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Roma, julio de 2006

El estómago había comenzado a runrunear cada vez con mayor frecuencia. Era lo que quería. Se había saltado el almuerzo para reservar todo el apetito para el pato asado del maestro Liu: la obra maestra de la cocina pekinesa. Una ojeada al reloj. Las ocho menos veinte de la tarde. A las ocho y cuarto, el comisario Flavio Bertone estaría sentado en su mesita exclusiva del restaurante de la vía San Martino ai Monti. Allí iba desde hacía seis meses todas las noches y aún no se había cansado. De aquel restaurante le encantaba todo, no solo la cocina, sino también el mobiliario, el póster de Mao, la Gran Muralla, los dragones, la foto de los vips, de los que el comisario reconocía escasamente a tres, las graciosas camareras con el flequillo, los shorts y la camiseta escotada y, sobre todo, al comisario le complacía que lo consideraran de la familia. Lo llamaban «doctol». Le sonreían con la típica cortesía de los chinos. Eran sonrisas formales, de acuerdo, pero para el comisario se habían convertido en un tónico formidable, exorcizaban la soledad y además le daban la ilusión de ser querido o, en todo caso, tolerado.

Bertone solo regresaba a casa para dormir. Desde que su mujer, Giuliana, lo había dejado, no soportaba comer solo. Había probado a hacerlo los primeros tiempos. La ensalada, una Simmenthal1. Después encendía el aparato de música, se ponía los auriculares y escuchaba viejos discos de Genesis. Estaba obsesionado con The Lamb Lies Down on Broadway, un disco doble que la banda inglesa publicó en el setenta y cuatro. En particular, cantaba una y otra vez una canción bellísima e incomprensible con el título The Carpet Crawlers. Se hipnotizaba solo con aquella melodía apasionante y dolorosa. Mientras tanto, destapaba una botella de vino, o dos más bien. Bebía sin pensar si traspasaba el límite. Cantaba, lloraba, reía, hablaba solo. Después caía redondo en la cama. Dormía una media hora y se despertaba con la cabeza a punto de estallarle. Iba al despacho afrontando las miradas de conmiseración de los compañeros. Todos sabían que al doctor Bertone lo había dejado su mujer y que por la noche se consolaba con el bianchello del metauro2. Se sentía ridículo. No se soportaba. Había perdido todo atisbo de autoestima. Quizá Giuliana había tenido razón al dejarlo para cambiar de vida. Giuliana merecía un hombre digno de tal nombre...

—¡Doc, bajo a fumar! Si necesita algo...

El inspector Pizzo había metido la cabezota nariguda en el despacho del comisario. Lo hacía desde unos meses atrás. De vez en cuando iba a controlar que su superior no se hubiese transformado en una estatua de sal o que la crisis existencial no degenerara hasta el suicidio. Era muy atento, Pizzo. Una atención excesiva, pero sincera, que Bertone toleraba con paciencia.

—¡No necesito nada, gracias! Son casi las ocho, puedes irte a casa.

—¡Estoy de servicio, comisario!

Sí, era cierto. Desde que el inspector Cacace estaba de vacaciones, Pizzo hacía las noches en la comisaría del Esquilino. Y no le disgustaba en absoluto. Se ponía delante del ordenador a beber cerveza. Navegaba por Internet y se fumaba dos paquetes de cigarrillos sin que nadie le tocase las pelotas.

—¡Bajo contigo!

Se puso la chaqueta y alcanzó al inspector en la escalera.

—¿Tiene alguna orden para mí, comisario?

—No. ¿Cacace?

—Está de vacaciones.

—Ya lo sé. ¿Cuándo vuelve?

—Mañana.

Salieron juntos a la acera de la vía Petrarca. En la esquina con el bulevar Emanuele Filiberto se separaron. Pizzo entró en el bar cafetería, una segunda oficina para los policías del barrio. Bertone continuó hacia la plaza Vittorio. Eran las ocho y cinco. Faltaban diez minutos para la cena. El estómago refunfuñaba con fuerza y los pensamientos eran como las piezas perdidas de un puzle: rebotaban entre las paredes internas del cráneo en un vórtice caótico que le provocaba angustia.

