VIII DE REGRESO EN NIZA

 

 

Era domingo. Mucha animación por los caminos y las carreteras. Al llegar al pueblo, en lugar de esperar el tranvía en la parada principal, seguí hasta la siguiente. Evité así la gendarmería y me hallé en campo abierto. ¡Problema imprevisto! El pequeño tranvía iba repleto y no se detuvo en ese apeadero. Solo pude subirme en el siguiente. Hube de aguardar media hora de inquietud al descubierto en la carretera. Pero no tuve miedo.
A la entrada de Niza había un fielato cuyos funcionarios se dedicaban a inspeccionar los paquetes y las cestas; esta formalidad me puso muy nerviosa, y eso que en realidad no llevaba conmigo ningún alimento racionado.
Me bajé en la parada de la plaza Masséna, donde el señor Marius debía venir a buscarme hacia las siete. En mi apresuramiento, había llegado a la cita con tres cuartos de hora de antelación. Automáticamente, me puse a contar los policías que pasaban a pie, en bicicleta y en moto por la plaza. Había llegado a veintiocho cuando por fin vi la bici de Marius. Me hizo una señal para que lo siguiera y torció por una calle transversal, donde me reuní con él. Empujando su bicicleta y caminando junto a mí, me aconsejó tomar el tranvía e ir a su casa; una vez allí, debía entrar por el patio, después de cerciorarme de que no había nadie cerca de la puerta. Además, mi disfraz me hacía irreconocible, por lo que podía ir resueltamente. Ni siquiera él mismo me había reconocido al principio.
En cuanto crucé el umbral de los Marius, me poseyó un sentimiento de seguridad absoluta. Temores y peligros pasaron al olvido y desapareció como por encanto esa tensión permanente en la que me hallaba.
Me puse a contar mi odisea a la señora Marius y recuperé el buen humor al oírla reír a carcajadas ante mi descripción de la castellana y de su hijo.
Luego, nos sentamos a la mesa. El señor Marius nos explicó su nuevo hallazgo: una joven costurera que trabajaba en unos grandes almacenes de confección realquilaba un cuarto en su pequeña vivienda. Precisamente ahora esa habitación estaba libre, podía, pues, darme cobijo. Pero había un inconveniente: la joven recibía a amigos, permanentes y ocasionales. Era un engorro, pero, después de reflexionarlo bien, se había decidido a contármelo porque esa solución era enormemente ventajosa. La interesada se había mostrado encantada por ese golpe de suerte. El hecho de que su vivienda tuviera, por así decir, un carácter «escasamente público» permitía suponer que, por el momento, no estaría entre las que investigaba la policía. La señorita Marion —tal era su nombre— debía pasar esa misma noche para saber mi respuesta.

 

