10

El tiempo se hizo eterno. Todo en el hogar de los McDougall se ralentizó, como si la partida de Deirdre los dejara sumidos en una hibernación.

El ala destinada a ser el hogar de la joven generación ya estaba terminada, pero permanecía muda. No parecía haber nadie capaz de apreciar las paredes nuevas, la posible habitación de los niños, el modesto y confortable comedor, el pequeño despacho con una abastecida biblioteca o la amplia habitación del matrimonio. Sin embargo, aunque pasear por la silenciosa ala no le traía la paz que buscaba, Liam se negaba a echar a perder algo que había sido creado con tanto esfuerzo y cariño, por lo que las sirvientas tenían la orden de barrer, quitar el polvo o limpiar los cristales.

Por su parte, seguía utilizando la habitación en la que tanto Deirdre como él habían pasado tan buenos momentos… Pero también los peores.

Su eterna penitencia era recordar su última conversación entre esas cuatro paredes y reproducirla una y otra vez intentando deducir dónde había estado su fallo. Tampoco había dejado de lado la labor que su esposa había comenzado con las personas que componían su tan preciada comunidad. Ellos eran su rutina, los que, en cierta forma, lo mantenían unido a Deirdre.

Si antes de la llegada de su mujer a su vida alguien le hubiera dicho cómo se sentiría sin ella, lo hubiera tachado de loco. No podía evitarlo. La veía en cada rincón, charlando con entusiasmo, concibiendo nuevas formas de facilitar la vida o creando momentos irrepetibles. Debatiendo con su madre, Fiona o Edmé; sentada en el despacho leyendo un libro mientras le iba contando cada detalle; bañándose a la luz de las velas o simplemente entregándose a él en la cama. La echaba tanto de menos que en ocasiones sentía un sordo dolor el pecho.

En otras circunstancias lo habría achacado a que, por fin, se había acostumbrado a la constante presencia de su esposa, y en cierta forma era así, aunque sin serlo del todo. Sus sentimientos por ella se habían expandido cauta y silenciosamente hacia ese corazón suyo, tan estúpido y ciego, hasta convertirlo en más que un músculo, en más que un órgano. Ahora, y sin saber muy bien cómo había sucedido, se sentía en condiciones de aceptar que se hallaba irremediablemente enamorado de Deirdre, pero también muy solo.

Desde el principio había actuado como un patán, equivocándose a cada paso. Ella había acertado al llamarlo idiota, pero era más que eso, y no se la merecía.

La fachada que una vez había enjuiciado fea, le parecía ahora un rostro único. También comprendía que ella, al igual que el resto, era más que una simple apariencia. Si uno no se permitía conocer al verdadero yo de las personas estaba condenado a la soledad. Y él no quería eso.

Lo más patético del asunto era que, mientras él se moría de amor por Deirdre y ya la valoraba en su justa medida, ella quizás se limitaba a albergar un afecto amigable en su corazón. No obstante, teniendo en cuenta que no se había portado como un verdadero marido, eso sería desear mucho y, debido a la forma en la que se separaron, era más que probable que ni eso conservara.

No le quedaban muchas opciones, pero se había impuesto un plazo. Dejaría pasar un poco más de tiempo y permanecería en Glenrow trabajando y rezando para que ella no juzgara mejor no regresar a casa. De lo contrario, viajaría a Inglaterra y se esforzaría por convencerla de que había cambiado y que la amaba, no a pesar de su apariencia, sino debido a ella. Esperaba tener la oportunidad de reparar el daño que había causado, así que se limitó a esperar.

***

Deirdre saludaba a todos los que encontraba en su camino de regreso a casa. Recorría por segunda vez el trayecto que la llevaba a la incertidumbre, aunque esta vez el paisaje lucía un inmutable vestido blanco. De nuevo no se sentía preparada, pero en esta ocasión los sentimientos que albergaba eran de una naturaleza completamente distinta. Ahora, la ira, pena y decepción, se mezclaban con el anhelo y el amor. Y todo debido a la misma persona: su marido.

En el tiempo que se había ausentado había añorado muchísimo a Liam, entre otras cosas mucho menos bonitas. Al menos, su estancia en Londres había resultado muy productiva. El precioso bebé de su hermano y Darleen había pasado lo peor y se recuperaba bien

En cuanto a su queridísima Camile, habría deseado quedarse más tiempo para el nacimiento de su primogénito o primogénita, ya que el final del embarazo estaba llegando a su fin, pero esta situación que vivía no podía dilatarse más. Ella misma le había recomendado que volviera cuanto antes a Escocia para solucionar las cosas con Liam. Le había deseado mucha suerte, instándola también a volver pronto con su marido para conocer a su retoño.

