1
Londres, 1870
—Decididamente, tú no me quieres.
Robert Doyle, conde de Millent, arrugó el entrecejo al escuchar esa contundente afirmación. Se rascó la cabeza en un intento de sosegarse mientras evitaba la mirada reprobatoria de su única hija soltera.
—Vamos, Deirdre, no seas así…
—¿Y qué esperabas? Dudo mucho que fuera una rápida y agradecida aceptación por mi parte.
La joven se levantó del diván tapizado en gris perla y paseó enfurecida arriba y abajo por la alfombra de lana que protegía sus delicados zapatos del frío suelo.
—Si lo pensaras un momento… —El padre intentó de nuevo hacerla comprender.
—No me hace falta. —Se detuvo y le lanzó una airada mirada—. No voy a dejar que me cases como si fuera una vaca vieja a la que no queda más remedio que regalar porque ya ni leche da.
—Te aferras a lo melodramático, hija.
Deirdre Doyle podía ser cualquier cosa menos melodramática. A sus veintiocho años se caracterizaba por ser una joven tolerante y nada dada a las grandes exageraciones. También se sabía graciosa, culta, fea y soltera. Toda una tragedia, según su padre.
—¿Melodramático? —repitió—. Me siento burlada por mi padre, progenitor, amor de mis amores, el hombre más importante de mi…
—Basta, basta —la cortó—. No niego que estoy haciendo algo posiblemente reprochable…
—¿Posiblemente? —jadeó la aludida, ultrajada.
—Pero lo estoy haciendo con la mejor de mis intenciones. Es por tu bien.
—Ah, la frase del año. —Deirdre se sacó un pañuelo de la manga y fingió secarse unas lágrimas, no porque fuera incapaz de llorar, sino porque se sentía tan rabiosa que no podía derramarlas. Lo único que necesitaba era conmover un poco a ese pedazo de bruto que llamaba «padre»—. Lo que más me duele es ser traicionada por mi propia familia.
—Bueno… en cuanto a eso… —titubeó al explicarse—, he de decir que nadie me ha apoyado.
Eso tampoco era una novedad para Deirdre, pero al conde de Millent no le haría mal sentirse violento por lo que estaba haciendo.
—¿Ni tan siquiera Sharon? —lo preguntó sabiendo ya la respuesta. Su madrastra tampoco veía con buenos ojos esa herejía.
—Ella es la que más en contra ha estado de todo este asunto. —Todavía le escocía la disputa que habían tenido la noche anterior. Y la otra, y la otra…—. Sharon te quiere.
Deirdre sonrió en su interior. También sabía eso; como sabía que, en todo ese despropósito, su padre era el único culpable. Su madrastra y el resto de sus hermanos, así como sus cónyuges, le habían dado su apoyo. También le constaba que habían intentado hacer cambiar a Robert Doyle de opinión. En vano.
—Pues eso me confirma que tú no. —Hizo sus mejores pucheros y se acercó a él, mimosa—. Vamos, papá; en realidad no quieres hacerlo.
El conde no se dejó conmover por mucho que hubiera querido. Era un asunto zanjado.
—Te equivocas —le respondió—. Quiero hacerlo y lo haré.
—¡¡¡¡Argggggggg!!!! —Deirdre se apartó de él, furiosa—. Si me casas en contra de mi voluntad, nunca te lo perdonaré —amenazó.
Su padre se levantó y la miró con tristeza.
—Espero de todo corazón que eso no sea cierto, porque estoy decidido. —Salió del salón dejándola sola.
Casi al instante, la puerta se abrió de nuevo, dando paso a su madrastra. La esbelta y madura mujer rondaba ya los cincuenta años, pero ni su delgadez, ni la suavidad de su piel, ni sus vivaces, y ahora preocupados ojos verdes, lo atestiguaban.
A pesar de no ser la mujer que le dio a luz, la quería como si lo fuera. Deirdre recordaba a la perfección a su progenitora y todavía, al día de hoy, la echaba de menos. Lesley Millent, anteriormente conocida como Porterfield, murió de unas fiebres cuando ella era joven. Por eso, después de trece años compartiendo vida con su padre, la ternura de esta mujer y el profundo afecto que sentía por cada uno de los hijos de su marido, había afianzado un lugar en sus corazones. Era una mujer muy especial.
—Deirdre, hija, acabo de ver salir a tu padre. ¿Has conseguido hacerle cambiar de parecer? —Se sentó y dio palmaditas a su lado para que ella hiciera lo mismo.
—No. —Su humor era fatalista y su futuro un negro borrón—. Tanto si quiero como si no, me casaré.
—Oh, mi niña. —Le cogió las manos para darle consuelo—. Lo siento tanto…
—Tú no tienes la culpa de que sea un déspota sin corazón —arremetió enfadada.
—A lo mejor termina cediendo —expuso confiada; demasiado, tal vez.
El recién llegado, un rubio jovencito de doce años, arruinó esa vana esperanza.
—Papá acaba de ordenar que pasado mañana salgamos hacia Escocia —anunció Ernest, su hermanastro, mientras cerraba la puerta de la biblioteca.
