VI NIZA

 

 

Diciembre de 1940

 

Unos amigos franceses me hicieron llegar una invitación visada por la prefectura de Niza que allanaba todas las dificultades: obtuve de inmediato el valioso salvoconducto.
Abandoné Aviñón en pleno invierno, dejando tras de mí frío, lluvia y viento. A partir de Marsella, era como avanzar por un lugar mágico. La Corniche se cubría de mimosas, se engalanaba con campos de claveles: por todas partes, limoneros, naranjos, olivos, con sus ramas rebosantes de frutos, destacaban sobre el fondo verde oscuro de las palmeras. Un mundo exótico se interponía allí delante entre un mar y un cielo azules y yo.
Me creía transportada a un país de cuento de hadas. Estaba deslumbrada. ¡Iba a un paraíso terrenal!
¡Ignoraba que al mismo tiempo iba abocada a la época más dramática de mi existencia!
En la estación de Niza me esperaba una amiga de París. Cuando me llevaba en dirección a la rue de France, donde ambas nos montamos en un pequeño tranvía vetusto que avanzaba a base de sacudidas y entre chirridos de chatarra, me estuvo poniendo al corriente de la vida en Niza. Me condujo a un hotelito, situado a la orilla del mar, en el barrio de Sainte-Hélène.
Todas las ventanas del hotel, rodeado de palmeras y limoneros, daban al vasto horizonte marino.
Pocos días después, tomé contacto con unas personas de París que yo sabía que estaban refugiadas en Niza.
Las primeras revelaciones sobre todo lo que había ocurrido en la capital fueron espantosas: ¡bombardeo de Auteuil, ocupación, éxodo masivo!
Conocí terribles noticias de los países ocupados y se apoderó de mí una angustia desgarradora por el destino de mi familia.
Las informaciones llegaban gracias a algunos periódicos extranjeros que por aquel entonces todavía era posible encontrar. Entre ellos, el semanario de Zúrich, la Weltwoche, era el que gozaba de una popularidad mayor.
Otras noticias se propagaban de boca en boca, cruzando las fronteras, desafiando censuras y controles, y nos llegaban frescas y palpitantes en todo su horror. En esa época, apenas había noticias que no fueran desastrosas.
Conocí también muchos detalles sobre la vida local, sus oportunidades y sus tribulaciones: la mayor dificultad era obtener un permiso de residencia... Centenares de personas se veían expulsadas.
Al cabo de ocho días, rica en indicaciones y consejos, me encaminé a la prefectura.
Llegué por el muelle de Estados Unidos y por la rue Saint-François-de-Paule y de repente me encontré en medio de un espléndido jardín de flores... cortadas.
¡Era día de mercado de flores! Encantada, abarqué con la mirada el conjunto del lugar y luego me detuve delante de cada puesto para admirarlas más de cerca. Los claveles, de las especies más variadas, dominaban en esta estación. Todavía había en 1940 fruta que redondeaba felizmente aquel decorado. (Más tarde veremos las naranjas, los limones y las mandarinas solamente en los árboles; los requisarán y desaparecerán del mercado y de los puestos.)
La hora apremiaba. Me apresuré hasta la prefectura. Cuando me acercaba, vi una larga cadena de gente inmóvil. Daba la vuelta por la esquina del edificio oficial.
Unos agentes de policía paseaban de arriba abajo.
Me sobrecogió una sensación de desfallecimiento y dudé en seguir adelante. ¡Pero era imposible retroceder!
Ocupé mi sitio en la fila.
Eran las dos de la tarde. Hacia las cinco, me hallé por fin delante de la ventanilla. Por primera vez, tuve la idea de recurrir a la recomendación de la Presidencia del Consejo. Enseñé mis papeles al funcionario. Les echó un rápido vistazo:
—¡Presidencia del Consejo! ¡Daladier! ¡Esto ya no está en vigor!
Eso significaba la expulsión.
Pero definitivamente la suerte parecía favorecerme siempre ante las dificultades administrativas. Veinticuatro horas antes de la fecha de mi salida obligatoria de Niza, los dos periódicos locales informaron de que los hoteles, en plena crisis de guerra, habían protestado contra las medidas de expulsión. La industria hotelera, en peligro de hundimiento, pedía que se autorizase la estancia a los extranjeros. A cambio, se comprometía a colaborar con los servicios de abastos para eliminar las dificultades en el aprovisionamiento.
Así es como, por una concurrencia de circunstancias imprevistas, pude quedarme en Niza.
Mi hotelito me encantaba y decidí seguir en él. Durante toda la jornada reinaba allí un silencio penetrado por el murmullo del mar.
Pero a la hora de comer, la casa se llenaba de griterío. El señor Thérive, director y jefe de cocina del hotel, un charlatán presumido muy seguro de sí mismo, estaba poseído por el demonio de la política. Desde los entremeses hasta el café, ponía tan alta la radio, que informaba de las noticias también a los vecinos y a cualquiera que pasara por la calle.
Era precisamente la radio la que le brindaba los temas en cuya polémica entraba a pecho descubierto. Por lo general, la gente discutía durante las emisiones y, cuando los interlocutores se excitaban demasiado, la voz del aparato no conseguía acallarlos.
La señora Marguerite, la patrona, una personilla apocada, dulce y muy simple, giraba discretamente el botón. Las más de las veces, los polemistas ni se enteraban.
El jefe se declaraba enemigo de los alemanes y antisemita «por principio».
Al señor Martin, oficial de marina desmovilizado, persona muy apuesta, se le ponía la cara azul de rabia ante cada consideración favorable a los británicos. Solía marcharse en mitad de la comida para no tener que oír esos elogios.
Un estudiante, apellidado Petitjean, alto, deportista, jefe de un campamento para jóvenes de Niza, era un colaboracionista convencido. Siempre, con cualquier motivo, se refería a los alemanes como «el pueblo más sabio de la tierra». Amigo de arengas antisemitas, remitía a sus interlocutores a Mein Kampf, del que poseía una traducción que solía prestar con mucho gusto.
El señor Huyard, coronel retirado de la Primera Guerra Mundial, se pronunciaba contra esas ideas extremadas que, según él, «serían la perdición de Francia, país de equilibrio, mesura y tolerancia».
En cuanto a los refugiados, estos no se inmiscuían en las discusiones. Heridos por el ataque de esas indirectas, se consultaban acerca de las posibilidades de cambiar de hotel y de ambiente; pero en todas partes se hablaba de política con la misma vehemencia.
Cuando pensaban en las persecuciones que asolaban otros países, su propia existencia les parecía casi envidiable, y se callaban.
No se podían permitir el orgullo. Era un lujo inaccesible en aquella época hasta para los franceses.
Por suerte, después de la comida, el hotel volvía a caer en su benéfico y habitual silencio.

 

