20

—Dios mío… —barbullaba Eustaquio, hecho un ovillo en el suelo de la cabina— Dios mío. Dios mío…

Una nueva salva de disparos se estrelló contra la cabina, pero esta vez los legionarios habían apuntado hacia los faros del camión. Ya no los deslumbrarían una segunda vez.

Riley y Jack habían aprovechado el momento a cubierto para recargar sus pistolas con un segundo cargador.

—¡Estos de ahí delante nos van a machacar! —exclamó Jack.

Riley amartilló su Colt y resoplando entre dientes le gritó a su amigo:

—¡Cúbreme!

—¿Qué? ¡No irás a…!

—¡¡¡Qué me cubras!!! —rugió.

Obediente, el gallego se asomó y comenzó a disparar a discreción sobre los soldados, acertando a uno que cayó de espaldas y haciendo que los otros se protegieran tras la esquina.

Riley aprovechó el momento y se incorporó en la cabina, saltó sobre el capó del camión, y de ahí al suelo empedrado. Cayó sobre la pierna herida y ahogó un grito de dolor.

Pero no se detuvo, y mientras Jack seguía disparando a su espalda, dobló la esquina tras la que se ocultaban los legionarios que, sorprendidos ante la inesperada aparición del americano, no tuvieron tiempo de reaccionar cuando este les apuntó con su pistola y los fulminó a ambos con sendos disparos a quemarropa.

Entonces una nueva descarga de fusiles se estrelló contra la parte de atrás del camión. Alex enfundó la pistola, se hizo con uno de los fusiles de los caídos y se lanzó al suelo.

Los bajos del camión eran el único espacio libre, así que se deslizó bajo el morro y pudo ver cómo más allá decenas de sombras avanzaban hacia ellos rápidamente por la estrecha calle. Descorrió el cerrojo del máuser para introducir una bala en la recámara, apuntó a la figura más próxima, y disparó.

Unos de los soldados profirió un grito de dolor y se derrumbó.

Al verlo caer, todos los que venían detrás trataron de cubrirse como buenamente pudieron tras portales y balaustradas. Alex aún tuvo ocasión de disparar dos veces más, antes de que lo descubrieran bajo el camión y abrieran fuego contra él.

Una lluvia de balas arreció contra los bajos del camión, levantando esquirlas de piedra al impactar contra el empedrado. Una de estas balas fue a parar al neumático derecho trasero, haciéndolo estallar y provocando que esa parte del camión descendiera un palmo hacia el suelo.

Riley se quedó pasmado, sorprendido por ese inesperado efecto, hasta que su mente fue capaz de procesarlo debidamente.

Entonces reculó hasta que pudo volver a ponerse en pie y se plantó frente al vehículo para que su amigo le viera.

—¡Jack, ponte al volante y acelera! —le gritó al sargento.

—¡Pero si estamos atascados!

—¡Ya lo sé! ¡Hazme caso!

Y aunque sin comprender por qué lo hacía, el gallego obedeció, se pasó ágilmente al otro lado de la cabina e hizo rugir de nuevo el motor.

Alex volvió a lanzarse bajo el vehículo, pero esta vez ignoró a los soldados que lo disparaban y en su lugar apuntó a la otra rueda trasera y abrió fuego.

De golpe, la parte de atrás del camión bajó lo suficiente como para desencallarse del techo del arco y, como el tapón de una botella de champán descorchándose tras haber sido agitada con fuerza, el camión salió disparado como un proyectil hacia delante.

Los bajos del Hispano-Suiza pasaron rozando la cabeza de Riley, que seguía tumbado en mitad de la calzada.

Entonces, tras alejarse más de cincuenta metros por la carretera que le alejaba del pueblo, el camión se detuvo con un frenazo y la cabeza de Jack asomó por la ventanilla del conductor.

—¡Alex, sube, carallo! —le gritó, haciéndole aspavientos para que fuera hacia el vehículo—. ¡A qué estás esperando!

No tuvo que pedírselo dos veces.

Alex retrocedió arrastrándose hasta la esquina, disparó las dos últimas balas que quedaban en el cargador, dejó caer el fusil al suelo y corrió como alma que lleva el diablo hasta alcanzar la parte trasera del camión y auparse a la caja.

Un segundo más tarde, el vehículo volvía a saltar hacia delante por el camino de tierra que llevaba a Codo, alejándose en la oscuridad del condenado pueblo de Belchite desde donde aún les disparaban esporádicamente, aunque sin decidirse a internarse en la noche para perseguirlos.

En el interior de la caja, donde se apelotonaban las religiosas y la familia de Eustaquio, apenas había espacio para moverse. La oscuridad era absoluta, cubiertos como estaban por aquella maltrecha lona sembrada de agujeros de bala, y se sucedían lamentos de dolor y miedo. El camión, rodando sobre sus llantas sin neumáticos traseros que lo amortiguaran, se agitaba como un caballo salvaje que quisiera sacudirse el jinete, y paradójicamente, el ir tan apretujados era lo que impedía que nadie cayera al suelo por ello.

