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—Nos has avergonzado. —Evan McDougall paseaba furioso por la alfombra que cubría parte de la habitación de su hijo.

—No seas tan exagerado, papá —objetó mientras terminaba de ponerse los zapatos. Antes se había dado un baño para eliminar la suciedad que lo cubría—. Solo fue una entrada un tanto… desafortunada.

—Lo mínimo que te exigía era que estuvieras vestido y arreglado para recibirles, pero no, siempre tienes que hacer tu santa voluntad. ¿Qué te ha ocurrido de verdad?

—Eh… —Pensó en la pelea y el malhumor volvió, pero recordar cómo quedó Clifford le hizo sentir mucho mejor—. Tuve una pequeña diferencia con Clifford.

—¿Otra vez? —El McDougall alzó la voz—. Estoy harto de repetírtelo; déjalo en paz o esta disputa terminará peor de cómo has llegado hoy.

—Se lo merecía —adujo.

Clifford era un vecino y una constante espina en su costado. Jamás habían sido amigos, sino rivales, ya fuera por quién trepaba el árbol más alto, por la atención de una joven o por la adquisición de una parcela de tierra. No era la primera vez que llegaban a las manos y, a pesar de ser ambos dos hombres adultos, esas peleas resultaban de lo más satisfactorias.

—Liam, deja ya de actuar como un niño. Lo más importante era que estuvieras presente cuando llegaran nuestros invitados.

—Tienes razón. —Hizo una mueca cuando recordó el momento en que la vio—, pero así me ahorré estar más de lo debido con mi prometida. Es realmente fea.

—¡Liam! —tronó su padre.

—No estoy diciendo más que la verdad —declaró—. Es incluso más fea de lo que tú contaste.

—Pues está a punto de convertirse en tu mujer —espetó su padre—; y espero no tener que llamarte la atención sobre ello. Tu deber es agradar a su familia y comportarte con ella con la educación y respeto que se merece.

—Ya…

—Ella no tiene la culpa de ser como es. —Se acercó a la puerta—. Céntrate en las cosas positivas que veas en ella y trata de no avergonzarnos. Te espero abajo, no tardes.

Liam se quedó solo y se abrochó bien el chaleco. Odiaba tener que vestirse como si estuviera en la ciudad. Además, todo era en beneficio de… ella. Recordó su expresión de desdén cuando lo vio todo sucio y hecho un asco, pero cuando lo viera de nuevo, no pondría esa cara. No cabía duda alguna de lo atractivo que podía resultarles a las mujeres y ella no sería la excepción. La inglesa tendría que besarle los pies de puro agradecimiento por tener la oportunidad de unir su vida a un buen mozo como él. A lo mejor su mirada altiva solo era una forma de protegerse. Quizás era una chica sencilla, con poca autoestima y poquita cosa a la que podría manejar a su antojo recluyéndola en casa, permitiéndole así olvidar que estaba unido a ella hasta el fin de sus días.

Bueno, lo mejor sería que hiciera acto de presencia antes de acabar ofendiendo de forma definitiva a su familia política y que esta hiciera algo drástico, como que obligaran a su padre a devolver todo que le habían prestado.

Los encontró en el salón principal, al lado del fuego. La tarde empezaba a caer y, aunque estaban en primavera, cuando el sol se ponía el frío impregnaba cada rincón. La familia de su futura esposa era numerosa en comparación con la suya, y eso que sabía que no todos estaban allí.

Por fortuna, nadie le había visto entrar todavía, así podía ver sin que reparasen en él. Unos hablaban con los otros de forma distendida, como si se conocieran de tiempo atrás, pero la que le llamó la atención fue ella. Estaba de pie al lado de la chimenea, charlando animadamente con su prima Edmé y otra mujer. Esta vez la miró con detenimiento. No obstante, su rostro seguía siendo igual de feo que cuando lo había visto con anterioridad. Su nariz era demasiada alargada y puntiaguda, lo que le hacía visualizar una imagen de ella en la vejez; parecería una bruja. El resto de la cara tenía un efecto raro y no sabía a qué era debido, pero producía un resultado poco halagador. No podía ver sus labios ni sus ojos desde esa distancia, pero dudaba que fueran especiales. Mirando con detenimiento podía asegurar, eso sí, que su figura estaba redondeada donde hacía falta y sus pechos sinuosos eran estimulantes, pero no lo suficiente para llegar a olvidar su rostro. ¿Cómo alguien podía pensar siquiera en besarla? Ni qué decir del deseo; ella no lo despertaría ni en el más fogoso y predispuesto de los hombres.

