10

—Buenas noches, camaradas —saludó Hemingway a los dos guardias—. ¿Cómo están los prisioneros?

Estos, que no le habían visto llegar, se volvieron sorprendidos empuñando sus armas.

—Tranquilos… —dijo el escritor, levantando las manos—. Tranquilos, amigos míos. Solo vengo a hacerles una visita. ¿No saben quién soy?

—Es el periodista —dijo uno de los soldados, con mucho acento alemán y no menos reticencia—. ¿Qué quiere?

—Nada, nada… Solo venía a hablar con los prisioneros.

—No puede. Lárguese.

—Será solo un momento.

—Nadie puede acercarse a los prisioneros —intervino el otro soldado, este con acento eslavo y menos agresividad en el tono—. Órdenes del camarada comisario.

—Pero yo no soy nadie —alegó el periodista—. Soy Ernest Hemingway, amigo personal del general Vicente Rojo y con un salvoconducto para hablar con quien quiera e ir a donde me apetezca. ¿Creen acaso que las órdenes del comisario Marty están por encima de las del comandante general del ejército de la República?

Los centinelas dudaron qué responder a eso, y Hemingway aprovechó el momento para meter la mano en el bolsillo y sacar una pequeña petaca que alargó a los dos guardias.

—¿Quieren un poco? Es whisky del bueno.

—No podemos beber estando de servicio —objetó el de acento eslavo.

—¿Y quién se lo va a decir a nadie? —señaló a Alex y Jack, y agregó—: ¿Esos dos?

—No podemos beber —repitió el alemán—. Así que guarde eso.

—Está bien… solo pretendía ser amable —se excusó, y dándole un pequeño trago volvió a guardársela en el pantalón—. ¿Y un cigarro? Fumar sí que pueden, ¿no?

—Tenemos nuestro propio tabaco —arguyó el eslavo, palpándose el bolsillo.

—¿Se refiere a esa bazofia rusa que fuman? Eso no son cigarros, son puro veneno. ¿Quieren probar un auténtico cigarrillo americano?

Esta vez los guardias intercambiaron una mirada y terminaron por alargar la mano hacia el escritor.

Este sacó del bolsillo de la camisa un paquete de Camel ya empezado, y extrajo un cigarrillo para cada uno.

Los soldados los tomaron con ansiedad y se los llevaron a la boca de inmediato.

—Esperen… —dijo Hemingway, llevándose la mano a la parte de atrás del pantalón—. Creo que tengo el encendedor por algún lado.

Se acercaron sosteniendo el pitillo con el gesto universal de los que piden fuego, pero lo que se encontraron fue el cañón de un Colt del 45 frente a sus caras y el inconfundible clic del percutor.

—Dejen las armas en el suelo —les ordenó Hemingway, olvidando el tono amable que había empleado hasta el momento—. Muy despacio.

Los dos centinelas aún tardaron un momento en salir de su asombro y comprender lo que estaba sucediendo.

—No vamos a hacerlo —dijo el alemán, desafiante—. ¿Qué va a hacer usted? ¿Dispararnos?

—Preferiría no llegar a eso, pero lo haré si no me queda más remedio.

—Le fusilarán.

—Qué va —replicó el periodista, casi divertido—. Como mucho me invitarían a abandonar el país. Es una de las ventajas de ser una celebridad, nadie me pondrá un dedo encima. Y aparte las manos de la metralleta si no quiere ponerme a prueba —añadió, casi con afabilidad—. Dejen las armas y nadie resultará herido.

—Si lo hacemos —alegó el eslavo—, entonces el comisario nos mandará fusilar a nosotros.

—Es posible, pero podrán echarme la culpa y seguramente se librarán. De otro modo les pegaré un tiro a cada uno antes de que puedan siquiera apretar el gatillo y ya no podrán fumarse más cigarros. ¿Qué me dicen? ¿Vale la pena correr el riesgo?

—No nos disparará a sangre fría —repuso el alemán.

—¿Está seguro? —replicó Hemingway.

Pasaron unos pocos segundos de tensión que se hicieron eternos, y finalmente se escuchó el sordo sonido de un arma al chocar contra el suelo, seguido inmediatamente de un segundo disparo.

Tres minutos más tarde, los centinelas ocupaban el mismo lugar en el que habían estado Alex y Jack, atados al tronco y amordazados. Los dos brigadistas revisaron los nudos por última vez y dejaron a un lado las metralletas.

Bajo la escuálida luz de las estrellas, Hemingway y Riley se miraron cara a cara.

