8
—No me lo puedo creer… —repetía Merriman, meneando la cabeza mientras caminaba en círculos bajo el toldo verde que hacía las veces de puesto de mando de la Lincoln.
Se detuvo frente a los dos hombres y los miró de arriba abajo con aire decepcionado.
Hemingway sujetaba un pañuelo bajo la nariz empapado en sangre, rota una de las mangas de la camisa y las gafas cojas, huérfanas de una de sus patillas.
Riley por su parte exhibía un ojo a la funerala y una camisa despechada a la que le faltaban la mayoría de los botones.
—¿Saben qué ejemplo de indisciplina están dando a mis hombres? —les espetó a ambos—. ¡A usted debería expulsarlo y a usted arrestarlo! —increpó al periodista y al teniente respectivamente, apuntándoles con el dedo.
—Usted no puede… —comenzó a decir Hemingway.
—¡Que no puedo qué! —estalló Merriman—. ¿Expulsarle? Esta es mi unidad y me importa una mierda que le haya invitado a venir el general Rojo o el mismísimo presidente. Aquí mando yo. ¿Lo comprende?
Hemingway no contestó, ni falta que hacía.
—Y usted… —dijo encarándose a Riley, plantándose a menos de un palmo de su cara—. De verdad que no me puedo creer que sea tan tonto. Le salvo esta mañana de que lo arresten, y al cabo de unas horas se está pegando con el jodido Ernest Hemingway delante de toda la tropa. ¿Es que no tiene ni una sola pizca de sentido común?
—¿Puedo contestar a eso?
—¡No! ¡No puede! ¡Es una pregunta retórica, maldita sea! ¿Qué puedo hacer con usted, eh? Vamos, dígamelo.
—Yo…
—¡Cállese!
—Comandante Merri… —empezó a decir Hemingway.
—¡Y usted también! ¡Cállense los dos y salgan de mi vista de inmediato!
—A la orden —contestó Riley, saludando y dándose la vuelta.
—De acuerdo —convino Hemingway, haciendo lo propio.
—¡Un momento! —exclamó Robert Merriman, haciendo que ambos se giraran una última vez—. Si alguno de los dos vuelve a darme problemas… —les amenazó de nuevo con el índice— les juro por Dios que le meteré tal puro que me acabará pidiendo por favor que lo fusile.
Los dos asintieron de nuevo y retomaron el camino de salida en dirección al corrillo de hombres que, a una distancia prudente, había seguido con interés el rapapolvo del comandante.
En la primera fila esperaban Jack y Gellhorne, comentando el aspecto lamentable de los dos hombres.
—¿Qué? ¿Cómo ha ido? —preguntó el gallego con mucha guasa.
—Tócame los huevos, Jack.
A Gellhorne se le escapó la risa y Hemingway la miró con gesto dolido.
—¿Cómo has podido hacerme esto, Martha? Liarte con este paleto. —Hizo un gesto despectivo hacia Riley.
—¿Hacerte, Ernest? —replicó la periodista—. Yo me lío con quien me da la gana. Tú no eres quién para pedirme explicaciones.
—¿Cómo puedes decir eso? —replicó ofendido—. ¿Y qué hay de lo nuestro?
Martha Gellhorne se cruzó de brazos, desafiante.
—¿Lo nuestro? —sonrió con dureza—. ¿Te acordaste de lo nuestro cuando te acostaste con esa camarera del Hotel Florida?
—¡Eso fue completamente diferente!
—Claro. Allí yo tuve que tragar, y ahora te toca a ti. Dime, ¿qué se siente cuando te humillan?
El corro de soldados había aumentado en número y allí ya estaban congregados más de la mitad de los efectivos de la compañía. Una pelea de celos entre dos celebridades no era un espectáculo que pudiera presenciarse cada día.
—¿Qué está pasando aquí, Alex? —preguntó Jack al oído de Riley, que estaba tan atónito como el resto.
—No tengo ni idea… —confesó en voz baja—. Pero empiezo a tener la impresión de que la señorita Gellhorne solo me ha utilizado para vengarse.
El gallego asintió comprensivo y le dio un par de palmadas de consuelo en la espalda.
—Lo siento, amigo. Lamento que…
Riley se giró hacia él.
—¿Sentirlo? —le interrumpió con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Pero qué dices? No hay nada mejor que el sexo por despecho.
