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Términos y condiciones aplicables

En 1924, Marshall Hertig y Simeon Burt Wolbach descubrieron un nuevo microbio en el interior de los mosquitos comunes, Culex pipens, que habían capturado cerca de Boston y Minneapolis.[1] Se parecía un poco a la bacteria Rickettsia que Wolbach había identificado previamente como la causa de la fiebre maculosa de las montañas Rocosas y del tifus. Pero este nuevo microbio no parecía causar ninguna enfermedad, y fue ignorado durante mucho tiempo. Tuvieron que transcurrir doce años hasta que Hertig lo bautizara formalmente con el nombre de Wolbachia pipientis, en honor de su amigo, que lo encontró, y del mosquito portador. Y muchas más décadas hasta que los biólogos se dieran cuenta de lo especial que era esta bacteria.

No es raro que los científicos que escriben con frecuencia sobre microbiología escojan su bacteria favorita igual que se elige la película o el grupo musical favorito. La Wolbachia es mi microbio. Su comportamiento es impresionante, y su propagación, majestuosa. También es el ejemplo perfecto de la naturaleza dual de los microbios —de todos los microbios— como compañeros o parásitos.

En los años ochenta y noventa, después de que Carl Woese mostrara al mundo cómo identificar los microbios mediante la secuenciación de sus genes, los biólogos comenzaron a encontrar Wolbachia por doquier. Diversos investigadores que estudiaban de forma independiente bacterias capaces de manipular la vida sexual de sus anfitriones observaron que todos estaban en realidad trabajando en lo mismo. Richard Stouthamer descubrió un grupo de avispas asexuales, todas hembras, que solo se reproducían clonándose a sí mismas. Esta peculiaridad era obra de una bacteria, y esta no era otra que la Wolbachia: cuando Stouthamer sometió a las avispas a la acción de los antibióticos, los machos reaparecieron de forma repentina y ambos sexos comenzaron a aparearse de nuevo. Thierry Rigaud descubrió en cochinillas unas bacterias que transformaban a los machos en hembras al interferir en la producción de hormonas masculinas; también eran Wolbachia. Greg Hurst descubrió en Fiyi y Samoa una bacteria que mataba a los embriones masculinos de la magnífica mariposa luna azul, hasta el punto de que el número de hembras superaba al de machos en cien a uno. Y de nuevo, era la Wolbachia. Tal vez no exactamente la misma cepa, pero todas eran diferentes versiones del microbio que Hertig y Wolbach hallaron en el mosquito.[2]

Hay una razón por la cual todas estas estrategias suponen malas noticias para los machos. La Wolbachia solo puede pasar a la siguiente generación de huéspedes en los huevos; los espermatozoides son demasiado pequeños para contenerlas. Las hembras son su billete al futuro; los machos son un callejón sin salida evolutivo. De ahí que haya inventado muchas maneras de fastidiar a los huéspedes masculinos para aumentar la reserva de hembras: los mata, como en las mariposas de Hurst; los feminiza, como en la cochinilla de Rigaud; o los hace innecesarios al permitir que las hembras se reproduzcan asexualmente, como en las avispas de Stouthamer. Ninguna de estas estrategias de manipulación es exclusiva de la bacteria Wolbachia, pero es la única que las usa todas.

Allí donde la bacteria Wolbachia permite a los machos sobrevivir, entonces los manipula. A menudo cambia su esperma de modo que no pueda fertilizar los huevos a menos que estos se hallen infectados por la misma cepa de Wolbachia. Desde la perspectiva de las hembras, esta incompatibilidad depara a las infectadas (que pueden aparearse con los machos que quieran) ventajas competitivas sobre las no infectadas (que solo pueden aparearse con machos no infectados). Con cada generación, las hembras infectadas se hacen más comunes, al igual que la Wolbachia que llevan dentro. Esta estrategia, que recibe el nombre de incompatibilidad citoplásmica, es la más común y exitosa de la Wolbachia. Las cepas que la utilizan se propagan con tanta rapidez a través de una población, que, por lo general, infectan al cien por cien de sus potenciales huéspedes.

Además de estos trucos misándricos, la bacteria Wolbachia también se distingue por invadir ovarios y óvulos, por lo que rápidamente se convierte en una herencia que los insectos transmiten a su descendencia. Asimismo es muy hábil saltando a nuevos huéspedes; por ello, si debe abandonar cualquier especie, tiene docenas de otras especies donde habitar. «Podría encontrar la misma cepa de Wolbachia en un escarabajo de Australia que en una mosca de Europa», dice Jack Werren, que estudia la bacteria. Por estas razones, la Wolbachia se ha vuelto excepcionalmente común. Un estudio reciente estimó que infecta al menos a cuatro de cada diez especies de artrópodos, grupo de animales al que pertenecen insectos, arañas, escorpiones, ácaros, cochinillas y otros. ¡Una proporción disparatada! La mayoría de los 7,8 millones de especies animales actuales son artrópodos. Si la Wolbachia infectara al 40 por ciento de ellas,[3] sería la bacteria más exitosa del mundo, al menos en tierra.[4] Pero, lamentablemente, Wolbach nunca lo supo. Falleció en 1954 sin saber que su nombre quedaría injertado en el de una de las mayores pandemias de la historia de la vida en la Tierra.

En muchos animales, la bacteria Wolbachia es un parásito reproductivo: un organismo que manipula la vida sexual de sus huéspedes para lograr sus propios fines. Los huéspedes sufren. Algunos mueren, otros se vuelven estériles, y hasta individuos no afectados deben vivir en un mundo desequilibrado con escasas parejas potenciales. La Wolbachia podría parecer un «microbio malo» arquetípico, pero tiene su lado positivo. Proporciona algún beneficio desconocido a ciertos gusanos nematodos que no pueden sobrevivir sin ella. Protege a algunas moscas y mosquitos de virus y otros patógenos. La avispa Asobara tabida no puede poner huevos sin ella. En las chinches de las camas, la Wolbachia constituye un suplemento nutricional: produce vitaminas B de las que carece la sangre que las chinches succionan. Sin ella, estas se atrofian y se vuelven estériles.[5]

La acción más llamativa de la Wolbachia se pone de manifiesto si caminamos en otoño por un huerto de manzanas europeo. Entre las hojas amarillas y anaranjadas podemos encontrar algunas con pequeñas islas verdes, resistiendo desafiantes la descomposición estacional. Esto es obra del minador punteado Phyllonorycter blancardella, una polilla cuyas orugas viven dentro de las hojas de los manzanos. Casi todas tienen la Wolbachia. En estos insectos, el microbio libera hormonas que detienen el amarilleo y la muerte de las hojas. De esta forma, la oruga resiste el otoño y dispone así del tiempo suficiente para convertirse en insecto adulto. Sin la Wolbachia, las hojas morirían y caerían, al igual que las orugas dentro de ellas.

La Wolbachia es, pues, un microbio muy versátil. Algunas cepas actúan como los protoparásitos, manipuladores egoístas tan hábiles que se han diseminado por todo el mundo en las alas y las patas de legiones de huéspedes; ellas matan animales, deforman su biología, y ponen restricciones a sus opciones. Otras cepas son mutualistas, beneficiosas, aliadas indispensables. Y algunas, ambas cosas. Y en esta naturaleza polifacética, la Wolbachia no está sola.