Un día, el señor Thérive anunció que su tarea se aliviaría enormemente si algunos huéspedes quisieran en adelante comer en la ciudad. Las dificultades de abastecimiento se habían vuelto insuperables para él.
Desde entonces, empecé a ir a comer y a cenar a cualquier restaurante.
Conocí así los viejos barrios de Niza, habitados por una población cuyo lenguaje y cuya cocina eran típicamente del sur.
El paseo de los Ingleses, con esos grandes edificios que parecen clínicas, colindantes con unos inmuebles que remiten a un modernismo exagerado, con esos kioscos y esas construcciones rústicas, era de una deprimente banalidad. El ambiente artificial de la mayoría de los cafés y los locales públicos daba pena, producía una tristeza, por así decir, palpable.
La gente rica iba a respirar el aire del casino, donde perdían enormes cantidades sin siquiera ser auténticos jugadores. Me acuerdo de una vienesa que le decía a su marido, totalmente trastornado:
—Pero ¿qué te ha pasado, pobrecito mío, con el horror que siempre le has tenido al juego?
—Juego para olvidar; les tengo más horror a mis pensamientos.
Para matar el tiempo, algunos hacían excursiones y regresaban agotados.
En las villas y en los hoteles, se entregaban al bridge durante todo el día y hasta muy entrada la noche, cuando ya los atenazaba el embotamiento.
Otros preferían quedarse en su casa o ir a la casa de un amigo a charlar de política. Discusiones ociosas, pues nadie llegaba a sacar nada en claro.
Un gran número de refugiados se preparaba para emigrar. Contaban con un pariente más o menos cercano, con un amigo o con el amigo de un amigo, con unos conocidos establecidos en las más alejadas partes del mundo y que, pensaban, podrían ayudarlos a culminar la emigración.
Mantenían una esmerada correspondencia con muchos sobrentendidos, enviaban costosos telegramas, pedían un afidávit o un visado, recibían respuestas, contrademandas, cuestionarios, circulares que engendraban una nueva oleada de cartas.
Luego, se pasaban las mañanas enteras delante de los consulados para saber si tal documento o tal otro hacían falta, si se atenía a las instrucciones o si resultaba inexacto. Cuando algunos salían con un visado, eran mirados como fenómenos, ¡como bienaventurados!
Partir era poco frecuente.
Despachos, agencias y oficinas de emigración suministraban las informaciones, se encargaban de las formalidades y prometían el oro y el moro. Cobraban adelantos y señales, que los refugiados les pagaban diligentemente. Sin embargo, esas promesas nunca se cumplían. El emigrante se sentía estafado, pero al menos había pasado por un periodo de esperanza.
En cuanto a mí, mis afectos y mis vínculos me unían a Europa, y no traté de emigrar a ninguna parte.
Para todos, la existencia había perdido la ilusión y el entusiasmo... También, por rachas, caíamos en una indiferencia lúgubre, en una inercia absoluta.
Cuando me daban ganas de ver mundo, no tenía más que acercarme al paseo de los Ingleses. Bastaba con sentarse en los parajes del bulevar Gambetta, del casino o del jardín Albert-Premier para encontrarse con «conocidos», de quienes a menudo ni se recordaba el nombre, o para saber alguna noticia. Esa gente perdida y desorientada estaba deseosa de romper un silencio tan cargado, ya fuera para aligerar, mediante confidencias, sus agobiantes preocupaciones, ya fuera para conocer, entre charla y charla, alguna noticia sobre los acontecimientos políticos o para conocer la historia de otros refugiados. Cualquier cosa era mejor que deprimirse en el aislamiento.
Un día, una dama polaca de setenta y dos años me contó su éxodo, en el curso del cual había perdido a toda su familia. Estaba medio ida.
Conocí también, sentada en un banco, a una noruega cuyo marido, en el momento de ser detenido como rehén, había optado por huir. Ella se le había unido en Suecia y luego habían venido juntos... ¡hasta Niza! Ahora planeaban ir a Inglaterra, donde él quería alistarse. Ella iba con él en todos sus desplazamientos.
Un millonario holandés aguardaba la ayuda de unos amigos americanos porque carecía de recursos.
Una vieja pareja de diamantistas, que juntos sumaban ciento cincuenta años, llegados de Amberes con algunas piedras preciosas cosidas en el dobladillo de su ropa, se quejaba a quien quisiera oírla de la fortuna que había perdido. Los ingleses y los norteamericanos que vivían en los palacetes estuvieron paseando y haciendo excursiones hasta el momento en que sus respectivos gobiernos les notificaron la orden de regresar en el primer barco que partiera.
Solitarios de todos los países, separados del resto de sus familias, se sentaban delante del casino y de los escaparates de las tiendas, o deambulaban al azar por calles y plazas. Dormitaban en los bancos y en las sillas de alquiler, y ocupaban el interior y las terrazas de los cafés de la mañana a la noche.
Judíos de todos los países ocupados daban vueltas desorientados, sin meta ni esperanza, inmersos en una inquietud y una agitación que no dejaban de crecer.
Lo que peor se llevaba, lo que aniquilaba toda energía y toda resistencia, era la ociosidad.
Una mañana me senté frente al mar al lado de una mujer joven de pronunciados rasgos eslavos y de una rara belleza. Estaba tejiendo. Al cabo de unos minutos entabló conversación conmigo. Después de echar un vistazo furtivo a nuestro alrededor, se volvió hacia mí y me confió, casi al oído, que tejía para ganarse la vida. Me pidió que la recomendase a otras personas si se diera el caso y me rogó al mismo tiempo que no la traicionase, ¡como si su trabajo fuese un delito! Y sin embargo, lo era, como bien experimenté poco después a mis expensas.
En la rue Gioffredo había dado con un viejo librero. Charlamos entre un montón de libros de segunda mano. El buen hombre estaba interesado más en el negocio que en la profesión. Me hablaba de descuentos, beneficios, papelería, clientela, márgenes de plazos... Mientras lo escuchaba, observé sus volúmenes polvorientos y constaté que tenía ejemplares raros. Le dije que me encantaría clasificar aquellos volúmenes. Al ver sus dudas, añadí de inmediato que se trataba, por supuesto, de un trabajo a título gratuito, por mero interés de bibliófilo. Él asintió complacido. Provista de una carta de su parte, acudí al servicio competente para ver cómo proceder. Había un funcionario de aspecto bonachón que fumaba en pipa entre un montón de papelotes. Le presenté la carta, adjuntando mi certificado de librera.
—«... trabajado bien por Francia... conceder todas las facilidades...» —se puso a leer a media voz. Y, cambiando de tono, enfatizó—: ¡No se dan permisos de trabajo a los extranjeros! En cuanto a su recomendación..., qué le voy a decir. ¡La Presidencia del Consejo de 1939! Le pone a uno en un compromiso...
Y añadió con desaprobación:
—¡Todos estos extranjeros! Se comen nuestro pan y encima quieren que les demos trabajo.
Después de eso, anotó mi nombre y mi dirección. Salí de allí muy preocupada. Y con motivo. Mi gestión trajo como consecuencia dos visitas sucesivas de un agente de policía en bici que vino para cerciorarse de que yo no trabajaba.
A los huéspedes del hotel les intrigaron mucho aquellas visitas misteriosas.
—¿Le trae, acaso, un visado de salida? —preguntó uno con un poco de envidia.
—¿Es una orden de expulsión? —inquirió otro, este con un poco de piedad.
A finales de enero de 1941, Thérive optó por el cierre definitivo de su establecimiento.
—Solo se pueden mantener las pensiones y los hoteles de lujo, todos llenos de judíos —suspiraba.
—¡Cómo! —se sorprendió uno—. ¿La gran industria hotelera está entonces en manos de los judíos?
—No es eso lo que he querido decir. Llamo así a toda la gente que se busca la vida como puede —replicó Thérive.
—Hombre, Thérive, lo que está diciendo no es digno de usted —protestó el coronel—. Es una iniquidad perjudicar a toda esa gente que son tan buenos franceses como usted y como yo, y además hiere con sus palabras a sus clientes israelitas, que han venido a Francia para hallar refugio entre nosotros.
—Con esos hago una excepción. Es gente moralmente limpia —respondió magnánimamente Thérive.
Bien sabía él que los refugiados estaban inmersos en enormes preocupaciones y contratiempos crecientes, lo que le daba una libertad para con ellos que apenas demostraba sensibilidad.
De mediocre inteligencia, fracasaba regularmente en todas sus empresas, y eso lo había convertido en un ser envidioso. «Los judíos tienen siempre mucha potra», decía Thérive. Hasta ese punto se había dejado convencer completamente por las teorías raciales.

