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AL salir del despacho de Tabasco, Bertone se había sentido enérgico como no le ocurría desde hacía meses. Era rabia lo que experimentaba, pero era un sentimiento que le hacía estar vivo. Para empezar, se encaminó a una agencia de viajes a reservar un billete para Madrid. Con un golpe de suerte, atrapó uno de último minuto para el cuatro de agosto.

Los días anteriores a la partida, Bertone se había encerrado en casa y había devorado los ensayos de Natoli, Foucault, Searle, Brown y compañía. Había sudado y blasfemado, pero había llegado al fondo.

En los ensayos de Natoli había observado un agradecimiento, en las notas, a una tal Mafalda Moraes, funcionaria de Bellas Artes de Madrid. Con una serie de llamadas telefónicas en italiano, español, inglés, pero, sobre todo, molisano, había logrado encontrarla. La doctora —hablaba italiano, por añadidura— no estaba de vacaciones, se acordaba de Natoli y estaba dispuesta a encontrarse con Bertone. El cuatro de agosto. A mediodía.

El taxi lo dejó, de nuevo sudado y con el pantalón pegado a los muslos, delante de un edificio de cinco plantas en falso estilo barroco. Seis escalones de granito oscuro conducían a una entrada que denunciaba el desesperado y no logrado intento del arquitecto de rehacer el típico almohadillado italiano.

Era una sede secundaria del Ministerio de Cultura. Una placa de latón, necesitada de una buena limpieza, decía DIRECCIÓN GENERAL DE BELLAS ARTES Y BIENES CULTURALES.

Atravesó la puerta de cristal y se encontró en un vestíbulo amplio y desierto. Las paredes estaban cubiertas de tablones de anuncios de los que colgaban centenares de hojas y folletos, anuncios de concursos, boletines sindicales, folletos de exposiciones, conciertos y el póster del Palacio de Oriente.

Detrás del mostrador de los ordenanzas estaba sentado un hombrecillo calvo, con un bigotito negro y brillante, en mangas de camisa. Bertone se acercó con la esperanza de que entendiese el italiano.

—Buenos días, señor. Ho un appuntamento con la dottoressa Mafalda Moraes. Vengo de Roma. Mi chiamo Flavio Bertone.

—Aquí no hay nadie. ¡Están todos de vacaciones!

El hombrecillo era un hueso duro de roer. Tenía que insistir.

—No, perdone. He hablado esta mañana con la doctora Moraes. No está de vacaciones. Me está esperando. Soy Flavio Bertone...

El ordenanza resopló, murmurando algo incomprensible. Después, con una lentitud irritante, cogió el teléfono y marcó un número interior.

—Está aquí un hombre italiano. Quiere hablar con la doctora Moraes...

Dejó el auricular, alisándose el bigote con el índice de la mano izquierda.

—¡Piso tercero, puerta cincuenta y seis!

Tercera planta, despacho cincuenta y seis.

Bertone se alejó, contento por no tener que hablar de nuevo con el desagradable ordenanza. En el ascensor comprobó su aspecto en el espejo, encontrándose horrible, sudoroso y despeinado. Trató de arreglarse en aquellos pocos segundos necesarios para subir al tercer piso.

El pasillo estaba desierto y el ordenanza tenía razón: todos estaban de vacaciones. Encontró el despacho cincuenta y seis. Llamó.

—¡Adelante!

Bertone entró y fue acogido por una sonrisa que por sí sola ya valía el viaje a Madrid. Una mujer en los cuarenta, con los largos cabellos recogidos en un moño que descubría el hermoso cuello, se levantó del escritorio para ir a su encuentro: llevaba un traje de chaqueta celeste, ligero y ajustado, que seguía unas caderas redondas y sensuales. El escote era todo un espectáculo y el ojo del comisario se precipitó por un instante de más en el canalillo entre los senos.

Moraes debía de estar acostumbrada, porque estrechó la mano del comisario ignorando el destello del deseo masculino.

—Bienvenido a Madrid, comisario. ¡Siéntese, por favor!

