Tres

Patricio

450 d. C.

Su primera visita no había sido propicia y pocos de los que lo habían enviado de regreso pensaban que lograse grandes cosas en la distante isla occidental; sin embargo, después de su llegada, todo cambió.

Nos legó un relato de su vida, aunque este, que es fundamentalmente una confesión de fe y una justificación de su ministerio, deja sin desvelar muchos detalles de su existencia. Las narraciones sobre él fueron numerosas, pero la mayoría resultaron ficticias. La verdad es que la historia no conoce ni la fecha de su misión, ni los nombres de los gobernantes irlandeses con los que se encontró, ni siquiera dónde, exactamente, ubicó su ministerio. Todo es incierto, todo es conjetura.

De todos modos, de lo que no cabe duda es de que san Patricio existió. Nació en una familia aristocrática británica. De chico, fue secuestrado cerca de su casa, en algún lugar del lado occidental de Britania, por un grupo que había protagonizado una incursión desde Irlanda. Vivió como esclavo en la isla unos años, durante los cuales se dedicó principalmente a cuidar ganado, y consiguió escapar y encontrar el camino de regreso a casa de sus padres al otro lado del mar. Por aquel entonces, sin embargo, ya había decidido seguir la vida religiosa. Estudió en la Galia durante un tiempo y es posible que visitara Roma. Patricio sugiere que ciertos clérigos consideraban que su aprendizaje estaba por debajo del nivel medio, debido sin duda a las interrupciones que había sufrido su educación, pero acaso en estas afirmaciones haya cierta ironía, porque sus escritos revelan una considerable sofisticación literaria y política. Con el tiempo, fue enviado a petición propia a la isla occidental, donde antes fuera esclavo, a ejercer de obispo misionero.

¿Por qué quiso regresar allí? En sus escritos afirma que tuvo un sueño en el que oyó las voces de los isleños que lo llamaban y que le suplicaban que les llevara el Evangelio. No hay razón para dudar de la autenticidad de la fuente, ya que en los primeros tiempos del cristianismo abundaron los relatos de visiones y voces sobrenaturales y desde entonces han ido apareciendo de vez en cuando en las crónicas. En el caso de san Patricio, la experiencia fue decisiva y suplicó que le dieran aquella misión ingrata y posiblemente peligrosa.

La fecha tradicional de su llegada a Irlanda, el año 432, no es más que una suposición. Tal vez fuese demasiado temprano, pero el obispo Patricio comenzó su misión en algún momento de las décadas que siguieron a la caída del Imperio romano. No fue, en absoluto, el primer misionero que arribara a las costas irlandesas, ya que las comunidades cristianas del Munster y del Leinster llevaban allí una generación, puede que más. Sin embargo, fue posiblemente el primer misionero que llegó al norte, si, como parece probable, su base de operaciones estaba en Armagh, en el Ulster, donde el rey del antiguo Ulaid, acorralado en un reducido territorio por el poderoso Ui Niall, tomó afecto al obispo y le ofreció protección.

De las prédicas de san Patricio no nos ha llegado ningún registro digno de confianza. Su famoso sermón en el que explicó el misterio de la Santísima Trinidad comparándolo con un trébol es una deliciosa leyenda, pero no existen pruebas de que hubiese dicho nunca tal cosa. Del mismo modo, hay que añadir que nadie puede decir a ciencia cierta que no lo hiciera. De la personalidad y el espíritu misionero de san Patricio pueden inferirse más cosas. De carácter humilde, como todos los que cultivan la vida espiritual, el obispo de la santa Iglesia exigía y recibía el respeto propio de un príncipe celta. Desde su base en el Ulster, pudo haber ido hacia el oeste y establecido un segundo frente de evangelización en el Connacht. Sin duda estuvo también en contacto, de vez en cuando, con sus correligionarios cristianos de la mitad meridional de la isla.

Ocurriría cualquier día. Todos sabían que Fergus agonizaba. Las hojas otoñales caían de los árboles y el anciano estaba preparado para marcharse.

Y antes de hacerlo, había reunido a toda la familia. ¿Qué iba a decirles?

Fergus llevaba tanto tiempo como jefe que era el único que muchos de los habitantes habían conocido. Con el paso de los años, su astucia y su sabiduría no habían hecho sino crecer. La gente acudía a él para que impartiera justicia desde todos los lugares de la llanura del Liffey; el territorio que rodeaba Ath Cliath había llegado a conocerse, en gran parte del Leinster, como la Tierra de Fergus. Durante los últimos veinte años, ella se había ocupado lealmente de la casa. Día tras día, lo había cuidado en aquel último y largo año, durante el cual su espléndida estampa fue declinando gradualmente. Incluso ahora, ya al final, siempre lo mantenía limpio. Y él se había mostrado agradecido de una manera que la había conmovido. «Si he llegado a una edad tan avanzada, Deirdre, es gracias a ti», le había dicho en diversas ocasiones, delante de sus hermanos.

Y sin embargo, era ella, pensó Deirdre, la que tenía que estarle agradecida por la paz que le había dado. Veinte años de paz a orillas del Liffey. Veinte años de paseos junto a sus aguas, por las grandes playas abiertas de la bahía y el promontorio que tanto le gustaba. Veinte años criando a su hijo, Morna, bajo la atenta protección de los montes de Wicklow.

Morna, hijo de Conall. El amado y protegido por todos. El que habían mantenido oculto. Morna era el futuro. Era todo lo que Deirdre tenía.

Después de la muerte de Conall, no se había vuelto a aparejar con otro hombre. No se trataba de que no sintiera necesidad de ello, pues a veces habría gritado de frustración. El problema habían sido los hombres. Al principio creyó que conocería a alguno en cualquiera de los grandes festivales. «No encontrarás a otro Conall», le había advertido su padre, pero Deirdre había albergado la esperanza de que un jefe joven se interesara por ella. El tiempo que había pasado con Conall le había dado confianza con los hombres. Iba con la cabeza muy alta y veía que su presencia creaba conmoción, pero aunque la gente se mostraba cortés —al fin y al cabo, había sido elegida esposa del mismísimo Rey Supremo—, la abordaba con cautela. El príncipe que se había librado al sacrificio era una figura que inspiraba admiración temerosa; sin embargo, por su parte, aquella mujer, la causante de todo el problema, inquietaba a la gente.

—¿Crees que soy un pájaro de mal agüero? —dijo desafiando, risueña, a un joven noble—. ¿Tienes miedo de mí?

—Yo no tengo miedo de nadie —replicó él, indignado, pero a partir de entonces la evitó.

Al cabo de un par de años, Deirdre dejó de asistir a los festivales.

¿Qué le quedaba, pues? Unas pocas almas valientes en la región de Dubh Linn. Dos granjeros robustos, un pescador viudo con tres botes. Ninguno de ellos la inspiraba. En una ocasión, su padre había llevado a casa a un mercader de Britania que le había vendido algunos esclavos. Era más interesante, pero habría tenido que ir a vivir al otro lado del mar. Le había conmovido que su padre hubiera sugerido algo así, porque sabía que él la necesitaba y que amaba a su nieto. Cuando Deirdre dijo que no le apetecía marcharse, él no pareció entristecerse demasiado…

Le habían puesto el nombre de Morna, como el del padre de Conall. A ella, sus dos primeros años le habían resultado más que difíciles. Si no se hubiese parecido tanto a Conall, tal vez habría sido más fácil. El niño tenía sus mismos ojos verdes y extraños, pero en todo lo demás, era la viva imagen de su padre. Deirdre no podía evitarlo: cada vez que miraba la cara del pequeño, veía que le aguardaba el mismo destino que a su padre. Sufrió pesadillas, pesadillas sobre Tara, pesadillas de sangre, y los druidas le inspiraban terror: tenía miedo de que le arrebataran al niño y lo destruyeran. Un año después del nacimiento de Morna, Larine había ido a verla, como había prometido que haría. Sabía que lo hacía de corazón, pero no pudo soportar la idea de verlo y le dijo a su padre que le pidiera que se marchase. A Fergus le preocupaba que Larine se ofendiese, pues aquello desencadenaría la maldición del druida, pero Larine pareció comprender la situación y Deirdre no volvió a verlo.

Morna era un niño de lo más alegre. Le gustaba jugar y salir de caza con el abuelo, y a Fergus se le caía la baba con él. Para tranquilidad de Deirdre, el niño no daba muestras de querer estar solo ni tenía cambios bruscos de humor. Era una personita muy viva y cariñosa. Le encantaba pescar, buscar nidos de pájaros y nadar en las aguas del Liffey o en el mar. Cuando cumplió cuatro años, lo llevó a sus paseos favoritos hasta el promontorio que dominaba la isla y por la orilla, donde las gaviotas chillaban. Los hermanos de Deirdre también eran muy afectuosos con él. Cuando era pequeño, podían pasarse toda la mañana jugando con el niño sin aburrirse. Le enseñaban a pescar y a conducir el ganado y Morna se reía con sus bromas. A los diez años, se marchaba con ellos, feliz, a hacer largas salidas con el ganado, excursiones que podían durar un mes o más.

Pero, por encima de todos, fue Fergus quien se encargó de la educación del chico. En una ocasión, Deirdre había comenzado a darle las gracias y él la había interrumpido diciendo: «Es mi único nieto. ¿Qué otra cosa puedo hacer?». En realidad, era como si el muchacho le hubiera prolongado la vida a su abuelo. Desde que empezó a ocuparse de Morna, Fergus rara vez se hundía en la depresión. Bebía de manera moderada y había encontrado un nuevo vigor. Sin embargo, Deirdre sabía que se trataba de algo más, porque el anciano había captado una cualidad especial en el muchacho. Todo el mundo lo había notado. Su rapidez a la hora de aprender tenía cautivado a Fergus. A los seis años, Morna sabía todos los cuentos de Cuchulainn, de los reyes legendarios de la isla y de los dioses antiguos. También podía narrar las historias de la familia de su madre y de la muerte de Erc, el Guerrero. Fergus disfrutaba dejándole sostener en la mano la calavera de beber mientras lo contaba. Le enseñó a utilizar la espada y a arrojar la lanza. Y, por supuesto, Morna quiso saber si su padre también había sido un gran guerrero.