En un libro dedicado a los beneficios de convivir con los microbios es preciso introducir una apreciación extraña, pero crítica: no existen «microbios buenos» ni «microbios malos». Estos calificativos son más propios de los cuentos infantiles, y no son adecuados para describir las complicadas, conflictivas y contextuales relaciones del mundo natural.[6]

En realidad, las bacterias existen en un continuum de formas de vida, entre parásitos «malos» y mutualistas «buenos». Algunos microbios, como la Wolbachia, se deslizan de un extremo a otro del espectro parásito-mutualista, dependiendo de la cepa y del huésped en que se encuentran. Pero muchos existen en ambos extremos del continuo a la vez: la bacteria del estómago Helicobacter pylori causa úlceras y cáncer de estómago, pero también protege contra el cáncer de esófago, y son las mismas cepas las que tienen estos pros y contras.[7] Otros pueden cambiar de papeles en el mismo anfitrión, dependiendo del contexto. Todo esto significa que etiquetas como mutualista, comensal, patógeno o parásito no funcionan como señas de identidad fijas. Estos términos se refieren más bien a estados, como hambriento, o despierto, o vivo, o reflejan comportamientos, como cooperar o luchar. Son adjetivos y verbos más que sustantivos: describen cómo dos socios se relacionan entre sí en un momento y lugar determinados.

Nichole Broderick encontró un excelente ejemplo de esto cuando estudiaba un microbio del suelo llamado Bacillus thuringiensis, o Bt. Este microorganismo produce toxinas que pueden matar insectos perforando sus vísceras. Los agricultores han explotado esta capacidad desde los años veinte, rociando con Bt los cultivos cual pesticida viviente. Hasta los agricultores orgánicos lo hacen. La eficacia de la bacteria es innegable, pero, durante décadas, los científicos tuvieron una idea equivocada sobre su modus operandi. Suponían que el daño que sus toxinas infligían a las víctimas consistía en hacerlas morir de inanición. Pero esto no podía ser cierto. Una oruga tarda más de una semana en morir de inanición, y Bt mata en la mitad de ese tiempo.

Broderick descubrió lo que realmente ocurría, casi por accidente.[8] Sospechaba que las orugas tendrían microbios intestinales que las protegerían del Bt, por lo que las trató con antibióticos y las expuso a aquel singular pesticida. Desaparecidos los microbios, esperaba que muriesen antes. Pero el caso fue que todas sobrevivieron. Resultó que las bacterias intestinales, en lugar de proteger a las orugas, eran el medio que utilizaba el Bt para matarlas. Ellas son inofensivas si permanecen en el intestino, pero pueden pasar a través de los agujeros abiertos por las toxinas de Bt e invadir la sangre. Cuando el sistema inmunitario de la oruga las detecta, actúa de forma desquiciada. Una oleada de inflamación se propaga por toda la oruga dañando sus órganos e interfiriendo en su flujo sanguíneo. Este proceso, conocido como sepsis, es lo que mata al insecto con tanta rapidez.

Es posible que lo mismo les suceda a millones de personas cada año. Los humanos también somos infectados por patógenos que agujerean nuestro intestino; y asimismo sufrimos una sepsis cuando nuestros microbios intestinales habituales pasan a nuestro torrente sanguíneo. Como en las orugas, los mismos microbios pueden ser buenos en el intestino, pero peligrosos en la sangre. Solo son mutualistas según dónde habiten. Los mismos principios son aplicables a las llamadas «bacterias oportunistas» que viven en nuestros cuerpos; suelen ser inofensivas, pero pueden causar infecciones que ponen en peligro la vida de personas cuyo sistema inmunitario se encuentre debilitado.[9] Todo depende del contexto. Incluso simbiontes tan esenciales y vetustos como las mitocondrias, las «máquinas» generadoras de energía presentes en las células de todos los animales, pueden causar estragos si terminan en el lugar equivocado. Un corte o un moratón puede dividir algunas células y dispersar fragmentos de mitocondrias en la sangre —fragmentos que aún conservan algo de su antiguo carácter bacteriano—. Cuando el sistema inmunitario los detecta, supone erróneamente que se está produciendo una infección, y organiza una potente defensa. Si la lesión es grave y libera suficientes mitocondrias, la inflamación resultante puede derivar en una enfermedad letal llamada síndrome de respuesta inflamatoria sistémica (SRIS).[10] El SRIS puede ser peor que la lesión original. Y, por absurdo que parezca, no es sino el resultado de una reacción errónea y excesiva del cuerpo humano a unos microbios que han sido domesticados hace más de 2.000 millones de años. Así como una mala hierba puede ser una hermosa planta en un lugar que no le corresponde, nuestros microbios pueden tener un valor inestimable en un órgano, pero peligrosos en otro, o esenciales dentro de nuestras células, pero letales fuera de ellas. «Si alguien está por un momento inmunodeprimido, lo matarán. Y cuando muera, se lo comerán —dice el biólogo coralino Forest Rohwer—. Y no les importa. No hablamos aquí de una buena y bonita relación. Se trata tan solo de biología.»

El mundo de la simbiosis es, por tanto, un mundo en el que nuestros aliados pueden defraudarnos, y nuestros enemigos ponerse de nuestro lado. Es un mundo donde los mutualismos se rompen por poca cosa.

¿Por qué estas relaciones son tan volubles? ¿Por qué los microbios oscilan tan fácilmente entre la patogenia y el mutualismo? Para empezar, estos papeles no son tan contradictorios como uno podría imaginar. Piénsese en lo que un microbio intestinal «amistoso» necesita para establecer una relación estable con su anfitrión. Debe sobrevivir en el intestino, anclarse para no ser arrastrado e interactuar con las células de su anfitrión. Estas son cosas que los patógenos también necesitan hacer. Así que ambos personajes —mutualistas y patógenos, héroes y villanos— usan a menudo las mismas moléculas para los mismos propósitos. Algunas de estas moléculas son encasilladas bajo nombres negativos, como «factores de virulencia», porque se descubrieron por primera vez en relación con una enfermedad, pero son en sí mismas neutrales. Son solo herramientas, como los ordenadores, las plumas o los cuchillos: pueden usarse para hacer cosas maravillosas y cosas terribles.

Incluso microbios útiles pueden dañarnos de manera indirecta, generando vulnerabilidades que otros parásitos y patógenos pueden aprovechar. Su sola presencia crea aberturas. Los microbios de un áfido, aunque esenciales, liberan moléculas, luego transportadas por el aire, que atraen a la mosca cernidora. Este insecto blanco y negro, que parece una avispa, es mortal para los áfidos. Sus larvas pueden comer cientos de ellos durante toda su vida larvaria, y los adultos hacen presa en su descendencia nada más oler la eau de microbiome, un olor que los áfidos no pueden evitar despedir. El mundo natural está plagado de estas señales involuntarias. En este momento, el lector está emitiendo algunas. Ciertas bacterias pueden incluso convertir a sus propietarios en imanes para los mosquitos palúdicos, mientras que otras repelen a esos pequeños chupadores de sangre. ¿Alguna vez nos hemos preguntado por qué dos personas pueden caminar por un bosque lleno de diminutos mosquitos y una de ellas acaba llena de picaduras, mientras que la otra no hace más que sonreír? Sus microbios son parte de la respuesta.[11]

Los patógenos también pueden utilizar nuestros microbios para lanzar sus invasiones, como es el caso del virus que causa la polio. Este toma las moléculas de la superficie de las bacterias intestinales como si fueran riendas y las usa para cabalgar en las bacterias hacia las células del huésped. El virus tiene un mejor agarre en las células de los mamíferos, y se vuelve más estable a las cálidas temperaturas de nuestros cuerpos después de tocar nuestros microbios intestinales. Estos microbios lo transforman sin querer en un virus más efectivo.[12]

Por lo tanto, los simbiontes no nos salen gratis. Aun cuando ayudan a sus anfitriones, crean vulnerabilidades. Necesitan ser alimentados, alojados y transmitidos, todo lo cual cuesta energía. Y lo más importante: como cualquier otro organismo, tienen sus propios intereses, que a menudo chocan con los de sus anfitriones. Si un simbionte heredado de la madre, como la Wolbachia, acaba con los machos, tendrá más anfitriones a corto plazo, aun a riesgo de extinguirlos a largo plazo. Si unas pocas bacterias del calamar hawaiano dejan de brillar, ahorrarán energía, pero si bastantes de ellas se oscurecen, el calamar perderá su luminiscencia protectora y toda esa alianza acabará devorada por un depredador atento. Si mis microbios intestinales suprimen mi sistema inmunitario, crecerán con más facilidad, pero yo enfermaría.

