VIII DE REGRESO EN NIZA
Era domingo. Mucha animación por los caminos
y las carreteras. Al llegar al pueblo, en lugar de esperar el
tranvía en la parada principal, seguí hasta la siguiente. Evité así
la gendarmería y me hallé en campo abierto. ¡Problema imprevisto!
El pequeño tranvía iba repleto y no se detuvo en ese apeadero. Solo
pude subirme en el siguiente. Hube de aguardar media hora de
inquietud al descubierto en la carretera. Pero no tuve miedo.
A la entrada de Niza había un fielato cuyos
funcionarios se dedicaban a inspeccionar los paquetes y las cestas;
esta formalidad me puso muy nerviosa, y eso que en realidad no
llevaba conmigo ningún alimento racionado.
Me bajé en la parada de la plaza Masséna,
donde el señor Marius debía venir a buscarme hacia las siete. En mi
apresuramiento, había llegado a la cita con tres cuartos de hora de
antelación. Automáticamente, me puse a contar los policías que
pasaban a pie, en bicicleta y en moto por la plaza. Había llegado a
veintiocho cuando por fin vi la bici de Marius. Me hizo una señal
para que lo siguiera y torció por una calle transversal, donde me
reuní con él. Empujando su bicicleta y caminando junto a mí, me
aconsejó tomar el tranvía e ir a su casa; una vez allí, debía
entrar por el patio, después de cerciorarme de que no había nadie
cerca de la puerta. Además, mi disfraz me hacía irreconocible, por
lo que podía ir resueltamente. Ni siquiera él mismo me había
reconocido al principio.
En cuanto crucé el umbral de los Marius, me
poseyó un sentimiento de seguridad absoluta. Temores y peligros
pasaron al olvido y desapareció como por encanto esa tensión
permanente en la que me hallaba.
Me puse a contar mi odisea a la señora
Marius y recuperé el buen humor al oírla reír a carcajadas ante mi
descripción de la castellana y de su hijo.
Luego, nos sentamos a la mesa. El señor
Marius nos explicó su nuevo hallazgo: una joven costurera que
trabajaba en unos grandes almacenes de confección realquilaba un
cuarto en su pequeña vivienda. Precisamente ahora esa habitación
estaba libre, podía, pues, darme cobijo. Pero había un
inconveniente: la joven recibía a amigos, permanentes y
ocasionales. Era un engorro, pero, después de reflexionarlo bien,
se había decidido a contármelo porque esa solución era enormemente
ventajosa. La interesada se había mostrado encantada por ese golpe
de suerte. El hecho de que su vivienda tuviera, por así decir, un
carácter «escasamente público» permitía suponer que, por el
momento, no estaría entre las que investigaba la policía. La
señorita Marion —tal era su nombre— debía pasar esa misma noche
para saber mi respuesta.
Marion era una mujer de unos treinta años,
alta, delgada, elegante. Su pelo y sus ojos eran negros; su gran
boca, sensual; su belleza ligeramente vulgar le confería un
singular atractivo.
Pidió por la habitación el mismo precio que
la señora del castillo y lo aceptamos por ser justo.
Quise irme ya con Marion esa noche, pero los
Marius decidieron que, por razones de seguridad, más valía esperar
al día siguiente. Acompañada por la señora Marius, salí de casa a
las cinco de la mañana, cuando la policía no se había puesto
todavía en acción.
Marion tenía su piso en los alrededores de
la estación del Sur, en un edificio nuevo con todas las comodidades
modernas del que se sentía muy orgullosa. Dos ventanas daban a la
calle y una tercera a un pequeño patio. Me instaló en la habitación
de atrás. Esta contenía un diván tapizado con motivos vegetales y
una mesita con dos taburetes; en las ventanas había cortinas con
unos dibujos abigarrados. Encima de los cristales había puesto unos
visillos con el fin de evitar la curiosidad de los vecinos. Cuando
quisiera ventilar la habitación, debía acercarme de rodillas y, en
esa postura, alargar el brazo para tirar del cordón. Una alfombra
de estilo turco, comprada a un moro, completaba la
decoración.
Una vez instalada, supe que había otros
inquilinos: tres gatas y un gato. Marion adoraba los gatos, pero no
quería que entraran en el «salón» que servía al mismo tiempo de
dormitorio. Así que la familia felina se hallaba relegada en la
habitación realquilada. Marion me aseguró que, hasta la fecha,
ningún inquilino había puesto la menor pega a esa
cohabitación.
Me gustara o no, mi situación tan especial
me obligaba a seguir la tradición de mis predecesores.
Y, aunque los gatos me gustaban, los habría
preferido en un número menor.
Por tanto, dormía con mis acompañantes, uno
en mi hombro, otro cerca de mi cabeza y los dos restantes a mis
pies. El menor movimiento de mi brazo o de mis piernas era
interpretado como una invitación a jugar al escondite y, a veces en
plena noche, mi cama era un teatro de saltos y brincos que acababan
con mi tranquilidad.
Como consecuencia de esa cohabitación, mi
cama y mi ropa estaban cubiertas de pelos y, ay, también de pulgas.
Mi higiene personal era insuficiente para librarme de esa plaga.
Tuve que rogar a los Marius que me compraran unos polvos
insecticidas apropiados para gatos y un cepillo especial para
atacar el mal de raíz, lo cual me permitió limpiar a fondo a mis
cuatro compañeros. Marion fue muy sensible a mi entrega, un poco a
la fuerza, y, por consiguiente, al hecho de que desde entonces
todos los gatos me profesaron un gran cariño. ¡No me dejaban ni un
minuto!
