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Microbios a la carta
Todo empieza con una picadura. Un mosquito se posa en el brazo de un hombre, hunde sus piezas bucales en su carne, y empieza a chupar. Cuando la sangre entra en el insecto, minúsculos parásitos van en la dirección opuesta. Son larvas de nematodos filariales. Estos gusanos microscópicos viajan a través del torrente sanguíneo del hombre hasta los ganglios linfáticos de las piernas y los genitales. Al año siguiente alcanzan el estado adulto y se aparean para producir miles de nuevas larvas cada día. Un médico podría verlos moverse con un escáner de ultrasonidos, pero el hombre infectado no tiene motivos para acudir a un médico; a pesar de los millones de parásitos que tiene dentro, todavía no muestra ningún síntoma. Finalmente, esto cambia. Cuando los gusanos mueren, le provocan una inflamación. También bloquean el flujo de linfa, que se acumula bajo la piel. Sus miembros y sus ingles se hinchan hasta adquirir proporciones gigantescas. Sus muslos crecen, llegando a alcanzar el ancho de su torso. Y su escroto se hincha hasta adquirir el tamaño de su cabeza. No puede desarrollar ninguna actividad; tendrá suerte si puede mantenerse de pie. Tendrá que soportar esa desfiguración y el estigma social durante el resto de su vida. Ese hombre podría ser un agricultor de Tanzania, o un pescador de Indonesia, o un ganadero de la India. Eso no importa; ahora es uno de los millones de personas que sufren filariasis linfática.
Esta enfermedad, también conocida como elefantiasis debido a las grotescas hinchazones que provoca, es propia de los trópicos. Y es obra de tres especies de nematodos: Brugia malayi, Brugia timori y, especialmente, Wuchereria bancrofti. Otra especie emparentada —Onchocerca volvulus— causa una enfermedad llamada oncocercosis. Este gusano se propaga a través de las picaduras de unas moscas negras, no de mosquitos, y rehúye las glándulas linfáticas, pues prefiere tejidos más profundos. En ellos, las hembras, que pueden crecer hasta alcanzar 80 centímetros de largo, se encierran en panales de carne recia y fibrosa. Desde allí liberan sus larvas, que migran a la piel y causan un picor insoportable; o al ojo, donde pueden destruir la retina y el nervio óptico. A esto se debe que la oncocercosis haya recibido el nombre, más sencillo, de «ceguera de los ríos».
Estas dos enfermedades, conocidas en conjunto como filariasis, se cuentan entre las más extendidas del mundo: más de 150 millones de personas contraen una o la otra, y otros 1.500 millones están en situación de riesgo.[1] Hasta hace poco no tenían curación. Solo había fármacos que mantenían los síntomas bajo control matando a las larvas de los nematodos, pero eran inútiles contra los adultos, que presentaban una asombrosa resistencia. Y como estas especies pueden vivir durante decenios, una existencia extraordinariamente larga para un nematodo, las personas portadoras debían resignarse a un tratamiento regular. «Estas son algunas de las enfermedades más debilitantes de todas las tropicales», dice Mark Taylor, un parasitólogo de elegante vestimenta y cabello plateado.
Cuando, en 1989, Taylor empezó a estudiar estas enfermedades, lo que más le intrigaba de ellas era su severidad. Hay muchos nematodos parásitos que infectan a los seres humanos, pero suelen causar síntomas benignos. ¿Por qué los que están detrás de las enfermedades filariales producen inflamaciones tan incapacitantes? Resultó que tienen ayuda, la de un aliado bien conocido. En los años setenta, los investigadores observaron estos gusanos al microscopio y vieron dentro de ellos estructuras parecidas a bacterias.[2] Estos microorganismos cayeron en el olvido hasta que, en los años noventa, fueron identificados como Wolbachia, la misma bacteria que introdujo su genoma en las moscas de la fruta hawaianas, que mata mariposas luna azul macho, y que existe en dos tercios de las especies de insectos de todo el mundo.
Comparada con la de los insectos, la variante de Wolbachia presente en el nematodo resultó ser un microorganismo degenerado y encogido. Por haber abandonado un tercio de su genoma, se encuentra encadenado de forma permanente a sus anfitriones. Lo contrario también es cierto. Por razones aún no aclaradas, los nematodos no pueden completar sus ciclos vitales sin sus simbiontes. Tampoco pueden causar enfermedades intensas. Cuando los gusanos mueren, liberan su Wolbachia en las personas que infectan. Estas bacterias no pueden infectar las células humanas, pero sí activar respuestas inmunitarias de un tipo diferente de las que provoca el gusano. Según Taylor, es la combinación de las dos respuestas —contra el gusano y contra su simbionte— lo que produce los intensos síntomas de la filariasis. Por desgracia, esto significa que matar a los gusanos agrava la enfermedad, porque estos liberan todas sus Wolbachia en su agonía. «Hay entonces nódulos que revientan e inflamación escrotal —explica Taylor, en tono sombrío—. Y no es eso lo que queremos; lo que queremos es matar a los gusanos lentamente, y es difícil imaginar cómo hacerlo con un fármaco antinematodos.»
Hay otra opción. ¿Por qué no ignorar por completo a los gusanos? ¿Por qué no ir tras la Wolbachia?
Taylor y otros demostraron en ensayos de laboratorio que la eliminación de las bacterias con antibióticos tiene resultados fatales para los gusanos. Las larvas no maduran. Los adultos existentes dejan de reproducirse. Y, al cabo de un tiempo, sus células comienzan a autodestruirse. En esta asociación, el divorcio no es claramente una opción; si se rompen los lazos simbióticos, ambos socios mueren. El proceso es lento, llega a tardar dieciocho meses, pero una muerte lenta sigue siendo una muerte. Y como estos gusanos no tienen Wolbachia que liberar, pueden ser aniquilados con impunidad.
En los años noventa, Taylor y sus colegas llevaron estas ideas a la práctica. Querían ver si podían usar un antibiótico llamado doxiciclina para eliminar la Wolbachia en individuos con filariasis. Un grupo probó el antibiótico en aldeanos ghaneses con ceguera de los ríos, y otro lo probó en Tanzania con individuos que padecían filariasis linfática. Ambos ensayos tuvieron éxito. En Ghana, la doxiciclina esterilizó a las hembras, y en Tanzania liquidó las larvas.[3] Y en ambos sitios, mató a los nematodos adultos en aproximadamente tres cuartas partes de los voluntarios sin desencadenar ninguna respuesta inmunitaria catastrófica. Aquello fue grandioso. «Por primera vez fuimos capaces de curar a personas con filariasis —explica Taylor—. No podemos hacerlo con los medicamentos estándar.»[4]
Pero la doxiciclina no es un fármaco maravilloso. Las mujeres embarazadas no pueden tomarlo, ni tampoco los niños. Además, actúa lentamente, por lo que se requieren varios tratamientos durante muchas semanas; en comunidades rurales y remotas, puede resultar difícil someter a la gente a estos tratamientos durante todo ese periodo, y aún más convencerla de la necesidad de completarlos. Como arma, la doxiciclina no estaba mal. Pero Taylor pensó que podría usar otras mejores.
En 2007 formó un equipo internacional llamado A·WOL, el Consorcio Anti-Wolbachia. Con un fondo de 23 millones de dólares procedentes de la Fundación Bill y Melinda Gates, su misión era encontrar nuevos fármacos que matasen a los nematodos filariales apuntando a sus simbiontes de Wolbachia.[5] Ya ha probado miles de posibles sustancias químicas, y encontrado una prometedora: la minociclina. Demostró ser un 50 por ciento más potente que la doxiciclina en los ensayos de laboratorio, y el equipo la empleó inmediatamente en ensayos realizados en Ghana y Camerún. La minociclina tiene algunos inconvenientes: tampoco puede utilizarse en niños y mujeres embarazadas, y es varias veces más costosa que la doxiciclina. Pero, desde entonces, A·WOL ha probado otros 60.000 compuestos e identificado decenas de candidatos aún más prometedores.
Mientras tanto, Taylor ha observado que la asociación entre nematodos filariales y Wolbachia puede ser más precaria de lo que parece. Observó que, en el momento en que la multiplicación de la Wolbachia se intensifica al hacerse supuestamente más necesaria, los gusanos toman a las bacterias por invasoras y tratan de destruirlas.[6] «El nematodo ve en la Wolbachia un patógeno», afirma. Necesita de las bacterias, pero si estas se multiplican sin control, podrían reventar en sus anfitriones como una suerte de tumor simbiótico. Por lo tanto, el nematodo debe mantenerlos bajo control. Incluso en esta alianza, donde cualquiera de los dos moriría sin el otro, hay conflicto. Y, a los ojos de Taylor, también hay una oportunidad. Taylor estuvo buscando fármacos que matasen a la Wolbachia, cuando resulta que los nematodos ya han inventado maneras de hacer exactamente eso. Si A·WOL encontrase sustancias químicas que estimularan sus programas de control de simbiontes, podría hacer que las tensiones entre el anfitrión y el simbionte estallaran en una guerra abierta engañando a los nematodos para que empleasen los medios de su propia destrucción. La idea es ambiciosa y las apuestas están altas. Si Taylor consigue romper esta simbiosis, que ha existido durante 100 millones de años, podría mejorar la vida de 150 millones de personas.
Ya hemos visto lo flexible que puede ser el microbioma. Puede cambiar con un toque, con una comida, con una incursión de parásitos, con una dosis de un medicamento o simplemente con el paso del tiempo. Es una entidad dinámica que aumenta y disminuye, se forma y se reforma. Esta flexibilidad subyace en muchas de las interacciones entre los microbios y sus anfitriones. Ello significa que las simbiosis pueden cambiar de manera positiva cuando los nuevos socios microbianos ofrecen a sus anfitriones nuevos genes, nuevas habilidades y nuevas oportunidades evolutivas. Y que las asociaciones pueden cambiar en sentido negativo cuando comunidades disbióticas o microbios desaparecidos conducen a la enfermedad. Y también que las asociaciones pueden cambiar de manera deliberada, cuando nosotros escogemos. Theodor Rosebury reconoció esto en 1962. Nuestros microbios autóctonos «no están menos sujetos a la manipulación en beneficio humano que el resto de nuestro ambiente —escribió—. Debemos aceptarlos como parte natural de nuestra vida, pero la aceptación “no tiene por qué ser pasiva o resignada”».[7]
Cincuenta años después, la pasividad y la resignación no se ven por ninguna parte. Los microbiólogos de hoy compiten en una carrera por reescribir las relaciones entre los microbios y sus anfitriones animales, desde los nematodos o los mosquitos hasta nosotros mismos. Taylor utiliza la vía de la anulación: al privar a los nematodos de sus simbiontes, piensa liquidar a ambos y salvar a los infectados. Otros son manipuladores de genomas, que tratan de introducir microbios en los anfitriones en un intento de restaurar ecosistemas alterados o incluso forjar nuevas simbiosis. Ellos desarrollan cócteles de microbios beneficiosos que podemos recibir para curar o prevenir enfermedades, o paquetes de nutrientes que alimentarán a esos microbios, y hasta maneras de trasplantar comunidades enteras de un individuo a otro. Esto es lo que hace la medicina cuando reconoce que los microbios no son los enemigos de los animales, sino los cimientos sobre los cuales se erige su reino. Digamos adiós a las trasnochadas y peligrosas metáforas de guerra, en las que nos presentamos como soldados empecinados en erradicar los gérmenes a toda costa. Y adoptemos una metáfora más amable y matizada de jardinería. Sí, todavía tenemos que arrancar las malas hierbas, pero sembremos y abonemos las especies que conservan el suelo, purifican el aire y agradan a la vista.
