VI NIZA
Diciembre de 1940
Unos amigos franceses me hicieron llegar
una invitación visada por la prefectura de Niza que allanaba todas
las dificultades: obtuve de inmediato el valioso
salvoconducto.
Abandoné Aviñón en pleno invierno, dejando
tras de mí frío, lluvia y viento. A partir de Marsella, era como
avanzar por un lugar mágico. La Corniche se cubría de mimosas, se
engalanaba con campos de claveles: por todas partes, limoneros,
naranjos, olivos, con sus ramas rebosantes de frutos, destacaban
sobre el fondo verde oscuro de las palmeras. Un mundo exótico se
interponía allí delante entre un mar y un cielo azules y yo.
Me creía transportada a un país de cuento de
hadas. Estaba deslumbrada. ¡Iba a un paraíso terrenal!
¡Ignoraba que al mismo tiempo iba abocada a
la época más dramática de mi existencia!
En la estación de Niza me esperaba una amiga
de París. Cuando me llevaba en dirección a la rue de France, donde
ambas nos montamos en un pequeño tranvía vetusto que avanzaba a
base de sacudidas y entre chirridos de chatarra, me estuvo poniendo
al corriente de la vida en Niza. Me condujo a un hotelito, situado
a la orilla del mar, en el barrio de Sainte-Hélène.
Todas las ventanas del hotel, rodeado de
palmeras y limoneros, daban al vasto horizonte marino.
Pocos días después, tomé contacto con unas
personas de París que yo sabía que estaban refugiadas en
Niza.
Las primeras revelaciones sobre todo lo que
había ocurrido en la capital fueron espantosas: ¡bombardeo de
Auteuil, ocupación, éxodo masivo!
Conocí terribles noticias de los países
ocupados y se apoderó de mí una angustia desgarradora por el
destino de mi familia.
Las informaciones llegaban gracias a algunos
periódicos extranjeros que por aquel entonces todavía era posible
encontrar. Entre ellos, el semanario de Zúrich, la Weltwoche, era el que gozaba de una popularidad
mayor.
Otras noticias se propagaban de boca en
boca, cruzando las fronteras, desafiando censuras y controles, y
nos llegaban frescas y palpitantes en todo su horror. En esa época,
apenas había noticias que no fueran desastrosas.
Conocí también muchos detalles sobre la vida
local, sus oportunidades y sus tribulaciones: la mayor dificultad
era obtener un permiso de residencia... Centenares de personas se
veían expulsadas.
Al cabo de ocho días, rica en indicaciones y
consejos, me encaminé a la prefectura.
Llegué por el muelle de Estados Unidos y por
la rue Saint-François-de-Paule y de repente me encontré en medio de
un espléndido jardín de flores... cortadas.
¡Era día de mercado de flores! Encantada,
abarqué con la mirada el conjunto del lugar y luego me detuve
delante de cada puesto para admirarlas más de cerca. Los claveles,
de las especies más variadas, dominaban en esta estación. Todavía
había en 1940 fruta que redondeaba felizmente aquel decorado. (Más
tarde veremos las naranjas, los limones y las mandarinas solamente
en los árboles; los requisarán y desaparecerán del mercado y de los
puestos.)
La hora apremiaba. Me apresuré hasta la
prefectura. Cuando me acercaba, vi una larga cadena de gente
inmóvil. Daba la vuelta por la esquina del edificio oficial.
Unos agentes de policía paseaban de arriba
abajo.
Me sobrecogió una sensación de
desfallecimiento y dudé en seguir adelante. ¡Pero era imposible
retroceder!
Ocupé mi sitio en la fila.
Eran las dos de la tarde. Hacia las cinco,
me hallé por fin delante de la ventanilla. Por primera vez, tuve la
idea de recurrir a la recomendación de la Presidencia del Consejo.
Enseñé mis papeles al funcionario. Les echó un rápido
vistazo:
—¡Presidencia del Consejo! ¡Daladier! ¡Esto
ya no está en vigor!
Eso significaba la expulsión.
Pero definitivamente la suerte parecía
favorecerme siempre ante las dificultades administrativas.
Veinticuatro horas antes de la fecha de mi salida obligatoria de
Niza, los dos periódicos locales informaron de que los hoteles, en
plena crisis de guerra, habían protestado contra las medidas de
expulsión. La industria hotelera, en peligro de hundimiento, pedía
que se autorizase la estancia a los extranjeros. A cambio, se
comprometía a colaborar con los servicios de abastos para eliminar
las dificultades en el aprovisionamiento.
Así es como, por una concurrencia de
circunstancias imprevistas, pude quedarme en Niza.
Mi hotelito me encantaba y decidí seguir en
él. Durante toda la jornada reinaba allí un silencio penetrado por
el murmullo del mar.
Pero a la hora de comer, la casa se llenaba
de griterío. El señor Thérive, director y jefe de cocina del hotel,
un charlatán presumido muy seguro de sí mismo, estaba poseído por
el demonio de la política. Desde los entremeses hasta el café,
ponía tan alta la radio, que informaba de las noticias también a
los vecinos y a cualquiera que pasara por la calle.
Era precisamente la radio la que le brindaba
los temas en cuya polémica entraba a pecho descubierto. Por lo
general, la gente discutía durante las emisiones y, cuando los
interlocutores se excitaban demasiado, la voz del aparato no
conseguía acallarlos.
La señora Marguerite, la patrona, una
personilla apocada, dulce y muy simple, giraba discretamente el
botón. Las más de las veces, los polemistas ni se enteraban.
El jefe se declaraba enemigo de los alemanes
y antisemita «por principio».
Al señor Martin, oficial de marina
desmovilizado, persona muy apuesta, se le ponía la cara azul de
rabia ante cada consideración favorable a los británicos. Solía
marcharse en mitad de la comida para no tener que oír esos
elogios.
Un estudiante, apellidado Petitjean, alto,
deportista, jefe de un campamento para jóvenes de Niza, era un
colaboracionista convencido. Siempre, con cualquier motivo, se
refería a los alemanes como «el pueblo más sabio de la tierra».
Amigo de arengas antisemitas, remitía a sus interlocutores a
Mein Kampf, del que poseía una traducción
que solía prestar con mucho gusto.
El señor Huyard, coronel retirado de la
Primera Guerra Mundial, se pronunciaba contra esas ideas extremadas
que, según él, «serían la perdición de Francia, país de equilibrio,
mesura y tolerancia».
En cuanto a los refugiados, estos no se
inmiscuían en las discusiones. Heridos por el ataque de esas
indirectas, se consultaban acerca de las posibilidades de cambiar
de hotel y de ambiente; pero en todas partes se hablaba de política
con la misma vehemencia.
Cuando pensaban en las persecuciones que
asolaban otros países, su propia existencia les parecía casi
envidiable, y se callaban.
No se podían permitir el orgullo. Era un
lujo inaccesible en aquella época hasta para los franceses.
Por suerte, después de la comida, el hotel
volvía a caer en su benéfico y habitual silencio.
Un día, el señor Thérive anunció que su
tarea se aliviaría enormemente si algunos huéspedes quisieran en
adelante comer en la ciudad. Las dificultades de abastecimiento se
habían vuelto insuperables para él.
Desde entonces, empecé a ir a comer y a
cenar a cualquier restaurante.
Conocí así los viejos barrios de Niza,
habitados por una población cuyo lenguaje y cuya cocina eran
típicamente del sur.
El paseo de los Ingleses, con esos grandes
edificios que parecen clínicas, colindantes con unos inmuebles que
remiten a un modernismo exagerado, con esos kioscos y esas
construcciones rústicas, era de una deprimente banalidad. El
ambiente artificial de la mayoría de los cafés y los locales
públicos daba pena, producía una tristeza, por así decir,
palpable.
La gente rica iba a respirar el aire del
casino, donde perdían enormes cantidades sin siquiera ser
auténticos jugadores. Me acuerdo de una vienesa que le decía a su
marido, totalmente trastornado:
—Pero ¿qué te ha pasado, pobrecito mío, con
el horror que siempre le has tenido al juego?
—Juego para olvidar; les tengo más horror a
mis pensamientos.
Para matar el tiempo, algunos hacían
excursiones y regresaban agotados.
En las villas y en los hoteles, se
entregaban al bridge durante todo el día y hasta muy entrada la
noche, cuando ya los atenazaba el embotamiento.
Otros preferían quedarse en su casa o ir a
la casa de un amigo a charlar de política. Discusiones ociosas,
pues nadie llegaba a sacar nada en claro.
