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Al sudoeste de Inverness (Highlands), Escocia.
—¡Mi vida será un infierno! —vociferó el escocés.
Con sus casi seis pies1 de altura y sus casi ciento ochenta libras de peso2, Liam McDougall dejaba entrever un ceño severo y profundo.
—Eso no lo sabes con seguridad —aseguró su primo Lorn con aspecto más relajado.
A pesar de ser primos de sangre, los dos hombres no podían ser más diferentes tanto en el físico como en sus formas de proceder. Mientras que Liam mostraba una apariencia nada menuda y robusta, Lorn destacaba por su delgadez y por su pelo ensortijado y del color de las zanahorias. Solo le faltaban las pecas. El primero, en cambio, lucía un pelo negro, lacio y más largo de lo habitual, lo cual no le restaba atractivo alguno.
En cuanto al carácter, Lorn caminaba por la vida con tono pausado y listo para disfrutar de cada detalle, hecho que se apreciaba en su conducta y en su manera de hablar. Liam, por el contrario, era bastante más espontáneo en cada uno de sus gestos y no perdía oportunidad de decir las cosas tal y como las pensaba. Por suerte para ambos, los dos primos se complementaban a la perfección. Además de parientes, eran los mejores amigos.
—¡Por supuesto que lo sé! —adujo Liam. Pateó el suelo y un trozo de tierra con hierba adherida salió despedido—. Cuando mi padre me dijo que estaba obligado a casarme y que no había nada que pudiera hacer para impedirlo, no me lo tomé nada bien, lo admito —una afirmación que rayaba el eufemismo—, pero todo se puso peor cuando añadió que la destinada a ser mi esposa sería la segunda de las hijas del conde inglés ese.
—Sí, casarte con una segundona supone un drama —bromeó Lorn.
Sin humor para burlas, Liam le lanzó una mirada iracunda.
—No lo entiendes. En este caso sí, pues sabía con seguridad que se trataba de la fea.
—¿La fea? —Por un momento, Lorn no comprendió.
—Sí. Mi padre la describió en varias ocasiones. Cuando tuvo que desplazarse a Londres con motivo de las negociaciones que tenía con el conde de Millent, padre la conoció.
—¿Y cuándo fue eso? ¿Hace más de veinte años? —preguntó incrédulo—. Debía de ser una pequeñaja. Las personas cambiamos, ¿sabes?
Liam se puso a la defensiva ante el evidente sarcasmo de Lorn.
—La ha visto más veces —se defendió, huraño—. La última vez, si no recuerdo mal, la chica debía rondar los quince años.
—No me convence —declaró su primo—. Sigo pensando que ha podido convertirse en una mujer espectacular. No sería la primera vez que sucede.
—Si tan maravillosa es, ¿por qué necesita su padre aferrarse a ese acuerdo sin sentido?
Y ahí estaba el quid de la cuestión.
—¿Tan fea era? —preguntó a regañadientes.
Liam todavía recordaba la descripción porque se había reído a costa de la joven una buena temporada. También se acordaba de la burla que dirigió a los ingleses por poseer semejante adefesio. Consideraba que las mozas escocesas valían cien veces más.
—Ajá.
—Quizás el tío Evan exageró. —Se arrepintió al instante de haberlo dicho ignorando, de paso, las cejas alzadas de Liam. Evan McDougall era cualquier cosa menos exagerado—. Bueno, al menos espera a verla antes de poner el grito en el cielo.
La charla se vio interrumpida cuando vieron la figura de Fiona, la prometida de Lorn, acercarse.
De carácter risueño, leal y trabajadora, era la mitad perfecta de Lorn. A pesar de sus grandes caderas y busto generoso, poseía una cara aniñada y unos rasgos dulces, tal y como a Lorn le gustaba.
—¿Me buscabas, mi vida? —preguntó este con una enorme y bobalicona sonrisa en los labios. La pareja acababa de prometerse y rezumaba amor por los cuatro costados.
—No especialmente —bromeó con picardía para acto seguido acerarse a Lorn y plantarle un apasionado beso—. Robina me manda a buscaros para que os advierta de que el McDougall está buscando a Liam.
Robina era la madre de Liam, mientras que el McDougall era una forma de dirigirse con respeto al padre del mismo.
—Le estaba dando ánimos —indicó su prometido—. Liam está demasiado angustiado por lo de su boda con esa inglesa.
