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—¡PARA mí es una fea historia de maricones!

Alvaro Mostocotto había pronunciado la sentencia. Plácidamente succionado por la blandura del sillón giratorio de piel negra, el questore de Roma había dado rienda suelta a su inconfundible y satisfecho acento salernitano, con la esperanza de que su amigo y excompañero de estudios Flavio Bertone se convenciese de que debía dirigir las investigaciones siguiendo la pista «pasional».

Los dos se conocían muy bien. Eran coetáneos y habían asistido a la misma facultad de Derecho. Pero Bertone era mucho más capaz que Mostocotto. Los treinta e lode6 del primero no eran comparables con los veinte, veintidós, máximo veintitrés del segundo.

Como sucede a menudo en la vida, pero aún más en Italia, Bertone, gracias a su capacidad, se había convertido en un simple comisario. Mostocotto, en cambio, se había subido al tren adecuado. Venía de una familia muy influyente de Salerno. El padre había sido durante años diputado democristiano; durante una legislatura, también subsecretario del Interior; después, con Tangentópolis7, se había retirado de la política sin que su imagen pública se resintiese demasiado. El tío de Mostocotto era aún un personaje importante del alto clero del sur de Italia, obispo emérito de no se sabe qué diócesis de la Campania.

Los influyentes y numerosos parientes de Alvarino —como lo llamaba su madre a pesar de los años y de sus ciento cuatro kilos— se habían empleado a fondo para que pudiera hacer carrera, pero además, a fuerza de presiones y recomendaciones, habían conseguido encajarlo en el cómodo sillón giratorio, de piel negra, desde el que ahora miraba, con la suficiencia de quien se lo ha ganado, al excompañero de universidad Flavio Bertone, molisano de Térmoli y de padre obrero. Listo, era listo, Bertone. Pero demasiado reflexivo: ¡un incordio! Y demasiado tímido para poder aspirar a cargos de alta responsabilidad.

—Hazme caso, Flavio, interrogad a aquel actor maricón, ¿cómo se llama...?, Ribonskij, el amante de la víctima. Verás que no tiene coartada... Confesará, verás.

—Lo estamos interrogando, en este momento lo tienen Pizzo y Cacace, pero, créeme, este caso me parece más complejo... Es solo una sensación, pero...

El corpachón de Alvarino Mostocotto dio un salto de impaciencia. El sillón emitió un gemido. La papada tembló un instante y después se recompuso volviendo a conferir al questore de Roma el aspecto severo requerido por su alto papel institucional.

—Mi querido comisario Ingravallo...

Ciertamente, ni Mostocotto ni Bertone habían leído nunca entero El zafarrancho aquel de vía Merulana, pero una vez, en la época de la universidad, habían visto juntos en un cine fórum Un maldito embrollo, la película de Germi, de la novela de Gadda. El filme les había gustado muchísimo a ambos, sobre todo por la interpretación de Pietro Germi: perfecto en el papel del molisano Ingravallo, comisario jefe del Esquilino. Cuando, muchos años después, el molisano Bertone se había convertido en comisario del Esquilino precisamente, Alvaro, para subrayar la coincidencia, había empezado a llamarlo como el protagonista de la novela y de la película.

—... el juez Valentini ha autorizado la autopsia, pero me parece que no hay duda. Tú mismo has visto el cadáver. El profesor Natoli ha sido estrangulado. A Ghinassi no le cabe duda y Ghinassi es listísimo, tú lo sabes...

«Listísimo, es decir lameculos», pensó Bertone.

—... parece que la víctima no tenía enemigos, era una persona apacible y querida, me lo has dicho tú mismo. Los vecinos lo han descrito como educado y amable.

—Sí, es verdad.

—¡Oh, mi buen Ingravallo! Y además, si ha habido un intento de hurto, el ladrón era un perfecto idiota. No había objetos de valor en el apartamento, aparte de los libros que, ciertamente, no constituyen un atractivo para los ladrones. ¿Qué pasa entonces? Como no encuentra nada interesante, en vez de escapar, lo destroza todo y estrangula al dueño de la casa. Es posible, pero poco probable. ¿Habéis comprobado si falta algo?

Bertone se esforzaba por parecer dócil, pero le hervía la sangre por tener que sufrir una lección de métodos de investigación de aquel burro de Alvarino Mostocotto.

—Esta mañana hemos llevado al apartamento a la mujer de la limpieza, una filipina que trabajaba para Natoli desde hace tres años. Lloraba a moco tendido, estaba muy apegada al profesor. Hemos tratado de que se concentrase, pero, después de una atenta inspección, nos ha dicho que, según ella, no falta nada.