El timbre sonaba con mucha frecuencia en
casa de Marion. Sus visitas llamaban todas de manera distinta, de
uno a seis toques, con diferentes ritmos. Esos timbrazos me
sobresaltaban, especialmente cuando estaba sola. Excuso decir que
yo me abstenía de ir a abrir.
Mi habitación, por fortuna, estaba separada
del resto de la casa por un pasillo y una tupida cortina. Podía
leer y escribir a mis anchas sin que ese vaivén me molestara
demasiado.
Cada día, uno de los Marius venía a traerme
la comida. A una hora fija, yo iba a la cocina, de una limpieza
ejemplar por cierto, y me disponía a comer algo. Nos sentábamos las
dos a la mesa, rodeadas de gatos que ronroneaban y buscaban pillar
algún trozo goloso de nuestros platos.
A Marion le gustaba el dinero, pero, como
bien explicaba ella, era por su «experiencia de la vida y de la
perfidia de los hombres». Me contó su pasado, sus sacrificios y sus
sinsabores. Tenía buen corazón, pero era una chica débil de
carácter. Pese a la simpatía que me demostraba, enseguida se dejó
atrapar por nefastas influencias.
Una tarde estaba yo escribiendo una carta a
la señora de Radendorf, quien, desde mi último acomodo, había
dejado de visitarme para no llamar la atención. Marion entró en mi
cuarto y, aproximándose mucho, me susurró:
—En la puerta hay un individuo de la
policía. Quiere hablar con usted particularmente. ¡No vaya usted a
creer que me ha entrado el canguelo al verlo! He negado su
presencia, pero me ha dicho que estaba al corriente y que tan solo
quería avisarla.
Sin esperar mi respuesta, Marion se marchó y
dejó entrar a un hombre de entre veinticinco y veintiocho
años.
—No tema nada —me dijo con una amplia
sonrisa mientras se acercaba un taburete para sentarse—. Acaban de
desmovilizarme —empezó—; estaba en la marina y me han metido por
ahora en la policía secreta. Actualmente mi misión consiste en
buscar a los refugiados que se esconden. Desde hace un tiempo sigo
su pista y por fin he dado con usted. Pero, como es mujer, me ha
dado pena. Estoy dispuesto a callarme... Ya sabrá usted
probablemente lo que un silencio así significa, ¿no? Puedo ser
castigado por ello, incluso encarcelado. Usted ya me entiende,
¿verdad?
—¿Desea una compensación? —le pregunté
yo.
Separó los brazos:
—Arriesgo mucho, señora.
—¿Cuánto? —pregunté.
—Siete mil —contestó lacónicamente.
Esa cifra me chocó. Era exactamente la suma
que acababan de ofrecerme tres días antes por mi máquina de
escribir. (Mi máquina estaba confiscada en el hotel por orden de la
policía, junto con el resto de mis efectos personales. Un
inquilino, por medio de algunos amigos, se había ofrecido a
comprármela, ignorando que ya no obraba en mi poder.) Marion estaba
al corriente del asunto. Me sorprendió la coincidencia y, por un
instante, la idea de una complicidad mutua cruzó por mi
cabeza.
Hubo un momento de silencio. Tuve que hacer
un gran esfuerzo para levantarme. Acercándome a la puerta, la abrí
y llamé:
—¡Señorita Marion!
Ella estaba justo al lado de mi
habitación.
—Marion —le dije—, han descubierto mi
escondite. Tarde o temprano iba a ocurrir. Tráigame mi abrigo y mi
chal. Voy a acompañar al señor a la comisaría.
—Pero vamos, ¿qué dice, señora? —exclamó
ella—. Este señor lo arreglará, no tiene usted que perderse ni a
nosotros con usted.
—Este señor no tiene nada que temer —la
tranquilicé—, solo está cumpliendo con su trabajo. Le darán la
recompensa habitual. Cada denuncia reporta una prima.
—¡Y yo que la he ocultado y la he cuidado!
—exclamó desesperada.
Cuando ya me acercaba a la puerta, ella me
cogió por la manga. Me aparté con asco. Entonces, volviéndose hacia
el falso policía, le suplicó:
—¡Louis, venga, impídeselo!
Y rompió a llorar.
El joven la empujó, llegó hasta la puerta y
bajó los peldaños de la escalera de cuatro en cuatro.
Era de prever que se dirigía a
denunciarme.
Le dije a Marion que tomara el tranvía y
fuera a preguntar al señor Marius qué debía hacer yo. Se fue
corriendo a toda pastilla.
No tardó en hacerse evidente la complicidad
de la chica, al no aparecer por allí ningún policía. Era obvio que
el famoso detective se había contenido.
Era noche cerrada cuando regresó Marion. Me
traía un mensaje de Marius en el que me decía que fuera a su casa
esa misma noche, en cuanto se apagaran las luces, acompañada por
Marion.
Las dos nos quedamos sin decir ni una
palabra esperando que dieran las diez. Los gatos daban vueltas a
nuestro alrededor, buscando mimos y caricias. Parecían querer
reanudar los lazos que las semanas de vida en común habían forjado
entre nosotros y que la debilidad de su dueña acababa de romper tan
lamentablemente.
Cuando, a eso de las once de la noche,
llegamos a pie y entre tinieblas, los Marius nos esperaban con
impaciencia. El dueño le pidió a Marion que se quedara con su mujer
hasta que él volviera.
Salió conmigo y, sin decir ni una palabra,
me condujo hasta un pasaje cercano, donde se dirigió en voz baja a
una silueta que estaba parada entre las sombras.
—Buenas noches, señora, nos hemos retrasado.
