5
—¡OS lo ruego, dejadme tranquilo!
Diego Ribonskij había perdido todo residuo de dignidad. Lloraba, sollozaba, maldecía, gruñía, ladraba. Un festival de sonidos roncos salpicados con lamentos y gorgoteos de toda clase. El inspector Pizzo pensó que era verdaderamente un actor formidable. Ribonskij ya había consumido tres paquetes de kleenex, había bebido media botella de agua mineral y dos cafés, pero no había habido manera de calmarlo o, al menos, de hacer que dijera algo.
El inspector Cacace, un individuo corpulento, duro, calvo, con las espaldas y los brazos robustos, estaba ante la ventana abierta del despacho con la expresión de quien está a punto de perder la paciencia.
—Tranquilícese, por favor. Trate de recordar a las personas con las que habló ayer por la tarde. Bien, usted salió de casa hacia las ocho...
—Sí, se lo he dicho... Eran las ocho.
—Antes de salir, sin embargo, telefoneó al profesor Natoli, su compañero.
Al pronunciar la palabra compañero, Cacace había imprimido a la voz una nota de desaprobación que no le pasó desapercibida a Ribonskij y que había puesto en apuros también al inspector Pizzo. Pero Cacace era así. No le gustaban los homosexuales y le irritaban los extranjeros. La suerte lo había destinado a la comisaría del Esquilino, el barrio multiétnico por excelencia. Un día había tratado tan mal a un chino que este había reaccionado poniéndole las manos encima. ¡Para qué más! Cacace se transformó en un toro desencadenado. Tuvieron que pararlo entre cuatro.
Ribonskij se sonó la nariz por enésima vez y respondió a la pregunta de Cacace con la mirada fija en Pizzo, sentado delante de él.
—Sí, se lo he dicho..., llamé a Vitaliano. Le pregunté si quería venir al teatro conmigo. Me dijo que no tenía ganas. Quería quedarse en casa... Tenía que leer la tesis doctoral de una estudiante...
—¿Le dijo si esperaba la visita de alguien?
—No, no esperaba a nadie..., a nadie... ¡Dios mío!... —Y volvió a sollozar.
Cacace estaba cansado de hacer la estatua en la ventana. Se movió para colocarse frente a Ribonskij, con las palmas pegadas al escritorio. Sus facciones bronceadas, fruto de las dos semanas de vacaciones en Ladispoli, estaban a no más de veinte centímetros de la cara del actor. La paciencia se le había agotado. Se pasó al tú.
—Saliste a las ocho. Tenías que ir al teatro, pero el espectáculo comenzaba a las nueve, nueve y cuarto. Con el ciclomotor, de tu casa, en la vía de los Zingari, al teatro Cometa Off del Testaccio, irás más o menos en un cuarto de hora. No me convence. ¿Qué hiciste desde las ocho a las nueve? Habla, por Dios... Estoy hasta los cojones...
—¡Anto, por favor!
Pizzo trataba inútilmente de frenar los estallidos de su colega. La cara de Ribonskij era un río.
—Se lo he dicho: fui al bar de la estación Ostiense... Compré los cigarrillos... Después, fui a los jardines, delante del teatro Vittoria, tenía una cita con Massimo Lello...
—¿Y quién es Massimo Lello?
—Se lo he dicho antes: es un actor, un amigo mío...
—¡No somos imbéciles! En el bar de la estación, la cajera no recuerda haberte visto. Massimo Lello ha dicho que no teníais una auténtica cita. Teníais que hablar, ¡pero no habíais quedado en cuándo y dónde!
—¡Sí! Habíamos quedado... Esperé media hora...
En aquel instante, el comisario Bertone abrió la puerta y entró sin saludar. Pizzo se levantó del sillón para dejar al superior el puesto de mando detrás del escritorio. Cacace abandonó la posición de ataque y volvió al lado de la ventana.
—Siéntate, Pizzo, siéntate.
El comisario fue a situarse oblicuamente en la esquina del escritorio, con el pie derecho en el suelo y el pie izquierdo colgando. Esperó que el llanto de Ribonskij se atenuara unos cuantos decibelios.
—¿Quiere un café?
—¡Ya ha tomado dos!
—¡Silencio, Cacace!
Bertone respiró profundamente, dejó transcurrir un minuto de silencio total y después procedió a buscar en su repertorio el tono más tranquilo y relajado posible.
—Señor Ribonskij, ¿cuándo conoció al profesor Natoli?
El actor se sonó la nariz y comenzó a hablar mirando de reojo al comisario.
—Nos conocimos hace tres... no, cuatro años... en la universidad. Me llamaron para leer unos fragmentos de una novela de Claudio Magris. Era un congreso, estaba el autor, venido a propósito de Trieste... Estaba también Vitaliano, que había organizado todo...
Se detuvo entonces, después del enésimo sorbido. Se sonó la nariz y reanudó su declaración.
—Después de la lectura, nos encaminamos a un local, había un cóctel... Conocí a Magris, estaba emocionado... Después hablé con todos, con el rector magnífico, con los profesores y después... con Vitaliano...
Era inevitable: cada vez que Ribonskij pronunciaba el nombre de su amante, rompía a sollozar de nuevo.
—Nos gustamos de inmediato. Era fantástico, tenía un modo de hablar que...