Este concepto puede ser difícil de comprender, y no solo porque la idea de los microbios beneficiosos es nueva para muchos. También porque parece ilógica si tenemos en cuenta que la asistencia sanitaria se basa en la aritmética elemental. ¿Alguien tiene escorbuto? Eso se debe a falta de vitamina C, que puede añadir a su cuerpo comiendo fruta. ¿Tiene la gripe? El causante es un virus, que debe eliminar de las vías respiratorias tomando un medicamento. Todo es añadir lo que falta y restar lo que sobra. Estas sencillas ecuaciones todavía rigen gran parte del pensamiento médico moderno. Pero las matemáticas del microbioma son más complicadas, porque son las que requieren grandes conjuntos cambiantes cuyas partes se hallan conectadas entre sí e interactúan unas con otras. Controlar un microbioma es configurar todo un mundo, algo que es justo tan difícil como parece. Recordemos que las comunidades tienen una resiliencia natural: si las castigamos, se recuperan. También son impredecibles; si las alteramos, las consecuencias se manifiestan en efectos caprichosos. Añadir un microbio supuestamente beneficioso podría desplazar a algunos competidores en los que también confiamos. Perder un microbio supuestamente nocivo podría ofrecer a un oportunista aún peor la oportunidad de ocupar su lugar. Esta es la razón de que los intentos de conformar este mundo no solo hayan cosechado algunos grandes logros, sino también muchos reveses desconcertantes. En un capítulo anterior hemos visto que la reparación de un microbioma no consiste en algo tan simple como la eliminación de «bacterias malas» con antibióticos. En este capítulo veremos que tampoco es tan simple como añadir «bacterias buenas».
El siglo XXI es una mala época para los amigos de las ranas. En todo el mundo, estos anfibios están desapareciendo con tanta rapidez que hasta los conservacionistas más optimistas ponen cara de preocupación. Nada menos que un tercio de las especies de anfibios están en peligro de extinción. Algunas de las razones de este declive valen para toda la vida salvaje: pérdida de hábitats, contaminación y cambio climático. Pero los anfibios también afrontan un peligro que solo les afecta a ellos: un hongo fatídico llamado Batrachochytrium dendrobatis, o Bd para abreviar. Es el asesino de ranas por excelencia. Engrosa la piel de sus víctimas, les impide absorber sales como el sodio y el potasio y provoca en ellas el equivalente a un ataque cardiaco. Desde su descubrimiento a finales de la década de 1990, el Bd se ha extendido a seis continentes. Aparece dondequiera que hay anfibios. Y dondequiera que aparece, los anfibios dejan de existir. El hongo puede destruir poblaciones enteras en semanas, y ha hecho pasar a la historia decenas de especies. Es probable que la rana diurna de hocico agudo haya desaparecido. La rana de incubación gástrica ya no existe. El sapo dorado de Costa Rica nunca más volverá a croar. Cientos de otros han estado expuestos al hongo. Con razón se ha dicho que el Bd ha sido el causante de «la peor enfermedad infecciosa jamás registrada en los vertebrados».[8] Ranas, sapos, salamandras, tritones, cecílidos: ningún grupo de anfibios está a salvo. Si apareciese un nuevo hongo que matara a todos los mamíferos —perro, delfín, elefante, murciélago y humano— nos entraría un inmenso pánico. Y los biólogos que trabajan con los anfibios lo están sufriendo.
El Bd es un presagio de lo que está por venir. En 2013, los científicos describieron un hongo emparentado, el B. salamandrivorans, que ataca a salamandras y tritones en Europa y América del Norte. Desde al menos 2006, otro hongo ha barrido los murciélagos del mapa de Norteamérica. La enfermedad mortal que los mata se llama síndrome del hocico blanco, y cubre las cuevas con millones de cadáveres. Durante décadas, los corales han sufrido una epidemia tras otra.[9] Estas enfermedades infecciosas que brotan en la fauna salvaje, surgen cada vez con mayor rapidez, y los seres humanos son, al menos en parte, culpables. En aviones, barcos y zapatos transportamos patógenos a todo el mundo a una velocidad sin precedentes, atiborrando a nuevos huéspedes antes de que puedan aclimatarse y adaptarse. El auge del Bd es un ejemplo insuperable. Sí, es virulento. Sí, reprime el sistema inmunitario de los anfibios. Pero no es más que un hongo, y los anfibios han estado en contacto con hongos durante 370 millones de años. Este no es su primer forcejeo con ellos. Pero ahora están perdiendo esta particular batalla porque el cambio climático, los depredadores introducidos y los contaminantes ambientales los han debilitado. Si añadimos a la mezcla una rápida y destructiva propagación de la enfermedad, el futuro se presenta de pronto mucho más sombrío.
Sin embargo, el especialista en anfibios Reid Harris tiene esperanzas. Harris ha hallado una posible forma de proteger a estos animales de sus enemigos fúngicos. A principios de la década de 2000, descubrió que las salamandras de dorso rojo y las de cuatro dedos —dos especies pequeñas y sinuosas del este de Estados Unidos— están cubiertas de un rico cóctel de compuestos químicos antifúngicos.[10] Estas sustancias no las producen los animales mismos, sino las bacterias de su piel. Pueden ayudar a proteger los huevos de las salamandras contra los hongos, que de otra manera prosperarían en los nidos subterráneos húmedos. Y como Harris más tarde descubrió, también pueden impedir que el Bd se multiplique. Esto podría explicar, pensó, por qué algunas especies afortunadas de anfibios parecen resistir la acción del hongo asesino: sus microbiomas de la piel actúan como escudos simbióticos, y tal vez, esperaba, esos microbios podrían salvar especies vulnerables del acechante «Anfibiagedón».
Al otro lado de Estados Unidos, Vance Vredenburg abrigaba las mismas esperanzas. Había estudiado las ranas montañesas de ancas amarillas de Sierra Nevada, California, y le desanimaba ver cómo el Bd invadía la zona. «Era increíble —dice—. El hongo, que al principio no estaba allí, se propagó por toda una cuenca.» Rápidamente, decenas de zonas se quedaron una tras otra sin ranas. Pero esto no sucedió en todas partes. En un lago de montaña junto al monte Conness, las ranas de ancas amarillas fueron infectadas por el Bd, pero seguían dando saltos como si nada. El Bd mata atiborrando a sus huéspedes con decenas de miles de esporas, pero esas ranas solo llevaban unas pocas docenas cada una. El hongo supuestamente letal que llenaba otros lagos de cadáveres flotantes solo causaba, como mucho, una ligera molestia junto al Conness. En aquel lugar, y algunos otros más, algo se oponía al avance del Bd. Y cuando Vredenburg oyó hablar de los experimentos de Harris, enseguida supo qué hacer. Frotando la piel de las ranas del Conness, comprobó que portaban las mismas bacterias antifúngicas que Harris había visto en sus salamandras. Una especie bacteriana destacaba sobre las demás tanto por sus poderes protectores como por su color violeta negruzco, de una oscura belleza amenazadora. Recibió el nombre de Janthinobacterium lividum. Todo el mundo la nombra como la J-liv.[11]
En los ensayos de laboratorio, Vredenburg y Harris confirmaron que la J-liv puede, de hecho, proteger a ranas inocentes del Bd, pero ¿cómo? ¿Mata al hongo de manera directa produciendo antibióticos? ¿Estimula el sistema inmunitario de las ranas? ¿Remodela el microbioma nativo de las ranas? ¿Ocupa tan solo un espacio en la piel, evitando físicamente que el hongo arraigue? Y si es tan útil, ¿por qué se encuentra solo en unas ranas y no en otras? ¿Y por qué es relativamente rara incluso cuando está presente? «Sería estupendo desvelar cada pequeño detalle, pero no tenemos tiempo —dice Vredenburg—. Si nos tomamos tiempo, ya no habrá ranas. Estamos trabajando en medio de una crisis.» Hay que olvidar los detalles. Lo importante era que la bacteria funcionaba, al menos dentro de los acogedores confines de un laboratorio. ¿Funcionaría también en la naturaleza?
En ese momento, el Bd se expandía a gran velocidad por toda Sierra Nevada, cubriendo alrededor de 700 metros al año. Al registrar sus avances, Vredenburg predijo que llegaría a la cuenca de Dusy, un lugar situado a 3.350 metros sobre el nivel del mar, donde miles de ranas de ancas amarillas vivían ajenas a la fatídica invasión. Era el lugar perfecto para poner a prueba la J-liv. En 2010, Vredenburg y su equipo ascendieron a la cuenca de Dusy y atraparon cada rana que se les puso delante. Encontraron la J-liv en la piel de una de ellas, que pudieron cultivar hasta obtener prósperas comunidades. Luego bautizaron a algunos de los demás ejemplares capturados con ese caldo bacteriano. El resto fue a contenedores que solo tenían agua de charca. Al cabo de unas horas, dejaron todas las ranas a merced de los hongos.
«Los resultados fueron estupendos», explica Vredenburg. Como había predicho, el Bd llegó aquel verano. El hongo causó sus habituales estragos entre las ranas que había soltado en las aguas de la charca, decenas de esporas se convirtieron en miles, y cada rana en una exrana. Pero en los ejemplares empapados con el cultivo de J-liv, la fatal acumulación de esporas no solo se estabilizó pronto, sino que a menudo se invirtió. Un año después, alrededor del 39 por ciento de aquellas ranas todavía vivían, mientras que el resto había muerto. La prueba había funcionado. El equipo había protegido con éxito a una población de ranas salvajes vulnerables utilizando un microbio. Y habían establecido la J-liv como un probiótico: término asociado con más frecuencia a yogures y suplementos, pero que se aplica a cualquier microbio que pueda utilizarse en un organismo para mejorar su salud.
Pero los conservacionistas no pueden capturar cada anfibio amenazado por el Bd para inocularle la J-liv, pues amenazados los están todos. Harris ha pensado en sembrar suelos con probióticos para que cualquier rana o salamandra se dosifique automáticamente. De manera alternativa, las ranas amenazadas que están siendo criadas en cautividad podrían recibir su dosis en el laboratorio antes de soltarlas en grupo. «Ahí hay mucho potencial —explica Vredenburg—, pero esto no es un remedio perfecto. Como ocurre con cualquier problema complejo, no podemos esperar victorias continuas.» De hecho, Matthew Becker, uno de los antiguos estudiantes de Harris, vio que el mismo enfoque fracasó por completo con ranas doradas panameñas cautivas. Esta especie con los colores de un abejorro es hoy en día tan solo un espectro: una hermosa criatura negra y amarilla que ya ha sido exterminada por el Bd en su medio natural. Actualmente, solo existe en zoos y acuarios, y no puede reintroducirse en Panamá mientras el Bd siga allí. A pesar de su promesa inicial, la J-liv no la ayudará.[12]
Tal vez esto sea predecible. Hemos visto que incluso animales estrechamente emparentados pueden albergar microbios muy diferentes. No hay razón para suponer que una bacteria que coloniza una especie prospere en otra, o que un día existirá un probiótico universal que proteja a todos los anfibios. La J-liv podría vivir en salamandras y ranas de todo Estados Unidos, pero no es nativa de Panamá, y no tiene ninguna historia evolutiva con la rana dorada. En retrospectiva, meter un microbio norteamericano en una rana panameña parece demasiado optimista, por no decir un poco imperialista. Así que, ni corto ni perezoso, Becker viajó a Panamá para encontrar un probiótico mejor. Estudió los microbios dérmicos de los parientes más cercanos de la rana dorada, y encontró especies indígenas que impedían que el Bd se multiplicara, al menos en placas de Petri. Desgraciadamente, ninguno de estos microbios nativos colonizó a las ranas doradas, y ninguno de ellos venció al hongo en condiciones naturales. Había un signo de esperanza: contra todas las expectativas, cinco de las ranas doradas de Becker eran naturalmente resistentes al Bd. Los microbios de su piel diferían de los de las ranas que habían muerto, y Becker trata ahora de identificar las bacterias protectoras dentro de estas comunidades. Harris está haciendo un trabajo similar en Madagascar con un anfibio dentro de un auténtico paraíso natural que el Bd acaba de invadir. Trata de encontrar un microorganismo que pueda detener al Bd y permanecer en las pieles una vez añadido de forma artificial. Becker y Harris no intentan crear ninguna nueva simbiosis ni introducir bacterias de una parte del mundo en otra. «Solo estamos aumentando la cantidad de bacterias localmente presentes», explica Harris.