—¡Oh! —gimió y se puso una mano en cada mejilla—. ¿Qué voy a hacer?
—No lo sé. —Sharon meneó la cabeza con frustración—. Hace días que intento quitárselo de la cabeza. —Dio un beso distraído en la cabeza de su único hijo natural cuando este se sentó en la alfombra, a su lado.
—Tal vez si huyo… —lanzó Deirdre a la desesperada.
—¡Ni se te ocurra! —La madrastra la cortó de raíz—. Si hicieras eso estarías llamando a las puertas de la desgracia.
—¿Y lo que está por llegar no es precisamente eso?
—Pensé que querías casarte —apuntó Ernest, interviniendo.
—Sí, pero no de esta forma —se levantó—. Lo que papá pretende hacer no tiene sentido y es demasiado abusivo, incluso para él. Ni tan siquiera se ha parado a pensar cómo me sentiría al ofrecerme así, como media libra de pasas secas y arrugadas. —Un estremecimiento la recorrió al pensar que pronto estaría casada y establecida en su nuevo hogar—. Ahora, si me disculpáis, necesito algo de soledad para tratar de digerir todo esto.
—¿Me prometes no hacer nada drástico? —Sharon la miró con desconfianza.
—Te lo prometo. —No era capaz de hacer algo que la lastimase. Todo lo contrario que su padre.
Sonrió con amargura y se dispuso a retirarse a la soledad de su habitación, pero para su consternación, esta estaba invadida por varias criadas que se apresuraban a guardar todas sus pertenencias para ser trasladadas al que pronto sería su nuevo hogar: Escocia.
Mantuvo la compostura mientras buscaba un sitio lo suficientemente tranquilo para poder dejar escapar la aflicción que la embargaba. Al final, se escondió en la pequeña habitación de costura y se sentó de cualquier manera en el hueco de la ventana, sin pensar en cómo de arrugado quedaría su vestido de inspiración romántica, en algodón blanco con estampados florales, del que tan orgullosa se sentía.
Ignoró el reflejo que la ventana le mostraba para centrarse en lo que se veía a través de ella. Desde la considerable altura del tercer piso de su casa, ubicada en Dover Street, podía otear buena parte de los tejados e incluso más allá. Las chimeneas escupían sin piedad volutas de un humo negro y denso que ocultaba parte del cielo, pero era lo que ella conocía y no quería cambiar. No quería echar de menos los jardines y parques repletos de matronas y niños, dandis a caballo y cabriolés que se deslizaban para dejar lucir a sus ocupantes. Tampoco quería olvidar y dejar atrás las calles bulliciosas, las compras en el mercado o las anheladas visitas a la modista. Pero sobre todo, no quería abandonar su hogar y a su familia por un lugar en el que no había estado nunca. Cierto que era el lugar de nacimiento de su madre y en donde había vivido hasta que conoció a su padre. No obstante, una vez pasó a ser la condesa de Millent, no podía seguir residiendo allí.
Todavía recordaba cómo lo describía ella cuando Deirdre era pequeña. La evocaba embelesada y con evidente añoranza, siempre describiendo sus agrestes montañas o su empinadas colinas; los verdes campos, decía, tan parecidos y a la vez tan diferentes de la campiña inglesa; sus gentes, más toscas, pero que lograban darle significado a la palabra comunidad y con un sentido de pertenencia fuera de toda duda.
En fin, que para Deirdre tenía un claro significado: una vida diferente y difícil.
Las lágrimas, reprimidas por mucho tiempo, se descontrolaron y empezaron a anegar los ojos de la joven. Mientras se deslizaban por sus mejillas pensó que eso no era lo más grave del asunto. La dificultad residía en que iba a Escocia para casarse. Y si ese no era suficiente motivo para desesperarse podía añadir otro más. Iba a ir allí para contraer matrimonio con un desconocido. Sí, era el hijo de un amigo y su padre lo conocía. También había sido informada de que su madre y la que acabaría siendo su suegra habían sido amigas de la infancia, pero a ella eso le traía sin cuidado. Eso de los matrimonios concertados ya no estaba de moda, pero aunque lo estuviese, lo aborrecería de igual forma. ¿No era ya lo suficientemente mayor para elegir?
La verdad fuera dicha, era más que mayor. Si era sincera consigo misma admitiría que, a sus veintiocho años y en la época actual, estaba marcada como una solterona sin remedio, pero era algo voluntario. Había recibido varias proposiciones, algunas de las cuáles eran muy interesantes, pero las había rechazado por diferentes motivos. En algunos casos era demasiado evidente que iban detrás de su dote y eso la hacía sentir más una mercancía que un ser humano. En otras ocasiones, eran los candidatos los que no la atraían lo más mínimo; y no era tanto por el físico —ella, menos que nadie, debería ser tan superficial—, sino por sus modales, aspiraciones, temperamentos… Y el último motivo, quizás por ser el más determinante, era que, por más que disimularan, no podían esconder el profundo desagrado que les producía mirarla a la cara.