«Santo Cielo», pensó de repente. «¿Cómo lo haré en la noche de bodas?»

Le faltó poco para que le entraran arcadas. Tendría que hacerlo muy rápido y con ausencia de toda luz. ¿Podría notar una virgen su evidente falta de excitación? Se temía que tendría que fingir placer, pero no tenía la más mínima idea de cómo hacerlo. Tendría que encontrar a alguien con quien hablar de esto.

Harto de sus deprimentes pensamientos, se adelantó para llamar la atención. Ignorándola con total deliberación, se acercó al que en pocos días sería su suegro.

—Disculpen la tardanza. —Ofreció su sonrisa más deslumbrante y estrechó la mano del hombre—. Espero que, a pesar del espectáculo que he dado, se hayan sentido bienvenidos. —Entonar un mea culpa siempre era una buena estrategia.

En esta ocasión no fue menos eficaz y el conde de Millent aceptó las excusas.

A continuación se fue presentado a la condesa, a los hijos, nueras, yernos y demás, dejando para el final a su prometida.

—Lady Deirdre. —Cogió su mano enguantada y depositó en el dorso el beso de rigor. Cuando la miró a la cara se felicitó por conseguir mantenerse estoico—. Espero que el viaje no la haya fatigado. —Se abstuvo de hacer algún comentario más por miedo a dejar entrever su falsedad.

—Quizás un poco, pero ya estoy repuesta. Gracias por el interés, señor McDougall.

—Bueno, basta ya de tantas formalidades. —Evan McDougall intervino—. Creo que si nadie tiene nada en contra, dadas las circunstancias, podéis tutearos. —La mayoría asintió—. Hijo, ¿por qué no la llevas a dar una vuelta por la sala y empezáis a conoceros?

Estaba claro que su padre lo hacía con buena voluntad, pero Liam no tenía ganas de hacer eso.

—Por supuesto —dijo, en cambio.

Ella se agarró con docilidad a su codo, lo que le hizo pensar de nuevo que quizás sería una esposa manejable.

Ambos emprendieron un obligado paseo alrededor de la sala mientras eran observados por los familiares que charlaban amigablemente esperando que, por algún milagro, eso les sirviera para acercarse.

—Quizás deberíamos hablar de algo —dijo Liam al cabo de un rato, en el cual ninguno de los dos dijo nada.

—¿Y eso por qué? —preguntó ella. Los dos miraban hacia el frente y mantenían un ritmo moderado de paseo.

—Porque eso es lo que se espera de nosotros.

—¿Y siempre hace lo que se espera de usted, señor McDougall?

—Liam —la corrigió. Cuando lo llamaba señor lo hacía parecer su padre—. Y no, no siempre lo hago.

—¿Y por qué sí en esta ocasión?

—No lo sé —admitió con franqueza—. Quizás no me apetezca estar una hora dando vueltas sin mediar palabra. ¿No está de acuerdo?

—Tal vez, pero quizás estaría más receptiva si no me obligaran a ello.

Que ella se sintiera tan atrapada como él no lo consolaba; y mucho menos le hacía olvidar su aspecto.

—¿Qué la haría sentir mejor, entonces? —intentó ser amable. Al fin y al cabo era un caballero.

—Oh —pareció que ella lo estaba pensando—, quizás un halago.

—¿Un halago? —preguntó sorprendido. Se esperaba cualquier cosa menos eso.

—Sí. —Deirdre medió una sonrisa—. Que dijera algo bonito sobre mí me ayudaría a levantar el ánimo.

