16

COMPRÓ el mapa en una tienda de turismo, pagando doce euros. Otro gasto inútil, porque la calle Amor de Dios estaba muy cerca, poco más allá del imponente complejo de la catedral.

Había bebido la coca-cola helada de golpe, con el poco placentero resultado de que la camisa se le empapara de sudor. Al sol no se podía estar. Corría el riesgo de provocarse un eritema en los brazos y el rostro.

Bertone caminaba pegado a las paredes a la búsqueda desesperada de la sombra. De vez en cuando alzaba la vista para leer los nombres de las calles y tornaba a concentrarse en sus pasos, muy atento a evitar los rayos de luz que cortaban las calles del centro.

Amor de Dios era una calle larga, llena de tiendas, restaurantes, bares y con algún edificio morisco revestido de azulejos de cerámica. Bertone encontró pronto el número 67: indicaba una puerta con los postigos de madera abiertos de par en par. Una pequeña tienda de antigüedades, a juzgar por lo que se conseguía entrever desde fuera.

El comisario dudó no poco. No quería entrar inmediatamente, porque tampoco sabía qué preguntar. Debía pensarlo bien y así fue a sentarse a la sombra, en la acera opuesta, con la intención de meditar un poco.

No lo reconoció de inmediato.

Tenía algo de frenético, poco que ver con el aplomo exhibido solo unos días antes. Salió de la tienda y se plantó en el centro de la calle a mirar a un lado y a otro. Los cabellos de plata reflejaban el sol dando la idea de que iban a incendiarse. La americana color caqui, a pesar de que no corría una brizna de viento, temblaba por todas partes. El profesor Alberto Giussani le recordó a Bertone la Pantasima11, el muñeco de cartón piedra que en los países de los Abruzzo y del Molise se lleva aún por las calles para asustar a los niños: una vieja con unas tetas enormes que escupe fuego y petardos por todas partes. Giussani no tenía las tetas, pero, por lo demás, parecía talmente la Pantasima.

Después de una media pirueta, el profesor pareció decidido a girar a la derecha, en dirección a la Casa de la Condesa de Lebrija. Sus ojos magnéticos buscaban a alguien o algo. Al comisario le pareció ver salir chispas de la nariz, pero, para no ceder a sugestiones paranormales, decidió que se había tratado solo de un efecto óptico.

Giussani no había visto a Bertone. O, si lo había visto, no lo había reconocido y, si lo había reconocido, se hizo el sueco.

Dos eran las opciones: seguir al ilustre académico o entrar en la tienda de antigüedades.

Se decidió por el seguimiento.

Giussani caminaba por el centro de la calle, sin preocuparse por el calor sahariano. Bertone iba a no más de veinte metros tras él, siguiendo la línea sutil de sombra dibujada por los edificios.

En cada cruce, Giussani se detenía. Miraba a derecha e izquierda y después proseguía. Un cuarto de hora así, aparentemente sin una meta precisa. En la plaza de San Francisco, la Pantasima debía de haber gastado los petardos, porque se paró más de lo habitual.

Giussani escogió una mesa de una terraza. Se sentó. Hizo un gesto al camarero y cruzó las piernas mostrando un poco elegante calcetín corto, blanco, por añadidura.

Bertone estaba a una treintena de metros de él, asándose sobre un banco de piedra que estaba al rojo vivo por el sol. Las mejillas irremediablemente quemadas y una sed de miedo. La garganta inflamada a causa del aire acondicionado del día anterior. Como si no fuese suficiente, el sudor fluía por todas partes, le caía por la nariz y no tenía siquiera un kleenex. Tenía que hacer algo...

Pensó entrar en otro bar, no lejos del del profesor, beber dos o tres litros de agua, comprar pañuelos de papel y encontrar un lugar a la sombra desde el que tenerlo a la vista.

Era, desde luego, el movimiento más prudente y más profesional, como habría dicho el juez Valentini. Por este motivo, lo descartó. Y además, nunca había sido gran cosa en los seguimientos.