 

La propaganda alemana hacía estragos en Francia sin la menor oposición y ejercía toda su influencia en la prensa. Muchos periódicos franceses desarrollaban con elocuencia las teorías nazis. Algunas publicaciones, además, se entregaban a ello con tal ardor que era imposible dudar de su sinceridad.
A juzgar por la cantidad de páginas que exponían el «problema» judío, abundantemente ilustradas con caricaturas, cualquiera diría que todas las desgracias de Francia, desde la inconsciencia de lo que se avecinaba hasta la desbandada general, eran imputables exclusivamente a Israel.
En cuanto a la radio, en manos de los alemanes toda ella, no contenta con emitir cotidianamente injurias contra los judíos contemporáneos, organizaba además una serie de lecciones divulgativas sobre la historia de los hebreos para demostrar la ignominia y las maldades de ese pueblo, ya desde mucho antes de nuestra era.
Libros, folletos, hojas volanderas se distribuían gratuitamente, había caricaturas pegadas en los escaparates de las tiendas, en las puertas de las redacciones de los periódicos, en las paredes, en las empalizadas, en todas las esquinas de las calles.
Los refugiados conocían desde 1933 toda esta propaganda de origen alemán y veían brotar la amenaza.
Un día tomé el autobús en la plaza Wilson y vi a un joven que se subió al vehículo solo con la intención de distribuir unas octavillas. La mayor parte de los viajeros se negaron a cogerlas. El joven que las distribuía exclamó:
—¡Pero sin son gratis!
—No las queremos ni gratis —respondieron algunos.
Otro viajero añadió:
—¡Venga, lárgate a Alemania!
Y todo el mundo se rio.
Una bocanada de aire de Francia acababa de pasar.
Había agitadores que daban propaganda en lugares públicos: cafés, restaurantes, bares, en el puerto, en los bancos.
Hubo otro incidente que no careció de gracia. En un pequeño restaurante de la rue de France, un individuo rubio, muy guapo, de unos treinta años, peroraba en voz alta dirigiéndose a toda la concurrencia.
—¡Estamos hasta la coronilla de cenar con estos extranjeros! —gritó—, ¡con estos extranjeros y, sobre todo, con estos judíos!
Un obrero, tez morena, ojos risueños, mono azul, le lanzó:
—¡Eh, tú! ¡Compatriota! ¿Llegas de Alemania? Pues páganos una ronda. Tienen que haberte dado unos buenos cuartos para soltarnos todo ese rollo, ¿no?
Nos mondamos de risa.
El provocador apuró su consumición y se encaminó prudentemente hacia la puerta.
—¡Anda, vete, cabrón! —prosiguió el obrero bromista—, ¡no eres más que un vendido!

 

La suavidad del Mediterráneo me parecía inmutable. Tanto que cuál no sería mi sorpresa cuando, hacia finales de enero, ese mar azul se vio de golpe agitado por auténticos arrebatos de furia.
La tempestad se desencadenó por la noche. Los violentos golpes de las contraventanas despertaron a todos los huéspedes, que fueron a reunirse a la terraza. Los impactos que se oían provenían de los árboles, que, en sus sacudidas, golpeaban contra las ventanas. El jardín estaba cubierto de un manto blanquecino: era la espuma arrastrada por el mar hasta los peldaños de la escalinata. Unas olas tan altas como casas invadían el paseo y venían a romper contra las paredes de los hoteles y de las villas.
Había guijarros lanzados en todas las direcciones; las mareas abatían las verjas y devastaban el césped y los parterres de flores, a la vez que la tormenta arrancaba los árboles y lo derribaba todo a su paso.
Durante cuarenta y ocho horas, el paseo estuvo completamente sumergido; nadie se arriesgaba a ir hasta allí por miedo a hacerse daño o a ser arrastrado por las olas. El agua penetraba por las calles transversales, inundaba los jardines, los patios y los sótanos.
Al cabo de dos días, el mar se retiró y el paseo reapareció totalmente devastado, cubierto de árboles esparcidos y de todo tipo de despojos: ramas y cristales rotos, bancos y sillas hechos pedazos, y montones de guijarros por doquier.
De nuevo lucía el sol, repartiendo miles de rayos brillantes por tierra y mar.
El Mediterráneo había recobrado su tranquilidad indolente, su aspecto de moaré azulado...
Parecía pedir perdón por su humor de los días anteriores.
La bahía de los Ángeles sonreía a los ángeles. Reinaban la paz y la primavera.
Pero la paz de los hombres, esa aún no había vuelto...

 

Había pasado tres meses en la pensión del tal Thérive. El anuncio de su inminente clausura me obligó a buscar otra vivienda. Esta vez alquilé una habitación en un hotel situado en la parte alta.
El jardín del hotel, lleno de palmeras y adornado con bonitos parterres de flores, esparcía aromas y zonas umbrías.
Permanecería allí desde primeros de febrero de 1941 hasta el 27 de agosto de 1942, fecha fatídica.
Un ascensor llevaba, teóricamente, hasta el quinto piso. Pero había un único inconveniente: no funcionaba nunca. La dirección lo achacaba a que había que cambiar una pieza del engranaje del motor. La buscaban por todas partes, pero no había manera de dar con ella. En conclusión, había que subir a pie los cinco pisos. Cuando llegaba al último escalón me olvidaba del cansancio de lo resarcida que estaba al ver el panorama que se ofrecía ante mi vista.
El racionamiento, ya en esa época, era algo muy laborioso. Como yo misma tenía que hacerme la comida, desde muy temprano me ponía en la cola a las puertas de las tiendas o, cuando había mercado, delante de los puestos de la plaza Sainte-Hélène.
Las dos tajadas de carne semanales, el huevo mensual y las frutas y verduras me obligaban a sucesivas paradas. Provista de mi cartilla de racionamiento, cubierta con un sombrero de paja que me protegía del sol y con mis dos cestas del brazo, me hacía sitio en la fila, entre amas de casa, niños, jóvenes, viejos, gente mundana y elegante, bañistas que se habían puesto tan solo un albornoz encima de su traje de baño para ir a comprar, mujeres con dos criaturas en sus brazos, sin contar a las que se colgaban de sus faldas, a veces niños «prestados» para poder entrar en la categoría de familia numerosa y pasar las primeras. Yo permanecía en mi puesto, con un libro en la mano, de siete a once de la mañana. Aquellas largas paradas en la misma postura acarreaban fatigas y decepciones.
Una vez comprados los artículos racionados, tenía todavía que conseguir fruta y verdura, productos sobre los que aún no se había fijado un cupo. Por orden policial, los comerciantes indicaban en un cartel, por lo general puesto delante de sus tiendas, la cantidad de mercancía que había llegado, repartida en principio según el número aproximado de sus clientes. Esta medida, lógica en sí, no estaba sometida a ningún control. De hecho, en la cartilla de racionamiento no había ninguna mención que indicara que el cliente había sido servido. «Eso sería demasiado complicado, habría que llevar una contabilidad y montar una oficina», afirmaban los tenderos, realmente agotados.
Los sisadores se aprovechaban de esto para llevar a cabo compras con cartillas repartidas por aquí y por allá a diversos familiares.
Los clientes que se volvían con las manos vacías protestaban y amenazaban con «ponerlo todo patas arriba». Sin embargo, la mayoría de las veces lo dejaban correr. La población estaba demasiado cansada por estos esfuerzos cotidianos como para ponerse a hacer una revuelta.
Más de una vez regresé con el bolso vacío, como tantos otros.

 

