13

Riley agarró del brazo a Jack, urgiéndole a moverse.

—A la iglesia —le susurró con urgencia, llevándole hacia el portón que tenían justo delante.

En dos zancadas se plantaron frente a la puerta de madera sólida que, como no podía ser de otra manera, estaba cerrada. Tratando de no hacer ruido, apoyaron todo su peso contra ella, pero no cedió ni un milímetro.

Cagüenla. Está cerrada por dentro —renegó el gallego.

Alex volvió a empujar una vez más, pero desistió al convencerse de que era imposible.

No podían entrar en la iglesia y los pasos de la patrulla se iban acercando.

Una recurrente sensación de fatalismo se apoderó del ánimo de Alex y, mientras Jack seguía aún empujando el portón en vano, se echó la mano a la espalda y sacó la pistola.

No tenían donde esconderse, así que el único camino que les quedaba era sorprender a los soldados que se acercaban y tratar de escapar del pueblo aprovechando la confusión. Pero era consciente de que, una vez se diese la voz de alarma, las oportunidades de salir de allí con vida eran muy…

Sus ojos se habían quedado fijos en un punto a dos metros sobre su cabeza, pero el cerebro aún tardó un instante en procesar lo que estaba viendo.

Una ventana abierta.

—¡Jack! —alzó la voz más de lo que hubiera debido—. Mira.

El aludido alzó la vista y vio lo mismo que Riley.

—Vamos —le apremió el teniente, colocándose junto a la pared y entrelazando los dedos para hacer un escalón—. ¡Sube!

—Pero…

—Déjate de peros, joder. Súbete a mis hombros.

Jack parpadeó indeciso, pero finalmente se encargó sobre Riley, quien temblaba por el esfuerzo de soportar el peso del fornido sargento.

—Maldita sea, sube ya —bufó, abrumado por los más de cien kilos del gallego.

—Aún no alcanzo la ventana… —refunfuñó, tratando de hacer pie en una oquedad en la pared de piedra, hasta que finalmente, aferrándose a la ventana se dejó caer en el interior.

Las voces de los centinelas ya se podían oír perfectamente, y Alex calculó que tenía menos de veinte segundos para alcanzar la ventana por la que había desaparecido Jack.

Tomando impulso se aferró a un canalón de agua sujeto a la fachada, y usándolo como una suerte de liana trepó por él hasta alcanzar la altura de la ventana, que le quedaba a medio metro a la izquierda. En ese punto siguió el ejemplo de Jack introduciendo la punta de la bota en un pequeño hueco de la pared y se agarró al marco de la ventana, pero cuando estaba a punto de saltar se le escapó el pie perdiendo el apoyo. Súbitamente se vio colgando de la ventana con una sola mano y los pies en el aire.

Una nueva carcajada sonó a su izquierda, y al volverse ya pudo ver la brasa incandescente del cigarro de uno de los soldados brillando en la oscuridad.

Riley era consciente de que si él podía ver su cigarro, ellos podrían ver a un tipo de metro ochenta colgado como un mono de la fachada.

Entonces trató de elevarse a pulso, pero sin tener donde apoyar los pies resultaba imposible.

Apretando los dientes se esforzó en un último intento antes de que fuera demasiado tarde, y cuando ya las fuerzas comenzaban a flaquearle y temía desplomarse estrepitosamente en mitad de la calle, dos poderosas manos le sujetaron de las muñecas y tiraron de él hacia arriba como si fuera un muñeco.

Cuando sus pies atravesaron la ventana, golpeó accidentalmente el batiente provocando un golpe seco que hizo levantar la vista a los dos soldados que en ese momento ya estaban casi debajo; por suerte, un instante después de que el talón de la bota de Riley hubiera desaparecido de la vista.

Los dos brigadistas se quedaron completamente quietos, temiendo oír una voz de alarma o que alguien llamara a la puerta de la casa para investigar, pero tras unos segundos de incertidumbre, aguantando la respiración, escucharon cómo uno de los soldados decía algo aparentemente gracioso en árabe y el otro se echaba a reír de buena gana, mientras ambas voces volvían a alejarse.

