Nueve

Silken Thomas

1533

Para Cecily, los años que siguieron a la boda tendrían que haber sido felices y, en cierto modo, lo fueron. Amaba a su marido y tuvieron dos hijas preciosas. El negocio de Tidy prosperaba y confeccionaba unos de los mejores guantes de Dublín. MacGowan y la dama Doyle lo habían recomendado a todas sus amistades y ya tenía un muchacho como aprendiz en el taller. Además, se había vuelto un activo miembro de su gremio de artesanos. Los días festivos, Cecily lo veía salir con la brillante librea de la agrupación de guanteros, tan satisfecho de sí mismo que su estampa conmovía. Y, por supuesto, había conseguido la libertad.

—Tu marido se está haciendo un buen nombre —le dijo la dama Doyle con una sonrisa una vez que se encontraron en la calle—. Debes de estar orgullosa de él.

¿Estaba orgullosa de él? Sabía que tenía motivos para estarlo. Era todo lo que un buen artesano dublinés tenía que ser, muy trabajador y digno de confianza. Al atardecer, cuando lo veía sentado en su silla, con una niña en cada rodilla, Cecily experimentaba una honda sensación de felicidad y contento; se acercaba a él, lo besaba y él le sonreía, alegre, y ella rezaba en secreto pidiendo más niños y esperaba poder darle un varón porque —aunque él lo negaba— sabía que lo anhelaba. Sí, su marido era un buen hombre y ella lo amaba. Podía acudir a su confesor con la conciencia bien tranquila, sabedora de que nunca trataba con frialdad a su esposo, nunca le negaba su cuerpo, muy pocas veces se enojaba, y cuando así era, lo enmendaba. ¿Qué podía confesar salvo que, de vez en cuando —con bastante frecuencia, tal vez— deseaba que él fuese distinto?

Y sin embargo, su primera desavenencia seria no guardó relación alguna con la vida doméstica. Tenía que ver con acontecimientos que ocurrían en la lejana Inglaterra.

Para casi todos los habitantes de Dublín, los ocho últimos años habían transcurrido más o menos como siempre. La rivalidad entre los Butler y los Fitzgerald había continuado. A raíz de las crecientes sospechas que tenía el rey Enrique de las intrigas extranjeras de la familia Fitzgerald, los Butler habían convencido al monarca de que les diera el cargo de virrey por un tiempo, pero la gran pinza de poder de los Fitzgerald se lo había impedido. Dublín había vivido unos años relativamente pacíficos, pero en el interior de la isla, los aliados irlandeses de los Fitzgerald se habían dedicado a la extorsión, cobrando dinero a cambio de protección a los jefes más débiles y a los hacendados —la renta negra—; en una ocasión, habían secuestrado a uno de los comandantes Butler y lo habían tenido cautivo varios meses hasta que pagó una fianza. Incluso en Dublín, aquellas tretas se contemplaban con cierta ironía. «Esos tipos son unos descarados», decía la gente, pues en Irlanda siempre había un elemento de chanza en aquellas escaramuzas. Los jóvenes y valientes guerreros celtas habían hecho incursiones en los territorios de sus enemigos desde tiempos inmemoriales.

Sin embargo, en Londres, el obtuso rey Enrique y sus oficiales amantes del orden no veían la gracia en ningún sitio. «Ya os he dicho que si no os gobernáis vosotros mismos, os gobernaremos desde Inglaterra», declaró. Y así, en 1528, llegó un oficial inglés para hacerse cargo del orden de la isla. Nadie lo quería, por supuesto, pero además llegó con una enorme desventaja.

Si el rey Enrique enviaba a un oficial de palacio a gobernar en su nombre, dicho oficial ejercía plenamente las prerrogativas regias. En teoría, todo el mundo tenía que obedecerlo, pero no era así como se veían las cosas en Irlanda. Las genealogías de los jefes irlandeses, tanto las reales como las imaginarias, se perdían en las brumas de los tiempos célticos. Hasta los grandes señores ingleses como los Butler y los Fitzgerald eran aristócratas cuando llegaron a la isla por primera vez hacía más de tres siglos. La sociedad irlandesa era y siempre había sido aristocrática y jerárquica. Los sirvientes irlandeses en las casas tradicionales podían dormir al lado de sus amos, pero a la familia del jefe se la veneraba. Era algo místico.

El nuevo virrey era el maestro armero del Rey, un soldado fanfarrón cuya sangre era de un color rojo intenso, pero no azul. Comunicó a los irlandeses que había venido «a imponer el orden inglés». Aquellos hombres se mostraron escépticos: «¿Los príncipes de Irlanda van a arrodillarse ante este plebeyo? Nunca». Y despectivamente lo llamaron el Cañonero. Y aunque hizo todo lo que pudo y el propio Kildare, siguiendo las órdenes del rey Enrique, lo apoyó a regañadientes, no pasó mucho tiempo sin que su poder se viera socavado.

El rey Enrique estaba furioso. De hecho, de no haber tenido unos problemas mucho más grandes que afrontar en su reino, quizás habría tomado medidas más severas, pero como carecía del dinero y la energía necesarios para implicarse más profundamente en Irlanda, volvió a dar el gobierno de la isla a Kildare. «Dejemos que de momento se haga cargo del territorio, hasta que se nos ocurra algo mejor», declaró rezongando. Los irlandeses interpretaron lo ocurrido como una prueba más de que el monarca inglés no podía someterlos. Para mejor o para peor, Kildare había vuelto y las cosas seguirían como siempre.

No obstante, en Inglaterra, mientras tanto, comenzaban a producirse grandes cambios.

En la misma época que el Cañonero llegaba a Irlanda, el rey Enrique comunicaba su deseo de ver anulado su duradero matrimonio con la princesa española Catalina de Aragón. Se produjeron algaradas en Londres porque allí la piadosa reina era muy popular; por otro lado, en Irlanda poca gente se había interesado por aquel asunto. En los territorios de fuera de la Empalizada, el divorcio nunca había sido algo pavoroso. Incluso en la Empalizada inglesa, mucho más estricta, todo el mundo sabía que a los aristócratas y a los príncipes se les concedían anulaciones con frecuencia y, en cualquier caso, el monarca creía que sus motivos para la anulación eran válidos. Era un asunto entre el rey inglés y el Santo Padre. Además, en Dublín la gente estaba tan ocupada oponiéndose al Cañonero que no tenía tiempo para pensar demasiado en la reina Catalina.

Entonces, ¿por qué la cuestión del rey Enrique se había convertido en motivo de la desavenencia entre Cecily y su esposo? A decir verdad, ella misma lo ignoraba. Todo había comenzado de una manera muy inocente, con un comentario casual por parte de la mujer, que opinaba que después de todos esos años de matrimonio no era correcto que el monarca repudiase a su fiel esposa.

—Ah —dijo el hombre, que la había mirado con un asomo de condescendencia—, pero has de tener en cuenta la posición de Enrique. Solo tiene una hija y necesita un hijo.

—Así, si yo solo te diera hijas —quiso saber—, ¿también me repudiarías?

—No seas estúpida, Cecily —replicó él—. Yo no soy un rey.

En sus maneras había algo que la irritaba. ¿Era el leve asomo de presunción en su voz? En opinión de Cecily, desde que había conseguido hacerse un nombre en el gremio, a veces se daba demasiada importancia.

—Su hija podría ser reina. Ya ha habido otras mujeres que han reinado por derecho propio —señaló acertadamente.

—Tú no comprendes la situación en Inglaterra —replicó él para invalidar las palabras de su esposa.

Ahora ya no había duda de ello: le hablaba como si fuera una idiota. Cecily lo miró con furia. ¿Quién se creía que era? En cualquier caso, siempre había habido un atisbo de desdén en su actitud hacia ella, desde aquel estúpido incidente con el pañuelo color azafrán, antes de que se casaran. Sin embargo, no le apetecía discutir con su marido y no le rebatió el argumento.

Con el paso del tiempo, los acontecimientos de Inglaterra se volvieron más escandalosos. Sobre la pobre Catalina se ejercieron presiones de todo tipo para que renunciara a su posición, pero el orgullo español y la devoción le hicieron declarar, y con toda la razón, que sería la leal esposa del rey Enrique hasta que el Santo Padre dijera lo contrario. Y mientras, el monarca, decían los rumores, había sucumbido al hechizo de una joven dama llamada Ana Bolena y quería contraer matrimonio con ella lo antes posible. Y aunque el Papa había prometido estudiar el asunto, todavía no le había concedido al rey Enrique la anulación, por más que el monarca hubiera comenzado a insinuar que seguiría adelante con sus planes de todos modos.

—¿Cómo se le ocurre siquiera casarse con esa perra? —Así llamaba mucha gente a Ana Bolena, pese a su bien conocida negativa de entregar su cuerpo al Rey sin que mediara una boda—. Debería esperar a que el Santo Padre dictaminara sobre el caso —comentó Cecily.

—Has de tener en cuenta la posición del Papa —replicó Tidy en un tono algo pomposo.

Y le explicó que el nuevo rey de España, que era sobrino de la reina Catalina, también había heredado los vastos dominios de la familia Habsburgo en otros lugares de Europa, junto con el título de emperador del sacro Imperio romano. El orgullo de la familia Habsburgo era desmesurado. El Emperador nunca permitiría que un advenedizo, el rey Tudor de la insignificante Inglaterra, repudiase a su tía.

—El Papa no se atreverá a ofender al Emperador, por lo que no concederá la anulación de matrimonio a Enrique —concluyó Tidy—. Eso lo sabe todo el mundo —añadió innecesariamente.

Pero, para Cecily, aquélla no era la cuestión. El rey Enrique osaba desafiar al Papa. Y cuando el rey Enrique declaró que él era el jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, y no el Papa, y le dijo al Santo Padre que «le importaba un higo» si lo excomulgaba, la rabia y el desdén que Cecily sintió por el Rey fueron absolutos. El canciller inglés, sir Tomás Moro, dimitió de inmediato.

—Al menos, Moro es un verdadero católico —declaró.

Pero ¿qué ocurría con todos los demás súbditos de Enrique? ¿Qué sucedía con los católicos ingleses de Dublín y de la Empalizada?

—Fuisteis tú y tus amigos —dijo Cecily a su marido— quienes dijisteis que yo era demasiado irlandesa. Al principio, los ingleses vinieron a Irlanda con la bendición papal a defender la verdadera Iglesia, ¿no es cierto? Y en cambio, soy yo quien protesta ante esta infamia y todavía no he oído una palabra de repulsa por vuestra parte. —Al ver que su marido no tenía respuesta para aquel argumento, Cecily añadió—: Dicen que la perra Bolena es además una hereje luterana.

—Que se diga no significa que lo sea —le espetó Tidy.

Aun así, Cecily sabía que él también había oído aquellas habladurías y pronto llegó a puerto el rumor de que el Emperador podía invadir el reino inglés con la ayuda de Irlanda.

—Pues que venga, digo yo —profirió Cecily, irritada.

—Dios mío, ni siquiera deberías pensar en esas cosas —le suplicó él, horrorizado—. Eso sería una traición. ¿Cómo puedes decir estas perversidades?

—¿Perversidades? —replicó—. ¿Es una perversidad que la pobre reina Catalina rehúse abjurar de sus votos matrimoniales y del Santo Padre y que rechace volverse una hereje como la perra del rey Enrique?

Cecily creía que veía el asunto con total claridad. Imaginaba la pena de la pobre Reina. ¿Tidy no pensaba en eso? También captaba la crueldad del monarca inglés. ¿El dolor de una esposa no contaba para nada? En el implacable mundo de la política, no. La desgraciada reina de Inglaterra estaba siendo humillada, del mismo modo que a ella, de una manera mucho más insignificante, también la habían humillado aquel día en que la habían arrestado estúpidamente. Todo era lo mismo: la tiranía de los hombres que nunca serían felices hasta que obligaran a todas las mujeres a someterse a sus necedades. Admiraba a la Reina por defender la verdad y sus derechos, y admiraba de veras a los pocos, como Tomás Moro, que tenían el coraje de expresar sus convicciones. Cecily veía ahora que detrás de sus pomposas bravuconadas, en el resto de los hombres —esos que, ya fueran de Inglaterra o de Dublín, creían saberlo todo— no había más que cobardía. Y le resultaba doloroso pensar que su marido no era mejor que los demás. Y a medida que en Inglaterra sucedían aquellos tormentosos acontecimientos, en el fondo de su corazón —aunque nunca lo había reconocido ante el confesor y apenas tampoco a sí misma— cada vez amaba menos a su esposo.

Fue poco después de esta última conversación cuando Cecily comenzó a desear una nueva casa.

Su vivienda estaba situada extramuros, en la libertad de San Patricio y consistía en un taller y dos habitaciones. Allí habían sido felices, pero las estancias no eran grandes y había un pequeño patio donde, desde los edificios más altos, todo el mundo los veía. Los niños crecían, por lo que no resultó extraño que Cecily le dijera un día a su esposo: «Necesitamos más espacio». Durante los dos últimos años, Tidy se había dado cuenta del mal humor ocasional y la insatisfacción de Cecily, pero nunca había sabido qué hacer al respecto, de modo que lo alegró sobremanera que se le presentara la oportunidad de hacer algo que le diera felicidad y se puso a buscar de inmediato una nueva casa. Al cabo de un mes, sin embargo, no había encontrado nada que lo complaciera, y se preguntaba qué hacer cuando un día, caminando con Cecily por la antigua ciudad amurallada, ella de repente comentó: «Cómo me gustaría vivir en una torre de ésas».

En la muralla de Dublín había ahora numerosas torres, pues cada siglo había añadido las suyas. Había torres en las cinco entradas grandes de la muralla exterior, eso sin contar las diversas puertas del río en la fachada fluvial. Además de esta, había abundantes torres pequeñas entre una puerta y la siguiente, varias de las cuales eran habitables. Algunas de ellas proporcionaban alojamiento a los funcionarios del ayuntamiento, sobre todo, pero unas pocas eran asignadas a los artesanos.

—Estaría bien poder mirar desde lo alto, en vez de que nos miren —suspiró ella.

—Si tuvieras una de estas torres, ¿crees que serías feliz? —preguntó él.

—Sí, creo que sí.

—Me parece que no hay muchas posibilidades —balbució.

En realidad, se puso en secreto a buscar una, y acudió a Doyle para que lo ayudase. Sería una hermosa manera de sorprender y complacer a su esposa.

Los meses siguientes fueron especialmente exasperantes. En varias ocasiones le llegaron noticias de que quizás una torre quedara libre, pero siempre resultaron ser falsas. Estaba tan decidido a sorprenderla que nunca le contó lo que se llevaba entre manos, mientras ella, por su parte, lo importunaba para que buscara una vivienda nueva. En diversas ocasiones, ella también salió a ver si encontraba algo. Mientras tanto, en Inglaterra las cosas iban de mal en peor. El rey Enrique no solo había conseguido que todo el clero se sometiera a él, sino que había nombrado también un obispo propio que declaró nulo su matrimonio y lo casó de buen grado con Ana Bolena, la cual había olvidado, al parecer, sus anteriores escrúpulos porque estaba embarazada. El acontecimiento final que conmocionó a Cecily tuvo lugar en mayo de ese año cuando, con toda la pompa y ceremonia, Ana fue oficialmente coronada. Disgustada, Cecily estaba fuera de sí.

—Si no encuentro pronto una torre —le confesó Tidy al concejal Doyle una mañana de junio—, mi vida no merecerá la pena.

—Pues resulta que, casualmente, tengo noticias para ti. Hay un arrendamiento que pronto quedará libre y podré procurártelo. Dispondrás de él enseguida, para la fiesta del Corpus Christi.

Si Margaret Walsh examinaba los últimos ocho años, podía sentirse razonablemente satisfecha. Los primeros, mientras había gobernado Butler, habían sido los peores. No le había sorprendido que, en aquel tiempo, Doyle se hubiera convertido en miembro del Parlamento irlandés y su esposo no, pero le dolió de todos modos. En las escasas ocasiones en que se había encontrado con Joan Doyle, la dublinesa la había saludado siempre con afecto, como si fueran amigas, pero Margaret había perfeccionado la técnica de sonreír enigmáticamente y se marchaba tan pronto como educadamente podía.

Dos años después, cuando el Cañonero fue nombrado virrey y a Kildare se le permitió regresar a la isla con la condición de que lo apoyase, Walsh revivió las esperanzas de llegar a ocupar un escaño en el Parlamento. Cualesquiera que fuesen las sospechas que había despertado su visita al Munster, el paso de los años y ciertos cambios en la Administración habían bastado para disiparlas.

—Me han dicho que el Cañonero no tiene nada contra mí —le explicó a Margaret— y Kildare está de mi parte. Creo que ha llegado el momento de volverlo a intentar.

Y la oportunidad de que Margaret le ayudara llegó un día de primavera.

—Necesito que vengas conmigo al castillo de Dublín —anunció Walsh— y que seas amable con el Cañonero.

La celebración tuvo lugar a la semana siguiente. Pese a que el viejo y gris castillo era normalmente oscuro y un tanto lúgubre, Margaret vio que se habían esforzado en alegrar un poco el patio; por su parte, el gran salón, decorado con tapices e iluminado con un millar de velas, había adquirido un aspecto festivo. Ella había cuidado de su apariencia hasta lo indecible. Había rescatado un vestido antiguo que apenas se había puesto en muchos años y le había hecho transformaciones audaces, añadiéndole un trozo de brocado de seda recién confeccionado en la parte delantera para que pareciera nuevo. Gracias a un juicioso uso del tinte y con la ayuda de su hija mayor, entró en el salón con un cabello que había casi recuperado el tono rojo de hacía una década. Hasta se puso esencia de un pequeño frasco de perfume oriental que había comprado unos años antes en la feria de Donnybrook con cierto sentimiento de culpa. Su apuesto y distinguido esposo se volvió hacia ella y le dijo con admiración:

—Margaret eres la mujer más hermosa del castillo. —Ella se ruborizó de placer—. Lo único que debes hacer —prosiguió Walsh— es causar una buena impresión al Cañonero. Casi todos los nobles han dejado claro que lo desprecian, por lo que le alegrará encontrar a alguien atento. Si quieres, puedes incluso coquetear con él —añadió con una sonrisa.

Y resultó que el Cañonero le cayó bastante bien. Se trataba de un hombre bajo y jovial, con unos ojos penetrantes. Lo imaginaba dirigiendo su cañón con gran efecto. Cuando se acercaron, y al ver que en el grupo que lo rodeaba se hallaban los Doyle, el ánimo de Margaret se ensombreció unos instantes. Tampoco le había agradado el que Joan Doyle, al verla, hubiera sonreído, anunciando: «Aquí está mi amiga, la del hermoso cabello. Tiene un aspecto inmejorable». Margaret le había devuelto la sonrisa, pensando que si aquélla era su manera de decir que se lo había teñido, no conseguiría avergonzarla. Pero cuando le presentaron al menudo virrey, este le hizo una pronunciada reverencia. Y al cabo de unos instantes, cuando un noble inglés que estaba de visita en Dublín se unió al grupo, la mujer del concejal le fue presentada como «la dama Doyle», mientras que a Margaret, como esposa de un caballero hacendado, la llamaron «lady Walsh», una distinción que la complació en grado sumo.

De todos modos, Margaret debía de haber causado una buena impresión, ya que al cabo de un rato, se encontraba sola y vio que el Cañonero caminaba con paso enérgico hacia ella para darle conversación. El militar se comportó con mucha amabilidad. Le formuló preguntas sobre su casa y su familia y ella insistió mucho en dejar claros sus orígenes. Pertenecía a la leal nobleza inglesa de Fingal. Aquello pareció relajarlo y muy pronto empezó a contarle con toda franqueza las dificultades de su cargo.

—Tiene que reinar el orden —declaró—. Ojalá toda Irlanda fuera como Fingal, pero fijaos en los problemas a los que nos enfrentamos. No son solo los jefes irlandeses los que hacen incursiones y saquean. Fijaos en el asesinato del pobre Talbot, o en el secuestro de uno de nuestros comandantes hace menos de un año. —Como Margaret había aplaudido lo primero y sabía que los Fitzgerald estaban detrás de lo segundo, se contentó con murmurar, diplomáticamente, que había que hacer algo—. El problema es el dinero, lady Walsh —admitió él—. El Rey me ha dado artillería y soldados, pero no dinero. En cuanto al Parlamento irlandés…

Margaret sabía que el Parlamento, como todos los cuerpos legislativos, no soportaba pagar impuestos. Incluso cuando Butler, el anterior representante del Rey, había conseguido que hombres de los suyos, como Doyle, ocuparan escaño en el Parlamento, estos no se habían prodigado con los fondos.

—Estoy segura de que mi esposo comprende vuestras necesidades —dijo con firmeza.

Aquello pareció gustar al inglés, porque enseguida comenzó a hablar de la situación política.

—Con el asunto del divorcio del Rey —explicó—, tememos de veras que el Emperador quiera utilizar Irlanda como lugar para fomentar descontento contra el Rey. Para empezar, no podemos estar seguros de que el conde de Desmond no conspire con potencias extranjeras.

La miró con dureza. ¿Estaría informado de los problemas que había tenido su esposo a causa del viaje que había hecho al Munster? ¿Era aquello una advertencia?

—Mi esposo siempre dice —comentó con cautela— que el conde de Desmond parece vivir en un mundo distinto que los demás.

Aquello pareció satisfacerlo, pues asintió vigorosamente.

—Vuestro esposo es sabio, pero en privado debo deciros que estamos vigilando a todos los comerciantes por si alguno de ellos estuviese en contacto con el Emperador.

Y entonces Margaret vio que se le presentaba una oportunidad.

—Eso debe de ser muy difícil —apuntó—. En Dublín hay tantos mercaderes que comercian con España y otros puertos donde el Emperador tiene agentes… Fijaos en Doyle, por ejemplo. Y sin embargo, seguro que nadie pensaría que los Doyle pueden estar involucrados en algo así, por supuesto.

—Cierto —admitió él.

Margaret vio que parecía pensativo y sintió un pequeño estremecimiento de excitación por lo que había hecho. Acababa de ponerle la idea en la mente, asegurando en la misma frase que los Doyle eran inocentes. Nunca había hecho una cosa así y se le antojó una obra maestra de diplomacia. Podía pagar a Joan Doyle con la misma moneda. Poco después, el Cañonero se alejó, no sin antes darle un pequeño apretón de manos.

Al cabo de dos meses, William Walsh supo que ocuparía un escaño en el Parlamento siguiente, y a ella le pareció justificado atribuirse una parte del mérito, aunque nunca supo si el Cañonero había investigado a los Doyle durante el resto del tiempo en que ocupó el cargo.

Otro éxito para la familia fue el que obtuvo su hijo Richard. Su padre se había empeñado en que fuera a Oxford; al principio, Margaret se había opuesto a la idea, en parte porque no soportaba la idea de tener que separarse de él, pero también porque, por encantador que fuera, nunca había demostrado interés alguno por los estudios.

—En cualquier caso, posee un buen cerebro —había insistido el padre—, y como no hay ninguna herencia de la que hablar, tendrá que abrirse camino en el mundo. Es preciso que reciba una educación y eso significa ir a Inglaterra.

Aunque se habían depositado muchas esperanzas en el nuevo colegio que los Fitzgerald habían fundado en Maynooth, la institución nunca había llegado a convertirse en algo que se asemejara a una universidad. Para eso todavía era necesario cruzar el mar.

Walsh había preparado personalmente al muchacho, dándole clases en sus ratos libres y tratándolo con firmeza. Y Richard se había empleado tan a fondo y había progresado tanto que al cabo de un año le dijo a Margaret que ya estaba a punto. Ocultando las lágrimas tras una sonrisa, Margaret lo despidió en el barco que lo llevaría a Inglaterra. Aún no había regresado. De Oxford pasó a The Inns of Court, en Londres, para estudiar abogacía, como su padre.

—Si puede abrirse camino en Londres, mucho mejor —le dijo Walsh—, y si no, regresará y aquí siempre le saldrán perspectivas interesantes.

Margaret esperaba que regresase. Se le hacía muy duro no verlo nunca.

Aquellos éxitos, sin embargo, conllevaron problemas. El ascenso de William a una posición más alta en la sociedad le obligaba a pasar más tiempo en Dublín y a veces era necesario que Margaret lo acompañara. Walsh vestía ropa más cara y le compró a Margaret trajes nuevos, cosas que eran necesarias, pero que no salían baratas. La estancia de Richard en Inglaterra también suponía para los recursos de la familia una sangría más cuantiosa que lo que Margaret había imaginado. Como estudiante de Oxford, había podido pasar con poco, pero no bien se hubo instalado en The Inns of Court, sus cartas pidiendo dinero se volvieron más frecuentes. A Margaret, que a veces se preocupaba porque su esposo trabajaba demasiado, le resultaba extraño que necesitase tanto, pero William sacudía la cabeza con ironía y le decía: «Recuerdo cómo eran las cosas cuando yo estaba allí, viviendo con aquellos jóvenes crápulas…». Cuando ella preguntaba si su hijo favorito no podía llevar una vida más tranquila, menos elegante, su esposo se limitaba a decirle: «Deja que viva como un caballero». En sus cartas había indicaciones de que triunfaba entre las damas y Margaret recordó la facilidad con que, de pequeño, había cautivado a Joan Doyle. Pero aquellas cosas suponían gastos. ¿No debería ya mantenerse solo? Y William le explicaba que tardaría un tiempo en ganar lo necesario. «Mientras tanto, ha de vivir en estancias decentes y dejarse ver en el mundo».

Cuánto se parecía a su propio padre cuando decía esas cosas… Margaret casi oía a su padre manifestando que su hermano John no debía ir a Inglaterra como un simple soldado de infantería. Pobre John, nunca había regresado; pobre, su padre, con aquel deseo de ser un caballero. Y ahora, mirando a su esposo, comprendió que Richard, en Londres, era una extensión de él mismo, y sintió una oleada de afecto hacia ambos. «Por mucho menos dinero, podría vivir como un caballero y ser también un motivo de orgullo para ti en Dublín», le dijo en cierta ocasión.

Era tan grande el flujo de dinero que salía que, aunque a Walsh le iba económicamente muy bien, Margaret sabía que los ingresos no alcanzaban para cubrir los gastos. En un par de ocasiones, había sacado a relucir la cuestión, pero William le había dicho que lo tenía todo controlado y, como siempre había sido un hábil administrador, creyó que debía de ser verdad. Y sin embargo, le parecía que su esposo estaba más preocupado de lo habitual. Una manera de aumentar los ingresos habría sido adquirir otra finca eclesiástica con unas buenas condiciones de pago. Walsh estaba dispuesto a hacerlo y ya había dado voces de que buscaba algo; no obstante, entonces había surgido otra dificultad, procedente ni más ni menos que del arzobispo de Dublín.