Después de la derrota, la desorganización de las vías férreas, así como la del resto de los medios de transporte, había llegado a ser absoluta. Lo mismo sucedía con el desarrollo del racionamiento.
Cuando se declaró el armisticio, las autoridades, los políticos y la prensa proclamaron que, una vez las redes de carreteras y de ferrocarriles empezaran a funcionar normalmente, Francia podría alimentar a su población con el apoyo de su imperio colonial.
Cuando la expropiación enemiga se volvió metódica, surgieron dificultades imprevistas que obstaculizaron la realización de esos proyectos.
La confiscación, por los ocupantes, del material móvil, la fragmentación del territorio en varias zonas aisladas unas de otras (las zonas «prohibidas» eran incluso inaccesibles), las dificultades para la importación de ultramar, el bloqueo, la ausencia de mano de obra, deportada o prisionera, echaron por tierra las promesas hechas a la población francesa.
Otra consecuencia imprevista de la Ocupación: las autoridades alemanas peinaban todo el país y, gracias a su cambio tan ventajoso, pagaban a los productores precios hasta entonces desconocidos. Estas requisas directas tuvieron efectos muy graves sobre la economía del país.
Las mercancías desaparecían como por encanto. Yo misma pude observar un ejemplo asombroso.
Durante mi primera estancia en Vaucluse, se veía por todas partes mantequilla de buena calidad, quesos de los más variados, montañas de fruta, vehículos cargados de hortalizas.
A mi vuelta de Vichy, la comisión económica alemana se había establecido en Aviñón e irradiaba desde allí hacia todo el ámbito rural. No había más que colas y más colas, y los precios aumentaban sin cesar. Los campesinos y los comerciantes decían: «Nos lo compran todo a cualquier precio. Además, tenemos orden de Vichy de no negarles el género y de aceptar su papel moneda. ¡Y encima, su policía es la que nos vigila!».
La subida de precios —que la guerra ya había desencadenado— se produjo en adelante de manera vertiginosa.
Los hoteleros, los restauradores, los dueños de las pensiones y los particulares ricos se pusieron en contacto con los campesinos y los productores para ofrecerles el mismo precio que el ocupante.
En cuanto a la población, continuaba haciendo cola delante de las tiendas y de los puestos del mercado, pero se dirigía también, cada vez con mayor frecuencia, a los productores. Todo el mundo hacía sus incursiones directas en el campo.
Como ese modo de proceder estaba prohibido, la gente regresaba de sus excursiones ocultando en sus bolsos y en sus cestas la fruta y la verdura que había podido encontrar.
Para frenar la subida, las autoridades tomaron medidas desafortunadas. De tarde en tarde, gravaban con impuestos los productos, pero en vano, porque no se atacaba así el mal de raíz.
Por eso, las requisas masivas del enemigo, la falta de mano de obra, las dificultades de transporte, el bloqueo, los irrisorios impuestos oficiales y el desprecio por la normativa «legal», dictada por los ocupantes, tuvieron como consecuencia un alza desproporcionada del nivel de vida «estándar». Combinadas todas estas complejas razones, el resultado fue el mercado negro.
A la larga, se convirtió en un mecanismo plagado de astucia, de improvisación y de demostraciones de fuerza.
Fabricantes y artesanos se engancharon a la subida y se involucraron en ese sistema de intercambio. Obligaban a pagar directamente en géneros y mercancías los productos que ellos fabricaban.
Era una economía de trueque.
Se desarrollaba en una escala cada vez más amplia y equivalía, en el mercado negro, a una especie de revancha.
El mercado negro y el trueque se implantaron muy sólidamente.
Tuve entre mis manos, en 1943, un folleto clandestino sobre el racionamiento en Francia. Se decía que el 80% de la población francesa recurría a procedimientos prohibidos y que el 20% iba tirando penosamente con el sistema de cupones establecido oficialmente.
Circulaba este chiste: «“¡Ha muerto Jean!” “Claro, es que estaba enfermo.” “No es eso, es que el pobre vivía solo de sus cupones”».
La propaganda alemana se aprovechó de la situación creada por la derrota, por las condiciones del armisticio y, sobre todo, por la Ocupación que vaciaba literalmente todas las reservas del país, haciendo responsables de ello a los refugiados de raza judía.
Y eso que, a finales de 1942, estos, deportados a los campos de concentración, habían desaparecido de la vida económica. Sin embargo, el mercado negro prosperaba en toda Francia.
En la zona ocupada, de donde los judíos fueron deportados desde la invasión, muy especialmente en París, estaba organizado de manera sistemática. Era una institución cuasi oficial. Jamás fue abolido por ninguna medida del gobierno.

 

El hotel La Roseraie debería haberse llamado El Arca de Noé.
Hospedaba a supervivientes de las más diversas nacionalidades y clases sociales. Era gente muy dispar unida por la espera común de la paz.
Mi vecina de la habitación de la derecha era una española republicana, refugiada en el sur desde hacía varios años. Salía pronto y regresaba tarde. Apenas la veíamos. Su singular palidez, que impresionaba nada más verla, se acentuaba progresivamente. Sufría de nostalgia. Solo el día que murió supimos que había sucumbido a una lenta inanición. Se había marchitado silenciosamente, sin quejarse, y sin haber pedido nunca nada a sus vecinos.
A la izquierda vivía un matrimonio judío, importantes hilanderos de Mannheim. Esperaban sus visados para Palestina, donde ya se había establecido su hija.
Cuando no estaban, a menudo el cartero me dejaba a mí los telegramas que había para ellos, y fue así como los acabé conociendo. Su cuarto estaba lleno de baúles y de maletas, todas cerradas y etiquetadas. Me dijeron en confianza que mantenían su equipaje así preparado desde hacía ya dos años. Un día, me anunciaron que se les había agotado la paciencia de esperar en Niza y que se trasladaban a Marsella, con el fin de estar cuanto antes a bordo del barco que habría de llevarlos, o al menos eso esperaban. Llegué a recibir dos cartas suyas desde Marsella. Luego, ignoro qué fue de ellos.
Al marcharse, me habían dejado todos sus utensilios de cocina: tres cazuelas, cinco platos, varias tazas, cubiertos. Este regalo me permitió invitar a algunos compañeros de hotel.
Estreché así unas relaciones que, a la larga, se convirtieron en una buena camaradería.
En mi piso vivían, además, dos estudiantes desplazados que añoraban la protección materna.
Uno de ellos, Charles Guyot, lionés, pequeño y enclenque, era espiritual hasta la médula. Se había manifestado con un grupo de camaradas contra la ocupación de Lyon y enseguida se había visto obligado a huir. Vivía en Niza bajo un nombre falso. Bromista como era, divertía a todo el hotel. El otro, Daniel Léger, protestante, era parisino, hijo de una judía rumana conversa, de la que había heredado los ojos, y de un padre francés, médico en París. El contacto con los ocupantes alemanes y su proceder persecutorio había sumido a Daniel Léger en una neurosis de la que Niza no conseguía curarlo. Vivía en la inquietud, se creía constantemente perseguido. Buenos amigos, los dos estudiantes comían juntos en pequeños restaurantes que procuraban no repetir, buscando hallar otro mejor. Cuando regresaban al hotel, mendigaban amablemente entre los vecinos de piso algún pequeño suplemento «para ir tirando», como ellos decían. Lo cual se les concedía por todos con mucho gusto. En agradecimiento, siempre que podían aportaban algunos kilos de cebollas o de naranjas, incluso su cuartillo de vino. Sus aportaciones eran recibidas con entusiasmo: cebollas y naranjas eran muy apreciadas por igual. Nos regalaban, asimismo, uno sus ocurrencias, otro su espíritu de debate en torno a los grandes problemas, porque nos reuníamos todos para hablar de política, analizar los acontecimientos y encarar el futuro, y también para hacer una especie de tertulia literaria, en la que discutíamos sobre un libro, un poema o un concierto. Esas horas reanimaban un ambiente demasiado depresivo.
Yo compartía la «presidencia» del piso con una vienesa, Elsa von Radendorf, que ocupaba la mejor habitación del quinto. Mujer de letras, había abandonado Austria por rechazo al movimiento nazi. Lo suyo tenía mucho mérito porque ya frisaba casi en los setenta años, edad en la que las comodidades de un home confortable priman generalmente por encima de las consideraciones de índole doctrinal.
Siempre en movimiento, ella repartía su tiempo entre dos ocupaciones diametralmente opuestas: escribía una obra ensayística sobre el origen y la evolución del arte de los encajes, y además hacía de consejera, protectora, ama de casa y enfermera de los más jóvenes del hotel. En todo momento se podía disfrutar con ella de un vaso de vino o de licor, placer este cada vez más raro.
Intimamos. Al principio, fueron las dificultades del racionamiento las que crearon entre nosotras una comunión de preocupaciones: nos ayudábamos una a la otra y nos indicábamos mutuamente los recursos y los medios para aprovisionarnos. Luego, con el tiempo, nos reunió la amistad.
Esta dama vienesa, que vivía en el hotel desde hacía un año, me dijo que el cuarto piso estaba ocupado por polacos exiliados: una pareja de aristócratas, un actor célebre, un hombre de letras no menos conocido, un crítico de arte y dos políticos. Llevaban una vida aparte, les gustaba el debate y elaboraban proyectos de futuro; algunos compatriotas elegantes y silenciosos tenían acceso a ese oasis eslavo, a ese piso de ensoñación y cortesía, del que nos llegaba el ronroneo de las consonantes de la lengua polaca.
El tercer piso era el de los emigrantes. Todos judíos cultos —abogados, médicos, profesores—, se pasaban el tiempo preparando su emigración ulterior. Cada vez que alguno partía, los que se quedaban se armaban de valor y esperaban su turno con renovada paciencia.
Allí se hospedaba un septuagenario que había logrado cruzar la línea de demarcación de la manera más accidentada. Había salido en compañía de su hijo, pero en el momento de llegar a la zona libre, los dos tuvieron que separarse. Cuando el anciano supo que su hijo había sido capturado y enviado al campo de concentración de Drancy, cayó en un profundo abatimiento. Los vecinos del hotel se pusieron de acuerdo para distraerlo por turnos: unos se lo llevaban al paseo, otros iban a su habitación a animarlo. Pero el señor Samuel Mendelsohn supo burlar la bienintencionada vigilancia de los que lo rodeaban y, una noche, se colgó de la ventana de su habitación. Se pusieron unos precintos en la puerta y desde entonces pasábamos deprisa por aquel piso. El final trágico de aquel vecino fue sentido por todos como un ejemplo excesivamente brutal de la suerte que podía esperarnos a cada uno de nosotros.
En cambio, el segundo piso estaba muy animado por la presencia de un príncipe hindú. Gran amante de la música y de la danza, coleccionista de discos y de libros, llenaba la planta de sonoridad y de misterio.
Al contrario que nosotros, el príncipe hindú no vivía solo de esperanzas y de porvenires. Decía que tenía una existencia rica y plena, consagrada a la belleza, a la naturaleza, a la armonía. Cortés y afable, ofrecía sus servicios a todo el mundo de una manera desinteresada, a lo gran señor.
Los demás huéspedes del piso eran excursionistas que estaban de paso, una casta especial que todos ignorábamos. La planta conservaba intacta la impronta del exótico príncipe.
El primero estaba ocupado por la todopoderosa dirección, que ejercía sobre los huéspedes una dictadura absoluta. Al lado de la dirección había tan solo un cuarto, el mejor de todos, que estaba alquilado a un personaje misterioso. Seguramente eslavo, muy rubio, de ojos muy azules y una refinada elegancia, tenía de Narciso no solo el aspecto, sino también el alma. Estaba rodeado por una especie de corte, compuesta sobre todo por rusos blancos, entre los que predominaba el elemento femenino. Hacía actividades diversas con la ayuda de esas personas: corredor de joyas, tasador de inmuebles, propiedades, coches y todo tipo de objetos de arte. A veces organizaba ruidosas fiestas que acababan en escenas violentas.
A comienzos de 1942, una limpieza inusitada de nuestro piso, llamado piso de las nubes, precedió a la llegada de un nuevo e importante huésped. En efecto, cierta mañana se le asignó a un capellán una bonita habitación que daba a los Alpilles.
Llegó en bicicleta con la prestancia de un caballero. Era un hombre de unos sesenta años, alto, fornido, afable y jovial. Había sido capellán en el frente de 1914 a 1918 y, pese a su sotana, conservaba un porte militar.
Su bondad contrastaba con su aspecto marcial. Era caritativo y, aunque ante cualquier circunstancia no dejara de confiar en la Providencia, tenía por costumbre decir: «Ayudémonos y Dios nos ayudará». Y ya lo creo que ayudaba, de verdad y sin dudarlo, a todo el que se dirigía a él.
Lo conocí de la manera más original: me resbalé en un peldaño de la escalera y caí rodando hasta el rellano, en medio de las patatas que acababa de comprar en el mercado. Al oír el estruendo de la caída, mi reverendo vecino salió precipitadamente y, como buen samaritano, me ayudó a regresar a mis penates, no sin antes haber recogido lo que se había caído de mi cesta. Yo estaba dolorida y contusionada; el capellán, para quien yo no era su primer herido, me vendó el dedo magullado y me confió de inmediato a los cuidados de mi vecina vienesa.
Durante la semana que tuve que guardar reposo, él vino regularmente a interesarse por mi estado. Le profesé un agradecimiento profundo que pude manifestarle como se hacía entonces, es decir, proporcionándole bebidas calientes a lo largo de la fría estación del año.
Así transcurrió el invierno de 1941 a 1942.