Aunque identifiquen buenos candidatos, todavía necesitarán saber cómo conseguir que se adhieran a las ranas. Un simple baño puede no ser suficiente. El tiempo puede tener su importancia, ya que la metamorfosis del renacuajo en individuo adulto limpia de microbios la piel de una rana igual que un incendio arrasa un bosque. Crea así un mundo estéril que debe ser recolonizado. Este es el momento en que los animales corren mayor riesgo de ser atacados por el Bd, pero también podría ser el momento perfecto para añadir probióticos. Tal vez estos microbios extraños puedan integrarse más fácilmente en las comunidades agitadas y variables que en las fijas y estables. Puede que también sean importantes otras sutilezas. ¿Qué ocurre con los microbios que ya viven en la piel de los distintos anfibios? ¿Bloquearían o complementarían los incipientes probióticos? ¿Qué ocurre con el sistema inmunitario del anfitrión? ¿Permitiría a las poblaciones microbianas potenciadas permanecer en la piel, o las dejaría en un estado diferente? Los detalles desde luego importan.[13] Pueden significar la diferencia entre el éxito o el fracaso, la preservación o la extinción. Y en el intestino humano importan tanto como en la piel de las ranas.
La palabra «probiótico» significa «provida». Es lo contrario de la palabra «antibiótico», tanto en la etimología como en la finalidad. Los antibióticos están diseñados para eliminar microbios de nuestros cuerpos, mientras que los probióticos representan el deliberado intento de incorporarlos. A principios del siglo XX, el ruso Iliá Méchnikov fue uno de los primeros científicos que defendieron esta idea; durante décadas tomó de forma regular leche agria en un esfuerzo por ingerir bacterias productoras de ácido láctico, que él pensaba que alargaban la vida de los campesinos búlgaros. Sin embargo, después de su muerte, los microbiólogos Christian Herter y Arthur Isaac Kendall demostraron que los microbios que Méchnikov idolatraba no permanecían en el intestino. Podemos tragar cuantos queramos; no arraigan. Pero, a pesar de que la idea de Méchnikov no era más que una intuición, Kendall defendió el espíritu de la misma. «Pronto llegará un tiempo en que las bacterias intestinales del ácido láctico se utilicen habitualmente para corregir ciertos tipos de enfermedades microbianas intestinales —escribió—. La ciencia descubrirá y establecerá las condiciones esenciales para el éxito.»[14]
La ciencia en verdad lo ha intentado.[15] En la década de 1930, el microbiólogo japonés Minoru Shirota lideró la investigación buscando microbios resistentes que pudieran llegar al intestino sin ser antes destruidos por los ácidos estomacales. Con el tiempo, se fijó en una cepa de Lactobacillus casei, la cultivó en leche fermentada y, en 1935, creó el primer producto lácteo embotellado, comercialmente denominado Yakult. Hoy en día, la empresa vende alrededor de 12.000 millones de botellas al año en todo el mundo. En todas partes, la industria de los probióticos es un negocio multimillonario. Sus productos llenan nuestros estómagos y colman nuestro deseo de cuidar la salud de una manera «natural» (aunque muchos probióticos incluyen microbios patentados que han sido alterados y domesticados a través de generaciones de cultivos industriales). En algunos productos, se permite que los microbios se multipliquen en cultivos vivos; en otros, se liofilizan y encierran en cápsulas o sobres. Algunos contienen una sola cepa, y otros una mezcla. Se publicitan como fórmulas para mejorar la digestión, potenciar el sistema inmunitario y tratar toda clase de trastornos, digestivos o de otro tipo.
Hasta los probióticos más concentrados contienen solo unos pocos cientos de miles de millones de bacterias por sobre. Parece una cantidad enorme, pero el intestino contiene por lo menos cien veces más. Tomar un yogur es ingerir poca cosa. Y además, una rareza: las bacterias de estos productos no son miembros importantes del intestino de un adulto. En su mayoría pertenecen a la misma categoría que Méchnikov canonizó, fabricantes de ácido láctico (como el Lactobacillus y Bifidobacterium) que fueron elegidos más por razones prácticas que científicas. Son fáciles de cultivar, se encuentran ya en los alimentos fermentados y pueden sobrevivir al viaje a través de una planta de envasado comercial y del estómago de un consumidor. «Pero la mayoría de ellas nunca surgieron del intestino humano, y les faltan los factores necesarios para vivir allí mucho tiempo», dice Jeff Gordon. Su equipo lo confirmó mediante el monitoreo de los microbios intestinales de voluntarios que tomaron dos veces al día yogur Activia durante siete semanas. Las bacterias del yogur no colonizaron el intestino de los voluntarios, ni modificaron la composición de sus microbiomas. Se trata del mismo problema que Herter y Kendall identificaron en los años veinte, y que Matthew Becker y otros observaron cuando trabajaban con probióticos para las ranas. Son como una brisa que sopla a través de dos ventanas abiertas.[16]
Habrá quien diga que esto no importa, que la brisa todavía puede mover o mecer objetos ligeros a lo largo de su camino. El equipo de Gordon vio algunos signos de esto: el yogur que estudiaron podía inducir a los microbios del intestino del ratón a activar genes para digerir los carbohidratos, aunque solo temporalmente. Más tarde, Wendy Garrett descubrió que una cepa de Lactococcus lactis puede ayudar a los ratones sin adherirse, o incluso sin mantenerse con vida. Cuando entra en el intestino del ratón, estalla, y al morir libera enzimas que pueden reducir una inflamación. Podrá ser un colonizador pobre, pero todavía capaz de hacer algún bien.
Y puede. Pero ¿lo hace? La misma palabra «probióticos» es ya una respuesta. La Organización Mundial de la Salud los define como «microorganismos vivos que, administrados en cantidades adecuadas, benefician al anfitrión». Son sanos por definición. Hay una larga sucesión de estudios que, a primera vista, parecen apoyar esta afirmación. Pero muchos de ellos se llevaron a cabo utilizando células aisladas o animales de laboratorio, y su relevancia para las personas no está clara. De los estudios realizados con humanos, muchos incluyeron un pequeño número de voluntarios, con resultados sesgados y estadísticas coyunturales.
Buscar en este tipo de investigaciones un estudio bien fundamentado es una tarea bastante tediosa. Por suerte, la Cochrane Collaboration —una respetada organización sin ánimo de lucro que revisa de forma metódica estudios médicos— ha hecho exactamente eso. Según sus informes, los probióticos pueden acortar episodios de diarrea infecciosa y reducir el riesgo de diarrea por tratamientos con antibióticos. También pueden salvar la vida a pacientes con enterocolitis necrotizante, una horrible enfermedad intestinal que afecta a niños prematuros. Y aquí termina la lista. Comparado con el bombo en torno a ellos, sus beneficios son modestos. Todavía no hay pruebas claras de que los probióticos ayuden a las personas con alergias, asma, eccema, obesidad, diabetes, los tipos más comunes de EII, autismo o cualquier otro trastorno en el que el microbioma haya estado implicado. Y todavía no está claro que los beneficios documentados se deban a cambios en el microbioma.[17]
Los organismos reguladores han tomado nota de estos problemas. Los probióticos suelen clasificarse como alimentos en lugar de como medicamentos. Esto significa que los fabricantes no se enfrentan a la intimidante panoplia de obstáculos regulatorios que las compañías farmacéuticas deben superar cuando desarrollan un medicamento. Pero eso también les impide decir que sus productos previenen o tratan una enfermedad específica, porque eso lo hace la medicina. Si cruzan esa línea, se enfrentan a represalias: en 2010, la Comisión Federal de Comercio de Estados Unidos demandó a Dannon (Danone en Europa) por afirmar que Activia puede «aliviar el estreñimiento pasajero», o ayudar a prevenir los resfriados y la gripe. Esto demuestra que el lenguaje en torno a los probióticos tiende a ser nebuloso hasta el punto de carecer de sentido, con marcas que hablan de «equilibrar el aparato digestivo» o «aumentar las defensas».
Pero esta publicidad ha encontrado oposición. En 2007, la Unión Europea pidió a las empresas de productos alimenticios y suplementos pruebas de la avalancha de afirmaciones exageradas vertidas en sus envases. Si quieren decir que sus productos hacen a los consumidores más sanos, o equilibrados o delgados, deberían ser capaces de probarlo. Las empresas lo intentaron, pero fueron poco convincentes. El equipo científico consultivo de la Unión Europea rechazó más del 90 por ciento de los miles de conclusiones que aquellas le presentaron, entre ellas todas las relativas a los probióticos. Y como la propia palabra connota un beneficio para la salud, en diciembre de 2014 la Unión Europea prohibió su uso en envases de alimentos y en la publicidad. Los defensores de los probióticos argumentaron que este rechazo ignoraba los estudios científicos, y tuvo un tremendo efecto en este campo, mientras que los escépticos consideraron que la Unión Europea estaba forzando con razón a la industria a moverse más y aportar pruebas sólidas de sus poco fundadas afirmaciones.[18]
Pero, a pesar de tanta publicidad, el concepto que hay detrás de los probióticos tiene solidez.[19] Conocidos los importantes papeles que las bacterias desempeñan en nuestros cuerpos, debería ser posible mejorar nuestra salud ingiriendo o introduciendo los microbios adecuados. Simplemente puede ocurrir que las cepas actualmente en uso no sean las adecuadas. Ellas constituyen una minúscula fracción de los microbios que viven con nosotros, y sus habilidades representan una pequeña parte de lo que el microbioma es capaz de hacer. En capítulos anteriores encontramos microbios más apropiados. Por ejemplo, la bacteria que afecta a la mucosidad, Akkermansia muciniphila, cuya presencia se correlaciona con un menor riesgo de obesidad y malnutrición. O el Bacteroides fragilis, que alienta el aspecto antiinflamatorio del sistema inmunitario. O la Faecalibacterium prausnitzii, otro microorganismo antiinflamatorio que es raro de ver en el intestino de personas con EII, y cuya llegada puede revertir los síntomas de esa enfermedad en ratones. Estos microbios podrían formar parte de los probióticos del futuro. Sus habilidades son significativas e impresionantes. Están bien adaptados a nuestros cuerpos. Algunos ya son abundantes —en adultos sanos, una de cada veinte bacterias intestinales es la F. prausnitzii—. Estos microorganismos no están en la lista D del microbioma humano como el Lactobacillus; son las estrellas del intestino. No son nada tímidos a la hora de colonizarlo.[20]
Por otra parte, la colonización efectiva conlleva, junto a un beneficio mayor, un riesgo también mayor. Hasta ahora, los probióticos han demostrado un notable grado de seguridad,[21] pero esto podría muy bien deberse a que su capacidad de arraigar en nuestros cuerpos es más bien pobre. ¿Qué pasaría si utilizarámos los residentes más comunes de nuestro intestino? Sabemos por estudios con animales que una dosis de microbios a una edad muy temprana puede tener efectos duraderos sobre la fisiología, el sistema inmunitario y hasta el comportamiento de un individuo. Y, como hemos visto, ningún microbio es intrínsecamente bueno; muchas especies, incluidas las que son elementos habituales del microbioma humano, como la H. pylori, lo mismo pueden tener un papel positivo que negativo. La Akkermansia ha figurado como una salvadora en muchos estudios, pero también parece ser más común en los casos de cáncer colorrectal. No son cosas que podamos utilizar a la ligera, sin un conocimiento suficiente de su manera de cambiar el microbioma y de las consecuenicas a largo plazo de esos cambios. Como en el caso de las ranas, los detalles importan.