Ahora que el rey Enrique se había autoproclamado jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, había puesto enseguida los ojos en su inmensa e infrautilizada riqueza. La Iglesia necesitaba reformas, declaró, y con eso no pretendía pasarse a las doctrinas protestantes —porque el rey Enrique todavía se consideraba mejor católico que el Papa—, pero debía organizarse mejor y producir más beneficios. Los rumores decían que los oficiales reales, codiciosos, también tenían los ojos puestos en algunos de los antiguos y ricos monasterios cuyos enormes ingresos se utilizaban solo para la manutención de un puñado de monjes. Así, no resultó sorprendente que el arzobispo Alen, un funcionario real inglés que también había ocupado el cargo de canciller y que estaba dispuesto a complacer a su regio señor, anunciara: «Se han acabado los arrendamientos baratos. Sean quienes sean, los inquilinos irlandeses han de comenzar a pagar a la Iglesia unas rentas adecuadas por sus tierras».

—En parte tiene razón —reconoció Walsh ante su esposa—, pero en Irlanda las cosas siempre se han hecho así. A la nobleza no le gustará. —Hizo una mueca—. Sin ir más lejos, yo no puedo decir que me guste.

—¿Podremos apañárnoslas? —preguntó ella, algo nerviosa.

Aunque él le aseguró que sí, durante la primavera de 1533 Margaret vio que su esposo estaba inquieto.

Fue alrededor del solsticio de verano cuando detectó cambios en su estado de ánimo. William caminaba más ligero y las arrugas de preocupación de su rostro ya no eran tan profundas. ¿Había sabido algo de la finca eclesiástica que buscaba? No, le dijo él, pero sus negocios marchaban mejor. Sin embargo, a Margaret le pareció que en él había una felicidad nueva y que se le veía casi excitado. Hacía muchos años que era un distinguido caballero de cabello cano, pero de una manera inexplicable, y tal como ella le comentó, parecía más joven. Tres semanas después del solsticio, recibieron una larga carta de Richard en la que les contaba las diversiones de las que había disfrutado en casa de un caballero, en el campo, donde al parecer había estado, y les prometía que pronto iría a Dublín a visitarlos; además, les pedía una considerable suma de dinero. Al leer aquella cifra, Margaret se asustó, pero William se lo tomó con una perfecta ecuanimidad, tanto que su esposa se preguntó si no tendría la cabeza en otro sitio. Al cabo de una semana, MacGowan fue a visitarlos.

Margaret apreciaba a MacGowan, pues su posición en la sociedad mercantil de Dublín era especial. Casi todos los comerciantes de Dublín vendían sus productos en los mercados de la ciudad; sin embargo, también necesitaban comprar bienes como madera, cereales y ganado en las enormes tierras del interior, más allá de la Empalizada. Había, por tanto, unos cuantos mercaderes que comerciaban libremente al otro lado de la frontera y que hacían las veces de intermediarios entre las comunidades inglesa e irlandesa. Se les conocía como los «mercaderes grises», y MacGowan era uno de los más prósperos. Se había especializado en la compra de madera a los O’Byrne y a los O’Toole en los montes de Wicklow, pero hacía negocios de todo tipo y a veces trabajaba a comisión para Doyle. Debido a sus viajes, MacGowan no solo se ganaba la vida de maravilla, sino que además era una mina de información sobre lo que sucedía en el país. William, que casualmente se encontraba en casa el día en que se presentó de visita, estuvo encantado de verlo.

Llegó a mediodía, contando que había pasado la noche en la casa de Sean O’Byrne de Rathconan, más al sur. Margaret había oído decir que Sean O’Byrne era un mujeriego, pero no lo conocía. Intentó persuadir a MacGowan de que se quedara con ellos, pero después de tomar un refrigerio ligero, anunció que tenía que reanudar el camino hacia Dublín; William salió a despedirlo. Casualmente, Margaret subió a la gran alcoba y oyó lo que los dos hombres hablaban debajo de su ventana.

—¿Tus asuntos con Doyle van bien? —preguntó William.

—Sí. ¿Y los tuyos? Me refiero a tu asunto privado con su esposa —dijo MacGowan en voz baja—. ¿Sabes que te considera muy atractivo? Ella misma me lo ha dicho —añadió el viajero con un cloqueo.

¿El asunto privado de William con Joan Doyle? ¿De qué podía tratarse?

—Conoces los secretos de todo el mundo —murmuró Walsh—. Eso te convierte en un hombre peligroso.

—Si la gente me confía secretos —le respondió MacGowan—, te aseguro que es porque soy de lo más discreto. Pero no has contestado a mi pregunta sobre la dama.

—Todo va bien, supongo.

—¿Doyle lo sabe?

—No, no lo sabe.

—¿Y tu esposa?

—No, Dios me libre.

—Bueno, tu secreto está a salvo conmigo. ¿Y ya has llevado el asunto a una conclusión?

—Se consumará el día de Corpus Christi. Ella me lo ha prometido.

—Bueno. Hasta la vista.

Margaret oyó que los pasos de MacGowan se alejaban.

Se quedó donde estaba, paralizada. Su esposo y la mujer de Doyle. Aunque ambos estaban entrados en años, sabía que su marido era físicamente capaz de consumar cualquier asunto. Por completo. Pero que le hiciera una cosa así… Eso era lo que la había sorprendido. Durante unos instantes apenas pudo dar crédito a lo que había oído. Habían sido como voces de otro mundo.

Entonces se acordó: la esposa de Doyle lo consideraba atractivo, y lo era, pero ¿qué había dicho de ella, hacía tantos años, cuando se conocieron en Maynooth? Que la había encontrado bonita. Se atraían. Todo cuadraba. Las voces no procedían de otro mundo, sino del suyo propio. Y le parecía que su mundo acababa de desmoronarse y convertirse en ruinas.

¿La fiesta de Corpus Christi? Faltaban dos días. ¿Qué iba a hacer?

Si Eva O’Byrne juzgaba los últimos ocho años, una cosa estaba clara: había hecho lo correcto cuando había convocado al fraile, pues los años que siguieron habían sido de los mejores de su vida.

Si Sean O’Byrne yacía con otras mujeres, las mantenía lejos de la vista. Cuando estaba en casa se portaba como un esposo atento. Un año después de que los Brennan se marcharan, ella dio a luz a otra niña, que la mantuvo de lo más ocupada. Sean disfrutaba con la niña. Al verlo jugar con ella en la hierba, delante de la vieja torre, Eva vivía momentos de pura felicidad. Mientras, Seamus había convertido el terreno que antes fuera de Brennan en unos fértiles cultivos. Había reconstruido la casa prácticamente con sus propias manos y había encontrado esposa. Hija de uno de los O’Toole menores, no era un gran partido, pero se trataba de una muchacha sensata a quien Eva tomó afecto.

En cuanto a Fintan, el chico se había convertido en su compañero especial. Era casi divertido, pensaba, que siempre la vieran con su hijo más pequeño, pues, a aquellas alturas, ya le había quedado claro a todo el mundo que ambos se parecían y pensaban del mismo modo. Salían a pasear juntos y ella le enseñaba todas las plantas y flores que conocía. Y por lo que hacía a los animales, era un ganadero nato. A Eva le recordaba a su propio padre. Y él le daba afecto, constantemente. Cada invierno hacía algo para ella —un peine de madera, una prensa para la mantequilla— y aquellos pequeños obsequios se convirtieron en tesoros; cada vez que los utilizaba se le dibujaba una sonrisa en la cara. Ella y el chico estaban tan unidos que temía que el esposo pudiera ponerse celoso; sin embargo, Sean O’Byrne parecía más divertido que otra cosa y contento de que el muchacho le diera tanta felicidad. En cuanto a su relación con Fintan, era muy sencilla: «Gracias por darme un hijo tan buen granjero». Y él, a su vez, le había traído otro maravilloso regalo a su esposa.

La niña tenía dos años cuando Sean llegó un día de un viaje al Munster y, como quien no quiere la cosa, le preguntó:

—¿Qué te parecería añadir un nuevo miembro a la familia?

La mujer no entendió qué quería decir con aquello.

—Un hijo adoptivo. Un chico de la edad de Fintan —aclaró su marido.

Aunque la práctica de la adopción se remontaba años y años en la historia celta, todavía estaba muy viva entre las familias nobles de la isla, ya fueran inglesas o irlandesas. Cuando el hijo de una familia iba a vivir con otra, se creaba entre ellas un vínculo que era casi como un matrimonio. Enviar a un niño a la casa de un gran jefe era ayudarle a abrirse camino en el mundo; y para una familia importante, que le confiaran la custodia de un hijo suponía un enorme cumplido. Al creer que su marido hacía un favor a una familia más pobre, no se entusiasmó demasiado; Sean lo notó y esbozó una sonrisa.

—Es un Fitzgerald —le contó con voz serena—, pariente del conde de Desmond.

Un Fitzgerald, emparentado con el poderoso conde de Desmond. Un pariente lejano, de una rama modesta de los grandes Fitzgerald del sur, pero un Fitzgerald al fin y al cabo.

—¿Y cómo lo has conseguido? —preguntó ella con sincera admiración.

—Debe de haber sido por mis encantos —dijo sonriendo—. Es un chico muy guapo. ¿Tienes alguna objeción?

—Para Fintan será muy bueno tenerlo como amigo —respondió—. Que venga cuando quiera.

El muchacho llegó al cabo de un mes. Se llamaba Maurice y tenía la misma edad que Fintan; no era rubio como este, sino moreno, era más delgado, un poco más alto y con unos rasgos celtas perfectos que servían para recordar que los Fitzgerald eran tanto príncipes irlandeses como nobles ingleses. Además, tenía unos ojos hermosos que a ella se le antojaron extraños y exigentes. Era muy educado y declaró que la casa era muy similar a la de sus padres, salvo que la de ellos «estaba a orillas de un río». Aunque era delgado, tenía un cuerpo atlético, conocía el ganado y pareció introducirse con facilidad en la vida de Fintan como un amigo retraído. Pero se notaba que procedía de una familia aristocrática, pensó Eva. Aunque era muy callado, sus modales eran corteses en grado sumo. Siempre se refería a ella como «lady O’Byrne», obedecía al marido de esta con un respeto instantáneo y decía «por favor» y «gracias» mucho más de lo que ellos acostumbraban. También leía y escribía considerablemente mejor que Fintan y tocaba el arpa. Pero más allá de esto, había en él una finura que no era capaz de describir y que lo hacía destacar. Eva le confió a su esposo que esperaba que Fintan aprendiera de él.

Los dos muchachos se hicieron buenos amigos. Al cabo de un año, estaban tan unidos como si fueran hermanos; entonces, Eva empezó a considerar a Maurice como a un hijo más. Sean era un buen padre adoptivo. No solo se aseguró de que el muchacho aprendiera todo lo que era preciso saber sobre los cultivos y los asuntos locales de los montes de Wicklow y de la llanura del Liffey, sino que además lo mandaba en ocasiones con MacGowan para que visitara fincas y casas como las de los Walsh, o que bajara a Dalkey e incluso a Dublín con el mercader gris.

Eva había supuesto que al joven también le apetecería conocer a sus allegados Kildare en esos viajes, pero Sean le había explicado que, teniendo en cuenta las sospechas que había despertado el conde de Desmond en los últimos tiempos, no sería prudente. «Ya se encargarán sus padres de eso cuando lo crean conveniente. No es cosa nuestra presentarlo a sus familiares», había dicho. Por otro lado, Maurice parecía completamente satisfecho con su vida tranquila en casa de los O’Byrne.

Sin embargo, y de alguna extraña manera, era un ser distante. No se trataba solo de su amor por la música, aunque, a veces, cuando tocaba el arpa, parecía sumirse en una suerte de sueño. Tampoco era cuestión solo de su aptitud para las materias intelectuales, aunque el padre Donal, que daba clases a los dos muchachos, de vez en cuando comentaba con anhelo: «Es una pena que no esté destinado a ser sacerdote». En realidad, lo que llamaba la atención eran sus estados de ánimo melancólicos. No se presentaban con frecuencia, pero cuando caía en ellos vagaba solo y sin rumbo fijo por las montañas y a veces se pasaba fuera un día entero. No caminaba vigorosamente como Sean, más bien avanzaba como si estuviera en trance. Hasta Fintan había aprendido que en esas ocasiones era mejor no acompañarlo y lo dejaba solo hasta que la melancolía se marchaba. Y cuando lo hacía, aparecía como renovado. «Eres un tipo extraño», le decía Fintan con afecto. Por eso, a nadie le sorprendió que cuando el fraile pasó por la casa un par de veces, camino de Glendalough a visitar a un ermitaño, el muchacho se sentara a hablar con él a solas durante horas y que el clérigo le diese la bendición antes de marcharse.

Y sin embargo, nada de todo aquello afectaba a la amistad del chico Fitzgerald con Fintan. Trabajaban juntos, salían de caza y gastaban bromas como todos los chicos sanos de su edad. Una vez, Eva le preguntó a su hijo quién era su mejor amigo y Fintan la había mirado atónito y había dicho: «Pues Maurice, claro».

En cuanto a la relación del muchacho con Eva, era como la de un hijo hacia una madre, salvo que, con la leve reserva propia de un sacerdote, siempre se mantenía a cierta distancia de ella, algo que al cabo de uno o dos años casi le había dolido, hasta que se había dado cuenta de que el muchacho lo hacía para asegurarse de que no se interponía en la relación entre ella y Fintan. Su finura era admirable.

Aunque nadie podía decir cuándo o por qué, lo cierto era que con la llegada de Maurice Fitzgerald se habían producido cambios sutiles en la casa de los O’Byrne de Rathconan. Hasta Sean, poco a poco, se volvió más considerado con ella. Y qué mejor prueba de ello podía haber que, a medida que se acercaba el cumpleaños de Eva, en el verano de 1533, invitara a todos los vecinos a una fiesta en la casa. Hubo un violinista, danzas y un bardo ambulante que recitó, a la manera tradicional, historias de Cuchulainn, de Finn Mac Cumaill y de otros héroes legendarios. Sean y Fintan se sentaron junto a ella y Maurice también tocó el arpa para todos los reunidos. Sean le regaló un par de guantes con hermosos bordados hechos por Henry Tidy y una pieza de brocado de seda que también le gustó mucho, pues intuyó que la había elegido Maurice en uno de sus viajes a Dublín con MacGowan.

Y de este modo, festejaron, cantaron y danzaron hasta altas horas de aquella noche, la víspera del Corpus Christi.

En el calendario de Dublín había varias celebraciones importantes. Algunos años era la Ronda de las Franquicias; por otro lado, siempre había desfiles y procesiones el día de San Patricio y el día de San Jorge, patronos de Irlanda y de Inglaterra, respectivamente; sin embargo, la fiesta más destacada de todas llegaba en julio, cuatro viernes después del solsticio de verano. Era la fiesta del Corpus Christi.

Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo, la celebración del milagro de la eucaristía. ¿Qué mejor día para que la corporación de la ciudad, las hermandades religiosas y los gremios disfrutasen y lo celebraran juntos? El alcalde, los concejales y los ciudadanos libres eran los que regían el destino de Dublín y casi todos ellos pertenecían a uno u otro de esos estamentos. Había grandes hermandades religiosas, como la de la Santísima Trinidad, a la que Doyle pertenecía, con su capilla en la iglesia de Cristo y que se dedicaba a la caridad y a las obras pías; y había numerosos gremios —mercaderes, sastres, orfebres, carniceros, tejedores, guanteros y muchos otros— que regulaban su propio comercio. Muchos de estos gremios tenían modestas capillas en iglesias menos importantes. Todos, en la festividad de Corpus Christi, organizaban una procesión.

La tradición del desfile se había mantenido durante generaciones. Cada gremio presentaba su carroza con decorados pintados, como si de un pequeño escenario se tratase. De unos dos metros y medio de ancho —para que pudiera pasar por la puerta de las Damas, tirada por seis u ocho caballos— las carrozas se esmeraban en contribuir al espléndido espectáculo. Cada una representaba una escena de la Biblia o de una leyenda popular. El orden del desfile estaba establecido en el Libro Cadena de las regulaciones de la ciudad que se guardaba en el Tholsel. Primero iban los guanteros, representando a Adán y Eva; luego los zapateros, luego los marineros que representaban a Noé y el arca, y luego los tejedores seguidos por los herreros; eran casi una veintena de carrozas en total, incluido un espléndido retablo del rey Arturo y sus caballeros de la Mesa Redonda, interpretados por los auditores de la ciudad. Finalmente, y abriéndose camino como un caballo de pantomima formado por dos hombres y moviendo majestuosamente la cabeza arriba y abajo, iba el gran dragón de san Jorge, emblema de la corporación de Dublín.

La comitiva se congregaba a primera hora de la mañana en el campo abierto cercano al hospital de Ailred, el Peregrino, fuera de la puerta occidental, y luego entraba por ella, discurría por la calle Alta hasta la Cruz Alta, junto al Tholsel, pasaba ante la iglesia de Cristo y el castillo y bajaba por la puerta de las Damas, terminando junto a Hoggen Green, donde algunos de los gremios representaban obras breves de teatro desde sus carrozas.

Tidy estaba emocionado. Aquel año, sus compañeros del gremio de guanteros lo habían elegido para interpretar a Adán. Durante la procesión, iría de pie en la carroza, con calzas blancas y un jubón, con una gran hoja de parra de diseño un tanto indecente. Pero también había tenido que aprenderse el guion; durante semanas, Cecily lo oyó ensayar con voz solemne frases como: «Oh, ¿qué has hecho, mentecata?».

El sol ya estaba alto cuando Tidy se puso en marcha, con aire complacido, pero con determinación. Al cabo de una hora, Cecily dejó a los niños con una vecina y fue a la ciudad a ver el desfile.

A Margaret le pareció que aquel día toda la región se había desplazado hasta Dublín. Tan densas eran las multitudes que se vio obligada a dejar el caballo en una taberna cercana a San Patricio, por un precio de escándalo, y unirse a la muchedumbre que se abría paso a pie hacia la puerta meridional. Aquello tenía la ventaja de que podía pasar inadvertida, pero se preguntó si llegaría a ver a su esposo.

Walsh había salido al amanecer y ella había esperado una hora. Luego le había dicho al mozo que volvería al anochecer. Sin más explicación, había cabalgado tras él y se había preguntado si llegaría a atisbarlo, pero William era demasiado veloz y no lo había visto. En cuanto a la explicación que daría al regresar a casa por la noche, eso dependería de lo que hubiera sucedido durante el día.

Se preguntó si debía confrontarlo con su aventura con la mujer de Doyle, pero decidió no hacerlo porque carecía de pruebas. Si él lo negaba, ¿cómo quedaría ella? En un estado de perpetua incertidumbre. Sabía que algunas mujeres habrían pasado por alto el asunto, y, sin duda, aquella actitud simplificaba la vida, pero ella pensaba que no podía. Tampoco tenía una amiga en quien confiar; así pues, ante aquella inesperada crisis en su vida se encontró sola. Por ello, había decidido seguirlo a Dublín. Sabía que era una necedad. Sabía que tal vez no lo vería. Y si lo veía con Joan Doyle, ¿qué haría? Tampoco lo sabía.

Qué contento estaba todo el mundo… La pintoresca riada de gente cruzaba la puerta riendo y charlando, y Margaret, con el cabello escondido debajo de un gorro de terciopelo negro, el rostro enjuto y solemne, se dejaba llevar como un palito en una corriente. Siguieron la calle de San Nicolás, dejaron atrás el callejón de los Zapateros y luego llegaron al gran cruce con la calle Alta, desde donde se divisaban los altos tejados a dos aguas del Tholsel. La muchedumbre era tan densa que apenas podía pasar por el cruce, pero por fortuna los senescales permitieron que un grupo, en el que iba Margaret, entrara en el recinto de la iglesia de Cristo, donde había más sitio para que el gentío pudiera ver el espectáculo. Al cabo de un momento, la calle fue desalojada de nuevo. La procesión se acercaba.

Abría la marcha un grupo de jinetes compuesto por los sargentos de la ciudad y otros oficiales del ayuntamiento. Luego iba una banda de gaitas y timbales. Y detrás, avanzando despacio, llegaba la primera de las carrozas.

Los guanteros habían conseguido que el desfile comenzase de manera brillante. En medio de su carroza había un árbol hecho de madera recortada, pintada de hojas verdes y manzanas doradas. Adán y Eva, hombres los dos, llevaban las pertinentes hojas de parra. Eva lucía unos grandes senos, sostenía una manzana dorada del tamaño de una calabaza y realizaba movimientos lascivos que levantaban vítores entre la multitud, mientras que Adán, con rostro solemne, de vez en cuando gritaba: «Oh, ¿qué has hecho, mentecata?». La serpiente —un hombre alto y delgado— llevaba una ingeniosa pieza en la cabeza que, con la ayuda de una cuerda, hacía que se retorciera a uno y otro lado y que moviera la cabeza hacia la multitud con aire amenazante.

Margaret vio pasar la carroza con una sonrisa sombría y empezó a abrirse paso hacia el este entre el gentío. Se acercaba otra carroza con Caín y Abel. Poco después llegó al sitio que deseaba y encontró un lugar en una tapia baja a la que se habían encaramado varios niños. Desde allí, por encima de las cabezas de los espectadores, gozaba de una buena vista de las puertas de las casas del otro lado de la calle.

La zona de la calle Alta que quedaba delante de la catedral era conocida como el callejón de los Desolladores. En las grandes casas de tejados a dos aguas residían los nobles y la aristocracia provinciana, entre los que se contaban los Butler. Otras pertenecían a los grandes comerciantes como Doyle. Sus plantas superiores en voladizo sobre la calle constituían perfectas galerías para contemplar la procesión y todas las ventanas estaban atestadas. El lugar que Margaret había elegido quedaba delante de la casa del concejal Doyle.

Era una mansión impresionante: de cuatro plantas de altura, construida en piedra al nivel de la calle y de madera y yeso más arriba, con dos gabletes y los tejados de pizarra, era como una exhibición inmóvil de la riqueza del concejal. Margaret contempló sus ventanas, llenas de rostros. Criados, niños, amigos en todas ellas. En la más grande divisó a Doyle y a su esposa. ¿Estaba su marido también allí? No lo veía.

Las carrozas seguían pasando: Noé y el arca, el faraón de Egipto con su ejército, varias escenas de la Natividad y Poncio Pilatos acompañado de su esposa. Inmediatamente después de esta, la cara de Doyle desapareció de la ventana y cuando llegó el rey Arturo con sus caballeros, vio al concejal, con la toga escarlata propia de su cargo, que salía de su casa y caminaba hacia el Tholsel. Margaret siguió mirando hasta que el dragón rojo y verde de san Jorge, que también tenía alas plateadas, cerró la procesión, acompañado de otra banda de gaitas y timbales.

Cuando terminaron de pasar los músicos, mucha gente los siguió. Margaret pensó que quizá llamaba un poco la atención y se retiró junto a un arbolito desde donde se divisaba también la casa de los Doyle. Las caras habían abandonado ya las ventanas y la gente comenzaba a salir a la calle, para seguir presumiblemente el desfile hasta Hoggen Green y asistir a las representaciones teatrales. Parecía que salía todo el mundo, criados incluidos, y que la casa se quedaba vacía, pero no vio a la mujer de Doyle. Esperó a que la gente que seguía la procesión se redujera a unas pocas personas. ¿Había salido Joan Doyle? ¿Y si se le había pasado por alto? Margaret no sabía qué hacer.

Entonces vio a su esposo caminando garbosamente por la calle. Se detuvo delante de la puerta de los Doyle, miró alrededor y parecía que iba a llamar cuando la puerta se abrió y allí, sonriendo en el umbral, apareció Joan Doyle. Él entró y la mujer cerró la puerta a su espalda.

Margaret se quedó paralizada y el corazón le dio un brinco en el pecho: su esposo y Joan Doyle. Sintió un frío helado en el pecho y notó que de repente le faltaba el aliento.

¿Qué debía hacer? ¿Estaban realmente solos? En la casa habría al menos un criado, aunque tal vez ella los había mandado salir a propósito. Sí, debía de ser eso: la procesión del Corpus Christi era la excusa perfecta. Todo el mundo iría a ver el espectáculo y su esposo se colaría en la casa. Miró en la dirección en que se habían marchado las carrozas. La riada de gente comenzaba a retirarse de la picota que se alzaba al final del callejón de los Desolladores. Oyó que alguien daba un trompetazo en la puerta de las Damas, un sonido inquietante, como una señal de alarma.

Tenía que entrar en la casa y afrontar la realidad. Era ahora o nunca, pero ¿qué excusa pondría? ¿Que aquel día había ido a Dublín por casualidad? ¿Que lo había visto entrar allí? ¿Y si su visita se debía a un motivo absolutamente inocente? Sería, como poco, embarazoso. Mientras intentaba decidir lo que diría, se percató de la inutilidad de todo ello, porque si realmente estaban haciendo el amor, la puerta estaría cerrada para que no los pescaran con las manos en la masa. Si se dedicaba a aporrear la puerta, William podía esfumarse por una ventana trasera o tras vestirse abriría con una excusa a punto para justificar su presencia en la casa. Margaret quedaría como una estúpida y quizá sabiendo tanto como antes. Se preguntó si era conveniente que se acercara al edificio a mirar por las ventanas.

Decidió que lo mejor sería esperar y ver lo que ocurría. El tiempo transcurría, pero se sentía tan afligida que, al cabo de un rato, advirtió que no sabía cuánto tiempo llevaba allí mirando. ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? Se le antojaba una eternidad. Cuando trató de calcular el rato transcurrido, la puerta se abrió y salió William. Su esposo se volvió y caminó con paso rápido hacia el Tholsel mientras la puerta se cerraba. Margaret se quedó donde estaba. Pasó el tiempo y la puerta no volvió a abrirse.

Las carrozas de la procesión se habían detenido cerca de Hoggen Green, junto a una pequeña capilla consagrada a san Jorge. Mientras los caballos pacían en la hierba, cinco carrozas se habían dispuesto en un gran semicírculo. Iban a representar una sucesión de piezas breves, comenzando con el Adán y Eva de los guanteros. Cecily sonrió. Era una escena encantadora, con el túmulo de la Asamblea como telón de fondo. Habían instalado unos cuantos tenderetes donde vendían cerveza y otros refrescos. El cielo era azul pálido y el sol abrasaba. Olía a sudor de caballo y de hombres, y también a cerveza de cebada, un aroma que no resultaba desagradable.

Aunque fue corta, la obra de los guanteros estuvo muy bien representada. El grito de Tidy: «Oh, ¿qué has hecho, mentecata?», fue coreado por la multitud, y todos juntos lo repitieron con jarana y buen humor. Adán, Eva y la serpiente fueron debidamente expulsados del Paraíso entre los aplausos del público y pronto le tocaría al siguiente grupo, que interpretaría la historia de Caín y Abel.

