5

—¿Hasta cuándo tendré que aguantar? —Liam se lamentaba furioso; furioso con su padre, con el maldito conde y con la condenadamente astuta hija.

—No lo sé, hijo. —El McDougall había esperado a desvelar la noticia sobre la dote de su futura nuera por simple prudencia; y el mejor momento era poco antes de la ceremonia nupcial, mientras acomodaba bien los pliegues en el hombro de su hijo y afianzaba el broche.

—Es que no lo entiendo. —Liam se miró en el espejo y este le devolvió un reflejo desalentador—. ¿Por qué aceptaste ese trato?

—Porque era justo. Mira hijo, yo tampoco estoy contento con esto, pero la chica tiene intención de cumplir el trato. Ha renunciado a más que nadie: lejos del país en el que ha vivido siempre, lejos de la familia y amigos, incluso del estilo de vida al que está acostumbrada. Además, no estamos en Londres, por lo que con toda probabilidad no se gastará ese dinero en banalidades.

—Con toda probabilidad —repitió mordaz—. Espero no tener que acabar teniendo que suplicarle por limosna.

—Hijo…

—Ya estoy listo —lo cortó furibundo—. Dile a mamá que ya puede comenzar con todo este teatro.

El resto del día, que tendría que haber sido uno de los más felices de su vida, lo pasó como ausente. Para su incredulidad, ambas familias se veían exultantes, igual que lo estarían si toda esa pantomima fuera cierta. Al principio, su familia política se había sorprendido por el atuendo masculino de los McDougall. Todos lucían los tartanes y kilts con el color original del que en su día fue un clan con nombre propio —en naranja y con las líneas horizontales y verticales en verde, violeta y gris—. Ahora ya hacía casi tres generaciones que no era la vestimenta ordinaria de los escoceses, pero sí se había convertido en vestido simbólico nacional de Escocia. Muchos de ellos lo seguían utilizando en fiestas y conmemoraciones especiales. Tanto su padre como él, Lorn y el marido de Edmé, lucían el kilt con un cinturón y el tartán acomodado al resto superior del cuerpo, prendido con un broche plateado en el hombro izquierdo.

Pasada la novedad y durante la fiesta posterior al enlace, su atención se centró en su esposa. Obvió el estremecimiento que le recorrió, pues ya no había remedio. Estaba casado; y con una mujer con una muy buena figura, debía añadir. El vestido de novia acentuaba sus curvas donde hacía falta. La franja de tela que lucía en su cintura, la estrechaba hasta límites imposibles, y el recogido de su peinado, que lanzaba destellos rojizos, dejaba a la vista un esbelto cuello y una garganta que descendía hasta esos pechos enhiestos y llenos. Lástima de su cara. Lástima, lástima, lástima. Era una pena que el rostro fuera lo primero que viera. Le quitaba todo interés al resto.

Ahora, Deirdre hablaba con su madre y otras matronas, pero no sonreía. En honor a la verdad, la actitud de Deirdre no había sido muy diferente de la suya. A estas alturas del día podía afirmar que no la había visto sonreír en ningún momento. Se había mostrado, eso sí, muy correcta con toda la gente del pueblo que asistió al enlace y que le deseó toda la felicidad del mundo. En realidad, no habría sido tan malo, exceptuando el maldito momento del beso. Ahora mismo no recordaba nada, ni su tacto, ni su sabor… Había estado tan pendiente de no expresar repulsión que se había olvidado de sentir. Dentro de poco sería la hora de retirarse y tenía un miedo atroz. ¿Qué iba a hacer? Se sentía algo así como un mártir; haciendo sacrificios por el bien de su familia.

También estaba muy presente el rencor que sentía hacia ella por convencer a todos para tener el control de su dote. Necesitaban tanto el dinero… ¿Sabía ella acaso lo que se podría hacer en la casa y en las tierras con esa fortuna? Sin lugar a dudas, no era la misma cantidad que le prestó el conde de Millent a su padre, pero para ellos seguía siendo muchísimo dinero.

—Deberías sacarla a bailar.

La sensual voz de su cuñada lo arrastró al presente.

—¿Cómo dices? —Liam no se cansaba de mirar a Casandra; no es que fuera arrebatadora, pero sí bonita. ¿Por qué no ella? Era una pena que ya estuviera casada.

—Digo, que deberías sacar a Deirdre a bailar —repitió—, pero después de que me haya marchado de aquí para que no sospeche que yo te lo he sugerido.

—¿Crees que querrá? —Liam no lo veía tan claro.