Un gran número de refugiados se preparaba
para emigrar. Contaban con un pariente más o menos cercano, con un
amigo o con el amigo de un amigo, con unos conocidos establecidos
en las más alejadas partes del mundo y que, pensaban, podrían
ayudarlos a culminar la emigración.
Mantenían una esmerada correspondencia con
muchos sobrentendidos, enviaban costosos telegramas, pedían un
afidávit o un visado, recibían respuestas, contrademandas,
cuestionarios, circulares que engendraban una nueva oleada de
cartas.
Luego, se pasaban las mañanas enteras
delante de los consulados para saber si tal documento o tal otro
hacían falta, si se atenía a las instrucciones o si resultaba
inexacto. Cuando algunos salían con un visado, eran mirados como
fenómenos, ¡como bienaventurados!
Partir era poco frecuente.
Despachos, agencias y oficinas de emigración
suministraban las informaciones, se encargaban de las formalidades
y prometían el oro y el moro. Cobraban adelantos y señales, que los
refugiados les pagaban diligentemente. Sin embargo, esas promesas
nunca se cumplían. El emigrante se sentía estafado, pero al menos
había pasado por un periodo de esperanza.
En cuanto a mí, mis afectos y mis vínculos
me unían a Europa, y no traté de emigrar a ninguna parte.
Para todos, la existencia había perdido la
ilusión y el entusiasmo... También, por rachas, caíamos en una
indiferencia lúgubre, en una inercia absoluta.
Cuando me daban ganas de ver mundo, no tenía
más que acercarme al paseo de los Ingleses. Bastaba con sentarse en
los parajes del bulevar Gambetta, del casino o del jardín
Albert-Premier para encontrarse con «conocidos», de quienes a
menudo ni se recordaba el nombre, o para saber alguna noticia. Esa
gente perdida y desorientada estaba deseosa de romper un silencio
tan cargado, ya fuera para aligerar, mediante confidencias, sus
agobiantes preocupaciones, ya fuera para conocer, entre charla y
charla, alguna noticia sobre los acontecimientos políticos o para
conocer la historia de otros refugiados. Cualquier cosa era mejor
que deprimirse en el aislamiento.
Un día, una dama polaca de setenta y dos
años me contó su éxodo, en el curso del cual había perdido a toda
su familia. Estaba medio ida.
Conocí también, sentada en un banco, a una
noruega cuyo marido, en el momento de ser detenido como rehén,
había optado por huir. Ella se le había unido en Suecia y luego
habían venido juntos... ¡hasta Niza! Ahora planeaban ir a
Inglaterra, donde él quería alistarse. Ella iba con él en todos sus
desplazamientos.
Un millonario holandés aguardaba la ayuda de
unos amigos americanos porque carecía de recursos.
Una vieja pareja de diamantistas, que juntos
sumaban ciento cincuenta años, llegados de Amberes con algunas
piedras preciosas cosidas en el dobladillo de su ropa, se quejaba a
quien quisiera oírla de la fortuna que había perdido. Los ingleses
y los norteamericanos que vivían en los palacetes estuvieron
paseando y haciendo excursiones hasta el momento en que sus
respectivos gobiernos les notificaron la orden de regresar en el
primer barco que partiera.
Solitarios de todos los países, separados
del resto de sus familias, se sentaban delante del casino y de los
escaparates de las tiendas, o deambulaban al azar por calles y
plazas. Dormitaban en los bancos y en las sillas de alquiler, y
ocupaban el interior y las terrazas de los cafés de la mañana a la
noche.
Judíos de todos los países ocupados daban
vueltas desorientados, sin meta ni esperanza, inmersos en una
inquietud y una agitación que no dejaban de crecer.
Lo que peor se llevaba, lo que aniquilaba
toda energía y toda resistencia, era la ociosidad.
Una mañana me senté frente al mar al lado de
una mujer joven de pronunciados rasgos eslavos y de una rara
belleza. Estaba tejiendo. Al cabo de unos minutos entabló
conversación conmigo. Después de echar un vistazo furtivo a nuestro
alrededor, se volvió hacia mí y me confió, casi al oído, que tejía
para ganarse la vida. Me pidió que la recomendase a otras personas
si se diera el caso y me rogó al mismo tiempo que no la
traicionase, ¡como si su trabajo fuese un delito! Y sin embargo, lo
era, como bien experimenté poco después a mis expensas.
En la rue Gioffredo había dado con un viejo
librero. Charlamos entre un montón de libros de segunda mano. El
buen hombre estaba interesado más en el negocio que en la
profesión. Me hablaba de descuentos, beneficios, papelería,
clientela, márgenes de plazos... Mientras lo escuchaba, observé sus
volúmenes polvorientos y constaté que tenía ejemplares raros. Le
dije que me encantaría clasificar aquellos volúmenes. Al ver sus
dudas, añadí de inmediato que se trataba, por supuesto, de un
trabajo a título gratuito, por mero interés de bibliófilo. Él
asintió complacido. Provista de una carta de su parte, acudí al
servicio competente para ver cómo proceder. Había un funcionario de
aspecto bonachón que fumaba en pipa entre un montón de papelotes.
Le presenté la carta, adjuntando mi certificado de librera.
—«... trabajado bien por Francia... conceder
todas las facilidades...» —se puso a leer a media voz. Y, cambiando
de tono, enfatizó—: ¡No se dan permisos de trabajo a los
extranjeros! En cuanto a su recomendación..., qué le voy a decir.
¡La Presidencia del Consejo de 1939! Le pone a uno en un
compromiso...
Y añadió con desaprobación:
—¡Todos estos extranjeros! Se comen nuestro
pan y encima quieren que les demos trabajo.
Después de eso, anotó mi nombre y mi
dirección. Salí de allí muy preocupada. Y con motivo. Mi gestión
trajo como consecuencia dos visitas sucesivas de un agente de
policía en bici que vino para cerciorarse de que yo no
trabajaba.
A los huéspedes del hotel les intrigaron
mucho aquellas visitas misteriosas.
—¿Le trae, acaso, un visado de salida?
—preguntó uno con un poco de envidia.
—¿Es una orden de expulsión? —inquirió otro,
este con un poco de piedad.
A finales de enero de 1941, Thérive optó por
el cierre definitivo de su establecimiento.
—Solo se pueden mantener las pensiones y los
hoteles de lujo, todos llenos de judíos —suspiraba.
—¡Cómo! —se sorprendió uno—. ¿La gran
industria hotelera está entonces en manos de los judíos?
—No es eso lo que he querido decir. Llamo
así a toda la gente que se busca la vida como puede —replicó
Thérive.
—Hombre, Thérive, lo que está diciendo no es
digno de usted —protestó el coronel—. Es una iniquidad perjudicar a
toda esa gente que son tan buenos franceses como usted y como yo, y
además hiere con sus palabras a sus clientes israelitas, que han
venido a Francia para hallar refugio entre nosotros.
—Con esos hago una excepción. Es gente
moralmente limpia —respondió magnánimamente Thérive.
Bien sabía él que los refugiados estaban
inmersos en enormes preocupaciones y contratiempos crecientes, lo
que le daba una libertad para con ellos que apenas demostraba
sensibilidad.
De mediocre inteligencia, fracasaba
regularmente en todas sus empresas, y eso lo había convertido en un
ser envidioso. «Los judíos tienen siempre mucha potra», decía
Thérive. Hasta ese punto se había dejado convencer completamente
por las teorías raciales.
La propaganda alemana hacía estragos en
Francia sin la menor oposición y ejercía toda su influencia en la
prensa. Muchos periódicos franceses desarrollaban con elocuencia
las teorías nazis. Algunas publicaciones, además, se entregaban a
ello con tal ardor que era imposible dudar de su sinceridad.
A juzgar por la cantidad de páginas que
exponían el «problema» judío, abundantemente ilustradas con
caricaturas, cualquiera diría que todas las desgracias de Francia,
desde la inconsciencia de lo que se avecinaba hasta la desbandada
general, eran imputables exclusivamente a Israel.
En cuanto a la radio, en manos de los
alemanes toda ella, no contenta con emitir cotidianamente injurias
contra los judíos contemporáneos, organizaba además una serie de
lecciones divulgativas sobre la historia de los hebreos para
demostrar la ignominia y las maldades de ese pueblo, ya desde mucho
antes de nuestra era.
Libros, folletos, hojas volanderas se
distribuían gratuitamente, había caricaturas pegadas en los
escaparates de las tiendas, en las puertas de las redacciones de
los periódicos, en las paredes, en las empalizadas, en todas las
esquinas de las calles.
Los refugiados conocían desde 1933 toda esta
propaganda de origen alemán y veían brotar la amenaza.