Marion era una mujer de unos treinta años, alta, delgada, elegante. Su pelo y sus ojos eran negros; su gran boca, sensual; su belleza ligeramente vulgar le confería un singular atractivo.
Pidió por la habitación el mismo precio que la señora del castillo y lo aceptamos por ser justo.
Quise irme ya con Marion esa noche, pero los Marius decidieron que, por razones de seguridad, más valía esperar al día siguiente. Acompañada por la señora Marius, salí de casa a las cinco de la mañana, cuando la policía no se había puesto todavía en acción.
Marion tenía su piso en los alrededores de la estación del Sur, en un edificio nuevo con todas las comodidades modernas del que se sentía muy orgullosa. Dos ventanas daban a la calle y una tercera a un pequeño patio. Me instaló en la habitación de atrás. Esta contenía un diván tapizado con motivos vegetales y una mesita con dos taburetes; en las ventanas había cortinas con unos dibujos abigarrados. Encima de los cristales había puesto unos visillos con el fin de evitar la curiosidad de los vecinos. Cuando quisiera ventilar la habitación, debía acercarme de rodillas y, en esa postura, alargar el brazo para tirar del cordón. Una alfombra de estilo turco, comprada a un moro, completaba la decoración.
Una vez instalada, supe que había otros inquilinos: tres gatas y un gato. Marion adoraba los gatos, pero no quería que entraran en el «salón» que servía al mismo tiempo de dormitorio. Así que la familia felina se hallaba relegada en la habitación realquilada. Marion me aseguró que, hasta la fecha, ningún inquilino había puesto la menor pega a esa cohabitación.
Me gustara o no, mi situación tan especial me obligaba a seguir la tradición de mis predecesores.
Y, aunque los gatos me gustaban, los habría preferido en un número menor.
Por tanto, dormía con mis acompañantes, uno en mi hombro, otro cerca de mi cabeza y los dos restantes a mis pies. El menor movimiento de mi brazo o de mis piernas era interpretado como una invitación a jugar al escondite y, a veces en plena noche, mi cama era un teatro de saltos y brincos que acababan con mi tranquilidad.
Como consecuencia de esa cohabitación, mi cama y mi ropa estaban cubiertas de pelos y, ay, también de pulgas. Mi higiene personal era insuficiente para librarme de esa plaga. Tuve que rogar a los Marius que me compraran unos polvos insecticidas apropiados para gatos y un cepillo especial para atacar el mal de raíz, lo cual me permitió limpiar a fondo a mis cuatro compañeros. Marion fue muy sensible a mi entrega, un poco a la fuerza, y, por consiguiente, al hecho de que desde entonces todos los gatos me profesaron un gran cariño. ¡No me dejaban ni un minuto!
El timbre sonaba con mucha frecuencia en casa de Marion. Sus visitas llamaban todas de manera distinta, de uno a seis toques, con diferentes ritmos. Esos timbrazos me sobresaltaban, especialmente cuando estaba sola. Excuso decir que yo me abstenía de ir a abrir.
Mi habitación, por fortuna, estaba separada del resto de la casa por un pasillo y una tupida cortina. Podía leer y escribir a mis anchas sin que ese vaivén me molestara demasiado.
Cada día, uno de los Marius venía a traerme la comida. A una hora fija, yo iba a la cocina, de una limpieza ejemplar por cierto, y me disponía a comer algo. Nos sentábamos las dos a la mesa, rodeadas de gatos que ronroneaban y buscaban pillar algún trozo goloso de nuestros platos.
A Marion le gustaba el dinero, pero, como bien explicaba ella, era por su «experiencia de la vida y de la perfidia de los hombres». Me contó su pasado, sus sacrificios y sus sinsabores. Tenía buen corazón, pero era una chica débil de carácter. Pese a la simpatía que me demostraba, enseguida se dejó atrapar por nefastas influencias.
Una tarde estaba yo escribiendo una carta a la señora de Radendorf, quien, desde mi último acomodo, había dejado de visitarme para no llamar la atención. Marion entró en mi cuarto y, aproximándose mucho, me susurró:
—En la puerta hay un individuo de la policía. Quiere hablar con usted particularmente. ¡No vaya usted a creer que me ha entrado el canguelo al verlo! He negado su presencia, pero me ha dicho que estaba al corriente y que tan solo quería avisarla.
Sin esperar mi respuesta, Marion se marchó y dejó entrar a un hombre de entre veinticinco y veintiocho años.
—No tema nada —me dijo con una amplia sonrisa mientras se acercaba un taburete para sentarse—. Acaban de desmovilizarme —empezó—; estaba en la marina y me han metido por ahora en la policía secreta. Actualmente mi misión consiste en buscar a los refugiados que se esconden. Desde hace un tiempo sigo su pista y por fin he dado con usted. Pero, como es mujer, me ha dado pena. Estoy dispuesto a callarme... Ya sabrá usted probablemente lo que un silencio así significa, ¿no? Puedo ser castigado por ello, incluso encarcelado. Usted ya me entiende, ¿verdad?
—¿Desea una compensación? —le pregunté yo.
Separó los brazos:
—Arriesgo mucho, señora.
—¿Cuánto? —pregunté.
—Siete mil —contestó lacónicamente.
Esa cifra me chocó. Era exactamente la suma que acababan de ofrecerme tres días antes por mi máquina de escribir. (Mi máquina estaba confiscada en el hotel por orden de la policía, junto con el resto de mis efectos personales. Un inquilino, por medio de algunos amigos, se había ofrecido a comprármela, ignorando que ya no obraba en mi poder.) Marion estaba al corriente del asunto. Me sorprendió la coincidencia y, por un instante, la idea de una complicidad mutua cruzó por mi cabeza.
Hubo un momento de silencio. Tuve que hacer un gran esfuerzo para levantarme. Acercándome a la puerta, la abrí y llamé:
—¡Señorita Marion!
Ella estaba justo al lado de mi habitación.
—Marion —le dije—, han descubierto mi escondite. Tarde o temprano iba a ocurrir. Tráigame mi abrigo y mi chal. Voy a acompañar al señor a la comisaría.
—Pero vamos, ¿qué dice, señora? —exclamó ella—. Este señor lo arreglará, no tiene usted que perderse ni a nosotros con usted.
—Este señor no tiene nada que temer —la tranquilicé—, solo está cumpliendo con su trabajo. Le darán la recompensa habitual. Cada denuncia reporta una prima.
—¡Y yo que la he ocultado y la he cuidado! —exclamó desesperada.
Cuando ya me acercaba a la puerta, ella me cogió por la manga. Me aparté con asco. Entonces, volviéndose hacia el falso policía, le suplicó:
—¡Louis, venga, impídeselo!
Y rompió a llorar.
El joven la empujó, llegó hasta la puerta y bajó los peldaños de la escalera de cuatro en cuatro.
Era de prever que se dirigía a denunciarme.
Le dije a Marion que tomara el tranvía y fuera a preguntar al señor Marius qué debía hacer yo. Se fue corriendo a toda pastilla.
No tardó en hacerse evidente la complicidad de la chica, al no aparecer por allí ningún policía. Era obvio que el famoso detective se había contenido.
Era noche cerrada cuando regresó Marion. Me traía un mensaje de Marius en el que me decía que fuera a su casa esa misma noche, en cuanto se apagaran las luces, acompañada por Marion.
Las dos nos quedamos sin decir ni una palabra esperando que dieran las diez. Los gatos daban vueltas a nuestro alrededor, buscando mimos y caricias. Parecían querer reanudar los lazos que las semanas de vida en común habían forjado entre nosotros y que la debilidad de su dueña acababa de romper tan lamentablemente.

