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NORMALMENTE, no renunciaba nunca a los rollitos de primavera, entre otras cosas porque el maestro Liu los hacía fantásticos: crujientes y sabrosos, bañados con vinagre blanco y las salsas de soja y picante a partes iguales. Pero el lunes era otra cosa. El maestro Liu concebía otra obra maestra: nuvolette18 de algas fritas. Eran una delicia. Se deshacían en la boca dejando un agradable y persistente sabor herbáceo que casaba muy bien con la cerveza china.

Flavio Bertone estaba ya en el segundo plato de estas delicias cuando, sin una brizna de vergüenza, hizo una señal a Maria de que quería un tercero.

Era la noche de un anónimo lunes de diciembre. El restaurante estaba lleno hasta los topes y el comisario, sentado a la única mesa al lado de la entrada. La única novedad de la decoración era el tubo luminoso que enmarcaba la vitrina que recordaba la inminencia de las fiestas navideñas.

El comisario no hacía caso al ruido de las sillas continuamente recolocadas para hacer sitio a nuevos comensales, al batir de platos y vasos, a la cháchara que se extendía de una mesa a otra, al olor de fritos al que se había habituado y que desde hacía mucho tiempo impregnaba su ropa, tanto que su casa ya parecía también una prolongación del restaurante.

Bertone no hacía caso a nada. Se aislaba en sus pensamientos y degustaba los sabores. Bastaba. Estaba contento así. Bueno, contento quizá fuera demasiado. Pero sereno. Sereno era la palabra justa.

Aparte del tobillo y de un dolor continuo en el costado, el comisario estaba casi bien. Y, quizá, no estuviese del todo equivocado Alvarino al recordarle que de aquella historia era mejor salir maltrecho, pero vivo. Apreciar el sabor delicioso de las nuvolette de algas fritas significaba estar vivo y, después de lo que había pasado, el comisario podía decirse contento. Perdón, sereno.

Levantó la vista del plato vacío con la intención de servirse un vaso de cerveza y vio un suave abrigo de lana verde acercándose.

El abrigo envolvía a una mujer bella, alta, con el pelo corto y un poco ondulado. En el recuerdo de Bertone no estaban las gafas. En cambio, aquella noche, Giuliana llevaba unas gafas elegantes, sin montura. Bertone pensó, maliciosamente, que los años no solo pasaban para él.

—En la comisaría me han dicho que estabas aquí y entonces...

Bertone se puso en pie, giró la mesa y se acercó a besar en la mejilla a su exmujer.

—Siéntate, por favor. ¿Has cenado?

—Sí, gracias. Solo quería saludarte y saber cómo estás.

El comisario notó que el encanto de Giuliana no había disminuido; incluso, si acaso, había aumentado. Las gafas le conferían un plus de seducción y de elegancia que mejoraba, si era posible, sus ya notables cualidades.

Bella, pues. Pero, en una segunda ojeada, el comisario notó en ella algo indefinible, que estropeaba la primera impresión.

—Alvaro me ha contado lo de Barcelona...

¡Quién sabe qué versión le habría contado Alvarino! ¡Con toda probabilidad, la española!

—Ahora estoy bien, gracias. Las costillas están mejor. El tobillo aún no está bien, pero en un par de meses debería volver a caminar bien.

Maria llevó otro vaso y Bertone sirvió cerveza a Giuliana.

—Te he llamado a casa, pero siempre saltaba el contestador.

—Sí, perdona. Es que he tenido algunos problemas... ¿Cómo es que estás aquí, en Roma?

Giuliana bajó la vista al mantel de cuadros blancos y azules. El comisario notó otro detalle que no recordaba: dos arruguitas en las comisuras de la boca. La sonrisa de Giuliana, de ahora en adelante, estaría enmarcada para siempre por dos paréntesis de melancolía.

—Mi madre está mal. La han operado la semana pasada. Cáncer de estómago. He vuelto para estar con ella. Dentro de poco tengo que irme al hospital. Está en el Gemelli.

—Lo siento. ¿Qué hará ahora?

—Necesitará ayuda. Tendrán que darle quimio...

—Has hecho bien en decírmelo. Mañana voy a verla. Mientras tanto, salúdala y abrázala de parte mía.

