XI ANNECY
Después de varias horas viajando a través de
las montañas grandiosas en su decorado invernal, el autocar llegó a
una ciudad, se metió por algunas calles y se paró delante de unas
altas murallas. Un gendarme llamó a un gran portón de hierro;
rechinó una cerradura, se abrió una verja y entramos en el patio de
una cárcel.
Estábamos en una prisión.
Nos pusieron en fila a lo largo de un
pasillo que iba desde el pórtico hasta unos despachos. Al estar las
puertas abiertas, el viento gélido se colaba por todas partes.
Fueron metiéndonos allí, unos tras otros, delante de un funcionario
que redactaba nuestras órdenes de detención y nos hacía rellenar y
firmar un cuestionario. Otro funcionario nos tomó las huellas y
procedió a tomarnos las medidas habituales, tallaje, etcétera. Nos
quedamos allí, apáticos, alzando ridículamente el dedo ennegrecido
por la tinta y esperando indolentes que acabaran aquellas
formalidades.
Los hombres fueron conducidos de inmediato
al fondo de un patio grande donde estaba la sección que les
correspondía: eran veintiocho. Nosotras éramos once mujeres, una de
las cuales tenía dos niños muy pequeños. A esta no tardaron en
enviarla a la enfermería. Otra iba con un niño de seis años al que
mandaron a un orfanato. El pequeño se fue sin rechistar. Estaba tan
agotado como los adultos.
Según nos ordenó el funcionario, seguimos a
una carcelera que nos llevó a otra sala, igualmente gélida. Allí,
nos registró detenidamente, nos quitó tijeras, agujas, cordones y
cosas por el estilo, y me confiscó una botella de jarabe contra la
tos. Ella dijo que no sabía si ese era exactamente su contenido.
Una vez depositados los equipajes en el almacén, la guardiana se
dirigió a una puerta cerrada que tenía una mirilla y un letrero en
el que ponía: TALLER, detrás de la cual parecía oírse un murmullo
de voces. La abrió y nos indicó que entráramos. Las voces se
callaron y lo primero que vi, como en una pesadilla, fue un montón
de caras pálidas de mujeres vueltas hacia nosotras.
Me quedé un momento cerca de la entrada,
pegada a la pared. Mi cabeza estaba tan embotada como vacía.
Escruté la sala. Dos ventanas enrejadas daban luz a la estancia de
paredes blancas. Unos bancos y tres grandes mesas eran todo el
mobiliario de la habitación. Enfrente de la puerta había otra más
pequeña, con el letrero escrito a lápiz: BAÑOS.
En cuanto la carcelera desapareció, todas
las prisioneras se levantaron, nos rodearon y nos asaetearon a
preguntas. ¿Qué noticias había de la guerra? ¿Había aumentado o
disminuido la intensidad de las persecuciones? ¿De dónde
procedíamos? ¿En qué circunstancias nos habían arrestado? ¿En qué
localidad había sido? Y así continuamente...
Hacía mucho rato que había pasado la hora de
comer; debido a nuestros viajes y a las formalidades del ingreso,
sencillamente nos la habíamos «saltado»; las prisioneras juntaron
algunas provisiones para dárnoslas a nosotras.
Me senté en un banco a escuchar lo que
contaban acerca de huidas y arrestos mientras, a duras penas,
contestaban a las mil preguntas que la angustia inspiraba a mis
compañeras. En aquella sala, todos los pensamientos giraban
alrededor de estos cuatro problemas: guerra, huida, arresto,
deportación. Esta última palabra se pronunciaba de una manera
especial, bajando un poco la voz con un escalofrío contenido y una
expresión de horror.
A las seis, la puerta se abrió y pusieron
sobre las mesas los recipientes que contenían una sopa de verduras,
patatas y fideos.
—¡Las nuevas! —nos llamó la carcelera.
Nos presentamos ante ella y nos dio a cada
una un cacillo y una cuchara. Los cuchillos y los tenedores, al ser
instrumentos de posibles suicidios, estaban prohibidos.