—Ya lo creo que sí —aseguró—. Mi hermana adora bailar; no importa el lugar, sino aprovechar cualquier excusa para hacerlo. —Le sonrió y él se sintió maldecido de nuevo cuando no pudo evitar comparar a las hermanas.

—No parece ser de las románticas. —En realidad, no había pensado nada de ella. Hasta ahora no le había importado lo suficiente.

—Y tú no pareces un patán insensible.

«Touché».

—Creo que me merezco esta reprimenda.

—Pues claro que te la mereces. —Soltó un bufido exasperado poco apropiado para una dama—. Mira, sé que todos te han dicho hasta la saciedad que esto es lo que hay, pero creo que no te has parado a pensar que lo que tú crees que es una desgracia, también lo es para ella, aunque cada uno por motivos diferentes. O pones un poco de tu parte o tu vida puede llegar a ser muuuuuy difícil.

—¿Todavía más? —soltó sarcástico sin apartar la mirada de su esposa, que seguía charlando.

—Créeme, cuando mi hermana se siente desairada o herida puede llegar a ser muy cruel.

«¿Más cruel que obtener el control de su herencia?».

—Créeme, me hago una idea aproximada.

—Eres obstinado —declaró—. Por desgracia, no más que ella. Espero que este matrimonio no acabe con ambos. Recuerda mi consejo. —Se marchó de allí acercándose hasta su marido, que la esperaba con una enorme sonrisa.

A pesar de los bienintencionados consejos, hizo caso omiso de ellos. Se mantuvo apartado de Deirdre todo lo que pudo y, si alguien pensaba que era muy extraño para un recién casado, era su problema.

Después de beber mucho y comer poco llegó el maldito y temido momento. Las mujeres, con alegría, fiesta y picardía, se llevaron a su ruborizada esposa hasta las habitaciones. Él solo atisbaba qué podía estar pasando mientras se quedaba en el comedor con los hombres y recibía de ellos bromas subidas de tono y algún que otro consejo malicioso.

Cuando las damas aparecieron de nuevo fue el turno de ellos recorrer el mismo camino que le llevaría hasta su alcoba nupcial.

Liam siempre había creído que mantener la tradición de ese antiguo ritual resultaba encantador; hasta ese momento, en que lo encontraba carente de toda gracia e incluso ofensivo.

La puerta de la habitación se cerró a sus espaldas con él dentro. Mientras, oía las risas amortiguadas que ya se alejaban. La estancia estaba iluminada por velas y un ligero perfume flotaba en el ambiente. En la chimenea, el fuego ardía.

Evitó mirar a la cama, en la que seguro, su esposa esperaba.

—Puedes hacerlo, puedes hacerlo —recitó en voz muy baja.

Se quitó toda la ropa sin hablar. Despacio, sin prisas. Ella tampoco dijo nada y lo agradeció. A lo mejor, si seguían así, podía cerrar los ojos e imaginar ese sugestivo cuerpo con otra cara diferente.

Se metió en la cama tal cuál vino al mundo, pero en cuanto alzó las sábanas, en lugar de encontrarse a una virgen tapada por completo y con los ojos cerrados, se topó con una mujer bien despierta y con los ojos bien abiertos, envuelta en un camisón de seda y con una cascada de reflejos rojos que acariciaban sus hombros y su pecho.

«Debería haberlo imaginado».

—¿Hay algo que te guste? —intentó provocarla para tantear su reacción. Si no fuera por el eterno detalle de su rostro, su sinuoso cuerpo ya habría conseguido ponerlo en evidencia. Deirdre no contestó y Liam suspiró—. ¿Sabes lo que va a pasar ahora, verdad? —le preguntó—. Si no hablas voy a pensar que te ha comido la lengua el gato.

—Sí, lo sé —respondió su esposa al fin—. No soy tonta. A cierta edad hay cosas que se saben.

Era lo último que Liam pretendía escuchar y por un instante se desconcertó.

—¿A cierta edad? No sé si acabo de comprenderte. ¿Eres virgen, verdad? —Solo faltaría que ya estuviera deshonrada.

—¡Por supuesto! —Deirdre se incorporó con un tono ofendido que no dejaba lugar a dudas—. Lo que quiero decir es que cuando eres una debutante y estás en el mercado matrimonial hay ciertos temas que son tabú, pero cuando alcanzas cierta edad sin llegar a los brazos del matrimonio, se permiten ciertas… licencias.

Para su sorpresa, le entró curiosidad.

—¿Cómo cuáles?