Solo entonces Jack y Alex se dejaron caer sobre el suelo, resoplando, agotados por la tensión y el esfuerzo.

—Por un pelo —dijo Jack—. Nos ha ido de un pelo.

—Mañana mismo… —le reprochó Alex entre jadeos— te pones a dieta.

En cuanto recuperaron el aliento se pusieron en pie y, aprovechando la exigua luz que entraba por la ventana, trataron de averiguar dónde estaban.

Por suerte no habían ido a parar a un dormitorio, sino a una especie de despacho con una gran mesa de roble en el centro sembrada de papeles y coronada con un desproporcionado crucifijo.

—¿Qué hacemos? —preguntó Jack—. ¿Volvemos a la calle?

—¿Para qué? En la iglesia de aquí al lado no podemos entrar, y la otra está tan vigilada que tampoco.

Jack pareció pensar sus siguientes palabras antes de decidirse a pronunciarlas.

—Bueno, pero entonces… ¿Nos volvemos?

—No. Aún no. No hasta estar seguros de que no podemos hacer otra cosa.

—Vale, ¿pero qué? Si los tienen en una de las dos iglesias, pero no podemos entrar en ninguna de ellas…

—No lo sé, Jack. Pero creo que deberíamos echar un vistazo —sugirió, señalando la mesa—. Ese crucifijo y que la casa esté pared con pared con la iglesia, podría significar algo. Nunca se sabe. Quizá esta sea la vivienda del cura y tenga una puerta trasera, o incluso un pasadizo que lo comunique con la iglesia.

Jack se encogió de hombros, no demasiado optimista.

—Ya que hemos llegado hasta el río —apuntó con filosofía—, vamos a intentar cruzar el puente.

—Exacto —le dio una palmada en el hombro, y acercándose a la puerta tomó la manija y se volvió hacia Jack—. ¿Listo?

—No —confesó—. Pero no voy a estarlo más.

Entonces Riley hizo girar el pomo y abrió la puerta dispuesto a cruzarla.

A dos palmos de su cara se materializó el rostro boquiabierto de una mujer gruesa de unos sesenta años, que sostenía un candelabro encendido en la mano izquierda, un atizador en la derecha, e iba ataviada con un hábito blanco y una cofia negra que la cubrían de pies a cabeza.

—¿Pero qué diantre…? —comenzó a decir la mujer en cuanto se repuso de la sorpresa. Pero no pudo acabar la pregunta.

Alex le cubrió la boca con una mano, mientras con la otra la arrastraba dentro del despacho a la fuerza y Jack cerraba la puerta a sus espaldas.

Sentada en una silla bajo la luz del candelabro, la monja miraba a los dos brigadistas con ojos iracundos.

Jack terminaba de cerrar los postigos de la ventana, mientras Alex, que aún mantenía la mano sobre la boca de la mujer, le decía:

—No vamos a hacerle ningún daño. Solo quiero hacerle unas preguntas y nos marcharemos enseguida —y advirtiéndole con el dedo, añadió—: Así que no grite y nadie saldrá herido.

Entonces retiró la mano, y apenas lo hizo la religiosa exclamó en voz alta:

—¡Salgan inmediata…!

Al instante Riley volvió a taparle la boca con la mano izquierda mientras con la derecha se sacaba la Colt de la parte de atrás del pantalón y la ponía frente al rostro de la religiosa, para que pudiera verla bien.

—¿Cree que no hablo en serio? —le preguntó con tono amenazante, acercándose mucho a su rostro—. Si vuelve a alzar la voz, le juro por su dios que le pego un tiro. ¿Me ha entendido? Haga que sí con la cabeza si me ha entendido.

La monja miró a los ojos de Riley y afirmó muy lentamente.

—De acuerdo —dijo Alex, apartándole la mano de la cara solo unos centímetros—. Volvamos a intentarlo. ¿Cómo se llama?

Los labios apretados de la mujer parecían estar conteniendo un exabrupto, y aún tardaron un momento en abrirse de nuevo.

—¿Quiénes son ustedes? —inquirió con furia contenida.

—Aquí las preguntas las hacemos nosotros —replicó Riley con aspereza—. Le repetiré la pregunta una vez más —levantó de nuevo el arma—: ¿Cómo se llama?