 

Cuando, a eso de las once de la noche, llegamos a pie y entre tinieblas, los Marius nos esperaban con impaciencia. El dueño le pidió a Marion que se quedara con su mujer hasta que él volviera.
Salió conmigo y, sin decir ni una palabra, me condujo hasta un pasaje cercano, donde se dirigió en voz baja a una silueta que estaba parada entre las sombras.
—Buenas noches, señora, nos hemos retrasado. Ya le explicaremos luego por qué. Es muy amable de su parte habernos esperado. —Luego se volvió hacia mí—: Siga a esta dama, volveremos a medianoche.
Me puse a caminar en silencio detrás de la mujer, la cual avanzaba con pasos amortiguados por sus viejas zapatillas. Torcimos así por un par de esquinas y entramos en una casa. Mi nueva anfitriona prefirió no encender el interruptor y debimos subir la escalera con la tenue luz de nuestras linternas. Al llegar al tercer piso, abrió una puerta y me dejó entrar la primera. Di la luz y... ¡allí estaba una de mis mejores conocidas, la señora Lucienne!
Mi sorpresa fue enorme. Nos abrazamos. Luego me llevó a la habitación que había previsto para mí.
Yo debía de haber cogido frío, porque empecé a tiritar y a castañetear los dientes. La señora Lucienne me ayudó a desvestirme, me dio un camisón de lana y me preparó enseguida una bolsa de agua caliente y una tisana.
Hacia medianoche, alguien llamó suavemente a la puerta. Eran los Marius. Me deshice en lágrimas ante esas personas que me demostraban tanta bondad. Mis decepciones y mi amargura desaparecieron, desplazadas por un inmenso sentimiento de gratitud. También ellos parecían conmovidos, pues si la alegría de ser salvado es grande, la de socorrer a un ser humano en la desgracia debe de ser mayor, sin duda, en los corazones de buena voluntad.
Charlamos un rato, hicimos planes y aquella noche dormí con toda placidez.
La señora Lucienne había sido durante veinticinco años enfermera en un hospital de Marsella, al que se había entregado en cuerpo y alma. Gracias a su pensión, se había retirado en Niza, lugar de sus sueños, donde, con unos poco ahorros, había podido jubilarse modesta pero cómodamente. Había acondicionado su casa con todo lo que no había podido disfrutar durante el cuarto de siglo de su duro trabajo. Tejidos alegres, cojines abundantes y baratijas divertidas hacían muy agradable la decoración; en dos jaulas o revoloteando por la habitación había colibrís de vivos colores, canarios, periquitos, un loro parlanchín de plumas verdosas, un mirlo e incluso un gorrión herido, recogido por piedad.
Delante de las ventanas, en su interior, sobre las mesas, en numerosos jarrones, en fin, por todas partes, había infinidad de flores. El piso estaba repleto de aromas, de cantos y de alegría.
La señora Lucienne, alta, robusta, muy morena, con unos preciosos ojos castaños, vestía con colores llamativos, pendientes alargados, grandes y notorios broches, y en siete de los diez dedos llevaba sortijas con piedras brillantes.
Viuda de un primer matrimonio, se había divorciado dos veces después. Los hombres, solía decir, la decepcionaban.
La había conocido tiempo atrás en el pequeño restaurante al que yo iba. Ella, de color, y yo, toda de negro, habíamos sentido una singular simpatía recíproca.
Su larga carrera administrativa le había moldeado un alma de funcionaria. Solo daba credibilidad a la autoridad o a los reglamentos oficiales. Respetaba a la policía, la creía dedicada exclusivamente a la represión del crimen y a la persecución de los malhechores. Extraía su alimento espiritual de su diario, en el que depositaba una confianza sin límites. Su radio y su prensa le suministraban a buen precio una opinión política y una visión del mundo. Decía que no le gustaba devanarse los sesos y aceptaba de buen grado los prejuicios. Sinceramente convencida de la libertad de acción del mariscal Pétain y de su buena relación con los vencedores, tenía una fe cándida en la orientación política del momento.
Al principio, como era esencialmente buena, se había visto afectada por el asunto de las persecuciones. Las lecciones de historia judía que ella seguía por la radio, donde escuchaba las «fechorías seculares» de ese pueblo, la habían llevado a admitir que las medidas en cuestión, aunque penosas, eran probablemente necesarias. Este punto de vista nos había distanciado.
Por eso fue tan grande mi sorpresa cuando me encontré de repente, cara a cara, con la señora Lucienne. Como ella sabía que yo estaba en peligro, iba regularmente a casa de los Marius para tener noticias mías. Un día el matrimonio le contó que yo había sido víctima de un chantajista. Entonces ella exclamó:
—Tengo fe en nuestro gobierno, porque el mariscal está en él; pero me da pena esa mujer, que siempre me ha parecido honrada y decente. No puedo creer que sea una criminal. Tráiganla a mi casa.
Así fue como me hallé instalada en el piso de la señora Lucienne.
Calculando lo mucho que ella debía de haber forzado su sentido de la disciplina y sus convicciones, me sentí más conmovida aún por el sacrificio que estaba dispuesta a hacer en mi favor.
Una fiebre muy alta me postró en la cama durante una semana. Fue una verdadera suerte encontrarme entonces en casa de la señora Lucienne, enfermera de primera categoría.
Una agradable intimidad se forjó entre nosotras. Me cuidaba. Leíamos. Yo le enseñaba un juego de cartas, pero ella se olvidaba de las reglas de un día para otro. La regañaba por ser tan despistada, pero sin ningún resultado, aunque era evidente que prestaba atención.
Ella prefería poner discos. Cada uno de ellos estaba unido a un recuerdo sentimental que me contaba con melancolía.
Vivía con ella una pariente, dependienta jubilada, que también me adoptó. Ambas mujeres, provenientes de una familia consagrada tradicionalmente a la administración, me rodearon de atenciones, celosas por mi amistad, como parecía a veces. Pero al mismo tiempo eran conscientes de que estaban «contraviniendo las leyes vigentes» y poniendo a prueba los escrúpulos de su conciencia de funcionarias ejemplares. Eran «dos tempestades dentro de dos cabezas».
Sin embargo, su corazón de francesas rectas y cumplidoras parecía haberse enojado. Cada vez que Radio París exponía las razones de las medidas raciales, la señora Lucienne se sentía muy inquieta por la legitimidad de su modo de proceder, pero, mirándome a hurtadillas, bajaba el volumen y decía:
—¡A la mierda esta cláusula de la colaboración!
Entonces intercambiábamos una sonrisa de «cordial entendimiento».
Para no llamar la atención saliendo con maletas, me había ido de casa de Marion sin llevarme nada. Dos días después, la señora Marius fue a buscar mi ropa. Marion le entregó una maleta con algunas cosas menudas, pero en cuanto a la ropa, esta había desaparecido.
La versión de Marion fue que, después de mi marcha, temiendo un registro, ella misma escondió mis cosas en el sótano. Por la mañana, como sabía que vendría la señora Marius, fue a buscar la maleta. Se la encontró con la cerradura forzada y con que los dos vestidos que había ya no estaban.
Antes de venir a anunciar este nuevo saqueo, los Marius casi se ponen malos. Pero no era buen momento para protestar. Había que poner al mal tiempo buena cara. Como era su costumbre, el señor Marius echaba pestes:
—¡Lo pagarán todos, cuando acabe la guerra, como que me llamo Marius!
Las señoras Lucienne y Radendorf me ofrecieron ropa que ponerme.
Esos gestos conmovedores de entrega y de bondad me eran de una ayuda incalculable.