Un día tomé el autobús en la plaza Wilson y
vi a un joven que se subió al vehículo solo con la intención de
distribuir unas octavillas. La mayor parte de los viajeros se
negaron a cogerlas. El joven que las distribuía exclamó:
—¡Pero sin son gratis!
—No las queremos ni gratis —respondieron
algunos.
Otro viajero añadió:
—¡Venga, lárgate a Alemania!
Y todo el mundo se rio.
Una bocanada de aire de Francia acababa de
pasar.
Había agitadores que daban propaganda en
lugares públicos: cafés, restaurantes, bares, en el puerto, en los
bancos.
Hubo otro incidente que no careció de
gracia. En un pequeño restaurante de la rue de France, un individuo
rubio, muy guapo, de unos treinta años, peroraba en voz alta
dirigiéndose a toda la concurrencia.
—¡Estamos hasta la coronilla de cenar con
estos extranjeros! —gritó—, ¡con estos extranjeros y, sobre todo,
con estos judíos!
Un obrero, tez morena, ojos risueños, mono
azul, le lanzó:
—¡Eh, tú! ¡Compatriota! ¿Llegas de Alemania?
Pues páganos una ronda. Tienen que haberte dado unos buenos cuartos
para soltarnos todo ese rollo, ¿no?
Nos mondamos de risa.
El provocador apuró su consumición y se
encaminó prudentemente hacia la puerta.
—¡Anda, vete, cabrón! —prosiguió el obrero
bromista—, ¡no eres más que un vendido!
La suavidad del Mediterráneo me parecía
inmutable. Tanto que cuál no sería mi sorpresa cuando, hacia
finales de enero, ese mar azul se vio de golpe agitado por
auténticos arrebatos de furia.
La tempestad se desencadenó por la noche.
Los violentos golpes de las contraventanas despertaron a todos los
huéspedes, que fueron a reunirse a la terraza. Los impactos que se
oían provenían de los árboles, que, en sus sacudidas, golpeaban
contra las ventanas. El jardín estaba cubierto de un manto
blanquecino: era la espuma arrastrada por el mar hasta los peldaños
de la escalinata. Unas olas tan altas como casas invadían el paseo
y venían a romper contra las paredes de los hoteles y de las
villas.
Había guijarros lanzados en todas las
direcciones; las mareas abatían las verjas y devastaban el césped y
los parterres de flores, a la vez que la tormenta arrancaba los
árboles y lo derribaba todo a su paso.
Durante cuarenta y ocho horas, el paseo
estuvo completamente sumergido; nadie se arriesgaba a ir hasta allí
por miedo a hacerse daño o a ser arrastrado por las olas. El agua
penetraba por las calles transversales, inundaba los jardines, los
patios y los sótanos.
Al cabo de dos días, el mar se retiró y el
paseo reapareció totalmente devastado, cubierto de árboles
esparcidos y de todo tipo de despojos: ramas y cristales rotos,
bancos y sillas hechos pedazos, y montones de guijarros por
doquier.
De nuevo lucía el sol, repartiendo miles de
rayos brillantes por tierra y mar.
El Mediterráneo había recobrado su
tranquilidad indolente, su aspecto de moaré azulado...
Parecía pedir perdón por su humor de los
días anteriores.
La bahía de los Ángeles sonreía a los
ángeles. Reinaban la paz y la primavera.
Pero la paz de los hombres, esa aún no había
vuelto...
Había pasado tres meses en la pensión del
tal Thérive. El anuncio de su inminente clausura me obligó a buscar
otra vivienda. Esta vez alquilé una habitación en un hotel situado
en la parte alta.
El jardín del hotel, lleno de palmeras y
adornado con bonitos parterres de flores, esparcía aromas y zonas
umbrías.
Permanecería allí desde primeros de febrero
de 1941 hasta el 27 de agosto de 1942, fecha fatídica.
Un ascensor llevaba, teóricamente, hasta el
quinto piso. Pero había un único inconveniente: no funcionaba
nunca. La dirección lo achacaba a que había que cambiar una pieza
del engranaje del motor. La buscaban por todas partes, pero no
había manera de dar con ella. En conclusión, había que subir a pie
los cinco pisos. Cuando llegaba al último escalón me olvidaba del
cansancio de lo resarcida que estaba al ver el panorama que se
ofrecía ante mi vista.
El racionamiento, ya en esa época, era algo
muy laborioso. Como yo misma tenía que hacerme la comida, desde muy
temprano me ponía en la cola a las puertas de las tiendas o, cuando
había mercado, delante de los puestos de la plaza
Sainte-Hélène.
Las dos tajadas de carne semanales, el huevo
mensual y las frutas y verduras me obligaban a sucesivas paradas.
Provista de mi cartilla de racionamiento, cubierta con un sombrero
de paja que me protegía del sol y con mis dos cestas del brazo, me
hacía sitio en la fila, entre amas de casa, niños, jóvenes, viejos,
gente mundana y elegante, bañistas que se habían puesto tan solo un
albornoz encima de su traje de baño para ir a comprar, mujeres con
dos criaturas en sus brazos, sin contar a las que se colgaban de
sus faldas, a veces niños «prestados» para poder entrar en la
categoría de familia numerosa y pasar las primeras. Yo permanecía
en mi puesto, con un libro en la mano, de siete a once de la
mañana. Aquellas largas paradas en la misma postura acarreaban
fatigas y decepciones.
Una vez comprados los artículos racionados,
tenía todavía que conseguir fruta y verdura, productos sobre los
que aún no se había fijado un cupo. Por orden policial, los
comerciantes indicaban en un cartel, por lo general puesto delante
de sus tiendas, la cantidad de mercancía que había llegado,
repartida en principio según el número aproximado de sus clientes.
Esta medida, lógica en sí, no estaba sometida a ningún control. De
hecho, en la cartilla de racionamiento no había ninguna mención que
indicara que el cliente había sido servido. «Eso sería demasiado
complicado, habría que llevar una contabilidad y montar una
oficina», afirmaban los tenderos, realmente agotados.
Los sisadores se aprovechaban de esto para
llevar a cabo compras con cartillas repartidas por aquí y por allá
a diversos familiares.
Los clientes que se volvían con las manos
vacías protestaban y amenazaban con «ponerlo todo patas arriba».
Sin embargo, la mayoría de las veces lo dejaban correr. La
población estaba demasiado cansada por estos esfuerzos cotidianos
como para ponerse a hacer una revuelta.
Más de una vez regresé con el bolso vacío,
como tantos otros.
Después de la derrota, la desorganización de
las vías férreas, así como la del resto de los medios de
transporte, había llegado a ser absoluta. Lo mismo sucedía con el
desarrollo del racionamiento.
Cuando se declaró el armisticio, las
autoridades, los políticos y la prensa proclamaron que, una vez las
redes de carreteras y de ferrocarriles empezaran a funcionar
normalmente, Francia podría alimentar a su población con el apoyo
de su imperio colonial.
Cuando la expropiación enemiga se volvió
metódica, surgieron dificultades imprevistas que obstaculizaron la
realización de esos proyectos.
La confiscación, por los ocupantes, del
material móvil, la fragmentación del territorio en varias zonas
aisladas unas de otras (las zonas «prohibidas» eran incluso
inaccesibles), las dificultades para la importación de ultramar, el
bloqueo, la ausencia de mano de obra, deportada o prisionera,
echaron por tierra las promesas hechas a la población
francesa.
Otra consecuencia imprevista de la
Ocupación: las autoridades alemanas peinaban todo el país y,
gracias a su cambio tan ventajoso, pagaban a los productores
precios hasta entonces desconocidos. Estas requisas directas
tuvieron efectos muy graves sobre la economía del país.
Las mercancías desaparecían como por
encanto. Yo misma pude observar un ejemplo asombroso.
Durante mi primera estancia en Vaucluse, se
veía por todas partes mantequilla de buena calidad, quesos de los
más variados, montañas de fruta, vehículos cargados de
hortalizas.
A mi vuelta de Vichy, la comisión económica
alemana se había establecido en Aviñón e irradiaba desde allí hacia
todo el ámbito rural. No había más que colas y más colas, y los
precios aumentaban sin cesar. Los campesinos y los comerciantes
decían: «Nos lo compran todo a cualquier precio. Además, tenemos
orden de Vichy de no negarles el género y de aceptar su papel
moneda. ¡Y encima, su policía es la que nos vigila!».
La subida de precios —que la guerra ya había
desencadenado— se produjo en adelante de manera vertiginosa.
