II PARÍS
En Francia no se creía en la inminencia de
la guerra. Yo respiraba el aire de la capital. Enseguida me dejé
conquistar por un sentimiento generalizado de confianza. Planeaba
mi marcha para reunirme con los míos en poco tiempo.
En esos días de crisis aguda, París
conservaba su fisonomía habitual: movimiento, colorido,
vitalidad.
En las terrazas de los cafés, en las
esquinas de las calles, la situación era muy comentada. En el metro
se leía el periódico del vecino por encima del hombro; la necesidad
de comunicación y, a ser posible, de conocimiento de detalles
inéditos mediante un interlocutor quizá mejor informado incitaba a
dirigir la palabra a cualquier recién llegado, a pararse en la
calle a escuchar, a mirar, a charlotear.
El público compraba los periódicos, todavía
húmedos de tinta, tras esperarlos con avidez en la puerta de las
redacciones. La muchedumbre se empujaba para atrapar al vuelo un
ejemplar; los vendedores parecían tener alas. Delante de los
kioscos se hacía cola con mucha antelación antes de la llegada de
los ciclistas. Algunos cogían diversos diarios de opiniones
contrarias, les echaban un vistazo allí mismo ansiosamente y se los
pasaban enseguida a otros lectores.
Los grandes periódicos de información tan
pronto tranquilizaban a la opinión pública como la invitaban a
prepararse ante acontecimientos inevitables.
En las casas, en los patios, en las plazas,
en las oficinas, en los restaurantes y en los cafés, la radio
estaba permanentemente encendida. Era imposible escapar a su
influencia. Su voz enronquecida penetraba por todas partes, incluso
en las salas de teatro y durante los entreactos de los conciertos
de música clásica.
En los aparatos se oía por igual un
batiburrillo en todas las lenguas. ¡Era una auténtica torre de
Babel! Algunos pedían que los despertaran por la noche para
escuchar las emisoras americanas. ¡Qué obsesión! La tensión
nerviosa alcanzó esos días un grado indescriptible.
Totalmente poseído por un ardiente deseo de
paz, el pueblo francés esperaba. La
famosa frase «También el año pasado vimos venir lo peor y luego
todo acabó en nada» corría de boca en boca, como el estribillo de
una canción de moda.
Este es el motivo por el que el inicio de
las hostilidades sumió a toda Francia en la consternación.
Para mí supuso un dolor desgarrador.
Solo en ese momento fui consciente de que la
separación de mi madre sería muy larga. Me vi lejos de ella y de
toda mi familia por culpa de la duración de la guerra, lo que
significaba una eternidad de preocupaciones y de tormentos por su
causa.
El ejército alemán avanzaba, invadía Polonia
y se apoderaba de ella. Yo seguía con angustia sobre el plano el
fulminante avance del enemigo...
La TSF daba incansablemente detalles
horrorosos de carnicerías, batallas, bombardeos, devastación y
masacres de poblaciones. Era a la hora de la comida cuando la radio
emitía los comunicados, y teníamos que acostumbrarnos a comer,
beber, masticar y tragar a la vez que escuchábamos las noticias más
sangrientas y catastróficas. El horror se instaló en la vida
cotidiana.
París se había vuelto, de un día para otro,
extrañamente silencioso.
Así empezó para Francia el curioso periodo
de calma militar llamado la guerra de
broma.
Entonces fue cuando la prensa inició una
gran campaña contra lo que se conocía como la
quinta columna, asentada por todas partes desde hacía años.
Ávido de diversión, el público demostró un apasionado interés por
esas revelaciones sensacionales.
La prefectura de policía adoptó «medidas
excepcionales» de orden general y decidió censar a todos los
extranjeros y revisar su situación.
Tales medidas, establecidas sin una
preparación previa, se ejecutaron en el acto. Las comisarías de
policía, los directores de hoteles, los dueños de pensiones, los
porteros, los arrendadores que se ocupaban de los extranjeros
fueron conminados a asegurarse de que estos últimos se atuvieran a
las nuevas ordenanzas.
La población entera se puso a vigilar a los
«sospechosos». De la noche a la mañana, miles de extranjeros
aparecieron delante de la prefectura haciendo una cola que pasaba
por el muelle de las Flores y se alargaba hasta el bulevar
Saint-Michel.
Venían a ocupar su lugar desde que amanecía;
traían una silla plegable, un tentempié, un libro, algún periódico
y aguardaban con paciencia, primero bajo la lluvia de septiembre y
octubre, luego bajo la nieve de noviembre y diciembre.