Casi todas las asociaciones significativas que podamos encontrar en el mundo natural son así. Las trampas son siempre un problema. La traición siempre acecha tras el horizonte. Los compañeros pueden funcionar bien juntos, pero si uno de ellos puede obtener los mismos beneficios sin gastar tanta energía o esfuerzo, aprovechará la ocasión a menos que sea castigado o vigilado. H. G. Wells escribió sobre esto en 1930:

Toda simbiosis está, en el grado que le corresponda, acompañada por la hostilidad, y solo con una regulación apropiada, y con frecuencia mediante ajustes elaborados, puede mantenerse el estado de mutuo beneficio. Aun en las relaciones humanas, el compañerismo que busca beneficios mutuos no es tan fácil de mantener, y ello aunque se maneje la situación con inteligencia, y de ese modo seamos capaces de comprender lo que esa relación significa. Pero en organismos inferiores no existe una comprensión semejante que ayude a mantener activa la relación. Las compañías mutualistas son adaptaciones creadas de manera tan ciega e inconsciente como cualquier otra.[13]

Estos principios son fáciles de olvidar. Nos gustan nuestros relatos en blanco y negro con claros héroes y villanos. En los últimos años he visto cómo poco a poco la opinión de que «hay que matar a todas las bacterias» ha dado paso a la de que «las bacterias son nuestras amigas y quieren ayudarnos», aunque esta última esté tan equivocada como la primera. No podemos suponer sin más que un determinado microbio es «bueno» solo porque vive dentro de nosotros. Hasta los científicos olvidan esto. El término mismo «simbiosis» ha sido retorcido para dar a su neutro significado original —«vivir juntos»— un sentido positivo y connotaciones un tanto exageradas de cooperación y armonía. Pero la evolución no funciona de esa manera. No favorece necesariamente la cooperación, ni aun por mutuo interés. Y hasta carga de conflictos las relaciones más armoniosas.

Podemos ver esto con claridad si abandonamos por un tiempo el mundo de los microbios y pasamos a otro un poco más grande. Tomemos el caso de los bufágidos. Es posible encontrar estas aves marrones en África aferradas a los costados de jirafas y antílopes. La idea clásica que tenemos de estos pájaros es la de compañeros que se comen las garrapatas y los parásitos de sus anfitriones. Pero también picotean las heridas abiertas, un hábito menos útil que obstaculiza el proceso de cicatrización y aumenta el riesgo de infección. Estas aves anhelan sangre, y satisfacen ese deseo de manera tal que benefician o perjudican a sus anfitriones. Una dinámica similar acontece en los arrecifes de coral, donde un pequeño pez llamado lábrido limpiador mira por la salud del coral. Cuando llega un pez grande, el lábrido lo limpia de los parásitos que tiene en sus mandíbulas, branquias y otras partes de difícil acceso. El limpiador obtiene comida, y el otro pez obtiene atención sanitaria. Pero los limpiadores a veces lo engañan mordiendo mucosidades y tejido sano. Los peces los castigan yéndose a otra parte, y los propios limpiadores castigan a cualquier compañero que moleste a los potenciales anfitriones. Mientras tanto, en Sudamérica, las acacias dependen de las hormigas que las defienden de malas hierbas, plagas y animales que pastan. A cambio, proporcionan a sus guardaespaldas bocados azucarados y espinas huecas donde vivir. Parece una relación equitativa, hasta que uno se entera de que el árbol añade a su comida una enzima que impide a las hormigas digerir otras fuentes de azúcar. Las hormigas son simples sirvientas sin sueldo. Todos estos son ejemplos emblemáticos de cooperación que encontramos en libros de texto y documentales sobre la vida salvaje. Pero cada uno está teñido de conflicto, manipulación y engaño.[14]

«Necesitamos separar lo importante de lo armonioso. El microbioma es increíblemente importante, pero ello no significa que sea armonioso», explica la bióloga evolutiva Toby Kiers. Una asociación que funcione bien podría también considerarse como un caso de explotación recíproca. «Ambos socios pueden beneficiarse, pero existe esta tensión inherente. La simbiosis es conflicto, un conflicto que nunca puede ser totalmente resuelto.»[15]

Sin embargo, puede ser manejado y estabilizado. Las aguas que rodean Hawái no están llenas del calamar oscurecido.[16] Muchos insectos infectados con Wolbachia todavía cuentan con machos. Mi sistema inmunitario funciona razonablemente bien. Todos nosotros hemos encontrado formas de estabilizar nuestra relación con nuestros microbios, de promover la lealtad en lugar de la defección. Hemos desarrollado maneras de seleccionar las especies que conviven con nosotros, restringir los lugares de nuestro cuerpo donde pueden instalarse y controlar su comportamiento para que sean más propensas al mutualismo que a la patogenia. Como todas las buenas relaciones, estas hay que trabajarlas. Toda transición importante en la historia de la vida —de los seres unicelulares a los pluricelulares, de los individuos a los colectivos simbióticos— hubo de resolver el mismo problema: ¿cómo pueden los intereses egoístas de los individuos ser superados para formar grupos cooperativos?

¿Cómo, en otras palabras, puedo albergar multitudes?

Mantener nuestras multitudes no difiere mucho de la horticultura. Utilizamos cercas y barreras para marcar los límites de nuestros huertos. Usamos fertilizantes para alimentar las plantas. Echamos herbicidas o arrancamos la maleza incipiente. Y disponemos el huerto en un lugar con la temperatura, el suelo, y la luz adecuados para que crezca todo lo que nos proponemos plantar. Los animales emplean medidas equivalentes a todas estas para establecer los términos y condiciones aplicables a sus asociaciones microbianas.[17] Examinemos una por una estas medidas.

Para empezar, cada parte del cuerpo de cada especie tiene su propio terroir zoológico: su combinación única de temperatura, acidez, niveles de oxígeno y otros factores que determinan las clases de microbios que pueden multiplicarse ahí. El intestino humano podría parecer un lugar paradisiaco para los microbios, con sus baños regulares de alimentos y fluidos. Pero también es un ambiente desafiante. El suministro de alimentos viene en un torrente que fluye a gran velocidad, por lo que los microbios necesitan multiplicarse con rapidez o usar anclajes moleculares para tener un punto donde agarrase. El intestino es un mundo oscuro, por lo que los microbios que dependen de la luz solar para fabricar su alimento no pueden prosperar ahí. Carece de oxígeno, lo que explica por qué la abrumadora mayoría de los microbios intestinales son anaerobios, organismos que fermentan su alimento y se multiplican sin este gas supuestamente esencial. Algunos son tan dependientes de la ausencia de oxígeno que mueren con su presencia.

La piel es diferente: varía desde los desiertos fríos y secos, como los antebrazos, hasta las selvas húmedas, como las ingles y las axilas. La luz del sol es abundante, pero asimismo constituye un problema debido a la radiación ultravioleta. El oxígeno también importa aquí y, como la mayor parte de la piel está expuesta al aire fresco, en ella prosperan los microbios aerobios. Sin embargo, los nichos ocultos, como las glándulas sudoríparas, pueden favorecer el crecimiento de anaerobios por su horror al oxígeno; uno de ellos se llama Propionibacterium acnes, el microbio que causa el acné. En todo nuestro cuerpo, las leyes de la física y la química determinan aspectos de la biología.