Los hoteleros, los restauradores, los dueños
de las pensiones y los particulares ricos se pusieron en contacto
con los campesinos y los productores para ofrecerles el mismo
precio que el ocupante.
En cuanto a la población, continuaba
haciendo cola delante de las tiendas y de los puestos del mercado,
pero se dirigía también, cada vez con mayor frecuencia, a los
productores. Todo el mundo hacía sus incursiones directas en el
campo.
Como ese modo de proceder estaba prohibido,
la gente regresaba de sus excursiones ocultando en sus bolsos y en
sus cestas la fruta y la verdura que había podido encontrar.
Para frenar la subida, las autoridades
tomaron medidas desafortunadas. De tarde en tarde, gravaban con
impuestos los productos, pero en vano, porque no se atacaba así el
mal de raíz.
Por eso, las requisas masivas del enemigo,
la falta de mano de obra, las dificultades de transporte, el
bloqueo, los irrisorios impuestos oficiales y el desprecio por la
normativa «legal», dictada por los ocupantes, tuvieron como
consecuencia un alza desproporcionada del nivel de vida «estándar».
Combinadas todas estas complejas razones, el resultado fue el
mercado negro.
A la larga, se convirtió en un mecanismo
plagado de astucia, de improvisación y de demostraciones de
fuerza.
Fabricantes y artesanos se engancharon a la
subida y se involucraron en ese sistema de intercambio. Obligaban a
pagar directamente en géneros y mercancías los productos que ellos
fabricaban.
Era una economía de trueque.
Se desarrollaba en una escala cada vez más
amplia y equivalía, en el mercado negro, a una especie de
revancha.
El mercado negro y el trueque se implantaron
muy sólidamente.
Tuve entre mis manos, en 1943, un folleto
clandestino sobre el racionamiento en Francia. Se decía que el 80%
de la población francesa recurría a procedimientos prohibidos y que
el 20% iba tirando penosamente con el sistema de cupones
establecido oficialmente.
Circulaba este chiste: «“¡Ha muerto Jean!”
“Claro, es que estaba enfermo.” “No es eso, es que el pobre vivía
solo de sus cupones”».
La propaganda alemana se aprovechó de la
situación creada por la derrota, por las condiciones del armisticio
y, sobre todo, por la Ocupación que vaciaba literalmente todas las
reservas del país, haciendo responsables de ello a los refugiados
de raza judía.
Y eso que, a finales de 1942, estos,
deportados a los campos de concentración, habían desaparecido de la
vida económica. Sin embargo, el mercado negro prosperaba en toda
Francia.
En la zona ocupada, de donde los judíos
fueron deportados desde la invasión, muy especialmente en París,
estaba organizado de manera sistemática. Era una institución cuasi
oficial. Jamás fue abolido por ninguna medida del gobierno.
El hotel La Roseraie debería haberse llamado
El Arca de Noé.
Hospedaba a supervivientes de las más
diversas nacionalidades y clases sociales. Era gente muy dispar
unida por la espera común de la paz.
Mi vecina de la habitación de la derecha era
una española republicana, refugiada en el sur desde hacía varios
años. Salía pronto y regresaba tarde. Apenas la veíamos. Su
singular palidez, que impresionaba nada más verla, se acentuaba
progresivamente. Sufría de nostalgia. Solo el día que murió supimos
que había sucumbido a una lenta inanición. Se había marchitado
silenciosamente, sin quejarse, y sin haber pedido nunca nada a sus
vecinos.
A la izquierda vivía un matrimonio judío,
importantes hilanderos de Mannheim. Esperaban sus visados para
Palestina, donde ya se había establecido su hija.
Cuando no estaban, a menudo el cartero me
dejaba a mí los telegramas que había para ellos, y fue así como los
acabé conociendo. Su cuarto estaba lleno de baúles y de maletas,
todas cerradas y etiquetadas. Me dijeron en confianza que mantenían
su equipaje así preparado desde hacía ya dos años. Un día, me
anunciaron que se les había agotado la paciencia de esperar en Niza
y que se trasladaban a Marsella, con el fin de estar cuanto antes a
bordo del barco que habría de llevarlos, o al menos eso esperaban.
Llegué a recibir dos cartas suyas desde Marsella. Luego, ignoro qué
fue de ellos.
Al marcharse, me habían dejado todos sus
utensilios de cocina: tres cazuelas, cinco platos, varias tazas,
cubiertos. Este regalo me permitió invitar a algunos compañeros de
hotel.
Estreché así unas relaciones que, a la
larga, se convirtieron en una buena camaradería.
En mi piso vivían, además, dos estudiantes
desplazados que añoraban la protección materna.
Uno de ellos, Charles Guyot, lionés, pequeño
y enclenque, era espiritual hasta la médula. Se había manifestado
con un grupo de camaradas contra la ocupación de Lyon y enseguida
se había visto obligado a huir. Vivía en Niza bajo un nombre falso.
Bromista como era, divertía a todo el hotel. El otro, Daniel Léger,
protestante, era parisino, hijo de una judía rumana conversa, de la
que había heredado los ojos, y de un padre francés, médico en
París. El contacto con los ocupantes alemanes y su proceder
persecutorio había sumido a Daniel Léger en una neurosis de la que
Niza no conseguía curarlo. Vivía en la inquietud, se creía
constantemente perseguido. Buenos amigos, los dos estudiantes
comían juntos en pequeños restaurantes que procuraban no repetir,
buscando hallar otro mejor. Cuando regresaban al hotel, mendigaban
amablemente entre los vecinos de piso algún pequeño suplemento
«para ir tirando», como ellos decían. Lo cual se les concedía por
todos con mucho gusto. En agradecimiento, siempre que podían
aportaban algunos kilos de cebollas o de naranjas, incluso su
cuartillo de vino. Sus aportaciones eran recibidas con entusiasmo:
cebollas y naranjas eran muy apreciadas por igual. Nos regalaban,
asimismo, uno sus ocurrencias, otro su espíritu de debate en torno
a los grandes problemas, porque nos reuníamos todos para hablar de
política, analizar los acontecimientos y encarar el futuro, y
también para hacer una especie de tertulia literaria, en la que
discutíamos sobre un libro, un poema o un concierto. Esas horas
reanimaban un ambiente demasiado depresivo.
Yo compartía la «presidencia» del piso con
una vienesa, Elsa von Radendorf, que ocupaba la mejor habitación
del quinto. Mujer de letras, había abandonado Austria por rechazo
al movimiento nazi. Lo suyo tenía mucho mérito porque ya frisaba
casi en los setenta años, edad en la que las comodidades de un
home confortable priman generalmente por
encima de las consideraciones de índole doctrinal.
Siempre en movimiento, ella repartía su
tiempo entre dos ocupaciones diametralmente opuestas: escribía una
obra ensayística sobre el origen y la evolución del arte de los
encajes, y además hacía de consejera, protectora, ama de casa y
enfermera de los más jóvenes del hotel. En todo momento se podía
disfrutar con ella de un vaso de vino o de licor, placer este cada
vez más raro.
Intimamos. Al principio, fueron las
dificultades del racionamiento las que crearon entre nosotras una
comunión de preocupaciones: nos ayudábamos una a la otra y nos
indicábamos mutuamente los recursos y los medios para
aprovisionarnos. Luego, con el tiempo, nos reunió la amistad.
Esta dama vienesa, que vivía en el hotel
desde hacía un año, me dijo que el cuarto piso estaba ocupado por
polacos exiliados: una pareja de aristócratas, un actor célebre, un
hombre de letras no menos conocido, un crítico de arte y dos
políticos. Llevaban una vida aparte, les gustaba el debate y
elaboraban proyectos de futuro; algunos compatriotas elegantes y
silenciosos tenían acceso a ese oasis eslavo, a ese piso de
ensoñación y cortesía, del que nos llegaba el ronroneo de las
consonantes de la lengua polaca.
El tercer piso era el de los emigrantes.
Todos judíos cultos —abogados, médicos, profesores—, se pasaban el
tiempo preparando su emigración ulterior. Cada vez que alguno
partía, los que se quedaban se armaban de valor y esperaban su
turno con renovada paciencia.
Allí se hospedaba un septuagenario que había
logrado cruzar la línea de demarcación de la manera más
accidentada. Había salido en compañía de su hijo, pero en el
momento de llegar a la zona libre, los dos tuvieron que separarse.