Contra todo pronóstico, quien más la ayudó a reflexionar sobre todo el asunto había sido su padre. Se mostró comprensivo en todo momento y siempre estuvo a su lado cada vez que necesitó desahogarse.

—¿Serías capaz de perdonarle? —le había preguntado en una ocasión.

Para su eterna vergüenza, la respuesta era afirmativa. Le quería tanto que era capaz de perdonarlo. Eso sí, siempre y cuando su marido hiciera cambios.

—Pero, ¿y si nunca llega a amarte como tú deseas? —Esa cuestión que había planteado su progenitor le había dado mucho sobre lo que reflexionar.

Al final había llegado a la conclusión de que debía volver y hablar con él. Desde lejos no se podían solucionar ese tipo de cosas. Por su parte, no estaba dispuesta a vivir con un hombre con semejante comportamiento por mucho que lo amara. Aun así, si el cambio en él era posible, aceptaría que sus sentimientos no fueran correspondidos. Sabía que, a la larga, podía acabar despertando en Liam algo parecido al cariño.

Fue duro despedirse de todos otra vez, sobre todo porque dejaba gente feliz y enamorada. En cierto sentido comprendía que la envidia era normal, pero se sentía mal por ello.

—No te preocupes por eso —la consoló su padre cuando se lo confesó poco antes de partir hacia Escocia—, son sentimientos naturales. Tú sigue como hasta ahora y tu corazón tendrá su recompensa.

—Esto no es como en los libros, papá —replicó ella—. Los finales felices no siempre son posibles.

Él le dio unas cariñosas palmadas y sonrió con nostalgia.

—Al menos tendrás la certeza de que lo has intentado. Si la situación se volviese demasiado insostenible hablaríamos sobre un matrimonio solo de nombre.

Cuando, ya en su casa, bajó del carruaje y aparecieron sus suegros, ambos lucían expresiones alegres, compungidas y aliviadas al mismo tiempo. La abrazaron con efusividad.

—Podéis arreglarlo —dijo Evan en forma torpe antes de soltarla. No estaba en su naturaleza intervenir—. Dale una oportunidad.

Deirdre se limitó a cabecear. No estaba segura de lo que iba a pasar.

Cuando puso los pies en el ala de la casa que componía su hogar, su seguridad menguó. Era muy fácil decirse qué hacer estando lejos, pero ahora flaqueaba.

Para darse un poco de tiempo, se limitó a admirar el resultado final de lo que tanto les había ilusionado a Liam y ella. Había quedado todo tan bonito…

Imaginaba que su marido estaría en el despacho enterrado entre papeles, por lo que prefirió pasar por su habitación y dejar la capa, el sombrero y los guantes. Al entrar, se sorprendió de la oscuridad que reinaba. Se acercó a los ventanales para apartar los tapices y permitir que la luz inundara el lugar, pero al girarse se quedó paralizada cuando divisó a Liam tendido encima de la cama.

Dio la vuelta a la cama en silencio. Era evidente que dormía, aunque fuera mediodía y lo hiciera con la ropa puesta. Tampoco tenía un aspecto demasiado agradable a la vista, sobre todo con esa barba y esas ojeras que nunca había visto en él.

Al parecer, había otra persona que había estado sufriendo; una lástima que no se sintiera demasiado conmovida por eso.

—Liam, despierta. —Este murmuró algo en sueños, pero sin abrir los ojos—. Liam. —Zarandeó la cama tan fuerte que su marido los abrió… para volver a cerrarlos. Con poca paciencia, pues no era el recibimiento que esperaba, subió a la gran cama y, con la ayuda de las mantas, le dio varias vueltas hasta que lo echó al suelo.

—¡Auchhhh! —Liam gimió de dolor y se despertó desorientado. Entrecerró los ojos cuando el sol le dio de lleno en ellos e intentó ponerse de pie. Cuando lo consiguió guiñó un ojo al percibir una figura conocida que descendía por el otro lado de la cama. Abrió los ojos como platos—. ¿Deirdre? ¿Deirdre?

—La misma.

No tuvo tiempo de añadir más, ya que Liam saltó con una agilidad y rapidez asombrosa por encima de la revuelta cama para pararse delante, estrecharla por la cintura y con la otra mano sostenerle el rostro, incrédulo.

—Estás aquí.