La muy… Liam se estremeció. Con toda probabilidad, se estaba riendo de él. Una mirada de reojo se lo confirmó. ¿Cómo podía halagarla sin ofenderla y sin que tuviera consecuencias? Su aspecto no ayudaba y no la conocía lo suficiente como para alabar su forma de ser. Decididamente, la chica tenía una vena malvada. Así se esfumaban sus esperanzas de obtener una esposa dócil y manejable.

—Esto… pues… —No se le ocurría nada—. Su, su…

—¿Mi qué? —preguntó ella.

—Tiene el porte de una reina —barbotó a la desesperada. Solo cuando lo hubo dicho notó la sorpresa de ella. Se felicitó. ¿Lo había hecho bien, verdad? Ahora le tocaba a él presionarla. Donde las daban, las tomaban—. Creo que, ya que nos estamos conociendo, podría devolverme el favor. A mí también me gustaría escuchar algo agradable sobre mi persona.

Ella lo tenía fácil, pero no se trataba de eso, sino de ponerla en un aprieto y obligarla a hacer algo que no deseaba. Deirdre no tenía más opción que elogiar su aspecto. ¿Qué diría? Quizás se refiriera a su hombría. No, demasiado descarado. Tal vez manifestara devoción por su aspecto varonil, o incluso puede que se decantara por loar su rostro masculino y atractivo…

—Vuestra inteligencia es la mejor prueba de que Dios tiene sentido del humor. Liam casi se detuvo. ¿Acababa de insultarlo? No sabía si reír por la habilidad que ella había demostrado para camuflar un insulto dentro de un halago o si enfurecerse por ello. Eso sí, no había hecho mención alguna a su aspecto físico ¿Sería casualidad? No tuvo tiempo de pensarlo demasiado, ya que la señora Daniel’s, el ama de llaves, acababa de entrar anunciando que la cena estaba lista. Así que se unieron al resto y se dirigieron al comedor

***

En los siguientes días Deirdre no tuvo tiempo ni de pensar. A pesar del poco tiempo que tenían los McDougall y los Millent para preparar el enlace y la vorágine que suponía tenerlo todo perfecto, los primeros ya tenían organizado el banquete con el menú, el párroco tenía el permiso para casarlos y la decoración de la iglesia estaría a cargo de las mujeres de Glenrow. Incluso el vestido estaba ya casi listo. De seda rosa y escote cuadrado, no desmerecía a ninguno hecho para tal ocasión. Deirdre no había escogido las mangas abiertas de caída libre ni los ribetes en la parte baja de la falda o el corpiño, pero seguía siendo igual de delicioso. Incluso los zapatos a juego, de cuero y seda, eran perfectos.

Durante los preparativos no había hecho nada, pero era requerida para supervisarlo todo y dar el visto bueno. Como si eso la implicara más. Si hubiera sido una boda consentida se hubiera lanzado a ello con alegría y desenfreno, pero no había nada entre los novios: ni amor, ni afecto. Ni tan siquiera temas comunes de los que hablar.

¿Así sería su vida? Se preguntaba con cierto desespero. ¿Ese tedio e indiferencia por todo? Nadie podía, eso sí, negar que se esforzaba por disfrutar. Incluso, en los momentos libres, la obligaban a dar paseos referidos como «de pareja» con Liam, pero ninguno de los dos decía demasiado. Para lo único que servían esas caminatas era para observar los alrededores y ser presentada como la futura señora de Liam McDougall a las personas que trabajaban para ellos y a los vecinos del pueblo.

El paisaje, debía reconocerlo, era majestuoso, verde y limpio, pero tan pobre que daba ganas de llorar. Deirdre estaba acostumbrada al lujo y la abundancia, pero había familias que, por su aspecto y el de sus viviendas, delataban su condición más que humilde.

—¿Eso es todo lo que conseguisteis con el dinero que mi padre le dejó al tuyo? —le preguntó ella en su ignorancia el día antes del enlace.

Liam pareció sorprendido con la pregunta y se tomó tanto tiempo para responder que pensó que no lo haría.

