5

La sangre se heló en las venas de Riley, paralizado al comprender que los habían descubierto y probablemente tuviera un arma apuntándole a la espalda.

De reojo, vio que a Jack se le había pasado todo el hambre de repente y adivinó que bajo la capa de betún negro habría perdido todo el color en la cara.

Estaban petrificados, Jack con medio cuerpo dentro de la casa y Alex agarrado a su manga. Cualquier movimiento brusco podría provocar que les dispararan allí mismo, en una situación muy poco heroica.

—¡Hola! —dijo entones una voz inesperadamente despreocupada—. ¿Quiénes sois?

Alex y Jack intercambiaron una mirada de incredulidad. Se dieron la vuelta muy despacio y se encontraron con el autor de la pregunta.

Un niño de unos ocho años, descalzo y vistiendo un camisón plagado de lamparones y remiendos, les miraba curioso desde la puerta de la cochambrosa letrina de la que acababa de salir.

—¿Sois ladrones? —preguntó.

Tenía una enorme mata de pelo negro y apelmazado, inquisitivos ojos oscuros y una colección de churretes visibles aun bajo la pobre luz de la luna.

—¿Sois negros de África? —preguntó seguido.

Jack bajó la pierna de la ventana y Alex dio un paso hacia él al tiempo que se agachaba para parecer menos intimidatorio, aunque de cualquier modo, el niño no parecía en absoluto intimidado.

—No. No somos negros de África —dijo en voz baja, con la esperanza de que el muchacho le imitara—. Somos unos amigos.

—¿Amigos de quién?

—Amigos tuyos, por ejemplo.

—¿Cómo podéis ser mis amigos si acabáis de conocerme?

Jack ahogó una carcajada.

—Verás… —prosiguió Alex, ignorando al sargento—. Yo me llamo Alex y este gordinflón de aquí es mi amigo Joaquín. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

—Javier Antonio López Reverte.

—Hola, Javier Antonio —dijo ofreciéndole la mano, que el muchacho estrechó con una firmeza impropia de su edad—. Ahora ya podemos ser amigos.

El chico, en cambio, se asustó al mirarse la mano y ver que esta se le había quedado negra.

—¡Me has pegado lo negro! —alzó la voz, alarmado—. ¡Yo no quiero ser negro!

Alex le hizo un gesto perentorio para que bajara el volumen, y se pasó la mano por la camisa para demostrarle que había piel blanca debajo. Aquel chico probablemente no había visto nunca a nadie de otra raza que no fuera la suya, ni le habían explicado que el color de piel no era contagioso.

—Tranquilo, Javier… Es solo betún. ¿Lo ves? No grites, por favor.

—¿Están tus padres en casa, Javier? —inquirió Jack.

—Durmiendo —contestó cuando recobró la calma.

—Y… ¿Hay alguien más?

—Mis hermanas Juana y Josefa. Pero son muy pequeñas y no saben hablar bien.

—Me refiero a… alguien más que no sea de la familia. Soldados, por ejemplo.

El chico negó con la cabeza.

—Vinieron hace dos días, pero se marcharon enseguida.

—Entiendo… —asintió Alex—. ¿Podrías avisar a tu padre de que hemos venido y que nos gustaría hablar con él? Dile que somos ami… —se lo pensó mejor y dijo—: Mejor no le digas nada. Llévanos a él.

Con el muchacho caminando delante de ellos entraron en la casa, tomaron asiento frente a la mesa y encendieron un quinqué, mientras el chico iba a despertar a sus padres.

Inmediatamente les llegaron voces apagadas provenientes de la habitación contigua. Voces de un hombre y una mujer, que oscilaban entre la incredulidad y la inquietud.

Finalmente, un minuto más tarde asomó el rostro enjuto y despeinado de un hombre adormilado, con la expresión de alguien que no acaba de estar seguro de encontrarse aún en mitad de un mal sueño.

—Buenas noches —musitó con una voz ronca y pedregosa, tratando inútilmente de recomponerse metiéndose el faldón de la camisola por dentro del pantalón—. ¿Quiénes son ustedes?

—Buenas noches, buen hombre —dijo Alex, limpiándose el betún de la cara con la manga de la camisa—. Somos dos soldados del ejército de la República y no queremos causarle ninguna molestia. Estábamos de patrulla y hemos visto su casa. Nos hemos acercado a investigar, y su hijo nos ha encontrado por casualidad.

Mientras Riley decía esto, el hombre se sentó frente a ellos con la mirada aún turbia por el sueño, preguntándose en el fondo quiénes eran esos dos hombres pintados de negro sentados a su mesa.