Se levantó de aquella especie de piedra de asar con la sensación de que el trasero echaba humo y se encaminó a toda prisa hacia la mesa de Giussani. Hizo una entrada teatral, golpeando la silla que estaba al lado de la del profesor y agarrando un puñado de servilletas de papel.

—¡Perdón, profesor, he cogido un resfriado!

—Comisario...

—¡Acertó! ¿Puedo sentarme?

Pregunta retórica: ya estaba sentado.

—Coca-cola, por favor. ¿Y usted, profesor, ha pedido ya?

—Sí, sí, gracias...

A Giussani le costaba recuperarse de la sorpresa. Rebuscó en el bolsillo de la americana y sacó un paquete de cigarrillos.

—Perdone por la invasión, profesor. Quizá estaba esperando a alguien y...

—No, no se preocupe, no espero a nadie.

—¿Está aquí por un congreso?

—No, estoy de vacaciones.

El profesor encendió el cigarrillo. La mano le temblaba un poco; al menos esa era la impresión del comisario.

—¡Qué coincidencia! También yo estoy de vacaciones.

Se intercambiaron una sonrisa perpleja, y Giussani recordó su tic de no mirar nunca al interlocutor y se concentró en los zapatos, mientras dos columnas de humo denso le salían de la nariz: la mejor Pantasima que Bertone hubiese visto nunca.

El camarero llevó la coca-cola y un café. Bertone insistió en pagar. Y pagó. Bebieron en silencio. Después, el comisario decidió que había llegado el momento de lanzar su ataque.

—¿Entiende usted de antigüedades, profesor?

La mirada del otro había acabado bajo las patas de la mesa.

—No, no mucho. En realidad, nada. ¿Usted sí?

—No, yo tampoco. Entiendo tanto de antigüedades como de estética, es decir, nada.

Bertone esbozó una sonrisa. Giussani, en cambio, no se inmutó.

—Y entonces, ¿por qué me lo pregunta? ¿Ha venido a Sevilla para comprar algo?

—Yo no, profesor. Le he hecho esta pregunta porque lo he visto salir de una tienda de antigüedades. Eso es todo.

—¡Ah!

—Y entonces, visto que no le interesan las antigüedades, quizá solo quería saludar al señor Schilton. ¿Es así?

La Pantasima enrojeció, y no por culpa de los cuarenta y pico grados de Sevilla. La estocada de Bertone había surtido un efecto explosivo.

—¿Qué quiere de mí, comisario?

—Cuando nos vimos en su despacho, en la universidad, no me dijo lo que sabía. En realidad, no me dijo nada. Estuvo amable, pero, perdóneme la sinceridad, poco comunicativo. Se mostró sorprendido por mi interés por los estudios de Natoli. ¿Qué tenían que ver, me preguntó, con las investigaciones? ¡Nada! El asesino ya lo teníamos: el actor Ribonskij, compañero de la víctima, un fracasado, indigente y mantenido por el mismo Natoli. Caso cerrado.

La cara de Giussani estaba cada vez más roja: se veían claramente las venillas bajo los ojos.

—Profesor Giussani, su presencia en Sevilla me dice que quizá los ensayos de Natoli sobre Las meninas no son del todo ajenas a su muerte. ¿Qué piensa usted?

—Yo soy un simple turista, comisario. Francamente, no sé de qué me habla...

—Francamente, ¡un cuerno! —Bertone había alzado la voz. Demasiado. Una pareja de americanos, marido y mujer, se habían vuelto a mirar desde la mesa de al lado—. Perdone, profesor. No quería... Pero usted no puede seguir cachondeándose de mí. Dígame lo que sabe. Puede estar tranquilo, la cosa quedará entre nosotros. El caso me lo han quitado. Yo estoy aquí, en Sevilla, por mi iniciativa personal, sin encargos oficiales...

—¡Pero yo no sé nada, de verdad!

