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Sevilla, cinco de agosto de 2006

Le habría dado con ganas un puñetazo en la cara. Se lo merecía. Si hubiese estado el inspector Cacace ya habrían volado dos sonoras bofetadas, pero estaba en España. Necesitaba mantener la calma y evitar líos diplomáticos.

Después de una noche pasada dando vueltas en la cama por la mala digestión, el comisario Bertone se había levantado de pésimo humor, se había afeitado sin excesivo cuidado, haciéndose dos pequeños cortes en el mentón, se había dado una ducha un poco hirviente y un poco helada porque el mezclador no funcionaba, se había bebido dos botellines de agua mineral y había bajado a la calle, donde a las ocho y media de la mañana, la temperatura llegaba casi a los cuarenta grados.

Se había dado tres vueltas por el laberinto del centro histórico de Sevilla. Había blasfemado más de lo debido y, finalmente, había conseguido encontrar la dirección que le había dado Mafalda Moraes.

La biblioteca estaba abierta y el empleado de turno, delgado, no muy limpio y con cara patibularia, había sido colocado allí por la Dirección de Bienes Culturales para tocarle las narices a Bertone.

—Perdone, no finja que no entiende italiano. ¡Usted comprende muy bien lo que estoy diciendo! ¿Con quién tengo que hablar para obtener el permiso para consultar el Fondo Pacheco?

La cara patibularia era tan inexpresiva que parecía de cera. Además, como un ventrílocuo, hablaba sin mover los labios.

—¡Yo no lo sé! ¡Tiene que pedirlo al rey!

Estaba exagerando. Parecía un provocador de profesión a sueldo de alguna cámara oculta española. Por un instante, Bertone valoró esta hipótesis y con la mirada buscó la telecámara escondida.

Transcurrieron dos minutos de silencio en los que el comisario trató de imaginar alguna estrategia para superar el punto muerto. Al final, descartada la hipótesis del puñetazo, optó por una vía ilegal menos violenta y con alguna posibilidad de éxito.

Cogió la cartera del bolsillo posterior del pantalón. Sacó cuatro billetes de cincuenta euros que dispuso con cuidado sobre el mostrador, bajo la nariz de la estatua de cera. Si el patibulario no hubiese aceptado el dinero, Bertone lo habría recogido, saliendo de allí sin decir una palabra.

Un temblor invisible recorrió el cuerpo rígido del empleado. La mano huesuda del patibulario cortó el aire como la guadaña de la muerte. Un gesto rapidísimo.

Giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta del fondo. Se detuvo un instante entre las jambas dando pie a que su figura se recortara a la luz que provenía de la otra estancia, una silueta negra que le recordó de inmediato a Bertone, en todo y por todo, la de don José Nieto en Las meninas. La misma pose, la misma mirada oblicua.

El comisario se quedó solo un rato, en aquel salón oscuro, pensando una y otra vez en su idiocia: había regalado doscientos euros a un hijo de puta que quién sabe adónde habría ido. Pasaron cinco o seis minutos que al comisario le parecieron un siglo. Entonces, por la puerta del fondo se materializó una vez más la silueta del aposentador de la reina que venía hacia él con un viejo registro bajo el brazo.

La expresión patibularia no había cambiado.

—El Fondo Pacheco está en Madrid. Tienen que restaurarlo. ¡Esta es la lista de quienes lo han visto!

Era un elenco de una cuarentena de nombres, casi todos españoles. El primero era Antonio Palomino, 1719; los últimos: Yeoshua Schilton y Vitaliano Natoli, 2002.

¡Por fin un indicio serio! Y. Schilton correspondía a Yeoshua Schilton. Natoli no había ido solo a consultar el Fondo Pacheco. El profesor tenía un confidente.

Leyó con atención todos los demás nombres y las fechas, pero no le decían nada, aparte de José Manuel Pita Andrade, que había compilado el Corpus velazqueño, y la curiosa circunstancia de que Antonio Palomino había vuelto sobre aquellas cartas en 1720 y en 1722.

Mientras, la mirada recayó sobre un nombre y una fecha: Pablo Picasso, 1956. Más veces en los primeros meses del año.

El descubrimiento era verdaderamente curioso. El pintor español más grande del siglo XX había ido a consultar aquellos documentos. ¿Para qué? No era un biógrafo ni un historiador del arte. Era un artista. Solo un artista. Aunque fuese el más grande. ¿Y entonces? ¿Para qué le servía el Fondo Pacheco?

El comisario no lo entendía. Se propuso preguntar su parecer a Mafalda Moraes. Sería una buena excusa para volver a oírla.

—¡Gracias, aposentador!

El patíbulo viviente no pestañeó. Cerró de nuevo el registro. Se exhibió en una rígida y casi cómica media vuelta, se acercó a la puerta del fondo y desapareció.

Bertone se encaminó hacia la escalera, saliendo a un patio con los balcones y las ventanas adornados con hortensias y geranios rojos. Se detuvo porque era un espectáculo fascinante, que había ignorado por completo al entrar.

Se sentía más ligero, y no solo porque acababa de tirar doscientos euros.

Anduvo un poco sin rumbo fijo, como un turista cualquiera, por las callejuelas del barrio de Santa Cruz con el móvil en la mano, indeciso, sin saber si llamar inmediatamente a Mafalda o esperar un poco. Decidió hacer aquella llamada más tarde. Antes quería llegar a la calle Amor de Dios y descubrir quién era Yeoshua Schilton. Pero antes aún, tenía que procurarse un mapa detallado del centro de Sevilla. Y una coca-cola. Sí, una coca-cola helada.