—Pues están las conversaciones entre las mujeres casadas. Hablan entre ellas de lo que hacen con sus maridos, amantes… Ya sabes. Como ya dan por hecho que jamás me casaré o que he puesto remedio en ese sentido a mi soltería, se muestran más comunicativas y explícitas. Además, se me permiten leer ciertos libros a los que de otra forma no podría acceder.

—¿Estás hablando de libros eróticos? —Para su asombro, Deirdre se ruborizó. Pensaba que era incapaz. No obstante, mejor que no lo hubiera visto. El efecto visual no era el más favorecedor—. ¿Has leído muchos?

—Algunos pocos —afirmó con cierta vaguedad, lo que espoleó aún más su curiosidad.

—No sé si serán muy fidedignos. —Él, por su parte, nunca los había tomado en consideración. Ni tan siquiera les había echado un rápido vistazo. Ahora le pesaba—, pero creo que nos estamos desviando del propósito de todo esto.

—Oh.

—¿No estarás nerviosa?

—Un poco. —Su sinceridad le arrancó una rápida sonrisa—. Pero tú eres el experto, así que…

—Un momento —temía preguntar—. ¿El experto?

Deirdre le miró como si lo que acababa de decir tuviera todo el sentido del mundo.

—Bueno, deduzco que no es tu primera vez. —Se inclinó para apoyarse sobre un codo mientras la mejilla descansaba en la palma de su mano—. Nunca he oído que la primera noche con la esposa de uno sea la primera de ningún hombre. —Lo miró con interés—. ¿O me equivoco?

—Esto… ejem… no puedo hablar por todo el género masculino en general, aunque tampoco creo que sea el tema más adecuado para hablar contigo; ni ahora ni nunca.

—¿Por qué?

Liam meneó la cabeza con disgusto. Parecía interesada de verdad y él no sabía qué responder que fuera lo bastante seguro para sus oídos. Por otra parte, era muy consciente de que esa charla —apropiada o no— le permitía evitar el temido momento, o al menos alargar lo inevitable.

—Pues… porque eres una mujer. ¡Por eso! —barbotó.

—Ah, por supuesto. —Deirdre asintió como si Liam acabara de confirmarle sus más profundas teorías—. Este es un ejemplo más de que a mujeres y a hombres no se nos mide por el mismo patrón. Nosotras hemos de llegar intactas y puras al matrimonio y vosotros no. Así que, ¿qué hay de malo en hablar de tu experiencia con otras…?

—¡Basta ya! —la cortó—. No quiero seguir hablando de esto. Centrémonos en lo que nos ocupa.

—¿Que es…?

—No te hagas la tonta conmigo —la amonestó con acritud—. ¿Sabes la diferencia entre tener sexo y hacer el amor? —le preguntó a bocajarro. Que él fuera incapaz de sentir pasión o amor por ella, no anulaba el hecho de que ella sí podía sentirlo. No la quería enamorada y suspirando por cada rincón, por lo que debía dejar las cosas claras.

—Básicamente.

—Nosotros no estamos enamorados —aclaró, por si acaso.

Al segundo, la ceja derecha femenina se alzó con burla, como queriendo decir, «¿No? ¿De verdad?».

Liam apretó los dientes y se armó de paciencia.

—Gracias por la aclaración. —Deirdre se reía de él—. Por tus palabras deduzco que vamos a practicar sexo en lugar de amarnos como dos tortolitos. ¿Eso quieres decir?

—Sí, pero en este juego, el amor no tiene que ser un participante expreso. No así la pasión.

La miró para saber si su esposa entendía a dónde quería llegar. Ella se limitó a un escueto asentimiento de cabeza. En otras circunstancias, aun sin amor, Liam se hubiera esmerado en ofrecer a Deirdre una demostración de las maravillas de la pasión. Ahora se sentía incapaz de darle placer. Solo quería disponerla lo justo para pasar el mal trago y poder seguir con su vida.

—Tú explícame qué he de hacer —replicó Deirdre.

—No has de hacer nada. —Esperaba que se tragara su mentira—. Déjame a mí. ¿Me lo permitirás?

—Qué remedio —contestó la muy sufrida—. Ahora soy tu esposa, mi misión es obedecerte.

—No sé porque no creo nada de lo que dices, pero bueno. Túmbate.