—Gracias —dijo este, tendiéndole la mano—. No sé por qué lo ha hecho, pero gracias.

El escritor le estrechó la mano vigorosamente.

—No soporto a los matones. Eso es todo.

—Creía que los periodistas se limitaban a observar y documentar la sangre ajena.

—No todos los periodistas somos iguales. Del mismo modo que no todos los soldados sois iguales.

—Perdonad que os interrumpa —intervino Jack, que terminaba de ajustar las ataduras de los centinelas—. Pero no estoy seguro de que nuestra situación haya mejorado. Más bien al contrario.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Alex.

—Bueno, hace un momento estábamos arrestados, pendientes de un juicio que difícilmente habría significado que nos fusilaran. Ahora en cambio —hizo un gesto hacia los dos soldados amordazados—, lo difícil sería que nos librásemos del paredón.

Hemingway se quitó la boina y se rascó la cabeza.

—Esto lo he hecho para que puedan escapar —dijo el escritor—. No les será difícil alcanzar la frontera francesa desde aquí, o tomar un barco en Barcelona o Valencia que les saque del país.

Alex Riley hizo un gesto de negación.

—No pienso salir corriendo. Después de todo lo que he pasado en esta guerra… No, no voy a desertar.

—Y entonces… ¿Qué piensa hacer?

Riley inspiró profundamente, y solo entonces contestó:

—Ayudaré a esa familia de campesinos a cruzar las líneas, como les prometí.

—¿En serio? —El periodista le miró incrédulo—. Pero… ¿después de todo lo que ha pasado, aún piensa en ayudarlos?

—Por supuesto, con más razón aún. Si me van a fusilar, que al menos haya valido la pena.

—A lo mejor… —intervino de nuevo el gallego, con aire pensativo— hay una tercera posibilidad que no suponga la deserción o la muerte.

El marino y el periodista se volvieron hacia Jack, quien se mesaba la recia barba de una semana con lentitud.

—¿Y si vamos a ayudar a esos campesinos… pero regresamos antes de que amanezca y hacemos como si no ha pasado nada?

Alex le dedicó una mirada perpleja.

—¿Como si no hubiera pasado nada? —señaló a los dos centinelas, que los observaban con los ojos muy abiertos—. Yo creo que ya es un poco tarde para eso, Jack.

—No tiene por qué —sonrió ladino—. Estos dos están en un lío casi tan gordo como el nuestro por dejarnos escapar. Son los mayores interesados en que Marty no se entere de lo sucedido esta noche. De modo que… si regresamos antes del amanecer, desatamos a nuestros dos amigos y nos ponemos en su lugar, nadie tiene por qué enterarse de lo que ha pasado aquí esta noche.

Hemingway asintió, admirado.

—Es usted muy listo, sargento Alcántara. Aunque tendríamos que estar seguros de que ellos están dispuestos a colaborar.

—Eso es fácil de averiguar —apuntó Riley.

Se puso en cuclillas frente a los dos soldados y les preguntó:

—Bueno. Ya lo habéis oído todo así, que no hace falta que os haga la pregunta. ¿Qué me decís?

El escritor se ofreció a vigilar a los dos centinelas, a quienes mantuvieron amordazados para cerciorarse de que no cambiaban de opinión en mitad de la noche. Mientras, Alex y Jack se escabulleron por los márgenes del campamento, en el que ya casi nadie quedaba despierto, y dando un amplio rodeo alcanzaron la acequia que habían usado la noche anterior. A paso vivo pero sin abandonar la cautela, avanzaron por ella hasta que tuvieron la granja a la vista.

—¿Ves algo? —preguntó Jack a Riley, que había asomado la cabeza por encima del talud.

—Igual que ayer. Todo a oscuras.

—Eso es buena señal.

—Supongo.

—No pensarás en serio lo que me dijiste antes, de que podría ser una retorcida trampa de los nacionales.

Alex tardó un momento en contestar.

—No. Claro que no —y poniéndose en marcha de nuevo, añadió—: Pero no está de más pecar de prudentes por una vez.

Al cabo de dos minutos alcanzaron la parte de atrás de la casa, exactamente como habían hecho el día anterior, y también del mismo modo salieron de la acequia y se acercaron con sigilo hasta pegarse contra la pared.

A Riley se le clavaba en la espalda la pistola que llevaba sujeta en la parte de atrás del pantalón. La misma que había usado el periodista para reducir a los guardias y que resultó ser su vieja Colt del 45. No le preguntó a Hemingway cómo se las había ingeniado para quitársela a Merriman, que fue a quien se la entregó Marty tras arrestarlos.

