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LUCA LAZZARONI era el agente más joven destinado en la comisaría del Esquilino. Un muchacho de veintidós años, originario de Viareggio, al que colegas y superiores encargaban los trabajos más humildes, como entregar sobres y paquetes de todo tipo, llevar vasos de café, bebidas y bocadillos del bar a los despachos, los turnos más largos en puerta y así sucesivamente. El joven policía, después de pasar un año haciendo trabajos de poca importancia, comenzaba a madurar la idea de que había equivocado el oficio. Nadie le resultaba simpático allá dentro: una banda de colegas malhumorados que descargaban sus propias frustraciones en él, solo porque era el más joven y no tenía experiencia. Además, ese comisario mudo, triste y cornudo no le agradaba precisamente. Los demás eran menos tristes, pero, desde luego, no más simpáticos.

Aquella mañana de finales de julio parecía una mañana como todas las demás. Lazzaroni se había levantado pronto, hacia las seis; se había puesto el uniforme y, sin una pizca de entusiasmo, se había subido al sillín de su scooter Honda SH de segunda mano y se había encaminado al suplicio. A las siete y media comenzaba el turno de puerta. Pasaría seis horas solo, pasando llamadas telefónicas y dando explicaciones a la procesión de extracomunitarios que cada mañana se presentaba para los permisos de residencia y los pasaportes.

El destino, en cambio, le estaba preparando una sorpresa.

A las doce y media, cuando ya los excesivos bostezos le habían alargado las mandíbulas, llegó la llamada del inspector Pizzo que lo convocaba con urgencia en el despacho del comisario. El tono del inspector no era el habitual, el de cuando hay que ir al bar a traer el vaso de café; no, esta vez, la voz de Pizzo no hacía presagiar nada bueno, tanto que Lazzaroni subió la escalera con angustia en el pecho. Sabía que no encontraría al comisario porque lo había visto salir un cuarto de hora antes; encontró, en cambio, al Gato y a la Zorra, como los llamaba en secreto todo el mundo, es decir, a los inspectores Pizzo y Cacace. Tenían unas caras cuaresmales. Habló primero Cacace.

—¿Qué haces de uniforme?

La pregunta no tenía sentido y, por tanto, Lazzaroni no respondió nada, pero extendió los brazos.

—No haces nada. ¿Cuánto tardas con la moto en ir a casa a cambiarte?

Esta vez, tenía que responder.

—No lo sé, veinte, veinticinco minutos...

—Muy bien. Ahora escucha. Tenemos al actor maricón sospechoso del delito de Vitaliano Natoli. No sé por qué, pero lo soltamos. Debemos seguirlo y nos sirve cualquiera que tenga un ciclomotor. ¿El tuyo funciona bien?

Lazzaroni comenzaba a advertir un temblor bajo las rodillas que no había sentido en toda su vida.

—Sí, va bien, he hecho la revisión...

Pizzo no lo dejó acabar, tenía prisa por impartir las órdenes.

—Ahora, escúchame bien. Este Diego Ribonskij, actor, ha venido aquí, donde nosotros, espontáneamente. Viaja con un scooter...

—Lo ha aparcado aquí abajo. Es un People 125 gris metalizado.

—¡Venga! Ahora te vas a la carrera a casa. Ponte una camiseta y unos vaqueros normales, nada que llame la atención; después, vuelve aquí y ponte en la esquina de la plaza Dante de manera que podamos verte desde la ventana. En cuanto estés preparado, nosotros soltamos a Ribonskij...

—El maricón.

Cacace no se resistió a puntualizar.

—Nosotros soltamos a Ribonskij y tú te vas detrás de él sin dejar que te descubra. No dejes que se te escape. Cada media hora me telefoneas al móvil y me dices todo: adónde va, a quién ve, qué hace, ¡todo! ¿Entendido?

El joven agente asintió y se percató de que una lluvia de gotas de sudor le rociaba el rostro.

—¿Tienes casco integral?

—No.

—Entonces, ponte las gafas de sol. Cuanto menos te vea la cara, mejor. Ahora vete, corre.