Deirdre no supo bien qué decirle, pero Fergus satisfizo su curiosidad sin demasiados tropiezos.

—Luchó en batallas de todo tipo —le dijo con afecto—, pero la más importante fue la que libró contra Finbarr, que era un hombre terrible. Tu padre lo mató muy cerca de aquí, en la costa, a poca distancia de la llanura de las Bandadas de Pájaros.

Morna nunca se cansaba de escuchar los detalles de la batalla que, con el paso del tiempo, llegó a incluir la muerte de un monstruo marino a manos de Conall. Por ello, no era sorprendente que Morna soñara con convertirse en un guerrero y un héroe, aunque Fergus supo manejar la cuestión con habilidad.

—Yo, de pequeño, quería lo mismo —le dijo a su nieto—, pero los guerreros cruzan el mar para ir a saquear los bienes de otros, y mira la cantidad de ganado que hay aquí… Tendrás que defender este lugar.

Si cuando creció, Morna soñaba a veces con ser un guerrero, nunca lo comentó.

En cualquier caso, no era su potencial de guerrero lo que tanto había impresionado a su abuelo. Era la naturaleza de su mente, que se reflejaba en todo lo que hacía. Con diez años cumplidos, Fergus lo sentaba a su lado cuando acudía gente a que impartiera justicia. Al cabo de un tiempo, sabía casi tanto de las antiguas leyes brehon como su abuelo. Los problemas más intrincados eran los que más le gustaban. Si un hombre vendía una sola vaca y al cabo de un mes paría un becerro, ¿quién era el dueño? ¿El dueño actual o el dueño anterior? Si un hombre construía un molino de agua accionado por una corriente que discurría por tierras de otro, ¿tenía este último derecho a utilizar el molino sin pagar? Y el más sutil de todos, ¿cuál era el mayor de dos gemelos? ¿El que nacía primero o el que nacía el último? En el resto de Europa era el primero, pero en la isla occidental a veces se veía distinto: «Porque si sale después del primero —razonaba Morna—, es que estaba allí desde antes. Por eso, el que nace el último es el mayor».

Sus hijos nunca habrían resuelto aquel problema, pensó Fergus. A menos que fuera algo que les concerniera, los problemas abstractos no les interesaban.

En Morna había algo más, algo difícil de descifrar. Se notaba en su amor por la música, porque tocaba el arpa de una manera espléndida. Se notaba en su porte, e iba más allá de su atractivo. Ya de joven, poseía la dignidad del anciano Fergus; pero había algo más; un rasgo mágico que atraía a la gente. Era majestuoso.

No había sido fácil decidir qué contarle a Morna sobre su ascendencia real. Deirdre no quería decirle nada.

—De esa rama de la familia no le llegará nada bueno —arguyó—, igual que le ocurrió a su padre.

La sangre real era más una maldición que una bendición y el viejo Fergus opinaba como ella.

—Pero tendremos que decirle algo —comentó.

Cuando el anciano se decidió a afrontar la cuestión, Morna ya tenía diez años.

—Tu padre tenía sangre real por parte de madre —le explicó un día—, pero no le hizo ningún bien. El Rey Supremo lo detestaba. Fue el Rey quien envió a Finbarr a que lo matara.

—¿Y a mí también me odiará el Rey? —quiso saber el muchacho.

—Probablemente ni se acuerde de que existes —respondió Fergus—, y eso sería lo mejor para ti. Aquí, en Dubh Linn, estás a salvo —añadió.

Como Morna asintió en silencio, el viejo supuso que aceptaba lo que le había contado.

En cuanto al papel de su madre en la disputa con el Rey y el sacrificio de Conall, Fergus dio órdenes a sus hijos y a toda su gente de que nunca mencionaran tales hechos en presencia del muchacho. En cualquier caso, poca gente se habría sentido inclinada a hacerlo. El asunto del príncipe sacrificado era algo de lo que había que hablar poco y en voz baja. Muchos se sentían incómodos ante lo ocurrido; otros decían que los druidas se habían equivocado por completo autorizándolo. Por un acuerdo común, se decidió olvidar la cuestión y en la zona surgió una dulce y protectora conspiración de silencio. Y si en alguna ocasión, un viajero preguntaba qué había sido de la mujer de Conall, nadie había sabido de ella.

Con el paso de los años y como nadie había ido a molestarlos, Deirdre encontró una profunda sensación de paz. Su posición de matriarca de la familia estaba asegurada porque sus hermanos no tenían esposa y porque su padre contaba con ella para todo. Los habitantes del territorio la trataban con respeto. Cuando aquel verano llegó la noticia de que el Rey Supremo había muerto, sintió que por fin era libre. El pasado quedaba atrás. Morna estaba a salvo. Morna, el futuro.

No sabía por qué su padre los había llamado a todos juntos. A una orden suya, sus hermanos habían regresado obedientes de los pastos, y Morna, del río. Habían entrado en la casa. Ahora esperaban oír lo que tuviera que decirles.

Fergus era una vieja figura majestuosa, sentada muy erguida y envuelta en una capa junto al fuego. Tenía la cara pálida y demacrada, pero sus ojos hundidos seguían siendo penetrantes. Llamó con una seña a Morna para que se pusiera a su derecha, y a Deirdre, para que lo hiciera a su izquierda, mientras que sus dos hijos se quedaron frente a él. Fuera lo que fuese lo que quisiera decirles, Fergus se tomó su tiempo y miró a sus hijos con aire pensativo como si estuviera haciendo acopio de fuerzas. Mientras esperaba, Deirdre también observó a sus hermanos.

Ronan y Rian. Dos hombres larguiruchos, Ronan un poco más alto que su hermano pequeño y con el cabello negro, mientras que el de Rian era castaño. En su rostro se veían algunos de los rasgos orgullosos del padre, pero ni un ápice de su fuerza; al otro hermano se le había encorvado la espalda, con lo que parecía que siempre estuviera intimidado. El aspecto de Rian era de simple placidez.

¿Cómo era que en todos aquellos años ninguno de los dos había conseguido esposa? Al menos uno de ellos podía haberse casado, pero ¿lo habían intentado? No se trataba de que las mujeres no les interesaran, ya que, durante un tiempo, habían tenido a una esclava británica y seguro que Ronan se había acostado con ella. Deirdre creía que lo habían hecho los dos. La esclava incluso dio luz a un niño, pero este murió y luego la chica enfermó y Deirdre la vendió. Se ofreció a comprarles otra, pero el negocio había entrado en declive y no volvieron a hablar de ello. Sabía que encontraban mujeres cuando salían con el ganado o en los festivales, pero nunca una esposa. «Demasiados problemas —le decían—. Nadie podría llevar la casa tan bien como tú», la halagaban. En cierto modo, pensaba, debería estar contenta de no tener rivales en su pequeño dominio doméstico. En cualquier caso, los años habían pasado y sus hermanos parecían felices, con sus cacerías y cuidando el ganado de Fergus, que, la verdad sea dicha, había aumentado.

¿No se había sentido decepcionado el padre, quizá, de que sus hijos no le hubieran dado nietos? Probablemente sí, pero nunca lo había dicho; además, como en todos los años transcurridos nunca los había presionado para que contrajeran matrimonio, Deirdre supuso que su padre había llegado a sus propias conclusiones al respecto y que no quería compartirlas con nadie.

Fergus habló por fin.

—Mi final está cerca. Me quedan pocos días. Entonces será momento de que los Ui Fergusa tengan un nuevo jefe.

Los Ui Fergusa eran los descendientes de Fergus. En la isla era costumbre que los clanes eligieran al jefe de entre el núcleo familiar, normalmente los descendientes masculinos hasta el primo segundo de un mismo bisabuelo. En el caso del pequeño clan de Dubh Linn, de Fergus el padre de Fergus no había descendientes varones vivos, aparte de los hermanos de Deirdre, ni tampoco los había del abuelo que les había entregado la antigua calavera de beber. Después de los hermanos de Deirdre, por tanto, a menos que tuvieran herederos varones, el clan se vería en un problema. Las reglas, sin embargo, no eran absolutas y primaba la supervivencia.

—Y por viejo que sea —afirmó Fergus—, nunca ha habido un tanaiste designado.

El tanaiste era el heredero reconocido de un jefe. Con frecuencia, los clanes designaban heredero durante la regencia de un jefe e incluso a veces en el mismo momento de la elección de este.

—Y aun en el caso de que me sucedierais, Ronan o Rian, después de vosotros no hay ningún heredero, excepto el hijo de Deirdre.

—Tendrá que ser Morna —convinieron ambos—. Después de nosotros, Morna habrá de ser el jefe.

—¿Y creéis que será un buen jefe?

—El mejor. No hay ninguna duda —respondieron los dos.

—Entonces, esto es lo que propongo. —Los miró con ojos serenos—. Dejad que Morna sea el jefe en lugar de vosotros. —Hizo una pausa—. Pensad en esto: si vosotros lo elegís, nadie podrá cuestionarle su derecho. Los dos lo amáis como si fuera un hijo y él os considera a los dos sus padres. Uníos detrás de Morna y el clan será fuerte. —Calló unos instantes y los miró—. Éste es mi último deseo.

Deirdre observó a sus hermanos. No esperaba que su padre fuera a proponer algo así. Había imaginado que Morna heredaría el cargo de sus tíos a su debido tiempo, aunque no fuera de la línea masculina. Veía, sin embargo, que las palabras del anciano estaban cargadas de lógica. A decir verdad, ninguno de ellos estaba preparado para ser jefe y, en el fondo del corazón, seguro que lo sabían; aun así, que los obligaran de aquella manera, que tuviesen que renunciar a sus derechos en favor del hijo de la hermana, que todavía era un muchacho… Aquello era muy duro. En el silencio que siguió, advirtió que ella misma no sabía lo que quería. ¿Deseaba que aquello sucediese muy pronto? ¿Suscitaría malos sentimientos y expondría a Morna al peligro? Deirdre se preguntaba si debía intervenir para pedirle a su padre que reconsiderase aquella idea cuando su hermano Ronan habló.

