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En las semanas siguientes, Liam se esforzó por hacerla partícipe de su vida diaria y su cotidianidad, lo que complacía a Deirdre.

Cuando su marido se percató de que entendía de números, la llevaba a la biblioteca y le explicaba al detalle lo que hacía. Ella, por su parte, se esforzó por implicarse en la vida de los lugareños, conociendo a aquellos que trabajaban las tierras y a sus familias. Día a día se fueron fraguando los cimientos de una relación llena de camaradería, entrando poco a poco en una agradable rutina durante el día que se volvía maravillosamente placentera por la noche. No era lo que siempre habían esperado tener, pero era más de lo que pensaban que ese matrimonio sería.

Las semanas dieron paso a los meses. Ya faltaba poco para el invierno y todos le decían que era bastante crudo. Deirdre, que en muchos sentidos se sentía contenta, no dejaba de dar vueltas y más vueltas a su poca falta de privacidad. Vivir a todas horas con sus suegros no era lo más adecuado para su intimidad matrimonial. No había hecho nada hasta ese momento por temor a ofenderlos, ya que se habían esforzado muchísimo por hacerla sentir en casa, pero había días en que no podía ni escribir una simple carta en el escritorio de su marido sin que le molestaran las conversaciones de este con su padre en la misma habitación. Además, las charlas entre ella y Liam siempre solían ser interrumpidas por algún familiar o sirviente.

No tenían espacio para ellos solos y empezaba a desearlo con desesperación.

Se abstuvo de bufar de forma audible para evitar llamar la atención. Acababa de leer una de las cartas que su amiga Camile le había enviado, cuyas páginas y páginas solo contenían maravillosas noticias que rebosaban felicidad. Esta había sugerido en varias ocasiones la posibilidad de viajar hasta Escocia para visitarla, pero, por una razón u otra, siempre se aplazaba, Además, aunque ahora las cosas iban bastante bien, no era la imagen que quería mostrar.

Su suegro dejó de hablar con Liam y se acercó a la chimenea para azuzar el fuego.

—Qué frío hace aquí.

Ese era otro de los problemas. Aunque hiciera frío, el McDougall siempre tenía más que los demás, por lo que algunas estancias del castillo podían llegar a parecer un horno, como el caso del despacho. Había oído a Liam quejarse de eso en más de una ocasión, pero nunca hacía nada por remediarlo.

Esa misma noche, en la intimidad de su cuarto, hacía precisamente eso.

—En esta habitación se está verdaderamente a gusto. —Se quitó las botas—. Ni demasiado frío, ni demasiado calor. —Se acercó a ella—. ¿Todo bien con Camile?

—Ya te lo he contado esta mañana —replicó ella algo quisquillosa. Odiaba tener que repetir las cosas y el mal humor no ayudaba.

—Sí, ya, pero no me lo has explicado todo. —Se estiró encima de la cama, a su lado—. Mi padre ha llegado y nos ha interrump…

—Sí —cortó lo que le estaba diciendo—, como siempre. No paras de quejarte de eso un día sí y otro también, pero no veo que intentes cambiar la situación.

—¿Qué quieres decir? —preguntó incorporándose a medias.

—Pues eso mismo. Creo que debemos tener nuestro propio espacio.

—Tenemos nuestra habitación —dijo este a modo de respuesta.

—Como si eso fuera suficiente. —De repente pensó si habría estado equivocada y Liam no se sentía como ella—. ¿Acaso te basta eso? —No tuvo ni que responder; tenía escrita en la cara su respuesta—. Deberíamos irnos a vivir a nuestro propio hogar —lo tanteó para ver su reacción. En realidad, ya tenía decidido cuál sería su línea de acción.

—No es posible; no tenemos dinero suficiente para mantener nuestra propia casa. —Por su tono cáustico era evidente que eso no lo llenaba de orgullo.

—Podríamos vivir de alquiler… —sugirió.

—¿Un McDougall? ¡Jamás!

—El orgullo no es un buen compañero de cama —lo pinchó un poco a pesar de estar de acuerdo con eso.

—¡He dicho que no! —Se levantó de un salto y caminó por la estancia, enfurecido.

