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Villa California, Cannes, octubre de 1957

El pintor estaba encerrado en su estudio desde hacía ocho horas. Para ser exactos, ocho horas y veinticinco minutos. Iba por la cuarta botella de vino y aún no había llegado a tomar una decisión. Había mirado mucho rato el cuadro que estaba sobre el caballete. Lo había estudiado minuciosamente. Era, sin duda, muy bello, pero no una obra maestra. Había demasiadas pinceladas líquidas y un exceso de oros y platas. El rosa, además, resultaba nauseabundo. Sin duda, Velázquez habría restringido aquellos excesos cromáticos. Ciertamente, el gran sevillano habría espesado los tonos oscuros y reducido la sorprendente cascada de perlas, diamantes y rubíes que convertía en vulgar el vestido de la reina. Pero Velázquez era un genio, mientras que él...

Picasso volvió por enésima vez a la gran mesa de roble llena de pinceles, colores, tarros y estatuillas de barro. Se sirvió un vaso de vino. Lo trasegó y se volvió una vez más a mirar el cuadro.

Agarró la botella y vio que solo había quedado un trago. Se lo tomó y después permaneció catatónico durante un par de minutos. De repente, se echó a reír. Tiró al suelo la botella, que se rompió en mil pedazos sobre el pavimento.

Caminó hacia el caballete, sin preocuparse por los fragmentos de cristal esparcidos por todas partes. Agarró el cuadro y lo giró noventa grados. De vertical a horizontal. Lo miró de nuevo y lo encontró más divertido que antes, porque rio de nuevo. Pero no era una carcajada normal. Había algo vagamente maligno en aquel modo de reír que asustó al mismo pintor.

Pensó en la cara alucinada de Aarón cuando lo había hecho llamar. El anticuario estaba fuera de sí. Las mejillas, de color rojo carmesí. Los ojitos que rebosaban terror.

—¿Qué te ha pasado? ¿Por qué me has hecho venir aquí?

—Vinieron ayer. Estaban armados. Me han dicho...

—¿De quién hablas?

—¡De ellos!

—¿Ellos, quiénes?

—¡Ellos! ¡La Orden!

Entonces existía todavía, la Orden; aquella organización secreta y poderosa.

—¡Saben que encontramos los lienzos! ¡Saben que hemos sido nosotros! ¡Si hablamos... estamos muertos! Muertos, ¿entiendes? ¡Muertos!

Aarón era el pánico hecho persona.

—¿Y los cuadros?

—¡Qué importan los cuadros! Olvídalos... Los cuadros se los han llevado con ellos. No todos, sin embargo. Han dejado uno. Uno solo, el quincuagésimo octavo. Dicen que no formaba parte del legado original y, por tanto, te lo dan a ti, Pablo. ¡Es tuyo!

—¿Mío? ¿Y por qué?

—¿No lo comprendes? ¡No es un regalo! Te ponen a prueba. Si hablas, estás muerto. Si mantienes el secreto, te conviertes en uno de ellos...

Picasso había cogido el lienzo. Lo había llevado a su villa de Cannes y después lo había estudiado durante un año entero. Se había convertido en una especie de obsesión.

No temía por su vida. La Orden de Caballería de Santiago no le daba miedo. Pero estaba seguro de que, si hubiese revelado al mundo la existencia de aquel cuadro, habrían asesinado a Aarón. Y esto no lo podría soportar.

Necesitaba esconderlo, el cuadro. Pero quería una idea. Necesitaba escoger una broma. Una burla. Un modo de demostrar todo su desprecio a la Orden.

Levantó del suelo un pincel grueso, lo mojó en un cubo y comenzó a dar la primera mano de blanco.

Era solo la primera fase.