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De regreso en el campamento del batallón, ya con el sol de media mañana amenazando con otro día de canícula, Alex, Jack y el capitán Law compartían unas vainas de algarrobo y una bota de vino aguado a la sombra de un olivo.

Riley ya les había relatado el incidente con el general, y tras recibir los muy merecidos reproches por parte de ambos y certificar la suerte que tenía de que Merriman hubiera estado presente para sacarlo del apuro, ahora descansaban en silencio, engañando al hambre con aquellos frutos carnosos y dulces que antes de la guerra solían ser alimento para el ganado.

El resto de la compañía se hallaba dispersa en los alrededores, ocupando hasta el último centímetro de sombra disponible en el olivar. Todos ellos aguardaban las órdenes de atacar que podían llegar en cualquier momento, combatiendo el miedo a morir en los próximos días con bromas repetidas y chistes tontos que corrían de corrillo en corrillo como la pólvora. El sargento Fisher tuvo el ánimo suficiente como para rasguear las cuerdas de una guitarra que había encontrado entre los escombros del pueblo de Quinto.

Con la música de la balada Red River Valley, los soldados de la Lincoln habían compuesto una canción sobre la infausta batalla del Jarama donde cientos de amigos y camaradas habían perdido la vida seis meses atrás.

Hay un valle en España llamado Jarama

Es un lugar que todos conocemos muy bien

Fue allí donde dimos nuestra virilidad

Y donde cayeron nuestros valientes camaradas.

Estamos orgullosos del Batallón Lincoln

Y de la lucha que hizo por Madrid

Allí luchamos como verdaderos hijos del pueblo

Como parte de la decimoquinta Brigada.

Ahora estamos lejos de aquel valle de dolor

Pero su memoria nunca olvidaremos

Así que antes de que concluyamos esta reunión

Pongámonos en pie por nuestros gloriosos muertos.

Aproximadamente a mitad de la canción, la estilizada figura de Martha Gellhorne apareció caminando entre los grupos de hombres con su llamativa melena suelta, ataviada con gafas de sol y ropa de hombre, correspondiendo con sonrisas a los silbidos de admiración que le prodigaban a cada paso, hasta que, haciendo visera con la mano, localizó al trío de oficiales de la primera compañía y se dirigió en línea recta hacia ellos.

—Buenos días, caballeros —saludó al llegar, cobijándose bajo la sombra del olivo—. Veo que regresó de una pieza, teniente Riley.

—De momento.

—¿Puedo sentarme con ustedes?

—Por favor —dijo Law, haciéndose a un lado.

—¿Fue provechosa la patrulla de ayer noche? —quiso saber la periodista.

—Bastante provechosa —contestó Jack con media sonrisa, frotándose el estómago.

Gellhorne miró al gallego con extrañeza, pero no le preguntó a qué se refería.

—Ya, y supongo… que no podrán contarme nada de lo que vieron.

—Supone bien, señorita Gellhorne —contestó Law.

Esta, sin embargo, centraba toda su atención en el marino.

—Lo imaginaba. Aunque usted, teniente, me debe una entrevista —dijo quitándose las gafas oscuras y clavándole sus ojos azules.

—¿Ha pedido cita a mi secretaria? Tengo una agenda muy apretada.

—Estoy segura de que podrá encontrarme un hueco —sonrió la periodista.

—Si de mí depende —replicó Riley con un guiño insinuante—, estaré encantado de encontrárselo.

Diez minutos más tarde, ambos paseaban más allá de la retaguardia por un pequeño sendero de labriegos en dirección al gran algarrobo donde habían recolectado el tentempié de esa mañana. Era el único lugar a la sombra de los alrededores, lejos del alcance de ojos y oídos del resto del batallón.

Martha Gellhorme había sacado su libreta de notas y mientras caminaba apuntaba las respuestas que le iba proporcionando el teniente, casi todas hasta el momento de índole personal.

—¿Y por qué un oficial de la marina mercante de Boston decide alistarse voluntario en una guerra que no es la suya?

—Ya le he dicho que mi madre es española.

—Eso no es una razón suficiente.

—Los nacionales fusilaron a mis abuelos maternos frente a la tapa del cementerio. ¿No le basta con eso?

Gellhorne torció el gesto. Estaba claro que no.

—¿Cómo era su vida antes de venir a España? —preguntó en cambio.

—¿A qué se refiere?

—No es usted comunista, tenía un futuro en la marina mercante y apostaría a que no le faltaban mujeres con las que estar. Me cuesta entender que dejara todo eso atrás… para vengarse de algún modo de la muerte de sus abuelos. Hay algo que no me cuadra.

Riley se encogió de hombros.

—Ese es su problema.

—Algo sucedió allí. ¿No es cierto? —inquirió, entrecerrando los ojos tras las gafas de sol—. Hay algo que no me está contando.

Alex la miró de reojo.

—Hay muchas cosas que no le estoy contando, señorita Gellhorne.