 

Sin noticias de mi madre ni los míos, me deprimía en una inquietud desgarradora por ellos. Enclaustrada, sin posibilidad de salir, sin moverme, sin aire, padecía de un insomnio que aumentaba mi tensión nerviosa hasta lo insoportable.
Como único recreo tenía Radio París y el periódico francés de mi anfitriona. Tanto una como otro me agobiaban con el anuncio frecuente de las derrotas de los Aliados y la apoteosis de la colaboración. Por este lado, ninguna luz, ninguna esperanza.
El peligro seguía acechando. Cada día se llevaban a cabo arrestos. La policía pillaba en plena calle a un desgraciado que se había aventurado por una insuperable necesidad de movimiento y de espacio o para hacer algún trámite importante y urgente.
Algunos arriesgaban su libertad con tal de empaparse otra vez de la atmósfera de la ciudad.
En varias ocasiones, los arrestos se produjeron delante de los consulados suizo y americano, adonde los refugiados se dirigían para ver si había llegado a su nombre un visado o un aviso, dado que ninguno de ellos tenía una dirección fija donde enviárselos.
Cada vez que se descubría un nuevo escondite, los periódicos lo mencionaban, y aprovechaban la ocasión para advertir a la población del peligro que se corría si se seguía ayudando a los refugiados.
Examiné una y mil veces las posibilidades de desplazarme hacia la frontera, desde donde quería intentar huir a Suiza. Preparaba concienzudamente los detalles de una evasión, con la complicidad de algunos amigos de Suiza y de Niza.
Me habría mantenido en mi escondite en casa de la señora Lucienne hasta poder marcharme si no hubiera sido porque dos incidentes comprometieron nuestra seguridad.
El piso daba a unos jardines y a una pradera. Como nunca me acercaba a las ventanas, nadie podía verme. Un día que estaba sentada a la mesa, leyendo en mitad de la habitación, me dio la impresión de que alguien me observaba. Frente a mí estaba el portero, encaramado a un árbol y cogiendo unos higos. Al ver que me había percatado de ello, me dio los buenos días. Mi presencia no debería causarle ninguna sorpresa porque la señora Lucienne recibía frecuentes visitas. Sin embargo, ese hecho nos causó serias preocupaciones.
Unos pocos días más tarde, una torpeza estuvo a punto de perderme.
Como me hallaba aislada del mundo exterior, los amigos venían a traerme una comunicación urgente, una carta, o a darme un aviso o un consejo, las noticias políticas que daban en las radios extranjeras, o, sencillamente, a contarme las nimiedades de la vida corriente.
Me expresaban su simpatía y me prodigaban sus ánimos. Para no atraer la atención, estas visitas debían ser esporádicas. Cada una tenía que avisar con antelación a los Marius y aprovechar el momento propicio.
Fue así como un domingo, una vez apagadas las luces, esperé que un antiguo vecino viniera a visitarme. Este regresaba de un viaje tentativo organizado por unos amigos suyos. Había recorrido el Isère y Saboya y venía a darme indicaciones útiles de cara a la ejecución de mi plan.
Cuando llegó delante de la puerta de mi edificio, vio a una mujer entre las sombras. Se acercó y le preguntó si estaba esperándolo para llevarlo hasta la casa de la dama polaca. La mujer, que precisamente era la todopoderosa portera, contestó que no había «extranjeros en la casa, solo buenos franceses».
Consciente de la metedura de pata que acababa de cometer, mi visitante se excusó y se fue con intención de volver un poco más tarde.
La portera subió sin tardanza por todos los pisos para avisar a los vecinos de que se estaba buscando a una extranjera que, al parecer, se ocultaba en el edificio. Obviamente, llamó también a nuestra puerta.
No olvidaré la cara inquieta a la vez que desolada de la pobre señora Lucienne. Entró en mi habitación como una ventolera y, dando zancadas por el cuarto muy agitada, no dejaba de repetir: «¡Esto va mal..., esto va mal..., esto va mal!», y se retorcía las manos.
Me contó que todo el edificio estaba alerta. Había, por tanto, que marcharse antes de que el rumor llegara hasta la comisaría.
Como siempre, los Marius fueron avisados y, por tercera vez, me hallé de vuelta con mis benefactores habituales.
Me recibieron con su bondad acostumbrada y una valentía desconocida. Aunque mis escondites sucesivos en su casa habían acabado siempre de manera desastrosa, cada vez que volvía allí me sentía feliz de cruzar aquel umbral. Su inagotable solicitud me daba la sensación absoluta de hallarme fuera de peligro.

