duda alguna —contestó—. Nosotras, en cambio, podemos alegar que nos obligaron a hacerlo. Al fin y al cabo —añadió, sujetando el pequeño crucifijo de madera que le colgaba del cuello, componiendo un gesto de inocencia casi cómico—, solo somos unas pobres hermanas desvalidas.
Riley meneó la cabeza.
—En fin… —dijo resignado, mirando al sargento—. Tanto da ocho que ochenta, ¿no? De todos modos, no tenemos alternativa.
—Pero ¿cómo leches vamos a hacerlo? —le espetó el gallego—. Entrar en la iglesia sin que nos vean, liberar a quince o veinte civiles y salir a hurtadillas del pueblo sin que nos descubran, ya es una tarea casi imposible. Intentarlo, cargando además con una reata de viejas vestidas de blanco —añadió, señalando a la madre superiora—, es garantía de que acabaremos frente a un pelotón de fusilamiento.
—Lo sé, Jack, lo sé… pero algo se nos ocurrirá. De momento, lo que tenemos que hacer es entrar en la iglesia, y para eso las necesitamos.
—¿Algo se nos ocurrirá? —repitió el sargento frunciendo el ceño—. ¿Hablas en serio?
—Deja de quejarte y pongámonos en marcha. Nos quedan… —consultó el reloj y levantó la vista con gesto preocupado— menos de cinco horas para hacerlo todo y regresar al campamento antes de que nadie descubra que nos hemos ido.
La dominica salió del despacho y uno a uno fue entrando en los seis dormitorios comunes compartidos, ordenando a las religiosas que se levantaran, se vistieran a toda prisa y se dirigieran a la capilla lo antes posible.
Seguidamente los tres se encaminaron a dicha capilla, a la que se accedía por un pasillo interior del convento y que resultó ser más grande de lo esperado, decorada con vidrieras en las ventanas y una serie de pinturas representando escenas de la pasión de Cristo repartidas por la nave.
Mientras tomaba asiento en la primera fila de cara al altar, esperando a que empezaran a llegar las monjas, Riley pensó fugazmente que, como muchas otras a lo largo y ancho del país, todas aquellas piezas artísticas únicas serían destruidas en cuestión de días, o incluso horas. La guerra no solo destruía personas vivas, también la memoria de las que estaban muertas.
A los pocos minutos aparecieron las primeras religiosas, un grupo de tres que cuchicheaban entre sí y que se quedaron clavadas en el sitio, con los ojos como platos cuando descubrieron junto a la madre superiora a dos hombres vestidos de negro y rostro embetunado, repantigándose en los bancos de madera y observándolas casi con idéntica sorpresa en el rostro.
—Son… Son… —tartamudeó Jack.
—Novicias —aclaró Sor Caridad—. Este es un seminario de novicias, y como ya se ha dado cuenta no se trata de «una reata de viejas vestidas de blanco».
Aunque iban todas ataviadas con los holgados hábitos de la orden y solo el rostro asomaba bajo la cofia y el velo —que en el caso de las novicias era también de color blanco—, el gallego se quedó anonadado ante el desfile continuo de jóvenes aspirantes a monja. Muchas de ellas hermosas y víctimas de un involuntario sonrojo al pasar frente a los dos hombres, lo que a ojos del orondo sargento las hizo parecer aún más atractivas.
—Me he muerto y estoy en el cielo… —musitó sin quitarles la vista de encima—. Ahora entiendo por qué hay tantos que se quieren meter a cura.
—No sea grosero —le reprendió ceñuda la religiosa.
—Discúlpelo —le defendió Riley—. El pobre lleva meses sin… bueno, ya sabe.
—Pues que se aguante un día más —replicó cortante—. Porque como le ponga un dedo encima a alguna de mis niñas… —se dirigió a Jack, haciendo el gesto de una tijera con los dedos—. ¿Me entiende usted?
—Claro, claro… —contestó el gallego, sin dejar de mirar a las jóvenes como un niño miraría un tarro de golosinas—. Nada de dedos.