Lazzaroni se volvió hacia la puerta con un gesto un poco robótico, como si tanta responsabilidad repentina le hubiese atiesado el cuerpo. Iba a salir cuando Cacace pronunció la frase que Lazzaroni no hubiese querido oír.

—¡Adelante, Lazzaro, es tu ocasión!

Luca Lazzaroni, de Viareggio, hizo todas las cosas bien. Fue a casa, se desnudó rápidamente tirando el uniforme empapado de sudor sobre la cama, se puso una camiseta y los vaqueros como le había dicho Pizzo, se calzó unas sandalias cómodas, se puso las gafas de sol y en diecinueve minutos exactos estaba ya en la esquina entre la vía Petrarca y la plaza Dante. Esperó allí cinco minutos con la cabeza hirviéndole dentro del casco. Después, vio aparecer la nariz de Pizzo por una de las ventanas de la segunda planta de la comisaría. Era la señal.

El actor salió, en efecto, poco después con la cabeza inclinada y un pañuelo en la mano. Hacía todo con gran lentitud. Sacó el móvil del bolsillo, marcó un número y habló durante una treintena de segundos con la cara vuelta hacia la vía Emanuele Filiberto, por lo que Lazzaroni no pudo ver su expresión. Después, Ribonskij pasó a una operación más elaborada, como quitar la cadena que bloqueaba la rueda posterior del scooter, tardando una eternidad. Se puso el casco, retiró el pie, giró la llave y, finalmente, arrancó.

El seguimiento se presentaba más difícil de lo previsto, no porque Ribonskij anduviese demasiado rápido, sino por todo lo contrario. Iba tan lento que Lazzaroni estuvo a punto de ponerse a su altura un par de veces y en la vía Emanuele Filiberto se desvió tímidamente. Desde San Giovanni prosiguieron por la vía del Amba Aradam, con Lazzaroni jugando al elástico detrás de un caracol. Ni siquiera en el largo y rectilíneo arbolado de la vía de las Terme di Caracalla, Ribonskij se decidió a aumentar la velocidad del scooter. En la vía de los Cerchi se metió de lleno en un bache. El cuerpo sufrió una sacudida tan fuerte que Lazzaroni creyó haber oído cómo hacía crac la columna del hombre. Pasaron por la parte opuesta del Circo Massimo. Ribonskij detuvo el People delante de la entrada del Giardino delle Rose. Puso el pie, se quitó el casco y se acercó a pequeños pasos hacia la colina florida. Lazzaroni se había apostado a pocos metros del monumento a Mazzini, en la plaza La Malfa. Era un buen punto de observación, pero sin árboles, y el sol quemaba.

El actor se tumbó en el césped al margen de un camino. Parecía privado de fuerzas. Detrás de él, a modo de contraste, un exuberante macizo de rosas blancas. El actor aún lloraba. De vez en cuando se llevaba las manos al rostro. En cierto momento se tumbó de cara a la tierra. Se quedó así, con la nariz en la hierba, durante más de veinte minutos. Lazzaroni se preocupó. Estaba a punto de intervenir, pero, de repente, Ribonskij se recuperó. Se levantó y volvió a descender por la colina hasta la moto. Volvió a arrancar tambaleándose. Lazzaroni, ardiendo ya por el calor, detrás.

Del Aventino descendieron hasta la pirámide de Caio Cestio. Tomaron la Ostiense. Les llevó veinte minutos hacer tres kilómetros y no por culpa del tráfico, sino de Ribonskij, que se paraba cada dos por tres. En un semáforo, bajó del ciclomotor, se quitó el casco, cogió el móvil y telefoneó. Después volvió a arrancar. Se detuvo de nuevo cien metros más adelante. Volvió a telefonear. Subió otra vez al scooter y arrancó hasta una nueva parada. La más larga la hizo delante de la entrada de Roma Tre. A Lazzaroni le pareció que deseaba entrar, pero no tenía fuerza para hacerlo. En efecto, se quedó allí, en la acera, durante casi una hora, contemplando la entrada. Naturalmente, seguía llorando sin parar. Después de Roma Tre, volvieron hacia el centro. Ribonskij pasó otra vez por la plaza de San Giovanni. Tomó la vía Merulana y giró en la vía Bonghi. Se quedó a doscientos metros de la casa del delito. Lazzaroni lo vio de pie, bajo las ramas de una adelfa. Movía la boca. Hablaba solo. Quizá rezara. Permaneció en la vía Bonghi una hora. Después arrancó de nuevo, sin dejar de tambalearse, en su People 125. A Lazzaroni le resultaba imposible mantenerse detrás, pero tenía que aguantar.