 

Las vías férreas, las carreteras nacionales, toda la circulación, en suma, estaba bajo el control de las autoridades alemanas y de la policía francesa a sus órdenes. A la entrada y a la salida de las estaciones, delante de las ventanillas de venta de billetes, en los andenes, en las paradas principales de los autocares, en los fielatos de la periferia, en todas partes los viajeros eran interpelados por gendarmes que examinaban minuciosamente su documentación. Dentro de los trenes, la policía alemana, de civil, actuaba de improviso, en ocasiones varias veces en un mismo trayecto. En las carreteras se paraba cualquier vehículo, desde automóviles de lujo hasta carretas tiradas por asnos. Estaba prohibido que los extranjeros salieran de los límites de su área de residencia, a menos que llevaran consigo un salvoconducto. Este no se entregaba nunca a extranjeros de raza judía. Y sin embargo, tenían que arriesgarse a huir a toda costa; ¡no había para ellos otro medio de salvación! ¡Irresoluble dilema!
Todo refugiado, en esa época, pensaba huir a Suiza, a España o a Inglaterra. Se recurría a medios imaginativos, tan arriesgados como peligrosos. Los sistemas se multiplicaban y se perfeccionaban con el tiempo.
Los más avezados se ponían sencillamente en marcha, caminaban de noche, se escondían durante el día entre los matorrales, en los bosques o donde les dieran cobijo por caridad. Numerosas familias francesas se ofrecían a proporcionarles asilo. Se creó una auténtica organización con ramificaciones de ciudad en ciudad, con sus comunicaciones secretas, sus mensajeros, sus agentes de transmisión, ¡hasta transportes para equipajes! A veces, ante la imposibilidad de proseguir su camino, los fugitivos permanecían durante días, semanas, incluso meses, en las casas de los franceses que los encubrían. Estos no solo los ocultaban, sino que también buscaban la manera de alimentarlos. Y eso era toda una proeza, porque esos pobres desgraciados carecían de cartillas de racionamiento.
Se podría escribir un volumen entero sobre el valor, la generosidad y la intrepidez de esas familias que, con peligro de su vida, daban ayuda a los fugitivos en todos los departamentos, incluidos los de la Francia ocupada. No era extraño que se utilizaran documentos de identidad franceses, lo que permitía viajar sin una autorización especial.7 Por toda Francia había gente de buena voluntad que no dudaba en prestar su documentación.8
En noviembre de 1942, una nueva resolución estipuló que todo viajero debía ser portador, además de su carné de identidad, también de sus cartillas de racionamiento. Esto era más grave, porque si un francés podía pasar una temporada sin sus papeles legales, lo que no podía era vivir demasiado tiempo sin sus cupones de alimentación.
Nació, entonces, una nueva industria que pronto tuvo mucho auge: la fabricación de cartillas de racionamiento para uso de los fugitivos; industria que vino a juntarse a la ya existente de los carnés de identidad.
Se escogían los nombres de franceses que residían lejos, en zonas prohibidas, en las colonias o en el extranjero, allá donde no fuera posible establecer un control. Los carnés de identidad falsos servían también para aquellos que tenían que renunciar a la huida. Durante la ocupación, numerosos extranjeros, judíos o sencillamente nacionales de países en guerra con Alemania —ingleses, belgas, holandeses, noruegos, polacos y rusos—, sorprendidos en Francia por el conflicto bélico, se escondieron bajo esos nombres supuestos. En cuanto a la cartilla de racionamiento, no tenían necesidad de procurarse una falsa, la nacionalidad auténtica que habían tomado prestada les daba derecho a una perfectamente en regla.
Hábiles dibujantes y grabadores entregaban esos documentos que, en ocasiones, alcanzaban una gran perfección en la imitación, ¡y también en su elevadísimo precio! Estos precios variaban según la coyuntura, es decir, según el recrudecimiento o la relajación de las persecuciones. Algunos, para tenerlos en su poder, vendieron parte de su ropa con tal de adquirir tan indispensables documentos.
Unas organizaciones francesas clandestinas se encargaban de entregar esos papeles gratuitamente, daban consejos e informaciones útiles, proveían del dinero necesario para los desplazamientos y de algo de ropa adecuada a quienes llegaban desprovistos de todo.
Estos trabajos contaban con subvenciones secretas y nadie sabía que al frente de todo ello había personalidades francesas, tanto laicas como religiosas.
En diciembre de 1942, el gobierno de Vichy redobló su aparato policial, multiplicó las medidas de control y estrechó aún más la vigilancia. Se pusieron alambradas por todas partes. Se empezaron a utilizar perros policías.
Llegó un momento en que nadie se atrevía ya a aventurarse solo por las carreteras. Se recurrió, entonces, a guías que conocían cuáles eran los caminos, las rutas y los senderos secretos, qué riachuelos eran fáciles de atravesar o el camino de montaña con mejor desfiladero.
Esos guías tenían muchos «soplos» y contaban con la ayuda de la población, incluso en algunos casos con la complicidad de gendarmes y de guardias de aduanas. Eran los dueños de un nuevo tipo de tráfico, el tráfico humano. Acababa de nacer la profesión de «pasador».
Cuando una expedición fracasaba, los fugitivos eran conducidos a la cárcel más próxima, donde, después de purgar su pena por intentar cruzar la frontera clandestinamente, eran ordenados por edad y nacionalidad y llevados a unos campos de concentración franceses o a unas fortificaciones. Desde allí, una nueva clasificación los conducía a la deportación definitiva.

