XV HACIA SUIZA
Ocho días más tarde, el visado prorrogado
llegó... Tenía, en realidad, validez para un mes como mucho.
Una vez más me dieron las instrucciones
indispensables. Por encima de todo, debía retirarme al convento y
no salir de allí, ya que la milicia iba a comenzar de nuevo con las
redadas.
Como todavía disponía de papeles de
identidad sin indicación de raza, podía circular sin un peligro
inminente.
Del convento me dirigí a las siete de la
tarde al albergue designado. Allí pregunté por el aduanero H.
Aldeano originario de E., se sospechaba que
había facilitado la fuga de rebeldes, aunque no había pruebas en su
contra, sin embargo, pese a su comprometida situación, no dejaba de
arriesgarse.
Ya estaba avisado de mi llegada.
Hombre alegre y afable, me recibió de buen
humor.
Me presentó a la dueña del albergue como una
amiga de su mujer que había venido a pasar un mes de vacaciones con
ellos.
—¡Ya, lo que tú digas! —dijo la dueña con un
tono que me pareció convincente.
El aduanero me ofreció algo de comer y de
beber. Me percaté de que gozaba de cierta popularidad por esos
pagos. Por la manera como me sirvieron, comprendí que en ese lugar,
al igual que en la mayoría de las casas saboyanas, conocían
perfectamente «la situación» y que simpatizaban con el señor H. y
sus protegidos.
Sin embargo, cuando dos gendarmes entraron y
se sentaron no muy lejos de nosotros, perdí todo mi aplomo. No
tardé en constatar que aquellos dos individuos me ignoraban
ostensiblemente: se acercaban a nuestra mesa para intercambiar
algunas palabras con los parroquianos, y casi me rozaban sin
reparar en mí.
Le susurré al aduanero que me encontraba muy
incómoda; él me respondió que todavía teníamos que esperar a su
hijo.
—¡Un futuro bachiller! —añadió con
orgullo.
Este llegó unos minutos más tarde.
Era un muchacho de dieciséis o diecisiete
años, sombrío, con una gorra de colegial ceñida hasta los ojos y
unos libros bajo el brazo. Se mostraba altanero y parecía
despreciar a cuantos lo rodeaban. Hizo una señal y nos
levantamos.
Salimos.
De camino, oía al escolar cuchichear con su
padre. Este parecía defenderse. El hijo gruñía:
—Ya verás la cara de mamá.
—Lo hecho, hecho está —replicaba el padre,
categórico.
Teníamos aún siete kilómetros por delante y
caminábamos a lo largo de las alambradas. El aduanero me enseñó el
emplazamiento de unas portillas en las cercas, creadas a propósito
en algunas zonas concretas y por las que los habitantes de la
frontera saboyana y suiza se comunicaban regularmente. De noche las
cerraban con candado pero estaban abiertas de día y habían servido
para varias fugas; eran los puntos más vigilados por los soldados
alemanes e italianos y por la milicia francesa.
El aduanero pronunció la palabra milicia de una manera muy especial, con un matiz de
profundo desprecio.
Me había dado cuenta varias veces de que ese
término tenía para muchos franceses, ya en aquella época, un
sentido muy peyorativo.
El gendarme que intervino en nuestro
traslado a la cárcel había dicho: «¡Nosotros no somos la milicia,
¿eh?!». Y otro puntualizó: «Espero que aquí nadie nos tome por los
de la milicia».
Yo no había captado entonces toda la
profundidad de esa diferenciación.
La mujer del aduanero me recibió sin
demasiado calor, pero yo no podía reprochárselo, habida cuenta de
lo comprometido que estaba su marido y del peligro que
corría.
El futuro bachiller estaba visiblemente
enfadado. Se metió de lleno en una discusión que él mismo había
provocado. Le echaba en cara a su padre sus opiniones antialemanas
y su falta de prudencia y de oportunismo.
Pasé toda la noche insomne en aquella casa,
inquieta por el día siguiente. Para animarme, me decía que el paso
a Suiza, además de mi salvación, supondría restablecer las
relaciones con mi madre y con toda mi familia.
Hacía hermosos planes...
El día empezaba a despuntar: sería una
hermosa jornada de junio radiante.
La mujer del aduanero no veía el momento de
verme partir y me acompañó al final del camino.