Los animales también pueden alterar activamente las condiciones dentro de sí mismos, extendiendo alfombras de bienvenida o desplegando barreras que prohíben el paso. Nuestro estómago segrega potentes ácidos que mantienen a raya a la mayoría de las bacterias, excepto a algunas especialistas que los toleran, como la H. pylori. Las hormigas carpinteras no tienen estómagos que segreguen ácidos, pero producen ácido fórmico con una glándula localizada en su parte trasera. Normalmente, rocían los materiales como un recurso defensivo, pero, al chupar el ácido de su propio cuerpo, pueden acidificar sus conductos digestivos y evitar los microbios no deseados.[18]

Estas condiciones establecen los principales requisitos de admisión de otros seres vivos en nuestros cuerpos. Son unos filtros rudimentarios que determinan qué tipos de microbios pueden compartir nuestras vidas y marcan los lugares donde pueden vivir. Pero también necesitamos formas más específicas de discriminar nuestras comunidades microbianas y sistemas de bloqueo para mantenerlas en su sitio. Recordemos que la ubicación es importante; los microbios pueden cambiar con facilidad de ser aliados beneficiosos a convertirse en amenazas fatales dependiendo de dónde se hallen. Por eso, muchos animales levantan auténticos muros en sus huertos microbianos. Nosotros hemos conseguido levantar buenas cercas para tener buenos vecinos. El calamar hawaiano tiene criptas para alojar a sus compañeras luminiscentes. El platelminto regenerador Paracatenula emplea la mayor parte de su cuerpo para alojar a sus microbios. Las chinches apestosas tienen un corredor extremadamente estrecho hacia la mitad de su tracto digestivo que detiene el flujo de alimentos y fluidos y convierte la mitad posterior en un espacioso apartamento para sus microbios Y hasta una quinta parte de las especies de insectos encierra a sus simbiontes dentro de células especiales llamadas bacteriocitos.[19]

Los bacteriocitos han evolucionado de forma simultánea en diferentes linajes. Unos insectos les asignan huecos entre otras células; otros los agrupan en órganos llamados bacteriomas, que se ramifican en el intestino como los racimos de uvas. Cualquiera que sea su origen, sus funciones son las mismas: contener y controlar los simbiontes bacterianos, impedir que se propaguen a otros tejidos y ocultarlos al sistema inmunitario. Los bacteriocitos no son alojamientos de lujo. Uno solo puede contener decenas de miles de bacterias, tan apretadas que hacen que las latas de sardinas parezcan espaciosas. Son pues células en más de una forma.

Son también herramientas de control. A pesar de las viejas y mutuamente dependientes relaciones que muchos insectos mantienen con sus simbiontes, todavía hay mucho espacio para el conflicto. Si esto parece extraño, pensemos en los millones de personas diagnosticadas de cáncer cada año. El cáncer es una enfermedad que consiste en una rebelión celular. Una célula se vuelve contra las regulaciones de su propio cuerpo. Crece y se divide sin control, produciendo tumores que pueden poner en peligro la vida de su anfitrión. Si las células humanas pueden comportarse así formando parte del mismo organismo, es fácil imaginar que una bacteria como la Blochmannia, que es un organismo separado de su anfitrión, la hormiga, pueda hacer lo mismo. Puede originar una suerte de cáncer simbiótico que se reproduce de manera desenfrenada, absorbe la energía que la hormiga necesita para sí misma e invade células donde no debe entrar.[20]

Con los bacteriocitos, los insectos pueden evitar que esto suceda. Los insectos pueden controlar el movimiento de los nutrientes a través de los bacteriocitos impidiendo que cualquiera de los simbiontes juegue sucio, deje de cumplir los términos de su arrendamiento y no proporcione los beneficios requeridos. Pueden bombardear a los microbios cautivos con enzimas dañinas y antibacterianos químicos para mantener a sus poblaciones bajo estricto control. El gorgojo de los cereales —un escarabajo de largo hocico que devora el arroz y otros granos— hace esto mismo con la bacteria Sodalis de sus bacteriocitos, la cual produce sustancias químicas que forman los duros caparazones protectores del gorgojo. Cuando empieza a formarse el caparazón en el insecto adulto, el control de las bacterias, que cuadruplican su número, se relaja. Pero, una vez formado el caparazón, el gorgojo ya no necesita a sus compañeros microbianos y los mata. Recicla el contenido de sus bacteriocitos, la bacteria Sodalis y todo lo demás, reduciéndolo a materias primas, y hace que las células se autodestruyan. En definitiva, gracias a sus prisiones celulares, el gorgojo puede aumentar su población de bacterias domesticadas cuando la situación lo requiere, y acabar con ellas cuando su asociación deja de serle útil.[21]

Esta contención es más difícil para los animales vertebrados, como nosotros. Tenemos que controlar un conjunto de microbios mucho mayor que cualquier insecto, y hacerlo sin bacteriocitos. La mayoría de nuestros microbios vive alrededor de nuestras células, no dentro de ellas. No hay más que pensar en nuestro intestino. Es un largo tubo con abundantes pliegues y vellosidades que, si lo extendiéramos completamente, ocuparía la misma superficie que un campo de fútbol. Dentro de ese tubo pululan billones de bacterias. Solo hay una capa de células epiteliales —las que forran nuestros órganos— impidiéndoles atravesar las paredes del intestino y llegar a los vasos sanguíneos, que podrían transportarlas a otras partes del cuerpo. El epitelio intestinal es nuestro principal punto de contacto con nuestros compañeros microbianos, pero también nuestro punto más vulnerable. Los animales acuáticos más sencillos, como los corales y las esponjas, se encuentran en peor situación. Sus cuerpos enteros son poco más que capas de epitelio sumergidas en un baño de microbios. Y, sin embargo, también ellos pueden controlar a sus simbiontes. ¿Cómo?

Para empezar, usan moco, el mismo fluido viscoso que nos obstruye la nariz cuando estamos resfriados. «No podemos equivocarnos con el moco porque el moco sea frío», dice Forest Rohwer.[22] Él lo sabe bien, ya que durante años ha recogido muestras de esta secreción en el reino animal. Casi todos los animales utilizan mucosidades para cubrir los tejidos expuestos al mundo exterior. Nosotros las tenemos en intestinos, pulmones, narices y genitales. Los corales las tienen en todas partes. En todos los casos, la mucosidad actúa como barrera física. Está formada por moléculas gigantes llamadas mucinas, cada una de las cuales consta de una columna central de proteínas con miles de moléculas de azúcares ramificadas que parten de ella. Estos azúcares hacen que las mucinas se enmarañen formando una densa espesura casi impenetrable, un gran muro de mucosidad que impide a los microbios rebeldes adentrarse más en el cuerpo. Y por si eso no fuera suficientemente disuasivo, el muro está guarnecido por virus.

Cuando pensamos en los virus, es probable que nos vengan a la mente el ébola, el VIH o la gripe, villanos bien conocidos que nos enferman. Pero la mayoría de los virus infecta y mata microbios. Se llaman bacteriófagos —literalmente, «comedores de bacterias»—, o fagos para abreviar. Todos tienen una cabeza icosaédrica sobre unas patas delgaduchas (más o menos como el módulo lunar que puso a Neil Armstrong sobre la superficie de la Luna). Cuando tocan una bacteria, le inyectan su ADN y la convierten en una fábrica de más fagos. Finalmente, la bacteria estalla y los virus salen. Los fagos no infectan a los animales, y su número supera en mucho al de los virus que sí lo hacen. Los billones de microbios que tenemos en el intestino pueden soportar a trillones de fagos.

Hace unos años, Jeremy Barr, miembro del equipo de Rohwer, advirtió que a los fagos les atrae la mucosidad. En un ambiente típico, habrá diez fagos por cada célula bacteriana.[23] En la mucosidad habrá cuarenta. Esa cuádruple concentración de fagos también se alcanza en las encías humanas, los intestinos del ratón, la piel de los peces, los gusanos marinos, las anémonas y los corales. Imaginemos hordas y más hordas de ellos lanzados de cabeza, y con las patas extendidas, contra microbios pasajeros a los que estrechan en un abrazo mortal. Y estos fagos presentes en las mucosidades podrían no ser más que simples herramientas para matar microbios. Rohwer sospecha que los animales, al cambiar la composición química de sus mucosidades, podrían reclutar fagos específicos que matarían ciertas bacterias al tiempo que dejarían pasar indemnes a otras. Tal vez esta sea una manera de seleccionar a nuestros socios microbianos.