Cuando el anciano supo que su hijo había sido capturado y enviado
al campo de concentración de Drancy, cayó en un profundo
abatimiento. Los vecinos del hotel se pusieron de acuerdo para
distraerlo por turnos: unos se lo llevaban al paseo, otros iban a
su habitación a animarlo. Pero el señor Samuel Mendelsohn supo
burlar la bienintencionada vigilancia de los que lo rodeaban y, una
noche, se colgó de la ventana de su habitación. Se pusieron unos
precintos en la puerta y desde entonces pasábamos deprisa por aquel
piso. El final trágico de aquel vecino fue sentido por todos como
un ejemplo excesivamente brutal de la suerte que podía esperarnos a
cada uno de nosotros.
En cambio, el segundo piso estaba muy
animado por la presencia de un príncipe hindú. Gran amante de la
música y de la danza, coleccionista de discos y de libros, llenaba
la planta de sonoridad y de misterio.
Al contrario que nosotros, el príncipe hindú
no vivía solo de esperanzas y de porvenires. Decía que tenía una
existencia rica y plena, consagrada a la belleza, a la naturaleza,
a la armonía. Cortés y afable, ofrecía sus servicios a todo el
mundo de una manera desinteresada, a lo gran señor.
Los demás huéspedes del piso eran
excursionistas que estaban de paso, una casta especial que todos
ignorábamos. La planta conservaba intacta la impronta del exótico
príncipe.
El primero estaba ocupado por la
todopoderosa dirección, que ejercía sobre los huéspedes una
dictadura absoluta. Al lado de la dirección había tan solo un
cuarto, el mejor de todos, que estaba alquilado a un personaje
misterioso. Seguramente eslavo, muy rubio, de ojos muy azules y una
refinada elegancia, tenía de Narciso no solo el aspecto, sino
también el alma. Estaba rodeado por una especie de corte, compuesta
sobre todo por rusos blancos, entre los que predominaba el elemento
femenino. Hacía actividades diversas con la ayuda de esas personas:
corredor de joyas, tasador de inmuebles, propiedades, coches y todo
tipo de objetos de arte. A veces organizaba ruidosas fiestas que
acababan en escenas violentas.
A comienzos de 1942, una limpieza inusitada
de nuestro piso, llamado piso de las
nubes, precedió a la llegada de un nuevo e importante huésped.
En efecto, cierta mañana se le asignó a un capellán una bonita
habitación que daba a los Alpilles.
Llegó en bicicleta con la prestancia de un
caballero. Era un hombre de unos sesenta años, alto, fornido,
afable y jovial. Había sido capellán en el frente de 1914 a 1918 y,
pese a su sotana, conservaba un porte militar.
Su bondad contrastaba con su aspecto
marcial. Era caritativo y, aunque ante cualquier circunstancia no
dejara de confiar en la Providencia, tenía por costumbre decir:
«Ayudémonos y Dios nos ayudará». Y ya lo creo que ayudaba, de
verdad y sin dudarlo, a todo el que se dirigía a él.
Lo conocí de la manera más original: me
resbalé en un peldaño de la escalera y caí rodando hasta el
rellano, en medio de las patatas que acababa de comprar en el
mercado. Al oír el estruendo de la caída, mi reverendo vecino salió
precipitadamente y, como buen samaritano, me ayudó a regresar a mis
penates, no sin antes haber recogido lo que se había caído de mi
cesta. Yo estaba dolorida y contusionada; el capellán, para quien
yo no era su primer herido, me vendó el dedo magullado y me confió
de inmediato a los cuidados de mi vecina vienesa.
Durante la semana que tuve que guardar
reposo, él vino regularmente a interesarse por mi estado. Le
profesé un agradecimiento profundo que pude manifestarle como se
hacía entonces, es decir, proporcionándole bebidas calientes a lo
largo de la fría estación del año.
Así transcurrió el invierno de 1941 a
1942.
Durante aquel periodo en Niza, los momentos
más temibles eran los de la revisión de los documentos de
identidad.
Ocho días antes de que expirase la vigencia
del permiso de residencia, los extranjeros debían presentarse en la
prefectura con su documentación, a la que debía añadirse una
solicitud en papel timbrado.
Se ponían a la cola en el pasaje Gioffredo.
Ese pasaje se beneficiaba de una singular corriente de aire, que
hacía las veces de ventilador para disfrute de la gente que estaban
allí parada durante horas. En cambio, en los días de lluvia y
viento era un auténtico suplicio.
Llegado el momento, se entraba por hornadas
de diez a quince personas para comparecer ante una chica sentada a
una mesa repleta de archivadores y pilas de cartapacios. Era
morena, de estatura mediana. Sus gestos eran enérgicos. Todo en
ella rezumaba una seguridad que chocaba con la actitud temerosa de
los refugiados.
Examinaba los papeles, interrogaba con tono
imperativo, hablaba con monosílabos, tomaba notas rápidas y no
respondía jamás a las ansiosas preguntas. Miraba al pedigüeño con
la mirada sombría de una parca, dueña y señora de la suerte del
prójimo. Cuando veía a su interlocutor particularmente abatido,
humillado o tembloroso (había allí, entre ellos, ancianos o
enfermos, y todos, además, incluidos los jóvenes, se hallaban más o
menos desmoralizados), una sonrisa irónica se abría paso por su
rostro.
Los refugiados la llamaban la nazi y la temían. No ignoraba ella su poder
sobre aquellos miles de ruinas humanas y por eso su cara mantenía
una expresión altiva.
Consultaba los dosieres y decidía con
autoridad. Prolongaba los permisos de residencia por uno o tres
meses, convocaba a la gente repetidas veces, les exigía algún
documento suplementario, la recomendación de un francés o un
certificado médico. Mientras tanto, ella retenía la documentación y
la gente se la dejaba llena de temor a cambio de una especie de
recibo en mano.
Con frecuencia ocurría que la documentación
caducada era declarada carente de validez y se confiscaba.
Resultaba entonces imposible renovarla porque las comunicaciones
con los países ocupados por los alemanes estaban interrumpidas y
los consulados suprimidos o ya no tenían ninguna autoridad.
Locos de nerviosismo, los interesados
atestaban la comisaría para pedir consejo, indicaciones, algún
apoyo, y acababan rellenando nuevas solicitudes en papel timbrado,
solicitudes que eran en realidad unas súplicas. Exponían su
angustia, su situación sin salida, hacían hincapié en que disponían
de suficientes medios de subsistencia, o bien en que estaban
gravemente enfermos, lisiados, y qué sé yo qué más.
Ante esas difíciles situaciones, unos
recurrían a hombres de negocios o a asesores ocasionales, ambos
corruptos las más de las veces.
Otros se dirigían a los médicos, consultaban
a especialistas o acudían a cirujanos.
Una dama de nuestro hotel me dijo un día,
radiante:
—Yo no tengo nada que temer. ¡Me van a dar
mi permiso de residencia porque van a operarme!
Si los refugiados no lograban librarse de
esas complicaciones, se hallaban inmersos en una situación
irregular y expuestos al peligro de que les aplicasen medidas
policiales.
Yo sufría esas tribulaciones como todos los
demás. El permiso de residencia «hasta el fin de las hostilidades»,
que me había sido concedido en 1939, fue anulado después del
armisticio: la Presidencia del Consejo ya no existía y las cartas
de recomendación expedidas por sus servicios carecían de valor ante
las nuevas autoridades.
Esos trámites tan penosos y extenuantes
tenían a menudo su lado cómico.
Por ejemplo, con cada solicitud de
prolongación de un permiso de residencia había que demostrar que se
contaba con medios de subsistencia suficientes: una cuenta
bancaria, un subsidio extranjero, dinero líquido... En este último
caso, el interesado debía aportar su capital para enseñárselo al
funcionario encargado del control. Pasaba con mucha frecuencia que
la cantidad de la que unos u otros disponían no alcanzaba el mínimo
prescrito. Entonces el pobre hombre pedía prestado a amigos,
conocidos y vecinos para hacer la demostración de costumbre. Al
salir, les devolvía el dinero a los acreedores, que solían estar a
veces esperando cerca. Los funcionarios no siempre eran tan tontos.
Un día, uno de ellos, muy bromista, dijo por lo bajo al refugiado
que estaba contando los billetes:
—¿Su banquero le está aguardando a la salida
o en el café de la esquina?
Lo dijo, al parecer, con tanta benevolencia,
pues el funcionario no se tomaba estos requisitos demasiado en
serio, que al refugiado se le fue el miedo.
Solucionada de una manera u otra la cuestión
de los papeles en regla, entonces podíamos respirar... hasta el
vencimiento siguiente.
Durante esos intervalos, cada cual llevaba
una vida repleta de preocupaciones y de sufrimientos que no
disipaban ni el trabajo ni la alegría.