—Es demasiado joven —dijo con firmeza—, pero si yo soy el jefe, puedo designarlo mi tanaiste. ¿Qué objeción pondría nadie a ello?

Deirdre los miró pasmada. Ronan había palidecido y Rian parecía incómodo. Morna miró a su madre, inseguro y preocupado.

—Yo preferiría esperar —le dijo al abuelo con todo respeto—. La sugerencia de Ronan me haría feliz.

Pero el anciano, pese a sonreír a su nieto, sacudió la cabeza.

—Es mejor de este modo —replicó—. He meditado este asunto a conciencia y ya he tomado una decisión.

—¿Has tomado una decisión? —preguntó Ronan con amargura—. ¿Y qué significa eso? ¿No somos nosotros los que decidiremos cuando tú te hayas marchado?

Deirdre nunca había oído a su hermano dirigirse al anciano con aquella falta de respeto, pero Fergus se lo tomó con mucha calma.

—Estás enfadado —le dijo en voz baja.

—Deja que Morna sea el jefe, Ronan —intervino Rian, en tono suplicante—. ¿Qué haríamos tú o yo con el cargo?

Deirdre advirtió de repente que Rian prefería tener a Morna de jefe antes que a su hermano.

Mientras contemplaba sus rostros, comprendió lo diestramente que el viejo había manejado la situación, porque no solo Ronan habría sido un mal jefe, sino que una vez se hubieran enterado de que Fergus había nombrado a Morna, ninguno de los habitantes de Dubh Linn habría aceptado a su hermano como jefe.

Y en el silencio que siguió, Ronan también debió de entenderlo, ya que al cabo de poco suspiró.

—Pues que lo sea el chico, si eso es lo que queréis. —Le dedicó una sonrisa torcida al muchacho—. Serás un buen jefe, Morna. Eso no voy a negarlo. Con un poco de guía —añadió, para mantener la dignidad.

—Eso es precisamente lo que quería oír —dijo Fergus—. Has demostrado sabiduría, Ronan, como sabía que harías.

Entonces, apoyando una mano en el brazo de Morna, el anciano se puso en pie. Como no había caminado sin ayuda desde hacía casi un mes, Deirdre imaginó que le estaba costando un gran esfuerzo y casi se acercó a ayudarle, pero comprendió que no era eso lo que quería. Envuelto aún en la capa, Fergus se irguió como una estatua; su macilento aspecto añadía dignidad a su rostro.

—Trae la calavera de beber —le ordenó en voz baja.

Cuando Deirdre se la sostuvo delante, Fergus puso la mano en ella y ordenó a Morna y a sus tíos que hicieran lo mismo.

—Jurad —los instó—, jurad que Morna será el jefe.

Así lo hicieron. Y cuando terminaron, se abrazaron, convinieron en que habían hecho algo magnífico y Fergus descansó. Deirdre, que no sabía si alegrarse o no de lo que acababa de suceder, solo pudo preguntarse una cosa: Ronan había cedido el cargo a Morna con toda la elegancia, pero ¿mantendría su palabra?

A la tarde siguiente llegó un carro solo. Era un vehículo rápido y espléndido. Morna y sus tíos estaban fuera con el ganado; Fergus, que se sentía débil después de las emociones del día anterior, descansaba dentro de la casa, pero Deirdre, que estaba sentada fuera del rath, al sol, remendando una camisa, contempló su llegada con interés. No eran muchas las veces que un carro tan magnífico pasaba por allí. De pie en él, junto al cochero, había un noble de la edad, aproximadamente, de Morna, con unos largos bigotes y una elegante capa verde, que la miraba y gritaba preguntando si aquélla era la casa de Fergus.

—Sí, lo es, pero está enfermo. ¿Qué quieres de él?

—Nada que tú debas saber, creo. —Era obvio que el joven guerrero pensaba que era la criada y añadió—: Pero es a Morna, hijo de Conall, a quien busco.

—¿A Morna?

Aquello despertó sus sospechas y mientras decidía qué responder, oyó la débil voz de su padre desde dentro.

—¿Quién es, Deirdre?

—Un viajero, padre —gritó—, que pasaba por aquí.

—Que entre, pues —intentó gritar el padre, pero a continuación estalló en un acceso de tos y oyeron que el jefe se debatía para recuperar el aliento.

Aquello dio pie a que Deirdre le respondiera con firmeza.

—Soy Deirdre, hija de Fergus. Como has oído, mi padre está muy enfermo. En realidad, no creo que viva muchos días —añadió, bajando la voz—. Dame el mensaje y yo se lo transmitiré.

El mensajero pareció decepcionado, pero no podía objetar nada.

—Traigo un mensaje del Rey Supremo. Va a celebrar el feis en Tara. Y pide que asista Morna, tu hijo.

—¿En Tara? —Deirdre, alarmada, miró al joven noble—. ¿Por qué ha de ir Morna al feis en vez de Fergus?

Y entonces fue el visitante el que pareció asombrarse.

—Sería extraño que no lo hiciera —respondió—, siendo como es primo del Rey Supremo.

El feis —la inauguración en la que el Rey se apareaba con una yegua— no se celebraba hasta Samhain. Todavía faltaba bastante. Se dijo que le quedaba algo de tiempo, pero ¿por qué de repente aquel interés del monarca por Morna? ¿Era solo un acto de bondad con un pariente al que hasta entonces había pasado por alto? ¿O había algún otro propósito detrás de la invitación? No tenía manera de saberlo. ¿Qué debía hacer?

Y entonces casi se sorprendió al oír su propia voz que con toda la tranquilidad decía:

—Es una noticia maravillosa, de veras. —Dedicó una sonrisa al noble—. Para mi hijo será un honor. Será un honor para todos. Solo hay problema.

—¿Cuál?

—Mi hijo no se halla aquí. Está lejos. —Señaló el estuario—. Una travesía por mar. Ha prometido volver antes del invierno, pero… —Suspiró—. Si supiera dónde está, lo mandaría llamar. Le sabrá muy mal haberse perdido tan magno acontecimiento.

—Pero ¿crees que volverá a tiempo?

—Sabe que a su abuelo no le queda mucho en este mundo. Esperamos que regrese antes de que su abuelo parta, pero eso está en manos de los dioses.

Le ofreció un refrigerio, pero le indicó que sería mejor que no entrase en la habitación de los enfermos, donde yacía su padre.

El mensajero se quedó poco rato. Con él se llevó mensajes de lealtad del anciano jefe y la clara impresión de que, si llegaba a tiempo a las costas de la isla, el joven Morna se apresuraría a ir al feis de buen grado. Su actuación, pensó Deirdre, había sido perfecta.

El único problema residía en que había mentido al Rey.

¿Por qué lo había hecho? No lo sabía. Lo que sí sabía es que Morna no debía asistir al feis, de eso estaba segura. Durante el corto espacio de tiempo que el mensajero había estado en el rath, ella permaneció sentada, hundida en la tristeza y, cuando se marchó, le pareció que una oscura presencia acababa de abandonar la casa. Aquella noche, tuvo una pesadilla en la que Morna y ella se acercaban a Tara y los estorninos se alzaban de nuevo del suelo formando una bruma negra. Despertó con un pánico frío. No, Morna no debía ir.

Al día siguiente, sus hermanos y Morna regresaron. Deirdre había dado instrucciones a los esclavos de que no dijeran nada de la visita del mensajero, pero, en cualquier caso, nadie había oído nada de lo que habían hablado. Nadie, ni Morna ni sus hermanos, ni siquiera el jefe, sabía lo que había hecho.

Aquello, desde luego, era arriesgado. Si el nuevo Rey Supremo descubría alguna vez la mentira, lo consideraría una afrenta. Pero, al menos, la mentira era suya. Podría hacerle lo que quisiera; no le importaba. En realidad, solo había una pequeña duda insignificante que le había inquietado brevemente la conciencia. ¿Era posible que se hubiera equivocado, que el nuevo Rey solo quisiera mostrar cortesía y amistad, que de veras no hubiera peligro alguno en la invitación? ¿No podía ser que su miedo no fuera tanto por la seguridad de su hijo como por la preocupación de que, si conocía la corte del Rey Supremo y encontraba allí favor, tal vez no quisiera regresar con ella a Dubh Linn? No, no era eso, decidió, y apartó aquel desagradable pensamiento de la mente.

El declive final de Fergus el jefe comenzó al cabo de tres días.

Fueron tiempos difíciles. Ver marcharse a su padre le producía tristeza, que se sumaba a la que ya sentía por ver a Morna tan apenado por la agonía de su abuelo. Sus dos hermanos estaban deprimidos. En varias ocasiones, le había parecido ver a Rian al borde de las lágrimas, y si Ronan estaba enfadado porque Morna le había quitado el liderazgo, era probable que ya lo hubiera olvidado. Deirdre cuidó al anciano constantemente. Estaba decidida a que su tránsito fuera lo más suave y digno posible, pero tenía que admitir que en su mente había también otras consideraciones.

Ojalá pudiera mantener a Fergus con vida hasta Samhain. Que muriese, si tenía que morir, pero después de la festividad. Aun en el caso de que el Rey Supremo descubriese que Morna estaba en Dubh Linn, no podría quejarse de que el joven se quedara en casa cuidando a su jefe y abuelo en el lecho de muerte. «Vive un mes más, hazlo por mí». «Haced que viva, al menos hasta que pase la fiesta de Samhain», rezaba en silencio a los dioses de su pueblo. Y cuando no fue así y su padre se marchó a principios de octubre, su dolor se agudizó aún más debido a su ansiedad y desesperación.

Le hicieron un buen velatorio, eso nadie pudo echárselo en cara a la familia de Fergus, pues los invitados bebieron y hablaron, comieron y cantaron durante tres días. Bebieron como solo podían hacerlo los amigos del difunto. Jefes, granjeros, vaqueros, pescadores, todos aparecieron a fin de beber para acompañarlo al mundo mejor del más allá. «Un velatorio estupendo, Deirdre», le dijeron.