Por un momento, Riley tuvo el horrible presentimiento de que la desquiciada fuga había resultado un desastre y que a toda aquella gente que se agolpaba a su alrededor como en un transporte de ganado le habría ido mejor quedándose en Belchite.

—¿Hay alguien herido? —preguntó con temor a la oscuridad, intuyendo de antemano la respuesta.

Unos cuantos gemidos fueron la réplica inmediata, seguidos de un fúnebre silencio que no auguraba nada bueno.

—¿Señor Riley? —preguntó entonces una voz conocida—. ¿Es usted?

—¿Sor Caridad? —contestó, sorprendiéndose a sí mismo por la alegría de escucharla.

—Sí, soy yo —aclaró la voz desde la oscuridad—. ¿Qué ha pasado? ¿Ya hemos salido de Belchite?

Riley asintió vanamente en la oscuridad.

—Sí —confirmó—. Ya estamos fuera.

—¡Oh! ¡Bendito sea Dios! —exclamó—. ¡Hermanas! ¡Ya hemos salido del pueblo! —repitió en voz alta, y en respuesta una retahíla de aleluyas y bendiciones corrió de boca en boca—. ¡Alabado sea nuestro señor Jesucristo que nos ha protegido!

—Sí, claro, Jesucristo… —murmuró Riley—. ¿Está usted bien? ¿Hay heridos?

—No lo sé.

—Pues averígüelo —le ordenó Alex.

—¿Y usted? —le preguntó la religiosa, y para su sorpresa, con sincera preocupación—. ¿No está herido?

—Me han dado en la pierna, pero estoy bien. Es solo un rasguño.

—Deje que se lo mire —contestó, tomándole del brazo.

—Luego, luego —repuso con cierta incomodidad—. Antes ocúpese de los otros.

Y mientras decía esto, percibió con extrañeza cómo la velocidad del vehículo se reducía progresivamente y pocos segundos más tarde, con un quejido mecánico, se detenía por completo.

—¿Qué narices…? —masculló, levantando la lona y comprobando que el pueblo estaba a poco más de un kilómetro de distancia. Aún demasiado cerca.

Con cuidado de no apoyar la pierna herida, saltó del camión y se dirigió a la cabina.

Al acercarse, Eustaquio le preguntó cómo estaban su mujer y sus hijas, y al no saber Alex qué responderle, saltó del asiento y se dirigió corriendo a la parte de atrás.

Jack, mientras tanto, se encontraba encaramado al capó, auscultando el enorme motor del que salía una nube de humo blanco.

—¿Qué pasa? —quiso saber Riley—. ¿Por qué hemos parado?

—Eso me gustaría saber a mí —respondió el gallego—. ¿Puedes alumbrarme un poco?

Riley se subió al parachoques, encendió el mechero y lo acercó al motor, que desprendía un fuerte olor a aceite quemado.

Con precaución de no quemarse, Jack introdujo la mano y tanteó cables, tubos y piezas, comprobando que no hubiera nada suelto.

—¿Sabes algo de motores? —comentó Riley al cabo de un rato de verlo trastear.

—Ni la más remota idea —confesó Jack, levantando la cabeza—. ¿Y tú?

Aun con todas sus carencias en mecánica automovilística, no tardaron en concluir que una bala debió de perforar algún elemento clave de la refrigeración y el motor se había sobrecalentado hasta que ya no pudo más. Así que se vieron obligados a hacer bajar a todo el mundo del camión para seguir a pie en dirección a las líneas republicanas.

Al hacerlo, pudieron comprobar que el listado de heridos era felizmente bastante más corto de lo que se temían. El portón trasero del camión estaba blindado con una gruesa chapa de acero que había hecho las veces de parapeto y salvado a los ocupantes de las balas nacionales. La mayoría de las heridas eran producto de las astillas que habían salido despedidas, y los pocos moratones, debidos a los trompicones del camión.

Sin embargo, la anciana hermana Sor Lucía había tenido la mala fortuna de que varias personas le cayeran encima en un momento de la huida, y a consecuencia de ello parecía haberse fracturado la cadera.

La monja, tumbada en el suelo junto al camión, se lamentaba de su desgracia rodeada de un corro de novicias y religiosas que la atendían y consolaban.

—Ay… Dios mío. Ay… —sollozaba entre lágrimas de dolor.

—Tranquila, hermana —le dijo Sor Caridad, pasándole la mano por la frente—. Se va a poner bien.

—Confesión… —masculló, aferrándose a la cruz que le colgaba del cuello— Confesión…

—No exagere, Sor Lucía. Que no se va a morir —la calmó la madre superiora con una sonrisa tranquilizadora, y volviéndose hacia Riley le dijo—: Tenemos que llevarla a un médico.

El teniente de la Lincoln echó un vistazo en dirección a las posiciones republicanas, y luego hacia Belchite. Calculó que se encontraban a medio camino de ambos sitios. El pueblo estaba aún demasiado cerca para estar tranquilos, y si algún oficial rebelde ordenaba salir a perseguirlos en busca de venganza, incluso a pie tardaría solo unos minutos en alcanzarlos.

