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—¡Eso no es una casa, es un castillo!

La exclamación, proveniente de su sobrina Alana, la sacó de un letargo autoimpuesto.

Los cuatro componentes del carruaje se asomaron a las ventanas para apreciar el que sería el nuevo hogar de Deirdre. Hacía pocos minutos que habían atravesado el pequeño pueblo de Glenrow en dirección al hogar de los McDougall y, lo que Deirdre o cualquiera de los demás esperaban, resultó muy diferente de lo que contemplaban; una casa grande sí, pero no esa mole enorme de piedra gris de hasta seis pisos de altura —si uno se fijaba bien en las ventanas—, con una torre semicircular a su lado derecho y con torretas en parte de su tejado. Por suerte —aunque según para quién—, no había foso.

—Tía Di. —Ese era el diminutivo con el que la llamaban todos sus sobrinos—. Si no quieres quedarte a vivir aquí, lo haré yo en tu lugar —declaró Alana llena de excitación por tamaño descubrimiento—. Debe de ser increíble vivir ahí.

—Sí —masculló Deirdre sin apartar la vista de la ventana—. Increíble.

—Alana, siéntate y compórtate —Casandra, la hermana mayor de Deirdre y madre de la joven, la regañó—. Es impresionante —dijo después de echar un vistazo por la ventana.

—Y tres veces más grande que la casa de papá —acotó Ernest haciendo cálculos—. Debe de estar llena de fantasmas.

Ante la repentina alarma de su hija, Casandra palmeó la mano de Alana y replicó a su hermanastro.

—No hay fantasmas —le lanzó una mirada de advertencia—. ¿Verdad, Ernest?

Por unos instantes, Deirdre se desentendió de los otros tres y se permitió contemplar de nuevo ese castillo. Su padre no le había informado de ese pequeño detalle sin importancia, lo cual le hizo preguntarse qué otras cosas había estimado no explicarle.

Consideraba también que ese no era el mejor momento para dejarse vencer por el desánimo. La velocidad del carruaje disminuía porque estaban llegando a su destino.

El viaje hasta allí le había resultado largo y pesado. Como no podía ser de otra manera, todos los miembros de su familia se habían desplazado también con la intención de estar presentes en la boda —con excepción de su hermano Andrew, que había creído más oportuno quedarse en Londres con su esposa Darleen, que se hallaba en un avanzado estado de gestación—, habían embarcado en Bristol con destino a Glasgow, así evitaban hacer todo el recorrido en carruaje y tardar una eternidad. Además, eran un total de catorce personas las que viajaban hasta Glenrow —Casandra, su marido Mason y sus tres hijos; su hermano Robert con su esposa Alexia y los trillizos de ambos; su padre, su madrastra, Ernest y ella—, así que solo había sido por comodidad. Por supuesto, el resto del viaje se hizo en carruaje. En el que viajaba ella iban cuatro personas. Había tres más delante y el último, que servía para transportar la mayor parte del equipaje de los miembros de la familia.

Cuando el traqueteo se detuvo, también lo hizo el corazón de Deirdre. No estaba preparada para el final del viaje.

—Nos están esperando —señaló Ernest.

Era fácil distinguir a la comitiva que esperaba en la gran arcada, que parecía ser la entrada principal del castillo.

—Es una lástima que no podamos adecentarnos mejor antes de ser recibidos —se lamentó Casandra retocándose el peinado.

—¿Qué importa la impresión que demos? No es que tengan intención de devolverme a Inglaterra si no les gusta lo que ven.

—Deirdre… —Su hermana la previno. Aunque Ernest estaba al tanto de cómo iban las cosas, no así su sobrina. A su corta edad, no hacía falta que lo supiera. Las ayudaron a bajar y una bocanada de aire frío, seguido de un aire más frío aún, les dio la bienvenida.

A pesar del día claro y soleado, todos se estremecieron.

Deirdre se arrebujó en su capa y sintió que fuera tan fina. Sospechaba que ni los más crudos inviernos de Londres la habían preparado para las bajas temperaturas de las Highlands. Otro punto negativo que añadir a ese absurdo y loco plan.

—Deja de hacer morros —indicó Casandra, reprendiéndola.

—No los estoy haciendo —protestó; ella nunca hacía morros.

