V AVIÑÓN
Agosto-noviembre de 1940
¡Hasta qué punto puede cambiar el ambiente
de una ciudad en pocas semanas!
Cuando había dejado Aviñón en junio, la
Provenza, tan llena de serenidad, exhalaba su encanto. En el parque
público, los ancianos se adormecían en una dulce beatitud entre los
niños que jugaban alrededor de los estanques. A la hora de la
comida, los restaurantes despedían el apetitoso olor de unos platos
en los que predominaba el aroma a ajo. Por la tarde, las chicas
enamoradizas paseaban cogidas del brazo. Los chicos les sonreían y
les lanzaban piropos galantes. Por todas partes había gente
apacible. La ciudad vivía una existencia tranquila y sin
sobresaltos, al margen de la guerra.
Ahora, en cambio, los bancos estaban
ocupados por los soldados; algunos tenían vendados un brazo o una
pierna. Los heridos tomaban el aire en las ventanas y en los
balcones de varios hoteles transformados en hospitales. Los
oficiales y los soldados alemanes recorrían las calles con aspecto
estirado. Las máquinas de escribir dejaban oír sus voces metálicas.
Provenían de las ventanas de un hotel. Eran de la comisión llamada
económica, entonces en plena ebullición
en la pacífica ciudad medieval.
En junio, el mercado había estado rebosante
de porciones de mantequilla, de montones de fruta, de todo tipo de
quesos variados, de una excelente carne fresca en los puestos de
los carniceros...
Ahora la mantequilla era inencontrable y
únicamente había un solo tipo de queso. Las chácharas y el buen
humor de las cotillas brillaban por su ausencia.
Se había inaugurado el «régimen de las
colas» delante de las tiendas y del mercado. Reinaba en ellas un
pesaroso silencio, roto de vez en cuando por broncas y
discusiones.
Soldados franceses de todos los ejércitos,
desmovilizados, esperaban los trenes que deberían llevarlos a sus
casas. Todos los días partía gente. Los que pertenecían a países
ocupados recibían instrucciones para indicarles los convoyes que
tenían que coger por orden alfabético. Los de las zonas prohibidas
debían renunciar a toda esperanza de retorno. Se les asignaban
residencias provisionales. Unos carteles pegados por el
Ayuntamiento, así como los periódicos y la radio, difundían esas
instrucciones.
Ociosos, desmoralizados, pululaban sin nada
que hacer por las terrazas de los cafés o se sentaban en los bancos
a plena luz del día delante del palacio de los Papas. Se
horrorizaban cuando les hablaban de la guerra. ¡Eran hechos en los
que ellos habían tomado parte, pero de los que, en realidad, no
sabían nada!
Cuando se les preguntaba, respondían:
—La guerra, por lo visto, ha terminado ya.
Nos han dicho que nos marcháramos y nos hemos ido, sin llegar a
ninguna parte aún. ¡Así es! Es un cachondeo, qué quiere que le
diga. Basta con que les eche una hojeada a los periódicos.
Y uno de ellos, señalando la radio con un
gesto, dijo:
—¡Escuche! ¡No sabe más que nosotros, pero
tiene mejor verborrea! ¡Qué hijoputas! ¡Harían bien en hacerlos
callar! ¡En menudo berenjenal nos han metido!
Un día, muy temprano, fui a buscar un sitio
en el parque público donde respirar el aire fresco de la mañana.
Una mujer vino a sentarse a mi lado. Llevaba entre las manos un
misal y un rosario. Me dirigió unas palabras de saludo, como todo
el mundo hace por aquí, y a continuación se puso a contarme su
historia.
Había venido desde Château-Renard para ver a
su hijo, que estaba en tratamiento en el hospital, en la sección de
los «conmocionados». Por culpa de los bombardeos, había sufrido un
choque nervioso. Reconocía a su madre, pero parecía desequilibrado:
hablaba entrecortadamente de bombas, de sangre, de camaradas a los
que había visto derrumbarse a su lado, y estaba completamente
obsesionado por los dramas que había vivido. A ella le habían
autorizado a hacerle compañía durante dos horas, por la mañana y
por la tarde. Entonces, como si fuera un niño pequeño, ella le
hablaba de su pueblo, de sus hermanos y hermanas, de sus compañeros
de la escuela, de los animales de la granja, intentando así
interesarlo en todo lo que parecía habérsele borrado de la
mente.
Volví a ver a esta mujer en dos ocasiones
más. Me contó que, en su opinión, su hijo mejoraba.
Una mañana me encontré con ella y llevaba
del brazo a un joven soldado con ropa de hospital. La mujer estaba
radiante...