—¿Has visto? Querido Flavio... —La cita gaddiana, con gran alivio de Bertone, había terminado—. El asesino y la víctima se conocían. Es seguro. Y aquí volvemos al punto de partida: ¡es una fea historia de maricones!

—Puede ser, pero...

—Es así y basta. Hazme caso.

Con eso, Alvarino cerró definitivamente la discusión con su excompañero de estudios. Listo cuanto quieras, pero dubitativo. Irritante, además.

Echó el peso del cuerpo sobre el brazo del sillón y cambió el discurso.

—¿Quieres un café?

—No, gracias. Lo he tomado antes de venir aquí.

Bertone se levantó, muy feliz de volver a la comisaría del Esquilino.

—Bueno, si no hay nada más, me marcho...

—¡Te sugiero que le apretéis las clavijas a Ribonskij!

—Vale, te tengo informado.

Había puesto ya la mano en la manija de la puerta cuando llegó la puñalada a traición.

—¿Cómo está Giuliana?

Imposible que Mostocotto no lo supiese. Toda la Policía de Roma sabía que a Flavio Bertone lo había dejado su mujer. El comisario del Esquilino está completamente ido, así murmuraban los bien informados, se ha convertido en un zombi, no da una a derechas, habla poquísimo, está deprimido, mejor dejarlo estar. —¿Y por qué? ¿Qué le ha pasado? —¿Cómo? ¿No lo sabes? ¡Si lo sabe todo el mundo! Lo ha dejado la mujer... Se ha enamorado de otro..., un abogado de Catania. —¿Y él? —Él está hecho cisco. Se ha dado a la bebida, si continúa así...

Lo sabían todos.

—No lo sé, estamos separados.

—¡Ah! Perdona, no lo sabía.

«Embustero, infame, recomendado de mierda, vil, idiota, burro, ignorante...».

Salió del despacho con la cabeza baja. El palo gratuito y asestado a traición le había hecho doblar el cuello. Recorrió el pasillo de la jefatura sin conseguir quitarse de los ojos la imagen de Alvarino, que se reía de las desgracias ajenas.

Volvió a levantar la cabeza esforzándose por caminar derecho. Bajó la escalera casi a la carrera. Tenía prisa por volver al trabajo.

Fuera hacía al menos treinta y cinco grados: una Roma asolada, polvorienta. El cielo era de un azul claro, uniforme. El día justo para ir al mar.

—¡A la comisaría! —ordenó, quitándose la americana y subiendo al coche oficial.

El agente Cipriani tiró el cigarrillo al suelo, abrió la puerta y se sentó en el asiento del conductor.

Bertone, quitándose también la corbata, se sumió en el ya habitual mutismo con el pensamiento en un hermoso día de algunos años antes. Era al final de julio, como ahora, y Giuliana acababa de hacer un examen, otro treinta e lode: era listísima, Giuliana, y guapa. Para celebrarlo, Flavio había pasado a recogerla debajo de casa con su Panda oxidado y casi sin frenos, pero solo tenían que llegar a Torvajanica. Un día en el mar solo para ellos. Sin dinero pero felices.

Mientras él conducía, Giuliana hablaba y reía, radiante en su vestido de algodón con flores rojas y naranjas que dejaba adivinar unos senos pequeños, pero bien formados, que desafiaban orgullosamente la fuerza de la gravedad.

Habían girado en el cruce de Pratica di Mare; después, tras haber rodeado el recinto del aeródromo militar, habían enfilado la carretera del litoral. Un señor, recién salido del agua, recorría el sendero entre las dunas, acercándose a la carretera.

Giuliana lo había reconocido de inmediato.

—¡Para, para! ¡Es Ugo Tognazzi!

Flavio había frenado y ella estaba con medio cuerpo fuera del coche. Tognazzi no parecía molesto; en realidad, estuvo cordial con aquella chica tan impetuosa y guapa. Habían intercambiado unos golpecitos y después se habían saludado con un abrazo, como viejos amigos. Flavio observaba la escena, protegido por el parabrisas del coche, sintiéndose el hombre más afortunado del mundo: Giuliana era verdaderamente una fuerza de la naturaleza, una mujer llena de vida, una mujer para casarse con ella...

Por la tarde, después de haber tomado una pizza en un local de San Lorenzo junto con un amigo de Flavio, un chavalote de Salerno, un muchachote inofensivo y solo un poco desafortunado que respondía al nombre de Alvaro Mostocotto...

—Hemos llegado.

El agente Cipriani detuvo el Alfa Romeo azul delante de la entrada de la comisaría del Esquilino, en la vía Petrarca. Bertone regresó a la realidad.

Bajó del coche, se puso la americana, tragó, reprimiendo en la garganta el mal humor de una mañana desgraciada, y entró en la comisaría con la cabeza alta.