—¿Y qué quieren… de mí? —preguntó—. Ya ven que semos pobres, y casi no tenemos ná. Las gallinas se las llevaron unos soldaos moros… No tengo ná pa darles.

Jack carraspeó en el acto, señalando con la mirada la olla de la que emanaba el olor a cocido.

Alex, sin embargo, negó con la cabeza.

—No, señor…

—Eustaquio López Ledesma, para servirle.

—Señor López. No hemos venido a llevarnos nada, no se preocupe. Solo quiero hacerle unas pocas preguntas.

—Yo no sé ná de ná.

—Tranquilo, amigo —intervino Jack, ensayando su mejor sonrisa al ver los nervios del anfitrión—. Esto no es ningún interrogatorio y no tiene de qué preocuparse. Relájese, que no le va a pasar nada ni a usted ni a su familia.

Eustaquio pareció creer en las palabras del gallego.

—Ustedes, puede ser que no —y apuntando con la mirada hacia la ventana cerrada que daba al cercano pueblo, añadió—: Pero si ellos se enteran que han venío a mi casa…

—No se preocupe tampoco por eso —lo apaciguó Riley—. Nadie nos ha visto llegar y nadie nos verá salir.

—Nos gustaría saber —dijo Jack, dejándose de rodeos—, si ha estado en el pueblo en los últimos días.

El aludido negó con la cabeza.

—Hace mucho que no bajo al pueblo. Me da miedo dejar en casa sola a mi mujé con los niños, habiendo tanto soldao cerca. He oío que los moros… —Y dejó ahí la insinuación.

—¿Entonces no sabría decirnos cuántos soldados hay o si tienen piezas de artillería o morteros?

—¿Cañones? Sí, tienen algunos. Los vi cuando fui a vendé unos huevos. Pero yo no sé ná de armas.

—¿Y soldados? ¿Había muchos?

Eustaquio afirmó con la cabeza.

—Miles. Más que gente tiene el pueblo. Tenían ocupaos casi tos los edificios del centro, el Hospital y el convento de San Agustín.

Los dos brigadistas cruzaron una mirada de preocupación. Si lo que decía el campesino era cierto, los defensores eran más numerosos y estaban mejor armados de lo que suponía el alto mando.

Aquella información no era la que esperaba recibir el general, pero sin duda resultaba aún más valiosa.

—Muchas gracias, amigo —dijo Riley con un gesto de reconocimiento—. Lo que nos ha dicho puede salvar muchas vidas. Pero… lo que no entiendo —añadió frunciendo el ceño con extrañeza— es por qué están ustedes todavía aquí. Ha habido combates en Quinto y Codo, a muy pocos kilómetros de distancia. Deberían haberse marchado hace días.

El campesino se encogió de hombros.

—¿Marcharnos? ¿A ónde? Esta casa es tó lo que tenemos —dijo señalando a su alrededor—. Si nos vamos, la perderemos. No pueo echarme al monte con mujé y tres zagales.

En ese momento apareció la mencionada esposa, ataviada con un largo camisón y un moño de urgencia que dejaba a la vista un rostro aún joven pero surcado de arrugas y ojeras prematuras. Traía en las manos una jarra con vino y tres vasos que dejó sobre la mesa, y sin decir palabra se dio la vuelta y regresó a su habitación.

Jack y Riley asintieron con agradecimiento a la mujer, y el segundo dijo con gravedad:

—Una joven mujer, tres hijos y su propia vida. Eso es precisamente lo que va a perder si no se marchan.

—No hay ónde ir, ya se lo he dicho —insistió el campesino.

Jack se inclinó sobre la mesa, apartando a un lado la jarra.

—Mire, Eustaquio. Creo que en realidad no comprende la situación —tomó aire antes de agregar—: El ejército republicano ha rodeado completamente Belchite dispuesto a arrasarlo, y si los nacionales son tan numerosos como dice, van a defenderse con uñas y dientes y va a haber una batalla terrible… y ustedes están justo en medio.

El gesto del labriego era circunspecto, pero aún asomaba un rastro de duda en su mirada.

—Dentro de unos días —sentenció Riley, señalando a su alrededor— esta casa será solo un montón de escombros. La única diferencia será saber si usted y su familia estarán o no debajo de ellos.

—Pero nosotros no hemos hecho ná… Semos labriegos… —alegó, casi rogando—. No pué sé. No es justo.

—La guerra es injusta, amigo. Pero aún tiene una oportunidad de escapar junto a su familia. Aprovéchela. Esta noche —se volvió hacia Jack y añadió—: Nosotros dos les ayudaremos a cruzar las líneas sin que los detengan.