 

Durante aquel periodo en Niza, los momentos más temibles eran los de la revisión de los documentos de identidad.
Ocho días antes de que expirase la vigencia del permiso de residencia, los extranjeros debían presentarse en la prefectura con su documentación, a la que debía añadirse una solicitud en papel timbrado.
Se ponían a la cola en el pasaje Gioffredo. Ese pasaje se beneficiaba de una singular corriente de aire, que hacía las veces de ventilador para disfrute de la gente que estaban allí parada durante horas. En cambio, en los días de lluvia y viento era un auténtico suplicio.
Llegado el momento, se entraba por hornadas de diez a quince personas para comparecer ante una chica sentada a una mesa repleta de archivadores y pilas de cartapacios. Era morena, de estatura mediana. Sus gestos eran enérgicos. Todo en ella rezumaba una seguridad que chocaba con la actitud temerosa de los refugiados.
Examinaba los papeles, interrogaba con tono imperativo, hablaba con monosílabos, tomaba notas rápidas y no respondía jamás a las ansiosas preguntas. Miraba al pedigüeño con la mirada sombría de una parca, dueña y señora de la suerte del prójimo. Cuando veía a su interlocutor particularmente abatido, humillado o tembloroso (había allí, entre ellos, ancianos o enfermos, y todos, además, incluidos los jóvenes, se hallaban más o menos desmoralizados), una sonrisa irónica se abría paso por su rostro.
Los refugiados la llamaban la nazi y la temían. No ignoraba ella su poder sobre aquellos miles de ruinas humanas y por eso su cara mantenía una expresión altiva.
Consultaba los dosieres y decidía con autoridad. Prolongaba los permisos de residencia por uno o tres meses, convocaba a la gente repetidas veces, les exigía algún documento suplementario, la recomendación de un francés o un certificado médico. Mientras tanto, ella retenía la documentación y la gente se la dejaba llena de temor a cambio de una especie de recibo en mano.
Con frecuencia ocurría que la documentación caducada era declarada carente de validez y se confiscaba. Resultaba entonces imposible renovarla porque las comunicaciones con los países ocupados por los alemanes estaban interrumpidas y los consulados suprimidos o ya no tenían ninguna autoridad.
Locos de nerviosismo, los interesados atestaban la comisaría para pedir consejo, indicaciones, algún apoyo, y acababan rellenando nuevas solicitudes en papel timbrado, solicitudes que eran en realidad unas súplicas. Exponían su angustia, su situación sin salida, hacían hincapié en que disponían de suficientes medios de subsistencia, o bien en que estaban gravemente enfermos, lisiados, y qué sé yo qué más.
Ante esas difíciles situaciones, unos recurrían a hombres de negocios o a asesores ocasionales, ambos corruptos las más de las veces.
Otros se dirigían a los médicos, consultaban a especialistas o acudían a cirujanos.
Una dama de nuestro hotel me dijo un día, radiante:
—Yo no tengo nada que temer. ¡Me van a dar mi permiso de residencia porque van a operarme!
Si los refugiados no lograban librarse de esas complicaciones, se hallaban inmersos en una situación irregular y expuestos al peligro de que les aplicasen medidas policiales.
Yo sufría esas tribulaciones como todos los demás. El permiso de residencia «hasta el fin de las hostilidades», que me había sido concedido en 1939, fue anulado después del armisticio: la Presidencia del Consejo ya no existía y las cartas de recomendación expedidas por sus servicios carecían de valor ante las nuevas autoridades.
Esos trámites tan penosos y extenuantes tenían a menudo su lado cómico.
Por ejemplo, con cada solicitud de prolongación de un permiso de residencia había que demostrar que se contaba con medios de subsistencia suficientes: una cuenta bancaria, un subsidio extranjero, dinero líquido... En este último caso, el interesado debía aportar su capital para enseñárselo al funcionario encargado del control. Pasaba con mucha frecuencia que la cantidad de la que unos u otros disponían no alcanzaba el mínimo prescrito. Entonces el pobre hombre pedía prestado a amigos, conocidos y vecinos para hacer la demostración de costumbre. Al salir, les devolvía el dinero a los acreedores, que solían estar a veces esperando cerca. Los funcionarios no siempre eran tan tontos. Un día, uno de ellos, muy bromista, dijo por lo bajo al refugiado que estaba contando los billetes:
—¿Su banquero le está aguardando a la salida o en el café de la esquina?
Lo dijo, al parecer, con tanta benevolencia, pues el funcionario no se tomaba estos requisitos demasiado en serio, que al refugiado se le fue el miedo.
Solucionada de una manera u otra la cuestión de los papeles en regla, entonces podíamos respirar... hasta el vencimiento siguiente.
Durante esos intervalos, cada cual llevaba una vida repleta de preocupaciones y de sufrimientos que no disipaban ni el trabajo ni la alegría.
El fondo subyacente de aquella existencia era la espera, bastidor sobre el que una esperanza cada vez más pequeña y un pensamiento cada vez más sombrío bordaban juntos arabescos nostálgicos.
Sobre esos colores oscuros destacaban a veces matices más claros, como una alegría pasajera o una emoción más dulce: la carta de los padres y de los amigos, o las noticias provenientes de Suiza, de Suecia, de Norteamérica, países milagrosos en los que la guerra no existía.