Bertone se sentó en un silloncito rojo con el cojín naranja, jurándose a sí mismo que no volvería a manifestar de ninguna manera la turbación que le producía la doctora Moraes. Se limitaría a mirarla a los ojos manteniendo un tono profesional y distante. Pero sus buenos propósitos se vinieron abajo de repente cuando la mujer se sentó frente a él, y que Dios la bendiga, cruzó las piernas dejando intuir que no había un centímetro de su cuerpo que no estuviese a la altura.

—Le agradezco mucho que me haya recibido, doctora. ¡Usted... habla italiano muy bien!

Había faltado poco para que dijese que era un bombón.

Mafalda lo miró fijamente con sus grandes ojos oscuros.

—Gracias. Amo su país. He estado trabajando en Roma durante tres años, en la Accademia di Spagna.

¡En Roma! ¡Y nunca la había visto!

—Doctora, como ya le he explicado por teléfono, no tengo ningún título para hacerle preguntas. Estoy aquí por iniciativa personal, a mis expensas, de vacaciones. Usted me ha recibido por pura cortesía y si ahora cambiase de idea y me pidiese que me fuese, me iría inmediatamente...

Una pequeña sonrisa de la mujer le hizo entender que, al menos por el momento, no lo echaría.

—La razón por la que estoy aquí, en Madrid, no está clara ni siquiera para mí. Estoy siguiendo una pista. En realidad, más que una pista, una sensación... He leído, en las notas de un libro, que, en 2002, el profesor Vitaliano Natoli, docente de Estética en la Universidad Roma Tre, pasó un mes aquí, en este departamento, para perfeccionar sus estudios sobre Velázquez...

—¡El profesor Natoli, cierto! ¿Y cómo está?

—El profesor Natoli ha muerto. ¡Fue estrangulado en su apartamento hace una semana!

—¡No! ¡No lo puedo creer!

La doctora se llevó las manos al rostro.

—Siento darle esta noticia. No he querido decírselo por teléfono. He preferido hacerlo en persona...

—¿Quién puede haber matado a un hombre bueno como Vitaliano?

—Los investigadores piensan que fue su compañero, Diego Ribonskij...

—¿Diego?

—Sí, doctora... Ribonskij se colgó el día después de la muerte del profesor. No hay otros sospechosos. Ribonskij no tenía coartada, pero tampoco un móvil. Por tanto, las dudas siguen en pie..., ¡al menos para mí!

—¡No es posible!

Bertone pensó que así, confusa y dolorida, era aún más bella.

—Comisario, me da usted una noticia terrible. Yo conocía bien al profesor Natoli. Me encontré por primera vez con él en Roma, hace seis o siete años, en la Accademia di Spagna y después, como usted ya sabe, aquí en Madrid, en 2002, Vitaliano pasó más de un mes estudiando el Corpus velazqueño...

—Perdone mi ignorancia, doctora. ¿Qué es el Corpus velazqueño?

—En 2000, la Dirección General de Bellas Artes, para celebrar el cuarto centenario del nacimiento de Velázquez, publicó dos volúmenes de cartas y documentos que rememoran toda la vida del pintor. Esos documentos están en nuestro poder y Vitaliano, en 2002, estuvo aquí con nosotros... para estudiarlos.

Bertone sabía lo que tenía que preguntar, pero no sabía cómo hacerlo. ¿Qué interés podían tener las cartas y los documentos de la vida de Velázquez para un profesor de estética? Quedó suspenso en sus pensamientos y la doctora Moraes debió de percatarse de ello, porque le propuso:

—¿Quiere verlos?

—¿Qué?

El comisario, involuntariamente, había dirigido la mirada al escote.

—¡Los volúmenes del Corpus velazqueño!

La mujer se levantó en todo su esplendor. Se acercó a una librería de caoba y sacó tres grandes volúmenes en papel satinado de primera calidad. Dos de ellos constituían el Corpus velazqueño; el tercero se titulaba simplemente Velázquez y su autor era William Stirling.

—El Corpus velazqueño es una obra monumental de extraordinaria importancia. Los compiladores son dos estudiosos de fama mundial: José Manuel Pita Andrade y Ángel Aterido Fernández. Han dedicado años a recoger documentos y cartas de todo tipo. Los han catalogado y puesto en orden con el único fin de trazar una biografía científica de Velázquez...