Se había plantado como un viejo mulo obstinado en un sendero de montaña.

—¿Le apetece dar un paseo?

Giussani habría preferido desaparecer, pulverizarse en una nubecilla de átomos dispersos en los cielos de Andalucía, pero se vio obligado a aceptar porque, en el fondo, era una persona educada, amable, encantadora y que aún, no sabía cómo, enamoraba a las estudiantes.

Se levantaron al unísono de las sillas de plástico del bar y se encaminaron hacia la esquina de la plaza en dirección a la iglesia del Salvador.

—¿Le molesta si le cuento una historia, profesor?

Le molestaba, claro. ¿Pero qué podía hacer? Echar a correr no habría estado bien.

—¡Le escucho!

—Natoli tenía una teoría sobre Las meninas. Una teoría revolucionaria. En 2002, después de una estancia en Madrid en la que trabajó sobre documentos originales del Corpus velazqueño, Natoli vino aquí, a Sevilla, y, gracias a un permiso especial del Ministerio de Cultura, y con la preciosa ayuda de Yeoshua Schilton, consultó el Fondo Pacheco. Descubrió algo muy importante. Un documento, notas, una carta, qué sé yo, quizá bocetos del pintor...

Estaba improvisando. Después de todo, no había hecho otra cosa desde el principio de todo el asunto.

—¿Me sigue?

—¡Sí!

—¿Y entonces? ¿Por qué no continúa usted esta historia?

Habían llegado a la calle Laraña: sin darse cuenta, se habían acercado a la tienda del anticuario.

—¡Aarón Schilton!

—¿Cómo ha dicho?

—¡Aarón Schilton!

—¿No se llamaba Yeoshua?

—Yeoshua es el hijo. Ahora estoy hablando de Aarón, el padre.

—¡Siga!

—Bueno, comisario. Le digo lo que sé, pero usted me promete...

—Seguirá siendo un secreto, profesor. Un secreto entre nosotros. Si lo que me dice no tiene relevancia penal, estoy dispuesto a olvidarme de todo. Se lo prometo.

Por poco Giussani no miró al comisario a los ojos. Después volvió en sí y miró sus zapatos.

—Aarón Schilton murió hace dos años, en 2004. Era muy viejo y estaba muy enfermo. Parece que se suicidó envenenándose en la trastienda de su local. Tenga en cuenta, comisario, que estas cosas me las había contado Vitaliano. Yo no les había dado importancia, pero después...

—¿Después? Continúe, se lo ruego.

—El hijo, Yeoshua, se hizo con el negocio. Vea, comisario, el hecho es que... Vitaliano... me había confesado que solo él y el viejo Schilton conocían la verdad de Las meninas...

—¡Pero usted no lo creyó!

—¿Por qué dice eso?

—No me tome por tonto, profesor. En caso contrario, ¿por qué iba a estar usted en Sevilla? ¡Usted ha venido para hablar con Yeoshua!

—¡Sí, es verdad! He hablado con él. Y me ha confirmado que no sabe nada... Solo...

—¿Solo?

—¡Cuando le he dicho que Vitaliano había sido asesinado, lo he visto palidecer de miedo!

Una gota de sudor apareció en medio de la frente de Giussani. Por un instante, tropezó, además.

—¿Le ha parecido sincero?

—No lo sé... ¡Me ha parecido aterrorizado!

—Un momento, volvamos atrás. ¿Qué le había dicho el profesor Natoli?

—Solo que Yeoshua lo había ayudado en la investigación del Fondo Pacheco, pero que no habían encontrado nada decisivo... Fue Aarón, en cambio, quien le reveló a Vitaliano un descubrimiento increíble... Yo no le había dado importancia a esta historia, me parecía un absurdo. Pero, después de las muertes de Vitaliano y de Diego, he comenzado a reflexionar..., a repensar todas las cosas que Vitaliano sabía pero no decía.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo... Sí, Vitaliano mencionó el hecho de que Velázquez, en los últimos años de su vida, había recibido grandes honores, dinero, cargos de alta responsabilidad. Los reyes lo estimaban en gran medida, pero en la corte había quien lo odiaba a muerte...