A Cecily le había llamado la atención una cuadrilla de hombres que se había situado cerca de ella mientras los guanteros representaban su obra. Por sus brillantes camisas de seda y sus casacas era obvio que se trataba de jóvenes aristócratas y algunos de ellos parecían visitantes de Londres. También era obvio que habían estado bebiendo, pero parecían inofensivos. Y no le había chocado que, al ver que los miraba, hubiesen comenzado a tomarle el pelo.

¿Qué hacía una mujer tan bonita allí sola? ¿Dónde estaba su marido? «En el escenario», les dijo. ¿Quién era? Adán. Aquello fue acogido ruidosamente. Entonces tú debes de ser Eva. ¿Era tentadora como ella? ¿A cuál de ellos tentaría? Cecily se tomó todo aquello con buen humor, pero cuando comenzó la siguiente obra, comenzaron a hacer comentarios más obscenos y ella decidió ponerlos en su lugar.

—Prestad atención a la obra, caballeros —gritó—, no a mí. Recordad —añadió— que esta sigue siendo la celebración del Corpus Christi.

Sin embargo, si su intención era acallarlos con aquella reprimenda, su efecto fue el contrario, pues comenzaron a hacer comentarios y bromas vulgares y a preguntarle si ella también «se haría carne» el día de Corpus Christi. Finalmente, Cecily tuvo bastante.

—No os burléis del milagro de la eucaristía —gritó, enrabiada, con la esperanza de silenciarlos de una vez por todas.

Se quedó estupefacta cuando uno de los crápulas, que claramente era inglés, hizo un comentario despectivo sobre la eucaristía. No lo dijo muy alto, pero fue audible, y lo que todavía le resultó más pasmoso fue que sus compañeros se rieran.

Cecily se había olvidado de la representación y los miraba enojada. ¿Quién se creían que eran aquellos ingleses lechuguinos? ¿Y por qué sus amigos ingleses les dejaban salirse con la suya? Tal vez fueran hijos de grandes lores, aunque no lo sabía ni le importaba, pero no tendrían que permitirles venir a Dublín a hacer comentarios profanos. Se dirigió hacia ellos.

—En Londres tal vez seáis protestantes y herejes —gritó con voz firme—, pero no debéis traer vuestra blasfemia a Dublín.

Se dio cuenta de que si bien algunos parecían incómodos, otros no.

—¡Oh, Tom —gritó el lascivo—, tenéis unas mujeres muy fieras aquí en Irlanda!

Cecily notó que estaba un poco ebrio, pero aquello no era excusa. Y cuando le hizo una reverencia insolente, todavía se enfureció más. ¿Por qué un petimetre extranjero pensaba que podía ser condescendiente con ella solo porque estaban en Irlanda y era una mujer?

—¿Somos, pues, herejes, en Inglaterra, señora?

—Como vuestra reina es una hereje —pronunció la palabra «reina» con desprecio—, quizá vosotros también lo sois.

—Me ha alcanzado, Tom, me ha alcanzado —voceó el joven lord, llevándose la mano al pecho—. Me ha alcanzado. —Se tambaleó de costado como si estuviera herido y la gente que los rodeaba, en vez de seguir la obra de teatro, se volvió a mirarlo. Y entonces, dejando de lado la comedia, le lanzó una temible mirada y le dijo—: Tened cuidado, señora, antes de acusar a la Reina de herejía. El Rey es el jefe supremo de nuestra Iglesia.

—No de la mía, señor —replicó amargamente—. El Santo Padre es el jefe de mi Iglesia, gracias a Dios —añadió con fervor.

En la práctica, aquello todavía era cierto. Como el asunto de la supremacía del rey Enrique aún no se había llevado al Parlamento irlandés, todavía no era ley en Irlanda, y Cecily podía correctamente decir que ella respondía ante el Papa. Lo miró con rabia. En aquel joven elegante y en sus repentinos cambios de humor había algo afeminado. La mirada se volvió desdeñosa y él lo notó.

—Vaya, señora —gritó para que lo oyeran todos los que lo rodeaban—. Lo que habéis dicho es una traición.

La última palabra se quedó suspendida, horrible, en el aire. Hasta Caín y Abel, en lo alto del escenario, habían hecho una pausa y habían mirado hacia ella, nerviosos. Pero Cecily estaba tan encendida que ni se dio cuenta.

—Preferiría que me acusaran de traición que renegar de la fe verdadera y del Santo Padre —chilló—. Y en cuanto a vos, que os pudráis en el Infierno al lado del rey Enrique.

La representación se detuvo y todo el mundo se volvió a mirar a la mujer que acababa de condenar al Infierno al rey Enrique. Por fuera de sí que estuviese, Cecily sabía que había ido demasiado lejos. Aquél era un territorio peligroso, la frontera de la traición, pero aún peor que las miradas de la muchedumbre era la expresión en el rostro del hombre que se le acercaba a grandes zancadas.

El rostro de Tidy estaba tan pálido como su disfraz, pero tenía los ojos encendidos. MacGowan iba con él. Se abrían paso entre el gentío. Iba vestido de Adán, con la ridícula hoja de parra golpeándole en las costillas. La agarró por el brazo.

—¿Estás loca?

Para los jóvenes aristócratas aquello fue demasiado, pero al menos la peligrosa tensión del momento quedó desactivada.

—¡Adán! —lo llamaron—. ¡Adán, mira a tu esposa! —Y entonces, contagiándose la idea unos de otros, añadieron—: Oh, ¿qué has hecho, mentecata?

Tidy no dijo nada. Agarrando a su mujer por un brazo mientras MacGowan la tomaba por el otro, se la llevó de allí mientras los jóvenes, con fingida solemnidad, gritaban: «¡Traición! ¡Que le corten la cabeza! ¡Traición!». Tidy no se detuvo hasta que llegaron a la puerta de la ciudad.

Así que aquél era el día especial; lo había planeado todo con tanto cuidado… Cuando se acabase la representación teatral, iba a llevarla intramuros, y, con cualquier excusa, la conduciría a la torre de la puerta occidental, donde se encontrarían con el concejal Doyle y les daría las llaves de su nueva morada. Y entonces habría contemplado su cara mientras observaba sus nuevos aposentos, espaciosos y aireados. Qué contenta se habría puesto… Menuda sorpresa. Un día perfecto. Lo tenía todo planeado.

—Has maldecido al Rey, Cecily —dijo con tristeza—. La gente dirá que somos unos traidores. ¿No comprendes lo que has hecho?

—Se ha burlado de la eucaristía —balbució con amargura.

—Oh, Cecily. —Los ojos de Tidy estaban colmados de reproche.

—¿Sabes quiénes eran? —intervino MacGowan en voz baja—. Eran amigos ingleses del joven lord Thomas. Estaba con ellos —y al ver que Cecily no comprendía, añadió—: Lord Thomas Fitzgerald, el heredero del conde de Kildare.

—¿El hijo de Kildare? —gritó Tidy, consternado.

—Entonces no deberían haber hablado como lo han hecho —replicó Cecily a la defensiva.

—Tal vez sea así —reconoció MacGowan—, pero son unos jóvenes libertinos que han estado bebiendo. Todo era una broma.

Tidy sacudió la cabeza.

—Ahora Kildare y los consejeros reales se enterarán de que mi esposa ha maldecido al Rey —comentó en tono sombrío; aunque no dijo nada más, lo que sinceramente pensaba era que ojalá se hubiera casado con otra.

Más tarde, con el corazón acongojado y sin ninguna sonrisa de placer, llevó a Cecily a la vivienda de la torre y tras enseñarle aquella magnífica residencia, le preguntó:

—¿Crees que ahora serás más feliz?

—Creo que sí —respondió—. Sí, seguro que sí.

Sin embargo, para sus adentros se preguntó si sería cierto.

Mientras los Tidy se dedicaban a inspeccionar su torre, Margaret llegaba a casa. Había esperado una hora a la puerta de la casa de los Doyle, había visto por fin salir a Joan y la había seguido en dirección a la puerta de las Damas, donde la había perdido de vista. Al final, renunció a encontrarla y regresó a casa.

Aquella noche William no llegó hasta muy tarde y Margaret lo notó satisfecho de sí mismo. Contó que había cenado en la ciudad y parecía haber bebido bastante. Tras decir que estaba cansado, se retiró a la alcoba y se quedó dormido.

El día siguiente lo pasó tranquilamente en casa. Al otro, dijo que tenía asuntos que resolver en Dublín, pero volvió a media tarde. Y durante unas dos semanas la vida prosiguió como siempre. ¿Tenía encuentros ilícitos con Joan Doyle en Dublín? No lo sabía seguro. En una ocasión había regresado de la ciudad y le había hecho el amor de la manera habitual. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Había sucedido algo el día de Corpus Christi en Dublín? Si ese era el caso, ¿se estaban repitiendo las citas? A Margaret le costaba creer que no fuese así. Y sin embargo, ¿qué podía hacer? ¿Compartir el esposo con Joan Doyle hasta que la aventura terminase? ¿Confrontarlo con algo de lo que no tenía pruebas? ¿Esperar? ¿Vigilar? No imaginaba que la incertidumbre pudiera doler tanto.

Al cabo de dos semanas, William fue a Dublín y volvió por la noche muy tarde. Una semana después, marchó a Fingal y se quedó allí varios días. En aquellas ausencias no había nada insólito, pero ahora todos sus movimientos habían adquirido una importancia nueva. Y Margaret no sabía lo que habría hecho después si durante el mes de agosto no se hubiera presentado con aire abatido y le hubiese dicho:

—El monasterio necesita que vuelva a bajar al Munster; pero no lo encuentro prudente.

—Debes ir —le dijo ella—. De inmediato.

Estuvo fuera tres semanas. Cuando volvió, lo vio tan ocupado que creyó que no tenía tiempo para una aventura.

Y además, durante su ausencia, Margaret había introducido un cambio en sus actividades cotidianas y había comenzado a ir a Dublín.

No tenía un programa fijo. Algunas semanas no iba, pero desde finales de aquel verano, solía ir a caballo, recorría los mercados y regresaba más tarde. En la ciudad, al pasar a pie ante la casa de los Doyle en el callejón de los Desolladores o al entablar una conversación casual en un puesto del mercado, le resultaba fácil averiguar el paradero de los Doyle, de modo que cuando en octubre William tuvo que ausentarse varios días para ir a Fingal, ella pudo comprobar que Joan Doyle estaba en casa y no cerca de William. Fue una comprobación imperfecta, pero siempre era mejor que nada. En noviembre, el matrimonio Doyle fue a Bristol, donde permaneció casi cuatro semanas. Tampoco creyó que su esposo y Joan Doyle se hubieran visto en diciembre. A medida que se aproximaban las navidades, le pareció posible que la aventura, si es que había comenzado, hubiera quedado olvidada. Podía incluso pensar que todo había sido una jugarreta de su imaginación.

Así, con un humor animado, pocos días antes de navidades acompañó a William a Dublín para asistir a un banquete de invierno que daba el gremio de la Trinidad.

Fue la típica y festiva celebración ciudadana a la que asistió la flor y la nata de Dublín. Notables de la ciudad ataviados con sus casacas y levitas, caballeros de la Empalizada, muchos miembros del gremio de la Trinidad y hombres libres de la ciudad. Pero el interés máximo de la reunión residía en saber si el jefe de los Fitzgerald asistiría.

No había sorprendido a nadie que, durante el otoño, el rey Enrique hubiera mandado llamar de nuevo a Londres al conde de Kildare. Todo el mundo sabía que el monarca estaba todavía dolido por la manera en que los Fitzgerald lo habían obligado a devolverles el cargo de virrey, y era indudable que los Butler suministraban información a la corte inglesa para ser utilizada en su contra. Si bien Kildare envió excusas corteses al monarca, a sus amigos les dijo que se tomaría su tiempo antes de ir de nuevo a Inglaterra y, para recordarle el rey inglés que con los Fitzgerald no se podía bromear, hizo gala de una gran frialdad y retiró todos los cañones reales del castillo de Dublín y los puso en sus propias plazas fuertes. Y durante los últimos meses, Kildare se había quedado tranquilamente en Irlanda, mientras el rey Enrique echaba chispas.

De todos modos, en los últimos tiempos, Walsh había oído decir que Kildare no estaba bien. Las heridas sufridas en campaña habían vuelto a molestarle. Se rumoreaba que sufría intensos dolores y que su estado era grave. «Me pregunto si no ha sido una enfermedad fingida, una excusa para no ir a Inglaterra, aunque muchos aseguran que la salud del conde está francamente deteriorada», le dijo Walsh a Margaret. Y así, en vez de asistir al banquete, Kildare envió a su hijo Thomas como representante. La familia Kildare era extensa, pues el conde tenía cinco hermanos. «Pero si al conde le ocurre algo, será Thomas y no sus tíos quien lo suceda en el título y en el señorío», señaló Walsh. Eran pocos en Dublín los que sabían del joven, salvo que era un pimpollo elegante que se presentó con unos crápulas ingleses borrachos en la última procesión del Corpus Christi. «Silken Thomas, Thomas, el Sedoso, lo llaman sus amigos», dijo el abogado con cierta desaprobación; no obstante, como los demás caballeros de Dublín, sentía una inmensa curiosidad por verlo.

Y el joven lord Thomas causó una impresión favorable. Tenía el apuesto aire aristocrático de la familia. Vestía una casaca de una seda finísima ceñida con un cinturón, algo que debía de ser la última moda en las cortes de Inglaterra o Francia, pero mientras saludaba a los invitados antes de que comenzase el banquete, trató a todo el mundo con suma cortesía. Después de que lo llamaran para hablar con él, Walsh regresó junto a su esposa y comentó:

—Es joven, pero está bien informado. No es un estúpido.

El ágape fue excelente. Después de comer, los invitados departieron por grupos. Mientras acompañaba a su esposo por el salón, se encontró con Joan Doyle frente a frente. El concejal se había detenido a hablar con Silken Thomas y su esposa se encontraba sola. Al ver a los Walsh, la cara de la dama se iluminó.

No había manera de evitarla. En respuesta a su saludo, Margaret esbozó su mejor sonrisa fingida. Los tres intercambiaron las habituales cortesías vacuas y luego Joan se volvió hacia Margaret.

—Deberías venir más por Dublín, querida —le dijo.

—Vengo a veces a los mercados —replicó Margaret en voz baja.

—¿No crees que debería hacerlo? —le preguntó Joan a Walsh.

—Pues claro que sí —respondió con amabilidad.

Margaret los juzgó. La conversación parecía de lo más inocente, pero si estaban utilizaban tácticas evasivas, no se dieron cuenta de que ella los observaba atentamente.

—Tal vez tengáis razón —dijo—. Debería venir para los festivales, cuando menos —asintió, y como si hablara consigo misma, añadió—: Como el del Corpus Christi.

¿Se habían intercambiado una mirada? Sí, seguro que sí. Entonces la dama Doyle se echó a reír.

—El día de Corpus fue muy hermoso —dedicó una sonrisa a Walsh y este se la devolvió.

Se estaban burlando de ella. Creían que no lo sabía.

—En realidad, este año vine a Dublín para el Corpus —dijo Margaret con vivacidad.

—¿De veras?

Ya no le cabía ninguna duda. Su esposo había palidecido.

—No te lo conté, ¿verdad? Fue un impulso repentino. Vi las carrozas desfilar por el callejón de los Desolladeros —les dijo sonriendo—. Vi todo tipo de cosas.

Fue un momento perfecto. En su silencio, Walsh y Joan Doyle parecían aturdidos. Joan Doyle se recuperó primero.

—Pues tendrías que haber venido a casa —exclamó—. Estábamos todos en las ventanas. Lo habrías visto todo mejor.

—Oh, desde donde estuve lo vi muy bien —sentenció Margaret.

Los había pescado. Experimentó una maravillosa sensación de poder. El dolor que había sufrido casi había merecido la pena. Veía que los dos intentaban descifrar cuánto sabía y si sus comentarios eran irónicos o no, pero eran incapaces de saberlo. Los tenía perplejos.

Margaret sonrió y tomó a su esposo por el brazo.

—Tenemos que ir a presentarle nuestros respetos —murmuró, refiriéndose a un caballero de Fingal que se encontraba cerca.

Acto seguido se alejaron, dejando sola a la mujer de Doyle.

Y sin embargo, se le antojó un triunfo vacío, porque si bien ellos se habían quedado con la incertidumbre, su incomodidad le había dicho todo lo que necesitaba saber acerca de la complicidad de su esposo y Joan Doyle. Ya la habían engañado otra vez, por lo que era fácil que volvieran a intentarlo.

Aquella noche, en la cama, se volvió hacia él y le dijo:

—Así que Joan Doyle te parece atractiva…

—¿Crees que la encuentro atractiva? —dijo perspicaz antes de hacer una pausa como si estuviera pensando en la respuesta—. Es una buena mujer —comentó—, pero las prefiero pelirrojas.

Durante las navidades estuvo especialmente tierno y atento, y ella lo agradeció. Conociendo la naturaleza perversa de Joan Doyle, ni siquiera culpó demasiado a su marido de la situación. Nunca había pensado que llegaría a hacerle aquello, pero ahora que ya había sucedido, el principal objetivo de Margaret era que se terminase la aventura; aunque no la mencionó, le hizo una clara advertencia.

—No confíes en Joan Doyle. Tiene dos caras y es peligrosa.

Sin embargo, sus sentimientos hacia la mujer se endurecieron en una rabia secreta y fría. Se ha burlado de mí y me ha engañado toda la vida, y ahora se dedica a robarme el marido. Todavía ignoraba qué defensa iba a adoptar, pero si Joan Doyle pensaba que iba a salirse con la suya, descubriría el significado de la venganza.

Quizá se debió a este estado de fluctuación en su propia vida, pero en algún momento de la primavera de 1534, a Margaret le pareció que a su alrededor todo estaba cambiando. Había en el aire una sensación de incertidumbre y de peligro.

Poco después de Navidad cayó una copiosa nevada y el tiempo invernal retuvo a Walsh en casa durante casi todo el mes de enero. En febrero realizó unos cuantos viajes a Dublín; iba por la mañana y regresaba por la noche. La situación allí, decía, era incierta.

—Es indudable que Kildare está enfermo. Finalmente, va a ir a Londres, pero corren rumores de que lo hace solo para convencer al rey Enrique de que confirme a su hijo Thomas como virrey en su lugar.

La semana después de la partida de Kildare, Walsh se quedó en Dublín durante tres días y Margaret se preguntó si se estaría viendo con Joan Doyle, pero, cuando volvió, su aspecto era grave y las noticias que trajo hicieron que todas las demás consideraciones de Margaret quedaran relegadas a un segundo plano.

—Son los arrendamientos de las tierras de nuestra Iglesia —explicó—. Ya sabes que este año toca renovar los contratos. Acabo de recibir las condiciones del arzobispo. —Sacudió la cabeza—. Al parecer, no está dispuesto a negociar siquiera —añadió en tono sombrío. Las condiciones eran leoninas y la renta se había doblado y más—. Y el problema —explicó— es que como abogado y administrador que soy, si estuviera en lugar del arzobispo, haría lo mismo. La tierra vale lo que pide —suspiró—, pero se ha quedado con casi todos mis beneficios.

Durante dos días reflexionó sobre el problema desde todos los ángulos. Y luego anunció: «Tendré que ir a Londres a ver a Richard». Partió a primeros de marzo.

Los Walsh no eran los únicos afectados por el cambio. Durante las semanas siguientes, Margaret supo que varias familias se habían visto obligadas a dejar sus fincas eclesiásticas, y algunas de ellas estaban incluso emparentadas con el propio Kildare. En circunstancias normales, hasta el arzobispo de Dublín dudaría a la hora de ofender a los Fitzgerald, y se preguntó qué significaría aquello. Mientras, las noticias que llegaban de Inglaterra indicaban que el rey Enrique también estaba teniendo algunas dificultades.

El Papa lo había excomulgado. Londres estaba controlado, pero se temía que se produjeran levantamientos en las provincias exteriores, sobre todo en el norte y en el oeste, donde las lealtades tradicionales eran muy fuertes. Incluso se rumoreaba que el emperador Habsburgo podía lanzar una invasión desde España. Pese a sus arrogantes bravatas, si aquello sucedía, el rey Tudor podría perder el trono. Y entonces, a final de mes, regresó William Walsh. Margaret nunca olvidaría la noche de su llegada, cuando se detuvo en el umbral y dijo: «He traído a alguien conmigo».

Richard. Su Richard. El mismo Richard, con su pelo rojo, los ojos alegres y la cara risueña, pero más alto, más fuerte y hasta más apuesto que cuando se marchó. Richard, el joven fornido que la estrechaba entre sus brazos. Si sentía decepción y amargura por haberse visto obligado a abandonar Londres, lo disimuló por su madre. Porque aquélla era, según le contó Walsh por la noche, la conclusión a la que habían llegado Richard y él cuando habían hablado del asunto en Londres.

—No podemos permitirnos que siga en Londres más tiempo. Se quedará a vivir con nosotros una temporada. Y yo puedo ayudarlo a que se abra camino en Dublín.

Así que ya estaba por fin en casa y se quedaría. «No hay mal que por bien no venga», pensó. Luego le preguntó a su esposo qué iba a ocurrir con la finca de la Iglesia.

—Renunciaré a ella. Y mientras tanto —añadió con una mueca—, durante un tiempo, no habrá vestidos para ti ni casacas para mí.

El mes de abril estuvo dedicado a Richard. Su padre no le dejó quedarse en casa holgazaneando. Primero se lo llevó unos cuantos días a Fingal, luego bajaron al Munster y se quedaron allí una quincena. Y finalmente viajaron a Dublín y al regreso, su padre explicó, contento, que «había cautivado a todos los que le conocían». Margaret admiró la actividad de su esposo y, a principios de mayo, Richard ya conocía a todo el mundo.

—Y de Dublín, ¿quién te ha impresionado más? —preguntó a su hijo una noche mientras estaban sentados junto al fuego.

—Creo que Doyle, el comerciante —respondió tras pensarlo unos instantes—. Nunca he conocido a nadie que sepa tanto del negocio al que se dedica. Y su esposa —prosiguió, vivaz— es un encanto.

Y por más satisfecho que Walsh estuviese con su hijo, las noticias que le llegaban de Dublín no eran en absoluto halagüeñas. Cuando el conde de Kildare viajó a Londres, fue recibido con toda cortesía, pero a mediados de mayo, una parte de su séquito regresó a Dublín con la noticia de que su salud se había deteriorado y que el rey Enrique, repentinamente, lo había privado de su título y se negaba a dárselo a su hijo. Y lo que era aún peor, iba a nombrar de nuevo al Cañonero. También llegó la noticia de que varios miembros del clan Butler ocuparían cargos en puestos clave de la nueva Administración. Pero quizás el rumor más funesto de todos era el de que los Butler habían garantizado al rey Enrique que no apoyarían ninguna declaración que hiciera el Papa sobre Irlanda. «Eso solo puede querer decir una cosa: Enrique cree que los españoles nos invadirán», declaró Walsh.

¿Y qué harían los Fitzgerald? Todo el mundo observaba al joven Silken Thomas y a sus cinco tíos. Ya se había producido una terrible disputa con el arzobispo Alen sobre las fincas de la Iglesia. Antes de que concluyera el mes de mayo, el joven heredero Fitzgerald había estado en el Ulster hablando con los O’Neill y también había bajado al Munster. ¿Esperarían los Fitzgerald a que se les presentase la oportunidad o comenzarían a sembrar malestar en las provincias de la manera que era habitual en ellos? Margaret comprendió que la situación era peligrosa cuando, a finales de mayo, su esposo llegó a casa con un arcabuz, pólvora y proyectiles. «He comprado este arcabuz a un capitán de barco. Por si acaso», explicó.

¿Cómo era posible que, en medio de aquella incertidumbre, William Walsh encontrara tiempo y energía para dedicarse a su aventura con Joan Doyle? Margaret apenas podía creerlo, pero era eso lo que le parecía que andaba haciendo.

Desde su regreso con Richard, en varias ocasiones había intuido que su esposo se estaba viendo con la mujer del concejal. A principios de mayo, había ido a Dublín con Richard; entonces —Margaret lo había descubierto después— había mandado a su hijo a Fingal durante dos días. Y lo mismo había sucedido a la semana siguiente, cuando había enviado a Richard a Maynooth y a un monasterio cercano. ¿Cómo podía utilizar a su propio hijo para ocultar sus asuntos? Pero seguro que aquello había sido idea de la mujer de Doyle, pensó con repugnancia. Finalmente, si todavía albergaba alguna duda acerca de lo que estaba ocurriendo, a principios de junio quedó disipada.

Llegó a Dublín un barco con la noticia de que el impedido conde de Kildare había sido ejecutado. Los Fitzgerald estaban fuera de sí. Walsh apuntó que tal vez aquello no fuera cierto. En cualquier caso, se dirigió a la ciudad, llevando consigo a su hijo, para ver si podía enterarse de algo más. Al cabo de dos días, Richard apareció de nuevo en la casa.

—Silken Thomas ha sido llamado a Londres. Todavía no sabemos qué le ha sucedido a su padre —le explicó a Margaret—. Padre dice que deberías esconder todos los objetos de valor y estar preparada para afrontar los problemas que surjan. Quizá necesitaremos el arcabuz.

En la ciudad nadie sabía lo que iba a ocurrir. Hasta los hombres del Rey, en el castillo de Dublín, se habían quedado sin noticias, según explicó.

—Nadie sabe qué hacer. Le he dicho a padre que lo mejor sería que hablase con Doyle —prosiguió Richard, confiado—. Es una de las personas con mejor criterio, pero, hasta ahora —añadió con pesar—, no ha sido posible porque toda esta semana la pasará en Waterford.

—¿Estará fuera toda la semana?

De manera involuntaria elevó la voz hasta casi un chillido. Su hijo la miró sorprendido.

—Sí, ¿y qué?

—Nada —se apresuró a responder—. Nada.

Conque era eso… Ahora lo comprendía. Estaba todo planeado. Joan Doyle sabía que su marido estaría fuera y había vuelto a dejarla como una imbécil, enviándole al ingenuo de su hijo con el mensaje. ¿Qué iba a hacer? ¿Enviar a Richard de vuelta y arriesgarse a que el joven descubriera la verdad? La maldad y la audacia de Joan Doyle superaban cualquier expectativa. Sin embargo, nada había preparado a Margaret para lo que estaba por venir.

—Te contaré una extraña coincidencia que padre y yo hemos descubierto esta mañana —dijo Richard, esbozando una triste sonrisa—. ¿Sabes quién ha arrendado la finca de la Iglesia a la que nosotros hemos renunciado? El concejal Doyle. Sin embargo —añadió filosóficamente—, supongo que puede permitírselo.