—Creí que habíamos quedado en que me llamaría Martha.

—Está bien —asintió—. No quiero hablar más de mi pasado, Martha.

—¿Y de lo que sucedió en la colina del Pingarrón, durante la batalla del Jarama?

—Aún menos.

Finalmente alcanzaron la sombra del algarrobo, y allí se detuvieron.

—He oído rumores —insistió ella, sentándose en el suelo junto al tronco—. Pero me gustaría contar con su versión de los hechos.

—Y a mí me gustaría no tener que volver a hablar de ello en toda mi vida —repuso, acomodándose junto a ella.

—Sé que estuvo a punto de morir. Sé que una bala le pasó a milímetros del corazón y que su amigo le salvó llevándole a cuestas hasta retaguardia bajo el fuego enemigo. Sé que estuvo muchos meses en un hospital recuperándose y sé que le ascendieron a teniente.

—Pues si sabe tantas cosas, ¿por qué pregunta?

—Eso son hechos, pero quiero conocer la verdad —dijo, dejando la libreta a un lado—. Quiero conocer al hombre que hay detrás. A mis lectores no les interesan las medallas ni las batallas, sino los americanos que están luchando voluntariamente en un país extraño, hombro con hombro con soldados de todo el mundo enfrentándose al fascismo.

Riley se cruzó de brazos, aparentemente divertido.

—Bonito discurso —dijo—. ¿Se lo suelta a todos a los que entrevista para aflojarles la lengua?

Gellhorne frunció el ceño y compuso un gesto indignado, pero fue solo un instante.

—Lo cierto es que sí —admitió finalmente—. Pero casi nunca funciona.

—No me extraña. No creo que a ninguno de estos muchachos —dijo señalando a las figuras recostadas bajo los olivos quinientos metros más allá—, les importe una mierda lo que quieren sus lectores. Solo quieren que les dejen en paz y no les pregunten sobre los horrores que han tenido que vivir.

—¿Habla también por usted?

—Hablo sobre todo por mí.

La periodista guardó unos segundos de silencio, antes de volver a preguntar:

—Entonces… Si no quiere hablar conmigo, ¿por qué ha accedido a que le entreviste?

Riley sonrió abiertamente, dejando a la vista unos dientes blancos y regulares.

—Se me ocurren mejores cosas que hacer en lugar de perder el tiempo hablando —dijo aproximándose a ella y pasándole la mano por la nuca.

—Yo… No sería ético.

—Quizá no —repuso Alex, acercándose lo bastante para susurrarle al oído—. Pero sería divertido.

Una hora más tarde, ambos regresaban al campamento de la Lincoln, desandando el camino que habían hecho previamente, al tiempo que trataban de deshacerse de la miríada de semillas y restos de hierba seca que se les había enganchado en la ropa y el pelo.

Ninguno de los dos decía nada, pero cada vez que se cruzaban una mirada se les escapaba una risita cómplice. Los vistazos del resto de la tropa hacia el aspecto desaliñado que presentaban y el murmullo que levantaban a su paso dejaban pocas dudas respecto a lo que pensaban que había sucedido entre ellos dos. Y acertaban.

—Qué vergüenza, Dios mío… —musitó Gellhorne, sonrojándose—. Parece que llevamos escrito en la cara lo que hemos hecho.

—¿Te preocupa?

—No excesivamente. Pero tampoco me gustaría que pensaran que soy… Bueno, ya sabes.

—No creo que ninguno piense que eres… Bueno, ya sabes.

La periodista le dio un suave puñetazo en el hombro.

—No te burles.

—No lo hago. Y no te preocupes, prometo no darles todos los detalles íntimos.

Marta enrojeció súbitamente.

—¡Ni se te ocurra decirles nada!

—Pero, Martha, por favor… —Hizo un gesto hacia la tropa que les observaba—. Eso es lo que les interesaría a mis lectores.

Por un momento la periodista se quedó confundida, tratando de averiguar si hablaba en serio.

No se relajó hasta que Alex desplegó su enorme sonrisa, y dejó escapar un suspiro de alivio.

—No ha tenido gracia —rezongó.

—Yo creo que sí.

Gellhorne estaba a punto de propinarle otro puñetazo amistoso, cuando la voz de barítono de Hemingway llegó hasta ellos.

—¡Martha! —La llamó mientras se acercaba a grandes zancadas—. ¿Dónde has estado meti…?

Se detuvo en seco y la miró de arriba abajo. Su pelo revuelto sembrado de briznas de paja seca, la camisa mal abrochada, los labios y los carrillos ligeramente encarnados…

Luego hizo lo mismo con Riley, advirtiendo cómo el brigadista esquinaba una sonrisa maliciosa, y tardó exactamente dos segundos en hacerse una composición bastante precisa de lo que acababa de suceder entre aquellos dos.

Al tercer segundo se abalanzó sobre Alex al grito de ¡Hijodelagranputa! en perfecto castellano.