Esta idea tiene profundas implicaciones. Sugiere que los fagos —que, recordemos, son virus— mantienen una relación mutuamente beneficiosa con los animales, nosotros incluidos. Mantienen a nuestros microbios bajo control, y nosotros, a cambio, les ayudamos a reproducirse ofreciéndoles un mundo pletórico de huéspedes bacterianos. Los fagos tienen una probabilidad quince veces mayor de encontrar una víctima si se pegan a las mucosidades. Y puesto que las mucosidades son universales en los animales, y los fagos son universales en las mucosidades, es probable que esta asociación comenzara en los albores del reino animal. Rohwer sospecha que los fagos eran el sistema inmunitario original, la manera en que los animales más sencillos controlaban los microbios a sus puertas.[24] Estos virus ya abundaban en el medio ambiente. Era simplemente cuestión de concentrarlos proporcionándoles una capa mucosa donde instalarse. A partir de este sencillo comienzo surgieron medios de control más complejos.

Consideremos el intestino de los mamíferos. La mucosa que lo recubre se presenta en dos capas: una interna, que es densa y se asienta directamente sobre la parte superior de las células epiteliales, y otra exterior más laxa sobre la primera. La capa exterior está llena de fagos, pero también es un lugar donde los microbios pueden instalarse y formar comunidades prósperas. Allí son abundantes. En comparación, son muy pocos los que viven en la densa capa interna. Eso se debe a que las células epiteliales rocían con generosidad esta zona con péptidos antimicrobianos (AMP, del inglés antimicrobial peptides), pequeñas balas moleculares que expulsan a cualquier microbio invasor. Ellas crean lo que Lora Hooper llama una zona desmilitarizada: una región inmediata al revestimiento del intestino, donde los microbios no pueden establecerse.[25]

Si los microbios logran abrir un cauce a través de la mucosa, pasar entre las filas de los fagos y los péptidos antimicrobianos y atravesar el epitelio, al otro lado se encontrarán un batallón de células inmunitarias que los engullirán y destruirán. Estas células no solo andan por ahí pendientes de lo que pueda ocurrir. Lo sorprendente es que son proactivas. Algunas pasan a través del epitelio para detectar microbios al otro lado, como si sintieran lo que sucede detrás de los listones de una cerca. Si encuentran bacterias en la zona desmilitarizada, las capturan y las devuelven. Al hacer estos prisioneros, las células inmunitarias obtienen de manera regular información sobre las especies que dominan en la mucosa, y pueden preparar anticuerpos y otras respuestas defensivas apropiadas.[26]

Estas medidas —la mucosidad, los péptidos antimicrobianos y los anticuerpos— también determinan las especies que se quedarán en el intestino.[27] Lo sabemos porque los científicos han criado muchas líneas de ratones mutantes que carecen de uno o más de estos componentes. Todos terminan con series irregulares de microbios, y, por lo general, algún tipo de enfermedad inflamatoria. El sistema inmunitario del intestino no es, pues, una barrera que no discrimina; no acaba de forma indiscriminada con cualquier microbio que se acerque. En este control es selectivo. También es reactivo. Por ejemplo, muchas moléculas bacterianas estimulan las células intestinales para producir más mucosidad; cuantas más bacterias haya, tanto más se fortifica el intestino. Asimismo, las células intestinales liberan ciertos péptidos antimicrobianos tras recibir señales bacterianas; no están siempre disparando sobre la zona desmilitarizada, pero abren fuego cuando sus objetivos se acercan demasiado.[28]

Cabría ver esto como una forma que tiene el sistema inmunitario de calibrar el microbioma: cuantos más microbios haya, con mayor fuerza los hará retroceder el sistema inmunitario. Pero también se podría decir que son los microbios los que calibran el sistema inmunitario, provocando respuestas que crean un nicho adecuado para ellos mismos y rechazar a sus competidores. Esta última visión cobra sentido cuando consideramos que muchos de nuestros microbios intestinales más comunes están adaptados de tal modo que pueden coexistir con el sistema inmunitario. Lo cual nos ofrece una perspectiva de la inmunidad muy diferente del retrato clásico en el que todo se reduce a destruir microbios que nos amenazan con enfermedades. Mientras escribo esto, Wikipedia todavía define el sistema inmunitario como «un sistema de estructuras y procesos biológicos dentro de un organismo que protege contra la enfermedad». Si el sistema se activa, es porque ha detectado un patógeno, una amenaza que luego hace desaparecer. Sin embargo, para muchos científicos, la protección contra los patógenos es solo una ventaja adicional. La función principal del sistema inmunitario es administrar nuestras relaciones con los microbios residentes en nosotros. Se trata más de mantener el equilibrio y llevar a cabo una buena gestión que de la defensa y la destrucción.

Los animales vertebrados, como nosotros, poseen sistemas inmunitarios especialmente complejos, capaces de crear a medida duraderas defensas contra amenazas específicas; por eso nos mantenemos inmunes a infecciones infantiles como el sarampión, o a aquellas otras contra las que nos hemos vacunado. No es que seamos más vulnerables a las infecciones que otros animales. La experta en el calamar hawaiano Margaret McFall-Ngai piensa que este más intrincado sistema inmunitario evolucionó para poder controlar un microbioma más complejo, permitiendo a los vertebrados seleccionar con mayor precisión las especies que pueden vivir en sus organismos y hacer que esas relaciones así afinadas sean duraderas. En lugar de limitar los microbios, nuestro sistema inmunitario evolucionó para que admitiera aún más.[29]

Recordemos el capítulo anterior, en el que he comparado el sistema inmunitario a un equipo de guardabosques que gestiona un parque. Si los microbios derriban las cercas del parque —la mucosidad—, los guardabosques los rechazan y fortifican la barrera. Ellos eliminan cualquier especie que se haga demasiado dominante en el parque, y echan a todos los patógenos invasores que vengan del exterior. Mantienen el equilibrio dentro de la comunidad, y defienden constantemente este equilibrio de amenazas tanto foráneas como domésticas.

Los guardabosques solo tienen tiempo libre al comienzo de nuestras vidas, cuando en términos microbiológicos somos páginas en blanco. Para permitir que los microbios colonicen nuestros cuerpos recién nacidos, una clase especial de células inmunitarias suprime el resto del conjunto defensivo del cuerpo; por ello, los recién nacidos son vulnerables a las infecciones durante los primeros seis meses de vida.[30] No es porque su sistema inmunitario sea inmaduro, como se cree habitualmente, sino porque se reprime de forma deliberada con el fin de abrir durante un tiempo una ventana a todos los microbios para que puedan establecerse. Pero si el sistema inmunitario se halla entonces privado de todas sus capacidades selectivas, ¿cómo puede un mamífero recién nacido asegurarse de que adquirirá las comunidades adecuadas?

Su madre le ayuda en esto. La leche materna está llena de anticuerpos que controlan las poblaciones microbianas de los adultos, y los recién nacidos reciben estos anticuerpos durante la lactancia. Cuando la inmunóloga Charlotte Kaetzel crio, mediante ingeniería genética, unos ratones mutantes que no podían producir uno de estos anticuerpos en la leche, observó que las crías crecían con microbios intestinales extraños.[31] En ellas abundaban especies que se encuentran normalmente en personas con enfermedades inflamatorias intestinales, y muchas de estas bacterias se abrían paso a través de las paredes del intestino, con la consiguiente inflamación de los ganglios linfáticos existentes bajo ellas. Como ya hemos visto, muchas bacterias inofensivas lo son según donde se hallen. La leche las mantiene a raya. Y hace mucho más que eso. La leche es una de las formas más asombrosas que tienen los mamíferos de controlar sus microbios.