La procesión de novicias terminó al cabo de unos pocos minutos rematada con la aparición de tres monjas —estas sí, monjas de verdad— que, según les indicó Sor Caridad a medida que las iba presentando, eran las encargadas de educar y guiar a las novicias durante su estancia en el seminario.
Cuando estuvieron seguros de que ya no faltaba nadie y todas ocupaban los bancos de la capilla, la madre superiora se encaramó al púlpito y tras presentar a Alex y a Jack, sin entrar en muchos detalles, les explicó rápidamente lo que iban a hacer esa noche, por qué, y las consecuencias que ello tendría para todas.
La primera reacción fue un desconcertado silencio, seguido de una creciente confusión que corrió como la pólvora entre cuchicheos y expresiones de incredulidad. Al cabo de poco, algunas comenzaron a mostrarse escandalizadas mientras la mayoría parecía creer que aún se hallaban en la cama, víctimas de un mal sueño.
—¡Un momento! —intervino Riley poniéndose en pie y levantando las manos para imponer orden—. Comprendo que tendrán muchas dudas, pero las preguntas nos las hacen a nosotros, no a la que tienen sentada a su lado.
Una monja casi tan vieja y malcarada como Sor Caridad se puso en pie con aire beligerante y se dirigió a la madre superiora.
—¿Está diciendo que nos hemos de marchar de aquí porque lo diga un maldito rojo?
—No, Sor Gracia —puntualizó tajante—. Porque lo digo yo.
—Pero ¿por qué? —señaló a los dos brigadistas—. ¿Por qué les hace caso? ¡Ellos son el enemigo! ¿Es que no lo ve?
—Sor Gracia, lo veo perfectamente. Si hago esto es por el bien de todas, incluido el suyo.
—Este ha sido mi hogar durante veinte años —insistió irritada—. El hogar de todas, madre superiora. No podemos irnos así por las buenas y perder todo lo que hemos construido.
Riley decidió tomar la palabra.
—Lo entiendo, hermana. Entiendo que esto debe de ser muy duro para usted… para todas. Pero mañana a primera hora llegarán los aviones republicanos y comenzarán a bombardear el pueblo, y entonces ya no podrán irse.
—¡Pero esto es un convento! —alegó—. ¿Por qué iban a bombardear un convento?
—Lo bombardearán todo —explicó apesadumbrado—. Casas, cuarteles, iglesias… No hay ningún lugar seguro en Belchite.
—Los muros son fuertes —dijo otra religiosa, que le habían presentado como Sor Lucía—. Además, podemos refugiarnos en el sótano y esperar que todo pase. Tenemos suficientes provisiones y agua.
Riley meneaba la cabeza.
—Eso no importa. Aunque el edificio soportara el bombardeo, cosa que dudo, detrás vendrán los tanques y veinticinco mil soldados republicanos al asalto, y entonces… —Se rascó la nuca, incómodo— puede pasar cualquier cosa.
—¿A qué se refiere? —preguntó una novicia de las primeras filas, que apenas aparentaba dieciocho años.
El teniente se volvió hacia la madre superiora, pidiéndole con la mirada que le echara un cable, pero aquella parecía encantada de que Riley se viera obligado a explicarse.
—Verás, ellos… —vaciló, buscando las palabras adecuadas—. Algunos de ellos son mala gente a la que le han dado un fusil y, bueno… vosotras sois muy… muy…
—¿Muy?
—Muy jóvenes y hermosas. Y ellos… —Alex paseó la mirada por aquellos rostros inocentes y fue incapaz de decir lo que debía.
Impaciente, Sor Caridad dio un paso al frente y con voz clara y rotunda, sentenció:
—Esos soldados rojos que vendrán quizá nos maten a todas… o algo peor.
Las contundentes palabras de Sor Caridad disiparon las dudas de las novicias y las otras monjas, y al cabo de unos pocos lamentos se dirigieron a sus aposentos para recoger las pocas pertenencias que podían llevarse.
No pasaron ni diez minutos hasta que la última de ellas ya estaba frente a la puerta principal, preparada para atender las últimas instrucciones que la madre superiora impartía con la precisión de un general aleccionando a sus tropas.