No esperaba respuesta ni se dio tiempo a que Deirdre lo hiciera. Exultante, la besó. Un beso profundo que quería expresar todo el anhelo y la desesperación que le habían acompañado durante su ausencia. Ni tan siquiera percibió la entusiasta respuesta de Deirdre a su beso. Solo quería sentirla; saber que podía olerla, tocarla de nuevo.

Con una rapidez inusitada, la arrastró junto a él encima del colchón. Apartó la boca de sus labios para ir dejando una estela de besos por los pómulos, la nariz y la frente mostrándole así su devoción.

—Has vuelto, has vuelto. —Su voz sonaba amortiguada mientras hablaba sin dejar de besarla.

Deirdre tenía que reconocer que esta otra bienvenida tampoco se la esperaba. Cogida por sorpresa, se limitó a disfrutar del momento en espera de que su marido recobrara el juicio; o al menos la sensatez.

—Pensaba que habías decidido abandonarme de forma definitiva —dijo al cabo de unos minutos. Levantó la cabeza y la miró con intensidad—. Has estado tanto tiempo fuera que estaba esperando una carta comunicándome tu decisión.

—Apenas ha sido más de un mes —se excusó. Se le notaba herido, pero ella lo estaba más. Se incorporó, pero permaneció sentada a su lado.

—A mí me ha parecido mucho más —confesó Liam—. Ya había decidido viajar a Inglaterra para convencerte de volver.

—¿Por qué? Para ti habría sido mejor que…

—Porque te amo —soltó la declaración de improviso. No tenía sentido esconderlo por más tiempo.

—¿Q-qué? —¿Había oído mal? ¿Estaba jugando con ella? A lo mejor todavía estaba en el carruaje mientras soñaba esa imposible declaración—. Liam, no…

—Espera, Deirdre, no digas nada —le suplicó si dejarla terminar de hablar—. Permíteme convencerte de que nuestro matrimonio podría funcionar y de que yo nunca volveré a humillarte ni de palabra ni de pensamiento. —Se levantó de la cama y paseó por la habitación con nerviosismo. De repente sentía las palmas húmedas. No era sencillo mostrarse tan vulnerable, pero no veía otra forma de que Deirdre volviera a depositar su cariño si no lo hacía—. Tenías razón, era una idiota, pero he aprendido de mis errores, te lo aseguro. Todo el daño que te hice se ha vuelto en mi contra. Te he echado tanto de menos…

«Parece tan perdido». Deirdre sentía que la objetividad la abandonaba, sobre todo cuando Liam le estaba diciendo todo lo que su corazón deseaba oír.

—Oh, Liam.

—Te compensaré, lo juro. —Volvió a sentarse a su lado y le sujetó la cara con las manos—. Seré lo que tú esperas y me esforzaré cada día por darte lo que mereces. En un principio tuve miedo de besarte porque pensaba que no eras lo que quería —confesó avergonzado—. Entonces te besé y tuve miedo de quererte… —Carraspeó con emoción—. Pero eso ya es pasado. Te quiero… tanto, que me aterra perderte. Si no lo sientes con la misma intensidad no importa. Bueno, sí, pero puedo vivir con eso. Solo necesito que me concedas una oportunidad para lograr enamorarte. ¡Tengo que ser capaz de hacerlo!

—No te esfuerces demasiado. —Deirdre se sentía emocionada—. No sé si podría soportar quererte más. Temo que me explotaría el corazón.

Liam se detuvo, conmocionado.

—Eso significa…

—Que ya estaba enamorada de ti antes de marcharme —confesó—. Y que ese sentimiento no ha desaparecido.

—¡Dios! Tanto dolor; tanto sufrimiento que debí causarte. —Juntó la frente con la de ella.

—Así es, pero no importa, ahora ya no. —Deirdre no quería torturarse más.

—Sí importa, pero haré que lo olvides. Llegará un día en que mi amor habrá borrado todo el dolor que sufriste y no recordarás otra cosa que la felicidad que te proporciono.

—Presuntuoso —declaró con media sonrisa.

—Quizás. O solo seguro de mi capacidad para demostrarte la veracidad de mis sentimientos. No vas a dudar nunca de que no quiero conocer ni estar con nadie que no seas tú. Que te adoro. Que te amo.

—¿Aunque sea fea? —Lo probó por última vez.

—Para mí eres perfecta; o si lo prefieres, siempre serás mi fea preferida. Ya sabes, las feas también me enamoran. —Y a continuación pasó a demostrarle lo exacta de esa afirmación.