En la Universidad de California en Davis existe un bloque de edificios con vistas a un gran viñedo y a una huerta pletórica de verduras de verano. Se asemeja a una villa toscana que de alguna manera haya sido teletransportada al Oeste de Estados Unidos. Pero en realidad es un instituto de investigación, cuyos miembros están obsesionados con la ciencia de la leche. Los dirige un pequeño y enérgico manojo de nervios llamado Bruce German. Si hubiera una distinción internacional al mejor divulgador de las virtudes de la leche, seguramente la recibiría German. Me encuentro con él en su oficina, le estrecho la mano y le pregunto: «¿Por qué le interesa tanto la leche?». Media hora después, continúa monologando su respuesta mientras hace botar una pelota de gimnasio y juguetea con unos jirones de envoltorio de burbujas.

La leche es la fuente perfecta de nutrición, dice, un «superalimento» digno de este nombre. No es una opinión habitual. Hasta la fecha, el número de publicaciones científicas sobre la leche es exiguo en comparación con el de publicaciones sobre otros fluidos corporales como la sangre, la saliva o incluso la orina. La industria lechera ha gastado una fortuna inimaginable en la extracción de leche de las vacas, pero muy poco en el estudio de lo que este líquido blanco es o cómo actúa. Los agentes financieros del sector médico lo consideraban irrelevante; como dice German, la leche «no tiene nada que ver con las enfermedades de los hombres blancos de mediana edad». Y los nutricionistas la veían como un simple cóctel de grasas y azúcares que podría ser fácilmente reproducido y sustituido mediante fórmulas. «Decían que no era más que un saco de compuestos químicos —remacha German—. [Pero] es cualquier cosa menos eso.»

La leche es una innovación de los mamíferos. Cada madre de esta clase animal, sea el ornitorrinco o el pangolín, el ser humano o el hipopótamo, alimenta a sus crías por disolución, literalmente hablando, de su propio cuerpo para producir un líquido blanco que secreta a través de los pezones. Los ingredientes de este líquido han sido ajustados y perfeccionados a lo largo de 200 millones de años de evolución para proveer la nutrición que las crías necesitan. Estos ingredientes incluyen azúcares complejos, llamados oligosacáridos. Todos los mamíferos los producen, pero, por alguna razón, las madres humanas producen una variedad excepcional —los científicos han identificado hasta la fecha más de doscientos oligosacáridos, o HMO, en la leche humana.[32] Estos constituyen el tercer componente más abundante de la leche humana, después de la lactosa y las grasas, y son una rica fuente de energía para los bebés en crecimiento.

Pero ellos no pueden digerirlos.

Cuando German tuvo conocimiento de la proporción de HMO, se quedó perplejo. ¿Por qué una madre gasta tanta energía fabricando estos complicados compuestos químicos si son indigeribles y, por lo tanto, inútiles para su hijo? ¿Por qué la selección natural no se opuso a este despilfarro? He aquí una pista: estos azúcares pasan por el estómago y el intestino delgado sin cambios, y acaban en el intestino grueso, donde se encuentran la mayoría de nuestras bacterias. ¿Y si resulta que no son en absoluto un alimento para los niños? ¿No serán un alimento para los microbios?

Esta idea data de principios del siglo XX, cuando dos grupos muy diferentes de científicos hicieron descubrimientos que, sin saberlo, se hallaban estrechamente relacionados.[33] En el campo de la pediatría, unos médicos descubrieron que unas bacterias llamadas Bifidobacteria (o bifs para los amigos) eran más comunes en las heces de los niños amamantados que en las de los alimentados con leche maternizada. De ello dedujeron que la leche humana tenía que contener alguna sustancia que alimentara a esas bacterias, algo que más tarde los científicos llamarían el «factor bífidus». Mientras tanto, unos químicos descubrían que la leche humana contiene unos carbohidratos de los que la leche de vaca carece, y poco a poco fueron reduciendo esta enigmática mezcla a sus componentes individuales, entre ellos varios oligosacáridos. Estas pistas paralelas confluyeron en 1954 gracias a la amistad entre Richard Kuhn (químico austriaco que recibiría el Premio Nobel) y Paul Gyorgy (pediatra norteamericano de origen húngaro y defensor de la lactancia natural). Juntos confirmaron que el misterioso factor bífidus y los oligosacáridos de la leche eran la misma cosa, y que ambos alimentaban a los microbios intestinales. (A menudo sucede que el encuentro entre diferentes ramas científicas permite comprender el encuentro entre clases de seres vivos.)

En la década de 1990, los científicos sabían que había más de cien HMO en la leche, pero solo habían caracterizado unos pocos. Nadie sabía qué eran la mayoría de ellos ni a qué especies de bacterias alimentaban. Lo único que sabían era que alimentaban por igual a todos los bifs. German no estaba satisfecho. Quería saber exactamente quiénes eran los comensales y qué platos pedían. Para averiguarlo, consciente de la trascendencia del asunto, formó un equipo compuesto por químicos, microbiólogos y bromatólogos.[34] Juntos, identificaron todos los HMO, los extrajeron de la leche y alimentaron a las bacterias. Y, para su desazón, estas no se multiplicaban.

Pero pronto se aclaró el problema: los HMO no constituyen un alimento completo para los bifs. En 2006, el equipo descubrió que los azúcares nutrían de forma selectiva a una subespecie particular llamada Bifidobacterium longum infantis, o B. infantis para abreviar. Siempre que se le proporcionaban HMO, superaba a cualquier otra bacteria intestinal. Una subespecie estrechamente relacionada, B. longum longum, apenas crecía con los mismos azúcares. Irónicamente, la bacteria llamada B. lactis, habitual en los yogures probióticos, no se multiplicaba en absoluto. Otro pilar probiótico, B. bifidum, lo hace un poco mejor, pero es una bacteria quisquillosa y veleidosa. Descompone algunos HMO y toma los que le gustan. Por el contrario, B. infantis no deja ni las migas con su bagaje de treinta genes —un juego completo de cubiertos para comer HMO.[35] Ningún otro bif posee este bagaje genético; únicamente B. infantis. La leche humana evolucionó para nutrir a este microbio, que, a su vez, evolucionó hacia un consumado HMOvoro. No es sorprendente que sea a menudo el microbio dominante en el intestino de los lactantes amamantados.

Y se gana el sustento. A medida que digiere HMO, el B. infantis libera ácidos grasos de cadena corta (SCFA, del inglés short chain fatty acids) que alimentan a las células intestinales de un bebé; de ese modo, mientras la madre nutre a este microbio, el microbio nutre al bebé. Mediante el contacto directo, el B. infantis también anima a las células intestinales a fabricar proteínas adhesivas que sellen los huecos entre ellas, y moléculas antiinflamatorias que calibren el sistema inmunitario. Estos cambios solo se producen cuando el B. infantis crece con HMO; si en su lugar obtiene lactosa, sobrevive, pero se desentiende de las células del bebé. Solo libera todo su potencial benéfico cuando se alimenta de leche materna. Y para que un niño obtenga todos los beneficios que la leche puede proporcionarle, el B. infantis debe estar presente.[36] Por esa razón, David Mills, un microbiólogo que trabaja con German, considera al B. infantis como parte de la leche, aunque sea una parte que no sale del pecho.[37]

La leche materna humana se distingue de la del resto de mamíferos: tiene cinco veces más clases de HMO que la leche de vaca, y varios cientos de veces su cantidad total. Incluso la leche de chimpancé es pobre comparada con la de nuestra especie. Nadie sabe por qué existe esta diferencia, pero Mills ofrece un par de buenas explicaciones. Una implica a nuestro cerebro, que es verdaderamente grande para un primate de nuestro tamaño y que crece con increíble rapidez durante nuestro primer año de vida. Este rápido crecimiento depende en parte de un nutriente llamado ácido siálico, que también resulta ser uno de los compuestos químicos que la B. infantis libera mientras se alimenta de HMO. Es posible que, manteniendo esta bacteria bien alimentada, las madres puedan criar niños más inteligentes. Y esto explicaría por qué, entre los monos y los simios, las especies sociales tienen más oligosacáridos en la leche que las solitarias, y además una mayor variedad de ellos. Grupos más grandes significan más lazos sociales que recordar, más amistades que entablar y más rivales que manejar. Muchos científicos creen que estas demandas impulsaron la evolución de la inteligencia en los primates; quizá también fomentaran la diversidad de HMO.