Afortunadamente, la tarde transcurrió sin otros sobresaltos que la llegada de nuevas piezas de artillería procedentes de Barcelona: una docena de colosales obuses Perm de fabricación soviética de 152 mm, que la primera compañía de la Lincoln tuvo que ayudar a situar y proteger con sacos terreros al otro lado de la loma. Cuando aquellas bestias de hierro comenzaran a escupir obuses contra las posiciones rebeldes, el pueblo de Belchite pasaría a convertirse en una humeante montaña de escombros.
Desnudos de cintura para arriba, Riley y Jack ayudaban al resto de los hombres de la compañía a apilar los últimos sacos formando un muro de poco más de un metro de altura. Incluso el capitán Law había arrimado el hombro, consciente de que si hay algo que une tanto a los hombres como matar juntos, es trabajar juntos.
—¿Te han dicho cuándo se iniciará el bombardeo? —le preguntó Riley, pasándole un saco de tierra de veinte kilos.
—Merriman dice… —jadeó por el esfuerzo— que en cuanto llegue la aviación desde Valencia. Puede que hoy mismo.
Jack y Riley intercambiaron una mirada de preocupación.
—Aunque ya es tarde —añadió mirando la posición del sol, ya en camino de descenso hacia el horizonte—. Seguramente no despeguen hasta el amanecer y aparezcan aquí a primera hora de la mañana.
—Y el asalto… —comentó Jack, recibiendo el saco de manos del capitán—. ¿Se sabe cuándo será?
—No creo que antes de dos o tres días —aclaró Law, volviéndose hacia Alex para recibir otro saco.
—Entonces… —bufó Riley— esta noche no habrá ningún movimiento por nuestra parte, ¿no?
El capitán afroamericano se enervó de pronto, ignorando el saco que Riley pretendía pasarle de nuevo e interrumpiendo la cadena de trabajo. Miró al teniente y al sargento, a su izquierda y derecha, frunciendo el ceño con suspicacia.
—Vosotros dos tramáis algo.
Jack puso cara de no saber de qué demonios le estaba hablando.
—¿Qué? No. No… qué va.
—Venga ya. Os conozco como si os hubiera parido. ¿No estaréis pensando en desobedecer las órdenes del general?
—En realidad, el general no nos ha dado ninguna orden —puntualizó Riley.
El gesto de Michael Law se ensombreció cuando comprendió a qué se refería.
—Venid conmigo —les dijo, saliéndose de la fila—. Los dos.
Obedientes, Alex y Jack siguieron a su capitán hasta que estuvieron fuera del alcance de los oídos del resto de soldados. Se plantó frente a ellos y les dirigió una mirada furibunda.
—¿Se puede saber qué os pasa a vosotros dos? ¿Es que queréis que os fusilen?
—No de momento, camarada capitán —repuso Riley.
—Déjate de chorradas, Alex. ¿Por qué? En esta guerra han muerto centenares de miles de inocentes, y a muchos los hemos matado nosotros. ¿Por qué vais a arriesgar la vida para salvar a una familia de desconocidos? Os juro que no lo entiendo.
—No son desconocidos, camarada capitán —alegó Jack—. Anoche les dimos nuestra palabra de que les ayudaríamos a escapar.
—¿Vuestra palabra? —repitió como si fuera una broma—. ¿Acaso os creéis caballeros que debéis defender vuestro honor? En esta guerra no hay sitio para las promesas. Todos somos soldados que cumplimos órdenes.
—Pero ellos son civiles.
—¿Civiles? —preguntó como si se tratase de una broma—. ¡Ese puto pueblo de ahí enfrente está lleno!
—A esos no podemos salvarlos —dijo Riley, mirando en la misma dirección—. Pero sí a la familia de anoche.
—¡Pero en Belchite hay miles de civiles inocentes! —reiteró Law, señalando hacia el campanario que descollaba entre los tejados ocres—. ¿Qué diferencia va a suponer que viva una familia más o menos?
Riley lo miró fijamente.
—Para ellos sí que supondrá una diferencia.
El capitán de la primera compañía respiró hondo alzando el índice, preparándose para amonestar a su teniente, pero las palabras no llegaron a salir de su boca. En lugar de ello chasqueó la lengua, estudiando a los dos hombres mientras decidía si eran idiotas o solo estaban chiflados.
—Os juro que no os entiendo… —masculló—. Cada día mueren civiles de uno y otro bando. Esa gente a la que queréis ayudar no es muy diferente de la que vosotros mismos habéis estado matando desde que llegasteis a España, y si os descubren los nacionales o llega a oídos del general, os fusilarán a ambos.
