PREFACIO
EL ejemplar de Una librería en Berlín que, por lo que me contaron,
había sido hallado recientemente en Niza en un tenderete de la
Comunidad de Emaús, me ha causado una curiosa impresión. Quizá sea
debido a que había sido impreso en Suiza en el mes de septiembre de
1945 por la editorial Jeheber, de Ginebra. Esta editorial, que hoy
en día ya no existe, había publicado en 1942 L’aventure vient de la mer, traducción francesa de
una novela de Daphne du Maurier aparecida en Londres el año
anterior, una de esas novelas inglesas o americanas prohibidas por
la censura nazi y que se vendían a escondidas en el mercado negro
en el París de la Ocupación.
No se sabe qué fue de Françoise Frenkel
después de la publicación de Una librería en
Berlín. Al final de su libro, ella misma nos cuenta cómo cruzó
clandestinamente la frontera suiza desde la Alta Saboya en 1943.
Según se indica en la parte inferior de una de las hojas
preliminares, escribió Una librería en
Berlín en Suiza, «a orillas del lago de los Cuatro Cantones,
1943-1944». A veces hay extrañas coincidencias: en una carta que
Maurice Sachs envió pocos meses antes, en noviembre de 1942, desde
una casa del Orne donde estaba refugiado, encuentro, como quien no
quiere la cosa, una frase con el título del libro de Françoise
Frenkel: «Parece que mi línea, si no mi destino, es no tener ningún sitio donde descansar».1
¿Qué se sabe de la vida de Françoise Frenkel
después de la guerra? Hasta hoy, las escasas informaciones que he
podido reunir sobre ella son las siguientes: en su relato evoca la
librería francesa que ella misma había abierto en Berlín en los
años veinte —la única librería francesa de la ciudad— y que regentó
hasta 1939. En el mes de julio de aquel año, abandona Berlín
precipitadamente en dirección a París. Por un estudio de Corine
Defrance, «La Maison du Livre français à Berlin (1923-1933)»,
sabemos que dirigía esta librería con su marido, un tal Simon
Raichenstein, de quien no dice ni una palabra en su libro. Es de
suponer que este marido fantasma habría salido de Berlín hacia
Francia a finales del año 1933 con un pasaporte Nansen. Las
autoridades francesas le habrían denegado un carné de identidad y
en su lugar le habrían enviado una notificación de expulsión. Pero
él se quedó en París. Desde Drancy lo llevaron a Auschwitz en el
convoy del 24 de julio de 1942. Había nacido en Rusia, en Moguilov,
y en París parece que vivió en el distrito XIV.
Volvemos a encontrar el rastro de Françoise
Frenkel en los archivos estatales de Ginebra, en la lista de
personas registradas en la frontera ginebrina durante la Segunda
Guerra Mundial, es decir, aquellas que obtuvieron la autorización
para quedarse en Suiza después de haber cruzado la frontera. Esa
lista nos indica sus verdaderos nombre y apellido:
Raichenstein-Frenkel, Frymeta Idesa; su fecha de nacimiento:
14-07-1889, y su país de origen: Polonia.
Último rastro de Françoise Frenkel quince
años más tarde: un expediente de indemnización a su nombre fechado
en 1958. Tiene que ver con un baúl que ella había consignado en
mayo de 1940 en el guardamuebles del Colisée, sito en el número 45
de la rue du Colisée, de París, y que fue embargado el 14 de
noviembre de 1942 como «posesión judía». En 1960 fue indemnizada
con 3.500 marcos por la incautación de su baúl.
¿Qué contenía ese baúl? Un abrigo de piel de
nutria. Un abrigo con cuello de zarigüeya. Dos vestidos de punto.
Una gabardina negra. Una bata de Grünfeld. Un paraguas. Una
sombrilla. Dos pares de zapatos. Un bolso de mano. Una almohadilla
eléctrica. Una máquina de escribir portátil Erika. Una máquina de
escribir portátil Universal. Guantes, zapatillas, pañuelos...
¿En realidad hace falta saber más? No lo
creo. La gran singularidad de Una librería en
Berlín procede justamente de que no podamos identificar a su
autora de una manera precisa. Ese testimonio de la vida de una
mujer acorralada entre el sur de Francia y la Alta Saboya durante
el periodo de la Ocupación es más impresionante cuanto más anónimo
nos parece, como sucedió durante mucho tiempo con Una mujer en Berlín, publicado también en Suiza en
los años cincuenta.
Si pensamos en las primeras lecturas de
obras literarias que hacíamos a los catorce años, tampoco sabíamos
nada acerca de sus autores, ya se tratara de Shakespeare o de
Stendhal. Pero esa lectura ingenua y directa te marcaba para
siempre, como si cada libro fuese una especie de meteorito. En
nuestra época, el escritor aparece en las pantallas de televisión y
en las ferias del libro, se interpone sin cesar entre sus obras y
sus lectores y se convierte en un viajante de comercio. Añoramos
aquel tiempo de nuestra infancia en que leíamos El tesoro de Sierra Madre firmado por un nombre
falso: B. Traven, un hombre cuya identidad ignoraban hasta sus
editores.