Aguantando la respiración aguardaron unos instantes sin moverse, y aguzaron el oído, pero ni un solo sonido salió de la casa.

Siguiendo la misma pauta que el día anterior, rodearon la casa hasta alcanzar la ventana norte que, sin embargo, en esta ocasión estaba cerrada por dentro, con lo que no les quedó más remedio que dirigirse a la entrada de la casa, una pequeña puerta de tablones sin desbastar y torpemente claveteados.

—Señor López… —dijo Alex en sordina, hablándole a la puerta—. Señor López…

Silencio.

—Deberían estar esperándonos, ¿no? —se preguntó Jack.

—Eustaquio… —insistió Riley—. ¿Está usted ahí? Somos Joaquín y Alex.

Nada.

—Esto es muy raro —advirtió el gallego—. Deberíamos…

Y diciendo esto se apoyó en la tosca puerta, que con un gemido se abrió bajo el peso de su mano.

El interior de la casa, oscuro como una cueva, no permitía adivinar lo que aguardaba en su interior.

—¿Hola? —preguntó Riley, asomando la cabeza—. ¿Hay alguien ahí?

Ninguna respuesta llegó desde dentro.

—Cagüenla —gruñó Jack—, aquí no hay nadie. Nos estamos jugando el pescuezo, para que…

—Schhh… Calla —le atajó Alex poniéndole la mano en el pecho.

—¿Qué?

—Me parece que he oído algo.

—Serán mis tripas. Casi no he cenado.

Alex le miró con reproche.

—Te has comido la mitad de mi ración —le recordó—. Y el sonido venía de dentro de la casa.

—Pues serán ratas. Está claro que aquí no hay nadie.

El teniente Riley agudizó la vista, oteando la oscuridad.

—Seguramente. Pero ya que hemos llegado hasta aquí, hemos de asegurarnos.

Con precaución cruzó el umbral seguido de cerca por Jack, y en cuanto cerraron la puerta a su espalda Alex sacó el encendedor que le había dado Hemingway y, sosteniéndolo en alto, iluminó la habitación.

La tibia luz anaranjada de la llama apenas alumbraba más allá de un par de metros, pero fue suficiente como para que comprendieran que allí había pasado algo. Algo malo.

Todos los muebles aparecían tirados por el suelo, incluso la pesada mesa de madera, y pedazos de cuencos de barro y cristales cubrían el suelo y crujían lastimosamente bajo sus pisadas.

—Mierda —profirió Jack, resumiendo perfectamente la situación.

Alex se hizo con un quinqué milagrosamente intacto y lo encendió. El alcance del destrozo quedó a la vista.

—No hay cuerpos. Ni sangre —señaló con alivio—. Han debido llevárselos.

—Los nacionales —apuntó Jack innecesariamente.

—¿Quién si no? Debieron enterarse que iban a huir y se los llevaron de vuelta al pueblo.

—Qué cabrones… ¿Pero qué más les daba? ¿Por qué impedírselo?

—Si sus mandos son la mitad de paranoicos que los nuestros —contestó Riley—, los habrán acusado de ser espías comunistas o algo parecido.

Entonces, el rostro de Jack mutó en una repentina preocupación.

—¿Les habrán dicho que… veníamos? —formuló la pregunta sabiendo de antemano la respuesta.

Alex se enervó, al comprender a lo que se refería.

—Tenemos que irnos ahora mismo —dijo, apagando el quinqué y dirigiéndose hacia la salida.

Pero se detuvo en seco cuando ya tenía la mano en el cerrojo, y alzó la cabeza como un perro perdiguero.

—No son ratas —advirtió, dándose la vuelta.

Volvió a sacar el mechero, y manteniéndolo encendido se dirigió a una de las puertas del fondo, la abrió, y se encontró con lo que debía ser la habitación de Eustaquio y su esposa.

A un lado había un viejo armario con las puertas abiertas de par en par y la ropa esparcida a sus pies, como si lo hubieran destripado. En la pared del fondo un crucifijo de madera colgaba de la pared encalada, y bajo el mismo una cama revuelta albergaba un colchón de paja que se derramaba por las costuras abiertas.

Riley se plantó en medio de la habitación, miró a izquierda y derecha, y muy lentamente se arrodilló. Colocó el encendedor a la altura del suelo, agachó la cabeza hasta tocar con la mejilla la fría piedra y miró bajo la cama.

Desde la penumbra, un par de ojos le observaban aterrados.