El fondo subyacente de aquella existencia
era la espera, bastidor sobre el que una esperanza cada vez más
pequeña y un pensamiento cada vez más sombrío bordaban juntos
arabescos nostálgicos.
Sobre esos colores oscuros destacaban a
veces matices más claros, como una alegría pasajera o una emoción
más dulce: la carta de los padres y de los amigos, o las noticias
provenientes de Suiza, de Suecia, de Norteamérica, países
milagrosos en los que la guerra no existía.
En marzo de 1942, el gobierno de Vichy
decretó el censo general.
Unos folletos especiales ordenaban a la
población de raza judía a estipular este origen en sus
declaraciones bajo pena de prisión.
El significado de este aviso estaba claro,
ya que en Alemania un censo similar había inaugurado la era de las
persecuciones.
Nadie ignoraba, además, que se trataba de
una medida impuesta al Estado francés por las autoridades alemanas.
Las consecuencias previsibles eran evidentes.
Estábamos indecisos sobre qué actitud había
que adoptar. Unos decían: «Obviamente, es posible que se persiga la
omisión voluntaria de la declaración de nuestra raza, pero siempre
existe también la posibilidad de que esta pase desapercibida. Eso
sería la salvación. En cambio, una declaración manifiesta nos
expondría con toda seguridad a toda clase de persecuciones».
Otros replicaban: «Estamos en Francia, en un
país que nos ha brindado hospitalidad y protección. Tenemos hacia
este país un deber de lealtad y debemos
responder a sus exigencias. Las autoridades francesas no tolerarán atropellos contra nosotros. Confiamos en
ellas».
En este clima de perplejidad y vacilación se
preparaba el famoso censo. Finalmente, llegó el último día de la
entrega de los cuestionarios. Había que tomar una decisión y actuar
en consecuencia. La mayoría hizo una declaración conforme a la
verdad. Yo estaba entre ellos.
Una vez terminado el censo, cada cual tuvo
que depositar en la prefectura sus documentos de identidad. Ocho
días más tarde, esos papeles nos fueron devueltos; en ellos estaba
la indicación prevista. El servicio de racionamiento convocó, a su
vez, a los afectados para tomar nota de la mención de raza. Todo el
mundo estaba clasificado, marcado o, como decía la policía, «en
perfecto orden». La danza macabra podía empezar.
A primeros de julio, empezaron a llevarse a
cabo en París deportaciones de extranjeros de raza judía; el 15 de
julio, en Lyon. Sentíamos el peligro inminente en toda Francia,
pero nadie sabía con exactitud lo que convenía hacer.
Los fugitivos llegaban en masa, de todas
partes, afligidos, trayendo noticias terribles.
Los refugiados que residían en los Alpes
Marítimos asaltaban literalmente los consulados: el americano, el
español, el suizo, el sueco... Hacían cola para intentar una
gestión a la desesperada; pero la mayor parte de los servicios de
visados ya no funcionaba.
Nos sentíamos aprisionados,
bloqueados.
Los que habían salvado algunos bienes de sus
éxodos precedentes se esforzaban en ponerlos en casas de algunos
franceses. Los más precavidos buscaban un refugio. Todo el mundo
esperaba ansioso, a merced de inevitables acontecimientos.
Yo había escrito a mis amigos suizos que «mi
estado de salud se había agravado», lo que, según nuestras
convenciones epistolares, significaba que estaba en peligro. Mis
amigos contestaron que podía contar con un visado de entrada en su
país.
Apoyándome en esa promesa, volví a la
prefectura. Enseñé el mensaje recibido de Suiza, adjuntado junto
con la recomendación de 1939, y solicité un visado de salida.
El funcionario, un joven de veinte años,
después de haber examinado ambos documentos, me dijo muy
educadamente, con un tono informativo:
—Lo que veo aquí, señora, es una
recomendación de un gobierno de antes de la guerra que se ha
revelado indigno. Ese gobierno está abolido. Ahora contamos con una
nueva Francia. Los amos a los que usted ha servido ya no
están.
Este razonamiento no me era desconocido. ¡Lo
había oído en innumerables ocasiones! Sin embargo, esta vez
protesté dando gritos:
—¡Sepa usted, señor mío, que los amos a
quienes yo he servido durante más de veinte años se llaman Boileau,
Molière, Corneille, Racine, Voltaire y tantos otros inmortales de
su país!
Mis palabras parecieron despertar, por lo
visto, algunos recuerdos escolares en mi interlocutor.
—De acuerdo —dijo en tono conciliador al
cabo de unos instantes—, pondré en marcha una solicitud para usted.
Su pasaporte, por favor.
Metió una hoja rosa en su máquina de
escribir, deletreó mi nombre y luego lo mecanografió.
—Espero que no sea usted de raza judía...
—Se echó para atrás súbitamente—. Muéstreme su permiso de
residencia.
Le echó un vistazo.
—Es inútil hacer la solicitud. Tenemos
órdenes estrictas de no dejar salir de Francia a los extranjeros de
raza judía. Esta reglamentación será aplicada próximamente incluso
a los franceses. Tenga en cuenta que ahora los alemanes son los
amos —añadió en voz baja, como una confesión.
Parecía querer disculparse, y su actitud me
ablandó.
Salí de la prefectura. Caminé
precipitadamente. En la esquina de la avenida Gambetta me di cuenta
de que seguía llevando en la mano el pasaporte y la carta de
recomendación.
Me senté en un banco, metí automáticamente
los documentos dentro del sobre y me quedé allí, anonadada.
El 26 de agosto de 1942 fui, como de
costumbre, a hacerme con algunas provisiones. A pesar de lo
temprano de la hora, hacía ya mucho calor. Me sorprendió encontrar
tan poca gente en el mercado.
Después de mis compras, volví tranquilamente
al hotel. Al torcer la esquina de la callejuela que daba a mi casa,
solía alzar la vista hacia el quinto piso para hacerle una señal
amistosa a mi vecina vienesa. Esa mañana, ella no estaba allí, pero
en cambio vi en un balcón del tercero a un compatriota, Sigismond;
hacía unas señas raras con los brazos. Lo observé primero
divertida, pensando que debía de tratarse de una broma. Pero
enseguida comprobé con estupor que aquellos gestos ¡iban dirigidos
a mí!
Me paré en seco, intentando adivinar su
sentido. Vi que me señalaba hacia la estrecha calle que había
enfrente del hotel. Sin tratar de comprender nada más, me metí por
la dirección indicada.
Al llegar a la avenida, me vi en medio de
una multitud. Había varios autocares aparcados, rodeados de
numerosos policías. Luego llegaron unos gendarmes empujando o
sujetando por los brazos a hombres, mujeres y niños.
—¿Qué sucede? —pregunté a un
camionero.
—Reúnen a los judíos —respondieron varias
voces a la vez.
—Ya ve, ahora cazamos hombres —dijo un
obrero con tono reprobatorio.
Una muchedumbre se amontonaba en torno a los
autocares.
Después de cruzar la avenida, me dirigí
maquinalmente hacia el mar. Me senté en un banco y dejé las cestas
que llevaba a mis pies.
Delante de mí se extendía el Mediterráneo;
detrás, ya no había salida. Permanecí allí mucho tiempo, tratando
de ordenar mis ideas.
La carretera de la costa estaba desierta. Al
cabo de un rato, un grupo de agentes de policía en bici llegó donde
yo me encontraba. Esperé a que hubieran pasado y luego regresé a la
avenida.
Los autocares seguían allí estacionados y
seguían metiendo en ellos a la gente en grupos de a dos, de a tres,
de a cuatro y de a cinco. Llevaban unas maletas o simplemente unos
paquetes. Los gendarmes los apretujaban en los vehículos.
Arrancaron dos autocares atestados de gente. Otros dos, vacíos,
ocuparon su lugar de inmediato.
Por un segundo, estuve tentada de correr
hacia la multitud y exclamar: «¡Llevadme a mí también, soy una de
ellos!».
Un sentimiento de intensa alegría me invadió
por ese pensamiento de solidaridad y de inmolación. Pero la fría
lógica se impuso.
¿A quién le serviría mi sacrificio? ¿Acaso
cambiaría algo? ¿Tendría alguna utilidad?
El instinto de conservación me había
dominado.
La amargura de esta verdad me pesa todavía
hoy y me pesará hasta el fin de mis días.
No sé cuánto tiempo estuve allí, como
paralizada.
Alguien, al pasar a mi lado corriendo, me
hizo tambalear.
El peligro se me reveló en toda su crudeza
con un estremecimiento...
Inspeccioné la avenida, las callejuelas, las
casas, las tiendas, las villas, buscando instintivamente un
refugio.