Entre las diversas noticias en relación con los probióticos, también ha habido historias de éxitos. La más fascinante comenzó en Australia en la década de 1950. En aquel entonces, la agencia nacional de la ciencia de este país comenzó a buscar plantas tropicales que pudieran alimentar a su creciente población ganadera. Había una candidata particularmente prometedora: un arbusto centroamericano llamado Leucaena. Crecía con facilidad, toleraba muy bien el pastoreo y era abudante en proteínas. Por desgracia, también lo era en mimosina, una toxina cuyos subproductos causan bocio, pérdida de cabello, retardo en el crecimiento y, ocasionalmente, la muerte. Los científicos intentaron en vano cultivar una Leucaena sin este veneno. La planta en sí tenía un defecto mortal. Pero, en 1976, un científico del gobierno llamado Raymond Jones dio con la solución. Mientras se hallaba en Hawái para asistir a una conferencia, reparó en un aprisco lleno de cabras que comían grandes cantidades de Leucaena sin problemas aparentes. Sospechó que las cabras albergaban microbios desintoxicadores de la mimosina en la primera cámara de su aparato digestivo, la panza.
Tras varios vuelos largos, en unos transportando termos llenos de los fluidos de la panza de aquellos rumiantes, y en otros transportando cabras vivas, Jones finalmente demostró su hipótesis. A mediados de la década de 1980 introdujo bacterias de la panza de las cabras tolerantes en ganado australiano vulnerable, y observó que los receptores podían comer la Leucaena sin que nada les sucediera. Con aquellos microbios extraños en su estómago, animales que de otro modo habrían enfermado mortalmente con la Leucaena, podían hartarse de comer del nutritivo arbusto y ganar peso en un tiempo récord. Jones había hecho lo que los insectos de las judías cuando ingieren bacterias ambientales que descomponen insecticidas, o lo que las ratas del desierto conseguían cuando intercambiaban entre ellas microbios que desactivaban la creosota: había dotado a los animales con nuevos microbios que neutralizaban una amenaza química. Sus colegas terminaron identificando la bacteria específica que degradaba la mimosina en las cabras de Hawái, y la llamaron Synergistes jonesii en su honor. A partir de 1996, los agricultores han podido adquirir el microorganismo como parte de un «brebaje probiótico»: un cóctel industrialmente elaborado de fluidos de rumiantes ricos en microbios con el que rociar a sus rebaños. Al permitir que los agricultores alimenten sin preocupaciones a sus animales con Leucaena, este probiótico ha transformado la industria agropecuaria del norte de Australia.[22]
¿Por qué Jones triunfó cuando otros manipuladores de microbios experimentaron tanta frustración? Se podría responder que Jones trataba de resolver un problema simple. No se proponía curar la EII o frenar a un hongo asesino. Solo necesitaba desintoxicar una sustancia química. Y tuvo la suerte de que un solo microbio pudiera hacer el trabajo. Pero, incluso así, el éxito no estaba garantizado.
Tomemos el caso del oxalato. Se encuentra en la remolacha, los espárragos y el ruibarbo, entre otros vegetales. En altas concentraciones, hace que nuestro organismo deje de absorber el calcio, que se deposita formando un bulto duro. Esta es una de las maneras de formarse los cálculos renales. No podemos digerir el oxalato; solamente los microbios pueden hacerlo. Hay una especie —una bacteria intestinal llamada Oxalobacter formigenes— tan eficaz en esta tarea, que utiliza el oxalato como su única fuente de energía. A primera vista, esta situación parece idéntica al dilema de la Leucaena. Hay un compuesto químico (el oxalato), que causa un problema (cálculos renales), y un microbio (Oxalobacter), capaz de descomponerlo. La solución sería entonces que las personas propensas a tener cálculos renales ingieran un probiótico con Oxalobacter. Por desgracia, tales probióticos, que existen, no son muy eficaces. ¿Por qué?[23]
Hay dos posibles respuestas, y ambas encierran importantes lecciones. En primer lugar, no basta con introducir bacterias en un animal y esperar lo mejor. Los microbios son seres vivos. Necesitan alimentarse. La Oxalobacter no consume más que oxalato, y las personas con cálculos renales suelen seguir un régimen libre de oxalato. Pueden ingerir la bacteria, pero al instante esta morirá de inanición.[24] En cambio, se recomienda a los ganaderos que alimenten sus rebaños con Leucaena durante al menos una semana antes de empaparlos con Synergistes. De esa manera, las bacterias introducidas en ellos tendrán suficiente alimento que digerir.
Las sustancias que alimentan de forma selectiva a los microbios beneficiosos se denominan prebióticos, un término que podría incluir al oxalato o a la Leucaena, pero que suele aplicarse a carbohidratos vegetales como la inulina, que, purificada y envasada, se comercializa como suplemento.[25] Estas sustancias pueden aumentar el número de microbios importantes, como el F. prausnitzii o la Akkermansia, y tal vez disminuir el apetito y reducir la inflamación. Que convenga tomarlas como suplementos es otra cuestión. Ya hemos visto que lo que comemos puede cambiar sustancialmente los microbios presentes en nuestro intestino, y prebióticos como la inulina abundan en cebollas, ajos, alcachofas, achicoria, plátanos y otros alimentos.
Los HMO, esos azúcares de la leche materna que alimentan a microbios, también se cuentan como prebióticos, puesto que alimentan al B. infantis y a otros microbios especializados. El pediatra Mark Underwood piensa que podrían ayudar a salvar la vida de algunas de las personas más vulnerables: los bebés prematuros. Underwood dirige una unidad de cuidados intensivos neonatales en la Universidad de California en Davis, donde su equipo puede cuidar hasta 48 prematuros al mismo tiempo. Los más prematuros nacen con solo 23 semanas, y los más livianos pesan solo medio kilo. Normalmente nacen por cesárea, se les trata con antibióticos y se les mantiene en un ambiente completamente esterilizado. Privados de los habituales microbios pioneros, crecen con un microbioma muy extraño: bajo en los habituales bifs y alto en patógenos oportunistas que se multiplican en su lugar. Esto es el colmo de la disbiosis, y con estas extrañas comunidades internas corren el riesgo de padecer una enfermedad intestinal a menudo fatal: la enterocolitis necrotizante (ECN). Muchos médicos han intentado prevenir la ECN suministrando probióticos a los bebés prematuros, y han tenido cierto éxito. Pero, después de hablar con especialistas como Bruce German y David Mills, Underwood cree que la prevención puede ser más eficaz si se suministra a los bebés una combinación de B. infantis y leche materna. «Los alimentos que nutren a estos microbios son tan importantes como los propios microbios, pues les permiten proliferar y colonizar un ambiente bastante hostil», explica. Ya ha realizado un pequeño estudio piloto en el que demuestra que el B. infantis coloniza con más eficacia a bebés prematuros cuando su comida favorita se encuentra en el menú.[26] Ahora lleva a cabo un ensayo clínico más amplio para comprobar si el probiótico B. infantis, combinado con prebióticos de la leche, puede ayudar a prevenir la ECN.
La segunda lección que extraemos de las historias del Synergistes y la Oxalobacter es que el trabajo en equipo es importante. Ninguna bacteria existe en un vacío. Especies diferentes forman con frecuencia redes complejas que se alimentan y se apoyan unas a otras de maneras codependientes. Incluso cuando parece que un solo microbio puede solventar un problema, puede que necesite un elenco de apoyo para mantenerse con vida. Tal vez sea esta la razón de que el probiótico Synergistes funcione tan bien, pues incluye muchos otros microbios estomacales. Y tal vez sea también la razón de que el probiótico Oxalobacter no funcione, pues no tiene compañeros de juego. Lo mismo cabe decir de otros microbios. Alguien podrá imaginar un sobre con una dosis de F. prausnitzii que cure la EII, o una cápsula de Akkermansia que lo haga adelgazar, pero yo no estaría tan seguro.
Así, tal vez un método más inteligente de utilizar probióticos sea crear una comunidad de microbios que funcione bien. En 2013, el científico japonés Kenya Honda encontró 17 cepas de clostridia capaces de reducir la inflamación intestinal, y, basándose en su trabajo, la compañía de Boston Vedanta BioSciences ha creado un cóctel multimicrobiano para tratar la EII.[27] Cuando este libro esté en la imprenta, la empresa comenzará a probar el nuevo probiótico en ensayos clínicos. ¿Funcionará? Quién sabe. Pero sin duda tiene más sentido reajustar un microbioma con un conjunto de microbios cooperantes que utilizar cualquier cepa solitaria. Después de todo, el método más eficaz para manipular el microbioma hace exactamente eso.
En 2008, Alexander Khoruts, gastroenterólogo de la Universidad de Minnesota, conoció a una mujer de sesenta y un años a quien llamaré Rebecca. Durante los ocho meses anteriores, había sufrido episodios de diarrea que la dejaban dependiente de pañales para adultos, postrada en una silla de ruedas y con 26 kilos de peso. El culpable era el Clostridium difficile, la bacteria informalmente conocida como C-diff. Su mala fama se debe a su persistencia, pues aunque a menudo sucumbe a los antibióticos, es capaz de rebrotar en una forma nueva y resistente. Es lo que le ocurrió con Rebecca: sus médicos la trataron con fármaco tras fármaco, ninguno de los cuales funcionaba. «Estaba en una situación desesperada», recuerda Khoruts. Había agotado todas las opciones.
Todas menos una. Rememorando sus días de estudiante en la facultad de medicina, Khoruts se acordó de haber aprendido una técnica llamada trasplante fecal de microbiota (TFM). Esta técnica consiste literalmente en lo que su nombre significa: los médicos toman heces de un donante con todos sus microbios y las introducen en el intestino de un paciente. Eso podría curar las infecciones por C-diff. La idea parecía repulsiva, extraña y poco convincente. Pero Rebecca no tenía escrúpulos. Solo quería —necesitaba— mejorar. Accedió al procedimiento. Su marido donó una muestra de heces, Khoruts la deshizo en una mezcladora y luego introdujo, mediante colonoscopia, un vaso de la suspensión en Rebecca.
Al día siguiente, su diarrea se había detenido. Al cabo de un mes, el C-diff había desaparecido. Aquella vez no reapareció. Rebecca se había curado, una curación completa, rápida y duradera.
El caso de Rebecca, aunque anecdótico, es también arquetípico. El mismo leitmotiv aparece en cientos de historias similares con TFM: un paciente con C-diff no tratable, un médico desesperado y una recuperación milagrosa. En algunos casos, los médicos se han enterado de este procedimiento por sus pacientes.[28] Tal fue el caso de Elaine Petrof, de la Queen’s University en Kingston, Ontario. En 2009 trataba sin éxito a una mujer con C-diff, cuando miembros de su familia aparecieron una y otra vez con un pequeño recipiente que contenía heces. «Pensé que estaban locos —recuerda—. Pero después de ver cómo esa mujer se deterioraba y que yo no podía hacer nada por ella, pensé: ¿qué tenemos que perder? Lo hicimos y, ver para creer, funcionó. De estar a las puertas de la muerte salió del hospital por su propio pie, con muy buen aspecto y casi curada.»
Los trasplantes fecales son ciertamente desagradables, tanto en el concepto como en la práctica; y alguien tiene que encargarse de la mezcladora.[29] Pero «a los pacientes no les preocupa este aspecto —dice Petrof—. Están dispuestos a intentar cualquier cosa. A menudo me cortan para preguntarme: ¿dónde firmo?» Los humanos somos raros en nuestra aversión a las heces. Muchos animales practican la coprofagia, y tragan excrementos de otros para adquirir microbios. De esta manera, abejorros y termitas propagan bacterias que actúan como un sistema inmunitario de toda la colonia para defenderla de parásitos y patógenos.[30] El TFM ofrece beneficios similares de una manera más aceptable, ya que excluye los paladares. En ella, las bacterias se administran por vía colonoscópica, mediante un enema o a través de un tubo introducido por la nariz que llega hasta el estómago o el intestino.