—Acabo de enterarme por tu madre —se dirigió al aludido—. Robina ha dicho que en unas pocas semanas ya habrás pasado por el altar. Resulta perturbador que lo hagas antes que nosotros. —No pudo evitar fijarse en la tensión de sus hombros cuando lo mencionó.
—Si solo fuera por eso… —la amargura de su voz era evidente—. Al ser el único hijo del McDougall debo sacrificarme por el bien de la familia.
Por prudencia, la pareja se abstuvo de hacer comentario alguno; no querían echar más leña al fuego.
Liam se despidió de ellos dejándoles un momento a solas. La pareja necesitaba de muchos momentos así.
Aceleró el paso hasta llegar a la puerta que daba al patio trasero de su casa, que estaba siempre abierta. Si se daba prisa, su padre no refunfuñaría demasiado. El McDougall odiaba esperar.
—¿A dónde vas? —preguntó el objeto de sus pensamientos, deteniendo su avance.
Se dio la vuelta para toparse con un hombretón de gran tamaño y enorme barba gris que le miraba con sus enormes ojos oscuros y un aspecto disgustado. Era un hombre que imponía respeto, pero no solo por su aspecto; el McDougall era un sobrio y austero escocés que se tomaba a su familia y sus responsabilidades muy en serio.
—He salido a tomar el aire. Lorn ha venido a verme.
—Tus responsabilidades… —empezó su padre.
—Esperarán —sentenció fastidiado—. Creo que he demostrado que me tomo mis obligaciones en serio. —Ambos sabían que aludía también al indeseado compromiso—. No creo que un breve respiro haga daño a nadie.
—Liam…
Sin desear un nuevo sermón sobre sus obligaciones y sobre su falta de entusiasmo hacia cierta cuestión que cambiaría toda su vida, entró en la casa sin decir nada más, dejándole con la palabra en la boca. En las últimas semanas, su humor se había agriado y su límite de tolerancia era bajo.
Se dirigió al despacho. En cuanto entró, el calor lo golpeó, como siempre. La gran chimenea permanecía encendida todo el día por orden del McDougall, que siempre sentía frío. No importaba si Liam sudaba y se sentía incómodo por la intensidad del calor; era indispensable eliminar cualquier resquicio de frío.
La estancia era utilizada por padre e hijo por igual. Varias generaciones atrás fue uno de los comedores pequeños de la familia pero en la actualidad, su paredes estaban ocultas por estanterías donde reposaban multitud de volúmenes y papeles. Parte de ellos eran los que utilizó en sus estudios de leyes en Edimburgo.
—Ya sé que estás enfadado hijo. —Fue lo primero que dijo su padre al traspasar el umbral—; y no era mi intención cuestionar tus obligaciones. En cuanto a lo de tu próxima boda…
—No quiero seguir hablando de ello —lo cortó—. Haré lo que tenga que hacer y punto.
—Pareces un mártir. Acuérdate de lo que decía tu abuelo: «las cosas ocurren por alguna razón».
—Si soy un mártir será porque tú me has obligado a serlo, padre. Además, el abuelo no hubiera acuñado esa frase tan absurda si hubiera estado en mi lugar.
—Absurda pero cierta —lanzó un sonoro suspiro—. Vamos, Liam, ya hemos hablado de esto. Las cosas son como son.
Quizá, pero replicó de todas formas.
—No lo serían si tú no hubieras aceptado semejante disparate. Ese hombre abusó de tu situación desesperada.
—¿Te refieres al conde de Millent?
—El mismo. Se aprovechó como un maldito miserable del favor que le debías para endosarnos a su incasable y fea hija.
—¿Favor? Le debo… No —rectificó—. Le debemos más que un favor. Reconozco que nuestra vida nunca ha sido fácil, pero si durante ese periodo tan complicado en cuanto a cosechas, la hambruna, los desalojos, el brote del cólera y todo lo demás, no nos hubiera dejado esa cantidad enorme de dinero, a estas horas, este pueblo habría desaparecido; y nosotros con él —sentenció.
No le hizo gracia que le recordara ese penoso asunto. Los McDougall habían sido un fuerte clan en las generaciones pasadas y Glenrow, un feudo que les pertenecía. Sus arcas estaban llenas y eran poseedores de todas las tierras de labranza, cultivo y pastos. Pero los años y la revolución agrícola llevada a cabo por los terratenientes aristócratas hereditarios provocaron una situación en la que los escoceses —sobre todo los de las Highlands— fueron los únicos perjudicados.
