6
Una semana más tarde, Liam hablaba de ello con Lorn.
—¿Cómo se te ocurre hacer semejante despropósito? —Su primo se mostraba incrédulo—. ¿Crees que es tan tonta como para no acabar notándolo?
—Bueno… —Liam no esperaba entusiasmo por su parte, pero sí más apoyo moral—. Si no ha tenido relaciones sexuales, no podrá comparar.
—Pero no ha quedado satisfecha ninguna vez.
—¿Y? —Entendía a dónde quería llegar, pero se negaba a considerarlo.
—A eso se le llama egoísmo —sentenció—. Es un comportamiento impropio de ti y no me entra en la cabeza que te comportes así con tu propia esposa, la que algún día será la madre de tus hijos. ¿Qué crees que pensará cuando pase el tiempo y ella no haya llegado a la culminación del placer?
—Pero si no debe saber ni que existe. —Él mismo se oía y no se reconocía, pero mejor actuar así a reconocer que se había estado comportando como un gran imbécil.
—¿Eres lo suficientemente hombre para arriesgarte?
—¿Pero de qué hablas?
—Las mujeres, al igual que los hombres, comentan cosas… —Se vio obligado a seguir al ver la confusión de Liam—. ¿Qué crees que va a decir cuando las otras expliquen lo satisfechas que las dejan sus maridos? Ella no podrá. ¿Quieres que diga que no sabes satisfacer a una mujer; a tú mujer?
—Nadie la creería —balbuceó comprendiendo—. Algunas de ellas podrían decir…
—¿Qué? —le interrumpió—. Nunca subestimes el poder de una mujer despechada. Cada una cree lo que quiere creer.
—Pero es que no me atrae en absoluto…
—¿Y crees que tú sí? —Lorn le daría de bofetadas por ser tan presuntuoso—. Además, esa frase no es del todo cierta. Es posible que su cara no te agrade, pero soy capaz de intuir todo lo demás.
—¿Y qué es, según tú, todo lo demás? —Pretendió burlarse, pero en su fuero interno sospechaba que Lorn percibía más de lo que él se atrevía a admitir: el deseo creciente e imparable por el cuerpo de su esposa.
Lorn era dos años menor que él y, maldita fuera su estampa, lo miraba con una indiscutible superioridad.
—No quiero avergonzarte porque me parece que ya lo estás, así que no diré nada más. Solo ten esto en cuenta: ¿no crees que a ella le pueda pasar algo similar?
El silencio perplejo de Liam lo decía todo.
—Además, ¿serías capaz de comprometer tu hombría por no tratar de hacerlo lo mejor que supieras con tu esposa? ¿Solo por su cara? ¡Y encima no le has dado ni un beso! Hombre, estás loco de remate. Si yo fuera tú reflexionaría sobre ello, porque cuando ella descubra que le has dado gato por liebre pedirá que le sirvan tu miembro en bandeja. —Le dio unas palmadas en la espalda dejándolo pensando.
Quizás había exagerado, pero quería demasiado a Liam para dejar que destruyera su matrimonio poniendo en práctica las sandeces que se le ocurrían. Estaba convencido de que si su primo se daba una oportunidad acabaría disfrutando de la compañía de su esposa y teniendo unas relaciones sexuales plenamente satisfactorias. Deirdre era una mujer encantadora que en solo una semana había conquistado ya a su tía Robina y a Edmé. Hasta su prometida, siempre más comedida y menos dada a abrirse a la gente, la adoraba. Otra mujer en su lugar lo podría llevar muy mal, pero la joven parecía sobrellevarlo con valentía. Era de carácter dulce y siempre que se encontraban la veía esbozar su mejor sonrisa. Esperaba de todo corazón que nunca descubriera el vergonzoso comportamiento de Liam y que fuera tan ingenua como aparentaba, aunque, llegado el caso, quizás se lo tomara con filosofía e hiciera borrón y cuenta nueva.
Sí. Creía sinceramente que los dos podían tener un magnífico matrimonio. Solo esperaba que ambos se dieran cuenta.
***
Deirdre cerró la puerta de un portazo. A estas alturas, no le importaba si alguien lo oía. Al menos así se darían cuenta de lo enfadada y estafada que se sentía. Hacía poco tiempo que vivía allí, pero ya comenzaba a odiar el lugar gracias a la ayuda inestimable de su esposo.