—¿Cree que me asusta con su pistolita? —repuso la monja, desafiante—. Si dispara se oirá en todo el pueblo y en un minuto esto estará lleno de soldados que…

Antes de que acabara la frase, Jack se puso en cuclillas frente a ella y desenfundó el cuchillo de uno de los centinelas a los que habían amordazado.

—¿Me decía?

La monja tragó saliva.

—Esta es la casa de Dios… —alegó, algo menos altiva—. No tienen ningún derecho a entrar aquí. No hay nada que puedan llevarse.

—No venimos a robar —aclaró Riley.

El gesto de la religiosa, lejos de tranquilizarse, reflejó alarma.

—¿Y a qué han venido entonces? —inquirió, ahora sí preocupada—. Les advierto que si tratan de aprovecharse de mí, la ira de Dios les…

—Relájese, abuela —replicó Jack, estirando una sonrisa y devolviendo el cuchillo a su funda—, que no tengo la menor intención de tocarle un pelo. No estoy tan desesperado.

—Díganos cómo se llama y qué lugar es este —exigió Riley.

La monja le dirigió una mirada de extrañeza.

—Este es el convento de San Rafael, por supuesto.

—¿Y usted es…?

—Sor Caridad Divina —se presentó al fin—, la madre superiora de las Hermanas Dominicas de Belchite.

—De acuerdo, Sor. Él es el sargento Alcántara y yo el teniente Riley, de las Brigadas Internacionales.

Al escuchar aquello la monja se echó hacia atrás en la silla con cara de espanto, como si acabara de ver al mismísimo diablo.

—¡Rojos! —exclamó.

Riley se vio obligado a taparle la boca de nuevo.

—No alce la voz —le ordenó con firmeza—. No queremos hacerle ningún daño. Solo espero que conteste a unas preguntas. ¿Está claro?

La orgullosa mirada de la religiosa se había convertido en puro terror, y por un momento Alex pensó en las atrocidades que algunos habrían cometido con otras religiosas para que la reacción fuera tan desmedida. Claro que ir vestidos de negro, con la cara embetunada, y haber entrado por la ventana en mitad de la noche seguramente tampoco ayudaba.

—Cálmese —insistió, esgrimiendo una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora y enfundando el arma—. Solo queremos saber si hay alguna manera de llegar desde aquí a la iglesia, sin tener que salir a la calle —retiró la mano y añadió en voz baja—: Por favor, no grite.

La monja pareció serenarse un poco, lo justo como para poder hablar de nuevo.

—¿La iglesia? ¿Quieren entrar en la iglesia? ¿Por qué? ¿Quieren robar las imágenes? ¿Es que no tienen respe…?

—Ya le hemos dicho que no somos ladrones —atajó Jack, al límite de su paciencia—. Venimos a liberar a unos campesinos que los nacionales han detenido y creemos que han encerrado en la iglesia.

Riley miró de reojo a su sargento; no tenía pensado poner a la monja al cabo de sus intenciones. No aún, al menos.

—¿Unos campesinos encerrados en la iglesia? —preguntó con sincera sorpresa—. ¿Qué cosas se inventa? En mi iglesia no hay nadie encerrado.

—¿Y en la otra? —quiso saber Alex, señalando hacia la ventana—. Hemos visto que hay otra al otro lado de la plaza.

—¿La de San Martín de Tours? —preguntó extrañada—. ¿Y por qué iban a encerrar ahí a nadie? Para eso está la comandancia.

—Puede que sea porque se trataba de demasiada gente y no cabían en las celdas, quién sabe. La cuestión es que tenemos razones para pensar que los tienen presos en su interior.

—Pues si los han encerrado por algo será —alegó la monja, recobrando su altivez—. Seguro que también son rojos —añadió con desprecio—. Bien merecido les está.

—Será hija de…

—¡Sargento! —le retuvo Riley poniéndole la mano en el pecho, y volviéndose hacia la religiosa masculló entre dientes—: A veces olvido por qué lucho en esta guerra, Sor Caridad, pero gente como usted siempre me ayuda a recordarlo.