 

En marzo de 1942, el gobierno de Vichy decretó el censo general.
Unos folletos especiales ordenaban a la población de raza judía a estipular este origen en sus declaraciones bajo pena de prisión.
El significado de este aviso estaba claro, ya que en Alemania un censo similar había inaugurado la era de las persecuciones.
Nadie ignoraba, además, que se trataba de una medida impuesta al Estado francés por las autoridades alemanas. Las consecuencias previsibles eran evidentes.
Estábamos indecisos sobre qué actitud había que adoptar. Unos decían: «Obviamente, es posible que se persiga la omisión voluntaria de la declaración de nuestra raza, pero siempre existe también la posibilidad de que esta pase desapercibida. Eso sería la salvación. En cambio, una declaración manifiesta nos expondría con toda seguridad a toda clase de persecuciones».
Otros replicaban: «Estamos en Francia, en un país que nos ha brindado hospitalidad y protección. Tenemos hacia este país un deber de lealtad y debemos responder a sus exigencias. Las autoridades francesas no tolerarán atropellos contra nosotros. Confiamos en ellas».
En este clima de perplejidad y vacilación se preparaba el famoso censo. Finalmente, llegó el último día de la entrega de los cuestionarios. Había que tomar una decisión y actuar en consecuencia. La mayoría hizo una declaración conforme a la verdad. Yo estaba entre ellos.
Una vez terminado el censo, cada cual tuvo que depositar en la prefectura sus documentos de identidad. Ocho días más tarde, esos papeles nos fueron devueltos; en ellos estaba la indicación prevista. El servicio de racionamiento convocó, a su vez, a los afectados para tomar nota de la mención de raza. Todo el mundo estaba clasificado, marcado o, como decía la policía, «en perfecto orden». La danza macabra podía empezar.
A primeros de julio, empezaron a llevarse a cabo en París deportaciones de extranjeros de raza judía; el 15 de julio, en Lyon. Sentíamos el peligro inminente en toda Francia, pero nadie sabía con exactitud lo que convenía hacer.
Los fugitivos llegaban en masa, de todas partes, afligidos, trayendo noticias terribles.
Los refugiados que residían en los Alpes Marítimos asaltaban literalmente los consulados: el americano, el español, el suizo, el sueco... Hacían cola para intentar una gestión a la desesperada; pero la mayor parte de los servicios de visados ya no funcionaba.
Nos sentíamos aprisionados, bloqueados.
Los que habían salvado algunos bienes de sus éxodos precedentes se esforzaban en ponerlos en casas de algunos franceses. Los más precavidos buscaban un refugio. Todo el mundo esperaba ansioso, a merced de inevitables acontecimientos.
Yo había escrito a mis amigos suizos que «mi estado de salud se había agravado», lo que, según nuestras convenciones epistolares, significaba que estaba en peligro. Mis amigos contestaron que podía contar con un visado de entrada en su país.
Apoyándome en esa promesa, volví a la prefectura. Enseñé el mensaje recibido de Suiza, adjuntado junto con la recomendación de 1939, y solicité un visado de salida.
El funcionario, un joven de veinte años, después de haber examinado ambos documentos, me dijo muy educadamente, con un tono informativo:
—Lo que veo aquí, señora, es una recomendación de un gobierno de antes de la guerra que se ha revelado indigno. Ese gobierno está abolido. Ahora contamos con una nueva Francia. Los amos a los que usted ha servido ya no están.
Este razonamiento no me era desconocido. ¡Lo había oído en innumerables ocasiones! Sin embargo, esta vez protesté dando gritos:
—¡Sepa usted, señor mío, que los amos a quienes yo he servido durante más de veinte años se llaman Boileau, Molière, Corneille, Racine, Voltaire y tantos otros inmortales de su país!
Mis palabras parecieron despertar, por lo visto, algunos recuerdos escolares en mi interlocutor.
—De acuerdo —dijo en tono conciliador al cabo de unos instantes—, pondré en marcha una solicitud para usted. Su pasaporte, por favor.
Metió una hoja rosa en su máquina de escribir, deletreó mi nombre y luego lo mecanografió.
—Espero que no sea usted de raza judía... —Se echó para atrás súbitamente—. Muéstreme su permiso de residencia.
Le echó un vistazo.
—Es inútil hacer la solicitud. Tenemos órdenes estrictas de no dejar salir de Francia a los extranjeros de raza judía. Esta reglamentación será aplicada próximamente incluso a los franceses. Tenga en cuenta que ahora los alemanes son los amos —añadió en voz baja, como una confesión.
Parecía querer disculparse, y su actitud me ablandó.
Salí de la prefectura. Caminé precipitadamente. En la esquina de la avenida Gambetta me di cuenta de que seguía llevando en la mano el pasaporte y la carta de recomendación.
Me senté en un banco, metí automáticamente los documentos dentro del sobre y me quedé allí, anonadada.

 

El 26 de agosto de 1942 fui, como de costumbre, a hacerme con algunas provisiones. A pesar de lo temprano de la hora, hacía ya mucho calor. Me sorprendió encontrar tan poca gente en el mercado.
Después de mis compras, volví tranquilamente al hotel. Al torcer la esquina de la callejuela que daba a mi casa, solía alzar la vista hacia el quinto piso para hacerle una señal amistosa a mi vecina vienesa. Esa mañana, ella no estaba allí, pero en cambio vi en un balcón del tercero a un compatriota, Sigismond; hacía unas señas raras con los brazos. Lo observé primero divertida, pensando que debía de tratarse de una broma. Pero enseguida comprobé con estupor que aquellos gestos ¡iban dirigidos a mí!
Me paré en seco, intentando adivinar su sentido. Vi que me señalaba hacia la estrecha calle que había enfrente del hotel. Sin tratar de comprender nada más, me metí por la dirección indicada.
Al llegar a la avenida, me vi en medio de una multitud. Había varios autocares aparcados, rodeados de numerosos policías. Luego llegaron unos gendarmes empujando o sujetando por los brazos a hombres, mujeres y niños.
—¿Qué sucede? —pregunté a un camionero.
—Reúnen a los judíos —respondieron varias voces a la vez.
—Ya ve, ahora cazamos hombres —dijo un obrero con tono reprobatorio.
Una muchedumbre se amontonaba en torno a los autocares.
Después de cruzar la avenida, me dirigí maquinalmente hacia el mar. Me senté en un banco y dejé las cestas que llevaba a mis pies.
Delante de mí se extendía el Mediterráneo; detrás, ya no había salida. Permanecí allí mucho tiempo, tratando de ordenar mis ideas.
La carretera de la costa estaba desierta. Al cabo de un rato, un grupo de agentes de policía en bici llegó donde yo me encontraba. Esperé a que hubieran pasado y luego regresé a la avenida.
Los autocares seguían allí estacionados y seguían metiendo en ellos a la gente en grupos de a dos, de a tres, de a cuatro y de a cinco. Llevaban unas maletas o simplemente unos paquetes. Los gendarmes los apretujaban en los vehículos. Arrancaron dos autocares atestados de gente. Otros dos, vacíos, ocuparon su lugar de inmediato.
Por un segundo, estuve tentada de correr hacia la multitud y exclamar: «¡Llevadme a mí también, soy una de ellos!».
Un sentimiento de intensa alegría me invadió por ese pensamiento de solidaridad y de inmolación. Pero la fría lógica se impuso.
¿A quién le serviría mi sacrificio? ¿Acaso cambiaría algo? ¿Tendría alguna utilidad?
El instinto de conservación me había dominado.
La amargura de esta verdad me pesa todavía hoy y me pesará hasta el fin de mis días.
No sé cuánto tiempo estuve allí, como paralizada.
Alguien, al pasar a mi lado corriendo, me hizo tambalear.
El peligro se me reveló en toda su crudeza con un estremecimiento...