—Intentaremos que eso no suceda —adujo el gallego.
—Ni se te ocurra hacerte el gracioso conmigo, Jack. No estoy de humor.
—Yo jamás haría tal cosa, camarada capitán.
Law entrecerró los ojos, escudriñando el rostro del sargento en busca de la más mínima arruga en la comisura de sus labios.
—Me vais a buscar la ruina entre los dos —dijo al cabo de un rato, resoplando por la nariz—. ¿Comprendéis que estáis bajo mi mando directo y que si os descubren yo también seré culpado por permitirlo?
—Lo sabemos —asintió Riley.
—Pero eso no os va a impedir hacerlo.
Ambos negaron con la cabeza.
—Y entendéis que si os atrapan, juraré ante el general que desobedecisteis mis órdenes y no podré ayudaros de ningún modo.
—Por supuesto.
Law se enjugó el sudor del rostro con un gesto de cansancio.
—Estáis como cabras. Los dos —sentenció, e hizo una larga pausa antes de añadir—: A las diez en punto retrasaré el cambio de guardia durante cinco minutos, así que estad preparados. Es todo lo que voy a hacer por vosotros —aclaró—. Para regresar sin que os vean tendréis que buscaros la vida. ¿De acuerdo?
—Muchas gracias, Michael.
—No me las des aún, Alex —replicó ceñudo el oficial—. Puede que aún cambie de opinión. Ah, y por supuesto —agregó muy serio—, esta conversación nunca ha tenido lugar.
—¿Qué conversación, capitán? —preguntó Joaquín alzando las cejas.
—Tened cuidado y volved de una pieza —concluyó el oficial afroamericano—. No me apetece tener que ascender a un nuevo teniente y buscar otro sargento antes del asalto.
—Nadie se dará cuenta siquiera de que nos hemos ido, capitán. Estaremos de vuelta antes del amanecer.
Law asintió sin convencimiento, se llevó las manos a la espalda y se alejó caminando y meneando la cabeza.
Alex y Jack se quedaron mirando cómo el capitán regresaba con el resto de la compañía para ayudar con los últimos sacos terreros.
—Vamos a hacerlo, ¿no? —preguntó el sargento, más a sí mismo que a Riley.
—No tienes por qué venir —contestó el teniente.
—Claro. Y tú no tienes por qué decir tonterías, pero las dices.
—Lo digo en serio. Para esto no hace falta que vayamos los dos.
—¿Es que cada día hemos de tener la misma discusión? Voy y punto.
Riley se volvió hacia su amigo.
—Sabes lo que pasará si alguien se va de la lengua.
—Nadie lo hará, carallo. Lo sabes mejor que yo.
—O puede que nos descubran. O que al fin y al cabo el general tenga razón y esos campesinos sean agentes enemigos y que esta noche haya un escuadrón de legionarios esperándonos dentro de la casa.
Joaquín Alcántara se cruzó de brazos y frunció el ceño.
—O que se nos aparezca la virgen y nos metamos a monja —replicó irritado—. Podemos palmarla a cada minuto de cada día, pero eso no va a impedir que hagamos lo correcto. Tú y yo. Los dos. ¿Estamos?
En realidad, Riley sabía perfectamente que la conversación iba a terminar de ese modo, como siempre sucedía, pero era su manera egoísta de lavar su conciencia. Si en el transcurso de la misión —o al regresar de la misma— algo le sucedía al gallego, podría convencerse a sí mismo de que había hecho todo lo posible para disuadirlo.
Por otro lado, Jack también comprendía el por qué de aquellas breves discusiones que siempre terminaban igual, y se prestaba al juego. Había sido testigo de lo ocurrido en la batalla del Jarama seis meses atrás, e imaginaba perfectamente los remordimientos que carcomían el alma de su amigo. Si aquellos forcejeos verbales servían para aliviar el sentido de responsabilidad de Riley y que así mantuviera la mente clara y despejada, bienvenidos fueran.
El gallego intuía que la insistencia de Alex en salvar a esos civiles tenía mucho que ver con la búsqueda de redención que le había percibido desde que se reincorporó a la brigada tras su larga convalecencia. El desastre del Pingarrón y los meses de reposo en el hospital lo habían cambiado profundamente, dejando atrás al oficial temerario y arrogante que había sido y dando paso a alguien más cauto y comprometido.
Riley apoyó la mano en el hombro del sargento y sonrió agradecido.
—Estamos.