Cuando Deirdre lo hizo, Liam apartó las sábanas y miró el camisón de su mujer. La luz de alguna vela dispuesta de forma estratégica sumado al resplandor del fuego de la chimenea le restaba a la prenda ese blanco cegador que tanto detestaba. Ahora parecía más bien del color del bronce. Incluso con todas sus puntillas y encajes en cuello, escote y puños, lejos de mantenerlo frío, lo subyugaba. La tela parecía marcar en lugar de aligerar. Insinuar en lugar de esconder.

«Malditos camisones nupciales».

Tampoco ayudaba contemplar esos diminutos pies, que sobresalían por el borde de la tela y se movían demostrando nerviosismo.

Se había prometido evitar transmitir cualquier atisbo de repulsión, pero ni por asomo comprendía el desbocado latido de su corazón contra su pecho al contemplar un cuerpo envuelto en un trozo de tela —exquisito, eso sí—, pero tela al fin y al cabo.

Parpadeó para centrarse y estiró la mano para acariciarla por encima de la prenda. Notó un leve estremecimiento en Deirdre, pero no se detuvo. El cuerpo femenino parecía esbelto y firme al tacto. Paseó sus manos por brazos y hombros. Con sus dedos tanteó el escote y la plenitud de sus pechos, para bajar por sus caderas, apretados muslos y esbeltas piernas. Cuando acarició uno de los pies, un sonoro suspiro escapó de su esposa.

Envalentonado y con toda la paciencia del mundo, levantó la suave prenda hasta la cintura, mostrando la uve de su cuerpo que escondía su secreto mejor guardado, uno que él estaba a punto de descubrir. Tragó saliva.

Por un instante lo dominó la imperiosa necesidad de contemplarla en todo su esplendor, por lo que subió el resto de la prenda y se la sacó por arriba. Y allí, mirándola boquiabierto, terminó de evaporarse su tan necesitado dominio. Deirdre tenía un cuerpo perfecto. A simple vista parecía tan simétrico y proporcionado como una escultura de alabastro. Líneas rectas y curvas que se fundían en una piel libre de imperfecciones y que lo llamaba cual canto de sirena. Y su olor… No lo había notado antes, pero al liberarla de la ropa, sus fosas nasales se impregnaban de una esencia imposible de embotellar en un frasquito: mitad inocencia, mitad deseo. Se moría por saborearla.

Sorprendido por el cauce de sus pensamientos y por su incipiente estado frenético, se alejó un poco de ella. Se mantuvo resuelto a no mirar su rostro para evitar que su inesperado deseo se extinguiera, pero ese cuerpo lo llamaba y lo tentaba, por lo que no pudo evitar volver a acercarse y hundir su labios en esa caliente y aterciopelada piel.

Poco después tanteó el centro de su feminidad. Deirdre ya estaba preparada, pero para su completa estupefacción, él también. Un gemido salió de su boca cuando hundió los dedos en su cálida y acogedora humedad, lo cual le indicó que, lejos de su intención inicial de mantenerse impasible, se había excitado. Para evitar abochornarse ante sí mismo y ante Deirdre y sin más preámbulos, se situó entre sus piernas e intentó penetrarla con toda la delicadeza de la que era capaz para así terminar con ese despropósito.

—Me duele —gimió ella.

—Intenta relajarte; eres muy estrecha y no me facilitas la tarea.

Su aseveración no era del todo cierta. Una parte de su cerebro comprendía que una mayor atención a su cuerpo y a las necesidades femeninas de su mujer habría ayudado al acto en sí, pero el control se había desvanecido al notar cómo ella lo absorbía. Solo quería empujar y llegar a la liberación.

Notó la rotura del himen. Deirdre se tensó y lanzó un pequeño grito de dolor, por lo que se mantuvo todo lo quieto que su propio deseo le permitía, aun en contra de lo que deseaba en realidad.

—¿Estás mejor? ¿El dolor ha menguado? —Notó su asentimiento más que verlo, pero no se permitió distracciones y se dispuso a acelerar el ritmo hasta que ya no aguantó y explotó en ella.

Minutos después se tendía a un lado después de cubrir el cuerpo de Deirdre y el suyo. Tenía la persistente sensación de haber transitado muchas millas corriendo, pero satisfecho. Si eso sucedía cuando se sentía a disgusto con su mujer, no quería ni imaginar lo que sentiría si ella de verdad le agradara.

—¿Estás bien? —preguntó. La voz amodorrada resonó en la habitación.

—Muy bien.

Complacido de haber pasado con éxito ese trance y soñoliento por el deseo satisfecho, no llegó a notar las connotaciones de la afirmación de Deirdre. Al poco rato estaba sumido en un sueño profundo en la cama, con su mujer a su lado.