Era fea, para qué negarlo. Oh, sí, tenía un pelo castaño, ondulado, brillante y con tonalidades rojizas que despertaba envidias en toda esa marea de primorosas rubias. Su cuerpo, además, tenía un aspecto curvilíneo que ensalzaba toda su ropa y le confería a su andar una cadencia que algunos calificaban como voluptuosa y sensual. Aunque, eso sí, solo sucedía de espaldas y antes de que nadie se fijara en su rostro, siempre tan, por decirlo de alguna manera, especial. En cuanto alguno de esos hombres —las mujeres también— echaban un rápido vistazo a su cara, los gestos abarcaban un gran abanico de expresiones, cada cual más inverosímil y gráfica. Y es que, ante la fealdad, nadie quedaba indiferente.
Deirdre, como no podía ser de otra manera, ya estaba acostumbrada. De hecho, era imposible no apreciar las peculiaridades de su rostro cada mañana frente al espejo del tocador. No es que fuera un esperpento, ya que sus ojos tenían un tamaño, una forma y un color de lo más corriente. Sin embargo, su nariz larga y aguileña, que parecía ser el centro vital de todo su rostro, partía en dos mitades su cara y la sintonía de sus pómulos, y la afeaba hasta tal punto que solo podía superarse la impresión si sonreía con sus voluminosos labios.
Por lo tanto, que un hombre destinado a ser su marido fuera incapaz de soportar su aspecto era para ella un gran impedimento. Estaba segura de que miles de matrimonios estaban basados en mucho menos. Incluso, dado el caso, seguro que algunos de ellos no gozaban de un aspecto físico envidiable —podía apostar a que no era la única—. Sin embargo, Deirdre no podía evitar sentir que, a la larga, esa repulsión podía ser la causante de la destrucción de cualquier matrimonio en el que uno de los contrayentes no supiera ver más allá de las deficiencias físicas del otro. Porque, si una persona no era capaz de obviar algo que le repugnaba, difícilmente podría ser capaz de apreciar el resto de las cosas buenas que el otro tuviera que ofrecer.
Y lo más irónico de todo este asunto de la boda acordada —y también el más nefasto— era que su padre la obligaba a un matrimonio absurdo que reunía todas y cada una de las condiciones por las que antes se había negado a planteárselo siquiera.
La pura verdad era que se sentía abochornada. Tener que llegar a tales extremos no ofrecía una buena imagen de sí misma, pero sumado al aspecto que ofrecía resultaba una verdadera humillación.
Había intentado argumentarle eso a su padre.
—Pues tu gran amiga es fea y se ha casado; y con un hombre totalmente enamorado, debo añadir —había replicado él en respuesta.
Su argumento, como era evidente, no la satisfizo.
—Pero papá, no se trata del mismo caso. Camile no es tan fea como yo.
Para su consternación, Robert Doyle se había permitido una amplia sonrisa.
—Ella decía eso mismo de ti —le rebatió.
Cada excusa que Deirdre había puesto, su padre la había desechado. Era una lástima que su mejor amiga Camile ya se hubiera casado, así no lo hubiera utilizado en su contra.
Pero lo cierto era que no pensaba así. Se sentía muy feliz por ella. Camile era la única hija de un barón rural que había hecho un esfuerzo enorme por presentarla en sociedad. Como su dote había sido escasa, no tuvo la más mínima propuesta de matrimonio, a excepción del hijo de un primo que heredaría la baronía.
Cuando se conocieron, Deirdre ya iba por la segunda temporada y Camile ya odiaba su única y nefasta primera. Ambas se reconocieron como almas gemelas, además de feas. Su amistad fue fulgurante e intensa; tal, que el conde la acogió bajo sus alas, para alivio del barón. A lo largo de varios años, su apego se afianzó más si cabe y un día, un buen partido, un comandante bastante apuesto con pretensiones de alcanzar un grado mayor junto con su propio barco, se declaró totalmente enamorado de Camile.
Tal fue la sorpresa general que hasta Robert Doyle tuvo una charla con el hombre, pero parecía sincero.
—Es adorable y maravilloso —había sentenciado la propia Deirdre en una confidencia a una enamorada Camile después de conocerlo y comprobar que el sentimiento era auténtico.
Deirdre vio florecer a su amiga de tal modo que llegó a parecerle incluso bonita bajo los rayos del amor y del compromiso. Pero, por vicisitudes del destino, las cosas no fueron bien y él la dejó. Al final, con todo aclarado, Camile estaba casada con el amor de su vida. Ahora hacía ya un año —más o menos— de todo aquello y Deirdre no podía ser más feliz por ello, aunque quizá sí podía admitir que se sentía un poco celosa de la dicha que su amiga poseía.
Pero, por desgracia, su destino no se parecía en nada. En pocos días partiría hacia a Escocia. Todo para devolver un favor a su padre. Todo para saldar una deuda. Había algo muy denigrante en aquel asunto «yo te presto dinero y te salvo de la ruina con la condición de que en un futuro, tu hijo debe estar dispuesto a desposar a mi hija, que por cierto, es la más fea».
Estaba claro; a partir de ahí, su vida sería un infierno.