9
A las diez menos cinco de la noche, Alex y Jack aguardaban amparados en la noche tras unos matojos, a la espera de que Law hiciera llamar al centinela y les proporcionara esos cinco minutos de invisibilidad prometidos.
Formalmente, nadie en la compañía sabía lo que iban a hacer, pero los rumores eran inevitables en un grupo tan reducido y aburrido de soldados, así que cuando se marcharon recibieron un seguido de silenciosos asentimientos de aprobación por parte de los hombres.
Alex Riley volvió a comprobar el reloj, inclinándolo para aprovechar la pálida luz de las estrellas que se reflejaba en las manecillas.
El rostro embetunado de Jack se volvió hacia él.
—¿Cuánto falta? —preguntó en susurros.
—Ya casi es la hora.
En cuanto pronunció esas palabras, un ruido de pasos sobre la hierba seca les llegó desde su derecha, y una silueta agazapada silbó en la oscuridad.
—Eh, Francis —dijo a continuación—, ¿estás ahí?
Un brazo se alzó entre la maleza a una decena de metros de distancia.
—Aquí —contestó en voz baja—. ¿Qué pasa?
—El capitán quiere que vayas a verle.
—¿Ahora? Estoy en mitad de la guardia.
—Ya lo sé, pero me ha dicho que venga a buscarte. Oye, que yo solo soy un mandado.
El soldado pareció calibrar un momento sus opciones.
—De acuerdo —aceptó, poniéndose en pie—. Pero tú eres testigo de que voy porque me lo ordenan. No quiero que me metan un puro por abandonar mi puesto.
—Lo que tú quieras, Francis. Pero vámonos ya, que no me gusta un pelo estar aquí al descubierto.
Las siluetas de los soldados se pusieron en marcha y rápidamente se fundieron con la oscuridad que los rodeaba.
—Nos toca —dijo Riley.
Comenzaron a moverse agachados en dirección opuesta a la que habían tomado los centinelas.
Pero justo entonces, una voz autoritaria exclamó a sus espaldas:
—¡Alto ahí en nombre de la Gepública!
Los dos brigadistas se quedaron petrificados, no tanto por haber sido descubiertos sino por aquella inconfundible voz que sonaba como una puerta mal engrasada.
—¡Dense la vuelta! —ordenó entonces la voz, iluminándolos con la luz de una linterna.
Alex y Jack obedecieron sin que hiciera falta que se lo repitieran, muy lentamente y con las manos en alto.
—Bueno, bueno, bueno… ¿Pego a quién tenemos aquí? —dijo André Marty, enormemente feliz por el encuentro—. El genegal Walteg dijo que ega imposible que se le ocuggiega desobedeceglo, que no podgía llegag a seg tan estúpido, pego yo vi en sus ojos la semilla de la insubogdinación, teniente Giley. Sabía que tgaicionagía a sus camagadas y tgatagía de ayudag a huig a esos fascistas —sonrió satisfecho—. Lo sabía.
El comisario político mantenía la mano sobre la culata de pistola que llevaba al cinto en un gesto innecesario, ya que a lado y lado lo flanqueaban cuatro hombres de la guardia personal del general que les apuntaban con sendas ametralladoras Schmeiser de 9mm.
—Ustedes dos están agestados —añadió satisfecho—… y les asegugo que el castigo segá ejemplag.
Haciéndoles caminar a través del campamento del Batallón Lincoln, encañonados por la espalda como dos vulgares rateros, el comisario Marty hacía al mismo tiempo una exhibición de poder sobre los americanos, a los que consideraba demasiado individualistas y rebeldes, y mandaba un aviso para navegantes: cualquiera que ose desafiar su autoridad sufrirá las consecuencias.
La mayoría de los soldados se pusieron en pie al ver cómo eran conducidos sus dos camaradas de armas a punta de metralleta frente a la tienda de Merriman, quien salió de inmediato al escuchar las anónimas voces de protesta que arreciaban al paso de la triste comitiva encabezada por André Marty.
—¿Qué está sucediendo aquí? —inquirió el comandante con gesto irritado, dirigiéndose a Marty—. ¿Por qué lleva presos a dos de mis hombres?
—No se haga el loco, camagada comandante —replicó el francés con hastío—. Sabe pegfectamente lo que sucede.
—Exijo una explicación —insistió con furia contenida, aunque Riley no estaba muy seguro de si iba dirigida hacia el comisario o hacia él mismo—. No tiene autoridad para arrestarlos.
El comisario se cruzó de brazos con arrogancia.
—¿Segugo que quiege haceg esto, camagada comandante? —acercándose al oído del exprofesor californiano, le susurró en voz baja—: ¿Quiege que le deje en evidencia, desautogizándole delante de sus hombges? —Hizo un gesto para señalarle los más de cien que ya se congregaban a su alrededor—. Cualquieg cosa que haga o diga no evitagá que aggeste a estos dos tgaidoges, pego puede afectag dgamáticamente a su situación… pegsonal. ¿Me compgende?
—Le comprendo perfectamente —replicó Merriman en el mismo tono—, pero si cree que puede venir a mi campamento y amenazarme para que…
—No le estoy amenazando —le interrumpió Marty, estirando una mueca cruel—. Yo no amenazo, no lo necesito. Mi autogidad está muy pog encima de la suya, y si se integpone en mi camino estagá cometiendo una ggave falta de indisciplina que el camagada genegal juzgagá con la mayog sevegidad. Y al fin y al cabo —añadió volviéndose hacia Alex y Jack—, ellos dos segán castigados igualmente.