 

Entre los campos franceses estaban los de Noë para viejos, enfermos o lisiados; Récébédou, cerca de Toulouse; Masseube (Gers); Rivesaltes (Pirineos Orientales); el centro de Rabès (Corrèze) y el de Gurs (Bajos Pirineos), asignado a los judíos de Alemania, de Holanda, del Gran Ducado de Baden y del Palatinado.
Este último campo recibió, a partir de 1941, a todos los refugiados judíos extranjeros, sin distinción de nacionalidad.
De todos los campos, era el más terrible, un auténtico infierno. En el invierno de 1940 a 1941, murieron allí de agotamiento, de enfermedad, de frío y de epidemias entre quince y veinticinco personas al día. Finalmente, el campo de Drancy (Le Bourget) aglutinaba a los extranjeros de raza judía que vivían en Francia desde hacía largo tiempo, así como a los refugiados recién llegados, destinados a la deportación.
Era relativamente frecuente que los prisioneros de los campos franceses fueran liberados, gracias a las más variopintas intervenciones. Pero del campo de Drancy, que estaba bajo la dirección exclusiva de las autoridades alemanas, nadie regresó jamás.

 

Los accidentes, robos, chantajes, arrestos, deportaciones e intentos frustrados se propagaron rápidamente por todo el país.
Asimismo, el número de fugas disminuyó drásticamente. Agotados por las adversidades, debilitados por las largas reclusiones y la inercia consiguiente, los refugiados perdieron su energía. La evasión se presentaba ahora como una empresa de envergadura cuyos resultados eran demasiado imprevisibles. Resignados, acabaron por aguardar su destino pasivamente, renunciando a sus planes de fuga y, con ello, a toda esperanza.
Solo algunos intrépidos, sobre todo entre los jóvenes, preferían afrontar el peligro. Partían llevando consigo algún veneno mortal, armas o, en su defecto, una cantidad de somníferos suficiente para quitarse la vida si fracasaban.
Si alguno disponía de un visado de entrada en otro país, lo intentaba sin la menor duda.
Yo esperaba precisamente un visado de esos para ir a Suiza, pero, para no comprometer aún esa posibilidad de salvación, tenía que esconderme todavía una temporada en Niza.

 

Había en Cimiez una preciosa casa, toda nueva, en cuyo quinto piso vivían dos damas. Guardaban entre ellas un asombroso parecido: altas y delgadas, tenían antipatías y gustos comunes. Eran madre e hija y ambas se dedicaban a coser por culpa de los reveses de la fortuna. Por desgracia, en esos tiempos de guerra, el precio del alquiler excedía sus posibilidades y buscaban un realquilado. Por mi parte, me hallaba otra vez en el trance de encontrar un nuevo refugio seguro. Estábamos llamadas a entendernos.
En realidad, ellas no estaban del todo dispuestas a ceder una habitación, ya que cada una prefería conservar la suya.
Finalmente, se llegó al acuerdo de que yo me acostaría en el sofá del salón y me levantaría temprano en prevención de cualquier visita eventual.
Me es grato reconocer que aquellas dos mujeres eran trabajadoras, ahorradoras y excelentes amas de casa; pero, patriotas hasta el chovinismo, estaban afectadas por dos defectos insoportables: uno, el reverso de su patriotismo excesivo, la xenofobia; otro, la envidia.
Se mostraban envidiosas de todo y por todo: de una carta o un giro enviado indirectamente desde Suiza con la ayuda de algún amigo, de una visita, de una señal de afecto, de bondad o de entrega. Envidiaban mi cartilla de racionamiento, envidiaban mis atisbos de esperanza o de alegría, tan escasas en esa época tan sombría de mi vida. Preferían verme en mi estado normal, es decir, acosada, abatida y desesperada.
No había ocasión en que no me hicieran sentir agriamente sus inclinaciones. A falta de una habitación propia, no tenía ni un rincón donde poder aislarme. Esa situación, lejos de ser ocasional, se volvió permanente.