Ya le explicaremos luego por qué. Es muy amable de su parte
habernos esperado. —Luego se volvió hacia mí—: Siga a esta dama,
volveremos a medianoche.
Me puse a caminar en silencio detrás de la
mujer, la cual avanzaba con pasos amortiguados por sus viejas
zapatillas. Torcimos así por un par de esquinas y entramos en una
casa. Mi nueva anfitriona prefirió no encender el interruptor y
debimos subir la escalera con la tenue luz de nuestras linternas.
Al llegar al tercer piso, abrió una puerta y me dejó entrar la
primera. Di la luz y... ¡allí estaba una de mis mejores conocidas,
la señora Lucienne!
Mi sorpresa fue enorme. Nos abrazamos. Luego
me llevó a la habitación que había previsto para mí.
Yo debía de haber cogido frío, porque empecé
a tiritar y a castañetear los dientes. La señora Lucienne me ayudó
a desvestirme, me dio un camisón de lana y me preparó enseguida una
bolsa de agua caliente y una tisana.
Hacia medianoche, alguien llamó suavemente a
la puerta. Eran los Marius. Me deshice en lágrimas ante esas
personas que me demostraban tanta bondad. Mis decepciones y mi
amargura desaparecieron, desplazadas por un inmenso sentimiento de
gratitud. También ellos parecían conmovidos, pues si la alegría de
ser salvado es grande, la de socorrer a un ser humano en la
desgracia debe de ser mayor, sin duda, en los corazones de buena
voluntad.
Charlamos un rato, hicimos planes y aquella
noche dormí con toda placidez.
La señora Lucienne había sido durante
veinticinco años enfermera en un hospital de Marsella, al que se
había entregado en cuerpo y alma. Gracias a su pensión, se había
retirado en Niza, lugar de sus sueños, donde, con unos poco
ahorros, había podido jubilarse modesta pero cómodamente. Había
acondicionado su casa con todo lo que no había podido disfrutar
durante el cuarto de siglo de su duro trabajo. Tejidos alegres,
cojines abundantes y baratijas divertidas hacían muy agradable la
decoración; en dos jaulas o revoloteando por la habitación había
colibrís de vivos colores, canarios, periquitos, un loro parlanchín
de plumas verdosas, un mirlo e incluso un gorrión herido, recogido
por piedad.
Delante de las ventanas, en su interior,
sobre las mesas, en numerosos jarrones, en fin, por todas partes,
había infinidad de flores. El piso estaba repleto de aromas, de
cantos y de alegría.
La señora Lucienne, alta, robusta, muy
morena, con unos preciosos ojos castaños, vestía con colores
llamativos, pendientes alargados, grandes y notorios broches, y en
siete de los diez dedos llevaba sortijas con piedras
brillantes.
Viuda de un primer matrimonio, se había
divorciado dos veces después. Los hombres, solía decir, la
decepcionaban.
La había conocido tiempo atrás en el pequeño
restaurante al que yo iba. Ella, de color, y yo, toda de negro,
habíamos sentido una singular simpatía recíproca.
Su larga carrera administrativa le había
moldeado un alma de funcionaria. Solo daba credibilidad a la
autoridad o a los reglamentos oficiales. Respetaba a la policía, la
creía dedicada exclusivamente a la represión del crimen y a la
persecución de los malhechores. Extraía su alimento espiritual de
su diario, en el que depositaba una confianza sin límites. Su radio
y su prensa le suministraban a buen precio una opinión política y
una visión del mundo. Decía que no le gustaba devanarse los sesos y
aceptaba de buen grado los prejuicios. Sinceramente convencida de
la libertad de acción del mariscal Pétain y de su buena relación
con los vencedores, tenía una fe cándida en la orientación política
del momento.
Al principio, como era esencialmente buena,
se había visto afectada por el asunto de las persecuciones. Las
lecciones de historia judía que ella seguía por la radio, donde
escuchaba las «fechorías seculares» de ese pueblo, la habían
llevado a admitir que las medidas en cuestión, aunque penosas, eran
probablemente necesarias. Este punto de vista nos había
distanciado.
Por eso fue tan grande mi sorpresa cuando me
encontré de repente, cara a cara, con la señora Lucienne. Como ella
sabía que yo estaba en peligro, iba regularmente a casa de los
Marius para tener noticias mías. Un día el matrimonio le contó que
yo había sido víctima de un chantajista. Entonces ella
exclamó:
—Tengo fe en nuestro gobierno, porque el
mariscal está en él; pero me da pena esa mujer, que siempre me ha
parecido honrada y decente. No puedo creer que sea una criminal.
Tráiganla a mi casa.
Así fue como me hallé instalada en el piso
de la señora Lucienne.
Calculando lo mucho que ella debía de haber
forzado su sentido de la disciplina y sus convicciones, me sentí
más conmovida aún por el sacrificio que estaba dispuesta a hacer en
mi favor.
Una fiebre muy alta me postró en la cama
durante una semana. Fue una verdadera suerte encontrarme entonces
en casa de la señora Lucienne, enfermera de primera
categoría.
Una agradable intimidad se forjó entre
nosotras. Me cuidaba. Leíamos. Yo le enseñaba un juego de cartas,
pero ella se olvidaba de las reglas de un día para otro. La
regañaba por ser tan despistada, pero sin ningún resultado, aunque
era evidente que prestaba atención.
Ella prefería poner discos. Cada uno de
ellos estaba unido a un recuerdo sentimental que me contaba con
melancolía.