El procedimiento funciona conforme a los mismos principios que un probiótico, pero en lugar de añadir una sola cepa de bacterias, o 17 cepas, añade todas las bacterias. Es el trasplante de un ecosistema, un intento de reparar una comunidad inestable reemplazándola completamente, algo parecido a restaurar un césped invadido por diente de león. Khoruts demostró la eficacia de este proceso con muestras de las heces de Rebecca antes y después del trasplante.[31] Antes, su intestino era un desastre. La infección por C-diff había reestructurado por completo su microbioma, creando una comunidad que parecía «algo que no existe en la naturaleza, una galaxia diferente», dice Khoruts. Pero después, su microbioma era indistinguible del de su marido. Los microbios de él habían invadido su intestino disbiótico y lo habían restaurado. Era como si Khoruts hubiera hecho un trasplante de un órgano: reemplazó el microbioma intestinal enfermo y dañado de su paciente por otro nuevo y sano de su donante. El microbioma sería así el único órgano que puede ser reemplazado sin cirugía.
Los trasplantes fecales se han realizado de vez en cuando durante al menos 1.700 años. El registro más temprano se encuentra en un manual de emergencias médicas escrito en China en el siglo IV.[32] Los europeos empezaron a practicarlo mucho después: en 1697, un médico alemán recomendaba esta técnica en un libro con un título sin precedentes: Heilsame Dreck-Apotheke (Farmacopea de inmundicias saludables). Un cirujano norteamericano llamado Ben Eiseman lo descubrió en 1958, pero solo un año después quedó eclipsado con la introducción de la vancomicina, un antibiótico que funcionaba bastante bien contra el C-diff. Como Khoruts escribió una vez, el TFM «se redujo a un uso puramente anecdótico, del que se hicieron informes esporádicos cuya lectura fue objeto de diversión durante varias décadas». Pero nunca quedó olvidado por completo. En la última década, médicos intrépidos empezaron a usarlo, los hospitales reticentes a ofrecerlo y las historias de curaciones a acumularse.
Este proceso culminó en 2013, cuando un equipo holandés dirigido por Josbert Keller puso finalmente a prueba el TFM en un ensayo clínico aleatorio, la piedra de toque usada en medicina para separar los tratamientos genuinos de la charlatanería.[33] El equipo de Keller reclutó pacientes con infecciones recurrentes por C-diff y les asignó al azar un tratamiento con vancomicina o un TFM. En un principio se planeaba reclutar a 120 participantes, pero se quedaron en 42. Hasta ese momento, la vancomicina había curado solo al 27 por ciento de las personas que la habían recibido, mientras que el TFM había curado al 94 por ciento. Era tan evidente que el tratamiento de las heces era mucho mejor, que el hospital consideró poco ético seguir administrando el antibiótico. El ensayo se acortó, y a partir de entonces se practicó a todos los pacientes un TFM.
Una tasa de curaciones del 94 por ciento entre pacientes muy enfermos y sin efectos secundarios importantes es algo inaudito en medicina. Y mejor todavía: el TFM es increíblemente económico: la vancomicina es cara, pero las heces son gratis. Muchos escépticos vieron cómo aquel ensayo era suficiente para transformar un procedimiento considerado una excentricidad alternativa en un impresionante tratamiento preferencial, y lo que era un último recurso desesperado en la primera opción. Hay un dicho popular entre los médicos: no hay una medicina alternativa; si algo funciona, se llama medicina. La creciente aceptación del TFM entre los médicos convencionales ejemplifica esta idea. Khoruts lo usa ahora para curar a cientos de personas con C-diff. También lo hace Petrof. Ha habido miles de informes similares en todo el mundo.
Estos éxitos animaron a los médicos a emplear el TFM en pacientes con otras patologías. Si funcionaba tan bien contra el C-diff, ¿no se podría tratar también la EII devolviendo un ecosistema perturbado a un estado más tranquilo? No parece fácil. En la EII, las tasas de éxito son más bajas e inconsistentes, y los efectos secundarios y las recurrencias, más comunes.[34] ¿Y qué decir de otras enfermedades? ¿Pueden las heces de una persona delgada ayudar a una persona obesa a perder peso? Una vez más, no existe consenso al respecto. Algunos médicos han utilizado el TFM para tratar la obesidad, el síndrome del intestino irritable, enfermedades autoinmunes, problemas de salud mental y hasta el autismo, pero estas anécdotas no revelan si los pacientes se recuperaron debido al trasplante o por una remisión natural, cambios en el estilo de vida, el efecto placebo o alguna otra circunstancia. La única manera de separar los mitos anecdóticos de las realidades médicas es realizar ensayos clínicos, y varias docenas de ellos están ya en marcha. Por ejemplo, el mismo equipo que llevó a cabo el ensayo holandés con el C-diff seleccionó, también aleatoriamente, a 18 voluntarios obesos para recibir microbios de su propio intestino o de un donante delgado. Los integrantes del grupo que recibió los microbios de un donante delgado se volvieron más sensibles a la insulina —un signo de buena salud metabólica—, pero no perdieron peso.[35] Incluso con un TFM no es fácil reiniciar un ecosistema microbiano.
El C-diff es la excepción que confirma la regla.[36] La gente lo adquiere después de tomar antibióticos, y lo suele controlar tomando aún más antibióticos. Este bombardeo farmacológico masivo elimina muchas bacterias nativas del intestino. Cuando llegan los microbios de un donante a este terreno baldío, encuentran pocos competidores, y ciertamente pocos tan bien adaptados al intestino como ellos. Su colonización es fácil. Si hay una enfermedad que puede ser fácilmente tratada con un TFM, es la infección por C-diff, y no algo similar a la EII, en la que las bacterias de un donante tendrían que colonizar un ambiente hostil, inflamado, que ya está lleno de microbios autóctonos bien adaptados. Para dar una ventaja a estas comunidades trasplantadas, Khoruts se pregunta si los médicos necesitan condicionar los intestinos con antibióticos para dejar la pizarra limpia. Una alternativa sería imponer a los receptores una dieta prebiótica que ayude a los nuevos microbios a instalarse. En cualquier caso, «no se pueden introducir microbios en la gente y esperar conseguir un trasplante —dice Khoruts—. Creo que mucha gente pensó que el TFM era una bala mágica capaz de eliminar su problema particular sin reparar en las complejidades».
Incluso para tratar la infección por C-diff, el TFM no es algo sencillo. Las heces deben ser seleccionadas de manera rigurosa para evitar patógenos como los de la hepatitis o el VIH. Algunos médicos también rechazan a los donantes que tienen algún tipo de enfermedad relacionada con el microbioma, como alergias, enfermedades autoinmunes u obesidad. Este proceso, que lleva su tiempo, descarta a tanta gente, que puede resultar difícil encontrar donantes, y en algunos casos se ha llegado a congelar muestras de heces de donantes que han superado las pruebas.[37] La organización sin ánimo de lucro OpenBiome mantiene un banco de tales heces. Si los posibles donantes pasan una batería de pruebas, sus heces se filtran, se introducen en cápsulas y se congelan para su posterior envío a hospitales necesitados.[38] Khoruts presta un servicio similar en Minnesota. En 2011, cuando su primera paciente, Rebecca, volvió con un nuevo caso de C-diff, Khoruts la curó usando una muestra de heces congelada. En 2014, volvió una vez más, y esta vez Khoruts realizó un TFM dándole una cápsula. «Fue una paciente pionera más de una vez», dice.
El acto de tomar una cápsula de excremento congelado habla de lo inaudito del TFM. Parece una cápsula normal, pero es un producto poco caracterizado que sale del cuerpo de los voluntarios en lugar de la cinta transportadora de alguna factoría, y es diferente cada vez. Ante esta variabilidad, la Agencia de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos decidió en mayo de 2013 regular las heces como medicamento, con una norma que obligaba a los médicos a rellenar una extensa solicitud antes de realizar un TFM. Médicos y pacientes se quejaron diciendo que el largo proceso impediría que los pacientes recibieran a tiempo su tratamiento.[39] Seis semanas después, la Agencia anuló el procedimiento para los casos de C-diff, pero lo mantuvo para otras enfermedades. Algunos investigadores encuentran estas nuevas disposiciones reguladoras innecesarias y frustrantes. Otros creen que les dan un valioso respiro. El interés por los TFM ha aumentado de modo exponencial en los últimos años, y hay una creciente presión para extender esta técnica a toda clase de enfermedades.
El problema es que nadie conoce sus riesgos a largo plazo.[40] Los experimentos con animales han demostrado con claridad que los microbios trasplantados pueden hacer que los receptores tengan más probabilidades de desarrollar obesidad, EII, diabetes, problemas psiquiátricos, cardiopatías e incluso cáncer, y todavía no es posible predecir con exactitud si una comunidad microbiana en particular comporta esos riesgos. Tales preocupaciones podrían no importar a un paciente de setenta años con C-diff que quiere ser curado cuanto antes. Pero ¿qué decir de adultos jóvenes en la veintena, un sector demográfico en el que el C-diff es cada vez más común? ¿Y de los niños? Emma Allen-Vercoe me comenta que ella ha oído decir a médicos y a padres que han intentado someter a sus hijos autistas al TFM: «Me da un miedo tremendo. Se trata de heces de adulto y de una población pediátrica. ¿Y si estamos haciendo que alguien tenga más tarde algo tan horrible como un cáncer colorrectal? Creo que esto es peligroso».
Los TFM son tan simples que cualquiera puede hacerlos en casa —y muchos los han hecho—. Ya hay en la red vídeos inspiradores y con instrucciones, así como extensas comunidades de partidarios del «hágalo usted mismo».[41] Seguro que este recurso ha ayudado a muchas personas con verdaderas necesidades rechazadas por médicos desdeñosos. Pero la facilidad de estos trasplantes también ha permitido que personas desinformadas actúen con su desinformación.[42] Y fuera de un laboratorio, donde es imposible detectar los patógenos de que puedan ser portadores los donantes, varias personas han presentado infecciones graves después de hacerse ellas mismas sus trasplantes. «Esto es el salvaje Oeste —dice Allen-Vercoe—. Cualquiera usa las heces de cualquiera.» Consciente de estos problemas, un grupo de líderes en el campo del microbioma instó recientemente a los investigadores a formalizar la técnica, recabar de manera sistemática datos de donantes y receptores y crear un sistema de información sobre efectos secundarios inesperados.[43]
Petrof está de acuerdo. «Creo que todo el mundo reconoce que las heces son un recurso temporal —afirma—. Deberíamos proponernos como objetivo último el uso de mezclas definidas.» Esto significa crear una comunidad específica de microbios que duplique los beneficios de las heces de un donante. Un TFM pero sin la F. Un sustituto de las heces. Un sham-poo.(4) Junto con Allen-Vercoe, Petrof encontró el donante más saludable que pudo: una mujer de cuarenta y un años que nunca había tomado antibióticos. Cultivó sus bacterias intestinales y excluyó las que mostraban signos de virulencia, toxicidad o resistencia a los antibióticos. Esto dejó una comunidad de 33 cepas que, en un ataque de fantasía, Petrof llamó RePOOPulate. Cuando probó la mezcla en dos pacientes con C-diff, ambos se recuperaron en unos días.[44]
Ese fue un pequeño estudio piloto, pero Petrof está convencida de que RePOOPulate representa el futuro del TFM; algunas compañías comerciales están desarrollando sus propias mezclas de microbios trasplantables. Podemos ver estas mezclas como un TFM recortado o como un probiótico trucado. Todas se componen de cepas bien definidas que pueden cocinarse una y otra vez de acuerdo con la misma receta estándar. Sin duda alguna, sostiene Petrof, eso es mejor que las comunidades mal caracterizadas y demasiado variables que existen en la heces reales.[45] Implantar tantas incógnitas en el intestino de un paciente es una apuesta. Por el contrario, RePOOPulate es un ejercicio de precisión. Sin embargo, estas comunidades sintéticas se encuentran con el mismo problema que los probióticos: ningún conjunto de bacterias tratará todos los males, ni aun a todas las personas con un mal particular. «No creemos que sea bueno tener un ecosistema para todos. No podemos poner un motor V8 en un Mini, porque probablemente mataría a alguien», dice Allen-Vercoe. Lo ideal es que exista una serie de RePOOPulates, a ser posible adaptados a diferentes enfermedades. En estas soluciones no es posible la talla única para todos. Necesitan ser personalizadas.