—Perdone si la interrumpo, doctora... —Bertone quería salir de la ciénaga de dudas lo antes posible—. ¿Ha leído usted los ensayos de Natoli sobre Las meninas?

—Efectivamente. Son muy interesantes y también originales.

—Son interesantes ciertamente, doctora, aunque debo decirle que he entendido muy poco. Pero no es esta la cuestión. El profesor Natoli dedicó años de su vida a Las meninas. Entró en polémica con Foucault, Searle, Brown, Cohen, Snyder y muchos otros. Durante años ha hablado de filosofía y solo de filosofía, de estética en realidad. Y entonces, ¿por qué razón, en 2002, se sumergió en los documentos que reconstruyen la vida de Velázquez? Decididamente, no era su tema. ¿Qué buscaba, el profesor, en la vida de Velázquez?

La doctora Moraes (que Dios la bendiga por segunda vez) volvió a cruzar las piernas, tamborileando ligeramente con las puntas de los dedos en el muslo, bien marcado bajo la falda tensa.

—Vitaliano era un hombre brillante, inteligente, pero también misterioso. Cuando vino aquí con nosotros en julio de 2002, hizo una petición al departamento para consultar los documentos originales del Corpus correspondientes al período de 1656 a 1660. En pocas palabras, no se contentaba con las reproducciones contenidas en la obra impresa; Vitaliano quería comprobar algo con sus propios ojos. El departamento le negó el permiso por la razón que ha dado usted. No era un especialista. Los documentos son muy delicados.

Mafalda bajó la mirada. Bertone se percató de que se había olvidado de respirar.

—Sí, comisario, yo me encargué de ayudarlo. Éramos amigos y había comprendido que sus estudios eran demasiado importantes para él.

—¿Hasta qué punto importantes? —La cuestión era crucial y Bertone tuvo dificultad para controlar la voz.

La mujer lo miró intrigada.

—No lo sé, comisario, de verdad. Vitaliano decía y no decía... —Pausa—. ¡También por eso era fascinante!

Bertone se encontró descolocado. ¿No era homosexual Natoli? ¿O se trataba de pura fascinación intelectual? Continuó:

—¿Por qué precisamente los documentos de 1656 a 1660?

—Bueno, eso es fácil de explicar. En el cincuenta y seis, Velázquez pintó Las meninas y cuatro años después murió...

—Se lo ruego, doctora, haga un esfuerzo. ¿Natoli no le confió nunca nada sobre sus investigaciones?

La doctora Moraes se quedó pensativa.

—No, diría que no. Quizá una vez...

Una mosca impertinente violó el largo silencio que siguió mientras ella trataba de recordar.

—Una vez... una mañana, Vitaliano me dijo algo sobre el aposentador de la reina, don José Nieto Velázquez...

Bertone ya sabía quién era esta persona, pero fingió ignorarlo para no interrumpirla.

—Vea, comisario, todos los personajes del cuadro de Velázquez existieron realmente y tenemos mucha información sobre su importancia. Sabrá que Las meninas se llamaba originalmente El cuadro de la familia. Bien, don José Nieto Velázquez, que, a pesar del nombre, no era pariente del pintor, es el personaje pintado en la puerta del fondo. Vitaliano había descubierto algo nuevo sobre este funcionario de la corte. Los documentos nos dicen que era un enemigo de Diego Velázquez: en particular, intentó acusarlo de un delito. El pintor había recibido del rey la orden de comprar obras de arte en Italia, durante su segundo viaje entre 1649 y 1651. José Nieto lo acusaba de haberse quedado para sí algunos cuadros adquiridos con dinero de la Corona.

—¿Y cómo acabó?

—Velázquez fue absuelto. El aposentador perdió la causa porque no pudo demostrar nada, no tenía pruebas.

—¿Y es mérito de Natoli este descubrimiento?

—No, señor comisario...

Aquel señor le sonó a Bertone un poco frío, como una forma de marcar distancias.