Vivía con ella una pariente, dependienta
jubilada, que también me adoptó. Ambas mujeres, provenientes de una
familia consagrada tradicionalmente a la administración, me
rodearon de atenciones, celosas por mi amistad, como parecía a
veces. Pero al mismo tiempo eran conscientes de que estaban
«contraviniendo las leyes vigentes» y poniendo a prueba los
escrúpulos de su conciencia de funcionarias ejemplares. Eran «dos
tempestades dentro de dos cabezas».
Sin embargo, su corazón de francesas rectas
y cumplidoras parecía haberse enojado. Cada vez que Radio París
exponía las razones de las medidas raciales, la señora Lucienne se
sentía muy inquieta por la legitimidad de su modo de proceder,
pero, mirándome a hurtadillas, bajaba el volumen y decía:
—¡A la mierda esta cláusula de la
colaboración!
Entonces intercambiábamos una sonrisa de
«cordial entendimiento».
Para no llamar la atención saliendo con
maletas, me había ido de casa de Marion sin llevarme nada. Dos días
después, la señora Marius fue a buscar mi ropa. Marion le entregó
una maleta con algunas cosas menudas, pero en cuanto a la ropa,
esta había desaparecido.
La versión de Marion fue que, después de mi
marcha, temiendo un registro, ella misma escondió mis cosas en el
sótano. Por la mañana, como sabía que vendría la señora Marius, fue
a buscar la maleta. Se la encontró con la cerradura forzada y con
que los dos vestidos que había ya no estaban.
Antes de venir a anunciar este nuevo saqueo,
los Marius casi se ponen malos. Pero no era buen momento para
protestar. Había que poner al mal tiempo buena cara. Como era su
costumbre, el señor Marius echaba pestes:
—¡Lo pagarán todos, cuando acabe la guerra,
como que me llamo Marius!
Las señoras Lucienne y Radendorf me
ofrecieron ropa que ponerme.
Esos gestos conmovedores de entrega y de
bondad me eran de una ayuda incalculable.
Sin noticias de mi madre ni los míos, me
deprimía en una inquietud desgarradora por ellos. Enclaustrada, sin
posibilidad de salir, sin moverme, sin aire, padecía de un insomnio
que aumentaba mi tensión nerviosa hasta lo insoportable.
Como único recreo tenía Radio París y el
periódico francés de mi anfitriona. Tanto una como otro me
agobiaban con el anuncio frecuente de las derrotas de los Aliados y
la apoteosis de la colaboración. Por este lado, ninguna luz,
ninguna esperanza.
El peligro seguía acechando. Cada día se
llevaban a cabo arrestos. La policía pillaba en plena calle a un
desgraciado que se había aventurado por una insuperable necesidad
de movimiento y de espacio o para hacer algún trámite importante y
urgente.
Algunos arriesgaban su libertad con tal de
empaparse otra vez de la atmósfera de la ciudad.
En varias ocasiones, los arrestos se
produjeron delante de los consulados suizo y americano, adonde los
refugiados se dirigían para ver si había llegado a su nombre un
visado o un aviso, dado que ninguno de ellos tenía una dirección
fija donde enviárselos.
Cada vez que se descubría un nuevo
escondite, los periódicos lo mencionaban, y aprovechaban la ocasión
para advertir a la población del peligro que se corría si se seguía
ayudando a los refugiados.
Examiné una y mil veces las posibilidades de
desplazarme hacia la frontera, desde donde quería intentar huir a
Suiza. Preparaba concienzudamente los detalles de una evasión, con
la complicidad de algunos amigos de Suiza y de Niza.
Me habría mantenido en mi escondite en casa
de la señora Lucienne hasta poder marcharme si no hubiera sido
porque dos incidentes comprometieron nuestra seguridad.
El piso daba a unos jardines y a una
pradera. Como nunca me acercaba a las ventanas, nadie podía verme.
Un día que estaba sentada a la mesa, leyendo en mitad de la
habitación, me dio la impresión de que alguien me observaba. Frente
a mí estaba el portero, encaramado a un árbol y cogiendo unos
higos. Al ver que me había percatado de ello, me dio los buenos
días. Mi presencia no debería causarle ninguna sorpresa porque la
señora Lucienne recibía frecuentes visitas. Sin embargo, ese hecho
nos causó serias preocupaciones.
Unos pocos días más tarde, una torpeza
estuvo a punto de perderme.
Como me hallaba aislada del mundo exterior,
los amigos venían a traerme una comunicación urgente, una carta, o
a darme un aviso o un consejo, las noticias políticas que daban en
las radios extranjeras, o, sencillamente, a contarme las nimiedades
de la vida corriente.
Me expresaban su simpatía y me prodigaban
sus ánimos. Para no atraer la atención, estas visitas debían ser
esporádicas. Cada una tenía que avisar con antelación a los Marius
y aprovechar el momento propicio.
Fue así como un domingo, una vez apagadas
las luces, esperé que un antiguo vecino viniera a visitarme. Este
regresaba de un viaje tentativo organizado por unos amigos suyos.
Había recorrido el Isère y Saboya y venía a darme indicaciones
útiles de cara a la ejecución de mi plan.
Cuando llegó delante de la puerta de mi
edificio, vio a una mujer entre las sombras. Se acercó y le
preguntó si estaba esperándolo para llevarlo hasta la casa de la
dama polaca. La mujer, que precisamente era la todopoderosa
portera, contestó que no había «extranjeros en la casa, solo buenos
franceses».
Consciente de la metedura de pata que
acababa de cometer, mi visitante se excusó y se fue con intención
de volver un poco más tarde.