Una idea alternativa apunta a enfermedades. Los patógenos pueden rebotar con facilidad de un huésped a otro, por lo que los animales que viven en grupo necesitan protegerse contra las infecciones descontroladas. Los HMO proporcionan una defensa. Cuando los patógenos infectan nuestro intestino, casi siempre empiezan adhiriéndose a los glicanos —moléculas de azúcar— presentes en la superficie de nuestras células intestinales. Pero los HMO guardan un parecido sorprendente con estos glicanos intestinales, por lo que los patógenos a veces se pegan también a ellos. Actúan como señuelos para atraer el fuego lejos de las células de un bebé. Pueden bloquear toda una lista de villanos intestinales, como Salmonella, Listeria, Vibrio cholerae (causante del cólera), Campylobacter jejuni (la causa más común de la diarrea bacteriana), Entamoeba histolytica (una ameba voraz que causa disentería y mata a 100.000 personas cada año) y muchas cepas virulentas de E. coli. Incluso pueden ser capaces de detener al VIH, lo que explicaría por qué la mayoría de los lactantes de madres infectadas no se infectan a pesar de tomar durante meses leche cargada de virus. Cada vez que los científicos han enfrentado un agente patógeno a células cultivadas en presencia de HMO, las células han salido indemnes. Esto ayuda a explicar por qué los bebés amamantados tienen menos infecciones intestinales que los alimentados con leche maternizada, y por qué hay tantos HMO. «Es lógico que estos tengan que ser lo bastante diversos como para manejar una serie de patógenos, desde virus a bacterias —explica Mills—. Creo que es esta asombrosa diversidad lo que proporciona tal constelación de protecciones.»[38]

El equipo acaba de empezar. Y ha creado una impresionante planta de procesamiento de leche en su instituto de apariencia toscana para descubrir muchos secretos misteriosos de este fluido que tan poco misterioso nos parece. En el laboratorio principal, que Mills dirige junto con la bromatóloga Daniela Barile, hay dos enormes recipientes de acero en los que se almacena leche, un pasterizador que parece una máquina de cappuccino y un enrevesado equipo para filtrar el líquido y descomponerlo en sus elementos. Cientos de cubetas blancas se amontonan en una repisa cercana. «Normalmente están llenos», me dice Barile.

Las cubetas llenas se conservan dentro de un enorme congelador que las enfría a unos muy poco agradables -32 grados centígrados. En un banco cercano hay una fila de botas («Cuando procesamos, hay leche por todas partes», dice Barile), un martillo para picar hielo («La puerta no cierra bien») e, inexplicablemente, un cortador de embutidos (no pregunto). Metemos nuestras cabezas dentro. Las cubetas blancas están dispuestas en tarimas y estantes, y entre todas albergan 2.300 litros de leche. Buena parte de ellos son de leche de vaca donada por las lecherías, pero una cantidad sorprendente es de origen humano. «Muchas mujeres se la extraen y la almacenan, y una vez que sus hijos empiezan a comer alimentos sólidos, piensan: “¿Y ahora qué hacemos con ella?”. La gente oye hablar de nosotros, y recibimos donaciones —dice Mills—. Tenemos 80 litros, recogidos durante dos años, de alguien de la Universidad de Stanford que nos dijo: “Tengo toda esa leche, ¿la quieren?”». Dijeron que sí. Necesitaban toda esa leche y más.

Su plan es estudiar los componentes de la leche: HMO y otros más. Hay grasas y proteínas, algunas con glicanos adheridos a ellas: ¿cómo afectan estos al B. infantis y otros bifs? Y también hay fagos, muchos fagos. German ha formado equipo con Jeremy Barr con el fin de ver si las madres utilizan la leche materna para proporcionar a sus hijos una dosis inicial de virus simbióticos. Ya han encontrado algo extraño: los fagos se adhieren muy bien a la mucosa, pero lo hacen con una eficacia diez veces mayor si hay leche materna alrededor. Algo de la leche les ayuda a fijarse. Y este algo parecen ser pequeñas esferas de grasa encerradas en proteínas que se parecen a las de las mucosidades. Si dejamos un vaso de leche al aire libre, la capa de grasa que se forma en la superficie está llena de estos glóbulos. Ellos aportan nutrición a un bebé, pero también pueden asegurar a los primeros virus del bebé una posición en el intestino.

Cuando Barr me habla de esto, me quedo pasmado. Esto significa que los medios con que configuramos y controlamos nuestro microbioma —los fagos, la mucosidad, las distintas armas del sistema inmunitario y los componentes de la leche— se hallan todos conectados. He hablado de ellos como si fuesen elementos separados, pero todos forman parte de un enorme sistema entrelazado para estabilizar nuestras relaciones con nuestros microbios. En esta asombrosa realidad, los virus pueden ser aliados, los sistemas inmunitarios pueden amparar a microbios, y una madre que amamanta a su hijo no solo lo está alimentando, sino también creando todo un mundo. ¿Y leche materna? German tenía razón: es mucho más que un saco de compuestos químicos. Alimenta a bebés y a bacterias, a infantes y a infantis por igual. Es un sistema inmunitario preliminar que frustra a más microbios malévolos. Es el medio por el cual una madre se asegura de que sus hijos tendrán los compañeros adecuados desde sus primeros días de vida.[39] Y prepara a su retoño para la vida que tiene por delante.

Una vez destetados, nos corresponde solo a nosotros la tarea de alimentar a nuestros microbios. Lo hacemos en parte a través de la dieta, que aporta un flujo de diversas moléculas de azúcares ramificadas —glicanos— que suplen los HMO perdidos. Pero también producimos nuestros propios glicanos; la mucosa intestinal está llena de ellos, pues proporciona ricos pastos a los microbios que viven en nuestro intestino. Si seguimos ofreciéndoles los alimentos adecuados, nutrimos bacterias que probablemente sean beneficiosas y excluimos las que puedan ser más peligrosas. Este imperativo de alimentar a nuestros microbios es tan estricto que lo cumplimos incluso al parar de comer. Cuando los animales y nosotros enfermamos, con frecuencia perdemos el apetito, una táctica sensata que desvía la energía que consumiríamos buscando comida para emplearla en mejorar. Esto también significa que nuestros microbios intestinales sufren una hambruna transitoria. Los ratones enfermos se ocupan de este problema soltando raciones de emergencia de un azúcar simple llamado fucosa. Los microbios intestinales pueden degradar este azúcar y alimentarse de él, manteniéndose vivos mientras esperan a que sus anfitriones reanuden el servicio normal.[40]

El grupo de Bacteroides, que se distingue por alimentarse de estos glicanos, pronto se convierte en la comunidad microbiana más común en el intestino. Pero lo fundamental de los glicanos es que son tan diversos que ninguna especie bacteriana posee los recursos adecuados para nutrirse de todos ellos. Esto significa que al ingerir o producir una amplia gama de glicanos nos procuramos gran abundancia de bacterias diferentes. Algunas son generalistas y hacen pocas distinciones, cual palomas o mapaches; otras son especialistas exigentes, cual pandas u osos hormigueros. Forman redes nutricionales donde algunas descomponen las moléculas más grandes y resistentes y liberan fragmentos más pequeños de los que otras se hacen cargo. Hacen pactos por los que dos especies se alimentarán unas a otras, digiriendo cada una alimentos distintos, y produciendo sustancias químicas sobrantes que su compañera pueda aprovechar. Las bacterias establecen treguas ajustando sus singularidades metabólicas para evitar competir con sus vecinas.[41]

Estas interacciones son importantes porque fomentan la estabilidad. Si una sola bacteria es demasiado eficaz cosechando glicanos, podría crear en la mucosa aberturas a través de las cuales otros microbios podrían pasar. Pero si hay cientos de especies que compiten, podrán impedirse unas a otras monopolizar con glotonería el alimento disponible. Al ofrecer una amplia gama de nutrientes, alimentamos una amplia variedad de microbios y estabilizamos nuestras inmensas y diversas comunidades. Y estas comunidades, a su vez, harán más difícil la invasión de patógenos. Al repartir correctamente la mesa, nos aseguramos de que los invitados adecuados acudan a cenar, al tiempo que excluimos a los intrusos. Nuestras madres iniciaron esta tendencia mientras nos alimentaban al comienzo de nuestras vidas, y desde entonces proseguimos su trabajo.