 

La llegada de los italianos a los Alpes Marítimos pareció responder a una decisión improvisada. Durante horas, convoyes enteros de artillería, infantería, tropas alpinas con centenares de mulos, seguidos de camiones y de ambulancias, desfilaron por el paseo. El Estado Mayor italiano se instaló en un palacio del centro.
Enseguida se extendió una noticia inesperada: gracias a la intervención de la Santa Sede, los ocupantes acababan de decretar la suspensión inmediata de las persecuciones.
Se adecentó, reparó y abrió al culto la sinagoga de Niza, mancillada por pintadas groseras y con las vidrieras rotas.
Se invitó a los refugiados de raza judía a pasar por las comisarías de policía para inscribirse y por la prefectura para renovar sus carnés de identidad y sus permisos de residencia; se ordenó a los caseros que devolvieran todo lo que habían retenido. Se notificó a la comunidad israelita la protección de los judíos, que en adelante estaría a cargo del ocupante italiano. Entonces volvió a verse delante de la prefectura a refugiados que habían escapado de las redadas. No eran más que un pequeño grupo.
Descendientes de una larga estirpe en la que nunca dejó de haber gente perseguida, maltratada y despojada durante generaciones, es innegable que los judíos poseen el instinto del peligro. Por eso, a pesar de la mayor liberalidad de las autoridades italianas, desconfiaban de lo que pudiera venir en el futuro. Así que cada uno aprovechó esa tregua para preparar su huida hacia las regiones de la Creuse, del Isère y sobre todo de Saboya, con el fin de acercarse a la frontera helvética.

 

Durante el respiro que la ocupación italiana nos ofreció a todos, me dediqué a poner mis asuntos en orden. Fui, como todo el mundo, a renovar mi permiso de residencia, así como mi carné de identidad y mi cartilla de racionamiento. En la comisaría de policía y en la prefectura, tuve la prudencia de no dar mi verdadera dirección: di la del hotel en el que estuve alojada al principio.
Como podía circular a mis anchas otra vez, aceleré los preparativos de mi partida. Ya no tenía ninguna necesidad de continuar viviendo en casa de las dos costureras de Cimiez. Me instalé, por tanto, en una villa, al fondo de un jardín abandonado, cuya propietaria era una parisina septuagenaria a la que conocía desde hacía un par de años.
En previsión de persecuciones futuras, que yo consideraba inevitables, rodeé de mil precauciones mis idas y venidas, procurando no ser vista ni despertar ninguna atención.
Lo primero que tenía que hacer era convertir todos mis bienes en dinero líquido. Como el hotel me había devuelto mis tres maletas, empecé a vender mis pertenencias, mi máquina de escribir, mi sortija. Fui sacando así, pieza a pieza, todo lo que pude, ya que sería un estorbo en la huida que yo planeaba.
Llené una maleta con tres vestidos, algo de ropa interior y algún objeto indispensable de recuerdo, como las fotografías. Ese equipaje era con el que debería encontrarme al llegar a Suiza.
Una vez más, me separé de mis tres maletas vagabundas, cuyas aventuras extraordinarias ya he tenido ocasión de contar anteriormente.
El 15 de diciembre de 1942 me dirigí al consulado de Suiza para preguntar si ya había llegado mi visado. Después de cotejar algunos despachos, el secretario sacó uno que me concernía.
Me sentí invadida por una compleja emoción en la que se mezclaban la alegría y la inquietud. Sabía pertinentemente que ese viaje a la frontera suponía una disyuntiva: era la salvación o la perdición.
El secretario del consulado, muy amable, estampó un sello en mi pasaporte advirtiéndome de que «naturalmente, por el momento, la frontera estaba cerrada». Él sabía, como yo, que esa circunstancia, en mi caso, carecía de significado: no podía abandonar Francia de una manera regular.
Lo que tenía que hacer ahora era procurarme el carné de identidad y la cartilla de racionamiento de una francesa. Mi anfitriona estaba al corriente de todas mis dificultades y, espontáneamente, se declaró dispuesta a ayudarme. Me contó que ya había prestado su documentación en otras dos ocasiones, pero que la policía tan solo le había puesto una ligera amonestación, debido, sin duda, a su avanzada edad. Su carné y su cartilla le habían sido renovados contra el pago de la multa correspondiente.
Esta vez mi anfitriona, tal como dijo literalmente, «iba a perder sus papeles por una buena causa». Al igual que tantos otros franceses, se rebelaba con vehemencia contra los métodos del gobierno y los horrores que tenían lugar en su país. ¡Fui, entonces, de un gesto de generosidad a otro!
Debía, ante todo, emprender la complicada tarea de poner mis características personales en los documentos de mi benefactora. Cuánto esfuerzo, paciencia, concentración y habilidad se invirtieron en retirar las indicaciones sobre la edad, la altura, el color de los ojos, la forma de la cara, de la nariz, etcétera, para sustituirlas por las que me correspondían a mí.
Por desgracia, mi benefactora tenía una verruga en la barbilla. Este signo particular era muy notorio en su rostro y, lo que era más grave, figuraba especialmente en la indicación de sus rasgos. A veces, en los dramas de la vida se cuela un elemento cómico, incluso chistoso, como lo era que mis amigos y yo nos pasáramos ocho días preocupados por cómo abordar el detalle decorativo de aquella verruga.
¿Tenía, entonces, que pegarme en la cara una verruga postiza? Como no había artistas expertos en ese campo, la única solución era borrar de los papeles ese molesto dato, corriendo el riesgo de dejar algunas marcas de raspadura en el documento. En medio de un estado de extrema tensión, pero con una destreza infinita y tomadas mil precauciones, conseguimos quitar esa particular marca.
A continuación, lo que había que hacer era despegar la foto, tarea no menos delicada, pues estaba fuertemente encolada sobre la cartulina, y cambiarla por la mía. Una vez más, se precisó de tiempo y de paciencia.
En cuanto al asunto del nombre, apellidos y lugar de nacimiento, adopté los que había, claro está. En adelante, tuve que llamarme Blanche Héraudeau, nacida en la rue de Clichy, de París. El sello de la prefectura daba autenticidad legal a aquel documento. ¡Y se dibujó con un pincel! Los mejores especialistas conservaban en su poder, de por sí, varias imitaciones de sellos, algunos incluso podían acceder a la imprenta oficial, pero todo eso era a precios que no estaban a mi alcance.
Una vez terminado el proceso, los documentos presentaban un aspecto bastante digno, siempre y cuando no los examinaran muy de cerca...