La portera subió sin tardanza por todos los
pisos para avisar a los vecinos de que se estaba buscando a una
extranjera que, al parecer, se ocultaba en el edificio. Obviamente,
llamó también a nuestra puerta.
No olvidaré la cara inquieta a la vez que
desolada de la pobre señora Lucienne. Entró en mi habitación como
una ventolera y, dando zancadas por el cuarto muy agitada, no
dejaba de repetir: «¡Esto va mal..., esto va mal..., esto va mal!»,
y se retorcía las manos.
Me contó que todo el edificio estaba alerta.
Había, por tanto, que marcharse antes de que el rumor llegara hasta
la comisaría.
Como siempre, los Marius fueron avisados y,
por tercera vez, me hallé de vuelta con mis benefactores
habituales.
Me recibieron con su bondad acostumbrada y
una valentía desconocida. Aunque mis escondites sucesivos en su
casa habían acabado siempre de manera desastrosa, cada vez que
volvía allí me sentía feliz de cruzar aquel umbral. Su inagotable
solicitud me daba la sensación absoluta de hallarme fuera de
peligro.
Las vías férreas, las carreteras nacionales,
toda la circulación, en suma, estaba bajo el control de las
autoridades alemanas y de la policía francesa a sus órdenes. A la
entrada y a la salida de las estaciones, delante de las ventanillas
de venta de billetes, en los andenes, en las paradas principales de
los autocares, en los fielatos de la periferia, en todas partes los
viajeros eran interpelados por gendarmes que examinaban
minuciosamente su documentación. Dentro de los trenes, la policía
alemana, de civil, actuaba de improviso, en ocasiones varias veces
en un mismo trayecto. En las carreteras se paraba cualquier
vehículo, desde automóviles de lujo hasta carretas tiradas por
asnos. Estaba prohibido que los extranjeros salieran de los límites
de su área de residencia, a menos que llevaran consigo un
salvoconducto. Este no se entregaba nunca a extranjeros de raza
judía. Y sin embargo, tenían que arriesgarse a huir a toda costa;
¡no había para ellos otro medio de salvación! ¡Irresoluble
dilema!
Todo refugiado, en esa época, pensaba huir a
Suiza, a España o a Inglaterra. Se recurría a medios imaginativos,
tan arriesgados como peligrosos. Los sistemas se multiplicaban y se
perfeccionaban con el tiempo.
Los más avezados se ponían sencillamente en
marcha, caminaban de noche, se escondían durante el día entre los
matorrales, en los bosques o donde les dieran cobijo por caridad.
Numerosas familias francesas se ofrecían a proporcionarles asilo.
Se creó una auténtica organización con ramificaciones de ciudad en
ciudad, con sus comunicaciones secretas, sus mensajeros, sus
agentes de transmisión, ¡hasta transportes para equipajes! A veces,
ante la imposibilidad de proseguir su camino, los fugitivos
permanecían durante días, semanas, incluso meses, en las casas de
los franceses que los encubrían. Estos no solo los ocultaban, sino
que también buscaban la manera de alimentarlos. Y eso era toda una
proeza, porque esos pobres desgraciados carecían de cartillas de
racionamiento.
Se podría escribir un volumen entero sobre
el valor, la generosidad y la intrepidez de esas familias que, con
peligro de su vida, daban ayuda a los fugitivos en todos los
departamentos, incluidos los de la Francia ocupada. No era extraño
que se utilizaran documentos de identidad franceses, lo que
permitía viajar sin una autorización especial.7
Por toda Francia había gente de buena voluntad que no dudaba en
prestar su documentación.8
En noviembre de 1942, una nueva resolución
estipuló que todo viajero debía ser portador, además de su carné de
identidad, también de sus cartillas de racionamiento. Esto era más
grave, porque si un francés podía pasar una temporada sin sus
papeles legales, lo que no podía era vivir demasiado tiempo sin sus
cupones de alimentación.
Nació, entonces, una nueva industria que
pronto tuvo mucho auge: la fabricación de cartillas de
racionamiento para uso de los fugitivos; industria que vino a
juntarse a la ya existente de los carnés de identidad.
Se escogían los nombres de franceses que
residían lejos, en zonas prohibidas, en las colonias o en el
extranjero, allá donde no fuera posible establecer un control. Los
carnés de identidad falsos servían también para aquellos que tenían
que renunciar a la huida. Durante la ocupación, numerosos
extranjeros, judíos o sencillamente nacionales de países en guerra
con Alemania —ingleses, belgas, holandeses, noruegos, polacos y
rusos—, sorprendidos en Francia por el conflicto bélico, se
escondieron bajo esos nombres supuestos. En cuanto a la cartilla de
racionamiento, no tenían necesidad de procurarse una falsa, la
nacionalidad auténtica que habían tomado prestada les daba derecho
a una perfectamente en regla.
Hábiles dibujantes y grabadores entregaban
esos documentos que, en ocasiones, alcanzaban una gran perfección
en la imitación, ¡y también en su elevadísimo precio! Estos precios
variaban según la coyuntura, es decir, según el recrudecimiento o
la relajación de las persecuciones. Algunos, para tenerlos en su
poder, vendieron parte de su ropa con tal de adquirir tan
indispensables documentos.
Unas organizaciones francesas clandestinas
se encargaban de entregar esos papeles gratuitamente, daban
consejos e informaciones útiles, proveían del dinero necesario para
los desplazamientos y de algo de ropa adecuada a quienes llegaban
desprovistos de todo.
Estos trabajos contaban con subvenciones
secretas y nadie sabía que al frente de todo ello había
personalidades francesas, tanto laicas como religiosas.