Sus días en Glenrow eran tan aburridos que le daban ganas de gritar solo para dar algo de emoción a las monótonas horas. Se levantaba temprano —sola, por supuesto— y se pasaba la mañana ayudando a su suegra en las cosas «que debía conocer una buena esposa». Normalmente compartía la comida con los padres de Liam y con este, pero nunca a solas con su marido. Los días que esa rutina se rompía era por la agradable y siempre bienvenida presencia de alguno de los primos, que compartían mesa con ellos y alegraban la mesa con comentarios y conversaciones alegres. El resto del día lo pasaba en compañía de gente que quería conocerla o deseaba su ayuda y por la noche… —hervía de rabia solo de pensarlo—, dejaba que su esposo gozara de su cuerpo, disfrutando de la bendita satisfacción que ella jamás encontraba.
Nunca se había tenido por una ignorante. Es más, a pesar de no haber probado nunca las excelencias del placer carnal, creía conocer lo suficiente sobre ello para saber que la primera vez no siempre resultaba satisfactoria, sobre todo para la mujer, pero no contaba con que sucediera lo mismo la segunda noche, ni la tercera, ni la cuarta y así sucesivamente hasta el día de hoy.
Cuando se percató que todas las noches se repetía el mismo patrón —Liam acariciando y besando su cuerpo para después introducirse en ella y encontrar la liberación poco después—, lo achacó a la falta de sentimientos por ambas partes. Dado el caso resultaba comprensible la ausencia de arrumacos y besos. Solo ahora comprendía también que, de haber querido, él podría haberle proporcionado la misma satisfacción de la que él gozaba sin tener que sentir afecto alguno. Se trataba de saber dar, pero Liam se había comportado como un cerdo egoísta y miserable que se abandonaba a sus necesidades y olvidaba las de ella.
A estas alturas se sentía una idiota por dejar sus reticencias a un lado en cuanto entraba en la cama y dejarse mangonear sin ningún tipo de escrúpulo por ese estúpido que tenía por marido. Todavía enrojecía de vergüenza al recordar cómo cada noche, mientras él le prodigaba sus caricias, se relajaba hasta el punto de notar su corazón desbocado, la piel erizada y un cosquilleo inexplicable que descendía del mismo centro de sus ser y que humedecía sus partes más íntimas. Cómo suspiraba y se tensaba, maravillada de sentir un pedazo de él en su interior y cómo se quedaba después, cuando los envites de Liam finalizaban, esperando algo que no alcanzaba a comprender, pero que la dejaba frustrada e insatisfecha.
Y no iba a aguantarlo más, ni con estoicidad ni sin ella. Tampoco iba a permitir que siguiera usando su cuerpo —sí, usando—, y que el susodicho no tuviera la mínima decencia ni de mirarla a los ojos. Mientras se desfogaba, Liam no hacía ningún intento por establecer contacto visual y no había que ser muy lista para averiguar el motivo. Algo que siempre había sabido capear y que no la había hundido en un insondable abismo, ahora la hería en lo más hondo. Preferiría no saberse deseada de ningún modo, a tener que aguantar cada noche lo que sucedía en esa cama. Limitarse a acariciar su cuerpo —que por cierto, no le debía resultar demasiado repulsivo—, y eludir su rostro era denigrante, se mirase por donde se mirase. Si encima obviaba su deseo, se convertía en un acto ignominioso.
Suspiró con profundidad y miró hacia la cama. Si Liam supiera… Incluso con los ojos abiertos podía visualizar cada centímetro del maravilloso cuerpo de su marido. Brazos y piernas fuertes, un estómago que parecía esculpido en piedra, unos glúteos firmes y un… Todavía se ruborizaba al evocarlo. Su noche de bodas fue la primera vez que vio uno en carne y hueso. Había visto lo mismo en dibujos bastante precisos en libros de anatomía que había conseguido sustraer de la casa de Andrew —ser médico tenía sus ventajas—, pero no era lo mismo. Ni mucho menos. Cada noche sentía los mismos deseos encontrados cuando contemplaba el intrigante pene de su esposo. Si este descubriera su apabullante deseo de tocarlo y acariciarlo, estaba segura de que solo escucharía burlas de su parte. Eso también le escocía; saberse tan débil, por lo que trataba de enmascarar con frialdad todo atisbo de emoción.
No, eso iba a terminar. Le dejaría a Liam las cosas muy claras: o todo o nada.
Como se había retirado e informado que no bajaría a cenar con la pobre excusa de una incipiente jaqueca, tuvo tiempo de sobra para pensar con mucho detenimiento qué iba a decirle aun a riesgo de romper el fino lazo que unía su matrimonio. A su parecer, no valía la pena cuidar algo que no se lo merecía.
Cansada, decidió acostarse para sentirse más fresca para la batalla que se avecinaba.
La despertó el ruido de la puerta al abrirse.
—¿Te he despertado? —preguntó Liam en voz baja. Entró mientras ella se incorporaba—. Mi madre me ha dicho que no te encontrabas bien.