Pasaron delante de mí. Nunca más volvería a
verlos.
En aquella época, la policía de Aviñón se
puso a «organizar» a los refugiados. Todos fueron concentrados ante
el Ayuntamiento y se los puso otra vez en fila, ahora bajo un sol
tórrido.
Dándoles un sinfín de vueltas a los papeles,
los gendarmes de la apacible ciudad se consultaban mutuamente, y se
los veía tan confusos que daban pena. Examinaban circulares y
reglamentos, informaban y daban órdenes y consignas un poco al
azar.
Uno de ellos, después de haber examinado mi
pasaporte, me dijo con tono de interrogatorio:
—Aliada, ¿no? No me diga que no es usted una
aliada. Pero si es evidente. ¡Sí! ¡Los polacos! ¡Han luchado con
gallardía! ¡Y usted lo es!
Yo, por supuesto, asentía a cada una de esas
observaciones y... entonces plantó vigorosamente el sello del
Ayuntamiento encima de mi permiso de residencia.
¡Era la mejor época!
Esta vez, mi estancia en Aviñón podía
prolongarse desde agosto hasta finales de noviembre.
Empecé a ir a menudo a la biblioteca
municipal; me interesaban la vida y la obra de Mistral. Sentado
junto a mí, mi profesor estudiaba a ese mismo autor en el texto
provenzal, encantado de poder leer el original con fluidez. La
biblioteca contenía la colección más completa de documentos
relativos a la historia de Aviñón.
Por la tarde me sentaba a la orilla del
Ródano y miraba durante horas el curso vehemente del río. La
corriente arrastraba los objetos más heteróclitos, incluso árboles
que su ímpetu parecía haber arrancado. Tan pronto se veía un árbol
dar vueltas en los remolinos como si fuera una insignificante
pajilla como, de repente, se alzaba cuan alto era, desgranando de
sus hojas innumerables gotas de agua que brillaban como diamantes
al sol.
Hacia el otoño, el Ródano empezó a crecer a
ojos vistas. Inundaba las orillas y cubría plantas y arbustos, se
hacía dueño y señor de la ribera y subía a lo largo de los pilares
de los puentes.
El clima de Aviñón se volvía cada vez más
frío. Por las noches, el viento golpeaba rabiosamente contras las
ventanas y los postigos, estremecía las casas y sacudía los árboles
con una fuerza titánica.
Atacaba con violencia a los
transeúntes.
Supe de la fuerza del mistral cuando, un
día, después de haberme empujado durante un buen trecho, me lanzó
contra un árbol, que a su vez se estremeció de arriba abajo.
Mi buen profesor, atacado también él, me
dijo tan tranquilamente que estaba pensando en huir del mistral y
marcharse a Niza, su residencia de invierno preferida.
Nada me retenía en Aviñón. De mi familia,
ninguna noticia, ningún signo de vida. Me embargaban una nostalgia
y una inquietud que me llevaban a desear un cambio de aires.
Precisaba un salvoconducto para ir a Niza.
La oficina de visados se había instalado en un bonito palacete que
antiguamente había sido la vivienda de un cardenal. Unos plátanos
daban sobre el patio. En el centro, se oía el murmullo de una
fuente. Permanecí un buen rato allí quieta, admirando las ventanas
y las puertas adornadas con hermosos motivos de hierro
forjado.
Cuando me llegó el turno de comparecer ante
el gendarme de guardia, casi lamenté tener que dejar aquel lugar
para entrar.
—¿Es usted extranjera? —me preguntó el
gendarme con un fuerte acento local, y añadió—: ¡No hay visados a
Niza para los extranjeros, señora mía, nada que hacer!
Por la tarde, mi profesor, acompañado de un
ahijado suyo, el señor Olive, se reunió conmigo en la terraza de
nuestro café habitual.
Le conté mi decepción de la mañana y exclamé
con un tono medio en serio y medio en broma:
—¡Dónde habrá un francés dispuesto a amañar
una boda y poder liberarme de estas eternas tribulaciones!
—Lo malo es que Francia da cobijo a
demasiados extranjeros —opinó sentenciosamente el señor
Olive.
Nos pusimos a hablar de otra cosa.
Al día siguiente, hacia las cinco, volvimos
a encontrarnos en la misma terraza. El señor Olive resplandecía. Ya
desde lejos, nos había hecho una señal y, cuando se nos acercó, nos
dejó pasmados:
—¡Lo tengo, lo tengo, tengo el futuro! Va a
venir aquí en unos instantes.
A toda prisa nos dio algunas explicaciones y
consejos:
—Usted, señora, es mejor que se aparte a
cierta distancia para no verse inmiscuida en la conversación
previa. Nosotros vamos adentro.