Lo enterraron —tal vez no como él había soñado— de pie, completamente armado, oteando el otro lado del vado por si venían sus enemigos invisibles, pero de una manera suficientemente honorable, debajo de un hermoso túmulo junto a las aguas del estuario. Y al mismo tiempo, proclamaron que Morna era el nuevo jefe.

Cuando se terminaron las ceremonias, Dubh Linn regresó a su tranquilidad habitual y los ritmos del otoño se asentaron. Morna y sus tíos trajeron el ganado de los pastos estivales. Los cerdos engordaban en los bosques gracias a las bellotas caídas. En las carreteras de las montañas oían, de vez en cuando, el rugido de un ciervo en época de celo. En el rath todo estaba tranquilo. Podía pasar una mañana sin que sonara otra cosa que el agua deslizándose hacia la laguna oscura de abajo y los susurros de las hojas al caer. El tiempo era bueno, pero Deirdre se daba cuenta de que los días eran cada vez más cortos y de que el aire se volvía más fresco.

También se daba cuenta de la fecha en que estaban. No faltaba mucho para Samhain. El cruce del río ahora estaba desierto, pero pronto se llenaría de grupos de viajeros que subían desde el sur, camino del feis de Tara. Y entonces, además, pensó en algo que, con todas las preocupaciones que tenía en la mente, le había pasado del todo inadvertido: los viajeros cruzarían las tierras del rath y, como jefe, Morna debía ofrecerles hospitalidad y entretenimiento. Y un jefe tan joven y atractivo llamaría la atención. Alguien llegaría a Tara y mencionaría al sucesor del viejo Fergus del vado de los Zarzos. ¿Podía realmente esperar que al Rey Supremo no le llegaran noticias de la presencia de Morna? No, era imposible. No había esperanza. A menos que pudiera urdir algo, su mentira sería descubierta.

¿Qué otra cosa podía hacer? No se le ocurría nada. ¿Mandar a Morna lejos? ¿Con qué pretexto? El sentido común le dijo que solo podía hacer una cosa. Debía contarle a su hijo que el Rey Supremo lo había convocado y que él decidiera si quería ir o no. Sin embargo, el otoño complicaba las cosas. Lo que veía, lo que olía, el frío en el aire otoñal, todo parecía conspirar para llevarla a rastras a aquella misma estación en la que, tan en contra de su voluntad, había emprendido con Conall aquel terrible viaje a Tara. Se sintió muy sola y deseó que Fergus hubiera estado allí para aconsejarla, pero sospechó cuál habría sido la recomendación de su padre: debía contárselo a Morna.

¿Y por qué no lo hacía? Porque no podía. Aquello no era una respuesta, ya lo sabía, pero, a medida que Samhain se acercaba, su angustia crecía. Los días pasaban y cada noche se prometía que al día siguiente se lo diría. Y por la mañana, cuando despertaba, decidía esperar hasta la tarde por si ocurría algo —no sabía qué— durante el día que pudiera resolver la situación. Y cada noche, al ver que nada había cambiado, volvía a prometerse una vez más que por la mañana se lo diría.

Uno de los esclavos británicos los vio primero y cuando llegó a la entrada del rath, el grupo de jinetes ya estaba cruzando el vado de los Zarzos. Eran cuatro. Uno, cerca del jefe, parecía llevar una lanza o un tridente que, cuando lo hacía girar por detrás de la cabeza de su superior, le daba un extraño aspecto, como si fuera un ciervo con astas. Mientras se acercaban, los observó con curiosidad. Y entonces, de repente, con una sensación de mareo, como si de la repetición de un sueño se tratase, advirtió quién era el jefe.

Era Larine.

Debía de venir en nombre del Rey Supremo.

Recorrió despacio el camino que subía al rath. No había cambiado mucho; su cabello se había tornado gris, pero lucía la misma tonsura. Se le veía sano y en forma y su expresión seguía siendo serena y pensativa. Deirdre contempló su avance con creciente desánimo. Cuando Larine casi había alcanzado la puerta, ocurrió algo de lo más extraño. Los esclavos británicos —ahora había media docena de ellos— corrieron hacia él y se arrodillaron. Al pasar, Larine se volvió hacia los esclavos y con toda gravedad hizo un signo con la mano. Al cabo de un momento, desmontó y se plantó delante de Deirdre.

—¿Qué quieres, Larine? —le preguntó, intentando disimular el miedo de su voz.

—Solo a ti y a tu hijo —respondió en tono calmado.

Entonces era eso… Había ido a buscarlos para llevarlos a Tara. Solo una cosa le parecía extraña. Los esclavos los habían rodeado y los miraban risueños.

—¿Qué están haciendo mis esclavos? —inquirió—. ¿Por qué se han arrodillado?

—Porque son británicos, Deirdre. Son cristianos.

—¿Y por eso se arrodillan delante de un druida?

—Ah —sonrió Larine—, no lo sabías. Deirdre, yo soy cristiano. —Hizo una pausa—. En realidad, soy obispo.

Ella lo miró confundida.

—Pero ¿no vienes de parte del Rey Supremo?

—¿Del Rey Supremo? No, en absoluto. No he visto al Rey desde hace muchos años. —La tomó gentilmente por el brazo—. Veo que debo explicarme. ¿Pasamos dentro?

Indicando a sus hombres que lo esperaran, abrió el camino.

Deirdre todavía intentaba comprender sus palabras. El bastón largo que había tomado por un tridente resultó ser una cruz. El joven que la sostenía con orgullo se quedó fuera con los dos sirvientes. Deirdre siguió a Larine al interior.

Larine, el druida, ¿era ahora cristiano? ¿Cómo podía ser eso? En cualquier caso, ¿qué sabía ella de los cristianos? Intentó recordar.

Los romanos eran cristianos. Eso todo el mundo lo sabía. Como muchos en la isla occidental, había vagamente supuesto que con el declive de todo lo romano allende los mares, a medida que pasaran los años, cada vez oirían hablar menos de los cristianos. Y sin embargo, por extraño que pareciera, había sucedido lo contrario.

Su padre era el que siempre traía las noticias. Por los ocasionales barcos mercantes que llegaban al muelle de Dubh Linn, se había enterado de que, lejos de ceder, la Iglesia cristiana de la Galia e incluso de Britania consideraba que las invasiones eran un reto a su religión y se enfrentaba a ellas. Sabía que había algunos cristianos en la isla, en el sur. Y, de vez en cuando, su padre volvía de sus viajes para informar: «No te lo vas a creer, pero ahora tenemos un nuevo grupo de cristianos en el Leinster. Son unos pocos, pero el rey del Leinster les ha permitido quedarse aquí. Eso está claro». Pero si los sacerdotes cristianos habían venido en un principio a evangelizar a los esclavos, con el paso de los años, Fergus trajo otra suerte de información. Un jefe o su esposa se habían convertido. Un año se enteró de un acontecimiento que le hizo sacudir la cabeza repetidamente: «Un grupo de cristianos tiene planeado abrir un centro de culto delante de un santuario de druidas. ¿Te lo puedes creer?».

Sin embargo, aunque pensaba que Fergus se oponía apasionadamente a aquellas usurpaciones de los extranjeros, le sorprendió descubrir que su reacción fue tímida. Lo máximo que se atrevía a decir era que aquella afrenta contra los druidas «no era prudente». Cuando ella le interrogó sobre su postura y le preguntó por qué el rey del Leinster había permitido tal cosa, la había mirado con aire meditabundo y había comentado: «El Rey tal vez esté contento con ellos, Deirdre. Es una manera de mantener a raya a los druidas para que no adquieran demasiado poder. Ahora puede aterrorizarlos con los sacerdotes cristianos». Su actitud cínica le había chocado.

Pero hasta su anciano padre a buen seguro se asombraría si viera a Larine, el druida, entrando en el rath como obispo cristiano. Mientras se sentaban, Larine la miró con cordialidad, pero también escrutándola. Le dio el pésame por la muerte de su padre. Luego le dijo que la veía bien, y como si fuera lo más natural del mundo, comentó:

—Tú me tienes miedo, Deirdre.

—Fuiste tú quien viniste a llevarte a Conall —le recordó con callada amargura.

—Ir a Tara fue deseo suyo.

Lo miró fijamente. Ahora era un obispo de pelo canoso, pero lo único que veía en aquel momento era al druida tranquilo, al presunto amigo que había convencido a Conall de que la dejara y entregase su vida a los dioses crueles de Tara. Si el tiempo otoñal le había traído recuerdos de aquellas terribles jornadas, en presencia de Larine volvían al mismísimo día del sacrificio: Conall caminando hacia él con el cuerpo pintado de rojo, los druidas con los bastones, el garrote y los cuchillos… Todos aquellos recuerdos se agolparon en su mente tan vivos y reales que sintió un escalofrío.

—Lo matasteis vosotros, los druidas —gritó con rabia inflamada—. ¡Que los dioses os maldigan a todos!

Larine permaneció muy quieto. Deirdre lo había insultado, pero él no parecía enojado, solo triste, y calló unos instantes.

—Es cierto, Deirdre —dijo tras un suspiro—. Yo ayudé a consumar el sacrificio. Perdóname si puedes. —Hizo una pausa y ella siguió mirándolo a los ojos—. Nunca lo he olvidado. Yo lo quería, Deirdre, tenlo presente. Yo quería a Conall y lo respetaba. Dime —preguntó en voz baja—, ¿tienes pesadillas de lo que sucedió aquel día?

—Pues sí.

—Yo también las tuve, Deirdre, durante muchos años. —Clavó la mirada en el suelo, pensativo—. Hace mucho que los druidas no sacrifican a ningún humano, ¿sabes? —Alzó de nuevo los ojos y la miró—. ¿Apruebas los sacrificios de los druidas?

—Siempre han celebrado sacrificios. —Deirdre se encogió de hombros—. De animales.

—Y también de personas, en el pasado. —Larine suspiró—. Te confieso, Deirdre, que después de la muerte de Conall, comencé a perder el deseo de hacer sacrificios. Ya no quería ninguno más.

—¿No crees en los sacrificios?