—Con un poco de descanso ha desaparecido —mintió con total descaro—. Tenemos que hablar. —Eso sí llamó poderosamente su atención.
—Uh, uh. Eso ha sonado como la primera discusión de casados —aseveró mientras se desvestía.
—Cosa que no sucedería si no te hubieras comportado como un cerdo egoísta.
—¿Perdón?
—No te perdono. —Bajó de la cama y se puso una bata—. No me gusta para nada el papel que juego en este matrimonio y todavía menos la forma abominable en la que me tratas.
—¿Qué…?
—Me refiero a mí, a mi cara —se señaló con violencia—. Sé muy bien el aspecto que tengo. Al fin y al cabo, me veo reflejada todas las mañanas en el espejo. También soy consciente del efecto que te produzco, pero no utilizarás esto para aprovecharte. No más.
—Deirdre, cálmate.
—No quiero calmarme, quiero soluciones. No te has comportado correctamente y yo no me merezco esto.
—Te refieres a…
—Sí, a lo que sucede en esta cama. Pero esto solo es uno de los problemas. Por mucho que nos disguste, el matrimonio es un hecho, y déjame decirte que no soy de las que se quedan a un lado, en segundo plano, esperando ver la vida pasar —aclaró, por si tenía dudas—. Quiero que nos esforcemos en tener una relación cordial y eso pasa por vernos durante el día y hablar. También quiero que me incluyas en tu día a día, dejándome participar.
Detuvo su discurso de golpe, dándose un instante para respirar. Liam aprovechó eso.
—Tienes razón, muchísima razón —pareció avergonzado de admitirlo—. Ante todo, quisiera decirte cuánto lo lamento.
Ella bufó ante su insulsa disculpa.
—Me he aprovechado de ti y me he comportado de forma egoísta. Sé que no es excusa, pero estaba resentido, no solo por haberme visto obligado a este matrimonio forzado, sino también porque consiguieras que te cedieran el control de la dote.
—Ya —se limitó a decir Deirdre. En cierta forma era comprensible que Liam se sintiera así, lo cual, como él bien decía, no lo disculpaba. En caso contrario, ella estaría llena de ira. La verdad es que ya había olvidado que la dote estaba en su poder.
—No quiero que terminemos como enemigos —admitió nervioso al ver que ella no decía nada más. La miró a los ojos para que viera la sinceridad de sus palabras y se sorprendió, no de descubrir que se había vuelto hermosa de repente (porque no era el caso), pero sí de que ya no sentía ese irrefrenable impulso de apartar la vista—. Sabes que no te quiero…
Si Deirdre se sorprendió por la poca sensibilidad de esa última afirmación, no lo demostró.
—Yo tampoco. ¿Y qué? Eso no impide que podamos ser amigos.
—Amigos —repitió Liam algo perplejo.
—Bueno, si no amigos, sí disfrutar de cierta camaradería.
—Podemos intentarlo —concedió, despacio. No suponía algo tan descabellado. Al fin y al cabo, lo que más deseaba, ahora que el matrimonio era un hecho, no era hervir de rabia cada día, sino vivir con toda la placidez posible—. Aunque, a decir verdad, no estoy muy seguro de cómo hacerlo. O de si hay que poner límites.
—¿Tú quieres ponerlos? Por mi parte creo que no deberíamos establecer ninguno. Lo mejor sería ir tomando lo que el día a día nos depara. Eso sí, poniendo todo nuestro empeño en que sea lo mejor posible.
Liam se sorprendió —de nuevo— de lo juiciosa que podía resultar su mujer, quizás más que él. Quizás era tiempo de darse una oportunidad para conocerse. Dudaba que jamás viviera un amor, fuera del tipo que fuera, pero vivir en estrecha armonía le estaba resultando de lo más tentador.
—En cuanto a… —No sabía muy bien cómo enfocarlo.
—No te preocupes por eso —lo cortó sabedora de a lo que se refería—. Siempre que a partir de ahora seas considerado con mis necesidades, no te negaré el acceso a mi cuerpo. Al fin y al cabo somos un matrimonio y, como esposa, mi deber es proporcionarte herederos.
—El sarcasmo no te sienta bien. —Pero en su fuero interior respiró aliviado de que no pretendiera erradicar sus encuentros sexuales, aunque su forma de exponerlo le resultó demasiado frío.
—Por supuesto que me sienta bien —replicó ella—. El problema es que no eres capaz de apreciarlo en su totalidad. —Deirdre estaba preparada para una batalla, no para la aceptación que Liam mostraba. No obstante, prefirió dejar más claro lo que quería—. Y en cuanto a hacer el amor… quiero disfrutar de ello. —Tenía la cabeza bien alta, orgullosa.