Durante cientos de años, los médicos han utilizado la digoxina para tratar a las personas con defectos cardiacos. Este fármaco —versión modificada de una sustancia química que producen las plantas del genero Digitalis— hace que los latidos del corazón sean más vigorosos, lentos y regulares. O, al menos, eso es lo que suele hacer. En un paciente de cada diez, la digoxina no funciona. Su fracaso se debe a una bacteria intestinal llamada Eggerthella lenta, que inactiva el fármaco y lo hace médicamente inútil. Solo algunas cepas de E. lenta hacen esto. En 2013, Peter Turnbaugh demostró que solo dos de los genes de la bacteria distinguen las cepas problemáticas, que inactivan el fármaco, de las neutrales.[46] Cree que los médicos podrían utilizar la presencia de estos genes para guiar sus tratamientos. Si están ausentes del microbioma de un paciente, se les da digoxina. Si están presentes, el paciente necesita comer gran cantidad de proteínas, pues estas parecen impedir que los genes desarmen el fármaco.
Y esto es solo un caso. El microbioma afecta a muchos otros fármacos.[47] El ipilimumab, uno de los medicamentos más recientes para el tratamiento del cáncer, estimula el sistema inmunitario para que ataque a los tumores, pero solo lo hace si hay microbios intestinales que lo transporten. La sulfasalazina, utilizada para tratar la artritis reumatoide y la EII, solo funciona cuando los microbios intestinales la ponen en su estado activo. El irinotecan se usa para tratar el cáncer de colon, pero algunas bacterias lo transforman en una forma más tóxica, que tiene serios efectos secundarios. Incluso el paracetamol (acetaminofén), uno de los fármacos más conocidos del mundo, es más eficaz en algunas personas que en otras por los microbios que lo transportan. Una y otra vez vemos que las variaciones en nuestro microbioma pueden alterar de forma drástica la eficacia de nuestras medicinas, incluso de las que solo tienen un único compuesto químico inanimado como principio activo. Imagínese lo que puede suceder cuando tomamos un probiótico o nos hacemos un trasplante fecal, con el que recibimos una compleja serie de microorganismos poco conocidos y en constante evolución. Ellos son medicamentos vivos. Sus probabilidades de funcionar o fracasar dependerán del microbioma existente en el paciente, que varía con la edad, la geografía, la dieta, el género, los genes y otros factores que todavía no conocemos del todo. Estos efectos contextuales se han percibido en estudios realizados con moscas, peces y ratones; sería absurdo pensar que no harían lo propio en personas.[48]
Si esto es así, lo que necesitamos son transferencias microbianas personalizadas. No podemos esperar que las mismas cepas probióticas, o las mismas heces donadas sirvan para tratar una variedad de dolencias. El mejor método consistiría en personalizar los probióticos según las vacantes ecológicas en el cuerpo de un individuo, las peculiaridades de su sistema inmunitario o las enfermedades a las que esté genéticamente predispuesto.[49]
Los médicos deberán tratar de manera simultánea al paciente y a sus microbios. Si alguien con EII ha tomado un antiinflamatorio, su microbioma podría devolverlo al mismo estado inflamatorio. Si optó por los probióticos o un TFM, los nuevos microorganismos podrían no sobrevivir en su intestino inflamado. Si ha seguido una dieta prebiótica alta en fibra y carecía de microbios capaces de digerir la fibra, sus síntomas podrían empeorar. Las soluciones improvisadas repetidas no funcionarán. No arreglaremos un arrecife de coral descolorido, o un prado desnudo con solo introducir los animales o las plantas que debería haber allí; también necesitamos eliminar especies invasoras, o controlar la afluencia de nutrientes. Lo mismo hemos de hacer con nuestros cuerpos. Todo el ecosistema —anfitrión, microbios, nutrientes, todo— debe ser preparado conforme a un método multifactorial.
He aquí un caso clarificador: si alguien tiene el colesterol alto, los médicos podrán prescribirle medicamentos llamados estatinas, que bloquean la enzima humana implicada en la producción de colesterol. Pero Stanley Hazen ha demostrado que las bacterias intestinales también son buenas dianas. Las hay que pueden transformar nutrientes como la colina y la carnitina en un compuesto llamado TMAO, que ralentiza la descomposición del colesterol.[50] Si los niveles de TMAO aumentan, también lo hacen los depósitos grasos en nuestras arterias, lo que conduce a la aterosclerosis —un endurecimiento de las paredes arteriales— y a ciertos problemas cardiacos. El equipo de Hazen acaba de encontrar una sustancia capaz de detener este proceso evitando que las bacterias produzcan TMAO sin dañarlas. Tal vez esta sustancia química, u otra parecida, ocupe un puesto al lado de las estatinas en las vitrinas médicas del mañana: dos medicamentos complementarios, uno enfocado a la mitad humana de la simbiosis y otro dirigido a la mitad microbiana.
Esto es solo una parte de todo el potencial de la medicina basada en el microbioma. Imaginemos el futuro transcurridos diez, veinte o quizá treinta años. Alguien acude a una consulta médica. Sufre ansiedad, y el médico le prescribe una bacteria que se ha demostrado que actúa sobre el sistema nervioso y reprime la ansiedad. Además, su colesterol está un poco alto, y el médico añade otro microbio que fabrica y secreta una sustancia química que baja el colesterol. Y también le ocurre que sus niveles de ácidos biliares secundarios en su intestino son inusualmente bajos, y lo hacen vulnerable a una infección por C-diff, lo mejor es entonces incluir una cepa que produzca esos ácidos. Su orina contiene moléculas que son signos de inflamación, y como tiene una predisposición genética a la EII, el médico añade un microorganismo que libera moléculas antiinflamatorias. El médico elige estas especies no solo por lo que pueden hacer, sino porque predice que interactuarán bien con su sistema inmunitario y con su microbioma. También podrá añadir un elenco de otras bacterias elegidas para apoyar el núcleo de la terapia, y sugiere algunos planes dietéticos que las nutran con eficacia. Y, ya para terminar, podrá recetarle una píldora probiótica a medida, un tratamiento diseñado para mejorar no ya cualquier viejo ecosistema microbiano, sino el suyo particular. Como me dijo el microbiólogo Patrice Cani, «en el futuro todo será a la carta».
Y en este futuro a la carta, no nos limitaremos a escoger las bacterias adecuadas. Algunos científicos están escogiendo los genes adecuados para combinarlos con bacterias artesanales. En vez de reclutar simplemente especies con las habilidades adecuadas, están manipulando los propios microbios para dotarlos de nuevas habilidades.[51]
En 2014, Pamela Silver, de la Facultad de Medicina de Harvard, dotó a la E. coli, el microbio mejor caracterizado, con un interruptor genético capaz de detectar un antibiótico llamado tetraciclina.[52] En presencia de este antibiótico, el interruptor salta y, cuando se dan las condiciones, activa un gen que hace que las bacterias tomen un color azul. Cuando Silver daba estas bacterias manipuladas a unos ratones de laboratorio, podía saber si los roedores habían tomado una dosis de tetraciclina sin más que recoger sus excrementos, cultivar los microbios que tenían dentro y comprobar su color. Había convertido a la E. coli en una minúscula reportera que observaba, recordaba e informaba sobre lo que acontecía en el intestino de los ratones.
Necesitamos estos reporteros porque el intestino sigue siendo una caja negra. Es un órgano de ocho metros y medio, y la forma más común de estudiarlo es analizar lo que finalmente sale de él. Es como caracterizar un río cribando sus aguas en su desembocadura. Las colonoscopias ofrecen una vista más detallada, pero son invasivas. Así que, en lugar de empujar un tubo por un extremo, ¿por qué no introducir bacterias como la E. coli de Silver por el otro? Cuando las recojamos, nos informarán al detalle de lo que encontraron durante su viaje. Olvidemos la tetraciclina: solo fue la prueba de un procedimiento. Silver quiere programar microbios para detectar toxinas, drogas, patógenos o sustancias químicas reveladoras que reflejen las primeras etapas de una enfermedad.
Su visión última es el diseño de bacterias que puedan detectar problemas en el cuerpo, y solucionarlos. Imaginemos una cepa de E. coli que detecte las moléculas —la firma— que deja la Salmonella y reaccione liberando antibióticos que matan de forma específica a este microbio. Además de mera reportera, sería también guarda forestal. Patrullando el intestino, podría impedir que los alimentos se envenenaran, permaneciendo inerte si no percibe amenazas, y entrando en acción si aparece la Salmonella. Se podría dar a los niños de países pobres, que suelen padecer enfermedades diarreicas. Y también a soldados desplegados en el extranjero. Y distribuirla en comunidades que sufran una epidemia.
Otros científicos están construyendo sus propios socorristas microbianos. Matthew Wook Chang ha programado E. coli para encontrar y destruir la Pseudomonas aeruginosa, una bacteria oportunista que infecta a personas con su sistema inmunitario debilitado. Cuando las bacterias manipuladas detectan a sus presas, nadan hacia ellas y lanzan dos armas: una enzima que destroza las comunidades de P. Aeruginosa y un antibiótico que ataca de manera específica los fragmentos vulnerables. Jim Collins también está programando para el MIT bacterias intestinales que destruyen patógenos. Sus microbios cazadores atacan a la Shigella, que causa disentería, y al Vibrio cholerae, causante del cólera.[53]
Silver, Chang y Collins son profesionales de la biología sintética, una joven disciplina que trata con la mentalidad de un ingeniero el mundo de la carne y las células. Su jerga es clínica y distante: tratan a los genes como «piezas» o «ladrillos» que se pueden ensamblar para formar «módulos» o «circuitos». Pero su espíritu es vibrante y creativo: el escritor científico Adam Rutherford los compara a los disc jockeys del hip-hop de los años setenta, que marcaron el inicio de un movimiento musical al mezclar riffs y beats en excitantes nuevas combinaciones.[54] De manera similar, los biólogos sintéticos mezclan genes para crear una nueva generación de probióticos.
«La aplicación de estos principios a una bacteria nos permite mucha más flexibilidad», explica el especialista en fibra Justin Sonnenburg. Una bacteria presente en la naturaleza podría ser buena en fermentación de fibra, o comunicándose con el sistema inmunitario, o fabricando neurotransmisores, pero es improbable que sobresalga en todo. Para cada nueva cualidad deseable, los científicos tienen que buscar nuevos microorganismos. O simplemente cargar los circuitos que deseen en un único microbio sintético. «Esperamos tener una lista de piezas, y que esta lista se convierta en un sistema de plug and play donde los resultados sean predecibles», afirma Sonnenburg.
