12
La acequia grande en realidad no estaba completamente seca, como había adelantado el niño. Un hilo de agua se arrastraba por el fondo de la misma, y el suelo que pisaban los dos brigadistas estaba cubierto de una película de barro maloliente que se pegaba a la suela de las botas como si fuera engrudo. Entre eso y lo incómodo de caminar más de un kilómetro agachados, el recorrido por la acequia se les estaba haciendo eterno.
—Ya casi estamos —susurró Riley, volviéndose hacia atrás.
—Ya era hora —contestó Jack en el mismo tono—. Por cierto, ¿qué hora es?
El marino consultó su reloj de pulsera, haciendo que la luz de las estrellas se reflejara en las manecillas.
—La una y veinte.
—Carallo —gruñó el gallego—. Hemos perdido más de tres horas.
—Amanece a las siete y media. Aún tenemos seis horas más.
—Nos va a ir muy justo.
—Lo sé. Vamos.
Continuaron caminando encorvados, dirigiéndose al ya próximo convento de San Agustín.
Las ventanas de la fábrica eran rectángulos negros que destacaban en la fachada de ladrillo como huecos en una dentadura. Aunque parecía no haber nadie dentro del edificio, a Riley no le cabía duda de que algunos soldados enemigos estarían montando guardia en su interior detrás de aquellas ventanas, cobijados por la oscuridad.
Con extrema cautela siguieron avanzando por la acequia hasta alcanzar una pequeña tapia, justo delante de la pared de la factoría. El murete les ofrecía una protección extra y la posibilidad de recostarse contra él y descansar un momento, a salvo de la mirada de los centinelas.
—Temía que hubiera trampas o alguna alarma en la acequia, y que la hiciéramos saltar al pasar por ella —susurró Jack, apoyando la espalda en la tapia junto a Riley.
El teniente se volvió hacia él.
—¿Por eso insististe en que fuera delante?
—Tienes mejor vista que yo. Y más suerte.
—Al menos podrías haberme avisado.
Jack sonrió con inocencia.
—No quería asustarte.
—Qué amable… —bufó, fingiendo decepción—. Menos mal que al parecer los sublevados no contaban con que nadie tratara de infiltrarse en el pueblo.
—Nadie lo bastante tonto, querrás decir. Y hablando de tontos… no me ha parecido ver a nadie asomado a las ventanas. ¿Crees que pueden haber sido tan descuidados como para no poner vigías?
—Yo tampoco he visto a nadie, pero seguro que hay alguien oculto. Me juego la paga.
—¿Qué paga?
—Es un decir. Vamos —dijo señalando hacia el este con la cabeza—, sigamos adelante. Aún tenemos que llegar al otro extremo del pueblo.
Siguieron la sinuosa línea del muro, caminando muy despacio y con la cabeza gacha, deteniéndose cada vez que escuchaban el más mínimo ruido, hasta que alcanzaron la fachada del convento abandonado que se erguía imponente como el mayor edificio de Belchite.
Justo frente a ellos, una sección de muro de varios metros de longitud se había derrumbado y si lo cruzaban quedarían expuestos ante cualquiera que estuviese observando.
—¿Qué hacemos? —cuchicheó Jack a la espalda de Riley—. ¿Ves algo?
Este se asomó con mucho cuidado por la brecha, escrutando los grandes ventanales abiertos del convento, pero solo alcanzaba a ver la oscuridad más absoluta.
Desde donde estaba apenas podía observar las cuatro ventanas que quedaban justo enfrente, pero si se asomaba más corría el riesgo de ser descubierto.
Aunque no parecía que hubiese nadie allí.
Aguardó casi un minuto, a la espera de cualquier ruido o movimiento que delatase la presencia de un centinela, pero no pasaba nada. Por increíble que fuera, parecía que allí no hubiera nadie.
Por otro lado, no podían quedarse allí indefinidamente, de modo que apretó los dientes y, decidido, se dispuso a atravesar aquel espacio sin protección.
Pero justo cuando daba el primer paso, una ráfaga de aire le hizo llegar un inconfundible olor a tabaco.