Cacace hizo crujir los nudillos de los dedos. Estaba al límite de su personal y frágil resistencia. Bertone se dio cuenta.
—Cacace, por favor, ve al bar a buscarme un café. Trae también uno para Pizzo y otro para el señor Ribonskij. Tómate también uno tú y haz que lo apunten en mi cuenta.
—Inmediatamente, comisario.
Cacace se alegró mucho de salir de la estancia. Acababa de regresar de vacaciones y estaba falto de entrenamiento. Habría preferido la rutina habitual y no un caso de homicidio del que hablaban todos los diarios y las televisiones.
—Se lo ruego, señor Ribonskij, continúe. Después de aquel cóctel comenzaron a verse.
Ribonskij parecía un poco más tranquilo. Al menos, ya no jadeaba.
—Los primeros tiempos, salíamos a cenar juntos. Era fantástico, adoraba oírlo hablar... pero aún no había nada entre nosotros. Hasta hace dos años, una tarde que vino a mi casa. Nunca lo había visto tan feliz. Habíamos cenado juntos y se quedó a dormir conmigo.
—Bien, señor Ribonskij, dígame..., ¿después de aquella noche, usted y el profesor Natoli se hicieron... íntimos?
—Sí, se convirtió en una relación... fantástica...
De nuevo los lamentos, los sollozos y el melodrama. Pizzo, en cambio, miraba al comisario con admiración.
—¿Tenía usted la llave del apartamento del profesor Natoli?
Ribonskij, en apnea, halló la fuerza necesaria para decir que sí con la cabeza.
—Tranquilícese, señor Ribonskij. Querría que respondiese con precisión a esta pregunta. ¿Estaba al corriente de los estudios y de los secretos del profesor?
La pregunta sorprendió también a Pizzo. Ribonskij acusó el golpe o, al menos, así le pareció al comisario.
—¿Secretos? ¿Qué secretos? Vitaliano no tenía secretos... Sus estudios eran demasiado difíciles para mí... A veces me hablaba, pero yo no entendía nada..., solo me encantaba oírlo hablar. Vitaliano era un hombre... un hombre...
—Fantástico.
Bertone puso los dos pies en el suelo y comenzó a caminar adelante y atrás con las manos a la espalda. Se detuvo en la ventana, invadida por el sol de julio, asomándose para echar una ojeada al ir y venir de la vía Petrarca. Miraba, pero no veía nada, inmerso como estaba en sus pensamientos. Se volvió y, yendo hacia la puerta, le hizo a Pizzo una señal con la cabeza que quería decir: Tengo que hablar contigo. El otro se puso en pie y lo siguió.
—Espere aquí. ¡Volvemos ahora mismo!
Ribonskij farfulló un ¡Está bien! con la cara escondida entre las manos.
La pequeña sala de espera estaba atestada. Una veintena de personas en total, de las que solo seis estaban sentadas. Entre estas, una graciosa muchacha china encinta. No había ningún italiano. Casi todos los que estaban de pie eran pakistaníes que hablaban a voz en grito.
Pizzo y Bertone siguieron por el pasillo, hasta la puerta del fondo con la placa COMISARIO BERTONE.
Entraron en el despacho. Bertone abrió un cajón del escritorio y deslizó en su interior la corbata que había llevado puesta en la jefatura. Se sentó en el sillón, de brazos de madera, y miró a Pizzo.
—¿Qué tienes?
—Comisario, ¿y si ahora este hombre se tira por la ventana?
—Estate tranquilo: es todo una escena. ¡Dios, estar, está triste, pero no hasta el punto de suicidarse! Exagera un poco, está en su naturaleza.
—¿Y qué hacemos? ¿Llamamos al juez y hacemos que convalide la detención?
—De ninguna manera. Al juez lo llamas tú para tener la autorización para interceptar el móvil y el teléfono fijo de la casa de Ribonskij. ¡Eso se hace rápido y tú sabes cómo hacerlo! Búscame a Cacace, que se ha escondido en alguna parte. Después, juntos, id a ver a Ribonskij, hacéis que se beba el café con calma, lo tranquilizáis, os esforzáis por sonreírle. Hacedle ver que sois buenas personas y después lo mandáis para casa...
—¿Para casa? Pero no tiene coartada...
—¿A quién le importa la coartada? ¡Tampoco nosotros dos tenemos una coartada!
—Pero si insistimos con el interrogatorio, saldrá el móvil. Para mí se trata de un delito cometido por motivos de...
—¿Celos? ¿Dinero? Puede que sí, Pizzo, puede que sí... pero yo no estoy convencido. Es demasiado sencillo. Lo que he visto en el apartamento de Natoli me ha hecho pensar que detrás hay algo más complejo. No sé qué es, pero quiero tratar de ver claro...
Se levantó para meterse la camisa dentro del pantalón. Cogió la americana.
—En cuanto Ribonskij salga de la comisaría, ponle a alguien detrás. ¿Quién está disponible?
—Está Crocitti.
—No, Crocitti no. Búscame a alguien bueno y discreto. Crocitti es bueno, pero demasiado impaciente. Quiero saber todos los movimientos de Ribonskij: adónde va, qué hace y, sobre todo, a quién ve. ¿Comprendido?
—Perfectamente.
—Y ahora llama al fiscal y después vuelve donde el actor. ¡Tenme informado!
—¿Y usted?
—Yo salgo. Tengo que ver a una persona.