Andábamos por lo alto de un pretil y podía
ver abajo la carretera nacional, a lo largo de la cual las
alambradas, particularmente densas en esa zona, se extendían hasta
el infinito.
A la luz del día, distinguía mejor ahora los
emplazamientos de las portillas de las cercas, y también a los
centinelas apostados cada doscientos o trescientos metros, vestidos
de verde, sombrero con pluma y fusil en bandolera. ¡Italianos!
Estaban de pie, apoyados en un árbol, sentados en el talud o
paseando de arriba abajo.
Cerca de un viaducto, me separé de la señora
H. En adelante, debía ir por la carretera nacional y hallar un paso
entreabierto.
Pese a encaminarme por tercera vez por un
tránsito peligroso, saboreaba, sin embargo, la tranquilidad de
aquella hora matutina.
Sentía una dolorosa opresión al tener que
decir adiós a las montañas, a las praderas y a los campos, al
pacífico pueblo, a ese vasto horizonte, a todo aquello que era
Francia.
Me invadía la tristeza de tener que cruzar
sus fronteras a escondidas, como una malhechora.
Para darme valor, recordé todos los
sufrimientos, casi sobrehumanos, que había tenido que soportar,
pero también fui consciente de la terrible desgracia de Francia y
de su avasallamiento sin límite.
Súbitamente nació y creció en mi interior un
sentimiento desgarrador, la nostalgia por este país que muy pronto
iba a abandonar.
Un campesino estaba segando la hierba en la
cuneta.
—Buen tiempo —le dije yo depositando el
petate a mis pies y secándome la frente.
—Sí que hace bueno —dijo él.
—Dígame, amigo, ¿la portilla de la cerca
está abierta? —le musité a quemarropa.
Sin interrumpir su trabajo, se alejó un poco
y luego volvió tranquilamente.
—Está abierta, pero últimamente ha llovido y
puede que esté atascada —dijo sin levantar la cabeza.
«¿Qué hacer?», pensé, y sentí crecer en mí
el pánico.
—¿He de ir? —le pregunté al campesino,
sacando fuerzas de flaqueza.
—¡Vaya! Pero hágalo rápido... ¡Ánimo!
Y, prosiguiendo su labor, se apartó otra vez
unos pasos.
«¡Ahora o nunca!», me gritó una voz, la de
toda mi voluntad tensionada al máximo, y me lancé a ello.
La portilla de la cerca estaba
atascada.
La sacudí con todas mi fuerzas.
Instintivamente, eché un vistazo furtivo
hacia el centinela...
¡Un soldado italiano corría hacia donde yo
me encontraba!
Entonces, sin pensarlo dos veces, en un
estado febril, pasé torpemente la pierna por encima del obstáculo y
me abalancé hacia el otro lado.
En mi caída, los alambres de espino me
causaron varios desgarrones. Rodé por el suelo...
Casi de inmediato sonó un disparo.
Igual que hacía apenas unos instantes, ahora
otro soldado corría hacia mí con un fusil en la mano.
En el suelo, aturdida, esperaba su llegada
con resignación.
—Levántese, señora, que no está usted
herida. He visto que el italiano disparaba al aire —dijo en francés
el soldado al mismo tiempo que me ayudaba a ponerme en pie.
—¿Dónde estoy?
—¡Pero, hombre! Yo diría que está usted en
Suiza.
Solo entonces comprendí y me embargó una
emoción desbordante: alegría, esperanza, inmenso alivio...
¡Estaba en Suiza, me encontraba a
salvo!
Caminaba dando rienda suelta a la sangre que
fluía abundantemente por piernas y manos. Intentaba también
arreglar un poco mi ropa hecha jirones.
De pronto, mi tensión cedió.
Lloraba... Suavemente, mis lágrimas, durante
tanto tiempo contenidas, empezaron a brotar... Fue como un
manantial cálido que iba inundando mi rostro. Saboreé ese líquido
amargo y aquellas lágrimas me aligeraron de un peso
aplastante.
Muy discretamente, el soldado suizo se puso
en marcha delante de mí portando mi miserable petate, querido
compañero de mis sucesivas fugas que contenía todo cuanto había
podido traer de Francia, todo, excepto un corazón desolado y
exhausto...