Después de seis horas y una cantidad similar de kilómetros, el actor decidió que la peregrinación por los lugares de la memoria sentimental había terminado. Finalmente, se decidió a regresar a su casa, en la vía de los Zingari, 41.

Cuando Ribonskij metió la llave en la cerradura de la puerta de su casa, el reloj del policía marcaba las diecinueve veinte.

La larga jornada de sol comenzaba a teñirse de rojo y oro sobre los cristales de las ventanas de los viejos edificios del barrio Monti. Las sombras se alargaban y los contrastes de luz más marcados obligaban a Lazzaroni a ponerse y a quitarse las gafas continuamente. Si se dirigía hacia la vía de las Serpenti, un rayo de luz le perforaba las pupilas; girando hacia el otro lado, en cambio, veía su sombra extendida quince metros sobre el adoquinado de la calle. El tormento duraría poco. A las veinte treinta comenzaba a oscurecer en serio. Las sombras subían por los muros de las casas y de las dos ventanas del segundo piso no se filtraban sonidos ni se veían en ella lámparas encendidas. Las persianas permanecían cerradas. A las diez en punto no era todavía completamente de noche y la mayor parte de las ventanas de la vía de los Zingari estaban abiertas. Dentro se vislumbraba el resplandor de los televisores funcionando, se advertía el correr del agua en los lavabos, el ruido de los platos y de los vasos lavados y puestos a escurrir. La gente había terminado de cenar y ahora todos se disponían a pasar la noche de la mejor manera posible. Solo las ventanas de la casa de Ribonskij permanecían cerradas y oscuras, como dos ojos cerrados que no quisieran ya ver el mundo. A las diez y media, a Lazzaroni le dolían tanto los pies que se habría puesto a gritar. En la última llamada telefónica, Pizzo le había asegurado que llegaría el relevo, pero esto había sucedido hacía media hora y todavía no se había visto a nadie... Peor aún, se le escapaba una meada colosal y la vejiga le iba a estallar. En suma, estaba al extremo. Miró a la derecha, hacia la vía de las Serpenti, de donde llegaban las voces de algunos jóvenes que bebían cerveza delante de un pub, y se dio cuenta de que también tenía sed. Una hermosa cerveza fresca habría estado fantástica. Antes, sin embargo, tenía que orinar.

Dio una ridícula media vuelta para retener en su interior el río de orina que presionaba cada vez más, causándole continuos espasmos, cuando vio venir hacia él una nariz que conocía bien.

El inspector Pizzo se acercó a Lazzaroni sin mirarlo a los ojos. Pidió un informe y el joven agente no se hizo de rogar.

—No se ha movido de ahí. Entró a las diecinueve veinte y no ha vuelto a salir. No ha abierto las ventanas y la luz ha estado apagada en todo momento.

El inspector suspiró.

—Se habrá dormido. Ha hecho dos llamadas, una a las veinte veinticinco y otra a las veinte cuarenta. Llama solo a colegas y amigos...

Lazzaroni solo tenía ya un espejismo en la cabeza: veía un váter grande, hermoso, resplandeciente, todo para él.

—¿Y yo, inspector? ¿Qué hago?

—¡Vete a casa, me quedo yo!

Era la respuesta que quería. Casi sin saludar, giró los tacones hacia la vía de las Serpenti en busca del baño de un bar. Después, bebería una cerveza, quizá dos. Cogería su scooter y regresaría a casa.

El inspector Pizzo dirigió la mirada hacia las ventanas del apartamento de Ribonskij. Suspiró y encendió un cigarrillo. Le esperaba una larga noche insomne velando los dolores de un actor gay que acababa de perder (o quizá de matar, quién sabe) a su compañero.