Los biólogos sintéticos no se limitan a enviar microbios según los patógenos presentes. También pueden adiestrar sus creaciones para eliminar células cancerosas o para convertir toxinas en medicamentos. Algunos están tratando de fortalecer la capacidad natural de nuestro microbioma para producir antibióticos que controlen a otros microbios, o moléculas inmunitarias que repriman la inflamación crónica, o neurotransmisores que modifiquen nuestros estados de ánimo, o moléculas señalizadoras que influyan en nuestro apetito. Si esto nos parece una intromisión en la naturaleza, recordemos que ya hacemos todas estas cosas de una forma mucho más tosca al tragar pastillas como la Aspirina o el Prozac. Cuando lo hacemos, nuestros cuerpos se inundan con dosis fijas de fármacos. Por el contrario, los biólogos podrían programar una bacteria para que produzca los mismos fármacos en el sitio exacto donde hay un problema y en la dosis adecuada. Estos microbios pueden practicar la medicina con precisión milimétrica y sutileza de mililitro.[55]
Al menos en teoría. «Es fácil hacer funcionar los circuitos en la pizarra de nuestro despacho —dice Collins—. Pero la biología es muy desordenada y ruidosa. La ingeniería no es tan fácil como a veces se la presenta. El desafío es conseguir que los circuitos funcionen de la manera que nos gustaría en el ambiente estresante de un anfitrión.» Por ejemplo, se necesita energía para activar un gen, por lo que una bacteria sintética que está llena de complejos circuitos puede ser incapaz de competir con otras naturales de genomas más reducidos y ligeros.
Una solución, que Sonnenburg prefiere, para hacer más competitivas a las bacterias de diseño es introducir los circuitos genéticos sintéticos en una bacteria común en el intestino, como la B-theta, en lugar de la más familiar E. coli. Esta última es más fácil de manipular, pero también es una colonizadora intestinal pobre. La B-theta, en cambio, está en exquisita sintonía con el intestino y vive en él en gran número.[56] ¿Qué mejor candidato para el puesto de guarda del ecosistema humano? Jim Collins es más circunspecto. Dada la cantidad de cosas que todavía no entendemos sobre el microbioma, no da todo su crédito a la perspectiva de que los microbios diseñados mediante esta ingeniería puedan establecerse de forma permanente en nuestro cuerpo. Por eso se está centrando asimismo en la construcción de interruptores que obliguen a los microbios a autodestruirse si algo va mal o si abandonan a sus anfitriones. (El confinamiento es un gran problema que plantean estas bacterias, ya que podrían entrar en el medio ambiente cada vez que alguien descarga un inodoro.) Silver también trabaja con ahínco en las medidas de seguridad. Mediante una modificación del código genético de sus microbios sintéticos, espera levantar un cortafuegos biológico que les impida intercambiar ADN horizontalmente, como las bacterias acostumbran a hacer, con sus homólogos naturales. Además se propone crear comunidades sintéticas de microbios, equipos de, digamos, cinco especies que dependan unas de otras, de tal modo que si una de ellas muere, las demás la sigan.
No está claro que estas características satisfagan a las agencias reguladoras o a los consumidores.[57] Los organismos genéticamente modificados son siempre objeto de controversia, y si los probióticos y los trasplantes fecales nos han dicho algo, es que el mundo no sabe cómo lidiar con esta ola de medicamentos vivientes. La biología sintética solo aumentará esa tensión. Sin embargo, conviene señalar que ninguna de estas bacterias programadas es en realidad «sintética». Tienen habilidades extraordinarias y contienen genes que han sido modificados con nuevas combinaciones pero, en el fondo, siguen siendo E. coli, y B-theta, y otras caras conocidas con las que hemos convivido durtante millones de años. Son los mismos simbiontes con un toque moderno.
Lo que posiblemente sea aún más impresionante es la creación de una simbiosis completamente nueva, uniendo animales y microbios que nunca antes se encontraron. Un equipo de científicos se ha pasado más de dos decenios haciendo exactamente eso. Y los productos de su trabajo ya pueden encontrarse volando por el este de Australia.
Es el 4 de enero de 2011. En las primeras horas de una fresca mañana australiana, Scott O’Neill camina hacia un bungalow amarillo de un suburbio de Cairns.[58] Lleva gafas, una perilla, pantalones vaqueros y una camisa blanca con las palabras «Eliminate Dengue» estampadas en el bolsillo. Es el nombre y el objetivo de la organización que O’Neill creó: eliminar la fiebre del dengue en Cairns, en Australia y quizá finalmente en el mundo entero. Las herramientas con las que realizará esta hazaña se encuentran en el pequeño vaso de plástico que en ese momento tiene en la mano. Lo lleva hacia una casa que se halla al otro lado de una cerca. Pasa por un patio con flores y llega hasta donde hay una gran palmera. Su caminar es pausado y un tanto tímido. Este es un gran momento, y hay unas veinte personas que miran, graban y bromean. O’Neill se para y levanta la vista. «¿Estáis listos?», exclama. La multitud lo jalea. Ha esperado este momento bastante tiempo. O’Neill retira la tapa del vaso y unas docenas de mosquitos salen volando al aire de la mañana. «¡Salid ya, chicos!», dice un espectador.
Estos mosquitos pertenecen a la especie Aedes aegypti, un insecto blanco y negro que transmite el virus que causa la fiebre del dengue. Sus picaduras llegan a infectar a unos 400 millones de personas cada año. O’Neill nunca ha tenido el dengue, pero ha visto sufrirlo a otros. Conoce las fiebres, los dolores de cabeza, las erupciones y los intensos dolores articulares y musculares. Sabe que no hay vacuna ni tratamiento eficaz. La única forma de controlar el dengue es la prevención. Podemos matar mosquitos Aedes con insecticidas. Podemos impedirles que nos piquen usando repelentes o mosquiteras. Podemos eliminar las aguas estancadas en las que estos insectos se reproducen. Pero, a pesar de estas estrategias, la fiebre del dengue sigue siendo común, y cada vez más frecuente. Es necesaria una nueva solución, y O’Neill tiene una. Su plan es, por poco ortodoxo que suene, vencer la enfermedad liberando aún más mosquitos Aedes transmisores. Pero sus insectos son diferentes de los salvajes. Los ha cargado con una bacteria de la que ya hemos hablado mucho, el supersimbionte Wolbachia.[59]
O’Neill descubrió que la Wolbachia impide a los mosquitos Aedes portar los virus del dengue, transformándolos de vectores en insectos inofensivos. Naturalmente, sería imposible recoger todos los mosquitos salvajes y meterles un simbionte, pero O’Neill no necesitaba hacer eso. No tenía más que liberar en la naturaleza unos pocos insectos portadores de Wolbachia y esperar. Recordemos que esta bacteria es una maestra de la manipulación, con muchos trucos para propagarse en una población de insectos. El más común es el de la incompatibilidad citoplásmica, que hace a las hembras infectadas, que pasan el microbio a la siguiente generación, más capaces de poner huevos viables que sus compañeras no infectadas. Esta ventaja significa que la Wolbachia puede propagarse con rapidez por una zona, con el consiguiente descenso del dengue. El plan de O’Neill era liberar en la naturaleza suficientes mosquitos con carga de Wolbachia para crear una población totalmente resistente al dengue. En Cairns soltó los primeros. Fue la culminación de décadas de trabajo duro y obsesivo y frustración final. «Parece que haya ocupado toda mi vida», dice O’Neill.
Su investigación para convertir la Wolbachia en un luchadora contra el dengue comenzó en la década de 1980, y deambuló a lo largo de varios años perdidos, para acabar en un callejón sin salida. Solo comenzó a obtener frutos en 1997, cuando se enteró de que existía una cepa de Wolbachia inusualmente virulenta que infectaba a moscas de la fruta. Esta cepa, conocida como «popcorn», se reproducía como una posesa en los músculos, los ojos y los cerebros de las moscas adultas, saturando sus neuronas hasta el punto de convertirlas en algo parecido a «una bolsa llena de palomitas», de ahí el nombre. Estas infecciones eran tan severas que podían reducir a la mitad la vida de una mosca. «En ese momento se me encendió la bombilla», explica O’Neill. Sabía que los virus del dengue tardan un tiempo en reproducirse dentro de los mosquitos, y aún más en alcanzar sus glándulas salivales, desde donde pueden saltar a un nuevo anfitrión. Esto significaba que solo los mosquitos viejos podían transmitir el dengue. Si O’Neill conseguía reducir a la mitad la vida de estos insectos, morirían antes de tener la oportunidad de transmitir el virus. Todo lo que necesitaba era introducir «popcorn» en el Aedes.
La Wolbachia infecta a muchos mosquitos, recordemos que fue originalmente descubierta en un mosquito Culex antes de que nadie supiera de su omnipresencia. Pero da la casualidad de que no toca a ninguno de los dos grupos que causan los mayores sufrimientos a los humanos: el mosquito Anopheles, que causa la malaria, y el Aedes, que causa la fiebre chikungunya, la fiebre amarilla y el dengue. O’Neill tenía que hacer de casamentero y crear una nueva simbiosis desde cero. Pero no podía simplemente inyectar Wolbachia en adultos; tenía que inyectarla en un huevo, para que así cada parte del insecto que saliera de él contuviese el microbio. Él y su equipo usarían el microscopio para intentar, siempre con la máxima delicadeza, pinchar ligeramente un huevo de mosquito con una aguja que le introdujera la Wolbachia. Lo hicieron cientos de miles de veces durante muchos años. Nunca funcionó. «Quemé las carreras de todos esos estudiantes, y me sentí tan frustrado que estuve dispuesto a renunciar a todo —cuenta O’Neill—. Pero tenía sobre mí la mancha de esta sádica acción. Un estudiante particularmente brillante entró en el laboratorio en 2004 y no pude evitarlo: le puse delante el viejo proyecto, y él mordió el anzuelo. Era Conor McMeniman, uno de los mejores estudiantes que he tenido. Hizo que funcionara.» Se necesitaron miles de intentos, pero McMeniman finalmente logró en 2006 infectar de manera estable un huevo, creando así un linaje de Aedes portador de la Wolbachia. A lo largo de nuestra historia hemos visto alianzas entre animales y microbios de millones de años de antigüedad. He aquí una que, en el momento en que escribo esto, tiene diez años.[60]
Pero, después de todo aquel trabajo, el equipo descubrió un defecto fatal en sus planes: la cepa «popcorn» era demasiado virulenta. Además de matar a las hembras de forma prematura, reducía la cantidad de huevos que estas ponían, así como la viabilidad de esos huevos, saboteando así sus propias posibilidades de pasar a la próxima generación de mosquitos. Unas simulaciones revelaron que, si aquello se produjera alguna vez en la naturaleza, no se extendería.[61] Era una noticia tremendamente mala.
Pero O’Neill pronto se dio cuenta de que nada de eso importaba. En 2008, dos grupos de investigadores descubrieron de forma independiente que la Wolbachia hacía a las moscas de la fruta resistentes al grupo de virus causantes del dengue, la fiebre amarilla, la fiebre del Nilo Occidental y otras enfermedades. Cuando O’Neill se enteró, inmediatamente pidió a su equipo que alimentara a sus mosquitos infectados de Wolbachia con sangre contaminada con virus del dengue. El virus no logró establecerse. Incluso cuando el equipo lo inyectó directamente en el intestino de los insectos, la Wolbachia detuvo su replicación. Esto lo cambió todo. El equipo no necesitaba la Wolbachia para acortar la vida de un mosquito. ¡Su mera presencia bastaría para evitar la propagación del dengue! Mejor aún: el equipo ya no necesitaba la cepa «popcorn». Otras cepas menos virulentas eran igual de protectoras y se propagarían con facilidad. «Tras años y años de rompernos la cabeza contra la pared, de pronto nos dábamos cuenta de que no la necesitábamos», dice O’Neill.[62]
El equipo cambió a una cepa diferente llamada wMel, la cual tenía un récord de propagación a través de poblaciones de insectos silvestres, pero era una compañera más tolerable que la «popcorn», sin nada de la reducción de la vida, la destrucción del cerebro y los efectos letales en los huevos que esta causaba. ¿Se propagaría? Para averiguarlo, el equipo de O’Neill construyó dos insectarios: unas urnas gigantes habitables que llenaron de mosquitos. Añadió por cada insecto no infectado dos portadores de wMel. También incluyó un improvisado porche para que los mosquitos se ocultaran debajo de él y una pila de toallas de gimnasio sudadas para atraerlos. Durante quince minutos al día, añadía algunos suculentos miembros del equipo para alimentar a los mosquitos infectados con Wolbachia. Cada pocos días, el equipo recogía los huevos de las urnas y comprobaba la presencia en ellos de Wolbachia. Observó que, al cabo de tres meses, cada larva de mosquito estaba infectada con wMel.[63] Todo indicaba que su gran idea funcionaría. Todo parecía decir: ¡adelante!