 

Tenía, pues, todos mis papeles franceses en orden, más el visado suizo estampado en mi carné auténtico, el cual estaba cosido en el forro de mi abrigo. Me aprendí de memoria mi nombre y su ortografía, y hacía ejercicios para imitar la firma de mi benefactora. Con los nervios a flor de piel, pero con la fuerza que me daba contar con un visado suizo, me sentía una privilegiada, lista para el viaje.
Los Marius, para quienes yo me había convertido a la larga en una especie de jarrón muy frágil que ya estaban acostumbrados a llevar de un sitio a otro con exquisito cuidado, convinieron que no podían dejarme partir sola. ¡Eso nunca! Así que se pusieron a discutir entre ellos la posibilidad de acompañarme. La señora Marius, de un candor angelical, parecía poco cualificada para eventuales embrollos policiales. Por otra parte, la ausencia prolongada del señor Marius habría desatado los rumores por el barrio.
Una vez más, la Providencia vino en mi ayuda. Decididamente, parecía querer conducirme hacia la salvación.
Un habitual de los Marius contó en una conversación que pensaba ir a pasar las fiestas de Navidad a su hacienda del Isère. Enseguida, a Marius se le ocurrió la idea de ponerme en contacto con él. Conocía los sentimientos de francés honesto de su cliente y le explicó abiertamente mi caso.
Jean Letellier, arquitecto de profesión, antiguo combatiente y, además, republicano, se mostró dispuesto a tomarme bajo su protección y vino a verme. Analizamos los detalles del viaje y decidimos algunas cosas. Yo iría al cuidado de mi nuevo protector hasta Grenoble, donde él se quedaría conmigo el tiempo que hiciera falta.
Era antes de Navidad y los trenes iban hasta los topes. Había que ocupar los asientos al asalto, pero finalmente conseguimos instalarnos. Habíamos convenido que mi acompañante se ocuparía de los equipajes, entregaría los billetes al revisor y contestaría las más veces posibles a cualquier pregunta que nos hicieran.
El tren no tenía calefacción y Letellier extendió una manta de viaje sobre mis rodillas, mientras me decía, riendo:
—Podemos pasar por una pareja que está de vacaciones. Parecemos dos enamorados.
El viaje empezó así con auspicios favorables.
Mi compañero de ruta estaba plenamente metido en su papel: de vieja raigambre francesa, tenía todo el aspecto del galo, pero sin mostachos, claro está. Llevaba una chaqueta de piel de cordero y una gorra a juego. Daba la impresión de un terrateniente que volvía a sus propiedades.
El trayecto se efectuó sin incidentes hasta Marsella. Cada uno estuvo sumido en su lectura. Yo interrumpía la mía de vez en cuando para repasar mentalmente mi nombre y mi apellido.
El control de billetes tuvo lugar sin complicaciones. Pero en Marsella aparecieron tres individuos barbilampiños, de rostro sombrío, que nos pidieron la documentación para la verificación de identidad. Sin precipitarme, les tendí la mía cuando me llegó el turno. Mostrando indiferencia, le sonreía a una chica encantadora que estaba sentada frente a mí, la cual se afanaba en buscar sus documentos hasta que por fin los halló... en su bolso de mano.
Letellier me dijo más tarde que, en ese preciso momento, mi sonrisa le había parecido tan encantadora y tan tonta al mismo tiempo que tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír. Le agradecí desde lo más profundo de mí misma que distendiera así mi tensión con una broma y me demostrase una aparente despreocupación, pese a su propia inquietud.
Veinte minutos antes de llegar a Grenoble, segundo control. En esta ocasión, se produjo un incidente. A una señora, la cual supe después que era belga, que llevaba sus papeles en regla, los agentes de la Gestapo le pidieron su certificado de bautismo.
—Tengo cuarenta y dos años, he necesitado mi certificado de bautismo cuatro o cinco veces en mi vida, pero jamás se me ha ocurrido llevarlo de viaje.
—Usted es extranjera y sus documentos no mencionan en ningún sitio su religión —replicó uno de los policías.
A lo que la señora respondió:
—¡Pero porque llevo un salvoconducto! No creerá, a estas alturas, que se dan salvoconductos a los judíos, ¿no?
Entonces, uno de los viajeros intermedió:
—Conozco a esta señora desde hace años, es vecina mía. Aquí tiene mi carné de director de una fábrica en C... Su marido es el dueño de una fábrica en Charleroi.
Los agentes no insistieron. Desaparecieron para proseguir en otra parte la caza de las piezas que acechaban.
Es fácil imaginar lo que sentí yo en aquella parada.