Él era muy pequeño todavía, pero su abuelo le contó que los desalojos forzados de más de dos mil familias en un día, no eran infrecuentes. Muchos murieron de hambre o se congelaron hasta morir en sus casas. No ayudó el flujo migratorio de los montañeses a otras partes del mundo, mermando la población. El fracaso del cultivo de la patata, alimento básico y primordial, diezmó los ingresos, aunque allí no fue tan dramático como en Irlanda. También la suplantación generalizada por la cría de ovejas.
Por lo tanto, el dinero empezó a menguar de tal forma que se tuvo que empezar a vender.
Como era de esperar, tuvieron que adaptarse, pero cada año había más pérdidas. Los campesinos no podían pagarles. Ni tan siquiera podían comer, así que empezaron a vender. En contra del hábito de expoliar a las pobres gentes que trabajaban sus tierras y no podían hacer frente a los pagos, su padre les dio cierto margen y se establecieron nuevas formas de pago. Hacer lo primero no era una solución viable a largo plazo, pues al final, ellos mismos se verían arruinados al no quedar nadie que trabajara sus escasas posesiones.
Liam era muy joven cuando empezó esa gran crisis, pero vivió la desesperación de sus vecinos y la de sus propios padres. Los ingleses se desentendían de ellos y utilizaban sus desgracias como manera de forzar la despoblación. Al final, desesperada, su madre acudió a una amiga escocesa que se había casado con un conde inglés. Tragándose el orgullo, el McDougall pidió ayuda monetaria para paliar la desgracia de los suyos. El conde de Millent, al contrario de lo que hubiera podido hacer cualquier inglés con semejante petición —y más viniendo de un escocés—, estudió con cuidado todo el asunto. Quizás fue el empujón de su esposa, otrora escocesa, lo que lo decidió o solo se trataba de un ser humano ayudando a otro, pero lo cierto es que les proporcionó mucho más de lo que nadie les habría podido dar jamás.
Con eso, como era evidente, no se hicieron ricos, pero les sirvió para evitar las múltiples pérdidas y establecer nuevas estrategias que les sostuvieran a ellos y a los que trabajaban sus tierras. Cada día aparecían nuevos conflictos que solucionar, pero habían logrado mantenerse a flote consiguiendo que el pueblo de Glenrow fuera próspero.
—Le debemos mucho a ese hombre, hijo —continuó Evan—. Por él somos lo que somos.
—Y no te lo discuto —concedió—. Pero, ¿por qué tengo que ser yo el que pague por ello? Además, tú tienes mucha culpa en todo este asunto. Hace tiempo que aceptaste el acuerdo y nunca me dijiste nada —soltó con rencor.
—Porque era lo mejor.
—¿Lo mejor para quién?
—Para todos —sentenció—. Gracias al conde de Millent ganamos una vida digna. Lo mínimo que puedo hacer es quedarme como nuera a una de sus hijas y esperar que mi hijo se comporte como un hombre.
Liam enderezó la espalda al sentirse atacado.
—Eso es un golpe bajo —aseveró con acritud—; incluso para ti.
—Hijo… —El McDougall se negó a pedir disculpas. Necesitaba que cambiase esa actitud—, incluso viene con una sustanciosa dote.
—Es que si es tan fea, algo tendrá que dar —se detuvo. Ya habían hablado de ello miles de veces. Discutir no les llevaba a nada—. No importa, sé que te tiene atado de pies y manos; y también sé que según tú hemos salido bien librados de esta deuda que jamás habríamos podido saldar a cambio de solo una boda. Dejémoslo así.
Pero Liam no podía evitar sentirse enjaulado. Quería una cosa muy diferente de lo que le esperaba, pero no le quedaba más remedio que aceptar; no todos podían crear su propio destino.
1 1 pie = 30.48 cm / El pie (ft) es una unidad de longitud basada en el pie humano y utilizada por civilizaciones antiguas. Actualmente, el pie ha sido sustituido en casi todo el mundo por las unidades del SI, salvo en el uso corriente en algunos países anglosajones.
2 1 libra = 0,45359237 Kg / La libra (lb) es una unidad de masa usada desde la Antigua Roma. La palabra deriva del latín «escala o balanza» y todavía es usada en países anglosajones.