—Pues entonces, solo queda una solución…

***

—¿Reformas? —Evan no gritó demasiado. Liam suponía que no quería asustar demasiado a su nuera a pesar de no gustarle lo que ella le planteaba.

Cuando Deirdre se lo expuso la noche anterior pensó que tenía una esposa brillante, ahora solo faltaba ver si también era tan eficaz a la hora de convencer al McDougall.

—Solo unas pocas —aclaró conciliadora—. El castillo es muy grande y hay toda un ala sin usar.

—¿No te encuentras a gusto viviendo con nosotros? —preguntó Robina algo herida.

—Por supuesto que sí —aseguró tocándole la mano en gesto de consuelo. No tenían por qué saber que se sentía ahogada—, pero somos recién casados, necesitamos nuestro espacio. E intimidad —sentenció. Por sus semblantes sombríos, parecía que hubiera dicho que quería convertirse en pirata y llevarse a su heredero con ella—. Ya saben, tiempo a solas, porque aunque fuimos obligados a casarnos… —No le dejaban más opción que la vía de la culpabilidad.

—Claro, claro —repuso Evan. Por supuesto, no quería sentir que era el culpable de que no pudieran construir un matrimonio feliz—. ¿Eres de la misma opinión? —Su padre se dirigió a él en exclusiva.

—Sí —afirmó con rotundidad. Estaba asombrado por la habilidad que había demostrado su esposa para manipularlos a su antojo. ¿Habría hecho lo mismo con él?—. No es que no queramos estar con vosotros, pero comprenderéis nuestra necesidad de estar solos.

—¿Qué tenéis pensado? —preguntó derrotado.

Liam dejó que Deirdre se explicara.

—Nada demasiado ostentoso, ni complicado, ni caro. He hecho los cálculos y los planos —sacó un fajo de papeles— sobre lo que necesita reparase con urgencia. Por supuesto, todo saldrá de mi dote, pero además dará un ingreso extra al que necesite trabajo. El único problema será que tendría que empezarse lo más pronto posible, para que en cuanto llegue lo más duro del invierno, todo esté terminado.

—¿Habéis hablado con Parlan de esto? —preguntó Robina.

—Vosotros sois los primeros a los que hemos comunicado nuestras intenciones —contestó Liam a su madre.

—¿Parlan? —preguntó Deirdre desconcertada. Era el marido de Edmé y familiar, pero no entendía qué tenía que ver él con todo eso.

—Sí, el padre de Parlan era arquitecto —respondió Evan—. Él no lo es, como ya sabes, pero es indiscutible que lleva la profesión en la sangre. Nadie sabe más que él sobre diseños y remodelaciones, ni siquiera los que han estudiado. Quizás necesitéis su ayuda.

—¡Eso es estupendo! —exclamó Deirdre—. Me quitas un gran peso de encima.

Ambos fueron a hablar con él. Este, al igual que Edmé, se mostró tan sorprendido como los padres de Liam, pero una vez digerido, ambos estuvieron encantados con la idea y se ofrecieron a ayudar en todo lo que pudieran.

Las obras de remodelación empezaron en cuanto tuvieron los materiales y a los obreros contratados. La mayoría eran los mismos que trabajaban las tierras de la familia o alguno de los hijos, lo cual suponía un ingreso extra para gastar en las navidades y para pasar el invierno con mayor comodidad y holgura.

De la mañana a la noche, la casa de los McDougall se convirtió en un hervidero de personas trabajando. Deirdre se paseaba por allí a todas horas dando ánimos o sugiriendo cambios al marido de Edmé.

Liam, por su parte, solía ayudar en los trabajos físicos en cuanto terminaba sus responsabilidades diarias. En los momentos de descanso, salía de la casa y se apoyaba en un montón de piedras mientras observaba los avances.

En esa ocasión, veía a su esposa asomada a una ventana mientras señalaba a Parlan alguna cosa que requería su atención.

—Parlan está encantado. —Su prima se había acercado hasta donde estaba Liam tan silenciosamente que no la había oído llegar—. Adora a Deirdre.

—Como todos —respondió él con media sonrisa sarcástica.

—¿Te incluyes entre todos ellos? —le preguntó un tanto maliciosa, pero con verdadera curiosidad.