Separadas de sus países de origen por la
guerra, sin posibilidad de regresar, muchas de ellas carentes de
recursos, aquellas personas esperaban cansadas y aturdidas. Un
terrible abatimiento reinaba entre esa multitud heteróclita de
desarraigados.
La movilización general había llamado a
filas a la mayor parte de los hombres válidos, por eso el personal
de la prefectura estaba formado sobre todo por mujeres jóvenes.
Estas no estaban mínimamente preparadas para tan abrumadora tarea y
enseguida se vieron desbordadas.
Provista de mi silla plegable, hice cola
durante interminables horas para obtener mi permiso de residencia
en Francia.
Aquello me era de una fatiga extrema, tanto
física como moral. Rezongaba para mis adentros, pero soportaba con
valentía aquellas exigencias policiales. A todos los extranjeros,
sin diferencias de nacionalidad ni de raza, se les habían impuesto
esas largas formalidades, llevadas a cabo un poco por rutina. No
tenían nada de vejatorio. Eran fruto de la confusión general.
Así que me puse a esperar pacientemente, a
veces con toses, algunos días incluso con fiebre.
¡Qué más daba! Era París, el París de los
atardeceres a lo largo de los muelles, delante de los puestos de
los bouquinistes, que me parecían estar
repletos de nuevos tesoros desde mi última visita.
La actitud de los editores era muy benévola
con respecto a mí. Me felicitaban y me prometían su apoyo si abría
una nueva librería.
El agregado cultural, recién llegado también
a París, me dijo algo muy alentador para mí:
—Usted tiene el mérito de haber permanecido
en su puesto hasta el último minuto. —Y añadió sonriente—: Como un
bravo soldado.
El hombre se esforzaba en hacerme menos
dolorosa la separación de mi querida librería, igual que antaño me
había ayudado tan generosamente a defenderla contra todas las
adversidades.
Así empezaron para mí, bajo un cielo
lluvioso, los días infinitamente sombríos de la nueva guerra.
Finalmente, obtuve un permiso de residencia.
En él se estipulaba que podía disfrutar de la hospitalidad de
Francia hasta que las hostilidades llegaran a su fin.
La guerra cobraba un ritmo cada vez más
acelerado. Los alemanes franqueaban nuevas fronteras. El enemigo se
acercaba a Francia. La «guerra de broma» pronto cesaría.
Sin embargo, confiados en la solidez de la
Línea Maginot, todos seguían creyendo imposible la violación del
territorio nacional.
En un momento dado, las incursiones aéreas
alemanas empezaron a abatirse sobre la región parisina. Las bombas
cayeron sobre las fábricas del extrarradio.
La incertidumbre era general. La prensa y la
radio no dejaban de dar consejos e instrucciones. El público
permanecía vacilante. ¿Qué era mejor, morir en la propia casa o
asfixiado en un sótano?
Cuando las sirenas sonaban, unos se quedaban
en la cama, otros bajaban a los refugios, luego regresaban a sus
casas o aguardaban en el hueco de la escalera. Algunos se
aventuraban hasta el portal del edificio «para echar un vistazo» y
charlar con los vecinos.
Los encargados de la defensa de los
inmuebles reñían con severidad, pero luego eran más permisivos. «En
el fondo, quién sabe qué es lo mejor», confesaban.
Los parisinos estaban orgullosos de no haber
tenido miedo y se pasaban las mañanas contándose mutuamente sus
impresiones por teléfono.
Solo cuando, hacia finales de mayo de 1940,
la confianza en la posibilidad de la defensa se vino abajo de
repente, empezaron a pensar en abandonar París.
El gobierno recomendaba marcharse;
quienquiera que no fuese absolutamente útil en la capital debía
alejarse de ella, empezando por los ancianos.
Los colegios cerraron; las vacaciones se
adelantaron así dos meses. Todo el mundo se preparaba para la
partida, con mucha calma por otra parte.
Mi viejo profesor de antaño, el amigo
siempre fiel, me propuso que lo acompañara hasta Aviñón, donde él
se quedaría. Recuerdo que aquel día estábamos sentados en la
terraza de nuestro café habitual de la plaza Saint-Michel, La Boule
d’Or. Me hablaba de las bellezas de la histórica ciudad. El puente
de Aviñón, que hasta la fecha para mí solo formaba parte del
terreno de la canción y del pasado lejano, iba a convertirse en una
realidad...