¿Doyle? Margaret tardó unos instantes en asimilar por completo aquella información, pero luego le pareció comprenderla gradualmente. ¿No era exactamente eso lo que Joan Doyle ya había hecho una vez? La noche de la tormenta, la había sosegado, creándole una falsa sensación de seguridad y luego había utilizado la información que ella tan estúpidamente le había dado para perjudicar a la familia. Y ahora, se había lanzado a seducir a William, mientras que su esposo, que era íntimo del arzobispo Alen, se quedaba con las tierras de los Walsh. Lo que llegaría a hacer para destruirlos no tenía límite. Pobre William. Hasta sentía lástima por su marido. Al fin y al cabo, ¿qué era un hombre en manos de una mujer realmente decidida y sin escrúpulos? Joan Doyle lo había seducido y lo había engañado igual que en el pasado había engañado a Margaret. En aquel momento, odió a Joan Doyle con más intensidad de la que nunca hubiese odiado a nadie.

Lo vio todo con claridad. Por inteligente que fuese, era muy probable que William todavía no se hubiera percatado de que lo había traicionado. Joan Doyle tenía respuestas para todo, eso era indudable. Posiblemente, su esposo estuviera haciendo el amor con ella en ese mismo momento. Pobre imbécil.

Fue entonces cuando Margaret supo que iba a matarla.

MacGowan se hallaba con Walsh y Doyle frente al Tholsel cuando comenzó todo. Era el día después de que Walsh hubiera enviado a su hijo a casa. Doyle había llegado de Waterford aquella mañana. Cuando comenzó el tumulto, estaban hablando de la situación política.

Todo sucedió muy deprisa y eso fue lo que más le sorprendió. Los primeros gritos procedentes de la puerta, anunciando que se acercaba un grupo de hombres, apenas se habían acallado y ya se oían el matraqueo, el cascabeleo y el tamboreo de los cascos. Mientras los tres hombres retrocedían hacia el umbral del Tholsel, la enorme cabalgata de jinetes pasó ante ellos —eran tantos que tardaron varios minutos— seguidos de tres columnas de hombres de armas desfilando y de mercenarios escoceses. MacGowan calculó que eran más de mil soldados. En el centro, y acompañado de doce docenas de jinetes con cotas de malla, cabalgaba el joven lord Thomas, que no llevaba armadura, sino una elegante casaca de seda verde y oro y un sombrero con una pluma. Se le veía tan alegre como si estuviera participando en una cabalgata. Tales eran el estilo, la confianza y la arrogancia de los Fitzgerald.

Podía ser arrogancia, pero estaba cuidadosamente calculada. Después de haber cabalgado por toda la ciudad y haber cruzado el puente camino del salón donde se reunía el consejo real, Silken Thomas les entregó, con toda tranquilidad, la espada ceremonial que su padre, como virrey, custodiaba, al tiempo que retiraba su lealtad al rey Enrique. Era un gesto medieval: un potentado abjuraba de su voto de lealtad a su señor feudal. Y el rey inglés no solo perdía a su vasallo, sino que los Fitzgerald también se declaraban libres para jurar su lealtad a otro rey, al emperador del sacro Imperio romano en España o incluso al Papa. No había sucedido nada semejante desde que, cincuenta años antes, el abuelo de lord Thomas coronase al pequeño Lambert Simnel y enviara un ejército a invadir Inglaterra.

Y antes de que transcurriese una hora, todo Dublín lo sabía.

MacGowan pasó el resto del día con Walsh y Doyle. Aunque eran personas bien informadas, la radical decisión de Silken Thomas los había pescado por sorpresa a los dos y estaban conmocionados. Al verlos juntos, MacGowan los observó con cierta ironía. El abogado de cabello canoso y porte distinguido y el cetrino y poderoso comerciante, uno vinculado a los Fitzgerald y el otro a los Butler, eran adversarios políticos. Doyle acababa de apoderarse de las mejores tierras de Walsh; en cuanto a los tratos de Walsh con la mujer de Doyle, MacGowan no sabía si comprendía realmente el alcance del asunto. Y sin embargo, por más razones que hubiera habido para la desavenencia entre ambos hombres, allí estaban y la relación que mantenían era cortés e incluso cordial. Hasta aquel día, en que el joven Silken Thomas, a quien apenas conocían, había provocado una crisis tan seria que probablemente desembocaría en una guerra civil. ¿Se verían ahora obligados a una oposición mortal? Tal vez fue ese mismo pensamiento, mientras se despedían, el que impulsó a Doyle a decir con un suspiro: «Solo Dios sabe lo que será ahora de nosotros».

Sin embargo, el rasgo más destacado de los dos meses siguientes fue lo poco que pareció ocurrir. Después de haber dejado clara su postura, Silken Thomas y sus tropas no se quedaron mucho tiempo en Dublín. Primero se retiraron al otro lado del río y luego Thomas envió destacamentos a toda la Empalizada. Al cabo de diez días, le informaron de que nadie ofrecía resistencia. La Empalizada era segura.

A excepción de Dublín.

—No comprendo por qué Fitzgerald nos ha permitido hacerlo —le confesó Doyle a MacGowan—. Tal vez pensó que no nos atreveríamos. —Pero mientras las tropas de Fitzgerald estaban ocupadas asegurando las zonas rurales, los notables de la ciudad habían cerrado a la chita callando todas las puertas de Dublín—. Es como un juego de azar —reconoció Doyle—. Y nosotros apostamos por el rey inglés.

¿Tenían razón? No transcurrió mucho tiempo antes de que llegaran noticias de que el conde de Kildare todavía estaba vivo. No lo habían ejecutado, aunque el rey Enrique, no bien hubo sabido de la revuelta, había encerrado al conde en la torre. En cualquier caso, Kildare estaba agonizando y MacGowan sospechó que probablemente aprobaba las acciones de su hijo. Era obvio que el rey Enrique estaba desconcertado. Sus oficiales de la corte negaban que en Irlanda hubiera el más mínimo problema. En cuanto al Cañonero, que tendría que haber sido enviado a toda prisa a Dublín con tropas y artillería, no mostraba deseos de querer ocupar el cargo. A Irlanda, mientras tanto, había llegado un emisario español que había suministrado pólvora y munición a lord Thomas y le había dicho que pronto se le unirían tropas españolas. Aquéllas eran noticias interesantes. Si la gente había sospechado que su declaración en Dublín había sido un farol —la provocación habitual para obligar al rey Enrique a que les devolviera el cargo—, las noticias que llegaban de España hacían que los acontecimientos se entendieran de otra manera.

«Con tropas españolas —dijo el joven lord Thomas a sus amigos—, podré arrebatar Irlanda por la fuerza al rey Enrique». Poco después hizo una afirmación asombrosa: «Los ingleses ya no son bienvenidos en Irlanda. Deben marcharse». ¿Y quién era inglés? «Todo el que no haya nacido aquí», declaró Fitzgerald.

Con ello se refería a los hombres del rey Enrique; además, en eso todo el mundo podía estar de acuerdo. El arzobispo Alen de Dublín y otros administradores reales se apresuraron a encerrarse en el castillo de la ciudad. Y en un gesto elegante, Silken Thomas incluso repudió a su joven esposa inglesa y la mandó de vuelta a Inglaterra.

Y si mucha gente había sentido simpatía con la causa de lord Thomas, ese sentimiento ganó fuerza durante el verano debido a los acontecimientos que ocurrieron en Inglaterra. Toda la cristiandad sabía que el rey Enrique había sido excomulgado. España hablaba de invadir y hasta el cínico rey de Francia creía que Enrique estaba loco. Pero durante el verano de 1534, el monarca Tudor fue incluso más allá. Los hombres valientes como Tomás Moro se habían negado a reconocer sus aspiraciones a convertirse en papa de los ingleses y ahora que la orden de frailes ingleses había hecho lo propio, Enrique cerró sus conventos y comenzó a encarcelarlos. Los santos frailes, las personas más amadas y veneradas de Irlanda, tanto dentro de la Empalizada como fuera de ella. Era un ultraje. No resultó, pues, extraño que ahora Silken Thomas declarase ante los irlandeses que su revuelta era en defensa de la Iglesia verdadera. Con este mensaje se mandaron emisarios a los Habsburgo y al Santo Padre. «Mis antepasados vinieron a Irlanda a defender la fe verdadera, al servicio de un rey inglés. Ahora debemos luchar contra un rey inglés para preservarla», expuso Fitzgerald.

A finales de julio, el arzobispo Alen intentó ponerse a salvo embarcando en una nave que zarpaba de Irlanda. Los hombres de Fitzgerald lo apresaron, hubo una escaramuza y el arzobispo resultó muerto. Nadie sintió consternación. Al fin y al cabo, no era más que un oficial del Rey tocado con una mitra. Los frailes, en cambio, eran santos.

A principios de agosto, a MacGowan le pareció que el joven Silken Thomas iba a salirse con la suya. El estado de ánimo de la ciudad era curioso. Las puertas estaban cerradas por órdenes del consejo, pero, como Fitzgerald se encontraba en Maynooth y sus tropas distribuidas por muchos lugares, las puertas pequeñas permanecieron abiertas para que la gente entrara y saliera; de este modo, la vida se desarrollaba casi con toda normalidad. MacGowan había salido para ir a visitar a Tidy a su torre cuando por casualidad se cruzó con el concejal Doyle. Se detuvieron a hablar unos minutos y expresó su opinión de que Dublín se vería pronto obligada a acatar la soberanía de lord Thomas y de las tropas españolas, pero Doyle sacudió la cabeza.

—Los españoles han prometido tropas, pero estas nunca llegarán. El Emperador se alegrará de avergonzar a Enrique Tudor, pero una guerra abierta le saldría muy cara. Lord Thomas tendrá que apañárselas solo. También lo debilitará el hecho de que los Butler ya estén aprovechando esta oportunidad para obtener favores de Enrique. Tal vez Fitzgerald sea más fuerte que los Butler, pero estos pueden socavar su poder.

—Sí, pero el rey Enrique ya tiene sus propias dificultades —señaló MacGowan—. Tal vez no pueda someter a lord Thomas. Al fin y al cabo, hasta ahora no ha hecho nada.

—Quizá le lleve tiempo —replicó Doyle—, pero, al final, Enrique lo aplastará, no me cabe la menor duda. Luchará y nunca se rendirá, por dos razones. La primera es que lord Thomas le ha hecho quedar como un idiota a los ojos de todo el mundo y Enrique es una persona con una grandísima vanidad. No descansará hasta que lo haya destruido. La segunda es más profunda. Ahora Enrique Tudor afronta el mismo reto que Enrique Plantagenet afrontó hace casi cuatro siglos cuando Strongbow llegó a Irlanda. Uno de sus vasallos amenaza con instaurar un reino propio al otro lado del mar occidental. Y lo que es peor, podría convertirse en un trampolín para las potencias como España o Francia que quieren oponerse a él. Enrique no puede permitir que suceda tal cosa.

A Eva le quedó claro que Silken Thomas había dado a su esposo una nueva oportunidad en la vida. Sean O’Byrne se había apagado un poco en los dos últimos años, pero desde el inicio de la revuelta se le veía diez años más joven. Casi parecía un muchacho y se debía a las perspectivas de acción, lucha, emoción e incluso peligro. Eva creía que esas necesidades estaban profundamente arraigadas en la naturaleza de su esposo, como le ocurría a ella con la necesidad de tener hijos. Era la excitación bélica. Casi todos los hombres eran iguales. En su opinión, los mejores, al menos, eran de ese modo.

Sean O’Byrne no era el único. La excitación se había extendido por las comunidades de los montes de Wicklow con la sensación de que algo iba a cambiar aunque nadie sabía qué. El poder de los Fitzgerald no era tan ligero. Los O’Byrne y otros clanes como ellos no se hacían ilusiones de que les permitieran entrar en la Empalizada y expulsar a los Walsh y al resto de la nobleza de las tierras que antaño habían sido suyas, pero cuando el rey inglés fuera apartado de la escena nacería una nueva suerte de libertad. Si hasta entonces los Fitzgerald y los Walsh habían sido angloirlandeses, ahora serían irlandeses, lo mismo que Irlanda.

Sean se había entregado al asunto con ganas. Había mucho que hacer y había participado en diversas patrullas por la parte meridional de la Empalizada, asegurándose de que la zona apoyaba a Fitzgerald. Como O’Byrne que era, y con un hijo adoptivo Fitzgerald, por si fuera poco, Sean era un hombre digno de confianza y aquello lo satisfacía. Se había llevado a sus hijos y a Maurice con él. Eva se había inquietado un poco con su partida, pero no había surgido ningún problema. Sean creía que pronto habría una importante incursión en el territorio de los Butler. «Solo para asegurarnos de que se quedan tranquilos», le había contado a Eva, animado. Ella no sabía cómo tomárselo. ¿Se llevaría a los muchachos?

Eran sus muchachos, aunque a Seamus ya no lo consideraba un joven. Era un cabeza de familia y tenía sus propios hijos. Había ampliado la casa donde vivieran los Brennan y su hato ya tenía la mitad de reses que el de su padre, pero Fintan y Maurice seguían siendo sus muchachos.

Algunos niños se parecían unos años a un progenitor y luego al otro, pero no Fintan, que todavía guardaba un asombroso parecido con ella.

—¿No podrías dejar que se me asemejara en algo? —le reprochaba a menudo Sean.

—Es maravilloso con el ganado —replicaba ella.

—Igual que tú —señalaba Sean con una carcajada.

Fintan seguía teniendo el cabello tan rubio como cuando era niño y una sonrisa inocente todavía se asomaba con frecuencia a su rostro. Era tan dulce como de pequeño. Maurice también seguía siendo el mismo muchacho, apuesto y cuidadoso, y sus ojos se veían aún distantes y a veces melancólicos: «Un espíritu poético», como decía el padre Donal. Había habido momentos en los que Eva se había sentido casi culpable, temiendo amarlo tanto como a su propio hijo, pero entonces una mirada a los ojos azules de Fintan le recordaba, con un pequeño rubor de satisfacción que, por más apuesto que fuera el otro, era a Fintan a quien había dado a luz y quien era de su propia sangre.

Verlos juntos le provocaba una sonrisa. Se estaban volviendo tan masculinos… Tenían una energía desbordante y todavía eran un poco tímidos, pero ya se les veía orgullosos de sí mismos. Paseaban juntos. Maurice era esbelto y moreno, algo más alto; Fintan, rubio y blanco, de constitución fuerte como un buey joven. Constantemente, intercambiaban bromas en privado. Por las noches, Maurice a veces tocaba el arpa y su esposo lo acompañaba al violín; por su parte, Fintan, que tenía una hermosa voz, cantaba con ellos. Aquéllos eran los mejores momentos del día.

A principios de agosto la patrulla se volvió rutinaria. Las patrullas previas habían recorrido los lugares donde podían preverse problemas, pero ahora habían decidido ir incluso a las casas de los que apoyaban a Fitzgerald. Lord Thomas quería poner a prueba su nuevo voto de lealtad y a Sean O’Byrne se le había encomendado que cubriera una gran zona. Eva no sabía por qué aquella patrulla le resultaba particularmente inquietante. Todos los hombres se integrarían en ella. Seamus había venido desde su casa y Maurice y Fintan estaban preparados para marcharse, pero justo antes de que se pusieran en camino, Eva llamó a Sean:

—¿Vas a llevarte a todos mis hombres? —le preguntó—. ¿Voy a quedarme sola?

Él la miró y pareció comprender sus sentimientos. Decidió mostrarse amable.

—¿Con cuál quieres quedarte?

—Con Fintan —respondió tras dudarlo un instante, pero enseguida se arrepintió, pues vio decepción en la cara del muchacho.

—Pero madre… —comenzó a decir.

—No discutas —dijo Sean—. Te quedarás con tu madre.

Abrumada por la tristeza, Eva pensó que su hijo le echaría la culpa, pero no cambió de opinión. Cuando el muchacho se le acercó, se compadeció de él y lo miró con ternura. El grupo se marchó y ella le pasó el brazo por los hombros.

—Gracias por haberte quedado conmigo —le dijo.

Cuando la patrulla llegó, Margaret Walsh se encontraba a la puerta de casa con su esposo. Venían doce jinetes. La heredad de los Walsh era la tercera que los hombres de O’Byrne visitaban.

Conque aquél era O’Byrne, del que se decía que era un mujeriego… Margaret lo miró de arriba abajo. Era un individuo de piel cetrina, realmente apuesto, eso estaba claro. En sus cabellos había algunas canas, pero se mantenía esbelto y en buena forma. Captó su vanidad, pero no le disgustó, aunque no creía sentirse atraída por él. Mientras, O’Byrne los saludó a ambos con una helada cortesía.

Cuando Walsh los invitó a pasar y a tomar un refrigerio, le respondió que solo él y dos hombres más necesitaban hablar con él unos instantes; así pues, sin más discusión, Walsh los hizo entrar hasta la gran mesa de roble del salón, donde con aire formal, Sean O’ Byrne sacó un pequeño libro de los Evangelios en latín y, dejándolo sobre la mesa, le pidió a Walsh que pusiera la mano sobre él.

—¿Es un juramento lo que quieres? —inquirió Walsh.

—Sí —se apresuró a responder O’Byrne.

—¿Y qué suerte de juramento será? —quiso saber Walsh.

—De lealtad a lord Thomas.

—¿De lealtad? —La expresión de Walsh se ensombreció—. No comprendo —dijo al tiempo que se erguía—, ¿por qué lord Thomas quiere arrancarme un juramento, a mí, que tan libremente he dado mi lealtad a su padre, el conde, todos estos años? —Miró a O’Byrne con un asomo de reproche—. Me has ofendido —añadió con serena dignidad.

—No es ninguna obligación.

—Vienes con hombres armados.

—Diré a lord Thomas que has jurado por voluntad propia —replicó O’Byrne con aire congraciador—, si eso te satisface.

Sin embargo, no lo satisfizo, ya que Walsh parecía más que disgustado. Salió de la sala, le dijo a su esposa que hiciera entrar a todos los hombres y se apostó junto a la puerta hasta que estuvieron todos reunidos. Entonces, tras lanzarle una furibunda mirada a O’Byrne, se acercó a la mesa, puso la mano sobre los Evangelios y declaró.

—Juro por los Evangelios que profesaré a lord Thomas Fitzgerald el mismo amor, respeto y lealtad que siempre he profesado y todavía profeso a su padre, el conde de Kildare. —Recogió el libro y se lo devolvió a O’Byrne con determinación—. He jurado algo que nunca se me habría tenido que pedir que jurase, habida cuenta de lo conocidos que son mis afectos, pero de todos modos lo hago de buen grado. Y ahora —añadió con cierta frialdad—, os deseo que tengáis un buen día.

Después, con una breve inclinación de la cabeza, le indicó a O’Byrne que deseaba que se marchase.

—No basta —dijo Sean O’Byrne.

—¿No basta? —William Walsh no se enojaba con frecuencia, pero estaba a punto de estallar. Algunos de los hombres de O’Byrne parecían incómodos—. ¿Has venido a insultarme? —gritó—. Ya he jurado y no juraré nada más. Si lord Thomas duda de mi lealtad, lo cual no es cierto, que venga y me lo diga a la cara. Y con esto he terminado.

Acto seguido se encaminó hacia la puerta, pero Sean O’Byrne se interpuso.

—El juramento —dijo sin alzar la voz— exige que entregues tu lealtad a lord Thomas, al Santo Padre y también a Carlos de España, emperador del sacro Imperio romano.

Aquella treta había sido cuidadosamente planeada. Una vez hecho el juramento, ya no se podía volver con el monarca inglés. En cuanto al rey Enrique, cuando se juraba lealtad a otro, se cometía traición y el castigo de ese acto era ser ahorcado, despellejado y descuartizado. Para aquellos que entendían lo que conllevaba, la intención del juramento era pasmosa.

Pero Walsh estaba tan acalorado que apenas escuchaba.

—¡No juraré nada más! —gritó—. Que venga lord Thomas con un millar de hombres y yo le ofreceré mi cabeza si duda de mí, pero no permitiré que un villano como tú, Sean O’Byrne, me trate de este modo. —Miró con desdén al hombre de los montes de Wicklow. Walsh tenía el rostro ruborizado—. Y ahora, fuera de mi casa —vociferó furioso.

Pero Sean O’Byrne no se movió de donde estaba y desenfundó la espada.

—He matado a hombres mejores que tú, Walsh —empezó a decir en tono amenazante—, y he incendiado casas más grandes que esta —añadió, mirando a Margaret—. Así que la decisión es solo tuya —concluyó.

Se hizo el silencio y Walsh permaneció muy quieto. Margaret lo miraba con inquietud. Nadie pronunció una palabra.

—Lo haré —dijo Walsh con profunda repulsión— porque me estás amenazando con la espada. Vosotros sois testigos —añadió, mirando a los hombres allí congregados— de cómo me ha tratado este hombre.

Al cabo de unos momentos, en la mesa, O’Byrne pronunció el juramento. Walsh, por su parte, con aire digno y desdeñoso, repitió las palabras sin entonación ninguna. Posteriormente, la patrulla se marchó. Walsh no habló hasta que los hubieron perdieron de vista.

—Me alegro de que Richard estuviera hoy en Dublín —comentó—. Espero que él no tenga que hacer ese juramento.

—Por unos instantes creí que no lo harías.

—Intenté rehusar —explicó su esposo—. El juramento que hice voluntariamente en apoyo de lord Thomas, como ya había hecho antes con su padre, es totalmente inofensivo. A fin de cuentas, Kildare era el representante del rey en Irlanda, pero ya había oído hablar de este nuevo juramento de ellos y sabía lo terrible que era. La referencia al Emperador es lo peor. Pura y simplemente, es una traición. —Sacudió la cabeza—. Como no iba a dispensarme de él, he tenido que hacer entrar a esos hombres para que fueran testigos de que me lo ha extraído mediante coacción. No es una defensa completa, pero si a lord Thomas las cosas le van mal, yo tal vez salve mi cabeza.

Margaret miró a su esposo con admiración.

—No comprendía lo que estabas haciendo —comentó—. Has obrado muy bien.

—No olvides que soy abogado —le dijo con una sonrisa.

—Pero ¿crees de veras que lord Thomas fracasará? —preguntó ella.

—Cuando los Fitzgerald se enfrentan a los Butler es una cosa, pero luchar contra el rey de Inglaterra es otra muy distinta. Ya veremos qué ocurre.

Aquella noche, mientras se dormía, a la mente de Margaret acudieron dos imágenes. La primera era de Sean O’Byrne con la espada, amenazando a su marido, que, advirtió, era el más apuesto y sagaz de los dos. La segunda era de su hermano, tal como imaginaba que debía de haber sido, con la espada en la mano, yendo a la guerra contra el rey Tudor de Inglaterra. Aquella noche durmió muy mal.

Si Tidy creía que una nueva vivienda aportaría más armonía a su familia, durante el mes de agosto descubrió que mudarse era la peor decisión que había tomado en su vida.

A principios de agosto, Silken Thomas volvió a Dublín y encontró las puertas cerradas. Exigió que las abrieran y el alcalde y el concejal se negaron. Entonces les dijo que atacaría, pero aquello no los impresionó, por lo que Silken Thomas tuvo que acampar extramuros.

El asedio de Dublín fue un asunto improvisado. Fitzgerald no tenía bastantes tropas para acometer las murallas. Prendió fuego a unas cuantas casas de los arrabales, pero no sirvió de nada. Y aun en el caso de que hubiera podido cortar los suministros a la ciudad, los concejales ya se habían encargado de que intramuros hubiese provisiones suficientes para resistir unos meses. El joven lord Thomas solo pudo hacer una demostración de fuerza de vez en cuando, esperando asustar a los dublineses y que cambiaran de idea. Y eso era lo que estaba haciendo una mañana de agosto cuando el concejal Doyle se acercó a inspeccionar las defensas de la puerta occidental.

Las instrucciones a los guardias de la puerta occidental eran sencillas. La propia puerta estaba doblemente atrancada. No debían provocar a Fitzgerald y a sus hombres, pero si eran atacados, tenían que responder con arcabuces y arcos desde las almenas. Antes de que Doyle llegara, Tidy, desde una de las ventanas de la torre, había visto que lord Thomas y unos cien jinetes se aproximaban a la puerta, y había bajado a asegurarse de que los centinelas estaban enterados de lo que sucedía. Debido a ello, se encontró en pie junto al concejal a un lado de la puerta, mientras lord Thomas se encontraba al otro y oyó que el joven lord gritaba a los de las almenas o a los de detrás de la puerta que si no le abrían pronto la ciudad, se vería obligado a traer su cañón.

—Contando incluso lo que le ha dado el emisario español y su suministro propio —comentó Doyle, calmando a los hombres que lo rodeaban—, carece de pólvora y munición suficiente para tomar Dublín. Es una amenaza sin fundamento.

Parecía que Fitzgerald no iba a obtener respuesta, cuando de pronto se oyó otra voz. Procedía de una ventana de lo alto de la torre.

—¿Ese es el propio lord Thomas? —Era una voz de mujer.

Todo el mundo guardó silencio y entonces sonó ruido de cascos alejándose. Quizá los hombres de Fitzgerald habían creído que alguien iba a dispararle, pero Tidy sabía que eso no ocurriría. Se quedó paralizado. La voz pertenecía a Cecily. Al cabo de un momento, y para su sorpresa, el aristócrata respondió:

—Sí, lo soy.

Desde arriba, Cecily preguntó si era cierto que lord Thomas iba a defender a la santa Iglesia contra el hereje de Enrique. La respuesta fue afirmativa. ¿Era cierto que renegaba de la eucaristía? No. Pero entonces a Tidy le pareció notar un asomo de humor en la voz de Fitzgerald. Preguntaba a Cecily si ella era la mujer que había maldecido al rey Enrique en la festividad del Corpus. Respondió que sí y que también maldeciría a lord Thomas y a sus amigos si renegaban de la eucaristía.

—Ningún amigo mío, lo prometo —gritó.

Entonces le preguntó en tono afable por qué no lo dejaban entrar en Dublín. ¿No era bienvenido?

—Sois bienvenido por todos menos por unos cuantos concejales herejes —respondió—. Habría que darles una lección.

Hasta aquel momento, Tidy se había quedado tan pasmado que no se había movido. Sabía cómo se sentía Cecily, desde luego. Mientras se habían desarrollado los acontecimientos de aquella primavera, su mujer le había contado lo que pensaba del rey inglés excomulgado, pero él le había suplicado que se guardara esas opiniones para ella. Y aunque en los últimos tiempos la había visto bastante abatida, nunca había imaginado que sería capaz de hacer una cosa semejante. Miró a Doyle, su mejor protector, al que Cecily acababa de llamar hereje. La cara del concejal se oscurecía por momentos.

