IX GRENOBLE
Llegamos a Grenoble en plena noche. Los
hoteles, en aquellos días previos a las fiestas, estaban llenos.
Solo encontramos albergue en el gran hotel donde precisamente se
alojaba la delegación italiana.
Letellier inspiró al portero tal confianza
que él mismo rellenó nuestras fichas sin necesitar nuestra
documentación.
Estuvimos allí hospedados varios días. Sin
la menor complicación. Me cruzaba fríamente por la escalera, por el
vestíbulo, por el comedor, con los representantes de la autoridad
de ocupación.
Me habían indicado en esta ciudad una
asociación secreta que funcionaba de manera bastante segura en los
departamentos del Isère y de Saboya. Tenía que dirigirme a ella
provista de la contraseña adecuada y encontrar un guía
experimentado.
Una tarde, a las seis, fui hasta la sede de
la organización, que me costó Dios y ayuda encontrar en una vieja
escuela medio derruida.
Un hombre mayor anotó mi nombre y apellidos
auténticos, así como la dirección de mis amigos en Suiza y en
Francia, «para avisarlos en caso de desgracia», y me recomendó que
me proveyera, a ser posible, de calzado de montaña, de medias
tupidas y de una linterna. Luego me indicó una dirección en un
barrio de las afueras. Debía dirigirme allí esa misma noche, a las
ocho, para recibir las instrucciones pertinentes.
A la hora señalada me presenté en una villa
donde me recibió un hombre de unos cuarenta y tantos años, de
aspecto decidido y enérgico. Examinó mis papeles, los verdaderos y
los falsos, así como mi visado suizo. Le di la cantidad estipulada
para el pasador. Me dio las últimas indicaciones.
Yo debía estar a las ocho de la mañana en la
puerta de la estación. Tenía que seguir a un joven vestido con un
mono de obrero, quien llevaría, como signo distintivo, un pan.
Nosotros acudimos a la cita a la hora establecida y, en efecto,
apoyado despreocupadamente en la verja de la entrada, vimos a un
obrero con un extravagante pan bajo el brazo. Digo «nosotros»
porque Letellier me siguió acompañando hasta el último
momento.
El obrero subió al tren en dirección a
Annemasse. Nosotros nos ubicamos en el mismo vagón, pero en un
compartimento cercano.
En cada parada vigilábamos el andén por si
nuestro cicerone hubiera bajado, lo que terminó haciendo varias
estaciones después.
Abandonamos el tren. El obrero salió de la
estación y nosotros hicimos lo mismo. Al cabo de un cuarto de hora
de camino, vimos a nuestro hombre pasar al lado derecho de la
carretera. Dos chicas y un chico, ataviados con los bártulos
propios de los alpinistas, se pusieron en el mismo lado.
Avanzábamos todos así, a relativa distancia unos de otros.
Finalmente, nuestro guía se detuvo frente a un albergue, encendió
un cigarrillo y entró. Los jóvenes dejaron atrás la casa, la
rodearon y desaparecieron por una puerta que daba a un patio.
Nosotros continuamos un trecho más del
camino, como si dudáramos entre el restaurante que estaba un poco
más lejos y el albergue. Después, entramos también.
La dueña del albergue nos llevó
discretamente hacia una salita con la mesa puesta. El joven
disfrazado de obrero dejó el pan que llevaba, se acercó a nosotros
y se presentó como un asistente de la asociación de ayuda a los
fugitivos. Mientras esperábamos al pasador, nos propuso sentarnos a
la mesa y nos aconsejó que comiéramos algo en previsión de la larga
marcha que nos aguardaba.
Nos acomodamos. Pocos minutos después, una
mujer, acompañada de dos niños, entró en la sala. Mientras el
chaval de diez años se sentaba a nuestra mesa, la madre llevaba de
la mano a su hija, de unos catorce, como si fuera una niña pequeña,
y la colocó suavemente al lado de su hermano. La muchacha tenía
unos rasgos israelitas muy pronunciados, en su más pura esencia: la
piel de una carnación alabastrada, grandes ojos negros, profundos y
aterciopelados, cabellos de un negro azabache y rizados en torno a
su fino rostro. Pero la expresión de la cara de esa criatura estaba
muy alejada de allí, casi ausente.