—Lo que se le hizo a Conall —respondió, sacudiendo la cabeza— fue algo terrible. Terrible. Me acucia el dolor y me encojo de vergüenza solo de pensar en ello; sin embargo, cuando lo hicimos, todos pensábamos que estábamos actuando por el bien de la comunidad. Yo lo creía, Deirdre, y por eso puedo asegurarte que Conall también lo creía. —Volvió a sacudir la cabeza, abatido—. Eso es lo que ocurre con los dioses viejos, Deirdre. Siempre ha sido igual, siempre esos terribles sacrificios, de humanos o de animales, siempre derramando sangre para aplacar a los dioses, quienes, la verdad sea dicha, no son mejores que los hombres que ejecutan los sacrificios.

Aquel pensamiento parecía deprimirlo. Sacudió la cabeza otra vez antes de proseguir.

—Es solo aquí, Deirdre, donde todavía se hacen estas cosas, ¿sabes? En Britania, Galia y Roma hace mucho que se han convertido al Dios verdadero. Desprecian a nuestras divinidades y tienen toda la razón. —La miró con intensidad—. Piensa en ello, Deirdre, ¿podemos realmente suponer que el sol, el cielo, la tierra y las estrellas fueron creados por seres tales como el Dagda con su caldero, o la otra multiplicidad de los dioses, que no pocas veces se comportan como niños estúpidos y crueles? ¿Puede haber sido creado este mundo por alguien que no sea un ser supremo tan grande, tan omnipotente, que sobrepase nuestra comprensión?

¿Esperaba Larine que respondiera? Deirdre no estaba segura. Se había quedado tan asombrada oyéndolo hablar de aquella manera que, en cualquier caso, no sabía qué decir.

—Cuando era druida —continuó él en voz baja—, a menudo sentía cosas de este tipo, sentía la presencia de una divinidad eterna, Deirdre, la sentía cuando elevaba las plegarias de la mañana y de la noche, lo sentía en los grandes silencios de cuando estaba solo, sin comprender, sin embargo, qué era exactamente lo que sentía. —Larine esbozó una sonrisa—. Ahora ya lo sé. Todos esos sentimientos proceden de un único Dios verdadero a quien conoce toda la cristiandad.

»Y la maravilla de todo esto —prosiguió— es que no hay necesidad de más sacrificios. Supongo que sabes por qué nos llaman cristianos —dijo antes de hacer un breve esbozo de la vida de Jesucristo—. Dios entregó a su único Hijo para que fuera sacrificado en la cruz. Fue un sacrificio por todos los hombres y para siempre. —Larine volvió a sonreír—. Piensa en ello, Deirdre, ya no se precisan sacrificios con derramamiento de sangre, ni humana ni animal. El sacrificio definitivo ya se ha consumado. Somos libres. Los sacrificios se han terminado.

Estudió su reacción ante aquella noticia.

Deirdre permaneció callada unos instantes.

—¿Y este es el mensaje que ahora predicas, contrario al de los druidas?

—Sí. Y es un mensaje muy reconfortante, porque el Dios verdadero no es codicioso o vengativo, Deirdre. Es un Dios amoroso. Lo único que quiere es que nos amemos los unos a los otros y que vivamos en paz. Ésta es la mejor fe que existe y no quiero otra. No tengo ninguna duda —añadió— de que es la verdad.

—¿Eres el único druida que se ha hecho cristiano?

—En absoluto. Es cierto que muchos de los sacerdotes de la vieja religión se oponen con violencia. Eso era lo que cabía esperar, pero los más instruidos de nosotros llevan mucho tiempo interesados en la Iglesia cristiana, porque contiene toda la sabiduría del mundo romano.

Deirdre frunció el ceño. No sabía qué pensar de todo aquello.

—Pero has tenido que abandonar tus creencias de antes.

—No del todo. Para algunos de nosotros, la nueva fe era lo que andábamos buscando desde siempre. Como sacerdote de Cristo, experimento el mismo sentido de las cosas y el mundo está tan lleno de poesía como antes. ¿Recuerdas los versos del gran poema de Amairgen? «Soy el Viento del Mar». Uno de nuestros obispos ha compuesto un himno dedicado al Creador de la Creación, al único Dios, quiero decir, y uno de sus versos es muy similar. Escucha:

Hoy me elevo

en la fuerza del cielo:

rayo de sol,

claro de luna,

esplendor del fuego,

velocidad del relámpago,

rapidez del viento,

profundidad del mar,

estabilidad de la tierra,

firmeza de la roca.

»La inspiración es la misma, pero reconocemos la verdadera fuente de ello. —Sonrió y se señaló la tonsura—. Mira, la misma tonsura de druida me sirve ahora como sacerdote cristiano. No he tenido que cambiarla.

—Ya supongo. —Deirdre frunció el entrecejo—. ¿Y quién te convirtió? —quiso saber.

—Oh, buena pregunta. Un hombre llamado obispo Patricio. Una gran persona. Fue él quien escribió el poema.

Deirdre recibió aquella información, pero no hizo comentario alguno. Su mente funcionaba muy deprisa. Tardaría en asimilar la visita de Larine, con su nueva identidad y su mensaje todavía más sorprendente, pero había cosas que estaban claras. No le cabía ninguna duda acerca de su sinceridad, y por más que en el pasado sus sentimientos hacia él hubieran sido otros, le conmovió su buena voluntad. En cuanto al mensaje religioso, no estaba tan segura. Quizá la tentaba un poco porque los dioses de los druidas, con sus sacrificios y su crueldad, distaban mucho de gustarle, pero era otro pensamiento el que se formaba en su mente.

—Dices que has venido a vernos a mi hijo y a mí. ¿Quieres convertirnos?

—Ciertamente —respondió con una sonrisa—. He encontrado la luz, Deirdre, y me ha traído alegría y paz de espíritu. Y como es natural, deseo compartir esta dicha con otros —hizo una pausa—, pero hay más. Después de todo lo que ha ocurrido, le debo a Conall traeros el Evangelio a tu hijo y a ti.

Deirdre asintió despacio. Pensó que sí; aquél podía ser el camino. El obispo persuasivo podía ser el único que le ofreciera una salida a su dilema sobre Morna. Al menos, decidió, merecía la pena intentarlo.

—Debes comprender algo, Larine —le dijo, mirándolo sin vacilación—. A Morna nunca le hemos contado cómo murió su padre. Fui incapaz de decírselo. Todos creíamos que era lo mejor. Así que no sabe nada.

—Comprendo. —Larine se había sorprendido—. ¿Quieres decir que no deseas que yo se lo explique?

—No. —Sacudió la cabeza—. No, Larine. Creo que ya es tiempo de que lo sepa. Quiero que se lo digas. ¿Lo harás?

—Si es eso lo que quieres.

—Cuéntale lo que sucedió realmente, Larine. Explícale cómo el Rey Supremo y sus druidas asesinaron a su padre. Cuéntale también la maldad de ese acto —prosiguió apasionadamente—. Háblale de tu nuevo Dios mejor, si lo deseas. Dile que, sobre todo, evite al Rey y a sus druidas. ¿Podrás hacer eso por mí?

Le parecía que Larine estaba algo incómodo, pero ¿por qué habría de estarlo? ¿No era eso lo que quería? Si Morna quedaba impresionado con el mensaje cristiano de Larine de que evitara los ritos druídicos, ¿no resolvía eso su mayor preocupación? Si después le hablaba de la invitación real, el muchacho seguramente no querría asistir al feis pagano de Tara. Si podían mantenerlo alejado de la corte por un tiempo, evitaría la atención del Rey Supremo en el futuro.

—Haré lo que pueda —dijo Larine, cauteloso.

—Muy bien. —Deirdre sonrió.

Se estaba preguntando si contarle a Larine el asunto de la invitación del Rey y pedirle consejo, cuando su conversación se vio interrumpida por la aparición repentina de Morna en el umbral.

—¿Quiénes son estos visitantes? —preguntó con alegría.

Larine contuvo una exclamación.

«Qué extraño», pensó Larine, mientras caminaba junto al joven colina abajo hacia el agua. Había ido a Dubh Linn esperando, en cierto modo, poder dar descanso a un doloroso recuerdo y, en cambio, el pasado cobraba vida ante sus ojos con una realidad que casi asustaba.

Era el propio Conall el que caminaba a su lado. Cierto, el joven Morna tenía los ojos extraños de su madre, pero el cabello negro y el perfil aguileño eran la viva imagen de su padre. Era como si su amigo hubiera resucitado de entre los muertos. Dios bendito, si hasta tenía la misma voz dulce que su padre. Cuando el joven le sonrió, Larine sintió como si alguien le hubiese clavado un cuchillo de druida en el corazón.

Le iba a ser fácil introducir el asunto sobre el que iba a hablarle, porque, tan pronto como Morna supo que Larine había sido amigo de su padre, se dispuso a escuchar, anhelante, todo lo que el otrora druida tuviera para contarle. Le fascinó enterarse de la naturaleza religiosa y poética del príncipe.

—Yo solo lo imaginaba como un guerrero —dijo.

—Era un guerrero, y muy bueno —le aseguró Larine—, pero era mucho más que eso.

Le explicó que Conall había querido ser druida. Y a partir de allí, no tardó mucho en hablarle a Morna del sacrificio. El joven se quedó pasmado.

—¿Y tú también participaste?

—Yo era druida y también su amigo. Fue deseo suyo, Morna. Se entregó en sacrificio por los isleños, el acto más noble que un hombre pueda hacer. Tu padre murió como un héroe —le dijo—. Puedes sentirte muy orgulloso. Pero ahora —prosiguió, al ver que Morna estaba impresionadísimo—, déjame que te hable de otra persona que también se entregó en sacrificio.

Con gran sentimiento, Larine explicó al hijo de su amigo el poderoso mensaje de la fe cristiana.

—Los dioses antiguos —concluyó— han cedido su lugar a la Divinidad Suprema. Piensa en ello, Morna: en vez de un sacrificio para salvar la cosecha, nuestro Salvador se sacrificó para salvar a todo el mundo, no para una añada, sino para toda la eternidad.

Aunque la presentación de la fe que Larine le hizo a aquel joven, tan claramente ansioso por emular al padre heroico al que nunca había conocido, difería un poco de la que le había hecho a su madre, le alegró constatar que había resultado efectiva.