Una media hora más tarde se distribuyeron
cartas y postales censuradas y paquetes previamente
registrados.
Los allegados de la mayoría de las cautivas
ya habían sido deportados, por lo que los paquetes constituían una
ganga de unas pocas privilegiadas. Las beneficiarias lo sabían y
compartían aquellos envíos con todas las demás.
A las siete, la carcelera apareció otra vez
para gritar:
—¡Todo el mundo al dormitorio! —Y luego—:
¡Las nuevas!
Recibimos una sábana y una toalla de color
gris oscuro. Como lavarlas era imposible, debido a la falta de
jabón, la prisión se limitaba a hervir la ropa blanca.
Fui detrás del tropel de mis compañeras de
infortunio.
—Ven y mira —me dijo una de ellas—, para que
estés al corriente cuando te suceda a ti.
En el pasillo había unos recipientes de
chapa esmaltada que teníamos que llevarnos al dormitorio. Los
cogimos al mismo tiempo que unos cacillos con agua para la noche.
Tardé varios días en acostumbrarme a manejar con destreza aquel
complicado tráfico de recipientes.
Los dormitorios grandes contaban con entre
veinte y treinta jergones; los pequeños, con tres o cuatro... A mí
me instalaron en uno de estos últimos, compartido con dos presas.
Las tres nos presentamos.
Una de mis vecinas era la madre de un
cantante célebre en América. Su marido se hallaba encarcelado en la
sección de los hombres. Los cónyuges tenían derecho a
intercambiarse dos cartas por semana, y esta pobre mujer no vivía
más que de esos trozos de papel, calificados de cartas, que debía
redactar en francés y que recibía en el mismo idioma. No era fácil
para ellos, pues la pareja era holandesa y apenas si tenía nociones
de francés. Nosotras la ayudábamos como podíamos con su
correspondencia.
La otra mujer, una alemana enérgica y muy
guapa, era esposa de un fabricante, otrora millonario, que en 1935
había conseguido sacar de Alemania una parte de su fortuna. El
matrimonio se había establecido en los alrededores de Lyon. Los
contactos profesionales del marido le habían granjeado a su negocio
una pequeña pero muy fiel clientela francesa. En 1940, la ley
concerniente a los judíos alemanes, acusados de ser miembros de una
quinta columna nazi en Francia, los llevó, junto con sus dos hijas,
a un campo de concentración. Después de meses de esfuerzos, y
gracias a la intervención en Vichy de un abogado lionés muy
reputado, toda la familia fue liberada.
Con la llegada de los alemanes a Lyon y ante
el peligro inminente de deportación, tuvieron que huir hacia la
frontera helvética, en la que fueron rechazados y conducidos a la
prisión de Annecy.
Aunque esos dos matrimonios habían contado
con pasadores «de primera clase», su suerte fue similar a la
mía.
Las dos mujeres se habían lanzado a aquella
aventura con abrigos de pieles y vestidos elegantes, más algunas
joyas y unos minúsculos maletines para su lencería. No querían
llegar a Suiza vestidas con harapos, ya que estaban muy seguras de
que el éxito coronaría su tentativa de huida.
Yo había empleado el procedimiento inverso
con el mismo resultado.
¡Qué extraño espectáculo era ver a aquellas
dos mujeres, tan pulcras y elegantes, sentadas sobre el miserable
jergón de aquella celda desnuda y fría!
Mis dos compañeras me informaron de que
estábamos en prisión preventiva. Deberíamos pasar ahora por un
proceso en toda regla. De su desenlace dependía nuestra liberación
o el traslado a uno de los campos de Francia, donde nos esperaba
probablemente la deportación. En principio, se internaba allí
directamente a las personas de menos de sesenta años que hubieran
cometido el delito de desplazarse sin autorización y usando
documentación falsa. Por tanto, yo necesitaba urgentemente hacerme
con los servicios de un buen abogado. Ellas ya contaban con
uno.