Les sirvieron con rapidez, pues su pasador
debía de estar a punto de llegar. El chaval comía con apetito, con
la despreocupación propia de su edad. La muchacha permanecía
inmóvil, y su madre tuvo que llevarle la cuchara a la boca
repetidas veces. Le contó a la enternecida hospedera que la chica
se había sumido en ese estado desde la noche que, despertada por el
jaleo, había asistido a la detención de su padre.
—He ido a ver a un médico en Grenoble. Me ha
asegurado que su estado volverá a ser normal. En Suiza hay grandes
especialistas que seguro que podrán curar a mi querida Rachel —dijo
emitiendo un suspiro.
Letellier me comentó con voz
temblorosa:
—¡Dios santo, y que sea en Francia donde
sucedan estas cosas!
Entretanto, entró en la sala un aldeano. La
madre se levantó, seguida del chico, recogió un pequeño paquete,
tomó la mano de la hija demente y nos hizo un gesto de
despedida.
El trágico grupo desapareció en pos del
hombre camino de la salvación... o de la deportación.
Nos quedamos callados, inmerso cada uno en
sus pensamientos.
Nuestro pasador tardaba en venir. A las dos,
el joven guía se empezó a poner nervioso. Fue a consultar a la
patrona y volvió más bien intranquilo.
Finalmente, la dueña del albergue fue en
busca de información y, cuando regresó, nos anunció que no había
podido encontrar al señor Charles en todo el pueblo.
—Ojalá no le haya ocurrido nada. Es un
hombre de palabra y puntual al minuto —suspiró la mujer—. Bueno,
queda Julot, y está por aquí. ¿Quieren hablar con él?
—¿Julot? ¿Julot? —preguntó el joven guía—.
¡Vaya lío! Me han ordenado que me ponga en contacto con Charles. No
sé qué hacer. Es imposible llamar por teléfono. Volver a llevarlos
con mi gente en Grenoble es aún más peligroso. ¡No podemos dar
marcha atrás! Tráigame a Julot, venga. Seguro que lo conozco,
aunque, claro, no es Charles. ¡Este es todo un as! ¡Menudo
atolladero, joder!
Estaba hundido. Nuestra inquietud iba en
aumento, como es fácil imaginar.
Un cuarto de hora más tarde entró un hombre
en la sala. Ya solo su aspecto me inspiró la más violenta
antipatía. Desaliñado, con la cara y las manos sucias, hablaba muy
alto y se expresaba groseramente.
—Si no me quieren a mí, apáñenselas solos.
¡Siempre Charles! ¡Claro, como lo hace por cuatro perras! ¡Pues que
se la cargue Charles! ¡Ya estoy harto de este condenado trabajo! A
mí lo que me gusta es ir de fiesta al pueblo.
Nuestro guía se lo llevó a la habitación de
al lado. Hablaron un momento. Cuando volvieron, Julot nos soltó
este discurso:
—Hay que ponerse en marcha enseguida.
Estamos en invierno, el sol se oculta pronto. Escúchenme bien: yo
iré delante, unas veces a pie y otras en bici. Ustedes me seguirán,
a cierta distancia, por supuesto. Si yo me paro, ustedes se
acercan. Si yo me siento en la pendiente, o me pongo en cuclillas,
es que hay peligro. En ese caso, métanse en el bosque sin llamar la
atención. ¿Entendido? Si los pilla la pasma y les pide la
documentación, enséñensela, naturalmente, sin titubeos, con
educación. Si cuela, sigan su camino y me encontrarán unos
centenares de metros más allá, detrás de un árbol. Pero si su
documentación no es del agrado de esos cabrones y los detienen, ¡yo
ni los he visto ni los conozco! Ustedes no digan que los han
llevado hasta allí, ni quién ni adónde. ¡Ustedes no me conocen! Que
me arresten a mí no les servirá a ustedes de nada y sería una
pérdida para sus compañeros que llegan a diario y que nosotros
salvamos. ¡Para un pasador solo cuenta el día de hoy! ¿Están de
acuerdo, señoras y señores?
—De acuerdo —dijimos todos.
Yo no era la menos convencida del éxito de
esa expedición, ante tal actitud. Cosa rara, pese a tener una clara
conciencia del grave error que estábamos a punto de cometer al
fiarnos de ese hombre, ¡me dejé llevar! Oí a Letellier decirle a
Julot que yo le devolvería los documentos de identidad, que luego
tendría que restituírselos a él, para lo cual estaría en el
albergue esperando el resultado de la empresa.