—¿Crees que mi padre se habría vuelto cristiano de haber tenido la oportunidad? —inquirió.

—Sin lugar a dudas —replicó Larine—. Habríamos sido cristianos juntos. Cómo me gustaría —suspiró— que estuviera aquí conmigo y fuera cristiano… Este camino lo recorrimos juntos —dijo con auténtica emoción.

—Yo podría ocupar su lugar —dijo Morna, vehemente.

—Te pareces muchísimo a él —replicó Larine—. Eso me daría mucha alegría —asintió con aire pensativo—. Podríamos decir que se ha completado el ciclo.

Se hallaban junto al río y se volvieron para regresar al rath. Era obvio que Morna estaba muy emocionado. Larine lo miró y, por un instante, ¿fue dolor por lo que estaba haciendo lo que sintió? Pensó en su plan. ¿Estaba utilizando al hijo de Conall para sus propios fines? No, se dijo. Estaba llevando a la familia de Conall hacia la luz. Si al hacerlo servía a la causa más importante de la misión, mejor que mejor, porque había una causa aún mayor y su sentido de la misión era muy fuerte.

Cuando volvieron a entrar en el rath, Deirdre y los esclavos preparaban la comida y Ronan y Rian ya habían regresado. Los dos hermanos estaban enfrascados en una conversación con el sacerdote joven que viajaba con Larine. Era un hombre originario del Ulster a quien Larine había convertido hacía unos años, y a los hermanos les caía bien. Pero cuando vieron a Larine, se afanaron en mostrarse respetuosos. Como había sido druida, estaba claro que el obispo no soportaba que le llevaran la contraria. Charlaron un rato y él habló de las cosas triviales de la vida, del Ulster y de cómo era la cosecha allí arriba; y aquello llevó con toda facilidad a un breve relato de su misión. Mientras describía algunos de los pilares esenciales de la fe cristiana, lo escucharon atentos, pero tuvo la impresión de que probablemente seguirían a Morna y a Deirdre en todo. Al cabo de un rato, los llamaron para comer.

Cuando todos los habitantes de la casa se reunieron en la gran cabaña de techumbre de bálago, Larine hizo el anuncio:

—Hoy, amigos míos, comemos juntos y disfrutamos de la excelente hospitalidad de esta casa, pero debo deciros que mañana recibiréis a un huésped mucho más grande que yo. He venido a allanarle el camino, mientras que él vendrá a predicar y os bautizará. —Hizo una ostentosa pausa—. Hablo del mismísimo obispo Patricio.

Aquélla era una técnica que Larine ya había utilizado con éxito otras veces. Él, en otro tiempo druida, iba a una zona en donde el obispo Patricio no era muy conocido, preparaba el camino para el gran hombre y se aseguraba de que el público comprendiera la importancia del visitante. Hizo una breve semblanza del misionero, hablando de los antepasados del obispo, porque, en la antigua sociedad de la isla occidental, convenía que los que le escuchaban supiesen que Patricio era un hombre de noble cuna por derecho propio. Para empezar, con aquello se ganaba su respeto. Luego relataba cómo lo habían capturado, hablaba de sus años en la isla como esclavo y de su posterior regreso. También nombraba a algunos de los príncipes del norte que habían brindado a Patricio su protección e incluso se habían convertido al cristianismo. Aquella información también impresionaba a la audiencia. Y daba asimismo algunas indicaciones sobre el carácter del gran hombre.

—Es un príncipe de la Iglesia; para sus seguidores, su palabra es ley —explicó—. Y sin embargo, como otros hombres que han alcanzado las altas cumbres del espíritu, es de una gran simplicidad. Es austero y honra a todas las mujeres, pero es célibe. Es humilde y no tiene miedo. A veces la gente lo amenaza por predicar el Evangelio, pero esas amenazas no surten ningún efecto.

—Y tiene un mal genio terrible —añadió con cierta malicia el sacerdote joven.

—No lo exhibe con mucha frecuencia —lo corrigió amablemente Larine—, pero lo cierto es que sus reprimendas son terribles. Mas ahora —dijo sonriendo a Deirdre—, participemos de esta fiesta.

Deirdre estaba orgullosa de la comida que había preparado. Consistía en una ensalada de escarola, varios platos de carne, incluido el cerdo tradicional que se ofrecía a los invitados ilustres, manzanas asadas, queso y la mejor cerveza de la isla. Cuando Larine le agradeció cariñosamente los platos que había servido, y a él se unió un coro de aprobaciones, supo que se lo había merecido.

Si bien era extraño que el obispo cristiano estuviera sentado entre ellos mientras la calavera de beber de Erc, el Guerrero, resplandecía con un brillo pálido y espectral a la luz del hogar, nadie pareció sorprenderse. Larine habló fácilmente con los hombres, comentando cuestiones de la vida cotidiana. Les habló de los acontecimientos del Ulster y los animó a que le contaran historias del viejo Fergus. La conversación fue alegre y animada. La única vez que sacó a relucir el tema de la religión fue cuando ya habían terminado de comer el segundo plato.

—Tal vez lleve una generación o dos, Deirdre, pero una vez haya establecido unos cimientos sólidos, será inevitable que la religión verdadera triunfe en la isla, lo mismo que ha ocurrido en todas las tierras a las que ha acudido. Las comunidades del Munster y las de aquí del Leinster todavía son pequeñas y dispersas, pero tienen protectores y están comenzando a crecer. Y ahora el obispo Patricio está dando grandes pasos en el Ulster, sobre todo, entre los príncipes —dijo, antes de esbozar una sonrisa—. Cuando los príncipes se convenzan, el pueblo los seguirá, ¿sabes?

—O sea que no crees que los druidas puedan atraer a la gente a la vieja religión una vez hayan conocido la nueva…

—Exacto. Al fin y al cabo, nuestros dioses paganos solo son ídolos, superstición. Ante una comprensión más suprema, se debilitarán.

Deirdre no estaba segura de que esta última afirmación fuera a cumplirse. En su opinión, los druidas y sus dioses no se retirarían tan fácilmente, pero calló. En aquel momento, le habría gustado contarle a Larine la invitación que Morna había recibido para asistir al feis de Tara y pedirle consejo, pero no lo hizo para que los otros no se enteraran. Al cabo de un rato, sin embargo, mientras contemplaba al obispo y a Morna, que conversaban contentos, y al ver la admiración en la cara del joven, se le ocurrió que a Larine no le costaría mucho convencerlo de que no acudiera a las ceremonias paganas. Se reclinó en el asiento, con una sensación de comodidad y bienestar y dejó que la conversación fluyera a su alrededor. Su mente incluso divagó un poco. Vio que Larine decía algo a Morna y que su hijo se sorprendía y, entonces, de repente, prestó atención. ¿De qué hablaban? Se quedó pasmada.

Al principio, cuando Larine lo dijo, creyó que lo había oído mal.

—El feis del Rey Supremo —repitió—. Me gustaría saber cuándo vas a partir hacia Tara. Como tú vas a participar…

—¿Yo? ¿Participar? —Morna se había quedado perplejo—. El guardián del vado brindará hospitalidad a todos los hombres importantes que pasen por aquí camino de Tara —explicó—, pero yo no voy a ir.

Ahora era Larine el que estaba confuso.

—Pero no puedes desobedecer a tu pariente, el Rey Supremo, que te ha convocado.

—¿Me ha convocado? —Morna parecía estupefacto.

Deirdre se quedó helada. Notó a Larine extrañamente desconcertado, pero, de momento, nadie la miraba. No habían sospechado nada. ¿Cómo sabía Larine, se preguntó, que el monarca había invitado al joven jefe de Dubh Linn? ¿No le acababa de decir Larine que hacía mucho tiempo que no había visto al Rey Supremo? Imaginó que, como en el pasado, poseía fuentes de información en muchos lugares; no obstante, ¿qué iba a hacer ella? ¿Era el momento de confesar la verdad? No veía otra salida, pero, en el último instante, decidió ganar un poco más de tiempo. Además, había algo que la intrigaba.

—En el feis —comentó en voz baja—, habrá druidas oficiando las ceremonias.

—Pues claro —asintió Larine.

—Y habrá sacrificios.

—De animales, sí.

—¿Y el Rey se apareará con una yegua?

—Supongo que sí.

—¿Y a ti te apetecería participar en un rito pagano como ése? —le preguntó a Larine.

—No sería apropiado.

—Entonces, si Morna se convierte al cristianismo, debería evitar esos ritos paganos, ¿no?

Larine solo dudó un momento.

—Si el Rey llama a Morna para que acuda, sería difícil, debo decir, que se negara. Yo no insistiría en ello. De hecho… —Se interrumpió y la miró con perspicacia—. Dime, Deirdre, ¿cómo es que Morna no sabe que el Rey Supremo lo ha mandado llamar?

Todos se volvieron hacia ella, que se había quedado callada. Morna la miraba con el ceño fruncido.

—¿Madre?

Sus hermanos también la miraban. Aquello no andaba bien. Iba a tener que confesar lo que había hecho. Iba a humillarse delante de todos, lo sabía. Sus hermanos le echarían la culpa. Y Morna… por más que la amase, también la maldeciría. Lo sabía. Salían a la luz sus planes imposibles y desesperados, unos planes que ahora se le antojaban ridículos. Apesadumbrada, miró a Larine y vio una chispa de expectación en sus ojos.

Y, de repente, lo comprendió.

—Por eso has venido —gritó—. Por eso has venido. Has venido a buscar a Morna porque pensabas que iba a acudir al feis de Tara.

Sí. Un leve asomo de culpa cruzó la cara de Larine. Morna estaba a punto de intervenir, pero Deirdre lo interrumpió.

—No lo entiendes —le espetó a su hijo—. Te está utilizando.

Deirdre lo había visto todo claro. Larine podía ser obispo, pero seguía siendo Larine; y había venido de nuevo, de otra guisa, igual que antes. Los recuerdos le llegaron en avalancha: la bruma negra de los pájaros, las ruidosas trompetas, el cuerpo de Conall pintado de rojo.

—Tú serás un sacrificio más —le dijo con amargura.