Miraba las muchas caras de la multitud cosmopolita de la plaza Vittorio. No se fijaba en nadie. Chinos, cingaleses, pakistaníes. ¿De dónde venían todas aquellas almas perdidas? ¿Qué hacían? ¿Cómo vivían? En pocos años, en el Esquilino, Bertone había visto a gente de todas las razas suplantar a los viejos romanos, apropiarse del mercado, de los jardines, de las tiendas, de los sótanos. Ahora el barrio bullía de asiáticos, de centroamericanos, de brasileños. Una babel de lenguas, de olores diversos, de colores. También el trabajo de la policía había cambiado: día y noche controlando pasaportes, permisos de residencia, intensificando el asedio a la mafia china; y después estaba el tráfico de drogas de Colombia y de Venezuela, la prostitución organizada por las mafias búlgara y rumana, las mercancías ilegales que venían de Hong Kong y de Manila... En pocas palabras, una casa de putas.

Por fortuna, a Bertone le gustaba su trabajo. Le gustaba aquella casa de putas. Pensaba que toda aquella amalgama estallaría de repente. Un día u otro, el Esquilino saltaría por los aires. Lo importante era encontrarse preparado.

Llegó a la vía del Statuto y se encontró de cara con el sol cegador del ocaso. Nada podían las falsas Ray-Ban compradas por cinco euros al nigeriano Omar. Con los ojos reducidos a dos rendijas, se dio de bruces con una especie de armario en camiseta. Después se quitó la chaqueta y se la echó a la espalda. En la vía Merulana atravesó la calzada y giró hacia la derecha. Casi había llegado. Estaba a punto de bajar el telón sobre una bella y cálida jornada de julio.

Era un horario perfecto para la cena. Perfecto. Después de haber comido volvería a casa y evitaría cualquier exceso. Debía tomar un somnífero y tratar de dormir. Basta, ya no era posible gastar medio sueldo al mes en comprar cajas de vino mediocre, aunque fuese de las Marcas, para trasegarlo como si fuese agua. Tampoco el hígado podía más. Debía controlarse. Y basta también con la monotonía de Genesis, basta con la melancolía de la música de los años setenta, basta de recuerdos, de soliloquios nocturnos. A propósito, qué vergüenza, los vecinos habían protestado...

¡Basta! Precisión en los horarios, comidas regulares, no más vino. ¡Mejor la cerveza! Una nueva existencia. Desolada, quizá. Pero digna. Era una terapia también. Debía prefijarse unos objetivos mínimos. Una vida más ordenada. Debía aprender a quererse mejor. He ahí la clave: quererse mejor.

Dio un profundo suspiro contemplando la fachada de Santa Maria Maggiore y la columna en el centro de la plaza con la virgencita de bronce, que a aquella hora se encendía con reflejos de oro. Se imaginó más alto y más hermoso. Seguro de sí. En el filme que había comenzado a imaginar, era él quien, a la vuelta de la esquina de la vía San Martino ai Monti, se encontraba con Giuliana. ¡Oh, hola, Giuliana! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás? Te he amado mucho, pero ahora ya no me haces daño... Goodbye! Le habría brindado una sonrisa oblicua de actor americano y después la habría dejado plantada en la acera. Un poco como Paul Newman y ella, en cambio, una Charlotte Rampling al final de Veredicto final de Sidney Lumet... Una mujer destruida por haber traicionado a su hombre... Una mujer devastada por sentimientos de culpa. Una mujer... Pero qué digo una mujer, un trapo...

Bertone dobló la esquina de la vía San Martino ai Monti y, naturalmente, no encontró a Giuliana, sino solo un corro de chicos que esperaban turno para entrar en el restaurante chino. El cortometraje terapéutico había acabado. Bertone no tenía que esperar ningún turno, tenía su mesa reservada. Estaba en perfecto horario y tenía hambre. Le esperaba el pato asado del mejor cocinero del mundo.