Muchas veces me he preguntado después
por qué acepté seguir a ese pasador que
me inspiraba tanta aversión y desconfianza. Hoy creo que fue debido
al deseo, más fuerte que cualquier otra cosa, de acabar de una vez,
de no pensar más, de dejar de buscar y de que sucediera ya lo que
tenía que suceder. Me sentía como la ahogada que renuncia a seguir
luchando y se abandona a las fuerzas de la naturaleza.
Los jóvenes cargaron su mochila tirolesa, su
morral y su manta. Yo cogí automáticamente mi hatillo.
—¡Vámonos ya, vámonos ya! —nos presionaba
Julot.
Agradecí muy calurosamente a mi compañero de
Niza todo lo que había hecho por mí. Me despedí de él sintiéndome
de verdad sumida en un estado de semiinconsciencia, ausente.
—¡Vámonos ya! —insistía Julot.
Cuando pasé por delante de él, me impresionó
mucho el fuerte olor a alcohol que desprendía su aliento. Debía de
haber bebido copiosamente. Constatar esto también me dejó
indiferente. Era demasiado tarde, todo era demasiado tarde. Lo que
sucediera en adelante sería el destino ciego quien lo habría de
decidir.
Nos pusimos en marcha. El sol palidecía, el
paisaje se había vuelto blanco, la nieve se endurecía bajo nuestras
pisadas. Durante cinco kilómetros, los tres jóvenes y yo fuimos
detrás de Julot a una distancia de unos cien metros. Cuando llegó a
la altura de un grupo de casas, se detuvo y nos esperó.
—¿Les importa que humedezca un poco estos
cinco kilómetros? —dijo con un tono zalamero.
Le pasé un billete y penetró en un cafetín.
Nosotros seguimos avanzando, pero a menor velocidad. Julot no tardó
en alcanzarnos.
Aumentamos el ritmo. Al cabo de una hora,
mis compañeros me llevaban una considerable ventaja. Me reuní con
ellos en el cruce de una carretera. Julot me esperaba para darnos a
todos nuevas instrucciones. Les rogué que no se alejaran demasiado
para no perderlos de vista. Una de las chicas me replicó:
—Cada uno camina a su marcha. Esto no es un
paseo.
La otra la corrigió:
—Venga, Suzy, ten compasión con la señora,
que no tiene nuestra edad.
Durante un buen rato, todos caminaron más
lentamente. Pero media hora más tarde, mis jóvenes compañeros
estaban ya muy lejos, fuera de mi vista. Yo seguí por la carretera
y, al salir de una nueva curva, vi a Julot apoyado en su bici y
rodeado por los jóvenes. Nos anunció:
—Ahora vamos a llegar a un túnel. Lo
atravesaremos. Luego hay un viaducto. Iremos por él y luego
volveremos de nuevo a la carretera. —Y dirigiéndose a mí, añadió—:
Cuando dejemos el viaducto, antes de entrar en el pueblo, yo me
detendré. Ese será el momento en que tendrá que darme su
documentación para que yo se la entregue al señor del albergue...
Luego atraviesen el pueblo directamente. Ustedes son unos turistas
como tantos otros que hay por aquí. Pasado el pueblo, llegarán a
una vía férrea. Hagan allí un alto junto al paso a nivel, ¡y en un
santiamén casi habrán llegado! Les indicaré el lugar exacto por el
que tienen que pasar volando a Suiza. ¿Lo han entendido
todos?
—Entendido —respondieron nuestras cuatro
voces.
Quinientos metros más allá, entramos en el
túnel. Enseguida nos envolvió una completa oscuridad. Por fortuna,
habíamos seguido el consejo de la organización de proveernos de
unas linternas.
¡Es difícil imaginar cómo fue aquel camino
entre tinieblas!
Las piedras del balasto se hundían a nuestro
paso. Julot iba delante, con su bici al hombro, haciendo esfuerzos
por mantener el equilibrio. Los jóvenes me aventajaban ahora por
muy pocos metros. Tropezábamos continuamente. Una chica perdió un
tacón del zapato y se detuvo a arrancarse el otro a la fuerza. Yo
avanzaba cada vez con mayor dificultad. Me caí en más de una
ocasión.