Mi mirada se detuvo ante un
escaparate:
MARIUS - SALÓN DE PELUQUERÍA
Había conocido a la señora Marius en una de
las colas. Un día, con motivo de la distribución de alcohol de
quemar, ella me había ofrecido ir a su casa para aprovechar el gas
cada vez que me conviniera. Nuestras relaciones se estrecharon en
torno a las cuestiones relativas al racionamiento, de vital
importancia. Por mi parte, había «facilitado el acceso» a la señora
Marius a una granja en la que podía procurarse frutas y verduras.
Reinaba entre nosotras un cordial entendimiento. Con mucho gusto
iba a pegar la hebra a casa de aquel matrimonio de treintañeros
amables y simpáticos.
La señora Marius, de ojos como ascuas y
largas trenzas de pelo negro, era corsa. El señor Marius, aunque
meridional, tenía los ojos azules y el cabello castaño. Era de
carácter risueño y de buen humor.
Con una pareja tan servicial y alegre como
esta, no era de extrañar que el «salón» estuviera siempre lleno.
Pese a las reducidas dimensiones del local, los clientes, la mayor
parte de los cuales eran meridionales de temperamento avispado, se
quedaban allí, confinados en esa estrechez, esperando que les
llegase su turno sin refunfuñar, incluso hasta contentos.
La tienda era una caja de resonancia;
brotaban las ocurrencias y los dobles sentidos; cada uno contaba, a
cual mejor, los hechos del día, las noticias y los
pronósticos.
Al encontrarme sola, en medio de la calle y
en peligro, me dirigí, como empujada por una mano invisible, a casa
de los Marius.
El dueño de la casa estaba parado en la
puerta; debía de haberme visto, porque simplemente me dijo:
—Buenos días, señora, qué bien que haya
venido a nuestra casa. ¡Pase! —Y, precediéndome, llamó a su mujer—:
Francine, ven a ver qué provisiones nos trae esta mañana.
Ambos intercambiaron una rápida mirada que
equivalía a un acuerdo tácito.
La dueña me deseó los buenos días, me
ofreció una silla, fue a buscar a propósito la cafetera, me sirvió
una taza de café y una copa de coñac, sin olvidar poner en la mesa
el azucarero, que en aquel entonces era una señal inequívoca de
hospitalidad y benevolencia.
—Beba —me dijo—, el café está caliente y el
coñac le sentará bien.
Luego se metió en la cocina.
Después de beber, fui a llevarle las dos
cestas.
—¡Lo que pesan! —sonrió—, nos vendrán de
perlas a la hora de la comida.
Como en ese momento pasaban unos vecinos
justo por delante de la puerta acristalada que daba al patio, ella
me hizo una seña para que me metiera en el dormitorio, y allí me
acurruqué.
El mosquitero rosa que había encima de la
cama de matrimonio, la antigua cómoda cargada de toallas, el
aparador lleno de vajilla y de tazas multicolores, las paredes
decoradas con postales y fotografías de la familia, todo el
conjunto creaba un ambiente tranquilo y acogedor. Por la puerta
entreabierta me llegaban las voces que provenían del «salón».
Hablaban de los acontecimientos del día, de la redada que había
habido, pero no alcancé a discernir los detalles.
A mediodía, la dueña puso la mesa para tres.
El dueño se reunió con nosotras y, sentándose a la mesa,
dijo:
—Me he informado por un funcionario que
conozco. Van a seguir dando caza a esa pobre gente durante varios
días, luego tendrán que parar. Hay que aguantar un poco más de
tiempo. ¡Así que aguantaremos! ¡Esos cabrones! Algún día las
pagarán. —Y luego, sirviéndome un cucharón de sopa, añadió—:
Señora, hay que conservar las fuerzas. ¡Coma! Son tiempos duros,
pero ya verá como todo pasa. ¡A su salud!
El vino era un bálsamo de júbilo en las
venas del dueño. Lo ayudaba a soportar las contrariedades y las
preocupaciones de la existencia.
La comida acabó en silencio. Una vez bebido
el último vaso rebosante, mi anfitrión concluyó:
—Aquí está usted en su casa, es decir, en
casa de buenos franceses. Nada le sucederá mientras nosotros seamos
aquí los dueños. ¡Por el futuro y la revancha, que no le quepa duda
de que llegarán, se lo digo yo!
Después la pareja volvió a sus ocupaciones.
Yo me senté de nuevo en mi rincón al fondo del cuarto. La dueña
aparecía por allí de vez en cuando para intercambiar algunas
palabras conmigo.
A las cuatro, ella me trajo un tazón de café
con leche. Un poco más tarde, unos amigos, prevenidos por la dueña,
vinieron a verme. La dama vienesa me aconsejó no salir bajo ningún
pretexto y prometió traerme al día siguiente algo de ropa y algunos
objetos de aseo.
Sigismond me contó que la policía había
irrumpido en el hotel a las ocho de la mañana y había arrestado a
dos matrimonios israelitas; los demás, sin duda alertados, ya no
estaban allí. Los policías habían dejado la lista de huéspedes de
raza judía y habían ordenado a la dirección que les prohibiera el
paso a las habitaciones y los condujera inmediatamente a la
comisaría del barrio. Mi nombre figuraba en esa lista. En el
momento en que volvía del mercado, tres gendarmes se hallaban
precisamente en la puerta del hotel y, si no hubiera sido por la
advertencia de mi vecino, no cabe duda de que habría caído en sus
manos.
Se debatió un plan de acción y se decidió
que, por el momento, permanecería escondida en casa de los
Marius.
Después de echar el cierre al «salón», el
dueño empezó por ubicar un colchón sobre el suelo, luego la señora
Marius sacó sábanas blancas de la cómoda y cambió la ropa de su
cama. El dueño se dispuso a acostarse en el suelo. Tuve que
insistir e incluso amenazar con irme para que los Marius
continuaran usando su propia cama.
El dueño dijo finalmente a su esposa:
—Dejémoslo, Francine, está claro que esa es
su voluntad.
Entonces las sábanas blancas pasaron de la
cama al colchón y este se convirtió en mi lecho.
Por la noche, escuché durante mucho rato los
ruidos que venían de fuera.
Pasos precipitados, gritos ahogados,
pitidos, llamadas... y luego otra vez el murmullo del mar.
Daba vueltas y más vueltas sin conciliar el
sueño.
—Duérmase, señora, que buena falta le hace
descansar —me dijo delicadamente la dueña, que se había percatado
de mi inquietud.
Hundí la cara en la almohada para ocultar
mis lágrimas. Lloraba de desesperación, pero al mismo tiempo de
agradecimiento hacia esas personas infinitamente buenas que me
habían acogido y salvado.
Ser consciente de haber hallado un refugio
en su casa me serenó.
Agotada, acabé por dormirme.
Los dueños se levantaban descansados y
listos para el trabajo, que suponía para ellos toda su vida.
Marius era un idealista que soñaba con la
paz y la fraternidad universales. Le gustaban las largas pláticas
sobre los problemas humanitarios. Marido y mujer eran sensibles a
la miseria y a las penas del prójimo, siempre de acuerdo los dos y
prestos a socorrer a los afligidos.
Me envolvieron en los más atentos
cuidados.
Para distraerme, el señor Marius echaba
conmigo, cada tarde, una partida de cartas que yo perdía
invariablemente. Admiraba con toda sinceridad su pericia con el
juego, lo que a él sin duda le encantaba. La señora Marius, por su
parte, estaba muy orgullosa de su esposo.
Aquellas veladas eran verdaderamente
agradables y me ayudaban a soportar, e incluso a olvidar en algunos
momentos, mi trágica y peligrosa situación.
Elsa von Radendorf se dejaba caer por allí
con frecuencia. Traía muy malas noticias.
La policía hacía redadas durante la noche.
Se organizaban batidas en los jardines, en los parques, en las
plazas, a la orilla del mar, en los bosques circundantes. Como se
suponía que la mayoría de los refugiados, después de haber
permanecido ocultos fuera de sus casas, regresaba a sus domicilios
paulatinamente, la policía irrumpía en muchas habitaciones, sacaba
a los inquilinos de sus camas y se los llevaba. Como era imposible
entrar en mi cuarto del hotel y coger de allí lo que fuese, Elsa
von Radendorf me trajo algunos objetos comprados deprisa y
corriendo, tales como un cepillo de dientes, una pastilla de jabón,
unos pañuelos, unas medias, y me prestó su albornoz. También se
encargó ella de echar al correo una carta en la que, bajo nombre
supuesto, avisaba a mis amigos suizos de que «estaba mucho
peor».