—Sin ese capital —dijo al fin—, no habría nada. Fueron unos malos años. De los peores. Nos sirvió para pagar deudas, mantener lo poco que quedaba, comprar lo que necesitábamos y establecer una estrategia que permitiera a los McDougall y su gente sobrevivir. —Detuvo su paso y observó a unos hombres arar la tierra mientras otro daba de comer a los animales—. Han tenido que pasar años para que los pastos lleguen a ser lo que son y obtener beneficios.

—Pero es que parecen tan pobres… —se lamentó.

—Y lo son; pero también nosotros. —La miró a la cara—. No te engañes; aunque parezca que vivimos mejor que ellos, todos los meses hacemos equilibrios para conseguir las ganancias que nos permiten seguir adelante. Somos más favorecidos, sí, pero pagamos un precio.

—¿Eso es lo que haces cada día? —De repente estaba interesada. Había muchos retos y quería colaborar. Quizás su vida no sería tan aburrida, después de todo.

—Más o menos —dijo esquivando unas heces en descomposición que había en el medio del camino.

—¿Y qué haré yo? —Ya casi sentía en los dedos la emoción de hacer cosas nuevas.

—¿Tú? —La miró con extrañeza—. Pues quedarte en casa con mi madre haciendo labor, preparando menús, lavando, cuidando de nuestros hijos… Cosas así. Ese es el trabajo de una esposa ¿no?

Deirdre no se habría quedado más estupefacta si alguien le hubiera dicho que al final iba a ser la amante de un rey. Se había preparado toda su vida para hacer todo eso, pero de repente, sentía que quería más.

—¿Eso es lo que hace tu madre? —pudo articular por fin.

—En esencia, sí.

Así que, después de todo, acabaría siendo la criada de su marido. Ni querida, ni respetada ni, mucho menos, valorada. Encerrada en esa mole que llamaban casa y viendo la vida pasar. No. Las cosas habían llegado demasiado lejos. Quizás hasta ahora no había controlado demasiado su destino ni había querido participar en él de forma activa, pero eso acababa aquí y ahora. Desde ese momento volvía a coger las riendas direccionando la senda por la que deseaba ir. ¿Trabajo de esposa? Ahora se enteraría; se enterarían todos.

***

Lejos de lo que uno podría creer, no pensó en huir. Bueno, quizás sí, pero solo por un momento. Lo importante era reunirse con su padre. Necesitaba hablar con él, a solas.

—¿A qué viene tanto misterio? —le preguntó este cuando casi lo arrastró a una salita privada—. ¿No estarás tratando de nuevo que cambie de opinión? Porque si es así…

—No —lo cortó—. No es eso. Quiero hacerte alguna pregunta.

El conde no se sintió más tranquilo por eso. De hecho, se le ocurrió que ella podría querer saber ciertas cosas un tanto incómodas de contar a una hija y que sucedían en la privacidad de la alcoba.

—Yo… Esto… Ejem —carraspeó incómodo. De pronto, le apretaba el nudo del lazo—. Deirdre, tal vez quieras hablar de esto con Sharon.

—¿Con Sharon? —se extrañó—. ¿Para qué iba a querer hablar con ella de esto? Como mi padre que eres y experto en la materia, es tu deber resolver mis dudas. Y darle solución, debo añadir.

—¿Qué sabes tú sobre si soy o no soy experto en nada? Si alguien ha estado hablando contigo… —El pobre hombre ya sudaba—. De verdad que creo que has de hablar con Sharon.

Deirdre no sabía de qué diablos hablaba su padre. Dudaba que su madrastra tuviera nada que decir o hacer sobre esas cuestiones.

—Papá…

—¡No! Cuando una joven como tú tiene dudas sobre cómo… esto, la noche de bodas —casi se atragantó al decirlo—, lo más conveniente es tener una charla de mujer a mujer. Si me permites hablar con Sharon…

¿¡Noche de bodas!? Si el asunto no revistiera de tanta gravedad, Deirdre se echaría a reír. De hecho, el labio tembló en un intento por dominar su hilaridad. ¡Su padre pensaba que ella quería saber sobre lo que ocurría entre un hombre y una mujer!