Tidy entró corriendo en la torre y subió la escalera de caracol. Irrumpió jadeante en la habitación superior desde la que Cecily les decía a los hombres de lord Thomas que serían acogidos con afecto si derribaban la puerta y la separó de la ventana. Ella se debatió y él le pegó dos veces, la primera de ira y la segunda de miedo —porque pensó que podía ponerse a gritar de nuevo— mucho más fuerte, tanto que Cecily cayó al suelo, sangrando. Sin importarle el daño que le hubiera hecho, la llevó a rastras escaleras abajo hasta la habitación inferior que carecía de ventana a la muralla. La dejó allí encerrada y bajó de nuevo a disculparse con Doyle, pero el concejal ya se había marchado.

En los días que siguieron al incidente, Cecily no habló mucho con su marido. Ambos comprendían lo que había sucedido; no había nada que decir. Delante de los niños y del aprendiz se portaban de manera atenta; cuando estaban solos, callaban. Si cada uno esperaba que el otro pidiera disculpas, la espera fue vana y la situación no mejoró.

Avanzado el mes de agosto, Silken Thomas decidió enviar un grupo a hacer incursiones a las granjas de Fingal. Para dicha tarea, eligió a un contingente de hombres de Wicklow, capitaneados por los O’Toole. Cuando los ganaderos irlandeses se desmandaron, incendiando y saqueando las ricas granjas de Fingal, una gran columna de dublineses, muchos de los cuales tenían propiedades allí arriba, salieron de la ciudad violentamente y corrieron hacia el norte en ayuda de los granjeros de Fingal.

Cecily los vio regresar desde la torre. Cruzaban el puente en hilera. Por su manera de cabalgar, supo que huían y, cuando se acercaron más, advirtió que muchos estaban heridos. Al cabo de una hora, Tidy regresó a casa con las horribles noticias.

—Han muerto ochenta hombres. —Había palidecido y la miraba con solemnidad—. Ochenta.

Cecily lo observó en silencio. Sabía que aquél era un buen momento para decir algo, para expresar una compasión que rompiera la barrera que se había alzado entre ambos. Lo sabía, pero no pudo hacerlo.

—No lo lamento —dijo.

Dejó que el silencio que siguió a sus palabras se quedara como un mar invisible hasta que se congeló y se volvió definitivo.

Durante los días siguientes, la ciudad vivió conmocionada. Apenas había familia que no hubiera perdido a un pariente o amigo. Cada vez había más dublineses que se preguntaban qué sucedería a continuación. ¿Empezarían los hombres de Fitzgerald a matar gente en Oxmantown? ¿Bajarían los O’Byrne a atacar las granjas meridionales? Doyle y sus amigos eran partidarios de esperar, pero hasta algunos concejales se preguntaban si no sería más prudente llegar a un compromiso con Fitzgerald. «Al menos negociemos», decían. Cuando se les permitió hacerlo, pronto se llegó a un acuerdo. Las puertas de Dublín se abrirían. Lord Thomas y sus tropas podían ocupar la ciudad a cambio de la promesa de que no harían daño a los habitantes. Todo se pondría a su disposición excepto la plaza fuerte del castillo. Los oficiales reales y una parte de los concejales se retirarían al castillo y, según lo que ocurriera, ya decidirían lo que harían. No era lo que lord Thomas quería, pero suponía una mejora con respecto a lo que tenía. Por ello, aceptó el trato.

—Me voy al castillo con Doyle. Va a llevarse a toda su familia. —Eran las once de la mañana cuando Tidy llegó a la torre y le dio a Cecily aquellas noticias—. Creo que debemos ir —añadió—. Tenemos que hacer los preparativos.

—Yo me quedo —se limitó a decir Cecily.

—¿Y los niños?

—Estarán más seguros conmigo. A los niños y a mí, Fitzgerald no nos hará ningún daño. Eres tú quien correrá peligro si ataca el castillo.

—Los muros son muy gruesos. Aquello está lleno de provisiones. Allí podríamos estar a salvo varios años.

Ella lo miró con expresión sombría.

—Tú temes ofender a Doyle; yo temo ofender a Dios. Creo que esta es la diferencia entre tú y yo.

—Si tú lo dices —farfulló él.

A mediodía se marchó de casa.

Y si fue la religión lo que había provocado que se separase de su marido o si esta solo le había proporcionado una excusa para distanciarse de él, Cecily no lo sabía con certeza.

El asedio al castillo de Dublín se prolongó durante el mes de septiembre sin que culminara con éxito; no obstante, a medida que pasaban los días, las noticias que llegaban de Inglaterra hacían que el asunto se volviera más urgente.

Por fin venían los ingleses. Las tropas se estaban congregando, los cañones eran llevados al puerto y se había financiado un barco. Hasta el propio Cañonero hizo una aparición. Parecía que al final iban a presentar batalla.

En la calle del castillo, MacGowan contempló las grises y viejas paredes del edificio y fue presa del desánimo. Hacía buen día y las musgosas piedras y pizarras de Dublín emitían un brillo verdoso que resaltaba bajo el cielo azul de septiembre. A unos pasos de él, unos cuantos hombres de Fitzgerald disparaban flechas por encima de la muralla en un gesto que probablemente resultaba inútil, a no ser que alguien del castillo fuese tan bobo como para ponerse en su trayectoria; aun así, nada de aquello le preocupaba. Lo que le inquietaba era cómo iba a ayudar a la esposa del concejal Doyle. No quería defraudarla.

El mes anterior había podido hacerle un buen favor al concejal. Doyle necesitaba un inquilino para la finca a la que los Walsh habían renunciado y el mercader gris pensó en la familia de los Brennan, que antes habían estado en las tierras de Sean O’Byrne y que ahora no se sentían a gusto en el nuevo arrendamiento. «Siempre lo sabes todo», le había dicho Doyle con admiración. Aquello había complacido mucho a MacGowan. El traslado de los Brennan había tenido lugar justo a tiempo de la cosecha y como ahora ya tenían varios hijos mayores y fuertes, a Doyle le habían sido de gran ayuda.

El asedio al castillo de Dublín había sido un asunto falto de lustre. Los débiles esfuerzos en la calle que tenía delante eran ahora bastante típicos; no obstante, incluso en los mejores días, cuando habían traído cañones, tropas y escaleras, la tarea había resultado harto difícil porque el castillo era un obstáculo formidable. Desde la muralla externa había una alta caída hasta la vieja laguna de Dubh Linn, ahora casi obstruida por el cieno. Sus otros muros, aunque se encontraban dentro de la ciudad, eran altos y gruesos y fáciles de defender. Si Fitzgerald hubiera tenido más munición, habría podido destruir las puertas o derribar un trozo de muralla, pero como iba corto de balas de cañón, no lo logró. Tampoco tenía tropas para lanzar un asalto masivo. Aunque había enviado una fuerza importante a los territorios de Butler para asustarlos y que se sometieran a él, los Butler todavía estaban dispuestos a atacar, por lo que Fitzgerald tenía tropas dispersas en varios sitios distintos. En cuanto a los habitantes de Dublín, obedecieron sus órdenes, pero cuando se trató de asaltar el castillo, lo hicieron sin demasiada convicción porque muchos de ellos tenían amigos dentro.

A MacGowan no le había resultado difícil enviar un mensaje al concejal Doyle. Lo había envuelto en una flecha roma que había disparado por encima de la muralla. En el mensaje le preguntaba al concejal si quería algo. Era la suerte de comunicación entre la ciudad y el castillo que se daba todos los días. La respuesta había llegado envuelta el día anterior en una piedra que cayó a sus pies frente a la puerta. Doyle estaba preocupado, le dijo al mercader gris, por dos cuestiones. La primera era que, con los ingleses probablemente en camino, creía posible que lord Thomas intentase lanzar un ataque más serio para hacerse con la fortaleza. En segundo lugar, su esposa no se encontraba bien y quería conseguirle un salvoconducto para que saliera del castillo y que MacGowan pudiera acompañarla a la casa de Dalkey, donde se hallaría más segura que en Dublín. Estaba dispuesto a recompensar generosamente a los asediadores por ese privilegio. Y eso era lo que MacGowan estaba tratando de solucionar.

El problema residía en que Doyle no era la primera persona que intentaba una negociación privada de aquel tipo. Para su sorpresa, el mercader gris había sido llevado en presencia del mismísimo Silken Thomas y el joven aristócrata le dijo: «Ya he dado demasiados salvoconductos; a menos que el concejal quiera pagarme con unas cuantas balas de cañón de las que, con gran imprudencia por mi parte, dejé en el castillo a principios de verano».

MacGowan se preguntaba qué iba a hacer a continuación, cuando vio que se acercaban William Walsh y su esposa y advirtió que aquel encuentro podía significar un singular golpe de suerte. Al cabo de un momento, se llevó al abogado a un aparte y hablaron a solas.

Por fortuna, Walsh no tardó en comprender el punto de vista de MacGowan. El abogado y su esposa habían acudido a Dublín para ver con sus propios ojos cómo evolucionaba el asedio. Como partidario de Fitzgerald, a quien, sin embargo, había molestado el juramento traicionero que había tenido que hacer, ahora que los ingleses podían estar en camino, Walsh seguía con ansiedad el devenir de los acontecimientos. Si el Cañonero resultaba demasiado fuerte para Silken Thomas, señaló MacGowan, no le perjudicaría en nada haber ayudado al concejal Doyle.

—Y yo diría —añadió el mercader gris con diplomacia— que te alegraría poder hacer también un favor a la dama Doyle.

Como partidario de los Fitzgerald desde hacía mucho tiempo, sugirió, Walsh quizá tendría más suerte que él persuadiendo al joven lord Thomas. Y el abogado accedió enseguida.

—En realidad, iré a ver si quiere hablar conmigo ahora mismo —dijo.

Y tras pedirle a MacGowan que cuidara de su esposa, se marchó a toda prisa.

MacGowan estuvo con Margaret Walsh casi una hora. Los hombres habían dejado de disparar por encima de las murallas, por lo que pasearon por el contorno del castillo. Hablaron de la situación política y ella le hizo un relato pormenorizado de cómo Sean O’Byrne había obligado a su esposo a pronunciar aquel peligroso juramento. Por todo lo que dijo, a MacGowan le quedó claro que la mujer compartía la inquietud del abogado.

—Siempre fuimos leales a Kildare —comentó—, pero con ese estúpido juramento ha llevado las cosas demasiado lejos.

Y cuando ella le preguntó qué asunto estaba tratando su esposo en aquellos momentos, MacGowan calló unos instantes, pues no estaba seguro de lo que Margaret había descubierto de la relación existente entre su esposo y Joan Doyle.

—Me está haciendo un favor —se limitó a decir—, para unas personas que están ahí dentro. —Señaló el castillo—. Pregúntaselo tú misma.

Margaret se quedo pensativa, pero pareció contentarse con la respuesta.

—Supongo que debe de tratarse del concejal Doyle —dijo al cabo de poco, alzando los ojos y en tono alegre—. Mi esposo lo aprecia mucho, ¿sabes? Y su esposa es buena amiga mía.

—¿De veras?

MacGowan se dejaba engañar pocas veces, pero en esta ocasión se tragó la mentira y, pensando que resultaría extraño que callara lo que sabía, le contó brevemente de qué se trataba la gestión. Ella pareció encantada.

Walsh regresó poco después de mediodía. Se le veía satisfecho de sí mismo.

—Le he explicado a tu esposa lo que estabas haciendo —se apresuró a decirle MacGowan—. Así que ya no tienes que hacerlo.

—¡Ah! —A Margaret le pareció que su esposo se sobresaltaba, pero, en todo caso, enseguida recuperó el aplomo—. He podido convencerlo —anunció con una sonrisa.

—¿Y cómo lo has hecho? —preguntó MacGowan con admiración sincera.

—Para eso es abogado —intervino Margaret, tomando cariñosamente del brazo a su marido—. Y la esposa de Doyle, ¿cuándo saldrá del castillo? —quiso saber.

—Mañana al anochecer, no antes. Tú la sacarás calladamente de la ciudad por la puerta de las Damas —le explicó Walsh a MacGowan.

Después, el abogado y su esposa se marcharon y regresaron a su heredad. MacGowan envió un mensaje al concejal para contarle los planes y regresó a casa. Había sido un golpe de suerte providencial que el caballero abogado hubiera aparecido cuando lo había hecho.

Y así el mercader gris no pudo encontrar explicación para la sensación que lo embargó aquella noche al pensar en la dama Doyle. En los planes que habían urdido había algo que no le gustaba. No sabía por qué. Era una intuición, una sensación de inquietud. Aquéllos eran tiempos peligrosos.

De todas formas, se dijo, tenía que acompañarla a Dalkey, puesto que le había dado su palabra a Doyle y este, además de ser un amigo, era un hombre poderoso; aun así, decidió tomar todo tipo de precauciones.

Al amanecer del día siguiente, tras dejar el recado para su marido de que se había marchado a Dublín y regresaría por la tarde, Margaret salió de su casa, pero solo había recorrido una corta distancia cuando volvió grupas y en vez de dirigirse a la ciudad, tomó el camino del sur, en dirección a los montes de Wicklow.

A los habitantes de Dublín tal vez les preocupara la amenaza del Cañonero y sus tropas inglesas, pero a Eva O’Byrne parecía traerla sin cuidado. Para los que moraban en las montañas, el ritmo lento del ganado moviéndose por lugares elevados y silenciosos no se había visto alterado en absoluto por la alternancia en el poder de los clanes fuertes a lo largo de los siglos, salvo cuando los enfrentamientos entre ellos servían de excusa para la excitación ocasional de las incursiones de robo de ganado. En la Empalizada, el gobierno podía cambiar de vez en cuando, pero, en opinión de Eva, aquellos rasgos inherentes a la vida y al carácter irlandés siempre serían los mismos.

Y aquél era el caso en esos momentos. Aunque la disputa entre Silken Thomas y el rey Enrique se debía a unos complicados asuntos que tenían lugar al otro lado del mar, para los O’Byrne se habían traducido en unas cuantas patrullas y una gran incursión en el territorio de los Butler. No obstante, ahora, mientras Dublín esperaba al Cañonero, los amigos de Fitzgerald en los montes de Wicklow estaban preparándose para que los Butler les devolvieran el cumplido. En cualquier momento, llegarían grupos de cuatreros a llevarse ganado e incluso a incendiar los predios. Los O’Byrne estaban preparados para vérselas con ellos. Sean, por su parte, había hecho importantes preparativos en Rathconan. Eva sabía que su marido esperaba en secreto que llegaran los hombres de Butler. En realidad, lo esperaba con ganas.

—En cuanto ataquen a los O’Byrne —le dijo animado—, les daremos una buena lección.

El extranjero llegó por la mañana temprano. Era un solo jinete que procedía del norte. Después de pedir a un sirviente que estaba en el patio que fuera a llamar a Sean O’Byrne, el jinete esperó fuera, sin desmontar, envuelto en una capa y con el rostro embozado. Cuando O’Byrne salió, el desconocido insistió en que se alejaran un poco de la casa para poder hablar a solas. Estuvieron un cuarto de hora juntos y después el visitante se marchó.

Cuando Sean entró de nuevo en la casa, Eva lo vio contento, pero también excitado. Se marcharía al cabo de una hora, le dijo, y no volvería hasta la mañana siguiente.

—Me llevaré a los chicos y también a alguno de los hombres —anunció y mandó al mozo de cuadras a buscar a Seamus—. Que traiga sus armas —añadió. Fintan iría a dos predios vecinos y les pediría que reunieran a todos los hombres armados que pudieran—. Te recogeré por el camino —le dijo su padre; sin embargo, ni siquiera aquello bastaría, tal como le indicó—. Necesito una docena de hombres como mínimo, veinte tal vez.

Eva preguntó qué sucedía. ¿Iban a enfrentarse con un grupo de Butler? No, respondió él. Algo más. Al día siguiente se lo explicaría todo. Y mientras tanto, advirtió, no tenía que decirle una palabra a nadie. Solo que había salido con una patrulla. ¿Y no podía decirle a ella, por lo menos, adónde iba? No, no podía.

—¿Y si los cuatreros de Butler aparecen por aquí mientras tú y los hombres estáis fuera? —preguntó Eva—. ¿Qué voy a hacer?

Sean calló unos instantes.

—Todavía no hay ni rastro de él —dijo al cabo—. Y estaremos fuera menos de veinticuatro horas. —Se quedó pensativo y luego se volvió hacia Maurice—. Tú te quedarás aquí —dijo en voz baja—. Si hay peligro, coged los caballos y subid montaña arriba. ¿Comprendes?

Durante un instante, un breve instante, Eva vio frustración en los hermosos ojos del muchacho. Sabía muy bien lo mucho que le habría gustado ir con Fintan y su marido a aquella aventura, cualquiera que fuese, pero al cabo de un instante, aquella expresión desapareció de su rostro. Agachó la cabeza con cortesía, aceptando la orden, y se volvió a ella con una sonrisa.

—Será un placer para mí.

Su estilo aristocrático era admirable y Sean O’Byrne asintió con aprobación.

—La última vez, Fintan tuvo que quedarse en casa. Ahora te toca a ti.

Al cabo de poco, se marchó.

Era uno de esos días de septiembre en los que un inmenso cielo azul se extendía ininterrumpido sobre los montes y la anchurosa llanura de abajo hasta que se tornaba una bruma. En el aire había un leve rastro de humo.

Para Eva el resto de la mañana transcurrió con tranquilidad. Después de concluir los quehaceres domésticos, había salido al pequeño huerto y recogido las manzanas que habían caído, llevándolas a la despensa, donde las depositó en una larga mesa de madera. Luego las herviría y prepararía una conserva. Maurice se ocupaba del ganado. Los hatos ya habían bajado de la montaña y el joven contaba con la ayuda de un ganadero viejo y también de la esposa de Seamus y de sus hijos. Había un mozo de cuadras y tres mujeres que trabajaban de criadas en la casa, el padre Donal y su familia, y el viejo bardo. Aquéllas eran las únicas personas que estaban ese día en Rathconan.

El tiempo transcurría despacio. A primera hora de la tarde, Eva se sentó en el huerto. Estaba todo muy tranquilo. Salvo los ocasionales descensos de las reses en los pastos de arriba y el leve crujido de la brisa en las relucientes hojas del manzano, todo estaba en silencio. Se preguntó dónde andaría Sean y qué estaría haciendo. Fuera lo que fuese, lo había notado animado y seguro de sí mismo. Después de pasar allí una hora, se puso en pie para regresar a la casa. Tal vez comenzaría a hervir las manzanas; sin embargo, antes de llegar a la puerta, un grito la detuvo. Era de Maurice, que corría hacia ella. La familia de Seamus lo seguía y cerrando la marcha iban el padre Donal y el anciano bardo.

—¡Tropas! —gritó Maurice—. ¡Los hombres de Butler suben por el valle!

Eva las vio al cabo de un momento. Se trataba de un grupo, unos a pie y otros a caballo, que iba hacia Rathconan. No se encontraban a más de tres kilómetros de distancia.

—¿Creéis que son los hombres de Butler? —preguntó a Donal y al bardo.

—¿Quién sino? —replicó el sacerdote.

—Enseguida tendré preparados los caballos —le dijo Maurice—. Subiremos a las montañas.

—Se llevarán el ganado —indicó ella.

—Lo sé —el joven parecía apenado—, pero ésas son las instrucciones de tu esposo. —Calló unos instantes—. Tal vez si pudiéramos llevarte a ti y a las otras mujeres a un lugar seguro, el padre Donal podría quedarse con vosotras, mientras los hombres y yo…

Eva sonrió. Debían de ser unos veinte los hombres que se aproximaban. Aquel apuesto muchacho, ¿estaba de veras proponiendo enfrentarse a ellos, con la ayuda del viejo ganadero, el mozo del establo y el bardo?

—No —le dijo—. Permaneceremos todos juntos.

Sin embargo, no quería abandonar la casa y los hatos a los cuatreros. El ganado era su riqueza, su subsistencia, su estatus. En lo más hondo de su ser, generaciones de antepasados, ganaderos todos ellos, se sublevaron airados.

El imprudente de Sean había dejado las reses en peligro, pero ella haría todo lo que estuviera en sus manos para salvarlas, al menos una parte de ellas. ¿Era posible dividir los hatos y esconder algunos? ¿Había tiempo? Y fue entonces, al recordar algo que había visto de niña, cuando Eva tuvo una idea. Era intrépida y peligrosa. Y también requeriría destreza. Miró a Maurice Fitzgerald.

—¿Quieres que probemos una cosa? —le preguntó—. Es un poco arriesgada y si no sale bien, quizá nos maten a todos.

Entonces le explicó lo que se le había ocurrido.

Qué extraño era, pensó mientras observaba su cara. Unos momentos antes, con el corazón partido entre su deseo de hacer algo y su deber de seguir las órdenes de Sean, el apuesto muchacho de cabello moreno se había mostrado muy ansioso, pero mientras escuchaba la propuesta de Eva, que podía costarles a todos la vida, su rostro se relajó y sus ojos se iluminaron. En la cara de Maurice se dibujó una expresión que Eva había visto una o dos veces en el rostro de su esposo cuando era joven: una mirada de emoción rebelde e indisciplinada. Sí, pensó Eva, aquellos Fitzgerald eran irlandeses.

—Escucha —le dijo— y te diré lo que debemos hacer.

Mientras el grupo de cuatreros de Butler se acercaba a Rathconan, Sean O’Byrne y sus hombres se hallaban en lo alto de las montañas, mucho más al sur. Sean y sus hombres eran once. Todos ellos, el joven Fintan incluido, iban bien armados.

Sean no esperaba exactamente un enfrentamiento, sino más bien una escaramuza breve. Atacarían de noche, aprovechándose del factor sorpresa. El objetivo era limitado y estaba claramente definido. Además, era muy probable que su presa solo fuera acompañada por dos o tres hombres. Lo principal era encontrar el lugar adecuado para la emboscada antes de que cayera la noche y para que los caballos descansaran. Sean creía que ya sabía cuál era ese lugar, un sitio tranquilo con árboles en la carretera que llevaba a Dalkey.

Realmente le había sorprendido que la esposa de Walsh se presentara de ese modo. La recordaba del día en que habían ido a tomar juramento a su marido, el abogado, pero no le había prestado demasiada atención. Su propuesta de secuestrar a la mujer del concejal todavía lo había dejado más asombrado.

Le preguntó que por qué lo hacía, y ella respondió que tenía sus razones. Y no quiso decir nada más; no obstante, para querer dar aquel paso, debía de odiar considerablemente a la esposa de Doyle. ¿Por qué se peleaban las mujeres? Casi siempre por los hombres. Uno podía pensar que era un poco demasiado vieja para eso, pero quizá las mujeres no eran nunca demasiado viejas para sentir celos. En cualquier caso, cualesquiera que fuesen las razones, la recompensa que podía extraer de aquella acción era inmensa y eso fue lo que atrajo a Sean O’Byrne.

El acuerdo al que llegaron Margaret Walsh y él era de lo más simple. O’Byrne apresaría a la dama Doyle y pediría rescate. No sería el primer secuestro de ese tipo en los años recientes, pero normalmente si un individuo bastante desconocido como Sean O’Byrne se hubiera atrevido a raptar a la esposa de un hombre tan importante como Doyle las repercusiones habrían sido inmensas. En las circunstancias presentes, sin embargo, con Doyle enzarzado en un conflicto armado con los Fitzgerald, suponía una gran oportunidad y, aunque Silken Thomas le había proporcionado a Joan Doyle un salvoconducto para abandonar la ciudad, ese documento no se ampliaría más allá de los arrabales. En la carretera que llevaba a Dalkey estaría sola, y a lord Thomas Fitzgerald probablemente le importaba un comino lo que allí le sucediera. Una vez O’Byrne consiguiese el pago del rescate por parte del concejal, iba a pasarle la mitad de él a Margaret en secreto, en un secreto absoluto, pues ni la familia de él ni el esposo de Margaret iban a saber que ella había participado en el asunto. Que reclamara, sin embargo, la mitad del dinero era razonable. La idea había sido suya, le había dicho dónde y cuándo viajaría la dama. O’Byrne había aceptado el trato de inmediato.

Había solo una cosa que no habían acordado. ¿Cuánto dinero tenía que pedir como rescate? Advirtió que tendría que ser una cifra considerable, más dinero, probablemente, del que había visto en su vida; además, aunque sabía lo que valía cualquier res dentro o fuera de la Empalizada, no tenía ni idea de cuál era el precio de la esposa de un concejal de Dublín.

—Cuando la tengas —le había prometido la mujer de Walsh—, ya te diré lo que has de pedir. —O’Byrne estaba dispuesto a reconocer que la esposa de un abogado debía de saberlo mejor que él.

—Pero ¿y si no nos dan el precio que pedimos? —inquirió—. ¿Y si no se avienen a pagar nada?

Margaret Walsh esbozó una sombría sonrisa.

—Entonces, mátala —dijo.

Subieron la cuesta despacio, tomándose su tiempo. Eran veinte hombres, diez a pie y diez a caballo. Seis de los soldados de a pie eran simples kerne, campesinos de la zona que luchaban a cambio de un sueldo, pero había cuatro terribles mercenarios escoceses con sus hachas de mango largo y sus enormes espadas. Los harían picadillo a todos menos a los hombres de armas mejor preparados.

Ya habían estado en casa de Seamus y la habían encontrado desierta. Eva se había preguntado si le prenderían fuego, pero no se habían tomado la molestia de hacerlo. Cada vez estaban más cerca de su casa.

Había cuidado de todos los detalles. Si los cuatreros pensaban que la casa estaba defendida, tal vez se desplegarían para poder ponerse a cubierto; sin embargo, incluso desde la distancia, era evidente que habían abandonado la casa a toda prisa. La puerta estaba abierta de par en par y uno de los postigos de la ventana se movía con el viento, crujiendo y golpeando. Los hombres avanzaron en compacto pelotón.

El espacio abierto que rodeaba la casa estaba flanqueado a un lado por una hilera de árboles y al otro por una tapia baja. El terreno descendía suavemente. Los jinetes todavía se encontraban a unos cien metros de la casa cuando el padre Donal, que se había escondido entre los árboles, dio la señal.

El estruendo de los cascos comenzó de repente. Parecía que venían de dos direcciones al mismo tiempo, de modo que el grupo de cuatreros se detuvo un momento, presa de la confusión, mirando a uno y a otro lado. Entonces, con los ojos desorbitados por el horror, vieron de qué se trataba.

Los dos hatos de ganado llegaron rodeando la torre de la casa por ambos lados. Corrían de veras y cuando los dos grupos convergieron ante la torre, se convirtieron en una sola masa de cabezas enastadas. Detrás, los jinetes saltaban, gritaban y fustigaban con el látigo hasta que los animales se dispersaron en una estampida. Cien, doscientas, trescientas reses se precipitaban ladera abajo, un gran muro de cornamentas, diez, doce bestias en el fondo, que se abalanzaba de manera imparable sobre los jinetes. Los hombres buscaron una vía de escape, pero no había ninguna. El inmenso hato llenó todo el espacio entre los árboles y el muro y, en cualquier caso, no había tiempo para llegar a ninguno de ambos. Se volvieron para huir, pero ya tenían encima a las reses. Se oyó un chasquido, un estrépito, un estruendo terrible.