En diciembre de 1942, el gobierno de Vichy
redobló su aparato policial, multiplicó las medidas de control y
estrechó aún más la vigilancia. Se pusieron alambradas por todas
partes. Se empezaron a utilizar perros policías.
Llegó un momento en que nadie se atrevía ya
a aventurarse solo por las carreteras. Se recurrió, entonces, a
guías que conocían cuáles eran los caminos, las rutas y los
senderos secretos, qué riachuelos eran fáciles de atravesar o el
camino de montaña con mejor desfiladero.
Esos guías tenían muchos «soplos» y contaban
con la ayuda de la población, incluso en algunos casos con la
complicidad de gendarmes y de guardias de aduanas. Eran los dueños
de un nuevo tipo de tráfico, el tráfico humano. Acababa de nacer la
profesión de «pasador».
Cuando una expedición fracasaba, los
fugitivos eran conducidos a la cárcel más próxima, donde, después
de purgar su pena por intentar cruzar la frontera clandestinamente,
eran ordenados por edad y nacionalidad y llevados a unos campos de
concentración franceses o a unas fortificaciones. Desde allí, una
nueva clasificación los conducía a la deportación definitiva.
Entre los campos franceses estaban los de
Noë para viejos, enfermos o lisiados; Récébédou, cerca de Toulouse;
Masseube (Gers); Rivesaltes (Pirineos Orientales); el centro de
Rabès (Corrèze) y el de Gurs (Bajos Pirineos), asignado a los
judíos de Alemania, de Holanda, del Gran Ducado de Baden y del
Palatinado.
Este último campo recibió, a partir de 1941,
a todos los refugiados judíos extranjeros, sin distinción de
nacionalidad.
De todos los campos, era el más terrible, un
auténtico infierno. En el invierno de 1940 a 1941, murieron allí de
agotamiento, de enfermedad, de frío y de epidemias entre quince y
veinticinco personas al día. Finalmente, el campo de Drancy (Le
Bourget) aglutinaba a los extranjeros de raza judía que vivían en
Francia desde hacía largo tiempo, así como a los refugiados recién
llegados, destinados a la deportación.
Era relativamente frecuente que los
prisioneros de los campos franceses fueran liberados, gracias a las
más variopintas intervenciones. Pero del campo de Drancy, que
estaba bajo la dirección exclusiva de las autoridades alemanas,
nadie regresó jamás.
Los accidentes, robos, chantajes, arrestos,
deportaciones e intentos frustrados se propagaron rápidamente por
todo el país.
Asimismo, el número de fugas disminuyó
drásticamente. Agotados por las adversidades, debilitados por las
largas reclusiones y la inercia consiguiente, los refugiados
perdieron su energía. La evasión se presentaba ahora como una
empresa de envergadura cuyos resultados eran demasiado
imprevisibles. Resignados, acabaron por aguardar su destino
pasivamente, renunciando a sus planes de fuga y, con ello, a toda
esperanza.
Solo algunos intrépidos, sobre todo entre
los jóvenes, preferían afrontar el peligro. Partían llevando
consigo algún veneno mortal, armas o, en su defecto, una cantidad
de somníferos suficiente para quitarse la vida si fracasaban.
Si alguno disponía de un visado de entrada
en otro país, lo intentaba sin la menor duda.
Yo esperaba precisamente un visado de esos
para ir a Suiza, pero, para no comprometer aún esa posibilidad de
salvación, tenía que esconderme todavía una temporada en
Niza.
Había en Cimiez una preciosa casa, toda
nueva, en cuyo quinto piso vivían dos damas. Guardaban entre ellas
un asombroso parecido: altas y delgadas, tenían antipatías y gustos
comunes. Eran madre e hija y ambas se dedicaban a coser por culpa
de los reveses de la fortuna. Por desgracia, en esos tiempos de
guerra, el precio del alquiler excedía sus posibilidades y buscaban
un realquilado. Por mi parte, me hallaba otra vez en el trance de
encontrar un nuevo refugio seguro. Estábamos llamadas a
entendernos.
En realidad, ellas no estaban del todo
dispuestas a ceder una habitación, ya que cada una prefería
conservar la suya.
Finalmente, se llegó al acuerdo de que yo me
acostaría en el sofá del salón y me levantaría temprano en
prevención de cualquier visita eventual.
Me es grato reconocer que aquellas dos
mujeres eran trabajadoras, ahorradoras y excelentes amas de casa;
pero, patriotas hasta el chovinismo, estaban afectadas por dos
defectos insoportables: uno, el reverso de su patriotismo excesivo,
la xenofobia; otro, la envidia.
Se mostraban envidiosas de todo y por todo:
de una carta o un giro enviado indirectamente desde Suiza con la
ayuda de algún amigo, de una visita, de una señal de afecto, de
bondad o de entrega. Envidiaban mi cartilla de racionamiento,
envidiaban mis atisbos de esperanza o de alegría, tan escasas en
esa época tan sombría de mi vida. Preferían verme en mi estado
normal, es decir, acosada, abatida y desesperada.
No había ocasión en que no me hicieran
sentir agriamente sus inclinaciones. A falta de una habitación
propia, no tenía ni un rincón donde poder aislarme. Esa situación,
lejos de ser ocasional, se volvió permanente.
La llegada de los italianos a los Alpes
Marítimos pareció responder a una decisión improvisada. Durante
horas, convoyes enteros de artillería, infantería, tropas alpinas
con centenares de mulos, seguidos de camiones y de ambulancias,
desfilaron por el paseo. El Estado Mayor italiano se instaló en un
palacio del centro.