Mediante frases entrecortadas nos contó que
había hecho el hallazgo de un caballero que «se hará cargo del
asunto» y al que había citado a las cinco y cuarto.
—¡Vaya, ahí mismo está! —exclamó, y luego
corrió hacia la puerta—. ¡Pase, pase, querido amigo!
Vimos trotar a un viejecito, un
septuagenario impoluto, que se apoyaba en un bastón y se quitaba su
sombrero de paja. El señor Olive hizo las presentaciones.
—Señor Devitrolles, comerciante jubilado,
actualmente interno del asilo municipal; mi padrino.
Desde mi rincón, podía asistir a la
conversación como una espectadora muda.
—Pues bien, señor Devitrolles —empezó el
señor Olive—, como ya le he explicado, va usted a casarse con una
dama que tiene necesidad de un buen apellido como el suyo. Recibirá
usted cierta cantidad, que le permitirá mejorar el menú del asilo.
Tendrá también, por añadidura, un impecable terno, un sombrero
negro y una corbata para ir a la alcaldía. Pero inmediatamente
después de la boda, su mujer tendrá que irse... ¿Lo ha comprendido
todo bien, está todo claro?
—Está claro —respondió el anciano—, pero es
preciso que antes vea a la dama. —Pronunciaba vea con acento provenzal.
—La verá, por supuesto —replicó el señor
Olive—, pero esa dama extranjera se marchará la noche misma de la
boda.
—¿Una extranjera? —preguntó, interesado, el
señor Devitrolles—. ¿No será auvernesa, esa extranjera? Es que a mí
no me gustan nada las auvernesas.
—No, ella no es auvernesa en absoluto, pero
eso importa poco, porque de todos modos se irá. ¿Lo ha
comprendido?
—Pues sí que tiene prisa la dama, mi esposa
—observó el señor Devitrolles.
—Sí que la tiene, es que se va a
América.
—Oh, là, là! No se
anda con chiquitas la moza. Bien lejos que se marcha, ¡a las
Américas!
—Sí, bien lejos —respondió el infatigable
señor Olive—, pero se marcha y luego usted enseguida podrá volver a
sus costumbres habituales. ¿Le parece bien?
—Me parece bien, pero es preciso que vea
antes a la dama.
—Que sí, que sí, que la va a ver. La verá de
sobra, la verá de sobra —respondió el señor Olive con cierto
humor—. De todos modos, le advierto de que va camino de los ochenta
años y anda un poco cheposa. —Con estos detalles de su invención,
el señor Olive confiaba en desanimar definitivamente al señor
Devitrolles, que parecía no haber pillado que se trataba
sencillamente de una boda amañada.
El señor Devitrolles tuvo entonces una
respuesta categórica e inesperada:
—Pues entonces ni lo sueñe. ¡Solo nos
faltaba una cheposa de ochenta años! ¡No, no y no, no la queremos
para nada!
—¡Pero si le estoy diciendo que se va a
marchar! ¡Que se va a marchar! ¡Que se va a marchar! Me estoy
matando a repetírselo —gritó entonces el señor Olive.
—¡Para nada queremos allí a una cheposa como
la que usted me dice! —subrayó definitivamente el señor
Devitrolles, ahora ya furioso y golpeando con el bastón el mármol
de la mesa.
Mi querido profesor, que ya no podía
contenerse más, soltó una carcajada homérica. Yo misma me reía
disimulando detrás de un periódico. La escena iba cobrando un cariz
cada vez más ridículo.
Otros clientes empezaron a mostrar interés
en el asunto.
El señor Olive había perdido la
paciencia.
—¡Usted es un idiota! —vociferó.
El señor Devitrolles, después de engullir lo
que le quedaba de su chambéry-fraise, se
levantó, cogió su bastón y su sombrero y salió dignamente sin dejar
de murmurar.
El señor Olive nos miró tomándonos por
testigos.
—No hay nada que hacer —dijo realmente
disgustado—. Había encontrado a un individuo serio, nada
comprometedor, internado a perpetuidad en un asilo y, encima, con
un apellido aristocrático, y ya ven, no hay manera de arrancar. ¡He
ido a dar con un gagá, qué mala pata!
El pobre muchacho se enjugaba la frente.
Luego, más sereno, optó por echarse a reír.
Mi profesor y yo habíamos saboreado la
comicidad de este entreacto tan sintomático.
Los casos de matrimonio arreglados eran
bastante frecuentes en Francia. Esos estrafalarios expedientes
eludieron las dificultades durante cierto tiempo. Su validez fue
abolida hacia 1942.