El hombre estuvo a punto de objetar de nuevo, pero se calló y asintió, bajando la mirada hacia la mesa con gesto cansado.

—No pueo irme… —dijo al fin, con un hilo de voz.

—¿Es que no ha escuchado lo que acabo de decirle? Belchite va a ser destruido y esta granja también lo será.

—Le he oío perfectamente —replicó, alzando la mirada y clavándola en la de Riley—. Y por eso mismo no pueo marcharme. Toa mi familia y la de mi mujé están aún en el pueblo. No pueo marcharme sin ellos.

Jack lamentó por anticipado lo que estaba a punto de decir.

—No tiene elección, compadre. Hágase a la idea de que ellos… en fin.

Un brillo de ira destelló en los ojos del campesino.

—No diga eso —replicó furioso—. Son mis padres, mis hermanos y mis hermanas, y los de mi esposa. No voy a dejarlos y salir corriendo.

—Si se queda, usted también morirá.

El rostro de Eustaquio se endureció.

—No, si me les llevo conmigo.

Alex y Jack dudaron haber oído bien.

—Iré a por ellos —insistió el labriego—, y mañana noche nos iremos tos juntos.

Riley se frotó los ojos con cansancio.

—Escuche, amigo. No quiero ser aguafiestas, pero eso que dice es una estupidez. ¿De cuántas personas estamos hablando?

Eustaquio se tomó un momento para hacer un rápido cálculo y, sumando con los dedos, al cabo de casi un minuto dijo:

—Nueve o diez.

—¿Nueve o diez? —repitió Jack—. ¿Y cómo carallo va a sacar diez personas del pueblo sin que les vean?

—No sé —admitió, encogiéndose de hombros—. Pero mal rayo me parta si no lo intento. ¿De estar en mi lugar, no querrían ustés salvar a su familia?

Riley se cruzó de brazos retrepándose en la tosca silla de madera.

—En fin… —gruñó—. Haga lo que usted quiera. Pero hágalo antes de que empiecen los bombardeos, porque sino ya no podrán escapar.

—Mañana mandaré al zagal al pueblo a avisar a toa la familia —aclaró—; de él no sospecharán. Les pediré a todos que vengan aquí mañana por la noche pa cruzar juntos las líneas republicanas.

—De acuerdo —asintió Riley, poniéndose en pie y tendiéndole la mano—. Le deseo toda la suerte del mundo.

El campesino, en cambio, lo miró con extrañeza.

—¿No van a ayudarnos? Han dicho que nos ayudarían a cruzar sus líneas.

—¿Qué? —preguntó con sorpresa.

—Ustés han dicho que nos ayudarían —insistió Eustaquio, abriendo mucho los ojos.

—Pero…

—¡Me lo acaban de decir! ¡Mentirosos!

Carallo… —rezongó Joaquín Alcántara.

Riley alzó las manos en un gesto de conformidad.

—Está bien. Está bien… —Miró de reojo a Jack—. Usted reúna aquí a los suyos, y mañana por la noche a esta misma hora vendremos y les ayudaremos a tener paso franco hasta el cruce de Fuentes de Ebro. ¿De acuerdo?

El rostro del hombre se iluminó como si se le hubiera aparecido la virgen.

—Muchísimas gracias —dijo tomando las manos primero de Alex y luego de Jack entre las suyas—. Que Dios les bendiga.

—No nos las dé todavía —objetó Riley con gesto grave—. Usted procure que los nacionales no se den cuenta de nada, porque si los descubren es muy probable que los fusilen a todos. ¿Comprende?

—Sí, sí… claro. No se darán cuenta. Mañana estaremos aquí, esperando.

—Y que a nadie se le ocurra traer más que la ropa que lleven puesta y un hato con comida y agua —subrayó Jack, poniéndose también en pie—. Nada de enseres ni recuerdos ni trastos. Solo personas. Esto no es una mudanza.

—Claro, claro… —repitió Eustaquio, que hizo el amago de abrazar a los dos brigadistas pero se reprimió en el último momento al recordar todo el betún que les cubría—. Pero no se vayan aún, por favor. ¿No tién hambre?

El teniente negó con la cabeza.

—Estamos en mitad de una misión… aunque no lo parezca. Tenemos que irnos ya.

El campesino señaló la gran cacerola humeante.

—Pero mi mujé ha hecho un cocido que está pa morirse —dijo—, y por ahí tengo guardá una bota llena de buen vino. ¿Qué me dicen?

Riley fue a declinar la oferta por segunda vez, pero cuando abrió la boca, Jack le propinó tal pisotón por debajo de la mesa que a punto estuvo de romperle el pie.