Eva avanzaba a caballo, junto a la línea de los árboles y desde allí vio el bloque de animales en movimiento caer sobre los hombres. Divisó una espada volando en el aire, oyó un grito y el relincho de un caballo y luego solo el avance del ganado, como un río que se desbordara. A su espalda, también montado, oía al viejo bardo que vitoreaba y reía, tan emocionado como un muchacho. Y al otro lado, junto a la tapia, con el rostro tenso, expresión concentrada y las mejillas algo ruborizadas, estaba Maurice, cabalgando entre el ganado. Qué hermoso se veía, qué intrépido… Durante un instante pensó que estaba medio enamorada de él. Quizás en medio de todo el ardor y la excitación se había convertido de nuevo en una mujer joven. En la esplendorosa ilusión del momento le pareció que el joven aristócrata era lo que su marido habría sido en sus años mozos si hubiese sido más apuesto.

El ganado ya había pasado por encima de los atacantes y se dispersaba pendiente abajo. Maurice rodeaba a las reses y las hacía volver con toda la destreza. Detrás, donde habían estado los cuatreros, solo quedaba una escena de matanza.

Si los jinetes hubieran sido más veloces, si no hubiesen vacilado, habrían podido salvar la vida dando media vuelta y corriendo en la misma dirección que el hato. Algunos lo habían intentado, pero para entonces ya era demasiado tarde y habían chocado unos contra otros o contra los soldados de a pie. Tres habían comenzado a correr, pero no lo bastante deprisa. Como resultado, el inmenso hato de ganado había impactado contra ellos o los había alcanzado desde atrás, los había derribado y luego pisoteado. La destrucción de los hombres todavía había sido más completa. No hubo diferencia en si eran caballeros, campesinos o poderosos mercenarios escoceses: las reses habían pasado por encima de todos ellos. Brazos, piernas, cráneos y esternones habían quedado quebrados y aplastados, y los cuerpos destrozados y mutilados. Las grandes hachas de los mercenarios estaban tiradas en el suelo, con los mangos rotos y los filos inutilizados.

Aquélla era la antigua estampida del ganado, una vieja táctica bélica de Irlanda, tan antigua como las montañas. Aunque Eva solo la había visto una vez cuando era niña, era algo que difícilmente se olvidaba. Y como todo el mundo en Rathconan, desde ella hasta el hijo pequeño de Seamus, sabía conducir el ganado; aunque eran pocos no les había resultado difícil organizar una estampida de trescientas reses.

La mujer de Seamus se acercaba. Había conducido el ganado desde detrás. También llegaron las criadas de la casa y contemplaron la masacre. Unos cuantos hombres estaban muertos y otros yacían gimiendo. Uno de los mercenarios intentaba levantarse, pero las mujeres supieron lo que tenían que hacer. A una señal de Eva, desenfundaron los cuchillos y fueron de uno a otro rebanándoles el cuello. Eva desmontó e hizo lo propio con los desafortunados caballos. Era una tarea cruenta, pero se sintió victoriosa. Los había salvado a todos. Cuando Maurice regresó, ella estaba terminando y el muchacho la miró con amor, regocijo y una sonrisa de triunfo.

Sean O’Byrne se tomó su tiempo. Una vez estuvieron de nuevo a salvo en las montañas descansaron un rato. No los habían seguido, por lo que no había ningún motivo para apresurarse. Era poco antes de romper el alba cuando se pusieron de nuevo en marcha a través de las montañas con el bulto.

La emboscada se había planificado a conciencia. Antes del anochecer había encontrado el lugar que buscaba y había situado a los hombres. Fintan y él irían a apresar directamente a la mujer de Doyle, mientras que el resto de grupo atacaría a su escolta. Aunque todos sus hombres iban armados, les había dicho que usaran la parte plana de la espada a menos que encontraran una seria oposición. Con suerte, podrían completar la tarea sin tener que matar a nadie. MacGowan era quien más le preocupaba. La esposa de Walsh sabía que el mercader gris acompañaría a la dama a Dalkey, y O’Byrne estaba seguro de que no permitiría que la secuestraran sin oponer resistencia. Apreciaba a MacGowan y lamentaría tener que herirlo, pero poco podía hacer al respecto. Había que llevar a cabo aquella acción. Lo demás estaba en manos del destino.

El otro problema sería verla. No obstante, la luna estaba en cuarto creciente y daría bastante luz, por lo que había esperado confiado con Fintan a su lado.

Había anochecido y la luna bañaba la carretera que serpenteaba entre los árboles en un pálido resplandor. Si la dama había salido del castillo a medianoche y suponiendo que el grupo cabalgara a una velocidad razonable, ya no tardarían en llegar. Pero el tiempo transcurrió y no había ni rastro de ellos. De todos modos, esperó con paciencia. La mujer de Walsh se le había antojado sincera y las indicaciones que le habían dado eran claras. Quizá se habían retrasado. Pasó una hora y las dudas comenzaban a asaltarlo cuando oyó unos sonidos. Eran pisadas. Un buen número de ellas. Qué extraño… Había pensado que el grupo iría a caballo. Avisó a sus hombres con un susurro para que se preparasen y oyó que montaban. Sintió que todo su cuerpo se tensaba de expectación. Entonces, a la luz de la luna, los vio doblar el recodo del camino.

No eran más que dos jinetes. MacGowan y la mujer cabalgaban delante. Detrás, sin embargo, marchaban veinte hombres a pie. Formaban un grupo variopinto: ciudadanos armados, soldados regulares, incluso iba Brennan, con una larga pica; procedían de la nueva finca de Doyle. Pero fueron los ocho hombres que marchaban delante los que le llamaron la atención. O’Byrne no daba crédito a sus ojos. Eran gallowglasses, los mercenarios escoceses. Llevaban sus enormes hachas y espadas colgadas del hombro. Debía de haberlos contratado MacGowan. Maldijo entre dientes y dudó.

¿Tenían que atacar? El número de efectivos en cada bando podía ser más o menos parejo, pero cada escocés valía por dos o tres de sus hombres mal preparados. No quería correr el riesgo.

—¿No vamos? —le preguntó Fintan, dándole un codazo.

—Son mercenarios escoceses —susurró.

—Pero van a pie. Podemos penetrar en el grupo a caballo y marcharnos al galope. Nunca podrán alcanzarlos.

Se le antojó razonable. Supo lo que su hijo pensaba, pero Fintan no comprendía. Sean sacudió la cabeza.

—No.

—Pero, padre… —En su tono no solo había un atisbo de decepción, sino también de reproche. ¿Cómo podía ser tan cobarde su padre?—. Mira.

Sean no daba crédito a sus ojos. Azuzando el caballo, salió de entre los árboles y galopó hacia los soldados a la luz de la luna. Pensando que ya habían dado la señal, Seamus y los demás también salieron como flechas y MacGowan y la mujer se detuvieron. Los gallowglasses se apresuraron a formar un círculo protector alrededor de ambos. Era demasiado tarde. Sean no podía hacer otra cosa que seguir adelante y se abalanzó contra los mercenarios escoceses para salvar a su hijo. Al fin y al cabo, tal vez el muchacho tuviera razón.

Aquello había ocurrido hacía ya horas y, sin embargo, la batalla le había dejado una sensación tan extraña que parecía que el enfrentamiento hubiese tenido lugar hacía siglos, como si hubiera acontecido en otro mundo. No era propiamente la lucha lo que recordaba, sino lo que había sucedido después de que de un golpe derribara a MacGowan del caballo. Entonces había visto a Fintan alargando los brazos para agarrar a la esposa de Doyle y había notado el roce del muchacho pasando a su lado mientras todos se alejaban al galope. Dejaron a cuatro hombres en la carretera con el gallowglass, pero eso no pudo evitarse. Incluso a la luz de la luna vio que habían muerto o que estaban agonizando. Recordó la carrera cuesta arriba con la voz del escocés soltando maldiciones desde atrás y cómo entonces Seamus llegaba a su lado, riendo ante la salvaje valentía del muchacho. Después, Fintan se había desmayado.

Cuando dejaron atrás las oscuras siluetas de las crestas de las montañas y comenzaron el descenso hacia Rathconan, las estrellas ya se desvanecían.

El sol se levantaba ya por el horizonte oriental y su luz destellaba en las laderas y dentro de las hendiduras de los montes de Wicklow cuando desde la casa vieron que Sean O’Byrne y su grupo regresaban. Mucho antes de que llegaran a ella, Eva, Maurice y el viejo padre Donal salieron a recibirlos. Todos lucían unas amplias sonrisas hasta que vieron que no traían consigo ningún trofeo, ningún cautivo, solo el bulto, envuelto en una manta y atado a su caballo. Fintan se había desangrado hasta la muerte en la ladera de la montaña de una gran herida que Sean no había llegado a ver y que no le había hecho el mandoble del gallowglass, sino la larga lanza de Brennan que, como una negra pica, le había atravesado el tórax mientras alargaba los brazos para agarrar a Joan Doyle.

Aquella mañana, más tarde, Margaret se dirigió al punto de encuentro en las montañas donde Sean O’Byrne le había dicho que le daría noticias de la expedición de la noche anterior. Esperó allí hasta media tarde, pero él no se presentó. Estuvo casi tentada de cabalgar hasta Rathconan, pero decidió que sería correr un riesgo demasiado grande. Al anochecer se alegró de no haber ido.

Aquella mañana, Richard Walsh había ido solo a Dublín y regresó por la noche con la noticia de que la dama Doyle había sido atacada cerca de Dalkey.

—Pero, por fortuna —añadió—, ha escapado. Cuatro de sus asaltantes resultaron muertos. Al parecer, venían de arriba, de Rathconan. Dicen que Sean O’Byrne está implicado. A MacGowan lo han tirado del caballo, pero no se ha hecho mucho daño.

—¿Y quieres decir que la dama Doyle ahora está en Dalkey, a salvo? —inquirió Margaret.

—Sí, gracias a Dios.

—¿Y qué harán con O’Byrne? —preguntó.

—Nada, supongo. Doyle está encerrado en el castillo y a lord Thomas no le importa. Y en cualquier caso, los que se han llevado la peor parte han sido los chicos O’Byrne.

Después de enterarse de lo ocurrido, a Margaret le pareció que no tenía demasiado sentido que fuera a ver a O’Byrne.

MacGowan acudió a visitarlos al cabo de pocos días. Como siempre, el abogado se alegró de verlo, comentando con jovialidad que se le veía muy recuperado de su último percance. MacGowan agradeció que lo invitaran a descansar en la casa y a beber vino. Cuando se sentaron en el salón, tenía un aspecto fatigado.

—Es por lo sucedido la otra noche por lo que vengo de ver a Sean O’Byrne —dijo en tono cansino—. He estado en el velatorio de su hijo.

—¿Su hijo? —Margaret alzó la mirada sorprendida—. ¿Ha perdido un hijo?

—Sí, Fintan. La otra noche. Ha sido un velatorio muy triste. Un suceso terrible.

—Pero… —Lo miró asombrada al tiempo que intentaba asimilar las implicaciones de aquella noticia—. Debieron de matarlo los hombres a los que contrataste.

—Sin lugar a dudas.

—Me sorprende que hayas ido al velatorio.

—Fui por el respeto que le profeso a su padre —replicó MacGowan en voz baja—. Su muerte no fue culpa mía y los O’Byrne lo saben. Lo hecho, hecho está.

Margaret guardó silencio y MacGowan cerró los ojos.

—¿Y te ha contado cómo supo que la dama Doyle iba a viajar a Dalkey? —preguntó Walsh—. Esto es lo que más me intriga.

—No, no me lo ha contado. —MacGowan seguía con los ojos cerrados.

—En Dublín no hay secretos, ya lo sé —comentó el abogado—. Tengo que pensar que cuando pedí el salvoconducto, uno de los hombres del círculo de lord Thomas lo oyó y organizó la emboscada.

—Debían de conocer a Sean O’Byrne —asintió MacGowan, que parecía que quería dormirse y todos callaron unos instantes—. Pero quienquiera que transmitiese esa información, lleva el peso de la muerte del joven Fintan O’Byrne en su conciencia.

Entonces, aquel hombre abrió un ojo y con él miró a Margaret.

Margaret le devolvió la mirada y MacGowan no apartó su ojo de ella. Se veía tan grande, tan omnisciente, tan acusador.

¿Qué sabía? ¿Cuánto había adivinado aquel astuto mercader? Si lo sabía, ¿iba a decírselo a su esposo o a los Doyle? Margaret intentó mantener la calma para que no se revelara su nerviosismo, pero solo sentía un pánico helado y horrible. Agachó la cabeza. No podía soportar más la mirada de aquel ojo horrible.

MacGowan se puso en pie despacio.

—Debo reanudar mi camino —anunció—. Muchas gracias por tu hospitalidad —le dijo a Walsh.

De Margaret no se despidió y esta no lamentó que se marchara; no obstante, si pensó que sus tribulaciones habían terminado con su partida, estaba muy equivocada.

Una hora más tarde, después de ocuparse de unos asuntos, su esposo fue al salón y la encontró sentada sola. Como había estado cavilando sobre el incómodo encuentro que había tenido con MacGowan, agradeció que alguien la distrajera de aquellos pensamientos y se volvió hacia él con una sonrisa. Él se sentó en la gran silla de roble cercana a la mesa y también parecía tener algo en la mente, porque estuvo callado unos instantes antes de hablar.

—Es un alivio que la otra noche no hicieran daño a Joan Doyle. Para nosotros es como de la familia.

—¿Oh? —Al oír que volvía a sacar a colación a la mujer, Margaret contuvo el aliento—. ¿Por qué?

—Porque… —Walsh dudó unos momentos—, hay algo que nunca te he contado.

Así que al fin iba a reconocerlo… Margaret sintió frío y abatimiento. ¿De veras quería oírlo? La mitad de ella quería pedirle que se callara. Tenía la garganta seca.

—¿Qué?

—El año pasado, en la fiesta del Corpus, le pedí prestada una gran suma de dinero.

—¿En la fiesta del Corpus?

—Sí. Tal vez recuerdes —se apresuró a decir— que Richard nos había ocasionado unos gastos muy cuantiosos en Londres. Me sentía avergonzado, estaba muy preocupado. Más preocupado de lo que quería que supieras. Y fue nuestro amigo MacGowan quien un día, en Dublín, al verme tan consternado, me dijo que ella tal vez podría ayudarme. Así que fui a verla para pedirle un préstamo.

—¿Y ella presta dinero? ¿Sin su esposo?

—Sí. Ya sabes que las dublinesas gozan incluso de más libertad que las londinenses. He descubierto que ha concedido varios préstamos. Casi siempre lo consulta con el concejal, pero, en mi caso, como yo me sentía muy avergonzado, lo hizo en privado. Hemos firmado un acuerdo por escrito, un reconocimiento de deuda, pero, por lo que yo sé, es un asunto privado entre la dama Doyle y yo. —Se detuvo y luego soltó una pequeña carcajada—. ¿Sabes por qué me prestó el dinero? Porque se acuerda de Richard, de la vez que se refugió en esta casa. Me dijo que era un muchacho muy dulce y que había que ayudarlo. Y me dio el dinero, con unas condiciones muy aceptables, debo decir.

—¿El día de Corpus Christi?

—Fui a verla. Aparte de la vieja criada, estaba sola en la casa. Los demás habían salido a ver las representaciones teatrales. Y me dio el dinero allí y en aquel momento.

—¿Y cuándo hay que devolverlo?

—Me dio un plazo de un año, pues creí que podría retornarlo, pero después de que perdiéramos la finca de la Iglesia… Bueno, me ha concedido otros tres años. Unas condiciones generosas.

—Pero es su esposo quien tiene nuestras tierras.

—Lo sé. «Vuestra pérdida ha sido nuestra ganancia. Después de esto, no puedo negarme a extender el plazo», me dijo. —Walsh sacudió la cabeza—. Nos ha tratado —a mí, si prefieres— extraordinariamente bien. Mi fallo, Margaret, es que como estaba avergonzado, te lo he ocultado. Si la otra noche la hubieran matado, habrían encontrado el documento entre sus papeles y quién sabe si Doyle no habría venido a buscar el dinero. —Suspiró—. En cualquier caso, había llegado la hora de que te lo dijera. ¿Podrás perdonarme?

Margaret lo miró fijamente. ¿Aquélla era toda la verdad? No albergaba ninguna duda con respecto al préstamo. Si su esposo había dicho que era un préstamo, lo era. Lo que le había contado del Corpus Christi probablemente también fuese cierto. Pero ¿había en ella algo más que amabilidad y cariño por Richard? ¿No había nada entre aquella mujer, que siempre la había despreciado, y su marido?

Porque sino lo había, entonces ella había enviado a Sean O’Byrne a atacarla y el hijo de este había muerto por nada. Absolutamente por nada.

—Dios mío —dijo, sumida de repente en las dudas—. Dios mío.

Para Cecily, el mes de septiembre trajo una nueva y difícil decisión. Dos días después del regreso de MacGowan del velatorio de Fintan O’Byrne, la ciudad cambió de idea. Tal vez se debió a las noticias cada vez más apremiantes de la inminente llegada del ejército inglés o a que los dublineses estaban hartos de alojar y alimentar a las tropas de Fitzgerald, o a la percepción entre los miembros del consejo de que el Gobierno de Silken Thomas carecía de convicción, pero, cualesquiera que fuesen los motivos, la ciudad cambió.

Lo primero lo supo cuando uno de sus hijos subió a la torre con aspecto atemorizado. Entonces Cecily oyó los golpes y los gritos en la calle. Al asomarse a la ventana, vio a los gallowglasses de Fitzgerald, que se batían en rápida retirada por la puerta occidental. Una gran muchedumbre airada los seguía a poca distancia. La gente iba armada con espadas, hachas, bastones —cualquier cosa que tuviesen a mano— y cruzaba la puerta como una riada. Alcanzaron y mataron a docenas de hombres de Fitzgerald. Si Silken Thomas se había ofrecido a salvar Irlanda por una Iglesia verdadera, a los dublineses no parecía importarles. «¡Herejes!», los llamó ella, furiosa. Pero ahora Silken Thomas había regresado a Dublín y estaba fuera de las murallas y, aunque asediaba de nuevo la ciudad, no podía entrar. Al cabo de pocos días, Silken Thomas y el concejal acordaron una tregua de seis semanas. «No nos atacará. Esperará y se enfrentará a los ingleses», decían los dublineses.

Aquel retorno a una situación de parálisis tuvo otro resultado. El castillo de Dublín abrió sus puertas y Henry Tidy volvió a casa.

Fue una lástima que uno de los niños hubiera volcado una jarra de leche antes de que llegara y Cecily estuviera de mal humor. Llevaba tanto tiempo esperando aquel momento… Mientras su marido se hallaba en el castillo había pensado una y otra vez en su regreso. ¿Qué era lo que quería? Al mirar a sus hijos y recordar los primeros tiempos de casada, lo supo muy bien. Anhelaba recuperar la calidez de su matrimonio. No podía cambiar sus puntos de vista religiosos, aquello era imposible. Y tampoco creía que su marido pudiera cambiar de actitud, pero seguro que conseguirían vivir en paz.

Si él fuese amable… Aquel día aciago en que le había pegado, no había sido el golpe lo que más le había dolido —aunque se había quedado aturdida—, sino la frialdad que había notado detrás. Algo había muerto en su interior. ¿Podría resucitarlo?

Necesitaba saber que él la amaba. Cualquiera que fuese su opinión sobre el rey Enrique y por más que lo hubiese avergonzado delante de Doyle y las autoridades de la ciudad, necesitaba saber si la amaba de veras. Eso sería lo que intentaría averiguar cuando volviera. ¿Cómo se comportaría? ¿Qué significaría su conducta? ¿Podía confiar en él?

Fue, por tanto, una lástima que, en un momento de irritación, se volviera hacia él cuando apareció por la puerta y lo saludase con frialdad.

—No pareces muy contenta de verme.

Cecily lo miró fijamente. Quería sonreír, esa era su intención, pero ahora que había llegado el momento que tanto tiempo llevaba esperando y todo había comenzado mal, se sintió presa de una extraña parálisis. Algo se encogía en su interior.

—Dejaste a tu familia —replicó con tristeza.

¿Le pediría disculpas? ¿Daría él el primer paso? ¿Le daría algún tipo de seguridades?

—Tú te negaste a acompañarme, Cecily.

No. Ni una sola palabra. No había cambiado nada.

—No es culpa mía que hayan excomulgado al rey Enrique.

—Todavía soy tu marido.

—Y el Santo Padre sigue siendo el Santo Padre —replicó ella tras encogerse de hombros.

—En cualquier caso, he regresado. —Intentó esbozar una sonrisa—. Podrías hacer que me sintiera bienvenido.

—¿Por qué? —preguntó sin poder evitar amargura en el tono de voz—. ¿Deseas quedarte?

Henry la miró fijamente y Cecily se preguntó en qué estaría pensando: «Seguro que piensa que soy una mujer fría, y cruel; en parte es culpa mía».

—No.

Era eso. Había dicho la verdad. Pero ¿era cierto o solo estaba reaccionando de aquella manera como respuesta a su frialdad? Cecily esperó que dijera algo más, pero no lo hizo y se sintió hundida.

—No tenemos nada que decirnos el uno al otro —murmuró con intencionalidad y se quedó callada, esperando que la frialdad descendiera sobre ellos.

Al día siguiente, en la casa de los Tidy se había instaurado otra forma de vida. El taller estaba en la planta baja y allí trabajaban y dormían Tidy y el aprendiz. En el primer piso estaba la estancia principal donde la familia comía junta. Y encima, en la torre, estaba la alcoba donde dormían Cecily y los niños. Y desde la ventana de allí arriba, Cecily lanzaba gritos de ánimo a los hombres de Fitzgerald si se acercaban lo suficiente para oírlos.

Aquella ventana de la torre se convirtió en un refugio para ella. A veces, durante el día, subía hasta allí para estar a solas; por la noche, separada de su esposo, después de que los niños se hubieran dormido, pasaba horas ante ella contemplando la puesta de sol o las estrellas, mientras pensaba en lo que estaba sucediendo en el mundo.

Poco después de empezar sus vigilias, llegaron noticias de que el conde de Kildare había muerto de enfermedad en Inglaterra. Por triste que fuera, también significaba que Silken Thomas era ahora el nuevo conde, con toda la autoridad y el prestigio que ese apellido conllevaba. Cecily esperaba que no faltase mucho para que la causa se ganara. A mediados de octubre, llegaron por fin los barcos ingleses. Doyle y los otros concejales dieron la bienvenida a Dublín al Cañonero y a sus hombres. Las tropas inglesas eran numerosas y se las veía bien adiestradas. También traían artillería. Cecily había esperado verlo todo destruido en una batalla abierta con Silken Thomas, y sintió cierto disgusto cuando vio cómo las tropas de Thomas se retiraban en silencio. Sin embargo, Cecily se consoló con la opinión generalizada entre los partidarios de Kildare: «Esperará en Maynooth. Los Fitzgerald todavía tienen sus plazas fuertes. Fatigará al Cañonero y cuando lleguen las tropas españolas, expulsarán para siempre de Irlanda a los ingleses».

Al cabo de un mes, el Cañonero se puso en marcha. Llegaron rumores de que en Trim había recuperado uno de los castillos de los que Fitzgerald se había apoderado, pero aún eran más ominosas las noticias que decían que, de los cinco tíos de Thomas, dos colaboraban con el Cañonero. Aquel día, al asomarse a la ventana, se sintió consternada. ¿Cómo era posible que hubiese gente tan traidora? Sin embargo, cuando rezaba sabía que no podía perder la fe e hizo acopio de paciencia.

Y de hecho, en los meses invernales, hubo motivos para la esperanza. Era un invierno frío y lluvioso. El Cañonero se retiró a Dublín y se quedó allí, aunque pronto comenzó a quejarse de que no se encontraba bien. Cecily lo veía en ocasiones cabalgando por la calle con su escolta. Había sido un militar vigoroso, pero ahora estaba pálido y demacrado. Sus tropas también sufrían y había deserciones. Y lo que era aún mejor: Silken Thomas había regresado a las plazas fuertes que el Cañonero había antes tomado; no obstante, lo más importante de todo fue cuando, unos días antes de las navidades, Cecily oyó que los españoles iban a enviar diez mil hombres armados. Cuando llegaran, el Cañonero se marcharía.

Llegó enero, frío y temible. Las tropas inglesas fueron enviadas a guarniciones clave alrededor de la Empalizada, pero no hubo acción. Silken Thomas seguía esperando a las tropas españolas, pero no tuvo noticias de ellas. Un día de febrero, mientras comían en la sala principal, Tidy comentó en voz baja:

—¿Sabes lo que dicen ahora? Que el rey de España tiene cosas más importantes que hacer. Va a dejar plantado a Silken Thomas.

—Eso es lo que tú dices —replicó ella en tono monótono.

En aquellos tiempos, rara vez hablaban.

—Ayer arribó un barco a puerto —prosiguió él con toda la calma—. Venía de España y allí no había ninguna señal de que vayan a enviar tropas. Nadie sabe nada de eso.

—Los enemigos de los Fitzgerald dirán lo que quieran —espetó ella.

—No lo comprendes. —La miró fijamente—. No son sus enemigos quienes lo dicen. Son sus amigos.

Aquella noche cayó una copiosa nevada. Por la mañana, cuando Cecily miró por la ventana en dirección al interior de Irlanda, solo vio un deprimente silencio blanco.

Pero el auténtico golpe llegó en marzo. El Cañonero se había finalmente movilizado para lanzar una verdadera campaña. Con toda la audacia, se había presentado en Maynooth, la poderosa plaza fuerte de Fitzgerald. Incluso con la artillería, pensó Cecily, aquella inmensa fortaleza no sería fácil de tomar. Luego, transcurrido muy poco tiempo, llegaron las noticias.

—Maynooth ha caído.

Era su marido, que había subido a su refugio en la torre para contárselo.

—¿La ha tomado el Cañonero?

Tidy sacudió la cabeza.

—Él declara que sí, claro —dijo con tristeza—, pero fueron algunos de los hombres de Fitzgerald quienes lo traicionaron y dejaron entrar a los ingleses.

Acto seguido, se marchó escaleras abajo.

Aquella noche, después de contemplar el atardecer, no pudo conciliar el sueño y se sentó a observar las centelleantes estrellas hasta que por fin se difuminaron en la fría y rigurosa aurora del cielo oriental.