—Hay que salir de aquí ahora mismo —dijo—. Así que habrá que llevarla como buenamente podamos.

—Con la cadera rota y a su edad —arguyó Sor Caridad—, no puede pretender cargarla como a un saco de patatas. Se moriría del dolor.

—Pues me va a disculpar, hermana, pero nos hemos olvidado de traer una silla de ruedas.

La religiosa frunció el ceño ante el tono del teniente.

—No se ponga sarcástico conmigo, jovencito, y trate de resultar útil en lugar de esforzarse en hacerse el gracioso.

Riley alzó el índice dispuesto a replicar airadamente, pero alguien cerró de golpe el portón del camión y entonces se le ocurrió la manera de transportar a la monja lesionada.

—Quizá si… —masculló, dejando de lado a la monja y subiendo a la caja del camión—. Ven, Jack, ayúdame con esto.

Desenfundó el cuchillo y rasgó un gran tozo de lona.

—Busquen unos palos —añadió, dirigiéndose a Eustaquio y algunos de sus familiares que observaban la escena en la distancia—. Vamos a fabricar una camilla.

Una vez hecha, instalaron sobre ella a Sor Lucía y acarreándola entre cuatro se pusieron en marcha con los dos brigadistas a la cabeza, abandonando el camión y dirigiéndose a pie hacia las líneas republicanas.

—Está clareando —anunció Jack, señalando el albor que se insinuaba por el este.

—Lo veo.

El gallego miró hacia atrás. Hacia aquella variopinta columna de refugiados caminando en silencio en la oscuridad, compuesta por mujeres, niños, unos pocos hombres y casi una veintena de religiosas que, vestidas de blanco, parecían almas en pena recorriendo la noche.

—Vamos muy lentos —advirtió preocupado—. Nos va a amanecer en el camino.

—Ya.

El sargento se volvió hacia Riley.

—No vamos a regresar a tiempo, Alex. Marty se enterará, el general se enterará, y tú y yo nos veremos frente a un consejo de guerra.

Riley cabeceó.

—Ya.

Jack abrió la boca, dispuesto a añadir algo más, pero terminó por ahorrarse las palabras.

—Ya —asintió en cambio, con el mismo aire de fatalidad.

En ese momento, Eustaquio se acercó desde atrás, cargando a una de sus hijas sobre los hombros.

—Yo… —carraspeó azorado— les estoy agradecío… a los dos, por sacarnos del pueblo.

—No hay de qué, amigo —contestó Riley—. Nosotros le metimos en este lío. Solo intentamos arreglarlo y hacer lo correcto.

El campesino resopló por la nariz.

—Lo correcto… —repitió la palabra, como si se tratase de una ciudad mítica—. Aquí naide hace lo correcto. Ni ellas —hizo un leve gesto hacia las monjas—. Les habría dao igual si nos hubieran fusilao a todos, diciendo que somos rojos. En el fondo, son iguales que los fascistas.

Jack le miró con severidad antes de preguntarle:

—Y si a ellas las hubieran violado y asesinado los anarquistas… ¿Habrías hecho algo por defenderlas?

Eustaquio le devolvió una mirada cargada de culpabilidad, y seguidamente bajó la cabeza.

—¿Falta mucho? —preguntó, cuando el eco del reproche se apagó en sus oídos.

—Es difícil decirlo —contestó Riley—. No hay una línea pintada en el suelo que marque el frente.

—¿Y cómo sabremos que ya la hemos cruzao?

—Pues tendríamos que…

Alex Riley dejó la frase a medias, pues a ambos lados del camino un grupo de sombras se alzó de entre la maleza a solo unas decenas de metros por delante.

—¡Alto ahí! —ordenó una de las sombras—. ¡Quién va!

—¡Soldados de la República! —respondió Riley, deteniéndose de inmediato—. ¡Del Batallón Lincoln!

—¡Santo y seña! —les exigió la misma voz, con un fuerte acento alemán.

En respuesta, Jack exclamó:

—¡Pimentón!

Durante unos interminables segundos el centinela pareció meditar la respuesta, y cuando ya se temían que iban a responderles que aquella no era la contraseña del día, contestó:

—¡Picante!

Los dos brigadistas resoplaron de alivio, y la bamboleante luz de una linterna se aproximó a ellos en manos del soldado y, ya de muy cerca, les alumbró directamente.

Lo que no se esperaban era lo que sucedió a continuación.

El centinela gritó con todas sus fuerzas:

—¡Alerta! ¡Es una trampa! ¡Son legionarios!

Alex y Jack sintieron el impulso de girarse en busca de esos legionarios a los que se refería.

Aún tardaron un segundo en caer en la cuenta de que se trataba de ellos mismos.

En un imperdonable descuido, todavía llevaban puestas las camisas de los soldados a los que habían dejado maniatados en el pueblo.

Riley abrió la boca tratando de aclarar el malentendido, pero antes de que pudiera decir la primera palabra, alguien disparó.