Larine era listo, eso no podía negarse. ¿Qué había dicho? ¿Convertir a los príncipes primero? Éste era su juego. Y si no podía llegar hasta el príncipe, al menos llegaría a su círculo familiar. Había oído decir que el Rey sentía interés por el joven Morna por lo que, efectivamente, quería convertirlo. Entonces podría introducir a un converso en la corte del mismísimo Rey Supremo.

—¿Cuál es el plan? —inquirió—. ¿Que Morna revele que es cristiano durante el feis?

Morna, la viva imagen de su padre Conall, el pariente del Rey Supremo que había dado la vida por los druidas y sus dioses paganos… ¿Morna iba a presentarse en Tara y decir que era cristiano? ¿Allí, en aquel sagrado enclave real? ¿Durante la toma de posesión? Crearía un buen alboroto. Deirdre prosiguió:

—¿O prefieres que oculte su fe hasta que haya entablado amistad con el Rey Supremo?

Para Larine, aquello sería incluso mejor. Dejar que el Rey y su familia tomaran afecto por aquel hermoso muchacho. Y lo harían, seguro. ¿Cómo no? Y entonces, a su debido tiempo, anunciaría que era cristiano.

En cualquier caso, era un movimiento brillante, una manera insidiosa de socavar el antiguo orden pagano.

¿Y qué sería de Morna? Si revelaba su religión en Tara, el Rey Supremo no lo toleraría y los druidas probablemente lo matarían en el acto. Si intimaba con el Rey y más tarde confesaba su fe, se ganaría de todos modos la enemistad eterna de los druidas.

—Te destruirán —le gritó al hijo—. Te matarán igual que mataron a tu padre.

Larine sacudía la cabeza.

—Madre —protestó el joven—, Larine es nuestro amigo.

—Tú no lo conoces —replicó furiosa.

—Es nuestro invitado.

—¡Ya no! —Dio una palmada a la mesa y se puso en pie—. ¡Traidor! —Lo señaló con el dedo—. Puedes cambiar de forma, pero no de carácter. Siempre serás el mismo y te conozco bien. ¡El mismo zorro astuto! ¡Márchate!

Larine se puso en pie. Había palidecido y temblaba de furia. El sacerdote que lo acompañaba también se había levantado.

—Éstas no son maneras de tratar a un huésped en tu casa, Deirdre —protestó Larine—. Sobre todo a un cristiano, un hombre de paz.

—¡Un hombre de sangre! —chilló.

—Soy obispo de la santa Iglesia.

—Eres un farsante.

—No dormiremos en esta casa —dijo Larine con dignidad.

—Pues duerme con los cerdos —replicó ella.

Larine salió a la oscuridad seguido de su gente. Tras unos momentos de silencio y de ver una expresión de pasmo en la cara de Deirdre, sus dos hermanos los siguieron, presumiblemente para prepararles un sitio donde acostarse en una de las otras chozas. Morna y ella se quedaron solos.

El muchacho no habló y ella no sabía cómo expresarse. Estuvo a punto de decir que lo sentía, pero le dio miedo hacerlo.

—Tengo razón, ¿sabes? —dijo al cabo.

Morna no respondió.

Airada, Deirdre comenzó a ayudar a las esclavas a recoger la mesa. Él les echó una mano en silencio, pero se mantuvo a distancia. Ninguno de ellos habló. Cuando ya habían terminado, Ronan regresó.

—Están en el establo —dijo y pareció que quería añadir algo, pero ella lo silenció con la mirada.

Entonces, Morna habló:

—Hay algo, madre, que pareces haber olvidado.

—¿El qué? —De repente se sintió fatigada.

—Tú no eres nadie para decir a nuestros huéspedes que se marchen. Ahora el jefe soy yo.

—Lo hice por tu propio bien.

—Seré yo quien juzgue eso, no tú.

Por el rabillo del ojo, Deirdre vio que Ronan sonreía con presunción.

—Me has engañado, madre —prosiguió Morna en voz baja—. El Rey Supremo me ha invitado a ir a Tara, ¿verdad?

—Iba a decírtelo. —Deirdre hizo una pausa—. Tenía miedo. Después de lo que le ocurrió a tu padre… —Se le quebró la voz. ¿Cómo iba a poder explicárselo todo algún día?—. Tú no conoces el peligro —dijo.

—Debo ir a Tara, madre.

Ella asintió con tristeza. Sí, tendría que ir.

—Pero no vayas como cristiano, Morna, te lo suplico. Al menos eso.

—Eso también lo decidiré yo.

Para Deirdre, sus palabras fueron como una pesada soga alrededor del cuello. Se encogió de hombros.

—Ahora saldré a pedirle disculpas a Larine —dijo Morna—. Y si se aviene a volver a entrar, lo atenderás con cortesía; la que tendrías que dormir en el establo eres tú.

Acto seguido, se marchó.

Ronan se quedó. Deirdre notó que la miraba con curiosidad. Después de todos aquellos años en que ella había sido la fuerza dominante en la familia, y después de presenciar la humillación que había sufrido por haberse querido imponer al jefe, probablemente se sentía satisfecho, pensó Deirdre. Al cabo de un rato, Morna regresó.

Como era de esperar, Larine se negó a volver.

Al día siguiente, la situación no mejoró. Los cristianos seguían fuera, pero habían anunciado que no se marcharían hasta que llegara el obispo Patricio. Sin duda, esperaban con ganas que el misionero hiciera gala de su famoso mal genio. Deirdre sabía que tenía que pedir disculpas, pero como sus hermanos se habían puesto de parte de los visitantes, no se atrevía a hacerlo. Les había dicho a las esclavas que les dieran de comer y habían preparado un gran cuenco de avena con leche. Morna también estaba fuera, pero, como una muestra de tacto, había ido a ocuparse de los animales. Deirdre no tenía ni idea de lo que andaría pensando.

Mientras la mañana pasaba, Larine parecía dedicar su tiempo a la plegaria; mientras, sus seguidores hablaban con sus hermanos.

En un momento dado, Ronan entró en la casa y dijo:

—En lo que dicen estos cristianos, hermana, hay una gran profundidad. Nos han dicho que te condenarás en el fuego eterno del Infierno.

Era casi mediodía cuando uno de los esclavos anunció que se acercaba un carro. Larine se puso en pie, miró al otro lado de la puerta del rath y salió. Durante un rato, no sucedió nada. Era obvio que los dos obispos estaban conversando. Quizá, pensó Deirdre mientras seguía a Larine hacia la puerta, el obispo Patricio se marcharía.

La comitiva, que se había detenido a una corta distancia de la entrada del rath, estaba formada por un carro, unas carretas grandes y varios jinetes. El carro, que abría la marcha, era magnífico y podría haber sido el de un rey. Deirdre tuvo que admitir que estaba impresionada. De las carretas se apearon unos cuantos sacerdotes. Eran cinco e iban acompañados por varios hombres a caballo que, a juzgar por sus elegantes ropajes y sus adornos de oro, debían de ser hijos de príncipes. Formaron una pequeña procesión. Los sacerdotes iban vestidos de blanco y Deirdre vio que otro hombre, también vestido de blanco y con el pelo gris, se apeaba del carro. No era demasiado alto, pero caminaba muy erguido. Ocupó su lugar justo detrás de los clérigos y fue seguido por Larine y el resto del grupo. El sacerdote que abría la comitiva había alzado un largo bastón en el aire. No era una cruz, como la que había traído Larine, pues en el extremo de la larga vara había una cabeza curvada, como un cayado de pastor, tan bien pulido que brillaba. Cuando el clérigo lo levantó, reflejó la luz del sol.

La procesión avanzó despacio hacia la puerta. Deirdre y su familia contemplaron la escena en silencio. Advirtió que los esclavos habían salido de la casa y se arrodillaban a la vera del camino. La comitiva llegó a la puerta y comenzó a entrar en el rath, pero cuando el obispo norteño alcanzó la entrada, se detuvo, se arrodilló y besó el suelo. Luego, irguiéndose, entró y caminaron todos hasta el umbral de la casa. Como cortesía, su familia y ella no podían hacer más que darle la bienvenida y ofrecerle la habitual hospitalidad. No bien lo hicieron, el hombre del Ulster le dedicó una amable sonrisa y con voz clara anunció:

Gratias agamus.

Deirdre supo que hablaba en latín, pero no comprendió lo que había dicho.

—Demos gracias —gritó Larine.

Así pues, aquél era el obispo Patricio, pensó Deirdre.

El hombre exudaba autoridad. Tenía un rostro hermoso y aristocrático. Sus ojos eran muy claros y penetrantes, pero había algo especial —lo había visto de inmediato— que emanaba de él, un aura de espiritualidad que resultaba impresionante. Con dos sacerdotes en pie detrás, empezó un pequeño recorrido de inspección. Primero se acercó al lugar donde dos esclavas se habían arrodillado, les examinó brevemente las manos y los dientes, asintió con aire satisfecho y siguió caminando. Cuando llegó ante Morna, lo miró con dureza un largo instante y el muchacho se ruborizó. Entonces le dijo algo en latín a Larine. Deirdre no sabía que el astuto druida ahora hablaba latín.

—¿Qué ha dicho? —inquirió.

—Que tu hijo tiene una cara sincera.

El obispo Patricio se acercaba a ella. Deirdre se dio cuenta de que la observaba con atención. Y cuando él inclinó la cabeza educadamente ante ella, se fijó en su ralo cabello gris.

Patricio siguió adelante para inspeccionar a otras dos esclavas; Morna se acercó a Deirdre y esta vio que el obispo lo había impresionado en grado sumo.

El obispo Patricio completó el círculo. Miró hacia Larine, asintió con la cabeza para indicarle que se quedara donde estaba y regresó junto a Deirdre y Morna.

—Siento mucho todos estos problemas, Deirdre, hija de Fergus —le dijo. Ahora hablaba en su misma lengua. Sus ojos, debajo de unas cejas canosas, parecían verlo todo—. Me han dicho que fuiste una buena hija.

—Lo fui.

Deirdre no lo pudo evitar. Fuera o no su enemigo, aquel hombre la había emocionado.