Como la radio recomendaba procurarse un
salvoconducto para el viaje, acudí muy temprano a la comisaría de
policía de mi barrio. No me sorprendió lo más mínimo encontrarme ya
con una cola de solicitantes. Después de mis largas sentadas
delante de la prefectura de policía, nada me asustaba al
respecto.
Me metieron con un grupo y me pusieron cerca
de una mesa donde estaban sentados unos agentes. Supimos que había
que proveerse bien de un certificado médico que acreditara la
necesidad de una estancia en la costa o en el campo, bien de una
invitación personal de alguien que viviera en la región a la que
pensábamos dirigirnos, preferentemente de un pariente próximo o
enfermo que necesitara de nuestra ayuda.
Nada más salir de la comisaría, unos corrían
a asediar las consultas de los médicos y otros a descubrir
parentescos más o menos lejanos; cada quien buscaba lo que más le
convenía y empezaba a adquirir una nueva inventiva para afrontar
cualquier situación.
Mi viejo amigo avisó urgentemente a un
ahijado suyo, quien me envió de inmediato una invitación en toda
regla.
Las llamadas a la población se volvían más
apremiantes, pero, al mismo tiempo, los salvoconductos eran cada
vez más difíciles de obtener. El mío me llegó en el momento
propicio.
La víspera de mi salida de París, tuve
noticias de mi librería por medio de la embajada de Suecia: las
colecciones de libros y de discos, metidas en cajas, así como los
muebles y los estantes, habían sido depositados en un guardamuebles
merced a las atenciones de esa embajada.
Tres meses más tarde se me avisó, mediante
un intermediario suizo, de que el depósito entero acababa de ser
confiscado por orden del gobierno alemán a causa de mi raza.
Guiada por la experiencia y en previsión de
cualquier eventualidad, tuve la idea de solicitar a los editores
una carta de recomendación antes de partir hacia lo desconocido. Me
remitieron a un servicio dependiente de la Presidencia del Consejo,
donde me dieron un documento redactado en estos términos:
La señora F4 ha sido durante largos años directora
abnegada e inteligente de una librería dedicada exclusivamente al
libro francés y fundada por ella misma en Berlín en 1921. Ha
prestado a Francia un auténtico servicio en la difusión del libro
francés en el extranjero. Es nuestro deseo que pueda disfrutar en
nuestro país, por el que tanto y tan bien ha trabajado, de todos
los derechos y de todas las libertades.
El documento estaba firmado por un alto
funcionario de la Presidencia del Consejo.
Hice rápidamente mi equipaje, dos maletas en
total; mandé mi gran baúl rescatado de Berlín a un guardamuebles
parisino.
Generosamente, mi viejo amigo guardó turno
en la estación de Lyon y después de varias horas de espera
consiguió dos billetes para Aviñón.
Era muy difícil encontrar un vehículo en
aquel entonces; me pasé toda una hora en el bordillo de la acera,
con mis dos maletas a los pies, esperando coger un taxi al vuelo.
Al cabo de esa hora, por fin uno se paró.
Era una radiante jornada de primavera.
Atravesé la ciudad de este a oeste; la
orilla derecha desfilaba melancólicamente ante mis ojos con sus
maravillosas perspectivas que se perdían en el infinito.
Me parecía más hermosa que nunca en su
imponente majestuosidad y, al pasar por delante de ella, me
arrancaba una dolorosa despedida.
En la plaza de la Bastilla, mientras el
taxista disminuía un poco la velocidad, tuve un sobresalto. Una
joven muy elegante se subió al estribo del coche y, sujetándose a
la portezuela, me dijo con una encantadora sonrisa, como si aquella
fuese una visita de cortesía:
—¿Me permite, señora? Es por reservar el
coche.
Delante de la estación de Lyon, el
embotellamiento era tal que el conductor tuvo que dejarme en la
parte baja de la rampa. Menos mal que un borrachín me ofreció sus
servicios de maletero improvisado. Se las apañó bastante
bien.
Media hora más tarde, nos pusimos en
marcha.
El silencio de los campos, la paz de los
alrededores, el desfile de alegres paisajes, todo eso existía aún
en su pleno esplendor. Entre nosotros hablábamos poco. Nuestros
pensamientos se dirigían a los países invadidos, a la oscura noche
que iba a cernirse sobre Francia.
Tres días más tarde, París era bombardeado.
Hubo un millar de víctimas.
Se había desencadenado la guerra en Francia.
Los alemanes se acercaban a la capital.