Y el equipo siguió. Desde 2006, mucho antes de que tuviera un mosquito con Wolbachia, había hablado con los residentes de dos suburbios de Cairns —Yorkeys Knob y Gordonvale— sobre sus planes.[64] «¡Hola! —dijeron— tenemos un plan para acabar con la fiebre del dengue. Sabemos que siempre les han dicho que maten a los mosquitos porque ellos son los que les hacen enfermar, pero ahora les agradeceríamos que nos dejaran soltar más mosquitos. No, no están genéticamente modificados, sino que los hemos cargado con un microbio que tiende a propagarse con rapidez. Además, los mosquitos Aedes no emigran muy lejos, así que, para que el plan funcione, soltaremos muchos de ellos, también en sus propiedades. Sí, probablemente les piquen. No, nadie ha hecho esto antes. ¿Están ustedes conmigo?»
Lo curioso es que lo estuvieron. Durante dos años, el equipo de Eliminate Dengue creó grupos de debate, organizó charlas en ayuntamientos y clubes locales, y eligió un centro de atención sanitaria donde la gente podía hacer preguntas. El equipo llamó a muchas puertas. «El proyecto requiere mucha confianza, y nos la ganamos, pero eso no sucedió de la noche a la mañana —relata O’Neill—. Fuimos muy auténticos en nuestra manera de escuchar a la gente. Cuando estaba preocupada, nos dirigíamos a ella. Incluso hicimos experimentos.» Por ejemplo, demostraron que la Wolbachia no podía infectar peces arañas y otros depredadores de los mosquitos, ni tampoco a los seres humanos que los mosquitos picaran. Poco a poco, hasta los escépticos les dieron su apoyo. «Un grupo local de voluntarios que moviliza a las personas para que ayuden a la comunidad cuando se producen inundaciones y ciclones, iba de puerta en puerta en nuestro nombre para que la gente liberase a los mosquitos de sus casas —cuenta O’Neill—. Aquello fue para mí un verdadero punto de inflexión.» En el año 2011, cuando los mosquitos estaban listos, el proyecto contaba con el apoyo del 87 por ciento de los residentes.
Todo comenzó una mañana de enero, con el vaso que O’Neill abrió ceremoniosamente. «Estábamos todos un poco aturdidos —recuerda O’Neill—. Habíamos trabajado en eso durante décadas. Muchos de nosotros estabamos allí para presenciar aquel acto, y también gente que había hecho un largo viaje.» El equipo marchó por las calles haciendo una pausa cada cuatro casas para soltar unas docenas de mosquitos. En dos meses, habían liberado unos 300.000, con una pausa solo para evitar un ciclón. Cada dos semanas, el equipo recogía mosquitos de los suburbios usando unas rejillas-trampa para someterlos al test de la Wolbachia. «La verdad es que funcionó mejor de lo esperado», cuenta O’Neill. En mayo, la Wolbachia se había instalado felizmente en el 80 por ciento de los mosquitos de Gordonvale, y en el 90 por ciento de los de Yorkeys Knob.[65] En apenas cuatro meses, los insectos a prueba de dengue reemplazaron por completo a los nativos. Por primera vez en la historia, los científicos habían transformado una población de insectos para impedirles propagar una enfermedad humana. Y lo hicieron mediante la simbiosis.
Sin embargo, la organización de O’Neill no se llama Transform Mosquitoes. Se llama Eliminate Dengue. ¿Hizo eso? Lo cierto es que no ha habido nuevos casos en los dos suburbios desde 2011, un signo, si no definitivo, sí alentador. Pero solo para empezar, ya que ninguna de las dos áreas era un punto caliente. Tampoco lo es Australia. O’Neill solo podrá cantar victoria cuando sus mosquitos repriman el dengue en los países donde es más frecuente, por lo que ahora está extendiendo su labor a Brasil, Colombia, Indonesia y Vietnam.[66] Cuando, en 2004, creó Eliminate Dengue, estaban él y los miembros del laboratorio. Ahora es un equipo internacional de científicos y trabajadores de la salud.
De vuelta en Australia, el equipo ha comenzado a dispersar sus mosquitos por la ciudad norteña de Townsville. Con unos 200.000 habitantes, el equipo no puede ir llamando a cada puerta. Utiliza la cobertura de los medios de comunicación, los grandes actos públicos y las iniciativas ciudadanas relacionadas con la ciencia, en las que gente de la población —incluso escolares— se ofrecen como voluntarios. También es demasiado engorroso liberar mosquitos adultos. En su lugar, el equipo entrega envases con huevos, agua y alimento a los residentes, que dejan crecer a los mosquitos en sus jardines. «Queremos terminar en las grandes ciudades tropicales», explica O’Neill.
Cada nuevo lugar presenta sus propios desafíos. Por ejemplo, si en una ciudad hay un uso excesivo de insecticidas, es probable que los mosquitos sean parcialmente resistentes. Soltar en este ambiente mosquitos nacidos en Australia sería inútil: sucumbirían al veneno mucho antes de que transmitieran sus simbiontes. Por lo tanto, los mosquitos con Wolbachia necesitan ser al menos tan resistentes como los locales. El cruzamiento puede ayudar. En la etapa indonesia de Eliminate Dengue, los científicos cruzaron a los portadores de Wolbachia con mosquitos locales durante varias generaciones para que los insectos liberados estuvieran lo más cerca posible de los indígenas. Eso también les ayudaría a aparearse con más éxito. «Cada lugar es único —dice O’Neill—, pero vemos que la Wolbachia funciona bien en cada adaptación. Todo indica que sería posible extenderla de manera global. En dos o tres años, tendremos pruebas de sus efectos. Y en diez o quince años, habremos hecho una notable mella en el dengue.»
Los escépticos argumentarán que la evolución opone una contramedida a cada medida, una traba a cada avance. Los virus del dengue se volverán finalmente resitentes a la ola invasora de Wolbachia, y entonces empezarán a infectar de nuevo a los mosquitos. (Como dijo una vez el científico británico Leslie Orgel, «la evolución es más inteligente que tú».) Pero Elizabeth McGraw, miembro desde hace tiempo del equipo de Eliminte Dengue, es optimista. Su equipo ha demostrado que la Wolbachia protege contra las infecciones víricas de varias maneras. Acicatea el sistema inmunitario del mosquito. Asimismo compite por nutrientes como los ácidos grasos y el colesterol, que el virus del dengue necesita para reproducirse.[67] «Cuantos más mecanismos entren en juego, menos probable será esa resistencia —afirma—. Para un biólogo evolutivo, eso resulta sin duda alentador.»
O’Neill y McGraw también aducen que el espectro de la resistencia ronda a toda posible medida de control, como los insecticidas y las vacunas. A diferencia de estas otras soluciones, la Wolbachia está viva, y podría contraadaptarse a cualquier adaptación vírica. Además, es segura y económica. Aunque los insecticidas son tóxicos y es necesario utilizarlos de manera continua, los mosquitos portadores de Wolbachia no tienen efectos secundarios y pueden persistir una vez liberados. «Una vez sueltos, siguen por ahí —dice O’Neill—. Estamos tratando de dejar el coste en dos o tres dólares por persona.»
O’Neill se maravilla de lo mucho que ha avanzado el estudio de la Wolbachia. «Nosotros estábamos integrados en un laboratorio bastante inocente que estudiaba la simbiosis —explica—. Era un área de la ciencia básica, pero de ella iba a salir algo maravilloso a la vez que práctico.» Además de frenar al virus del dengue, la Wolbachia impide a los mosquitos ser portadores de los virus chikungunya y zika, o de los parásitos del género Plasmodium, que causan malaria; un equipo de científicos chinos y norteamericanos ha fusionado con éxito el microbio con el mosquito Anopheles, que propaga la malaria.[68] Y aún más investigadores tratan de usar la Wolbachia para controlar las plagas de insectos como la mosca tse-tse, que transmite la enfermedad del sueño, y las chinches de cama, que impiden dormir por las noches. «Esto es solo parte de la nueva manera de entender la ecología microbiana de los organismos y su relación con la enfermedad», dice O’Neill.
En 1916, cien años antes de que este libro llegara por primera vez a las librerías, el científico ruso Iliá Méchnikov fallecía tras décadas ingiriendo los microbios de la leche agria. ¿Alguna vez imaginó que la idea de la que fue pionero sería el germen de una industria multimillonaria, cuyos productos, aunque de un valor que todavía se pone en duda, llenarían los estantes de los supermercados de todo el mundo? En 1923, el microbiólogo estadounidense Arthur Isaac Kendall publicó una nueva edición de su manual de bacteriología, en el que predijo que «llegaría el momento» en que se usarían las bacterias del intestino humano para curar enfermedades intestinales. ¿Alguna vez imaginó que se congelarían excrementos humanos y se enviarían a los hospitales para su trasplante a pacientes? En 1928, el bacteriólogo británico Frederick Griffith demostró que unas bacterias pueden adquirir características de otras, transformándose merced a un factor que más tarde se sabría que es el ADN. ¿Alguna vez imaginó que los científicos modificarían el material genético de los microbios de manera tan precisa y rutinaria que podrían programar las bacterias para cazar y destruir a su propio género? Y en 1936, el entomólogo Marshall Hertig decidió poner a una pequeña y oscura bacteria el nombre de su amigo Simeon Burt Wolbach, unos doce años después de que el dúo descubriera por primera vez el microbio en un mosquito bostoniano. ¿Alguna vez imaginó que la Wolbachia sería una de las bacterias con más éxito del planeta? ¿O que la estudiarían tantos científicos que llegarían a organizar una congreso semestral dedicado a la Wolbachia para compartir los resultados de sus estudios? ¿O que podría ser la clave para impedir que unos gusanos nematodos causaran ceguera o discapacidad a 150 millones de personas cada año? ¿O que un día los científicos implantarían la bacteria dentro de mosquitos en un esfuerzo mundial por controlar la fiebre del dengue y otras enfermedades?
Seguramente no. Durante la mayor parte de la historia humana, los microbios estuvieron ocultos a la vista, y solo eran conocidos por las enfermedades que causaban. Incluso después de que Leeuwenhoek empezara a verlos hace trescientos cincuenta años, permanecieron en la oscuridad. Cuando por fin adquirieron relevancia, se les consideró unos villanos que era necesario erradicar más que recibir como aliados. Y cuando los científicos observaron las bacterias que pululan en el intestino humano, o las que anidan dentro las células de los insectos, los descubrimientos fueron cuestionados y desechados. Solo recientemente los microbios han pasado de estar en los márgenes desatendidos de la biología a situarse en su centro de atención. Solo hace poco hemos aprendido lo suficiente sobre el mundo microbiano para comenzar a manipularlo. Nuestros intentos son todavía básicos y vacilantes, y nuestra confianza, a veces exagerada, pero el potencial es enorme. Por fin hemos empezado a usar todo lo que hemos aprendido desde que a Leeuwenhoek se le ocurriera estudiar el agua de un estanque para mejorar nuestras vidas.