—Papá, no es de eso de lo que quiero hablarte.

—Eh, ¿no?

Deirdre negó con la cabeza.

—Se trata de mi dote.

—¿Tu dote? —El cambio de tercio le pareció tan brusco que Robert Doyle parpadeó perplejo.

—Sí. No habrás firmado los documentos todavía, ¿verdad?

—¿Qué clase de extraña pregunta es esa?

—Una muy importante. Tú limítate a contestar.

—Deirdre, eso son cosas de… —Detuvo lo que iba a decir al ver la cara de su hija—. Está bien. No; precisamente he de reunirme al final del día con Evan para hacerlo.

—Excelente. —Sonrió de puro alivio. No estaba todo perdido—. ¿Y a quién cedes el control de mi dote?

—Hija, qué preguntas tan extrañas. Pues a tu marido, por supuesto.

Sí, era lógico. Pasabas del yugo paterno al del marido. Nunca se lo había cuestionado. Las cosas se hacían así y punto, pero se presentaba como algo muy injusto para las mujeres, ahora lo veía. ¿Por qué debía controlar un hombre algo que les pertenecía? Era como si no valieran nada y el padre tuviera que ofrecer dinero para quitárselas de encima. Y si la mujer en cuestión quería hacer uso de ese dinero… Pues no. A aguantarse. Si tenían suerte podían recibir un pequeño estipendio para sus cosas. ¿Estipendio? ¡Ja! Las trataban toda su vida como niñas tontas incapaces de controlar su destino.

Iba a demostrar cómo se hacían las cosas.

—Papi. —Se acercó con lentitud él y se colgó de su brazo—. ¿Me quieres?

La pregunta, como era evidente, descolocó al conde de Millent.

—Por supuesto. Eres un sol para mí —se apresuró a responder.

Deirdre se sintió complacida, pero no lo dejó entrever. De momento iban bien.

—Y si pudieras compensarme por todo esto del matrimonio forzado —matizó—, lo harías, ¿verdad?

—Claro, hij… —se detuvo de inmediato, suspicaz— ¿A dónde quieres llegar a parar?

—Quiero tener el control de mi dote —soltó a bocajarro. Era inútil seguir con la comedia.

—¿Y por qué deseas eso? —Estaba estupefacto—. Es sumamente inusual. —De repente tuvo un escalofriante pensamiento—. Si lo quieres para poder marcharte puedes ir despidiéndote de la idea.

—No seas obtuso, papá. Lo que pasa es que he descubierto que Escocia es diferente de Londres. Se espera de mí que sea costurera, lavandera, cocinera, madre y criada, y mucho me temo que acabaré loca de remate si es así.

El padre se apiadó de ella. Su hijita ya había tenido que soportar suficiente.

—¿Sabes que un marido en Inglaterra hubiera sido lo mismo? —indicó con suavidad.

—Quizás —concedió. De hecho, sabía que sería así—, pero al menos tendría amigas con las que reunirme, salir de compras, bailes… Si me das el dinero tendré el control sobre mi vida; o al menos modificarlo según crea conveniente.

—No estoy seguro de esto…

—Por favor, papi —suplicó; y ella casi nunca lo hacía—. Ellos han salido bien librados de una situación gracias a tu generosidad. Con solo una simple boda, ¡pum! —chasqueó los dedos—, asunto resuelto. Lo lógico sería que, si no pueden compensarte de forma económica, acepten que yo posea el control de mi dote. ¿Es justo, no?

Robert Doyle miró la resolución de su hija. Lo que había expuesto no carecía de sentido. Si al menos pudiera darle una alegría…

—Está bien —claudicó—, pero no les gustará.

Deirdre le abrazó con alegría y lo llenó de besos.

—Todos tendremos que hacer alguna concesión —dijo al fin—. No es justo que yo las haga todas. ¿Prometes que no cederás?

El conde se sentía culpable y, aunque creía estar haciendo lo más acertado para su hija, se agarró a ese clavo ardiendo que ella le ofrecía para hacer las paces.

—Lo prometo.