 

Inspeccioné la avenida, las callejuelas, las casas, las tiendas, las villas, buscando instintivamente un refugio.
Mi mirada se detuvo ante un escaparate:

 

MARIUS - SALÓN DE PELUQUERÍA

 

 

 

Había conocido a la señora Marius en una de las colas. Un día, con motivo de la distribución de alcohol de quemar, ella me había ofrecido ir a su casa para aprovechar el gas cada vez que me conviniera. Nuestras relaciones se estrecharon en torno a las cuestiones relativas al racionamiento, de vital importancia. Por mi parte, había «facilitado el acceso» a la señora Marius a una granja en la que podía procurarse frutas y verduras. Reinaba entre nosotras un cordial entendimiento. Con mucho gusto iba a pegar la hebra a casa de aquel matrimonio de treintañeros amables y simpáticos.
La señora Marius, de ojos como ascuas y largas trenzas de pelo negro, era corsa. El señor Marius, aunque meridional, tenía los ojos azules y el cabello castaño. Era de carácter risueño y de buen humor.
Con una pareja tan servicial y alegre como esta, no era de extrañar que el «salón» estuviera siempre lleno. Pese a las reducidas dimensiones del local, los clientes, la mayor parte de los cuales eran meridionales de temperamento avispado, se quedaban allí, confinados en esa estrechez, esperando que les llegase su turno sin refunfuñar, incluso hasta contentos.
La tienda era una caja de resonancia; brotaban las ocurrencias y los dobles sentidos; cada uno contaba, a cual mejor, los hechos del día, las noticias y los pronósticos.
Al encontrarme sola, en medio de la calle y en peligro, me dirigí, como empujada por una mano invisible, a casa de los Marius.
El dueño de la casa estaba parado en la puerta; debía de haberme visto, porque simplemente me dijo:
—Buenos días, señora, qué bien que haya venido a nuestra casa. ¡Pase! —Y, precediéndome, llamó a su mujer—: Francine, ven a ver qué provisiones nos trae esta mañana.
Ambos intercambiaron una rápida mirada que equivalía a un acuerdo tácito.
La dueña me deseó los buenos días, me ofreció una silla, fue a buscar a propósito la cafetera, me sirvió una taza de café y una copa de coñac, sin olvidar poner en la mesa el azucarero, que en aquel entonces era una señal inequívoca de hospitalidad y benevolencia.
—Beba —me dijo—, el café está caliente y el coñac le sentará bien.
Luego se metió en la cocina.
Después de beber, fui a llevarle las dos cestas.
—¡Lo que pesan! —sonrió—, nos vendrán de perlas a la hora de la comida.
Como en ese momento pasaban unos vecinos justo por delante de la puerta acristalada que daba al patio, ella me hizo una seña para que me metiera en el dormitorio, y allí me acurruqué.
El mosquitero rosa que había encima de la cama de matrimonio, la antigua cómoda cargada de toallas, el aparador lleno de vajilla y de tazas multicolores, las paredes decoradas con postales y fotografías de la familia, todo el conjunto creaba un ambiente tranquilo y acogedor. Por la puerta entreabierta me llegaban las voces que provenían del «salón». Hablaban de los acontecimientos del día, de la redada que había habido, pero no alcancé a discernir los detalles.
A mediodía, la dueña puso la mesa para tres. El dueño se reunió con nosotras y, sentándose a la mesa, dijo:
—Me he informado por un funcionario que conozco. Van a seguir dando caza a esa pobre gente durante varios días, luego tendrán que parar. Hay que aguantar un poco más de tiempo. ¡Así que aguantaremos! ¡Esos cabrones! Algún día las pagarán. —Y luego, sirviéndome un cucharón de sopa, añadió—: Señora, hay que conservar las fuerzas. ¡Coma! Son tiempos duros, pero ya verá como todo pasa. ¡A su salud!
El vino era un bálsamo de júbilo en las venas del dueño. Lo ayudaba a soportar las contrariedades y las preocupaciones de la existencia.
La comida acabó en silencio. Una vez bebido el último vaso rebosante, mi anfitrión concluyó:
—Aquí está usted en su casa, es decir, en casa de buenos franceses. Nada le sucederá mientras nosotros seamos aquí los dueños. ¡Por el futuro y la revancha, que no le quepa duda de que llegarán, se lo digo yo!
Después la pareja volvió a sus ocupaciones. Yo me senté de nuevo en mi rincón al fondo del cuarto. La dueña aparecía por allí de vez en cuando para intercambiar algunas palabras conmigo.
A las cuatro, ella me trajo un tazón de café con leche. Un poco más tarde, unos amigos, prevenidos por la dueña, vinieron a verme. La dama vienesa me aconsejó no salir bajo ningún pretexto y prometió traerme al día siguiente algo de ropa y algunos objetos de aseo.
Sigismond me contó que la policía había irrumpido en el hotel a las ocho de la mañana y había arrestado a dos matrimonios israelitas; los demás, sin duda alertados, ya no estaban allí. Los policías habían dejado la lista de huéspedes de raza judía y habían ordenado a la dirección que les prohibiera el paso a las habitaciones y los condujera inmediatamente a la comisaría del barrio. Mi nombre figuraba en esa lista. En el momento en que volvía del mercado, tres gendarmes se hallaban precisamente en la puerta del hotel y, si no hubiera sido por la advertencia de mi vecino, no cabe duda de que habría caído en sus manos.
Se debatió un plan de acción y se decidió que, por el momento, permanecería escondida en casa de los Marius.
Después de echar el cierre al «salón», el dueño empezó por ubicar un colchón sobre el suelo, luego la señora Marius sacó sábanas blancas de la cómoda y cambió la ropa de su cama. El dueño se dispuso a acostarse en el suelo. Tuve que insistir e incluso amenazar con irme para que los Marius continuaran usando su propia cama.
El dueño dijo finalmente a su esposa:
—Dejémoslo, Francine, está claro que esa es su voluntad.
Entonces las sábanas blancas pasaron de la cama al colchón y este se convirtió en mi lecho.
Por la noche, escuché durante mucho rato los ruidos que venían de fuera.
Pasos precipitados, gritos ahogados, pitidos, llamadas... y luego otra vez el murmullo del mar.
Daba vueltas y más vueltas sin conciliar el sueño.
—Duérmase, señora, que buena falta le hace descansar —me dijo delicadamente la dueña, que se había percatado de mi inquietud.
Hundí la cara en la almohada para ocultar mis lágrimas. Lloraba de desesperación, pero al mismo tiempo de agradecimiento hacia esas personas infinitamente buenas que me habían acogido y salvado.
Ser consciente de haber hallado un refugio en su casa me serenó.
Agotada, acabé por dormirme.

 

Los dueños se levantaban descansados y listos para el trabajo, que suponía para ellos toda su vida.
Marius era un idealista que soñaba con la paz y la fraternidad universales. Le gustaban las largas pláticas sobre los problemas humanitarios. Marido y mujer eran sensibles a la miseria y a las penas del prójimo, siempre de acuerdo los dos y prestos a socorrer a los afligidos.
Me envolvieron en los más atentos cuidados.
Para distraerme, el señor Marius echaba conmigo, cada tarde, una partida de cartas que yo perdía invariablemente. Admiraba con toda sinceridad su pericia con el juego, lo que a él sin duda le encantaba. La señora Marius, por su parte, estaba muy orgullosa de su esposo.
Aquellas veladas eran verdaderamente agradables y me ayudaban a soportar, e incluso a olvidar en algunos momentos, mi trágica y peligrosa situación.
Elsa von Radendorf se dejaba caer por allí con frecuencia. Traía muy malas noticias.
La policía hacía redadas durante la noche. Se organizaban batidas en los jardines, en los parques, en las plazas, a la orilla del mar, en los bosques circundantes. Como se suponía que la mayoría de los refugiados, después de haber permanecido ocultos fuera de sus casas, regresaba a sus domicilios paulatinamente, la policía irrumpía en muchas habitaciones, sacaba a los inquilinos de sus camas y se los llevaba. Como era imposible entrar en mi cuarto del hotel y coger de allí lo que fuese, Elsa von Radendorf me trajo algunos objetos comprados deprisa y corriendo, tales como un cepillo de dientes, una pastilla de jabón, unos pañuelos, unas medias, y me prestó su albornoz. También se encargó ella de echar al correo una carta en la que, bajo nombre supuesto, avisaba a mis amigos suizos de que «estaba mucho peor».
Durante ocho días seguidos, las redadas asolaron los Alpes Marítimos. El número de personas arrestadas era considerable; se los veía caminar esposados entre policías. Agentes, gendarmes y guardias nacionales los encerraban en las comisarías, en los cuarteles y en las lonjas del mercado de la plaza Masséna. Todos esos espacios se habían adaptado apresuradamente para convertirse en prisiones provisionales.
A comienzos de octubre, la población tuvo que renovar sus cartillas de racionamiento. La policía se personaba en las oficinas correspondientes para atrapar a quienes, habiéndose librado de las redadas, acabarían por sucumbir en busca de aquellos indispensables boletos.
Pero pocos se presentaron. En cambio, se aprovechó ese momento para detener a los franceses que, por piedad, acudían a retirar las cartillas de los que estaban escondidos.