Enseguida se extendió una noticia
inesperada: gracias a la intervención de la Santa Sede, los
ocupantes acababan de decretar la suspensión inmediata de las
persecuciones.
Se adecentó, reparó y abrió al culto la
sinagoga de Niza, mancillada por pintadas groseras y con las
vidrieras rotas.
Se invitó a los refugiados de raza judía a
pasar por las comisarías de policía para inscribirse y por la
prefectura para renovar sus carnés de identidad y sus permisos de
residencia; se ordenó a los caseros que devolvieran todo lo que
habían retenido. Se notificó a la comunidad israelita la protección
de los judíos, que en adelante estaría a cargo del ocupante
italiano. Entonces volvió a verse delante de la prefectura a
refugiados que habían escapado de las redadas. No eran más que un
pequeño grupo.
Descendientes de una larga estirpe en la que
nunca dejó de haber gente perseguida, maltratada y despojada
durante generaciones, es innegable que los judíos poseen el
instinto del peligro. Por eso, a pesar de la mayor liberalidad de
las autoridades italianas, desconfiaban de lo que pudiera venir en
el futuro. Así que cada uno aprovechó esa tregua para preparar su
huida hacia las regiones de la Creuse, del Isère y sobre todo de
Saboya, con el fin de acercarse a la frontera helvética.
Durante el respiro que la ocupación italiana
nos ofreció a todos, me dediqué a poner mis asuntos en orden. Fui,
como todo el mundo, a renovar mi permiso de residencia, así como mi
carné de identidad y mi cartilla de racionamiento. En la comisaría
de policía y en la prefectura, tuve la prudencia de no dar mi
verdadera dirección: di la del hotel en el que estuve alojada al
principio.
Como podía circular a mis anchas otra vez,
aceleré los preparativos de mi partida. Ya no tenía ninguna
necesidad de continuar viviendo en casa de las dos costureras de
Cimiez. Me instalé, por tanto, en una villa, al fondo de un jardín
abandonado, cuya propietaria era una parisina septuagenaria a la
que conocía desde hacía un par de años.
En previsión de persecuciones futuras, que
yo consideraba inevitables, rodeé de mil precauciones mis idas y
venidas, procurando no ser vista ni despertar ninguna
atención.
Lo primero que tenía que hacer era convertir
todos mis bienes en dinero líquido. Como el hotel me había devuelto
mis tres maletas, empecé a vender mis pertenencias, mi máquina de
escribir, mi sortija. Fui sacando así, pieza a pieza, todo lo que
pude, ya que sería un estorbo en la huida que yo planeaba.
Llené una maleta con tres vestidos, algo de
ropa interior y algún objeto indispensable de recuerdo, como las
fotografías. Ese equipaje era con el que debería encontrarme al
llegar a Suiza.
Una vez más, me separé de mis tres maletas
vagabundas, cuyas aventuras extraordinarias ya he tenido ocasión de
contar anteriormente.
El 15 de diciembre de 1942 me dirigí al
consulado de Suiza para preguntar si ya había llegado mi visado.
Después de cotejar algunos despachos, el secretario sacó uno que me
concernía.
Me sentí invadida por una compleja emoción
en la que se mezclaban la alegría y la inquietud. Sabía
pertinentemente que ese viaje a la frontera suponía una disyuntiva:
era la salvación o la perdición.
El secretario del consulado, muy amable,
estampó un sello en mi pasaporte advirtiéndome de que
«naturalmente, por el momento, la frontera estaba cerrada». Él
sabía, como yo, que esa circunstancia, en mi caso, carecía de
significado: no podía abandonar Francia de una manera
regular.
Lo que tenía que hacer ahora era procurarme
el carné de identidad y la cartilla de racionamiento de una
francesa. Mi anfitriona estaba al corriente de todas mis
dificultades y, espontáneamente, se declaró dispuesta a ayudarme.
Me contó que ya había prestado su documentación en otras dos
ocasiones, pero que la policía tan solo le había puesto una ligera
amonestación, debido, sin duda, a su avanzada edad. Su carné y su
cartilla le habían sido renovados contra el pago de la multa
correspondiente.
Esta vez mi anfitriona, tal como dijo
literalmente, «iba a perder sus papeles por una buena causa». Al
igual que tantos otros franceses, se rebelaba con vehemencia contra
los métodos del gobierno y los horrores que tenían lugar en su
país. ¡Fui, entonces, de un gesto de generosidad a otro!
Debía, ante todo, emprender la complicada
tarea de poner mis características personales en los documentos de
mi benefactora. Cuánto esfuerzo, paciencia, concentración y
habilidad se invirtieron en retirar las indicaciones sobre la edad,
la altura, el color de los ojos, la forma de la cara, de la nariz,
etcétera, para sustituirlas por las que me correspondían a
mí.
Por desgracia, mi benefactora tenía una
verruga en la barbilla. Este signo particular era muy notorio en su
rostro y, lo que era más grave, figuraba especialmente en la
indicación de sus rasgos. A veces, en los dramas de la vida se
cuela un elemento cómico, incluso chistoso, como lo era que mis
amigos y yo nos pasáramos ocho días preocupados por cómo abordar el
detalle decorativo de aquella verruga.
¿Tenía, entonces, que pegarme en la cara una
verruga postiza? Como no había artistas expertos en ese campo, la
única solución era borrar de los papeles ese molesto dato,
corriendo el riesgo de dejar algunas marcas de raspadura en el
documento. En medio de un estado de extrema tensión, pero con una
destreza infinita y tomadas mil precauciones, conseguimos quitar
esa particular marca.