A lo lejos, surgió un débil resplandor.
Estábamos llegando a la salida. Nos paramos para recuperar el
aliento y echamos un vistazo a nuestro alrededor.
Abajo, en el valle, había una ciudad.
—Ginebra —resopló Julot.
Y se dirigió hacia el viaducto empujando su
bicicleta.
Lo seguimos. Por aquí y por allá faltaban
algunas traviesas. Era obvio que el viaducto no estaba preparado
para peatones. Por debajo corría el lecho de un río seco lleno de
piedras y de rocas. Presa del vértigo, evitaba a toda costa mirar
hacia el abismo. Me puse a contar las traviesas para concentrar mi
atención. A base de voluntad, logré no fijarme en nada más.
Nuevamente, pusimos pie en tierra firme.
Como si se hubieran quitado un peso de encima, los jóvenes
caminaban por la carretera con renovadas energías. Yo, en cambio,
estaba totalmente extenuada y al límite de mis fuerzas.
El cielo empezaba a oscurecerse. El día
declinaba.
Julot se detuvo.
—Su documentación —dijo.
Se la di. La metió dentro del hueco de un
tronco que parecía usar habitualmente como escondrijo, pues sacó de
allí un paquete de cigarrillos y un sobre.
Reanudamos la marcha.
Tenía mis pies tan hinchados que apenas si
podía seguir a mis compañeros. Me senté en el talud para quitarme
los zapatos, que me apretaban dolorosamente. Como vi que todos se
alejaban rápidamente, me levanté y me puse a caminar solo con las
medias por un suelo duro y con escarcha. Afortunadamente, en
Grenoble había comprado unas medias de lana muy gruesas, pero estoy
convencida de que, si hubiera hecho falta, habría caminado con los
pies desnudos. Descalza, mi ritmo de marcha mejoró.
Bajó una ligera bruma cubriendo los
campos.
Innumerables luces relucían por la parte de
Ginebra, que parecía estar más cerca cada vez. Pero a mi alrededor
todo era negrura. Al fulgor de una linterna, iba como en un sueño,
melancólica, agotada, ausente. Caminé siguiendo las indicaciones de
Julot: llegué al pueblo, rodeé la fuente y me hallé delante del
paso a nivel.
Silencio. ¡Nadie!
Mis compañeros habían desaparecido. Era como
si se hubieran desvanecido...
Yo estaba allí parada, sin saber qué
dirección tomar. Tiritaba. Aproveché ese nuevo descanso para volver
a ponerme los zapatos. Estaba segura de hallarme en el lugar donde
Julot tendría que mostrarnos el paso para cruzar las vías. Pero no
podía distinguir nada de nada, de lo densa que era aquella
bruma.
Por un segundo, me vino la idea de volver
sobre mis pasos, coger los dos carnés y regresar al albergue; pero,
al mismo tiempo, sentía que no lo lograría jamás.
Mi cansancio físico era tal que
experimentaba una indolencia cercana al abatimiento. De repente, me
entró mucho sueño.
Me desperté por un esfuerzo inconsciente.
Este breve respiro me permitió recuperar un poco las fuerzas.
Habituada ya a la oscuridad, distinguí vagamente una carretera que
torcía a la izquierda. A tres pasos, delante de mí, había un
barranco a lo largo del cual se alzaban las sombras de unos
árboles. No podía ir más lejos sin antes inspeccionar un poco la
zona. Se me ocurrió explorar aquel barranco para ver hasta dónde
conducía.
En cuanto decidí hacerlo, el lugar ejerció
en mí un extraño atractivo, una misteriosa fascinación. Avanzaba a
tientas... cuando, súbitamente, una luz cegadora me dio en plena
cara y me deslumbró. Con los ojos instintivamente cerrados, oí que
una voz me interpelaba con tono guasón:
—¡Mira por dónde! ¿Qué hace usted aquí, en
plena noche?
Era un guardia de aduanas.
—¿Está buscando a sus compañeros que la han
precedido? —prosiguió aquel hombre—. Pues venga, que la están
esperando.
Me cogió del brazo.
Caminamos no más de cincuenta pasos hasta
llegar a la oficina de la aduana. Iluminada por las linternas, vi
la barrera móvil. Al otro lado, a escasos metros... Suiza.