III AVIÑÓN

 

 

Mi primera impresión de la capital del condado fue la de sentirme transportada a varios siglos atrás. Me instalé en una casita muy vieja de una callejuela más antigua aún. A pesar de las restauraciones sucesivas, todo en ella me remitía al pasado: la escalera, el patinillo, las ventanas y hasta la pesada llave de mi puerta. A veces tenía la sensación de estar de visita en casa de unos antepasados.
A través de un dédalo de callejas por el que me encantaba perderme, llegaba hasta las murallas, que muy pronto me conocí al dedillo. Un silencio absoluto daba un carácter irreal a ciertos barrios. Por todas partes me embargaba la sensación de estar soñando. La somnolienta calma de esta ciudad me conquistó. Había dejado de leer los periódicos y evitaba la radio, la cual no había empezado aún a castigar Aviñón.
Por las tardes, al otro lado del Ródano, me sentaba en una de esas grandes piedras planas de la ribera que, según me dijeron, fueron transportadas antaño por los habitantes de la ciudad y constituían su propiedad personal cuando iban a disfrutar del frescor del río.
Contemplaba el espectáculo del puente y del palacio de los Papas, tanto de día, bajo la cegadora luz del sol, como a la hora del crepúsculo, que difuminaba los contornos y le daba a la vieja ciudad el aspecto de un espejismo.
Otras veces me pasaba largos ratos en un pequeño jardín público. Pese a la guerra, estaba muy cuidado, florecido y bien podado por el viejo jardinero municipal. Los cisnes se movían majestuosamente en los dos estanques, los niños jugaban despreocupados; los ancianos hacían comentarios ingenuos: «¿Habéis leído los periódicos?», «Podremos con ellos, como en el 18», «¡No se atreverán a llegar hasta aquí!», «En Marsella dicen que...», «¿Habéis oído la radio?».
Luego, cansados ya de tanto esfuerzo, volvían a su siesta, se adormilaban o hablaban de otra cosa. Ese pequeño mundo de asiduos del parque público estaba formado por jubilados, rentistas e internos del asilo de ancianos.
Una tarde de calor agobiante, di un paseo por una calleja apartada. Me había detenido para admirar la puerta y el balcón de una casa del más puro estilo local. Un silencio absoluto reinaba a mi alrededor. Me quedé allí y perdí la noción del tiempo y del lugar. Súbitamente, una preciosa ventana se entreabrió y una viejecita me dijo con voz dulce y amable:
—Hace mucho calor hoy, señora. ¿No querría hacerme el honor de aceptar un poco de sidra? ¡Está muy fresca!
Entré en la casa, ante tan inesperada invitación. Así pude pasar la tarde en una vivienda decorada con maravillosas antigüedades. El suelo era de baldosas de mosaico muy fino; el techo, adornado con amorcillos, flores y medallones. Los muebles databan de hacía varios siglos. Unos retratos de severos antepasados me miraban fijamente...
En cuanto a la sidra, me fue servida en una copa de oro y plata, regalo de un papa de Aviñón a uno de sus grandes señores. Esa copa era bendita y tenía el poder de preservar a su propietario de la peste que causó estragos en Aviñón por aquel entonces.
—También la preservará a usted del enemigo —me dijo sonriendo la noble dama.
Me contó que me conocía de vista y que sabía que la huida por culpa del ocupante me había traído hasta su ciudad.
Era tarde cuando dejé a la amable anfitriona, y tuve que prometerle que volvería.
De regreso, vi mi reflejo en el escaparate de un comercio moderno y me sentí desorientada: de pronto, me encontraba de nuevo en el siglo XX.
Mis incursiones en el pasado no podían, no obstante, hacerme olvidar la realidad de la guerra. Polonia, Dinamarca, Bélgica, Holanda, todos esos países invadidos parecían porciones arrancadas a nuestro planeta, sin posibilidad de contacto, de las que solo nos llegaban señales extrañas y lejanas de devastación y sufrimiento.
Mi desesperación por mi familia era inmensa, y no veía manera de remediarlo.
Francia, a su vez, también se desangraba. Por mucho que intentaran recordar la época de 1914-1918 y que evocaran de buen grado el Marne, ya no hallaban en ese tiempo ninguna analogía con el presente. Solo veían un mundo que estaba derrumbándose.