A continuación, lo que había que hacer era
despegar la foto, tarea no menos delicada, pues estaba fuertemente
encolada sobre la cartulina, y cambiarla por la mía. Una vez más,
se precisó de tiempo y de paciencia.
En cuanto al asunto del nombre, apellidos y
lugar de nacimiento, adopté los que había, claro está. En adelante,
tuve que llamarme Blanche Héraudeau, nacida en la rue de Clichy, de
París. El sello de la prefectura daba autenticidad legal a aquel
documento. ¡Y se dibujó con un pincel! Los mejores especialistas
conservaban en su poder, de por sí, varias imitaciones de sellos,
algunos incluso podían acceder a la imprenta oficial, pero todo eso
era a precios que no estaban a mi alcance.
Una vez terminado el proceso, los documentos
presentaban un aspecto bastante digno, siempre y cuando no los
examinaran muy de cerca...
Tenía, pues, todos mis papeles franceses en
orden, más el visado suizo estampado en mi carné auténtico, el cual
estaba cosido en el forro de mi abrigo. Me aprendí de memoria mi
nombre y su ortografía, y hacía ejercicios para imitar la firma de
mi benefactora. Con los nervios a flor de piel, pero con la fuerza
que me daba contar con un visado suizo, me sentía una privilegiada,
lista para el viaje.
Los Marius, para quienes yo me había
convertido a la larga en una especie de jarrón muy frágil que ya
estaban acostumbrados a llevar de un sitio a otro con exquisito
cuidado, convinieron que no podían dejarme partir sola. ¡Eso nunca!
Así que se pusieron a discutir entre ellos la posibilidad de
acompañarme. La señora Marius, de un candor angelical, parecía poco
cualificada para eventuales embrollos policiales. Por otra parte,
la ausencia prolongada del señor Marius habría desatado los rumores
por el barrio.
Una vez más, la Providencia vino en mi
ayuda. Decididamente, parecía querer conducirme hacia la
salvación.
Un habitual de los Marius contó en una
conversación que pensaba ir a pasar las fiestas de Navidad a su
hacienda del Isère. Enseguida, a Marius se le ocurrió la idea de
ponerme en contacto con él. Conocía los sentimientos de francés
honesto de su cliente y le explicó abiertamente mi caso.
Jean Letellier, arquitecto de profesión,
antiguo combatiente y, además, republicano, se mostró dispuesto a
tomarme bajo su protección y vino a verme. Analizamos los detalles
del viaje y decidimos algunas cosas. Yo iría al cuidado de mi nuevo
protector hasta Grenoble, donde él se quedaría conmigo el tiempo
que hiciera falta.
Era antes de Navidad y los trenes iban hasta
los topes. Había que ocupar los asientos al asalto, pero finalmente
conseguimos instalarnos. Habíamos convenido que mi acompañante se
ocuparía de los equipajes, entregaría los billetes al revisor y
contestaría las más veces posibles a cualquier pregunta que nos
hicieran.
El tren no tenía calefacción y Letellier
extendió una manta de viaje sobre mis rodillas, mientras me decía,
riendo:
—Podemos pasar por una pareja que está de
vacaciones. Parecemos dos enamorados.
El viaje empezó así con auspicios
favorables.
Mi compañero de ruta estaba plenamente
metido en su papel: de vieja raigambre francesa, tenía todo el
aspecto del galo, pero sin mostachos, claro está. Llevaba una
chaqueta de piel de cordero y una gorra a juego. Daba la impresión
de un terrateniente que volvía a sus propiedades.
El trayecto se efectuó sin incidentes hasta
Marsella. Cada uno estuvo sumido en su lectura. Yo interrumpía la
mía de vez en cuando para repasar mentalmente mi nombre y mi
apellido.
El control de billetes tuvo lugar sin
complicaciones. Pero en Marsella aparecieron tres individuos
barbilampiños, de rostro sombrío, que nos pidieron la documentación
para la verificación de identidad. Sin precipitarme, les tendí la
mía cuando me llegó el turno. Mostrando indiferencia, le sonreía a
una chica encantadora que estaba sentada frente a mí, la cual se
afanaba en buscar sus documentos hasta que por fin los halló... en
su bolso de mano.
Letellier me dijo más tarde que, en ese
preciso momento, mi sonrisa le había parecido tan encantadora y tan
tonta al mismo tiempo que tuvo que hacer un esfuerzo para no
echarse a reír. Le agradecí desde lo más profundo de mí misma que
distendiera así mi tensión con una broma y me demostrase una
aparente despreocupación, pese a su propia inquietud.
Veinte minutos antes de llegar a Grenoble,
segundo control. En esta ocasión, se produjo un incidente. A una
señora, la cual supe después que era belga, que llevaba sus papeles
en regla, los agentes de la Gestapo le pidieron su certificado de
bautismo.
—Tengo cuarenta y dos años, he necesitado mi
certificado de bautismo cuatro o cinco veces en mi vida, pero jamás
se me ha ocurrido llevarlo de viaje.
—Usted es extranjera y sus documentos no
mencionan en ningún sitio su religión —replicó uno de los
policías.
A lo que la señora respondió:
—¡Pero porque llevo un salvoconducto! No
creerá, a estas alturas, que se dan salvoconductos a los judíos,
¿no?
Entonces, uno de los viajeros
intermedió:
—Conozco a esta señora desde hace años, es
vecina mía. Aquí tiene mi carné de director de una fábrica en C...
Su marido es el dueño de una fábrica en Charleroi.
Los agentes no insistieron. Desaparecieron
para proseguir en otra parte la caza de las piezas que
acechaban.
Es fácil imaginar lo que sentí yo en aquella
parada.