En abril, mientras Silken Thomas se dedicaba a huir por las marismas, Cecily fue a ver a la dama Doyle. No le había resultado fácil acercarse a la casa del concejal que se había aliado tan alegremente con el hereje del rey Enrique, pero su esposa era distinta y Cecily confiaba en ella.

—No puedo seguir así —le dijo a la mujer—. No sé qué hacer.

A continuación, le explicó todo cuanto había ocurrido entre Henry Tidy y ella, pero si esperaba que la dama le expresara su simpatía o se ofreciese como mediadora, quedó decepcionada.

—Tienes que volver a vivir con tu esposo —le dijo Joan Doyle con contundencia—. Así de sencillo, aun cuando no lo ames —añadió en tono severo mientras la estudiaba atentamente—. ¿No podrías obligarte a amarle lo suficiente para convivir? —le preguntó con franqueza.

Eso era precisamente lo que Cecily llevaba tiempo preguntándose.

—El problema está en que creo que él no me ama —confesó.

—¿Estás segura de ello?

—Creo que sí.

—Tal vez podrías darle el beneficio de la duda —dijo la dama algo más amable—. En cierto sentido, el matrimonio es como la religión —apuntó en tono tranquilo—. Requiere un acto de fe.

—Pero no es lo mismo en absoluto —protestó Cecily—, porque sobre la verdadera fe no tengo ninguna duda.

—Bueno, al menos podrías tener esperanza —comentó la dama Doyle con una sonrisa; al ver que Cecily parecía dubitativa, añadió—: Pues entonces tendrás que confiar en la caridad. Sé amable con él y las cosas quizá mejoren. Además, tú misma has dicho que las cosas no pueden continuar como hasta ahora. En realidad, no tienes nada que perder —concluyó.

Así, aquella noche, después de acostar a los niños en la estancia principal, Cecily bajó al taller y sugirió a su marido que subiera con ella a su refugio del tercer piso.

El viejo llegó a Rathconan un espléndido día de finales de agosto. Era un brehon, dijo, un experto en las viejas leyes irlandesas y un consejero de los Fitzgerald en el Munster. Venía de parte de los padres de Maurice con un mensaje que solo podía entregar al muchacho y a Sean. Como habían subido con el ganado a los pastos de la montaña, Eva mandó a uno de los mozos a buscarlos. Después, con el debido respeto, sirvió una jarra de cerveza y un tentempié al hombre en el salón, donde dijo que quería descansar. Hasta que llegaron Maurice y Sean solo pudo hacerse cábalas sobre cuál podía ser el asunto que quería tratar con ellos el brehon.

Una posibilidad era que estuviera relacionado con la familia Fitzgerald. Cuando su guarnición lo había traicionado en Maynooth, Silken Thomas había escapado y había acudido a hacer un llamamiento a los jefes irlandeses que eran leales a su familia. Aunque el Cañonero tuviera ahora algunas fortalezas y poseyese casi toda la artillería, solo contaba con unos centenares de soldados y, además, no se encontraba bien. Al ejército inglés se lo podía fatigar y destruir.

Sin embargo, el Cañonero contaba con el apoyo de Inglaterra y los jefes irlandeses se mostraron cautos. Silken Thomas seguía diciendo que los españoles estaban a punto de llegar, pero pasaban las semanas y no había ni rastro de ellos. Silken Thomas estaba aprendiendo la amarga lección del poder: los amigos son la gente que cree que ganarás.

—Al menos, aquí arriba la gente es leal a los Fitzgerald —le comentó Eva a Sean un día.

Él se había limitado a torcer el gesto.

—Algunos de los O’Toole y nuestros propios allegados O’Byrne están ahora en tratos con el Cañonero —le dijo—. Ofrece buenas cantidades de dinero.

Para el solsticio de verano, Silken Thomas se hallaba escondido en los bosques y las marismas, como un jefe guerrero de los tiempos pretéritos.

Pero no era un antiguo jefe irlandés: era el joven y rico Silken Thomas. Si el Cañonero era lento, el joven Fitzgerald empezaba a descorazonarse y una semana antes, cuando uno de sus parientes de la aristocracia inglesa, un comandante real, lo había encontrado miserablemente acampado en la marisma de Allen y le había prometido su vida y el perdón si se entregaba, Thomas había accedido hacerlo. Y aquellas noticias habían llegado a Rathconan hacía tres días.

Así, ahora, aunque a Eva le resultara difícil de creer, parecía que el poder de la formidable casa de Kildare comenzaba a decaer como el sonido de las gaitas desvaneciéndose por encima de la montaña. Si el poder de Kildare se desplomaba, ¿qué significaría eso para los Fitzgerald Desmond del sur? Incertidumbre, en el mejor de los casos. Tal vez los Fitzgerald meridionales querían que su hijo Maurice regresara con ellos.

Esperaba que no fuese así. Desde la muerte de Fintan, el joven Maurice había sido una torre de fortaleza, había ayudado a Sean y a ella le había ofrecido consuelo. Uno no podía tener para siempre un hijo adoptivo, por supuesto, pero ahora no soportaría separarse de él. Todavía no había llegado el momento.

Sean y Maurice regresaron a casa a última hora de la tarde. Sean saludó al brehon con todo respeto y, tras beber un poco de cerveza, se sentó en el gran asiento de roble de la sala con una estampa impresionante. Maurice se sentó en silencio en un taburete y observó al viejo con curiosidad. Eva se acomodó en un banco. Entonces Sean le pidió al brehon que explicara qué lo había llevado hasta allí.

—Soy Kieran, hijo de Art, brehon por herencia y vengo en nombre de lady Fitzgerald, la madre de Maurice Fitzgerald, hijo adoptivo de Sean O’Byrne —comenzó en tono formal, lo que indicó la seriedad del asunto; volviéndose hacia Maurice, añadió—: ¿Quieres confirmarme que eres Maurice Fitzgerald?

El joven asintió.

—¿Y que tú eres Sean O’Byrne?

—El mismo que viste y calza —respondió Sean—. ¿Y qué mensaje quieres transmitirnos?

—Este joven Maurice ha vivido en tu casa unos años, Sean O’Byrne, como hijo adoptivo —dijo antes de detenerse. A Eva le pareció que miraba a Sean con cierta severidad—. Pero como también sabes, este joven puede reclamarte algo más importante.

Sean reconoció aquella extraña frase con un elegante asentimiento de su hermosa cabeza.

—Y según las antiguas usanzas de Irlanda —prosiguió el brehon—, he de decirte, Sean O’Byrne, que su madre, lady Fitzgerald, te nombra para que admitas tu responsabilidad en este asunto y para que tomes las medidas oportunas.

—¿Me nombra?

—Así es.

Maurice escuchó aquel diálogo completamente atónito. Eva miraba al viejo con una expresión de horror en su pálida cara. Solo Sean estaba tranquilo, sentado en su gran silla, asintiendo ante lo que el brehon estaba diciendo.

—¿Qué responsabilidad? ¿Qué medidas? —Su voz sonaba al filo del pánico—. ¿Qué estás diciendo?

El brehon se volvió hacia ella. Resultaba difícil descifrar la expresión de su rostro, que se veía viejo como las montañas.

—Que tu esposo, Sean O’Byrne, es el padre de este chico —respondió señalando a Maurice—. Lady Fitzgerald lo ha reconocido. ¿No lo sabías?

Eva no contestó. Su cara había palidecido por completo y su boca había formado una pequeña «O» de la que no salía ningún sonido. El viejo se volvió hacia Sean.

—¿Tú no lo niegas?

—No —dijo Sean con una sonrisa—. Lady Fitzgerald tiene razón.

Era ley y costumbre en Irlanda que si una mujer reconocía a un hombre como el padre de su hijo y el hombre ratificaba que así era, el niño tenía derecho a reclamar a su padre incluso una parte de sus propiedades cuando muriera.

—¿Cuándo? —farfulló Eva, recuperando el habla—. ¿Cuándo se supo todo esto?

Sean no se apresuró a responder, por lo que intervino el viejo.

—Fue reconocido en privado por las partes implicadas cuando Sean O’Byrne bajó a pedir a Maurice como hijo adoptivo.

—¿Cuando Maurice vino por primera vez? ¿Lo trajo porque era hijo suyo?

—Podría ser —dijo el brehon—. El esposo de lady Fitzgerald no quería pasar vergüenza ni que su esposa la pasara, por lo que una vez estuvo informado del asunto, accedió a que Maurice se fuera con su padre como hijo adoptivo, pero como ahora ya no quiere mantenerlo más, ha reconocido la paternidad de Sean O’Byrne.

—¿Eres mi padre? —preguntó Maurice.

El joven estaba muy pálido. Había estado mirando a Eva, pero ahora se había vuelto hacia Sean.

—Sí —sonrió Sean, que parecía encantado.

—Pero ¿por qué? —La voz de Eva sonó desgarrada de dolor. No pudo evitarlo—. Por todos los santos, ¿por qué has traído al hijo que tuviste con otra mujer a mi casa, donde ha vivido todos estos años ante mis propias narices? ¿Por qué nunca me has dicho de quién se trataba? Me vigilabas para que lo cuidara y lo amara como si fuera de mi carne. ¡Y todo era mentira! ¡Una mentira para dejarme como a una idiota! ¿Lo has hecho por eso, Sean? ¿Para humillarme? Dios mío, cuando pienso en lo buena esposa que he sido contigo… ¿Por qué has hecho algo así? —Calló unos instantes y lo miró fijamente—. Llevabas años planeándolo.

Y cuando la miró con la más tierna de las sonrisas en su hermoso rostro, Eva también vio un brillo malévolo de triunfo en sus ojos.

—Fuiste tú quien trajiste al fraile y me hiciste jurar sobre las reliquias de san Kevin. —Calló unos instantes y se inclinó hacia delante, ante lo que su esposa cerró los puños sobre los brazos del sillón—. Fuiste tú quien me humilló, Eva, delante del fraile y del sacerdote, en mi propia casa —añadió, alzando la voz en una furia contenida. Volvió a retreparse en el asiento y esbozó una sonrisa—. Has hecho un buen trabajo cuidando de mi hijo, eso debo reconocerlo.

Y en un terrible destello abrasador, Eva comprendió mejor que nunca en su vida la vanidad de los hombres y el largo y frío alcance de su venganza.

En aquel momento, Maurice se marchó de la sala corriendo.

Aquella noche Sean y Eva cenaron en silencio. El brehon, que había ido a visitar al padre Donal, había mandado el mensaje de que se quedaría con el sacerdote y su familia hasta que se marchara a primera hora de la mañana. Maurice había ido al establo porque quería estar solo. Y aunque Eva le había rogado que volviera, Maurice le había pedido, educadamente como siempre, que le permitiera quedarse a solas con sus pensamientos, por lo que, después de darle un incómodo aunque afectuoso pellizco en el brazo, Eva lo dejó allí.

Sean, por su parte, anunció que a la mañana siguiente volvería a ir a los pastos de las montañas. Marido y mujer cenaron como de costumbre, él visiblemente satisfecho, ella sumida en un pétreo silencio. Finalmente, antes de comer los postres, ella comentó:

—¿Sabes que creo que nunca superaré esto?

—Con el tiempo lo harás. —Sean tenía una manzana en la mano. La cortó en cuatro partes con el cuchillo, no le quitó las semillas, y se comió uno de los cuartos, tragándose las simientes—. A lo hecho, pecho —susurró—. Y en cualquier caso, tú lo quieres mucho. Es un buen chico.

—Oh sí, lo es —admitió—. Lo único que me asombra —prosiguió con un deje de amargura— es que alguien tan apuesto pueda ser hijo tuyo.

—¿De veras lo crees? —Asintió pensativo—. Bueno, parece que con su madre pude hacer un hijo más hermoso que contigo.

Comió otro trozo de manzana.

Inclinó la cabeza hacia delante. El dolor que le causaron aquellas palabras crueles era tan grande que se sintió como si le clavaran una daga en el vientre. Eva pensó en Fintan.

—¿Amas a alguien? —inquirió finalmente—. ¿A alguien que no seas tú?

—Yo sí… —dejó las palabras suspendidas como un cebo delante de un pez en el río, pero ella tuvo la prudencia de no replicar.

Permanecieron en silencio todo el tiempo que Sean, con calculado placer, tardó en comerse los otros dos cuartos de manzana.

—Debe marcharse —dijo.

—Eres fantástica echando a gente de mi casa —comentó—. ¿Y ahora quieres librarte de mi propio hijo?

—Debe marcharse, Sean. Dices que lo amo y es cierto, pero no lo puedo soportar. Que se vaya.

—Mi hijo se quedará en la casa de su padre —declaró con determinación.

Acto seguido se puso en pie y se fue a la cama, dejándola sola en el salón. Eva no sabía qué hacer. ¿De veras quería que Maurice se marchara? Pensó en todo lo que el muchacho había significado para ella. Y todo aquello, ciertamente, no era culpa suya. ¿Cómo debía sentirse ahora, fuera, en el establo, pensando en el engaño de que había sido objeto todos aquellos años? Al insistir en que se marchara, ¿no estaba reviviendo la historia de la mujer de Brennan? ¿No era la misma batalla contra la voluntad de su esposo? ¿No era lo mismo, una y otra vez, salvo que ahora la había herido y humillado más? Ahora incluso la había hecho querer al muchacho, la causa de aquel dolor, y había envenenado ese amor. Sí, había sido muy listo, eso tenía que reconocerlo. Le había dado a beber un amargo brebaje.

Y precisamente por eso no quería que Maurice siguiera allí. Cuando rompió el alba le pareció que no tenía salida.

Sin embargo, unas horas más tarde, Maurice le quitó la decisión de las manos, porque por primera vez en los años que llevaba con ellos se negó a obedecer las órdenes del hombre que ahora sabía que era su padre: le dijo que quería marcharse.

—Vendré a visitarte a menudo, padre —dijo—, y a ti también, si lo deseas —añadió, volviéndose a Eva con una leve expresión de tristeza en aquellos hermosos ojos verde esmeralda tan extraños.

—No tienes por qué marcharte, Maurice —le suplicó—. No te vayas.

Pero su determinación era absoluta.

—Será lo mejor para todos —dijo.

—¿Y adónde irás? —preguntó Sean con la voz cargada de emoción—. ¿Al Munster?

—¿A ver a la madre que me traicionó y al marido de esta, que no me quiere? —Sacudió la cabeza, acongojado—. Si veo a mi madre, tal vez la maldiga.

—¿Adónde, entonces?

—He decidido, padre —respondió—, que iré a Dublín.

Cuando Maurice llegó a su casa, MacGowan se sorprendió mucho y aún se quedó más atónito cuando el muchacho le contó lo que había sucedido. No era frecuente que el mercader gris se enterara de un secreto guardado mucho tiempo que él desconocía, por íntimo que fuera.

—¿Y me pides que te acoja como aprendiz? —quiso confirmar.

—Sí. Estoy seguro de que mi padre, Sean O’Byrne, quiero decir, pagará los honorarios del aprendizaje.

—No me cabe la menor duda.

—Si piensas que soy adecuado.

MacGowan pensó en ello, pero no demasiado tiempo. Estaba claro que con el conocimiento de la vida que había adquirido con los O’Byrne y su educación y sus modales cortesanos, el joven sería un mercader gris ideal, bien recibido al otro lado de la Empalizada y también en los mejores círculos de Dublín. Llegaría lejos, pensó MacGowan, más lejos que él.

—Hay un problema —dijo.

—¿Cuál?

—Tu apellido.

Maurice Fitzgerald. Vaya apellido el suyo. Sería algo espléndido, casi una desfachatez, que un mercader gris tuviera un nombre tan aristocrático, pero habida cuenta de la situación política de Dublín, tal vez no sería prudente que no lo utilizara.

—Ahora el apellido Fitzgerald puede ponerte en peligro —le dijo.

—Pero ya no es mi apellido —respondió Maurice con una sonrisa irónica—. Olvidas que ahora soy un O’Byrne.

—Lo eres —asintió MacGowan, pensativo—. Lo eres. —Calló unos instantes—. Y eso, en Dublín también puede ser un problema. —Esbozó una triste sonrisa—. Es demasiado irlandés.

Dado el carácter y las maneras del joven, con el tiempo vencería cualquier prejuicio. Sin embargo, presentarse como el hijo de Sean O’Byrne —el amigo irlandés de Fitzgerald que había intentado secuestrar a la esposa del concejal Doyle— no era una buena manera de empezar, le dijo al joven Maurice.

—Y un día querrás la libertad —predijo—. Puedes estar seguro de eso.

—En ese caso, y hablándote con sinceridad, me siento más un huérfano que un hijo de alguien, y como quiero ganarme la vida por mí mismo, me alegraría mucho tomar otro nombre. Realmente no me importa. —El joven miró unos instantes a MacGowan y sonrió—. El tuyo, por ejemplo. MacGowan en inglés sería Smith.

—Sí, aproximadamente.

—Bien, entonces si me aceptas como aprendiz, déjame ser Maurice Smith. ¿Te parece bien?

—Me parece muy bien —respondió MacGowan con una carcajada—. Serás Maurice Smith.

Y así fue como, a principios del otoño de 1535, mientras Silken Thomas se encontraba en el proceloso mar con rumbo a Londres, el descendiente de los principescos O’Byrne y de los nobles Walsh, y —aunque él no lo sabía— de Deirdre, de Conall y del viejo Fergus, llegó a Dublín y adoptó el nombre inglés de Maurice Smith.

Para su sorpresa, al cabo de una semana Maurice recibió una visita. Era su padre.

Sean había tardado un poco en encontrar a su hijo. Imaginaba que había acudido a MacGowan, pero cuando se dirigió a la casa del mercader y preguntó si allí había un joven apellidado O’Byrne, los vecinos le dijeron que no. No pareció decepcionado al enterarse de que Maurice había decidido que no quería usar su apellido.

—Has vivido tantos años con un apellido que no era el tuyo que supongo que se ha convertido en una costumbre para ti —le dijo Sean con una sonrisa.

No se quedó mucho tiempo. Había traído consigo una caja cuadrada.

—Quizá no desees vivir en Rathconan —le dijo—, pero acaso quieras tener algo que te recuerde a tu familia.

Acto seguido se marchó.

Cuando se quedó solo, Maurice abrió la caja y para su sorpresa y alegría, descubrió que contenía la calavera de beber del viejo Fergus.

En el Parlamento irlandés, que se reunió entre mayo de 1536 y diciembre del año siguiente, no hubo miembro más persistente en sus esfuerzos por complacer al Rey que el abogado William Walsh.

Actuando bajo la dirección del Consejo Real de Londres, el Parlamento irlandés aprobó medidas para centralizar el gobierno de Irlanda en Inglaterra, para aumentar los impuestos y para reconocer al rey Enrique, y no al Papa, como jefe supremo de la Iglesia irlandesa y considerar válido su divorcio y su posterior matrimonio. Y si a William Walsh y a sus compañeros miembros del Parlamento no les gustaban aquellas medidas, las aprobaron igual, pues, en realidad, no podían hacer otra cosa.

La caída de los Fitzgerald fue terrible. Después de haber sido recibido educadamente en la corte de Londres tal como le habían prometido, Silken Thomas fue trasladado a la torre. Luego, sus cinco tíos, incluidos los dos que se habían puesto de parte de los ingleses, fueron conducidos a Londres y enviados también a la torre. «Vamos a acusarlos a todos de traición», le dijo Walsh a su esposa un día al regresar del Parlamento. En las profundidades de aquel invierno, los seis Fitzgerald fueron conducidos a la horca pública de Londres, en Tyburn, donde fueron brutalmente ejecutados. Fue una perversidad que terminó con las promesas que se habían hecho, ya que fue aprobado por un Parlamento. Era el proceder característico de Enrique.

Mientras, setenta y cinco de los notables irlandeses que habían apoyado a Silken Thomas fueron condenados a muerte, lo cual estremeció a toda la comunidad. Por otro lado, a los nobles menores, como William Walsh, que se habían puesto de parte de los Fitzgerald se les dijo que, dependiendo de la voluntad del Rey tal vez se les perdonaría a cambio del pago de una multa. «Gracias a Dios que tengo testigos que demuestran que juré coaccionado, pero todavía no sé cuál será la multa; además, la mitad de los miembros del Parlamento están en la misma situación que yo», comentó Walsh. Enrique los hacía esperar mientras aprobaban todas sus leyes. «Nos tiene exactamente donde quiere tenernos», confesó Walsh.

La misma oposición se dio entre caballeros que no estaban sometidos a tal amenaza. Cuando Enrique exigió un nuevo y cuantioso impuesto sobre la renta, aquellos hombres leales pudieron persuadirlo de que fuera más misericordioso. «Por la gracia de Dios, el impuesto solo tendrá que pagarlo el clero», dijo Walsh a su familia. Pero aquélla fue una de las pocas concesiones que hizo Enrique; además, para que nadie dudase de su determinación de ser el amo y señor de Irlanda, sus tenientes continuaron las incursiones alrededor de los límites de la Empalizada, a fin de someter los territorios y dar implacable caza a los miembros levantiscos de la familia Kildare que quedasen.

Aun así, a Margaret le sorprendió que no hubiera más protestas por la apropiación que había hecho Enrique de la jefatura de la Iglesia y su ataque contra el Papa.

—Algunos miembros del clero han protestado —le dijo William—, pero las voces más fuertes eran tan partidarias de Silken Thomas que las han desposeído de sus privilegios o han huido al extranjero. Lo que ocurre —había añadido— es que si bien Enrique ha ocupado el lugar del Papa, lo cual es un ultraje, desde luego, no parece que vaya a introducir cambios en las formas y las doctrinas de la fe.

En Dublín apareció un nuevo obispo llamado Browne, del que se decía que tenía inclinaciones protestantes, pero hasta entonces no había dicho o hecho nada ofensivo.

—El quid de la cuestión es saber qué quiere hacer Enrique con los monasterios.

En Inglaterra ya había comenzado el gran proceso. Bajo la apariencia de una reforma religiosa, el rey Tudor, que siempre gastaba el dinero más deprisa de lo que tardaba en conseguirlo, había planeado apoderarse de todas las tierras fértiles y las posesiones de los monasterios medievales ingleses y venderlos. ¿Haría lo mismo en Irlanda?

—Una consecuencia de ese asunto —le explicó Walsh a su hijo Richard durante la cena familiar— es que está generando abundante trabajo para los abogados. Todos los monasterios quieren un representante legal que defienda sus derechos. —Richard, que trabajaba con su padre, ya se había ganado el aprecio de muchas órdenes monásticas—. Para los abogados como nosotros, Richard —prosiguió el padre—, puede ser un negocio lucrativo.

Aunque no dijo nada, Margaret se quedó algo consternada ante aquella actitud. Cualesquiera que fuesen sus defectos, los antiguos monasterios de Irlanda no merecían aquel trato. Y cuando se presentó el proyecto de cerrar trece monasterios irlandeses ante el Parlamento, se alegró de saber que la idea había encontrado cierta oposición. Cuando William, que llevaba varios días en Dublín, asistiendo a los debates, volvió a casa una tarde, le interrogó con vehemencia.

—Estaba segura de que, al final, nuestra gente no apoyaría esa moción.

Pero William soltó una carcajada.

—Eso no es todo —le dijo—. El problema radica en quién se quedará con la tierra. Tememos que pase a manos de los oficiales de la Corona y de los Butler. Algunos de tus amigos, la nobleza de Fingal, van a acudir al rey Enrique para pedirles su parte. A Doyle y a los demás concejales ya les han prometido un monasterio como recompensa a la oposición de la ciudad a Silken Thomas.

—Hablas como si todo fuera cuestión de dinero —objetó.

—Me temo —dijo el abogado con un suspiro— que siempre es así.

En aquellos días, Walsh no podía alejar de su mente el dinero. No solo seguía sin resolver desde hacía meses el problema del perdón real a cambio del pago de una multa, sino que también tenía que devolver el préstamo a Joan Doyle. «Y sin embargo, estas dificultades también han tenido su lado bueno», le había comentado a Margaret en diversas ocasiones. Se refería al efecto que habían obrado en el joven Richard.

Richard, que tan caro le había costado a la familia mientras vivía en Londres como un caballero, era ahora perfectamente consciente de ello. Además, en ese momento, aunque no había perdido ni un ápice de su encanto juvenil y seguía poseyendo el mismo cabello rojo y espléndido de su madre, también era un buen abogado y tan decidido como cualquier otro joven a devolver a su familia lo que consideraba que le debía y a labrarse una fortuna. Trabajaba con ahínco junto a su padre y lo sustituía en los viajes que pensaba que a él le iban a resultar fatigosos. Si antes de terminar la jornada, su padre necesitaba leer viejos documentos, Richard se quedaba toda la noche despierto para que, cuando su padre se levantara, encontrara el trabajo hecho. Buscó nuevas oportunidades de negocio y suplió a su padre cuando este estaba ocupado en el Parlamento, aprendiendo todo cuanto pudo de las leyes de Irlanda. «A veces tengo que decirle que pare, pero es joven y fuerte y esos esfuerzos no le harán ningún daño», explicaba su padre, no sin orgullo.

Sin embargo, a pesar de todos aquellos afanes, los Walsh solo habían conseguido pagar el interés del préstamo que les había hecho Joan Doyle y ahorrar un poco de dinero para cuando llegara la multa real.

Si hasta entonces el concejal no había sabido nada de la transacción de su esposa, ahora ya estaba informado del asunto. Walsh lo descubrió una mañana en que se encontró con Doyle camino de la sesión parlamentaria.

El día anterior se había enterado de que a Mary, la hija menor del concejal, se le había otorgado la libertad, por lo que lo felicitó por aquel acontecimiento. Doyle le dio las gracias con cordialidad y luego, cuando comenzaron a caminar juntos, murmuró en tono afable:

—Éste es el hombre a quien mi esposa le ha prestado una fortuna. —Al ver que Walsh se sobresaltaba, esbozó una sonrisa y añadió—: Ella me lo ha contado todo y quiero que sepas que no tengo nada que objetar.

Walsh pensó con cierta envidia que a Doyle no le costaba demasiado ser optimista. Como leal concejal que se había opuesto a Silken Thomas, con una esposa emparentada con los Butler y que había sido atacada por O’Byrne, aquel rico comerciante era tomado en gran consideración por los círculos reales y era probable que se aprovechase de cualquier propiedad monástica o cargo público que pudieran ofrecerle.

—Puedo pagar el interés —le había contestado William—, pero devolver el capital me llevará bastante tiempo. He de pagar también una multa real.

—Dicen que tu hijo Richard te ayuda.

—Sí —asintió con un pequeño rubor de orgullo; le contó los esfuerzos que hacía el joven.

—Por lo que se refiere a tu préstamo —dijo Doyle cuando Walsh terminó—, prefiero que me debas dinero tú que otro, pues eres más sensato que la mayoría. —Hizo una pausa—. En cuanto a la multa, me alegrará hablar en tu nombre con los oficiales del Rey. En estos momentos, gozo de buena reputación entre ellos.