Merriman trató de mantenerse firme, mirando con desprecio a aquel comisario político demacrado al que sacaba más de una cabeza de altura y al que podría haber roto el cuello con una sola mano. Sin embargo, sabía que en realidadpodía hacer poco más que unos aspavientos y protestar ante el general Walter, lo que seguramente no serviría absolutamente de nada.
Dirigió la mirada hacia Alex y Jack, en cuyos ojos podía leerse la certeza de que iban a salir malparados de todo aquello y que nadie iba a poder ayudarlos.
A Merriman le sorprendió leer en los labios de Riley un mudo «lo siento».
Marty dio la orden de continuar, y seguido por los dos brigadistas y los cuatro soldados se alejaron unos metros del campamento hasta llegar al tocón de un olivo muerto. Allí les ataron las manos a la espalda y obligaron a sentarse en el suelo, con la espalda apoyada contra la corteza.
—¿Se encuentgan cómodos? —preguntó el comisario, plantado frente a ellos y con la hilera de dientes de su sonrisa destacando en la oscuridad—. ¿A que ahoga ya no les pagece tan buena idea desafiag a la autogidad?
—¿Por qué no te vas a tomar…? —empezó a recitar el gallego.
—¡Jack! —le interrumpió Alex—. ¡Cierra el pico! —y levantando la vista hacia la negra silueta de André Marty, le dijo—: Camarada comisario, me confieso culpable de desobediencia o de lo que sea que quiera acusarme, pero el sargento Alcántara es inocente. Solo cumplía mis órdenes y nada de esto tiene que ver con él. No hay más que verle la cara para darse cuenta de que es un pobre gordo sin muchas luces.
—¡Cagüenla! —protestó el aludido—. Pero se puede saber qué…
—¡Que te calles, joder! —le increpó Riley.
Una carcajada de hiena brotó de la garganta de Marty, aparentemente divertido con el espectáculo.
—No se moleste, teniente. Sé pegfectamente quién es el saggento Alcántaga, y su histogial de insubogdinación es casi tan extenso como el suyo. Son tal paga cual, y en ciegto sentido es lógico que ambos acaben de la misma manega. ¿No les pagece?
—¿Y qué manera es esa? —quiso saber Jack.
Los dientes del comisario centellearon de nuevo en la oscuridad.
—Esa decisión le cogesponde al camagada genegal… Pego estoy segugo de que segá algo que no olvidagán en mucho tiempo —André Marty dejó ir una risa seca, como la tos de un perro—. Y ahoga les dejagé a la vista de sus camagadas de la Lincoln, paga que todos vean las consecuencias de su insolencia. Mañana pog la mañana vendgé a pog ustedes y les llevagé ante el genegal paga seg juzgados.
El francés dio un paso al frente y se acuclilló ante los dos brigadistas.
—Ah, y les infogmo —añadió en confidencia; el aliento le apestaba como un cubo de basura— que los dos soldados que voy a dejag de guagdia tienen ogdenes de dispagag si tgatan de escapag. Así que, por favog… —rio de nuevo— inténtenlo.
Cinco minutos más tarde, las luces del coche del comisario político se alejaban por el camino de tierra, mientras dos de los hombres de su guardia personal, como había prometido, vigilaban atentos a Alex y Jack sin dejar de encañonarles aunque ambos se encontraban con las manos atadas a la espalda y al árbol muerto.
—En fin… —suspiró Jack—. Tampoco puede decirse que esto sea una sorpresa.
—¿Esto?
—Que estemos arrestados y quieran meternos un puro.
—No, la verdad es que no.
—¿Crees que nos fusilarán?
Riley negó con la cabeza.
—No creo. Lo más probable es que nos degraden a soldado raso y nos pongan a cavar letrinas durante el resto de la guerra.
—Menos mal, porque, si te soy sincero, esperaba morir de otra manera. Asaltando una trinchera enemiga o destruyendo un nido de ametralladoras.
Riley se volvió hacia su amigo.
—¿En serio?
El gallego carraspeó y tragó saliva.
—Bueno, no. En realidad preferiría palmarla en la cama entre las piernas de una hermosa mujer, pero me temo que ya es un poco tarde para eso. Hace más de un año que no echo un polvo.
—Pues a mí no me mires.
Jack le echó un vistazo de arriba abajo.
—No eres mi tipo —concluyó cambiando el tono—. ¿Quién crees que puede haberse chivado a Marty? Alguien ha tenido que decírselo.
Riley se encogió de hombros, aunque en la oscuridad su gesto pasó inadvertido.
—Quizá nadie. El tipo es un gusano, pero no es tonto. Puede que se imaginara que iba a desobedecerle.
—Pues yo estaba pensando en Hemingway, la verdad sea dicha. Te has beneficiado a su novia y pareció no tomárselo muy bien.
Riley meditó por un segundo aquella posibilidad, pero la descartó de inmediato.
—No, no lo creo. No es de esa clase de persona. Antes me habría retado a un combate de boxeo o un duelo a pistola. No lo imagino actuando a traición.
—Pues yo no estaría tan seguro.
—Eso lo dices porque no le conoces.
El sargento resopló por la nariz antes de contestar:
—No, Alex. Lo digo porque estoy viendo que viene hacia aquí, imagino que dispuesto a regodearse.
Riley levantó la mirada y, recortado contra la luz de las hogueras del campamento, distinguió perfectamente la fornida silueta del periodista, acercándose a ellos tranquilamente como quien da un agradable paseo nocturno.