Prefiero no conocer el rostro de Françoise
Frenkel, ni las peripecias de su vida tras la guerra, ni la fecha
de su muerte. De ese modo, su libro será siempre para mí la carta
de una desconocida, olvidada en la lista de correos desde hace una
eternidad y que parece que recibes por error, aunque tal vez eras
en realidad su destinatario. La curiosa impresión que he
experimentado al leer Una librería en
Berlín ha sido como oír la voz de una persona cuya cara no se
distingue en la penumbra y que te cuenta un episodio de su
existencia. Y esto me ha recordado a los trenes nocturnos de mi
juventud, no «en sleeping», sino en los
compartimentos con asientos en donde se creaba una intimidad muy
fuerte entre los viajeros y en donde alguien, bajo la luz mortecina
de la lamparilla, acababa por hacerte alguna confidencia o incluso
alguna confesión, como en el secreto de un confesonario. Lo que
daba tanta fuerza a esa brusca intimidad era el sentimiento certero
de que nunca más volveríamos a vernos. Breves encuentros. Guardamos
de ellos un recuerdo en suspenso, el recuerdo de una persona que no
tuvo tiempo de decírnoslo todo. Lo mismo ocurre con el libro de
Françoise Frenkel, redactado hace setenta años pero en medio de un
confuso presente y bajo una gran conmoción.
He acabado por averiguar la dirección de la
librería de Françoise Frenkel: Passauerstrasse, 39; teléfono:
Bavaria 20-20, entre el barrio de Schöneberg y el de
Charlottenburg. Me imagino en esa librería a ella y a su marido,
que está ausente en su libro. En el momento en que lo escribía, no
cabe duda de que ella ignoraba la suerte que él había corrido.
Simon Raichenstein tenía un pasaporte Nansen, ya que formaba parte
de los emigrantes originarios de Rusia. Se calcula que en Berlín
había más de cien mil al principio de los años veinte. Se habían
establecido en el barrio de Charlottenburg, a causa de lo cual
empezaron a llamarlo Charlottengrad.
Muchos de esos rusos blancos hablaban francés, y supongo que serían
los principales clientes de la librería del señor y de la señora
Raichenstein. Parece más que probable que Vladimir Nabokov, que
vivía en el barrio, cruzara una noche el umbral de esta librería.
No hay necesidad de consultar los archivos ni de rebuscar en las
fotos. Creo que basta con leer las nouvelles y las novelas «berlinesas» de Nabokov,
escritas en ruso y que son la parte más emocionante de su obra,
para seguir el rastro de Françoise Frenkel por Berlín. Podemos
imaginárnosla en las avenidas crepusculares y en los pisos mal
iluminados que describe Nabokov. Hojeando La
dádiva, la última novela que Nabokov escribe en ruso y que es
un adiós a su lengua materna, hallamos la descripción de una
librería que debía de parecerse a la de Françoise Frenkel y el
enigmático Simon Raichenstein. «Al atravesar la plaza Wittenberg,
donde, como en una película en color, unas rosas se estremecían por
la brisa en torno a una antigua escalera que descendía hasta una
estación de metro, él se dirigió a la librería... Todavía había
luz... Aún servían libros a los taxistas nocturnos y, a través de
la opacidad amarilla del escaparate, reparó en la silueta de Micha
Berezovski...»
En las últimas cincuenta páginas de su
libro, Françoise Frenkel evoca su primera tentativa de cruzar la
frontera suiza, que terminó en fracaso. Es conducida a la
gendarmería de Saint-Julien en compañía de «dos chicas llorando a
lágrima viva, un muchacho con cara de pasmado y una mujer muerta de
agotamiento y de frío». Al día siguiente, es trasladada en autocar
a la prisión de Annecy junto con otros fugitivos arrestados.
Soy sensible a estas páginas por haber
pasado largos años en esa región de la Alta Saboya. Annecy, Thônes,
la meseta de Glières, Megève, el Grand-Bornand... El recuerdo de la
guerra y de los maquis era aún muy vivo en esa época de mi infancia
y de mi adolescencia. Huellas digitales. Esposas. Ella es puesta a
disposición de una especie de tribunal. Afortunadamente es
condenada a la «mínima pena con libertad condicional y declarada
libre». Al día siguiente, termina para ella el encarcelamiento. Al
salir de la prisión, pasea por las soleadas calles de Annecy. El
camino por el que ella va al azar me es familiar. Oye el mismo
murmullo de un chorro de agua que yo también oía, el silencio de la
primera hora de la tarde y el bochorno cerca del lago, al final de
la alameda de Pâquier.
Su segunda tentativa de cruzar
clandestinamente la frontera suiza será la buena. A menudo, en la
estación de autobuses de Annecy, yo cogía un autocar que me llevaba
hasta Ginebra. Me había dado cuenta de que el vehículo cruzaba la
aduana sin que jamás hubiera el menor control. Sin embargo, al
acercarnos a la frontera por la parte de Saint-Julien-en-Genevois,
siempre se me encogía ligeramente el corazón. Quizá fuera porque
todavía sobrevolaba el recuerdo de una amenaza en aquel
ambiente.
PATRICK MODIANO
Nota: La presente edición de Una librería en Berlín reproduce la edición
original de 1945. No se ha hecho ninguna supresión ni ninguna
modificación en el texto. Tan solo, para facilitar su lectura, se
han corregido algunas erratas y expresiones en desuso. Las notas
numeradas a pie de página son de la autora.