Hay otra manera de que los anfitriones reduzcan el conflicto con sus microbios, y esta es extrema: ambas partes pueden llegar a ser tan codependientes que actúan en la práctica como una sola entidad.[42] Esto sucede cuando las bacterias encuentran su camino dentro de las células de sus anfitriones, y son transmitidas fielmente de padres a hijos. El destino de las dos partes está ahora enlazado. Todavía tienen sus propios intereses, pero estos se superponen hasta tal punto que los desacuerdos remanentes son desdeñables.

Estos acuerdos, que son sobre todo comunes en los insectos, tienden a atrapar microbios en una predecible espiral de simplificación. En las células de sus anfitriones quedan restringidos a poblaciones pequeñas separadas de otras bacterias. Su aislamiento permite que se produzcan mutaciones nocivas en su ADN. Cualquier gen que no sea esencial se vuelve defectuoso e inútil antes de desaparecer por completo.[43] Si introdujéramos en un insecto un nuevo simbionte, y este avanzase con rapidez en la línea evolutiva, veríamos una violenta agitación en su genoma, que se contorsiona, se quiebra, se deforma y se encoge. Finalmente, su marchitado genoma quedaría reducido casi al mínimo necesario para la vida. Un microbio típico de vida libre como la E. coli tiene un genoma que consta de unas 4.600.000 letras de ADN. El simbionte más pequeño conocido, la Nasuia, tiene solo 112.000. Si el genoma de la E. coli fuese del tamaño de este libro, tendría que arrancar todo lo que sigue al prólogo para aproximarme al de la Nasuia. Estos simbiontes están totalmente domesticados, son incapaces de sobrevivir por sí mismos, acorralados para siempre en el medio que les ofrecen los insectos.[44] Y los anfitriones se tornan a menudo dependientes de sus encogidos simbiontes debido a su necesidad de nutrientes o de otros beneficios vitales para ellos. Es el mismo proceso que transformó una antigua bacteria en mitocondria, una estructura esencial sin la cual no podemos vivir.

Estas fusiones son formas poderosas de mitigar el conflicto entre anfitriones y microbios, pero todavía tienen un lado oscuro. John McCutcheon, un biólogo alto, casi calvo, con gafas y una amplia sonrisa, se dio cuenta de esto tras estudiar la cigarra periódica de trece años. Este insecto negro de ojos rojos pasa la mayor parte de su vida como ninfa, viviendo bajo tierra y succionando savia de las raíces de las plantas. Tras trece años de esta indolente existencia, todas las cigarras emergen al mismo tiempo, llenando el aire de su canto cacofónico. Y tras un exceso de sexo frenético, todas mueren al mismo tiempo, cubriendo el suelo de sus cuerpos sin vida. Como estos insectos tienen un estilo de vida tan extraño, McCutcheon sospecha que podrían tener simbiontes igualmente extraños. Estaba en lo cierto, pero no tenía ni idea de lo extrema que resultaría su rareza.

Las secuencias de ADN de los simbiontes de las cigarras eran un lío. Parecía que todos tenían el mismo genoma, pero era como si alguien le hubiera dado a McCutcheon las piezas revueltas de varios ejemplares incompletos del mismo puzzle. Confundido, cambió de cigarra: una especie de vida más corta y más vellosa de Sudamérica. Y se encontró con el mismo problema: fragmentos de ADN que, sencillamente, no se agrupaban en un único genoma. Pero lo hacían en dos genomas.

Los dos genomas pertenecían a bacterias que descendían de un simbionte llamado Hodgkinia. Una vez que este microbio entraba en la cigarra vellosa, se dividía de algún modo en dos «especies» separadas, dentro del insecto.[45] Estas especies hijas han perdido genes que la Hodgkinia tenía, pero cada una se deshizo de genes diferentes. Sus genomas actuales, aun siendo pálidas sombras de sus antiguas identidades, son perfectamente complementarios. Son como dos mitades de un todo anterior: no hay nada que la Hodgkinia original pudiera hacer que las dos hijas no puedan hacer juntas.

McCutcheon tardó casi un año en averiguar lo que pasaba, pero, una vez lo supo, el misterio de los simbiontes confundidos de la cigarra de trece años quedó mucho más claro. Ese insecto también contiene Hodgkinia, pero, en lugar de dividirse en dos especies, la bacteria se había dividido en quién sabe cuántas. Con el tiempo, su ADN se agrupaba en al menos 17 anillos distintos, y tal vez hasta 50. ¿Es cada uno de una especie diferente? ¿O hay linajes cuyos genomas se dividen en diferentes anillos? Nadie lo sabe. De todas maneras, el equipo se ha fijado en muchas otras cigarras, y en todas ha encontrado el mismo patrón. En una cigarra chilena la Hodgkinia se divide en seis genomas complementarios.[46]

En todos estos casos, los genes para la fabricación de vitaminas esenciales están dispersos por los genomas de las cigarras y sus muchos simbiontes Hodgkinia, por lo que el conjunto entero solo puede sobrevivir si cada miembro está presente. A corto plazo estarán bien. A largo plazo… ¿quién sabe? Si la Hodgkinia continúa rompiéndose en pedazos cada vez más pequeños, todos los cuales son importantes, la comunidad se vuelve increíblemente precaria. La pérdida de uno podría acabar con todos. «Es como ver el descarrilamiento de un tren o un proceso de extinción a cámara lenta —dice McCutcheon—. Me hace pensar de otra manera sobre la simbiosis.» Siempre la vio como un recurso positivo que proporciona a ambos socios beneficios y oportunidades. Pero también puede ser una trampa donde los socios se hacen cada vez más vulnerables en su dependencia. Nancy Moran, exasesora de McCutcheon, llama a esto un «agujero negro de la evolución», una metáfora que implica un viaje «generalmente irreversible a un mundo muy extraño donde las reglas usuales dejan de ser aplicables».[47] Una vez que ambos socios caen en ese agujero, puede resultarles difícil escapar. Y allí en el fondo no hay ningún mundo fantástico, solo la extinción.

Tal es el precio de la simbiosis. Incluso cuando los microbios no son tan esenciales para sus anfitriones como los simbiontes de una cigarra, todavía ejercen una poderosa influencia en nuestras vidas y nuestra salud. Y cuando se vuelven unos granujas, las consecuencias pueden ser desastrosas. Por eso hemos inventado los humanos y otros animales tantas maneras de enderezar a nuestras multitudes. Les ponemos restricciones confiando en la química de nuestro organismo. Los acorralamos con barreras físicas. Los estimulamos alimentándolos con alimentos delicados. Podemos darles palos usando fagos, anticuerpos y otros recursos de nuestro sistema inmunitario. Disponemos de muchas soluciones para los conflictos, siempre presentes, que tenemos con nuestros microbios, y muchas maneras de hacerles cumplir nuestros contratos con ellos.

Desgraciadamente, sin darnos cuenta, los humanos también hemos desarrollado, muchas maneras de incumplir esos contratos.