—Pero Vitaliano me dio a entender que había ido más allá, que había reconstruido otro fragmento de la historia.

—¿Eso es todo? ¿No le contó más?

Bertone se dio cuenta de inmediato de que había sido demasiado brusco e indelicado y de que a Mafalda no le había gustado aquella evidente insatisfacción desdeñando sus esfuerzos por recordar.

Era la una y media. Ella se levantó, mirando el reloj con intención, y Bertone se apresuró a remediarlo.

—No se ofenda, doctora, perdóneme... Yo soy el primero que no entiende nada. Querría descubrir quién asesinó al profesor Natoli. Personalmente, no creo en la culpabilidad de Ribonskij. Tuve oportunidad de conocerlo, a Diego, y no puedo imaginármelo como un asesino... Si he venido a Madrid, de forma privada, es para buscar un apoyo, un indicio, algo que me pueda hacer ver la historia desde otro punto de vista. Lo que usted me ha dicho sobre el aposentador de la reina, sobre este otro Velázquez, es muy interesante, pero no sé cómo hacer para que pueda serme útil. Doctora, estoy sumido en la oscuridad. Hay un asesino suelto y nadie lo busca. Le aseguro que no es en absoluto divertido.

Mafalda volvió a sentarse y a mirar al comisario con dulce paciencia.

—No sé qué buscaba Vitaliano ni si llegó a encontrarlo. Nunca me lo dijo. Solo sé que, según él, era muy importante. Eso es todo. ¡Es cierto!

Bertone bajó la mirada hacia los tres pesados volúmenes que tenía sobre las piernas. Comenzó a hojear el que se titulaba simplemente Velázquez. Estaba escrito en español. Cuatrocientas páginas salpicadas de estupendas ilustraciones, incluida Las meninas, impresa a dos páginas.

—¿Natoli consultó también este volumen?

—¡Claro! ¡Todos los especialistas lo conocen!

Cerrando el libro, Bertone advirtió una mezcla de amargura y vergüenza. Ante aquella mujer bellísima e inteligentísima se sentía incómodo. Inepto como hombre y como policía. Natoli era fascinante para la doctora Moraes. Fantástico para Ribonskij. ¿Y para él? Aquel viaje a Madrid no tenía ningún sentido, aquel coloquio no tenía sentido... Era mejor saludar y marcharse. Para siempre...

La doctora Moraes lo sorprendió.

—¿Ha comido ya?

—No, todavía no...

—Entonces, ¿por qué no acabamos de hablar comiendo? —La sonrisa de la doctora trastornó aún más el equilibrio psicofísico de Bertone. Ella no pareció notarlo—. Si quiere... ¡hay un bar aquí al lado donde puede probar unas tapas!

—Pero, si me permite, ¡invito yo!

Aunque in extremis, Bertone había conseguido manifestar un mínimo de galantería.

—¡Muy bien, como quiera!

En el ascensor, el comisario se encontró envuelto por un agradable perfume cítrico: ¡de aquella mujer le gustaba todo! Se preguntó si tendría siquiera un defecto; después bajó la mirada y le observó los pies. Dos pies notables, metidos en un par de escotes azules dentro de los que se adivinaban unos dedazos, redondos y voluminosos, oprimidos contra la pala del zapato. Al comisario se le levantó el ánimo: había un defecto.

Atravesaron el vestíbulo desierto y salieron fuera. Una oleada de calor dobló las rodillas del comisario, mientras la doctora Moraes no se inmutó; quizá estuviese habituada.

Por fortuna, el local estaba al lado y se refugiaron rápidamente al fresco. Demasiado fresco, imprecó para sí Bertone en el vórtice del aire acondicionado al máximo... Solo había dos clientes en una mesa de esquina, un hombre y una mujer, evidentemente del norte de Europa. El camarero, gordo y con perilla, sonrió a Mafalda como si en el local hubiese entrado una princesa.

Se sentaron y pidieron tapas de un atún que el dueño llamaba mojama. Con respecto al vino, la doctora Moraes fue a tiro hecho: pidió un albariño de las Rías Bajas, un blanco fresquísimo de Galicia. Fantástico. Después de la segunda copa, el comisario estaba eufórico; nada que ver con su bianchello del metauro: este era un vino que favorecía la charla.