Al cabo de una semana, cuando se lo encontró otra vez, le dijo que la multa solo sería un pago simbólico, porque ya sabían que él no tenía la culpa.

Cuando William le habló de esas conversaciones a Margaret, esta recibió las buenas noticias con una sonrisa, pero, por dentro, seguía asustada. Nada se había dicho de su implicación en el intento de secuestro, por lo que imaginó que O’Byrne había guardado silencio o que si se lo había contado a MacGowan, el mercader gris tenía razones para no hablar; no obstante, podía cambiar de idea en cualquier momento o bien O’Byrne podía hablar. Y apenas pasaba un día sin que en sus recuerdos no se viera confrontada con el terrible ojo acusador de MacGowan o con el eco de las últimas palabras que le había dicho a O’Byrne cuando este le preguntó qué hacer si no conseguía completar el secuestro: «Mátala».

En otoño de 1537, con el Parlamento en plena deliberación, Richard Walsh se presentó en casa del concejal Alderman Doyle a fin de entregar un pago para su esposa. Tenía la intención de quedarse solo hasta que ella hubiera comprobado que la cantidad era la que le indicaba, y como aquella mañana había estado ocupado examinando registros de la iglesia de Cristo, su aspecto era un tanto desaliñado. Por eso, se quedó desconcertado cuando le hicieron pasar al salón donde lo esperaban varios miembros de la familia Doyle. Además de su esposa, estaba el concejal, que se veía resplandeciente con un jubón rojo y oro, uno de sus hijos, su hija Mary y una hermana más joven. Cualquiera los habría tomado por la familia de un comerciante o de un cortesano rico de Londres, mientras que él parecía un oficinista desaseado. Le resultó un poco humillante, pero no pudo evitar el encuentro. Lo miraron con curiosidad.

—No era mi intención interrumpir una reunión familiar —le dijo con cortesía a la dama—. Solo he venido a traer parte del pago de la deuda —le tendió una bolsita con monedas—, pero puedo volver en otro momento.

—En absoluto. —Joan Doyle la aceptó con una amable sonrisa—. No necesito contarlo —comentó.

—Me han dicho que mientras tu padre y yo asistimos a las sesiones del Parlamento tú te haces cargo de todo su trabajo —dijo Doyle asintiendo. A Richard le alegró saber que aquel rico concejal y su padre estaban en buenas relaciones—. Habla muy bien de ti.

Le pareció que, pese a aquellas palabras elogiosas, el hijo del concejal no lo miraba con mucho respeto. Su hija Mary también lo miraba, pero resultaba difícil saber qué pensaba. Era la muchacha más joven —calculó que debía de tener unos trece años— la que se reía abiertamente. Richard la miró con expresión inquisitiva.

—Vas todo sucio —dijo señalándole el brazo.

No había visto la gran mancha de polvo que llevaba en un lado de la manga. También advirtió que el puño estaba completamente arrugado.

Podía haberse ruborizado, pero, por fortuna, los años que había pasado en Londres viviendo como un joven de la sociedad acudieron en su ayuda.

—Pues sí. No me había fijado. —Miró a Doyle—. Esto es lo que me ocurre por trabajar con los viejos documentos de la iglesia de Cristo. —Se volvió hacia Joan Doyle—. Espero no haber ido dejando una estela de polvo en toda la casa.

—Espero que no.

—Hay que decir, Richard —intervino Doyle en un tono que habría utilizado con un miembro de su familia—, que necesitas ropa nueva.

—Lo sé —replicó Richard con franqueza—. Es cierto, pero supongo que mientras nuestra situación económica no mejore, lo iré posponiendo todo el tiempo que pueda. —Se volvió hacia la niña, que se había reído, y con una sonrisa, añadió—: Cuando tenga un jubón nuevo, ten por seguro que vendré enseguida a enseñártelo.

Doyle asintió, pero aburrido al parecer con el asunto de la ropa, lo interrumpió.

—¿Quieres hacer fortuna, Richard?

—Si puedo, sí.

—Un abogado como tú puede apañárselas muy bien en Dublín —comentó Doyle—, pero en el mundo del comercio se gana más dinero. Y a los comerciantes les iría bien tener asesoramiento legal.

—Lo sé, y he pensado en ello, pero ahora no puedo especializarme en eso. He de trabajar con los conocimientos que tengo.

Doyle asintió y la entrevista concluyó. Richard se despidió de todos inclinando educadamente la cabeza y se dispuso a marcharse. Al llegar a la puerta, oyó que Joan Doyle decía:

—Tienes un cabello muy hermoso.

Richard ya estaba en el callejón de los Desolladores, cuando Mary Doyle habló. Era una muchacha linda, con los rasgos españoles de su madre y unos ojos duros y perspicaces como los de su padre.

—¿Estudió abogacía en los Inns of Court? —preguntó a su padre.

—Sí.

—¿Es de los Walsh de Carrickmines?

—De una rama de ellos, sí. —El padre la miró con curiosidad—. ¿Por qué?

Ella le devolvió la mirada con unos ojos idénticos a los suyos.

—Por nada.

Corría enero de 1538 cuando MacGowan, charlando una tarde con el concejal Doyle, se asombró de que el rico comerciante le preguntara qué opinión le merecía el joven Richard Walsh.

—Creo que mi hija Mary está interesada por él —le dijo.

MacGowan meditó su respuesta. Pensó en todo lo que sabía sobre las partes implicadas. Reflexionó sobre el asunto de O’Byrne y acerca de la extraña figura que había acudido a Rathconan. O’Byrne se había negado a decirle de quién se trataba. Si O’Byrne no se lo decía, decidió MacGowan, era que no se lo decía a nadie; aun así, él ya lo sabía. La idea se le había ocurrido no bien hubo comenzado el ataque. Aparte de unas cuantas personas del círculo de Silken Thomas, nadie más podía estar enterado del viaje de Joan Doyle. Y cuando al regresar del velatorio del pobre Fintan supo que aquel día aciago Margaret había salido a caballo muy temprano, ya no le quedó ninguna duda. No sabía seguro por qué había hecho una cosa así, pero tenía que ser la esposa de Walsh. ¿No lo había visto todo escrito en su cara cuando la había mirado: miedo, culpabilidad, terror?

¿Podía demostrarlo? ¿Serviría de algo si lo hacía? ¿Le haría algún bien a su amigo Doyle saber algo así? No, MacGowan creía que no. Había secretos tan oscuros, que lo mejor era enterrarlos para siempre bajo las montañas. Que Margaret le temiera y le agradeciera su silencio. Aquél había sido siempre su poder: conocer secretos.

—No he oído nada en contra del joven Richard Walsh —respondió, lo cual era verdad—. Todo el mundo le tiene afecto. —MacGowan miró a Doyle con curiosidad—. Habría pensado que estarías buscando un caballero joven y rico. Una muchacha como Mary, que incluso posee la libertad de la ciudad, sería un partido excelente para cualquier familia de Fingal.

—Sí, eso pensaba yo —gruñó Doyle—. Lo que ocurre —y aquí el comerciante suspiró con toda una vida de experiencia— es que los caballeros jóvenes y ricos casi nunca quieren trabajar.

—Ah —asintió MacGowan despacio—. Tienes toda la razón.

Cuando en verano de 1538, su hijo Richard le pidió que visitara a Joan Doyle, Margaret fue presa del pánico: entrar en la gran casa de Dublín, encontrarse frente a frente con la mujer cuya hija estaba a punto de casarse con Richard. Aquella mujer no sabía todavía que había intentado matarla. ¿Cómo podría sentarse ante ella y mirarla a la cara?

—Siempre me pregunta cuándo irás a verla —comentó Richard—. Si no lo haces, le parecerá una descortesía.

Y así, temblando por dentro, un cálido día de verano, Margaret Walsh se encontró cruzando la maciza puerta de la calle, cuyos contornos recordaba tan bien, para al cabo de unos momentos encontrarse cómodamente sentada en el salón, a solas con la acaudalada mujercita que la creía su amiga y que la desconcertó todavía más cuando, después de besarla con afecto, anunció con la más feliz de las sonrisas:

—Te confesaré un secreto. Siempre pensé que ocurriría esto.

—¿De veras? —Margaret la miró confundida.

—¿Recuerdas la vez que me acogiste en tu casa durante la tormenta y él habló con nosotras? Pues ya entonces pensé que era el muchacho apropiado para Mary. Y mira lo bien que ha terminado todo…

—Espero que sí. Gracias —farfulló la pobre Margaret. Ambas callaron unos instantes y luego Margaret añadió—: Fuiste muy bondadosa con nosotros haciéndonos el préstamo.

Dio gracias a Dios de que, por lo menos, la multa real ya estaba pagada y que, según le había dicho William, pronto podrían comenzar a devolverle el dinero a Joan Doyle. Ante la mención del préstamo, Joan sonrió de oreja a oreja.

—Fue un placer. Como le dije a tu marido: «Si es para ayudar a ese encantador muchacho, no necesito saber nada más». —La dama suspiró—. Tiene un cabello tan hermoso como el tuyo.

—Ah. —Margaret asintió débilmente—. Sí.

—Y que nuestros esposos estén juntos en el Parlamento… Mi esposo tiene al tuyo en la más alta estima, como bien sabes. Esto es algo que ha unido a las dos familias.

Durante unos instantes, Margaret se preguntó si sería conveniente decir que había sido una lástima que en la revuelta de Silken Thomas hubieran estado en bandos opuestos, pero decidió que sería mejor no hacerlo; aun así, a su mente acudió una pregunta.

—Hubo una época —dijo estudiando atentamente a Joan Doyle— en la que mi esposo esperaba obtener un escaño en el Parlamento y no fue así.

—Ah. —Joan Doyle parecía pensativa—. Mi marido me lo contó…, me dijo que no hablara de ello, pero de eso hace mucho. ¿Sabes lo que ocurrió? Algún chismoso del Munster, un espía del Rey, levantó sospechas acerca de tu esposo. Mi marido lo defendió. Estaba furioso. Dijo que todo el asunto era absurdo y respondió por él; sin embargo, no pudo hacer nada —añadió tras un suspiro—. Esos hombres y sus interminables sospechas… En mi opinión, los asuntos de Estado son de una estupidez supina.

Por incómodo que le resultara, ya que contradecía lo que había pensado siempre, Margaret se estaba enterando de tantas cosas que no pudo contenerse y sacó a colación otro asunto.

—De todos modos, me sorprende que permitas que tu hija se case con mi hijo, no siendo de una familia importante. —Hizo una pausa—. Como los Talbot de Malahide.

Joan Doyle la observó con curiosidad.

—¿Y por qué los mencionas ahora? —Se quedó pensativa unos momentos—. Me dijiste que no te gustaban, ¿verdad? Pero nunca he sabido por qué.

—Cuando estuve allí no fueron muy amables conmigo —dijo—. Al menos la madre no lo fue en absoluto. Yo era muy joven.

—Debió de ser la anciana lady Talbot. —Joan Doyle miró la pared de detrás de Margaret durante unos instantes—. Yo no la conocí. Murió antes de que fuera por primera vez a Malahide, por lo que nunca supe demasiado acerca de ella, pero los demás fueron muy amables. —Sonrió—. Mi hija Mary está muy enamorada de tu hijo, ¿sabes? Y tú, ¿estabas enamorada cuando te casaste?

—Sí —respondió Margaret—. Creo que sí.

—Es mejor estar enamorado. —Suspiró Joan Doyle—. Conozco a numerosas parejas que no lo están. —Esbozó una sonrisa de satisfacción—. Yo he sido muy afortunada. Comencé a amar a John Doyle muy despacio, pero cuando me casé, estaba enamorada de él, y desde entonces lo he estado todos los días de mi vida. —Sonrió con gran ternura—. Piensa en eso, enamorada todos los días desde hace más de veinte años.

Margaret advirtió que no podía haber ni la más mínima duda de que todo lo que había dicho Joan Doyle desde que se habían sentado a charlar era la pura verdad. Nunca habían informado en contra de Walsh, no sabía nada de la humillación a la que los Talbot la habían sometido y nunca había sido infiel a su esposo con William Walsh. Solo quedaba una cosa por descubrir.

—Dime —susurró Margaret—, ¿sabías que tu familia y la mía se pelearon muchísimo tiempo atrás?

A continuación, le contó la historia de la disputa por la herencia.

Joan Doyle no era actriz y su expresión de asombro y horror no era fingida, eso era obvio. Nunca en su vida había oído hablar de la herencia.

—Es terrible —dijo con la voz entrecortada—. ¿Quieres decir que tenemos el dinero de tu padre?

—Bueno, mi padre creía que los Butler se habían hecho con él de una manera injusta —matizó Margaret—. Quizá —se sintió obligada a añadir—, estaba equivocado.

—Pero eso debió de causarle un terrible dolor. —Joan parecía pensativa, pero, de repente, tuvo una idea—. Al menos —sugirió—, podríamos cancelar el préstamo.

—Dios mío —exclamó Margaret absolutamente confundida—. No sé qué decir.

Pero Joan Doyle no la oía. Parecía sumida en una honda reflexión. Finalmente, alargó la mano y tocó el brazo de Margaret.

—Podrías haberme detestado —dijo con una sonrisa—, pero fue muy bondadoso por tu parte no hacerlo.

—Oh —dijo Margaret, indefensa—. No habría podido hacerlo jamás.

En un frío y desapacible día invernal, la ciudad de Dublín presenció la más extraordinaria de las escenas, que atrajo la atención de los curiosos de toda la zona.

Cuando Cecily Tidy se enteró de lo que ocurría, corrió desde la puerta occidental hasta el callejón de los Desolladores. Allí, en el amplio recinto de la iglesia catedral de Cristo, y ante una multitud entre la que se contaba el concejal Doyle, ardía una hoguera. No era para que se calentaran los pobres del barrio, a quienes los monjes daban comida y refugio todos los días. Tampoco se trataba de ninguna celebración invernal. Habían reunido la leña y la habían encendido siguiendo las órdenes del mismísimo George Browne, arzobispo de Dublín, quien, solo unos minutos antes de la llegada de Cecily, había salido a asegurarse de que las llamas ardían con fuerza.

La hoguera del arzobispo tenía como objetivo quemar los más grandes tesoros de Irlanda.

Cuando Cecily llegó, dos pequeños carros, acompañados por media docena de gallowglasses, acababan de detenerse junto al fuego. Los dos escribanos que habían empezado a descargarlos venían de hacer un recorrido por algunas de las iglesias de los arrabales. Uno de ellos llevaba un martillo y un cincel. En aquel momento, su compañero, ayudado por uno de los soldados, transportaba una imagen pequeña aunque pesada de la Virgen María y la lanzaba a las llamas. El delito que había cometido la estatua, para merecer tal castigo, era que se la hubiera venerado.

—Dios mío —murmuró Cecily—, ¿nos van a hacer protestantes a todos?

Las ideas del arzobispo Browne de Dublín no siempre habían sido fáciles de seguir. Nombrado por el rey Enrique, durante su primer año en Dublín no había hecho nada y en los últimos dieciocho meses su principal contribución había consistido en insistir en que el clero debía elevar plegarias para que el rey Enrique fuera nombrado jefe supremo de la Iglesia. Al fin y al cabo, el de Browne era un nombramiento del Rey y el Parlamento irlandés había aprobado la legislación necesaria.

—Sin embargo, el hecho de que la legislación haya sido aprobada —le comentó el concejal Alderman un día al inglés con suma educación— no significa que vaya a ocurrir nada.

—Os aseguro, señor, que, cuando se conozca la voluntad del Rey y su Parlamento la haya proclamado, no habrá resistencia de ningún tipo —había replicado Browne—. Las órdenes están para obedecerlas.

—En Inglaterra tal vez sí —dijo el concejal con cortesía—, pero en Irlanda descubriréis que las cosas se arreglan de otro modo. Y sobre todo —advirtió—, no olvidéis que la nobleza de la Empalizada es muy devota de los usos y costumbres antiguos de su fe.

Y eso fue lo que descubrió el arzobispo. Bajo la amenaza de multas, la nobleza podía haber aprobado la legislación y el clero haber jurado lealtad al Rey, pero, en la práctica, nadie se acordaba casi nunca de la plegaria real. Y cuando protestó porque sus órdenes no se obedecían, hasta un obispo, que conocía mejor el territorio, le dio un sabio consejo: «Si estuviera en vuestro lugar, arzobispo, yo no me preocuparía demasiado por eso». Aun así, el arzobispo se preocupó. Predicó la supremacía en todas las iglesias que visitó. Los comerciantes como el concejal Doyle o los caballeros como William Walsh lo escuchaban, pero no se dejaban impresionar. Browne los consideraba indolentes o deshonrosos. No se le ocurría pensar que ellos, que no eran ni lo uno ni lo otra, lo consideraban un estúpido. Y quizá se debió a la creciente frustración que iba acumulando el arzobispo reformista por lo que aquel invierno concentrase su atención en una nueva campaña.

Si había un aspecto de la fe católica que irritase a los protestantes era la práctica, como ellos decían, del paganismo de la vieja Iglesia. Decían que las festividades de los santos se celebraban como si fueran festivales paganos; las reliquias de los santos, verdaderas o falsas, eran tratadas como amuletos mágicos y se rezaba a las imágenes de los santos como si de ídolos paganos se tratase. Estas críticas no eran nuevas, pues ya se habían dado antes en el seno de la Iglesia católica, pero el peso de la tradición era mucho y hasta los católicos reformistas llegaban a la conclusión de que la fe podía fortalecerse a través de esos cultos y veneraciones, si se realizaban con la guía adecuada.

Que el rey Enrique VIII de Inglaterra fuera un católico perfecto estaba fuera de toda duda, porque él mismo lo decía, pero, como su Iglesia había roto con la del Santo Padre, tenía que demostrar, de algún modo, que era mejor. Se afirmaba que la Iglesia de Inglaterra era catolicismo reformado y purificado. ¿Y cuál era la naturaleza de esta reforma? La verdad era que nadie, y el que menos el propio Enrique, tenía demasiada idea. A la población ordinaria laica se le decía que fuera más devota y en las iglesias había Biblias para que la gente las leyera. Pocos católicos encontraban objeciones a ello. La práctica de las indulgencias —que restaba tiempo en el Purgatorio a cambio de un donativo a la Iglesia— era claramente un abuso y había que acabar con ella. Y también estaba la cuestión de los ritos paganos, los ídolos y las reliquias. ¿Eran aceptables o no? El clero cuya visión reformista tenía un deje protestante afirmaba que se trataba de abusos. El Rey, cuyas opiniones parecían cambiar con el viento, no les había dicho que estuvieran equivocados. De este modo, cuando el arzobispo Browne anunció que iba a «limpiar la Iglesia de todas esas supersticiones papistas», no solo creía que estaba cumpliendo con la voluntad de Dios, sino también con la del Rey, lo cual era mucho más importante.

En los carros había una buena variedad de reliquias. Algunas, como los fragmentos de la cruz, que se encontraban por toda la cristiandad, quizá no fuesen verdaderas. Sin embargo, era muy probable que los objetos que pertenecían a los santos irlandeses se hubieran conservado a lo largo de los siglos para su piadosa veneración. Después de haber lanzado la imagen al fuego, los dos escribanos dedicaron su atención a las reliquias. En la carreta que había junto a la pira, en medio de relicarios y joyeros, había una calavera con el borde de plata, una suerte de vasija. Un soldado inglés se la había llevado de la casa de un aprendiz insolente que tenía unos asombrosos ojos verdes. El soldado no sabía lo que era exactamente, pero tenía órdenes de quemar todo cuanto evocara el pasado idólatra y pagano de la isla, por lo que la cargó en el carro con el resto del botín. En cualquier caso, la plata podía tener algún valor. El aprendiz de ojos verdes protestó con vehemencia, aduciendo que la calavera era una herencia familiar y trató de impedir que se la llevara, pero el soldado había desenfundado la espada y el joven le dejó marchar de mala gana.

Cecily contempló la escena horrorizada. Si se necesitaba algo para demostrar la verdadera naturaleza del rey hereje y de sus sirvientes, era aquello. Ante aquel acto impío, sintió una oleada de rabia y de desesperación por la terrible pérdida que supondría. Miró a la muchedumbre. ¿Nadie iba a hacer nada? Hacía tiempo que había perdido toda esperanza en los dublineses, pero resultaba difícil creer que nadie dijese algo siquiera.

Y ella, ¿qué estaba haciendo? ¿Qué iba a hacer?

Tres años atrás, habría por lo menos gritado y llamado herejes a los escribanos y se habría dejado arrestar, pero, desde el fracaso de la revuelta de Silken Thomas y el regreso de su esposo a la torre con la familia, en Cecily Tidy algo había cambiado. Tal vez se debía a que había madurado, a que sus hijos eran mayores o a que venía otro de camino; tal vez no quería perturbar a su trabajador marido o ya no podía afrontar la tensión de una desavenencia con él. Cualquiera que fuese la causa y, aunque sus convicciones religiosas no habían cambiado en lo más mínimo, algo había muerto en Cecily Tidy. Incluso ante la destrucción de todo lo que era sagrado, no iba a hacer una escena. Aquel día, no.

Entonces divisó al concejal Doyle que se hallaba entre la multitud con su yerno Richard Walsh, observando lo que ocurría con el mayor de los disgustos. En el pasado podían haber tenido sus diferencias, pero, al menos, era una figura de autoridad que no podía aprobar de ningún modo lo que estaba sucediendo. Cecily se acercó a ellos.

—Oh, concejal Doyle —dijo—. Esto es un sacrilegio terrible. ¿No podemos hacer nada por impedirlo?

No sabía lo que el hombre le respondería, pero, para su sorpresa, cuando la miró, a Cecily le pareció captar una expresión de vergüenza en sus ojos.

—Ven —le dijo en voz baja, y tomándola por el brazo la llevó hacia los escribanos.

Richard los siguió. Los gallowglasses parecían a punto de intervenir, pero uno de los escribanos, al reconocer a Doyle, dijo: «Buenos días, concejal», y los soldados se retiraron.

—¿Qué es esto? —preguntó Doyle.

—Son reliquias —respondió imperturbable uno de los escribanos. En aquel momento, su compañero astillaba un relicario de oro con piedras preciosas incrustadas—. Algunos son difíciles de abrir —comentó mientras el otro había conseguido levantar la tapa y lanzaba un mechón de cabello de santo a la hoguera, donde se encendió de inmediato.

—¿El estuche? —preguntó Doyle, señalando el relicario de oro que acaban de abrir con tanta brutalidad.

—Oro para el Rey.

Mientras lo decía, Cecily vio que el individuo del cincel acababa de soltar una de las gemas de la tapa y que, con toda la calma, la introducía en una bolsita de cuero que le colgaba del cinturón.

—La Iglesia ha de ser purificada —le indicó el funcionario al concejal.

Si Cecily estaba pasmada por la frialdad de aquella desvergüenza, no tendría que haberlo estado, porque en todas las parroquias de Inglaterra ocurría lo mismo. Mientras que el deseo de muchos protestantes honestos podía ser purificar su religión y alcanzar una mayor comunión con Dios, aquella reforma se estaba convirtiendo en una de las mayores campañas de saqueo público y privado que se había visto en muchos siglos.

—Han profanado los santuarios, Cecily —comentó Doyle en voz baja—, pero es el oro lo que quieren, como puedes ver.

Y la pálida Cecily comprendió por primera vez el verdadero carácter del rey Enrique VIII y sus seguidores, no tanto como herejes, por mucho que lo fueran, sino como ladrones vulgares.

—El Rey ha venido a saquear Irlanda —le recriminó al escribano, pero este se echó a reír.

—En absoluto —dijo sonriendo—. No solo Irlanda.

En aquel momento, su compañero había comenzado a abrir otra cajita dorada. Ésta se abrió con facilidad, pues contenía en su interior otra caja más pequeña y oscura.

—¿Qué es eso? —inquirió Doyle.

—El dedo de san Kevin de Glendalough —respondió el funcionario.

—Dámelo —dijo Doyle, señalando la cajita negra.

—Tiene una piedra preciosa —objetó el otro funcionario al tiempo que agarraba el cincel.

—Basta —ordenó Doyle con una voz que destilaba tanta autoridad que el funcionario se apresuró a tenderle el objeto.

—No puedo hacer más, concejal —dijo algo nervioso.

Doyle sostuvo la reliquia en la mano y la miró con devoción.

—El santo Kevin —comentó en voz baja—. Dicen que tiene mucho poder, ¿sabéis?

—¿La guardaréis vos? —preguntó Cecily, ansiosa.

Doyle calló unos instantes antes de responder. Su rostro cetrino parecía estar contemplando algo extrañamente distante. Entonces, para asombro de Cecily, se volvió hacia ella y, mirándola fijamente, depositó la pequeña reliquia en sus manos.

—No, no, consérvala tú —dijo—. Eres la persona de Dublín que la cuidará mejor. Y ahora márchate deprisa y escóndela —añadió.

Cecily acababa de cruzar la calle y se había detenido para echar un último vistazo a la gran hoguera cuando vio que llegaba MacGowan.

Doyle y Richard Walsh lo saludaron. Vio que MacGowan miraba las llamas y que señalaba hacia la catedral. Vio que Doyle y Richard se acercaban y que este les decía algo con apremio.

En ese preciso instante, un soldado lanzó a las llamas una vieja calavera amarillenta, despojada de su borde de plata.

Al cabo de dos horas, las noticias empezaron a correr por todo Dublín. Al principio, resultó tan impactante que la gente apenas daba crédito al rumor, pero al anochecer ya no les quedó ninguna duda.

El Bachall Iosa, una de las reliquias más sagradas y formidables de toda Irlanda, el relicario con piedras incrustadas del báculo de san Patricio, había desaparecido.

Algunos decían que lo habían lanzado al fuego delante de la iglesia de Cristo. Otros decían que el antiguo cayado había ardido en una hoguera de otro lugar. El arzobispo, que tuvo que hacer frente a un coro de voces horrorizadas, negó que se hubiera elegido el sagrado báculo para su destrucción, pero cuando los habitantes, ingleses o irlandeses, de dentro o de fuera de la Empalizada, advirtieron el desprecio del arzobispo por algo tan querido como el Bachall Iosa y recordaron el oro y las piedras preciosas con que estaba decorado, les pareció que no había ningún motivo para creerle.

Tampoco en los años que siguieron el báculo de san Patricio apareció.

Algunos dijeron que tal vez lo habían llevado lejos para ponerlo a salvo junto con otras reliquias; se esperaba que así hubiera sido, pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Ninguno de los concejales de Dublín, ni siquiera John Doyle, tenía la menor idea. Y si MacGowan sabía algo, cosa que parece improbable, permaneció, como siempre, callado como una tumba.