—Sí los estás haciendo, tía —confirmó Alana que, seguida de Ernest, se apresuró a dirigirse hacia su padre y resto de tíos, dejándolas solas.

—Deirdre, por favor, cambia esa actitud —suplicó en voz baja.

—¿Por qué? —Sabía ser testaruda como la que más.

—Porque no eres una niña, sino una mujer. —Le acarició la cara con cariño—. Sé que ahora mismo te digo lo que mamá te diría si estuviera aquí. Eres fuerte y valiente, y aunque parezca que el destino quiera acabar contigo, tú le plantarás cara como una luchadora. Mira, observa y sácale provecho —hizo una pausa—. Papá y todos nosotros estamos orgullosos de ti. No te comportes de forma que nos avergoncemos de ello.

—Eres cruel. —Sus ojos estaban anegados de lágrimas.

—No lo soy. Estoy en contra de esto, pero es algo que ya no podemos remediar. Solo quiero que te comportes con la dignidad que te caracteriza.

—¿Qué hacéis las dos aquí? —Sharon las interrumpió. Se fijó en la humedad de los ojos de Deirdre, pero se abstuvo de hacer o decir algo que agravara su estado—. Es hora de las presentaciones.

—Valor —le susurró su hermana.

Deirdre odiaba todo el asunto, pero compuso su mejor expresión y fue directa a los anfitriones, que en esos momentos hablaban con su padre.

El conde de Millent detuvo su charla cuando la tuvo a su lado.

—Hija. —La cogió de una mano, orgulloso—. Déjame presentarte a Evan McDougall y a su esposa, Robina.

«Ah, mis futuros suegros», pensó.

Quizás en ese momento no era la más objetiva de todas, pero él le pareció demasiado atemorizante y ella demasiado pequeña. No obstante, se comportó con toda educación.

—¿Cómo está, señor McDougall? —se dirigió primero al hombre.

—Muy bien ahora que te tenemos aquí. ¿No es así, Robina? —preguntó a la bajita y morena mujer que tenía al lado.

—Sí, querido. —Esta le besó la mejilla con efusividad y centró toda su atención en ella—. Nos alegramos mucho de que te encuentres entre nosotros. Mi hijo aparecerá en un momento, pero antes deja que te presente a mis sobrinos y parte fundamental de la familia, Edmé y Lorn.

Durante más de quince minutos, Deirdre aguantó con estoicidad las presentaciones de ambas familias mientras se iba enfureciendo por momentos. Lo menos que esperaba de ese patán con el que iba a casarse era un mínimo de cortesía. Ella deseaba ese matrimonio tan poco como él, pero merecía algo de respeto por su parte. Su evidente ausencia era una grave afrenta.

—Pero, ¿dónde está el chico? —La pregunta fue hecha por el McDougall, que empezaba a mostrar signos de enfado, pero la respuesta apareció de pronto cuando un hombre pasó corriendo a tropezones por el patio.

—¡Liam! —exclamó Robina.

El nombre la alertó. A todos, debería decir. Ningún miembro de su familia parecía demasiado complacido por el desplante del futuro novio. ¿Ese era el que iba a compartir su vida? Deirdre lo miró mejor, pero era difícil ver demasiado bajo esa capa de suciedad con la que iba cubierto. Además, olía fatal.

—Hijo, ¿qué tipo de espectáculo es este? —La profunda voz del McDougall no sonaba entusiasmada.

—Lo siento papá, he tenido un problema —fue parco en detalles—. Pero si me dan un poco de tiempo para adecentarme…

Habló para todos los presentes, pero en una fracción de segundo, sus miradas se encontraron. Deirdre vio llegar la comprensión a sus ojos respecto a su identidad, al igual que vio en ellos lo mismo que en otros muchos: repulsión. Fiel a su estilo respondió a ello como siempre hacía, con desprecio. Le miró de arriba abajo dejando claro qué opinaba de su estado, revelando en su rostro un atisbo de menosprecio.

—Está sucio —exclamó su sobrino Jackson—. ¡Puaj!

El comentario, hecho por el benjamín de su hermano Robert, los sacó del trance y el hombre con el que se casaría en unos días se batió en retirada.

Hubo murmullos y excusas por lo sucedido, pero como nadie tenía intención de anular la boda, lo calificaron como un tonto incidente e intentó olvidarse.