Pasé la noche con mucha inquietud y
atormentada, reflexionando acerca de todas esas necesidades.
Además, en medio de ese caos interior, tosía sin parar. El
dormitorio común, como era de esperar, no tenía ninguna
calefacción, y yo había cogido frío cuando fui en dirección a Suiza
caminando sin zapatos.
A las seis de la mañana hicimos nuestra
«cama»; a las seis y media la carcelera abrió las puertas para
llevarnos al susodicho «taller».
Allí, de dos en dos, nos lavábamos en un
fregadero sobre el que manaba el agua de dos grifos. El frío
fustigaba, pero una vez aseadas, nos podíamos poner nuestros
abrigos y nuestros guantes y a duras penas conseguíamos así
calentarnos un poco. Con este objetivo, las mujeres de origen
alemán hacían, además, gimnasia.
Seguida de dos prisioneras condenadas a
penas de dos y tres años, la carcelera reaparecía
proclamando:
—¡Toca la hora del café!
Nos poníamos en fila con los cacillos en la
mano y, mientras una de las presas nos distribuía la ración diaria
de pan, la otra nos servía aquel brebaje. Luego, permanecíamos en
esa misma sala, donde escribíamos, leíamos y arrostrábamos el
futuro, muy juntas unas con otras. Un cristal roto nos hacía las
veces de un tragaluz abierto.
Una vez a la semana, a eso de las diez, la
carcelera anunciaba:
—¡Señoras, toca ir de compras!
A partir de ese momento, podíamos
inscribirnos en una lista e indicar qué cosas, de entre los
pequeños objetos que estaban autorizados, queríamos que nos
hicieran llegar: papel de carta, tinta, portaplumas y plumines (que
tenían la particularidad de perder su punta al primer uso); jabón
hecho de arena y arcilla y unas «sacarinas», caramelos negros de
uvas pasas azucaradas, permitidos probablemente para endulzar la
amargura de nuestros días. De todo aquello hacíamos un gran
gasto.
Nadie allí disponía de cupones. Las
cartillas de racionamiento que se hallaban en poder de los
fugitivos eran todas confiscadas, unas porque pertenecían a algunos
franceses, otras porque eran falsas. Los amigos, avisados del
arresto, las enviaban a menudo a los detenidos. La población y la
caridad pública francesas también las mandaban a nuestra atención a
la dirección de la cárcel.
El «taller» solo tenía de taller el nombre.
Era imposible trabajar en él por la sencilla razón de que las
agujas y las tijeras estaban prohibidas. Perdíamos el tiempo allí
en una ociosidad que a veces se veía interrumpida por discusiones
violentas, ya que, además de las treinta y cinco malhechoras de
nuestra especie que habíamos querido «pirárnoslas sin
autorización», nos acompañaban también dos ladronas profesionales,
con tres condenas cada una, una perista, una cómplice de un
fabricante de falsos cupones de racionamiento y una chica ligera de
cascos que se había aprovechado de su «visita» en un hotel para
robar unos vestidos.
La armonía estaba lejos de reinar entre esas
mujeres, que se arrojaban a la cara los insultos más pintorescos.
Eran «el hampa» por excelencia. Y a mí me parecía estar viviendo en
una novela de Carco...*
Entre las fugitivas había una doctora
alsaciana, una pianista polaca, dos estudiantes belgas, la mujer de
un rabino de Amberes, la de un diamantista de esa misma ciudad,
cinco polacas con sus hijos, una rusa de Bakú, una holandesa y
varias alemanas y austriacas.
Jóvenes o mayores, guapas o feas, frescas o
marchitas, chicas o amas de casa, todas habían escapado de la
deportación.
Una joven francesa, pasadora compasiva, que
había guiado a fugitivos hasta la frontera, había sido detenida y
encarcelada con ellos. Buena y paciente, era el consuelo de las
débiles. Su beneficiosa influencia llegaba a todas las presas que
le pedían consejos para cualquier cosa y solicitaban todo tipo de
información.