Riley se quedó completamente quieto, escrutó de nuevo la oscuridad tras los ventanales, y pudo ver cómo en uno de ellos brillaba la minúscula brasa incandescente de la punta de un cigarro.
—¿Qué hacemos? —preguntó Jack en voz baja—. Es el único camino que hay, y no podemos dar un rodeo.
—Habría que distraer al fulano. O los fulanos. Puede que haya más.
—¿Y cómo?
—Haciendo que miren hacia otro lado durante unos segundos.
—Repito: ¿cómo?
—No lo sé. Bueno… —vaciló— quizá. Se me ocurre, que podría tratar de hacer una especie de bomba de humo.
El gallego frunció el ceño.
—Estás de guasa.
—No, en serio. Lo leí en el manual del brigadista.
—¿Hay un manual del brigadista?
—Pues claro que… Bah, da igual. Lo interesante es que enseñaban cómo hacer una bomba de humo con un poco de gasolina, un calcetín, algo de pólvora y hierba seca —sacó el encendedor y la pistola y añadió—: Y tenemos todos los ingredientes.
—Ya. ¿Y sabes cómo hacerlo?
—Puedo intentarlo.
Jack negó con la cabeza, nada convencido.
—No me gusta —dijo—. Si no sale bien, prenderás un fuego y entonces sí que nos verán.
—Ya… puede que tengas razón —admitió—. Pero no se me ocurre otra cosa.
—Pues mira por dónde, a mí sí.
Dicho esto, se alejó una veintena de metros en la misma dirección en la que habían venido, rebuscó entre los hierbajos, y al cabo de un momento se irguió, sopesando algo en la mano.
Alex tuvo un terrible presentimiento sobre lo que pretendía hacer su amigo y hubo de contenerse para no lanzarle un grito. Se dirigió a toda prisa hacia él, haciendo aspavientos, pero Jack o no lo vio o no quiso verlo, y tomando algo de impulso echó el brazo hacia atrás y lanzó un pedrusco enorme por encima de la tapia contra una de las pocas ventanas del convento que aún tenían cristales.
El agudo estrépito de los cristales rompiéndose fue como si un rayo partiera el silencio de la noche. A Riley le pareció que el ruido se habría oído hasta en el último rincón de Belchite, como si una bomba hubiera caído en mitad del pueblo.
Boquiabierto ante la insensatez del gallego se había quedado simplemente mirando, esperando que en cualquier momento comenzaran a llover las balas.
Sin embargo, en cuanto hubo lanzado la piedra Jack se le acercó a paso vivo.
—Venga, vamos —le apremió—. No te quedes ahí plantado como un pasmarote.
Riley parpadeó perplejo, buscando las palabras para definir la tontería que acababa de cometer, pero se dio cuenta de que el sargento pasaba de largo, se asomaba al hueco en el muro y lo cruzaba a toda prisa sin que nadie le disparase o diese la voz de la alarma.
—La madre que lo parió… —renegó el teniente en voz baja.
Y sin molestarse en mirar primero, corrió siguiendo los pasos de su amigo, que le esperaba al otro lado cruzado de brazos y con expresión satisfecha.
Tras el corto sprint Riley llegó a su lado con el corazón desbocado, más por la tensión que por el esfuerzo, y se apoyó en el muro mientras oía a Jack decir, ufano:
—A veces los planes sencillos son los mejores.
Por suerte ya no se encontraron con más espacios en blanco en el muro, y las voces de los guardias intrigados por el cristal roto quedaron atrás rápidamente.
Riley aún pensaba en la insensatez que había cometido Jack y la indudable suerte que habían tenido de que nadie los viera, cuando llegaron al final de la tapia, que a la postre se fundía con la fachada de las casas del límite exterior del casco urbano. Se detuvieron un instante para comprobar que no había nadie a la vista y, tan agachados que casi iban a cuatro patas, se internaron por una estrecha calleja empedrada que conducía al pueblo, flanqueada por edificios de dos y tres plantas de bella factura.