—Puede ser. —Todavía no quería pensar demasiado en ello—. Esa mujer que tengo por esposa ha resultado ser una caja de sorpresas.

—Aunque su apariencia te disguste —concluyó sagaz.

—Ajá.

—El aspecto exterior no es tan importante.

Liam no quería seguir hablando del tema y se mantuvo en silencio. Tenía demasiados sentimientos encontrados respecto a Deirdre y no sabía qué hacer con ellos.

Era cierto que, en cierta forma, la fealdad de rostro ya no era tan importante. Cada día la miraba y ya no sentía repulsión. Estar con ella despertaba una calidez desconocida en él; y no se refería al plano sexual, que cada día era más intenso y satisfactorio, sino a un sentimiento más profundo que lo dejaba desconcertado. Y no era amor, de eso estaba seguro. La apreciaba y le gustaba verla alegre, pero no sentía ninguna de las cosas que debería sentir un enamorado; esa opresión en el pecho, la necesidad de verla a todas horas o el constante deseo de besarla y saborearla.

No, todo era demasiado confuso y no sentía deseos de profundizar en busca de respuestas.

Su prima se despidió, pero él no se movió. Esperaba que Deirdre recordara que era la hora de su paseo habitual.

Habían tomado como costumbre dar un paseo por los alrededores. Al principio se limitaba a explicarle detalles sobre las tierras que iban viendo y sobre las personas que las trabajaban. Algo así como una forma de introducirla en la comunidad. Sin embargo, ahora hacían más que eso. Cada día se detenían en la casa de alguno de ellos y les traían un presente. Mientras, Deirdre hablaba de comida con la esposa, jugaba con los niños o alababa la destreza del marido con los pastos o la labranza.

Liam siempre había tenido relación con todos ellos, pero su mujer había decidido, como en todo lo que hacía, ir un poco más allá e implicarse con más profundidad. A pesar de que en los paseos no estaban mucho rato a solas, no le importaba; disfrutaba de verla involucrarse en los quehaceres de Glenrow.

Se distrajo de sus pensamientos cuando, poco después, el objeto de ellos cruzaba la puerta de su casa y se dirigía hacia él. Se había cubierto con una sencilla capa de terciopelo verde con flecos y un sencillo y diminuto sombrero con un lazo en el mismo color, lo cual suponía uno de los pequeños detalles coquetos de los que Deirdre se negaba a prescindir. Su esposa lucía una radiante y satisfecha sonrisa que hizo brincar su corazón, al cual ignoró.

Caminaron envueltos en un silencio amigable que Liam rompió un poco más tarde.

—¿Eres feliz? —Se atrevió a preguntarle mientras descansaban en unas piedras cerca del camino que ese día habían escogido para su andadura.

—¿A qué viene esa pregunta? —preguntó Deirdre algo extrañada—. Si te sientes culpable por algo…

Ni él mismo lo sabía. Lo único cierto era que deseaba verla feliz. No sabía por qué era tan importante para él que lo fuera, pero era algo que no podía negar.

—No se trata de eso —alegó—. Al fin y al cabo eres mi esposa, por lo que me disgustaría que no estuvieras satisfecha.

Deirdre no se sintió demasiado halagada, pero no dijo lo que de verdad pensaba.

—¿Lo eres tú? —contraatacó.

—No sé si estoy preparado para responderte. —Eligió ser lo más sincero posible.

—Pues yo estoy en igualdad de condiciones. No digo que sea desgraciada; nada más lejos de la realidad, pero feliz… —Se encogió de hombros y giró la vista, turbada.

La respuesta no era la que Liam pretendía obtener aunque, a decir verdad, no sabía a ciencia cierta qué esperaba que le respondiera.

Quizás esperaba que ella experimentara esos cambios y dudas que lo asaltaban cada vez con más frecuencia y para los que no tenía una explicación clara. O quizá que, en el fondo de su corazón, ella le apreciara, aunque fuera un poco.

El silencio los envolvió de nuevo, pero a ninguno de ellos pareció preocuparles. Algo más tarde regresaron de vuelta a casa con las manos entrelazadas. Ninguno hizo mención alguna al hecho, pero ambos, por alguna extraña razón, lo encontraron plenamente satisfactorio.