Era la señorita Adrienne, la única de
nosotras que se mostraba siempre inalterablemente apacible.
Una mañana en que nuestra carcelera, a quien
teníamos que llamar la patrona, vino para
llevarse a varias presas al locutorio, me acerqué a ella y le pedí
que me devolviera mi botella de jarabe contra la tos.
Ella gritó:
—¡Ya se le ha dicho que nada de
jarabe!
Intenté convencerla:
—Es que toso y no dejo dormir a mis
compañeras.
Entonces, ella estalló:
—¿Es usted o soy yo quien ha de velar aquí
por el orden? ¿Quién me dice a mí que hay jarabe en esa botella? ¡A
lo mejor se quiere usted envenenar! ¡Ya hemos visto de todo por
aquí! Si vuelve a pedírmelo, pasará la noche en el «taller». Y
escuche bien: si me cabrea, esta tarde no hay cartas ni paquetes
para ninguna de ustedes —gruñó mientras salía.
Me intimidó tanto aquella bronca que corrí a
ocultarme detrás de mis compañeras.
Para consolarme, escribí a los Marius, que
probablemente ya debían de estar al corriente de mi desventura por
el señor Jean Letellier.
Pronto pude comprobar que nuestra carcelera
no era tan feroz. Acostumbrada a mantener una disciplina absoluta
entre sus internas habituales, nuestra presencia la descolocaba.
Desorientada, disimulaba su malestar por nuestra causa amparándose
en una rudeza huraña y gritona.
Cuando, para dirigirnos a ella, empezábamos
con:
—¿Puedo pedirle...?
Ella nos interrumpía enseguida:
—No hay nada que pedir aquí. Yo doy las
órdenes. ¡Obedezca!
Por lo que no nos atrevíamos a proseguir
con:
—¿... pedirle autorización para cerrar la
ventana que hay arriba de la cama? La lluvia nos está
inundando.
Lo que no impedía que ella vociferase al día
siguiente:
—¡Serán holgazanas, mira que dejar una
ventana abierta y que la lluvia las mee encima!
En cambio, si se percataba de que habíamos
cerrado una ventana sin su autorización, exclamaba, con una voz que
te ponía la piel de gallina:
—¿Quién ha cerrado esa ventana? ¿Soy yo la
que manda aquí o qué pasa?
Entonces nos sumíamos en un ansioso
silencio.
—La patrona es una bocazas —decía la
perista—. Os grita para que os duela la barriga.
Estas escenas deberían habernos divertido,
pero estábamos demasiado estremecidas por las sacudidas anteriores.
Por otra parte, todos los días nos llegaba la noticia de que
algunas de nuestras compañeras eran sacadas de la cárcel en
dirección a Gurs. Atormentadas por la perspectiva de la
deportación, estábamos extremadamente nerviosas y nos tomábamos muy
en serio cada pequeño incidente cotidiano.
Un sábado por la tarde, Adrienne nos dijo
que al día siguiente dirían misa en la capilla de la cárcel.
—¿Y si vamos todas a rezar? Dios está allí
para todo el mundo, sin distinción de religiones —propuso una de
las presas.
La mayoría aceptó.
Antes de llevarnos a los dormitorios, la
patrona anunció:
—¡Mañana toca ir a misa! ¿Quiénes son las
que irán?
Alzaron la mano unas veinte de
nosotras.
Profundamente disgustada, la patrona
protestó:
—Si en los tiempos que corren se apuntan
todas las judías para ir a la capilla, no habrá sitio para las
cristianas de verdad.
Con amabilidad, Adrienne contestó:
—A ver, señora, no irá usted a impedir que
estas desgraciadas vayan hacia Dios, ¿no? ¿No es eso lo que manda
Nuestro Señor?
