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Madrid, cinco de agosto de 2006
En el trabajo, Mafalda era impecable. Una ejecutiva entre las más eficientes de Bellas Artes. Una carrera brillante, conseguida por méritos intelectuales y organizativos y no gracias a su belleza. En realidad, siempre había visto la belleza como una especie de desventaja. En demasiadas ocasiones, los hombres con los que se encontraba la desnudaban con los ojos. Había aprendido pronto a contener las olas de la libido masculina y a imponerse solo por su preparación. Desafortunadamente, a Mafalda, los auténticos problemas siempre se le habían planteado en la vida privada. Pagaba una factura gravosa a su carácter pasional y, si bien había pasado la cuarentena y ya había coleccionado un número importante de cadáveres en el armario, la bella doctora tardaba en encontrar el camino de una redención.
Bertone, por ejemplo, le era simpático. Un tipo original, brusco, tímido, inteligente. No guapo, ciertamente, pero tampoco feo. Era uno de esos hombres interesantes que siempre le habían gustado a Mafalda. Por tanto, debía tener cuidado. Sabía que, desde un punto de vista sentimental, era un sujeto de riesgo.
También ella, como Bertone, se había separado hacía poco. Habría hecho mejor quedándose tranquila. ¿Qué iba a hacer en Sevilla? Su parte racional se oponía a tan culpable ligereza. El día siguiente telefonearía a Flavio y le diría que asuntos de trabajo no le permitían reunirse con él. Y basta. ¡La palabra obligada era reserva!
Con la expresión de quien ha decidido convertirse en una buena chica, Mafalda Moraes metió el móvil en el bolso y se dispuso a salir.
Había pasado un día entero en su despacho hablando con medio mundo. Estaba exhausta. Por añadidura, había discutido con la directora del museo de Cap d’Antibes por una exposición que se iba a organizar en 2009 en Barcelona. El museo francés había prestado los cuadros a una galería de Venecia y ahora no quería saber nada de trasladar la colección a España. Venecia sí y Barcelona no. ¿Por qué?
Debía desfogar la rabia. Para empezar, volvería a casa, a darse una buena ducha, comer algo y telefonear a una amiga. Después, si le quedaban fuerzas, saldría para ir a un concierto o tomar una copa de vino blanco en algún bar de la calle de Cuchilleros.
Una de las pocas cosas de las que estaba segura era de que le gustaba trabajar en agosto, cuando la mayor parte de sus colegas estaba de vacaciones y las oficinas del departamento se vaciaban. No tenía ninguna prisa por ir a la playa. Encontraba que la vida nocturna de Madrid en agosto era irresistible. Ella iba de vacaciones con más ganas en septiembre. Y además, durante muchos años, había ido a algún sitio con su marido o con el compañero de turno. Pero esta vez estaba sola y no le apetecía ir a tostarse a una playa sin nadie que le pusiese la crema solar en la espalda.
Recorrió el pasillo hasta el ascensor y volvió a pensar en Bertone, en aquel policía arrugado que venía de Roma. Pensó en los homicidios de Vitaliano, de Diego y del anticuario perforado por una banderilla. La doctora Moraes sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo mientras salía del ascensor y atravesaba el vestíbulo desierto. Experimentaba una sensación de incomodidad por haberse visto envuelta, en contra de su voluntad, en una historia llena de misterios. Y lo raro era que estos misterios estaban relacionados, no se sabe cómo, con Velázquez.
Y eso, quizá, explicaba la atracción hacia Bertone. Mafalda admiraba la obstinación pero, sobre todo, la inconsciencia con la que el policía se había metido en un asunto tan absurdo.
Bertone era el don Quijote de la Policía italiana.
Salió por la puerta y se encontró en la calle de Serrano. Se encaminó hacia la estación de metro de Rubén Darío. Iba a su paso, totalmente inmersa en sus pensamientos. Desde hacía años, recorría aquel camino todas las tardes. Era una costumbre. Se podía decir tranquilamente que las piernas iban solas. No prestaba atención al tráfico de las calles ni a las caras con las que se cruzaba por la acera. Mafalda se aislaba. En cierto sentido, descansaba, después de tantas horas de trabajo, predisponiendo el cuerpo y la mente a una relajante velada.
Giró, como de costumbre, en la esquina de la calle de Juan Bravo. Estaba más o menos a la mitad del recorrido.
¿Pero qué la inquietaba? De repente, miró a su alrededor. Se volvió para comprobar que nadie la siguiese. En efecto, no había nadie. ¿Qué estaba pasando? Quizá fuese a causa de los homicidios de los que le había hablado Bertone. Se había sugestionado y ahora tenía que vérselas con aquella especie de turbación. Así estaban las cosas. Tenía que tranquilizarse. La estación del metro estaba muy cerca.
Aceleró el paso. No lo decidió racionalmente, lo hicieron las piernas por su cuenta. Se percató de que estaba corriendo. Los tacones resonaban sobre la acera. Menos ruido habría servido para pasar desapercibida. ¿Pero por qué debía hacer menos ruido? Y, sobre todo, ¿quién tendría que observarla? Se sintió una cretina. Le estaba subiendo un pánico inmotivado. Calma, debía permanecer tranquila. Se esforzó por ir más despacio e inspirar dos o tres largas bocanadas de aire. Descubrió que estaba sudando, cosa inusual en ella, que no sudaba ni cuando el termómetro superaba los cuarenta grados. No había razón para una confusión así. La había cogido por sorpresa, pero sabía que tenía todos los números para recuperar un estado de normalidad. Era una mujer fuerte y llena de salud, podía afrontar crisis emotivas desencadenadas por pura sugestión.
Había apelado a su autoestima. Había conseguido no volver a correr.
Presa de sus problemas de autocontrol, Mafalda no se había dado cuenta de que a diez metros de ella estaba parado un Mercedes oscuro con un hombre alto y robusto, con americana y corbata, limpiando el parabrisas.
Cuando estuvo a la altura del auto, el hombre se paró delante de ella, cerrándole el paso. Mafalda se sobresaltó. No gritó, pero sintió el corazón en la garganta.
El hombre abrió la puerta posterior y le hizo una seña a la mujer para que subiese. ¡Ahora sí que era el momento de correr! Pero el intento no tuvo éxito porque un brazo robusto, salido de quién sabe dónde, la había levantado a pulso, mientras una manaza enguantada le tapaba la boca. En un instante, la sentaron violentamente en el asiento posterior, en medio de dos energúmenos que, con seguridad, no trabajaban como voluntarios en Cáritas.
El automóvil se separó de la acera y se dirigió hacia el desierto vespertino de las grandes avenidas de Madrid en agosto.