—¡Como el aposentador don José Nieto!

—¿Cómo lo sabe?

¿Era posible que todo el mundo siguiese creyendo que el comisario Flavio Bertone no sabía nada de nada?

—Profesor, de vez en cuando, también yo llego a saber algo. Por oírlo decir, se entiende.

—¡Ah, cierto, perdone...! Pero entonces, ¡quizá sepa más que yo!

—Más que usted, no. Pero se lo ruego, prosiga.

A pesar de la caminata a trompicones, habían llegado ya a doscientos metros de la tienda del anticuario.

—Sí, decía, para Vitaliano, además del aposentador de la reina, el gran pintor tenía otros enemigos. Uno de ellos era un colega suyo, un pintor de gran talento, que habría podido disputarle el título de primer pintor de corte. Ahora bien, este detalle me parecía falso. El talento de Velázquez era enorme, nadie podría haberle hecho sombra. Sin embargo, según Vitaliano, Las meninas no es un cuadro como los demás, sería una especie de advertencia de Velázquez a su rival. Como decir: Quédate en tu puesto, este es mi reino, yo soy el rey de los artistas, cada obra tuya es una obra mía...

—¿Quién era este rival?

—¡No lo sé! Vitaliano no me lo quiso decir. Era su estilo. Encendía la curiosidad de los colegas, pero después callaba, dejándote en la duda de que se hubiese inventado todo para reírse de ti. Lo desconcertante es que sostenía que tenía las pruebas de cuanto afirmaba. Y después...

—¿Y después?

—Decía que el cuadro era un mapa del tesoro. Yo, sin embargo, nunca lo creí...

—¿Un mapa del tesoro?

—Sí, comisario...

El profesor dejó de hablar de repente.

La entrada del anticuario distaba no más de cincuenta metros. Un hombre había salido y se encaminaba hacia ellos. Era una especie de hombrón calvo, con una camisa ancha, de lino basto, que contenía a duras penas el enorme mapamundi de la panza. Caminaba lentamente, como un robot, con las rodillas rígidas y arrastrando los pies de forma penosa. Los ojos abiertos comunicaban un vacuo terror. Movía la boca, pero no salía de ella sonido alguno.

—¿Quién es?

Giussani estaba palidísimo.

—¡Yeoshua Schilton!

De los labios tersos del hombrón salió un chorro de sangre que fue a salpicar de rojo el blanco de la camisa. Bertone corrió hacia el anticuario. Un movimiento tan repentino como inútil hacia aquel gigantón que, como un baobab recién talado, cayó al suelo con un fragor letal. Alguien le había plantado una banderilla en medio de la espalda.

Por instinto, el comisario había ido con la mano a buscar la pistola reglamentaria. Pero, naturalmente, no la llevaba consigo. Se adentró él mismo en el interior de la tienda y no vio nada. Oscura como boca de lobo. Venía de la luz cegadora de la calle y, por fuerza, las pupilas necesitaban unos segundos para adaptarse. Intuyó solamente que el local estaba patas arriba. Tropezó con una mesilla de noche derribada. Retiró una lámpara y un cuadro con la tela rota y después, con la mano, tanteó una especie de aljaba de cuero claveteado llena de banderillas. Se deslizó a la trastienda, un cuartito aún más oscuro. No había nadie. Al menos eso parecía. Decidió volver a la calle a por el muerto. Se llevó la mano a los ojos para protegerse de la luz. Alrededor del cadáver se había formado un corro de cuatro o cinco personas. Una mujer lanzaba gritos atroces, agitando los brazos hacia el cielo, como si fuese una pariente. Quizá lo fuese, quién sabe.

Bertone miró alrededor buscando a Giussani. Pero nada. El profesor había desaparecido. Volatilizado. Evaporado.