Durante ocho días seguidos, las redadas
asolaron los Alpes Marítimos. El número de personas arrestadas era
considerable; se los veía caminar esposados entre policías.
Agentes, gendarmes y guardias nacionales los encerraban en las
comisarías, en los cuarteles y en las lonjas del mercado de la
plaza Masséna. Todos esos espacios se habían adaptado
apresuradamente para convertirse en prisiones provisionales.
A comienzos de octubre, la población tuvo
que renovar sus cartillas de racionamiento. La policía se personaba
en las oficinas correspondientes para atrapar a quienes, habiéndose
librado de las redadas, acabarían por sucumbir en busca de aquellos
indispensables boletos.
Pero pocos se presentaron. En cambio, se
aprovechó ese momento para detener a los franceses que, por piedad,
acudían a retirar las cartillas de los que estaban
escondidos.
Poco después se promulgó una nueva medida:
los niños judíos debían ser apartados de sus padres. Se los metía
en unos camiones y se hacía añicos su documentación allí mismo. Las
autoridades los marcaban con un número de matrícula.
Esta medida fue ejecutada en medio de
escenas verdaderamente trágicas. Madres que se cortaban las venas,
otras que se arrojaban a las ruedas de los autocares en el momento
en que arrancaban llevando consigo su cargamento dramático. En un
hotel de la Costa Azul, una mujer que había escapado de las redadas
se tiró por la ventana con su hijito. A ella la recogieron con las
piernas rotas. El niño había muerto, aplastado por la caída.
Agentes y gendarmes se encargaban de aquella
cacería con una dedicación y una actividad infatigables. Ejecutaban
las ordenanzas de Vichy firme e inexorablemente. La cólera
acumulada en esos esbirros después de la derrota era muy violenta y
parecía que quisieran descargarla contra los más desgraciados y los
más débiles. Esos representantes de la autoridad no tenían nada de
heroico, ni en la tarea que llevaban a cabo ni en la actitud que
adoptaban para ello.
Ese fondo de sadismo oculto que debe de
haber en todo hombre sale a la luz cuando se presenta la ocasión.
Bastó con darles a esos muchachos, en realidad personas apacibles,
el poder abominable de cazar y acorralar a unos seres humanos
indefensos para que cumpliesen esa tarea con una severidad inaudita
y brutal de la que se diría que disfrutaban.
¿Cumplían órdenes o los guiaba un
sentimiento de vergüenza? Los oíamos afirmar que esos
procedimientos eran útiles y necesarios, porque eran una de las
condiciones de la colaboración con los alemanes y en esa
colaboración residía la salvación de Francia.
Las decisiones definitivas, en lo
concerniente a los refugiados de raza judía retenidos, no se
hicieron esperar demasiado. Durante ocho días, los amigos pudieron
ir a verlos y a llevarles algunos productos de primera necesidad, y
con ello un poco de consuelo. Pero un día, sin previo aviso, se los
condujo a los campos de concentración franceses, desde donde fueron
transportados, según las categorías, a los campos de Polonia, de
Checoslovaquia y de Alemania.
Devorada por los escrúpulos, me quedé
escondida en casa de los Marius; pero cada vez que yo proponía
cambiar de refugio, mis anfitriones protestaban; según ellos,
consideraban su deber desagraviar las injusticias de las que se
habían vuelto cómplices sus compatriotas, ciegos u obligados por
las autoridades que ahora mandaban.
El dormitorio del matrimonio era contiguo al
salón de peluquería. Ciertos clientes tenían la costumbre de entrar
allí para charlar un poco con la dueña o para darle los buenos
días. Por eso, algunos de ellos me habían visto y enseguida se
corrió la voz de que los Marius ocultaban a alguien en su
casa.
Se había convenido que, cuando el señor
Marius llamara a su mujer en voz muy alta, yo tendría que
esconderme dentro de un armario.
Eso sucedió una vez a mediodía y, desde mi
escondite, en el que me había metido a toda prisa, oí decir al
señor Marius:
—Entre, cabo, solo tenemos la habitación y
la cocina. No tardará mucho en hacer su inspección. —Luego,
dirigiéndose a su esposa—: Sírvele al cabo un vaso de aguardiente,
a ver si le gusta.
El cabo bebió el vaso de aguardiente y pidió
disculpas:
—Imagínense, nos vamos a volver tarumbas.
¡Nos pasamos el día recibiendo avisos y denuncias! ¡Sucio oficio el
nuestro, en estos tiempos! Correr en pos de gente que no ha
cometido ningún crimen, se le quitan a uno las ganas de vivir.
¡Pero vete tú a decir lo que piensas! Nos detendrían en el acto. Y
tenemos que alimentar a una familia. Sin rencores, ¿vale?
El cabo, después de despedirse del dueño,
desapareció.
—¿Ve usted? —me dijo Marius una vez que salí
del armario—, todavía hay entre esos cacho cerdos de policías
algunos individuos decentes.
Fue así como supe por casualidad (porque me
lo ocultaban cuidadosamente) que las viviendas de los franceses
sospechosos de dar asilo a los judíos perseguidos eran sometidas a
registros periódicos. La policía se presentaba en ellas de día o de
noche, se metía por la fuerza si era necesario, detenía a los
refugiados que encontraba allí y se llevaba consigo también a los
anfitriones franceses.
Los pasquines informaban de las penas de
multas y encarcelamiento que se aplicarían a los franceses
caritativos.
Yo había rogado a unos amigos que
averiguasen de algún refugio para mí en los alrededores de Niza. Al
sopesar el peligro que los Marius corrían por darme cobijo, entré
en un estado de enorme intranquilidad. Me sentí muy aliviada al
saber una mañana que una dama francesa de buena familia se había
declarado dispuesta a alojarme en un castillo situado en la
montaña, a unos veinte kilómetros de Villefranche.
Mis anfitriones protestaron. Sin embargo,
ante mi firme decisión, apoyada por mi amiga vienesa, el señor
Marius aceptó que me fuera, pero a condición de que él viera
previamente a mi nueva hospedadora. Se decidió que la señora del
castillo en persona vendría a buscarme a casa de los Marius el
domingo siguiente.
A resguardo en un refugio cálido y dulce,
rodeada de una bondadosa protección, esperaba inquieta la segunda
etapa de mi extraordinaria aventura, casi medievalesca.
Durante los dos últimos días que pasé en
casa de mis amigos, estos se esmeraron en mimarme. La señora Marius
salió de expedición donde los campesinos y trajo algunos huevos,
imposibles de encontrar en Niza, y también limones. Gastando de su
propia reserva de harina, mi anfitriona hizo una hermosa tarta en
mi honor.
Al mismo tiempo, Elsa von Radendorf llegó
triunfante; por fin había logrado entrar en mi habitación del hotel
y sacar un vestido, zapatos, un abrigo y algo de ropa interior de
repuesto.
Mi vecino de piso, el estudiante lionés
Charles Guyot, me recomendó que buscara consejo en el oficial de
paz,6
ya que nos conocía personalmente. Natural de Alsacia, este último
detestaba al ocupante. Acababa de estar con Guyot; yo misma me
había encontrado con él muchas veces y me había garantizado que
podía contar con su apoyo en caso de complicaciones. Como no me
atrevía a emprender mi desplazamiento con un permiso de residencia
caducado y llevando a cuestas el estigma peligroso, opté por seguir
el consejo de mi joven vecino. Le escribí una nota al policía.
Confiaba en que se acordara de mí a la vez que le exponía mis
dificultades.
Un amigo de los Marius se encargó de llevar
la misiva. Con una impaciencia febril, esperé el resultado de
aquella gestión. El dueño no hacía más que ir y venir hasta la
puerta para ver si regresaba el mensajero. Este no llegó hasta por
la tarde, y muy enfadado. Nos contó que, una vez entregada
debidamente la carta a su destinatario, este lo empezó a interrogar
sin la menor cordialidad. Lo primero que hizo el oficial de paz fue
pedirle la documentación y, después de verla, le dijo:
—¡Pero bueno! ¿Cómo es que usted, todo un
antiguo combatiente del 14, se compromete de esta manera con
asuntos ilegales y contrarios a las decisiones de nuestro gobierno?
—Y concluyó dándole este consejo—: ¡Ni se le ocurra volver a
hacerlo!
Al principio me resistí a creer lo que
estaba oyendo, pero la descripción que el mensajero me hizo del
hombre que le había interrogado correspondía punto por punto a los
rasgos de nuestro susodicho buen camarada. Finalmente, me sentí
feliz de no haber salido malparada de tan inoportuna gestión.