El argumento la confundió. No supo qué
decir. Ni tampoco recurrió, quizá porque no tocaba, a su método
habitual, el de vociferar hasta desgañitarse. Aquel fue, creo yo,
un hito en su vida.
Pero al día siguiente se vengó. Cuando las
presas quisieron entrar en la pequeña capilla, ubicada en un desván
de la cárcel, ella gritó de repente:
—¡Las cristianas primero!
Tal vez hizo esa discriminación más por
convicción que por necesidad de demostrar su autoridad. Era su
peculiar manera de manifestar sus sentimientos cristianos. Nuestra
patrona, en realidad, no tenía el alma negra, sino que
sencillamente estaba infatuada por la importancia de su papel de
carcelera principal de la prisión.
Bromeo hoy sobre aquella carcelera (a quien
nosotras llamábamos, en la intimidad, la
señora Ya Toca) sin ningún resentimiento e incluso con un
atisbo de simpatía. Habida cuenta del poder ilimitado que disponía
sobre nosotras, hay que reconocer que podría haberse mostrado mucho
más totalitaria todavía.
Nuestra existencia de reclusas atormentadas
tenía también sus momentos de recreo. Un domingo, una encantadora
vienesa, rubia con ojos verdes, a quien su avanzado estado de
gestación no había quitado su prestancia, madre del muchacho
enviado al orfanato, recibió la visita de su hijo, acompañado por
una monja.
La religiosa contó que el gendarme, cuando
llevaba al nene, le había preguntado su nombre sobre la marcha con
el fin de entregarlo debidamente en la institución.
—¿Cómo te llamas?
—François Besson —había respondido el niño,
tal como sus padres le habían enseñado (pues toda la familia
llevaba, como era costumbre, una documentación falsa).
—Vale. Pero ¿tu nombre de verdad?
—Me llamo François Besson —había vuelto a
decir el chico con firmeza.
Cuando el gendarme volvió a insistir, el
niño, en absoluto desmoralizado, había acabado por reafirmar:
—Oiga, si no me cree, pregúntele a mi mamá.
Yo sé muy bien que me llamo François Besson.
El gendarme se quedó boquiabierto.
Desconocía que decenas de siglos habían forjado la resistencia
moral de ese joven hijo de Israel.
La religiosa nos dijo también que la monja
que vigilaba a los pequeños del orfanato le había preguntado al
niño:
—¿Y tu papá y tu mamá se han muerto?
—Todavía tengo papá y mamá, están en la
cárcel, pero usted sabe, señora, que no han robado nada. ¡Es porque
son judíos!
Y las monjas se habían quedado estupefactas
y enternecidas.
Elocuente por el éxito que despertaba, el
niño nos dijo, con su encantador parloteo, que le habían dado
juguetes y que se divertía con los demás niños.
—¿Sabes, mamá?, ellos no son judíos, pero
también son buenos. No me pegan.
La madre, orgullosa como una reina, contó a
las mujeres que la rodeaban cómo su pequeño se había encarado con
los gendarmes cuando fueron a arrestarlos. El chaval la
interrumpió:
—Les dije todo lo que me habías enseñado,
mamá.
Era un niño rubio y rosado, con hoyuelos en
la cara, muy parecido a su madre. Sus palabras y su actitud eran
especialmente maduras y reflexivas. «Un día —pensé yo al
observarlo—, será uno de esos judíos que no despertarán simpatías.
Lo criticarán por ser demasiado espabilado, astuto e
insoportablemente capaz. ¡No me extraña, después de pasar por esta
escuela de la vida! ¡Seis años! ¡Pobre crío!»
La puerta del «taller» se abrió y la patrona
proclamó:
—¡Toca la hora de la sopa!
Por ser domingo, encima de las mesas estaban
ya puestos los recipientes llenos de una sopa con escasos guisantes
y unos cuantos fideos.
La hora de la visita había acabado...
La apacible religiosa del orfanato y el niño
rosado se marcharon.