Cada pocos pasos se paraban a escuchar, buscando cobijo permanentemente entre las sombras de soportales y portones. La calle, como todas las de Belchite, se hallaba completamente a oscuras, y tampoco de las ventanas manaba el más mínimo rastro de luz. Al parecer, las fuerzas ocupantes habían instaurado el toque de queda y prohibido cualquier tipo de iluminación nocturna.
Llegaron así hasta una pequeña plaza triangular en la que confluían nada menos que siete calles. Alex Riley levantó la vista y a pesar de la oscuridad fue capaz de leer la placa con la leyenda: Plaza de San Salvador. Una plaza que, por supuesto, no aparecía en el tosco mapa que llevaba en el bolsillo.
—¿Y ahora? —cuchicheó Jack en su oído, haciendo referencia a las seis calles que se abrían ante ellos—. ¿Hacia dónde?
El teniente se encogió de hombros.
—No tengo ni idea —confesó—. Pero creo que debe de ser una de esas —añadió, señalando dos de las calles que se abrían justo enfrente. Una bastante más ancha que la otra.
—Yo voto por la estrecha —dijo Jack—. Es más oscura.
—Es cierto —opinó Riley—. Pero la otra parece que va justo a…
Antes de terminar la frase les alcanzó un rumor de pasos y voces de hombres acercándose.
—Una patrulla —masculló Jack con vehemencia, señalando la calle ancha por la que se acercaban.
—Por la otra. Por la otra —le urgió Alex en susurros, disponiéndose a cruzar la plaza todo lo deprisa que pudiera caminar sin hacer ruido—. Vamos.
Se adentraron en la negrura del callejón cuando dos soldados moros desembocaban en la plaza y se detenían en medio. Desde la seguridad relativa de las sombras, observaron cómo los dos marroquíes apoyaban los máuser en una pared y se ponían a fumar tranquilamente, ajenos a la presencia de los brigadistas.
—Nos ha ido de un pelo —bufó Jack.
Riley solo asintió conforme, y dándole una palmada en el hombro le animó a continuar.
Esa calle era aún más estrecha que la anterior, y sobre sus cabezas los balcones de los edificios casi se tocaban con el de enfrente. Riley levantó la vista y pensó que dos vecinos que se asomaran al mismo tiempo podrían darse la mano sin salir de sus casas.
Unos cien metros más allá el callejón pasaje volvía a abrirse al empalmarse con otra calle, y por fin pudieron ver el campanario hexagonal de la iglesia alzándose justo delante de ellos, recortado contra el cielo estrellado.
—La iglesia —anunció un sonriente Riley—. Y está sin vigilancia. Creo que hemos tenido suerte.
Jack, en cambio, señaló hacia la derecha.
—Yo esperaría antes de descorchar el champán.
Intrigado, Riley miró en la dirección que le indicaba su amigo y se le cayó el alma a los pies.
A unos cincuenta metros a su derecha, al otro lado de una plaza rectangular flanqueada de frágiles arbolitos, se elevaba la fachada de otra iglesia de aspecto similar en forma y tamaño a la que tenían enfrente.
—¿Otra iglesia? —gruñó—. El niño no nos dijo que había dos iglesias.
—Pues eso no es lo peor. Fíjate bien.
Riley escrutó las pesadas sombras que envolvían la plaza.
Al principio no vio nada aparte de un camión militar y una ametralladora instalada tras unos sacos terreros, pero al cabo de un momento algo se movió en el límite de la percepción y atisbó varias siluetas apostadas tras aquellos sacos, a escasos metros del portón del templo.
—Soldados —masculló entre dientes.
—Son media docena —apuntó Jack, agachándose junto a Riley—. Y eso sin contar a los que no podemos ver. Es imposible acercarse sin que nos descubran.
Alex asintió en silencio, compartiendo la misma opinión.
Entonces oyeron el amortiguado eco de una carcajada.
Se volvieron de golpe, intercambiando una mirada de preocupación.
Al parecer, la patrulla que habían dejado atrás había tomado el mismo camino que ellos y pronto aparecería doblando la esquina de la angosta calleja.
No podían quedarse donde estaban, tampoco podían volver atrás, y si salían a la plaza los descubrirían de inmediato.
No había escapatoria.