—Y lo disfrutarás —prometió Liam—. Haré que sea inolvidable para ti.
—No te vanaglories tanto, solo quiero lo mismo que consigues tú.
Y se lo daría. Le daría el placer que le había negado la primera vez y los días sucesivos.
—Podríamos empezar ahora —sugirió. Ya no era momento de echarse atrás.
Si Deirdre no estaba preparada para una capitulación tan rápida, mucho menos para la sugerencia inesperada. Pero ella no era una cobarde. Lo deseaba tanto que no se echaría para atrás.
Ambos se metieron en la cama decididos. Estaban un poco nerviosos.
—De momento, me dedicaré solo a ti. —Liam empezó a acariciarla dispuesto a restituir todo el daño que hubiera podido ocasionarle con su ciego egoísmo. No era una mala persona, pero en su enfado había acabado provocando en ella un mal innecesario —. Tu única preocupación en estos momentos debe ser relajarte y sentir.
Deirdre, por su parte, se permitió confiar. En cierta forma, las caricias eran un fiel reflejo de las veces anteriores, pero algo en el rostro concentrado de Liam le señalaba que, a pesar de las apariencias, esta vez sería distinto.
Y lo fue. Sus manos y su boca tenían un único objetivo: satisfacerla. Deirdre se sentía arder de una forma que no había sentido en las veces anteriores. Ayudaba sentirle murmurar palabras de aliento mientras alababa la aterciopelada textura de su piel, el dulce y fragante aroma que desprendía o el sabor intenso que su lengua lamía.
Cuando su boca pasó caliente rozando su lugar más íntimo, se sobresaltó.
—¡Espera! —exclamó deteniendo el movimiento de su cabeza. Liam se detuvo y la miró detenidamente—. No creo que esto sea muy… decente. —La afirmación le salió algo temblorosa.
—Si piensas eso es porque estoy haciéndolo bien. —La sonrisa maliciosa de Liam le calentó más las entrañas—. No te preocupes, Deirdre; cuando termine, pensarás que has estado en el cielo.
—Eres un tonto presuntuoso.
Él se limitó a sonreír y siguió con la boca la ruta que había trazado antes de que se viera interrumpido. Cuando sus dedos empezaron a explorar su interior y su húmedo interior los envolvió, Deirdre sintió cómo se le escapaba su voluntad. Empezó a retorcerse en busca de un alivio indefinido —aquel que siempre aparecía, pero que nunca se dejaba ver— y empezó a tironear el pelo de él.
—Liam, Liam —gimió. No sabía a ciencia cierta lo que quería. De lo único que estaba segura es que nunca había experimentado nada parecido a ese frenesí que crecía y crecía.
—Ya estás preparada. —Se incorporó a su altura sin dejar que sus dedos abandonaran lo que estaban haciendo—. Déjate llevar, Deirdre. —Introdujo su dedo anular todo lo que pudo e intensificó el ritmo, a la par que con el otro daba ligeros toques en el sensible e hinchado clítoris.
—No sé… —balbuceó—. No puedo… —no pudo continuar, pues algo en su interior pareció explotar mientras se extendía como una marea por cada rincón de su cuerpo.
Poco tiempo después, no sabía exactamente cuándo, pudo abrir los ojos y girar la cabeza en dirección a su esposo, que en eso momentos, estaba apoyado en su mano mirándola.
—¿Bueno, eh? —Su sonrisa autosuficiente debería de haberla molestado, pero estaba demasiado saciada para decir nada. Por una vez no le había importado que no la besara. El sexo era tan maravilloso que no le extrañaba nada que la gente lo hiciera una y otra vez. Era adictivo.
Bajó la vista y comprobó que Liam seguía excitado.
—¿Y tú?
—Hoy, yo no importo.
—¿Por qué? Es absurdo que te quedes sin satisfacción por un sentimiento de culpa. No quiero que esto sea un acto de redención, sino un momento de completo placer del que podamos disfrutar juntos.
Se miraron a los ojos y Liam se decidió.
—Está bien.
Comprobó que Deirdre estuviera preparada y se colocó encima de ella. Se abrazaron y se dejó tocar por las suaves e inexpertas manos femeninas, hasta que al final, ansioso, no pudo soportarlo más y se introdujo en su interior. Esa vez, los movimientos fueron en sintonía, siendo cosa de dos y, cuando ella alzó las caderas a la vez que apretaba sus glúteos, Liam apretó los dientes al sentirse tan adentro. Solo pudo moverse a un ritmo más frenético y liberarse segundos después de que Deirdre lo hiciera por segunda vez.
Esa noche, como todas las que la sucederían, durmieron agotados, saciados y abrazados.