Descubrió así muchas cosas sobre la doctora.

Había nacido en Madrid, pero su padre era portugués y su madre, argentina. Entendía de arte, naturalmente, pero tenía pasión por los vinos, los viajes, las lenguas (las dos de familia, más otras tres), los retos de alta mar, Cerdeña, la zarzuela, los toros y el Palio de Siena.

Bertone detestaba el fanatismo toscano del Palio y no comprendía qué podía tener de divertido matar un toro, pero no se lo dijo a Mafalda.

Llegó a saber que la señora no estaba ya comprometida desde hacía un año y que sola se encontraba muy bien.

También él estaba solo, pero, en cuanto a encontrarse bien, de ninguna manera. Pero tampoco esto se lo dijo a Mafalda. Le habló, en cambio, de Italia, de Molise y de su familia.

Aprovechando la pasión de Mafalda por el vino, le habló de la viña de su tío Luciano, el hermano de su madre. Cuando tenía doce o trece años, en verano, iba con su tío a la cima de una colina completamente revestida de hileras de vides bien cuidadas. Desde allí se veía el mar y se hacían consideraciones sobre el futuro. La previsión de una vendimia más escasa que la del año precedente era la obsesión que dominaba los discursos del tío. Menos uva y un vino cada año más ácido. Una limonada de baja graduación alcohólica que se enturbiaba pronto, dejando en el fondo del vaso un terciopelo marrón poco atractivo. «¡Bueno!», decía. Pero, para sí, sabía perfectamente que no era cierto. Pobre tío. Tampoco él, igual que el vino, lo pasaba bien. La diabetes comenzaba a darle problemas serios. Aún no era viejo, pero ya estaba cansado y minado por una enfermedad que primero lo cegaría y después lo llevaría antes de tiempo al cementerio...

¿Pero cómo demonios se le había ocurrido a Bertone contar una historia tan triste?

Por fortuna, Mafalda fue comprensiva. Elevó de nuevo el tono hablando de las bellezas de España.

Poco a poco, los dos fueron olvidándose de Natoli, Velázquez y Las meninas.

Solo hacia el final de la comida, la doctora Moraes interrumpió una sonrisa mientras hablaba de la fascinación de Sevilla. Un pensamiento le había llegado de improviso y le había cambiado el humor.

—¿Qué ocurre? —se preocupó Bertone.

—Nada, ahora que hablábamos de Sevilla, me ha venido a la mente una cosa que deberías saber...

Naturalmente, desde hacía tres cuartos de hora habían pasado al tuteo. Fue ella quien lo propuso. Bertone no se habría atrevido nunca.

—Vitaliano, en 2002, después de haber pasado un mes con nosotros, se trasladó a Sevilla para estudiar el Fondo Pacheco.

Bertone hizo una mueca interrogativa y Mafalda lo explicó mejor.

—Velázquez, como sabes, nació en Sevilla. Su primer maestro fue el pintor Francisco Pacheco, que después, como ocurría a menudo entre maestros y discípulos, se convirtió en su suegro. Después del Corpus velazqueño, el fondo con los documentos más interesantes sobre Velázquez es el Fondo Pacheco.

—Pero, en la práctica, ¿qué hay en el tal Fondo Pacheco?

—No lo sé en concreto. Creo que se trata de cartas originales, correspondencia, cosas de ese tipo.

—¿Cuánto tiempo estuvo Natoli en Sevilla?

—No lo sé. Mira, Flavio... —Solo con el nombre. Habían dado pasos de gigante—. Hace dos años, Vitaliano y Diego vinieron de vacaciones. Un poco en Madrid y un poco en Sevilla. Salimos a cenar alguna vez... Vitaliano estaba realmente enamorado... Y hoy llegas tú a decirme que ha sido asesinado...

No estaba triste. Incrédula.

—Perdona, Flavio, no consigo imaginar cómo pueden ayudar los estudios de Vitaliano a las investigaciones sobre su muerte.

También ella.