Siguió una pausa durante la que ambos bebieron cerveza a pequeños sorbos sin mirarse a los ojos. Bertone quería romper el silencio. Hizo una pregunta. Así, sin malicia.

—¿Cómo te van las cosas en Catania?

Era una pregunta genérica. Giuliana habría podido hablar del trabajo, de los arancini, de la cassata siciliana, de la pasta alla Norma, del Etna, de la mafia, de todo. En cambio, los ojos se le humedecieron y las arruguitas se hicieron más profundas.

—No van. Estamos en crisis. ¡Creo que se acabó!

—Lo siento.

No era verdad. No era verdad que lo sintiera. Tampoco era verdad lo contrario, que no lo sintiera. Comprendió, de repente, que era casi indiferente a las vicisitudes sentimentales de su exmujer. Pero no era el momento de un autoanálisis. Giuliana hablaba y lloraba al mismo tiempo.

—Fue bien durante algún tiempo. Después surgieron los problemas. Discutimos... No creo que vuelva a Catania.

—Lo siento.

El disco de Bertone se había rayado. Por lo demás, no sabía qué decir. Bebieron en silencio otro vaso de cerveza. Giuliana sacó un pañuelo del bolsillo del abrigo y se enjugó los ojos. Se esforzó por sonreír. Pero la boca se contrajo en una mueca contraria a todos los cánones de la alegría.

—¿Y tú?

La pregunta de Giuliana, en aquel punto de la conversación, era de todo menos genérica. Significaba: ¿Cómo va tu vida sentimental? ¿Sigues solo o has encontrado a otra compañera? Si aún estás solo, quizá no me hayas olvidado; si no me has olvidado, quizá podríamos probar de nuevo...

No, la pregunta de Giuliana no era en absoluto genérica. Bertone, sin embargo, no le oía recitar las líneas de un guion que le parecía repentinamente viejo. No era cuestión de orgullo. Si Giuliana se hubiese presentado solo unas semanas antes, el final habría sido distinto. Pero ahora, las cosas habían cambiado. Él había cambiado. La historia de Velázquez le había dado la vuelta como a un calcetín. Había salido con los huesos rotos, pero había descubierto la verdad, aunque no hubiese conseguido demostrarla. Había vuelto a casa con más golpes que una estera, pero sintiéndose un policía: una sensación que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Y, con el policía, había vuelto el hombre. En pocas palabras, había pasado página sin darse cuenta. Y por eso no podía responder a Giuliana. Ella era el pasado. Aquella mujer tan importante en su vida se había vuelto a presentar fuera del tiempo límite. Bella y fascinante, sin duda, pero como una extraña. Y al pensar en ella como en una extraña, Flavio Bertone no experimentaba ningún placer. Solo experimentaba amargura.

—Yo estoy bien. Solo necesito trabajar. Acabado el período de baja, volveré a mi oficio. Estoy contento así. Los primeros tiempos sufrí. Mucho. Ahora, he comprendido que puedo vivir bien solo.

—Me alegro por ti.

No era cierto, naturalmente. No estaba en absoluto contenta. Encajó el golpe, pero su retorno a Canosa19 se había revelado más difícil de lo previsto. Inconscientemente, había esperado un éxito inmediato. Se había hecho ilusiones. Había sido infantil. Ingenua. Y, como no era un personaje de Beautiful20, sino una mujer de verdad, se culpó a sí misma. Sonrió oblicuamente, exaltando las arrugas. Miró el reloj.

—Debo ir al hospital.

Se levantó y, escoltada por Bertone, se encaminó a la salida.

—Dale un abrazo a tu madre de mi parte.

Se saludaron a la puerta con un doble beso en las mejillas. Se dieron un fuerte abrazo durante unos segundos.

—Te llamo.

—Hasta luego.

—Hasta luego.

Hasta luego, un cuerno. Era un adiós en toda regla. Íntimamente, ambos lo sabían.

Bertone la vio desaparecer en su suave abrigo verde tras la esquina de la vía Merulana.

Después volvió a su mesa. Se sirvió otra cerveza y llamó a Maria. Pidió cochinillo picante en salsa agridulce.

Todavía tenía apetito.