Deirdre, por su parte, pensaba en cómo había sido destruida la última e ínfima esperanza que quedaba en ella cuando él la contempló. En algún momento desde que supo lo de la boda, se permitió imaginar que este sería diferente, que no se quedaría solo en su feo rostro y le daría una oportunidad —al fin y al cabo serían marido y mujer hasta el día de su muerte—, pero eso solo la hizo sentir más tonta que cuando se enamoró por primera vez y fue ridiculizada por completo.

—¿Te encuentras bien? —Su cuñada Alexia, esposa de Robert, se acercó preocupada.

—Claro —fingió una sonrisa—. ¿Qué podría ir mal?

—Querida Deirdre. —Su futura suegra se acercó, interrumpiéndolas—. ¿Te apetece ver tu habitación para que puedas descansar? Te ves algo pálida.

—El viaje la ha agotado. —Alexia intervino por ella, excusándola—. Le sentaría bien refrescarse.

—Por supuesto que sí. —Nada le apetecía más a Robina que mostrarse hospitalaria con la que iba a convertirse en nuera—. Acompáñame.

Juntas se adentraron en el castillo, porque a eso jamás podría llamarlo casa. Subieron un sinfín de escaleras hasta detenerse ante una puerta. Cuando pasaron al interior, la sorprendió una amplia y soleada habitación.

—Es preciosa —musitó maravillada.

Y decía la verdad. De hecho, era tanto o más bonita que la que le pertenecía en casa de su padre.

Las molduras de madera se mantenían brillantes y cuidadas como si fueran nuevas. Los tonos beige, salpicados de rosa intenso —incluso en la gran alfombra que abarcaba casi la totalidad de la estancia—, inundaban cada rincón. La preciosa cama con dosel evitaría el intenso frío del lugar mientras estuviera acostada; ayudada, eso sí, por la chimenea, ahora encendida. Ni qué decir que el detalle del exquisito tocador le encantaba.

—Me alegro de que te guste. —Robina asintió satisfecha y cerró la puerta—. Sé que por fuera la casa puede parecer austera, pero no somos los bárbaros que los ingleses creéis. Nos gustan las cosas bonitas como a cualquiera. Por eso intentamos mantener nuestro hogar lo más bonito posible. Disfrútala y aprovecha la soledad. No tardarás en compartirla.

La inesperada referencia al matrimonio le había quitado la sonrisa, pero Robina lo notó.

—Ya sé que todo esto es muy precipitado y difícil de asumir. —Le cogió las manos—. Pero somos buena gente y estas son buenas tierras para vivir y criar hijos. No tengas en cuenta la primera impresión que Liam te ha causado. Dale otra oportunidad.

Era irónico que le pidiera eso teniendo en cuenta que con ella los hombres se quedaban siempre con la primera impresión.

—Por supuesto —lo dijo solo para tranquilizarla. Llamaron a la puerta y entró una criada joven que venía a ayudarla a adecentarse.

Aunque estuviera allí a desgana, se permitió el lujo de refrescarse con tranquilidad. También se había cambiado el vestido de viaje por uno más apropiado y bonito en color chocolate con fruncidos en los bordes de la chaquetilla y tiras de terciopelo marrón en las mangas y la falda. Cuando estuvo lista despidió a la doncella. Una vez a solas paseó la mirada por la habitación ignorando el lugar en donde se hallaba ubicada la cama. No podía evitar pensar lo que sucedería allí en poco tiempo. Un griterío la distrajo y se asomó a la ventana. Sus seis sobrinos, incluida la pequeña Patricia, corrían extasiados por el exterior persiguiendo a Ernest y bajo la atenta mirada de la niñera. ¡Qué maravilloso poder disfrutar de la infancia! Por desgracia, ser mayor, no siempre conllevaba felicidad.

De inmediato echó de menos a Andrew —su hermano menor si no se contaba a Ernest, su hermanastro—. Era él quien siempre lograba hacerla sonreír cuando estaba deprimida y era con el que más había tratado cuando su hermana Casandra se casó con Mason y poco tiempo después Robert hizo lo propio con Alexia. Ahora todos estaban casados, incluso Camile. Ojalá el embarazo no le hubiera impedido realizar este viaje. Le hubiera gustado tenerla con ella. Suspiró con pesadez y se dispuso a poner buena cara cuando la llamaron para unirse al resto. Que nadie dijera que no ponía de su parte.