 

Poco después se promulgó una nueva medida: los niños judíos debían ser apartados de sus padres. Se los metía en unos camiones y se hacía añicos su documentación allí mismo. Las autoridades los marcaban con un número de matrícula.
Esta medida fue ejecutada en medio de escenas verdaderamente trágicas. Madres que se cortaban las venas, otras que se arrojaban a las ruedas de los autocares en el momento en que arrancaban llevando consigo su cargamento dramático. En un hotel de la Costa Azul, una mujer que había escapado de las redadas se tiró por la ventana con su hijito. A ella la recogieron con las piernas rotas. El niño había muerto, aplastado por la caída.
Agentes y gendarmes se encargaban de aquella cacería con una dedicación y una actividad infatigables. Ejecutaban las ordenanzas de Vichy firme e inexorablemente. La cólera acumulada en esos esbirros después de la derrota era muy violenta y parecía que quisieran descargarla contra los más desgraciados y los más débiles. Esos representantes de la autoridad no tenían nada de heroico, ni en la tarea que llevaban a cabo ni en la actitud que adoptaban para ello.
Ese fondo de sadismo oculto que debe de haber en todo hombre sale a la luz cuando se presenta la ocasión. Bastó con darles a esos muchachos, en realidad personas apacibles, el poder abominable de cazar y acorralar a unos seres humanos indefensos para que cumpliesen esa tarea con una severidad inaudita y brutal de la que se diría que disfrutaban.
¿Cumplían órdenes o los guiaba un sentimiento de vergüenza? Los oíamos afirmar que esos procedimientos eran útiles y necesarios, porque eran una de las condiciones de la colaboración con los alemanes y en esa colaboración residía la salvación de Francia.
Las decisiones definitivas, en lo concerniente a los refugiados de raza judía retenidos, no se hicieron esperar demasiado. Durante ocho días, los amigos pudieron ir a verlos y a llevarles algunos productos de primera necesidad, y con ello un poco de consuelo. Pero un día, sin previo aviso, se los condujo a los campos de concentración franceses, desde donde fueron transportados, según las categorías, a los campos de Polonia, de Checoslovaquia y de Alemania.

 

Devorada por los escrúpulos, me quedé escondida en casa de los Marius; pero cada vez que yo proponía cambiar de refugio, mis anfitriones protestaban; según ellos, consideraban su deber desagraviar las injusticias de las que se habían vuelto cómplices sus compatriotas, ciegos u obligados por las autoridades que ahora mandaban.
El dormitorio del matrimonio era contiguo al salón de peluquería. Ciertos clientes tenían la costumbre de entrar allí para charlar un poco con la dueña o para darle los buenos días. Por eso, algunos de ellos me habían visto y enseguida se corrió la voz de que los Marius ocultaban a alguien en su casa.
Se había convenido que, cuando el señor Marius llamara a su mujer en voz muy alta, yo tendría que esconderme dentro de un armario.
Eso sucedió una vez a mediodía y, desde mi escondite, en el que me había metido a toda prisa, oí decir al señor Marius:
—Entre, cabo, solo tenemos la habitación y la cocina. No tardará mucho en hacer su inspección. —Luego, dirigiéndose a su esposa—: Sírvele al cabo un vaso de aguardiente, a ver si le gusta.
El cabo bebió el vaso de aguardiente y pidió disculpas:
—Imagínense, nos vamos a volver tarumbas. ¡Nos pasamos el día recibiendo avisos y denuncias! ¡Sucio oficio el nuestro, en estos tiempos! Correr en pos de gente que no ha cometido ningún crimen, se le quitan a uno las ganas de vivir. ¡Pero vete tú a decir lo que piensas! Nos detendrían en el acto. Y tenemos que alimentar a una familia. Sin rencores, ¿vale?
El cabo, después de despedirse del dueño, desapareció.
—¿Ve usted? —me dijo Marius una vez que salí del armario—, todavía hay entre esos cacho cerdos de policías algunos individuos decentes.
Fue así como supe por casualidad (porque me lo ocultaban cuidadosamente) que las viviendas de los franceses sospechosos de dar asilo a los judíos perseguidos eran sometidas a registros periódicos. La policía se presentaba en ellas de día o de noche, se metía por la fuerza si era necesario, detenía a los refugiados que encontraba allí y se llevaba consigo también a los anfitriones franceses.
Los pasquines informaban de las penas de multas y encarcelamiento que se aplicarían a los franceses caritativos.
Yo había rogado a unos amigos que averiguasen de algún refugio para mí en los alrededores de Niza. Al sopesar el peligro que los Marius corrían por darme cobijo, entré en un estado de enorme intranquilidad. Me sentí muy aliviada al saber una mañana que una dama francesa de buena familia se había declarado dispuesta a alojarme en un castillo situado en la montaña, a unos veinte kilómetros de Villefranche.
Mis anfitriones protestaron. Sin embargo, ante mi firme decisión, apoyada por mi amiga vienesa, el señor Marius aceptó que me fuera, pero a condición de que él viera previamente a mi nueva hospedadora. Se decidió que la señora del castillo en persona vendría a buscarme a casa de los Marius el domingo siguiente.
A resguardo en un refugio cálido y dulce, rodeada de una bondadosa protección, esperaba inquieta la segunda etapa de mi extraordinaria aventura, casi medievalesca.
Durante los dos últimos días que pasé en casa de mis amigos, estos se esmeraron en mimarme. La señora Marius salió de expedición donde los campesinos y trajo algunos huevos, imposibles de encontrar en Niza, y también limones. Gastando de su propia reserva de harina, mi anfitriona hizo una hermosa tarta en mi honor.
Al mismo tiempo, Elsa von Radendorf llegó triunfante; por fin había logrado entrar en mi habitación del hotel y sacar un vestido, zapatos, un abrigo y algo de ropa interior de repuesto.
Mi vecino de piso, el estudiante lionés Charles Guyot, me recomendó que buscara consejo en el oficial de paz,6 ya que nos conocía personalmente. Natural de Alsacia, este último detestaba al ocupante. Acababa de estar con Guyot; yo misma me había encontrado con él muchas veces y me había garantizado que podía contar con su apoyo en caso de complicaciones. Como no me atrevía a emprender mi desplazamiento con un permiso de residencia caducado y llevando a cuestas el estigma peligroso, opté por seguir el consejo de mi joven vecino. Le escribí una nota al policía. Confiaba en que se acordara de mí a la vez que le exponía mis dificultades.
Un amigo de los Marius se encargó de llevar la misiva. Con una impaciencia febril, esperé el resultado de aquella gestión. El dueño no hacía más que ir y venir hasta la puerta para ver si regresaba el mensajero. Este no llegó hasta por la tarde, y muy enfadado. Nos contó que, una vez entregada debidamente la carta a su destinatario, este lo empezó a interrogar sin la menor cordialidad. Lo primero que hizo el oficial de paz fue pedirle la documentación y, después de verla, le dijo:
—¡Pero bueno! ¿Cómo es que usted, todo un antiguo combatiente del 14, se compromete de esta manera con asuntos ilegales y contrarios a las decisiones de nuestro gobierno? —Y concluyó dándole este consejo—: ¡Ni se le ocurra volver a hacerlo!
Al principio me resistí a creer lo que estaba oyendo, pero la descripción que el mensajero me hizo del hombre que le había interrogado correspondía punto por punto a los rasgos de nuestro susodicho buen camarada. Finalmente, me sentí feliz de no haber salido malparada de tan inoportuna gestión.