Jack y Riley intercambiaron una mirada de respeto ante aquella marcialidad de la monja y las novicias, que ya hubieran querido para sus propios hombres de la Lincoln.
—Estad tranquilas —les decía, ofreciéndoles un gesto reconfortante a cada una de ellas—. Confiad en Dios y él os protegerá. No temáis.
Los dos brigadistas aprovecharon el momento para limpiarse la cara y las manos en la pila situada junto a la entrada.
Una voz indignada preguntó a sus espaldas:
—¿Es que ustedes no tienen respeto por nada?
Sor Gracia los miraba con los brazos en jarra y gesto de pocos amigos.
—Tenemos que quitarnos todo este betún —contestó Riley sin dejar de frotarse las manos—. ¿Por casualidad no tendrá por ahí un poco de jabón?
—¡Pero esa es la pila del agua bendita!
—¡No me diga! —exclamó Jack, sumergiendo la cabeza y volviendo a sacarla—. ¡Ahora entiendo por qué me estaba quemando! —sonrió descaradamente, con el agua chorreándole por la cara.
La hermana enrojeció de ira hasta parecer que iba a estallar.
—Son ustedes unos… unos…
—¿Tiene lo que le hemos pedido? —le cortó Riley en seco.
La monja abrió y cerró la boca varias veces como un pez fuera del agua, buscando las palabras para mostrar su irritación, pero al parecer esta era tan grande que no halló nada en su vocabulario monacal que no infringiera alguna regla de la orden, así que se limitó a señalar el montón de ropa que había dejado encima de uno de los bancos. A continuación, se dio la vuelta y se alejó para reunirse con el resto de dominicas.
—¿Crees que se habrá molestado? —bromeó Jack, terminando de quitarse los últimos rastros de betún de la cara.
—¿Quién sabe? —Se encogió de hombros—. Estas monjas son tan gruñonas que cuesta saber cuándo están enfadadas de verdad.
Una vez terminaron de limpiarse, los dos amigos tomaron las ropas que les había traído Sor Gracia, se vistieron con ellas y se presentaron ante la madre superiora.
Un reguero de risitas nerviosas recorrió a las novicias, y hasta Sor Caridad se vio obligada a fruncir los labios para no imitarlas.
Frente a ellas y ataviados con el hábito de la orden —que a uno le quedaba demasiado corto y al otro demasiado estrecho—, Alex y Jack parecían dos mujeres barbudas y particularmente feas que se hubieran metido a monja tras haber sido expulsadas de algún circo de mala muerte.
—Sor Riley y Sor Alcántara se presentan para el servicio —dijo el sargento para colmo, saludando al estilo militar.
—Santa Madre de Dios… —fue lo primero que logró decir la madre superiora al tiempo que se hacía cruces—. Que el señor me perdone por esta ofensa.
—¿Me puede ayudar con la cofia? —dijo en cambio Riley despreocupadamente, acercándose a la religiosa—. Se me salen las orejas.
—Este hábito me hace gordo —comentó Jack, pasándose la mano por la cintura—. ¿No lo tienen en negro?
Sor Lucía se llevó las manos a la cabeza mientras negaba una y otra vez.
—Pero cómo va a ser… —balbuceó, señalándolos—. ¡Se ve a kilómetros que son hombres! ¡Pero si hasta tienen barba!
—Es verdad —coincidió Sor Gracia—. Además, a usted se le ven las botas debajo del hábito —dijo mirando a Alex—, y usted… —añadió, dirigiéndose a Jack—. Bueno, usted parece que se haya comido toda la despensa.
—No tenemos tiempo para ir al barbero —alegó Riley—, y estos son los hábitos más grandes que nos han dado. Tendremos que confiar en que la oscuridad nos proteja y que los centinelas se fijen más en las novicias que en nosotros dos.
—Se darán cuenta —insistió la dominica, negando con la cabeza—. Llaman demasiado la atención. Nos descubrirán y acabaremos todos en el paredón.
El marino se encogió de hombros con estoicismo.
—En ese caso —dijo llevando la mano al crucifijo de madera que ahora colgaba de su cuello—, espero que su jefe nos eche una mano.