—Y eres tú, debo decir —prosiguió el obispo Patricio—, quien mantiene todo esto en marcha, ¿verdad?

—Sí —respondió ella, conmovida.

—Demos gracias a Dios por ello. —Le dedicó una dulce sonrisa—. ¿Temes por la seguridad de tu hijo?

Ella asintió.

—¿Y qué buena madre no lo haría? —Calló unos instantes, con aire pensativo—. Dime, Deirdre, ¿es a Dios a quien temes o a los druidas?

—A los druidas.

—¿Y no crees que Dios, que ha creado todas las cosas, puede proteger a tu hijo?

Deirdre calló, pero no estaba ofendida. Entonces el obispo se volvió hacia Morna.

—Y tú, muchacho —lo miró a los ojos con intensidad—, eres el causante de todo esto, el pariente del Rey Supremo. —Retrocedió un paso como para observar mejor a aquel joven jefe—. ¿Te ha mandado llamar, no es cierto?

—Sí, es cierto —respondió Morna respetuosamente.

El obispo Patricio se quedó pensativo. Mientras meditaba sobre aquel asunto, cerró los ojos. Era indudable, reflexionó Deirdre, que podía haber sido un príncipe druida. ¿Iba a alentar a Morna o quizás a increparlo? Lo ignoraba.

—¿Y te apetecería asistir al feis del Rey Supremo en Tara?

—Debo hacerlo.

Morna no sabía seguro si aquélla era la respuesta correcta, pero era la verdad.

—Sería muy extraño que un joven como tú no lo hiciera —comentó el obispo Patricio—. ¿Y te has peleado con tu madre?

—Es que… —Morna estaba a punto de explicar lo sucedido, pero el obispo siguió hablando en tono sereno.

—Honra a tu madre, joven. Es la única que posees. Si es voluntad de Dios que hagas cierta cosa, a tu madre se le hará comprender la conveniencia de ello. —Se quedó pensando unos momentos—. Quieres servir al único Dios verdadero. ¿Es eso cierto?

—Creo que sí.

—Crees que sí. —El obispo Patricio volvió a hacer una pausa—. Servirlo no siempre es fácil, Morna. Los que siguen el camino cristiano tienen que tratar de cumplir la voluntad de Dios, no la propia. A veces tenemos que hacer sacrificios. —Deirdre, al oír aquella palabra, se puso tensa, pero si el obispo lo notó, no dio muestras de ello—. ¿Estás preparado para hacer sacrificios a fin de servir al Dios, que dio a su único Hijo para salvar al mundo?

—Sí —dijo en voz baja pero segura.

—Entre los que me siguen, Morna, espero obediencia completa. Mis fieles han de confiar en mí. Estos jóvenes —señaló a los príncipes que lo acompañaban— obedecen mis órdenes, lo cual a veces es muy duro.

Morna los observó. Constituían un grupo noble, un grupo del que cualquier jefe joven se sentiría orgulloso de formar parte. Sin embargo, después de decirle aquello, el obispo no pareció esperar una respuesta, porque se volvió de repente y se acercó al sacerdote que sostenía su cayado. Después de cogerlo, lo alzó con firmeza y con voz clara se dirigió a ellos diciendo:

—Éste es el báculo que me da fuerza, porque es el cayado de la vida, el cayado de Jesús, el único Hijo de Dios Padre, que murió por nuestros pecados. Jesús, que sacrificó su vida para que todos podamos vivir eternamente. Yo, Patricio, obispo, humilde sacerdote, pecador y penitente —prosiguió con solemnidad—, yo, Patricio, no he venido aquí por mi propia autoridad, puesto que no tengo ninguna, sino siguiendo las órdenes de Dios Padre, que me han sido transmitidas a través de su Espíritu Santo, para que sea testigo en nombre de su Hijo y os traiga la buena nueva de que también vosotros, si creéis en Él, podréis gozar de la vida eterna en el Paraíso y no perecer en la nada o en los terribles fuegos del Infierno. Intentaré no impresionaros con grandes enseñanzas porque las mías propias son modestas, no os persuadiré con palabras elocuentes porque carezco de elocuencia, a no ser que me la dé el Espíritu Santo. Aun así, escuchad con atención mis pobres palabras porque he venido a salvar vuestras almas.

Era extraño. Más tarde, Deirdre no pudo recordar lo que había dicho exactamente. Parte del discurso lo reconoció de lo que Larine le había anticipado, pero en boca de Patricio sonaba diferente. Les contó la historia de Cristo y cómo se había sacrificado. Describió a los crueles dioses antiguos de la isla y explicó que no eran reales. Eran cuentos, les dijo, para entretener o para asustar a los niños. Cuán más grande era, declaró, el único Dios todopoderoso, que había creado el mundo.

Recordaba muy bien una parte del sermón. Se había detenido en el hecho de que, como tantos de los muchos dioses de los tiempos pasados, aquel Ser Supremo tenía tres aspectos: Padre, Hijo y Espíritu Santo; uno y trino: la Santísima Trinidad. Aquello no debía sorprenderles, les explicó. Toda la naturaleza estaba llena de tríadas: la raíz, el tallo y la flor de una planta; el manantial, la corriente y el estuario de un río; hasta las hojas de las plantas, como el trébol, por ejemplo, mostraban este principio del uno y trino. «Esto es lo que queremos decir cuando hablamos de la Santísima Trinidad», había explicado.

De todos modos, por encima de todo, había sido su manera de hablar lo que la había impresionado. Lo hacía con tanta pasión, tanta intensidad, tanto calor… El obispo le había aportado paz y aun cuando no comprendiera del todo por qué este Dios del amor del que hablaba tenía que ser necesariamente omnipotente, descubrió que deseaba que así fuese. Los antiguos dioses crueles estaban siendo ahuyentados como nubes negras que huían del horizonte. Y en buena hora se libraba de ellos, pensó. El sentido de calidez que emanaba del predicador la envolvió y la confianza en sí mismo que Patricio exudaba la convenció de que debía de tener razón. Miró a Morna y vio que los ojos le brillaban.

Cuando el obispo Patricio terminó de hablar, la idea de hacer lo que él deseaba ya no le resultaba tan extraña y cuando preguntó si se unirían a su comunidad y se bautizarían, Deirdre se descubrió deseando que pudiera quedarse con ellos más tiempo. No quería que se marchase. Abrazar aquella nueva fe suya sería como conservar en la casa su reconfortante presencia. Si hacía caso de los dictados de su corazón, estaba dispuesta a aceptar lo que él le proponía, pero ya había hecho caso a los dictados del corazón una vez en su vida, lo mismo que Conall. El corazón era una cosa peligrosa. Peligrosa para Morna.

—Bautízame —gritó de repente—. Bautízanos a todos, pero libra a Morna de ello —añadió sin poder contenerse.

—¿Que lo libre? —El obispo Patricio la miraba furibundo—. ¿Que lo libre?

Deirdre vio un terrible destello de ira en los ojos del viejo, que caminó varios pasos en su dirección. Pensó que podía llegar a pegarle o a lanzarle una maldición, como hacían los druidas. En cambio, para su sorpresa, se detuvo de golpe, sacudió la cabeza y, entonces, dejándola absolutamente atónita, se arrodilló ante ella.

—Perdóname, Deirdre —dijo—. Perdona esta ira.

—Pero… —Ella no sabía qué decir.

—Si no he conseguido conmoverte el corazón, el fallo es mío, no tuyo. Lo que me enoja son mis fracasos.

—Lo que dijiste es muy hermoso —protestó ella—. Lo que ocurre es…

Patricio se puso de nuevo en pie y la interrumpió con un gesto de la mano.

—No lo comprendes —gruñó. Luego, se volvió hacia Morna—. Ahora el jefe de Ui Fergusa eres tú —dijo con solemnidad—. ¿Deseas que bautice a tu familia?

—Sí —respondió el joven.

—Entonces, ven —le ordenó el obispo— y te diré lo que debemos hacer.

El bautismo que iban a celebrar se componía de una simple inmersión en agua. Con una mirada a los bajíos del Liffey, el obispo Patricio se había convencido de que no era un lugar muy conveniente. Los tres pozos locales, que ahora inspeccionaba brevemente y bendecía, tampoco eran apropiados. Lo perfecto sería la laguna negra de Dubh Linn, decidió, y les pidió que se reunieran allí de inmediato.

Y así, el pequeño grupo de Deirdre, sus dos hermanos y Morna, vestidos solo con unas camisas de algodón bajo las capas y ayudados por media docena de esclavas, bajaron juntos en aquella tarde de septiembre, hermosa pero algo fría, hasta la orilla de Dubh Linn para recibir el bautismo. Y uno a uno, entraron en sus oscuras aguas, dentro de las cuales se hallaba el obispo Patricio, y se hundieron bajo la superficie un helado instante para volver a salir a la luz, siendo bautizados por la propia mano de Patricio en el nombre de Cristo.

Se secaron a toda prisa. Todo el mundo rebosaba de felicidad; todos menos Deirdre. Y justo comenzaban a regresar al rath cuando, de repente, Rian, el hermano de Deirdre, les dijo que se detuvieran. Acababa de ocurrírsele algo.

—¿Es verdad que solo los cristianos van al buen lugar? —quiso saber.

—Sí —le aseguraron.

—¿Y todos los demás van al lugar de las llamas?

Le confirmaron que así era.

—Entonces, ¿qué sucede con mi padre? —preguntó, verdaderamente preocupado—. Eso significa que irá al fuego eterno.

Tras unos momentos de deliberación con su hermano, ambos asintieron. Su lógica podía sonar un tanto extraña, pero la sostenían con convicción. El padre reposaba con los dioses de la familia. Estuviera bien o mal a ojos de los visitantes, esos dioses siempre habían estado ahí y, en cierto modo, protegerían a los suyos; sin embargo, si Dubh Linn y el rath de Fergus se convertían al cristianismo, la familia habría vuelto la espalda a esos dioses, los habría insultado, y por ello, Fergus quedaría abandonado. Los dioses antiguos ya no querrían saber nada más de él; y el Dios cristiano, por su parte, lo enviaría al Infierno.

—No podemos hacerle eso —protestó.

Su hermano Ronan también estaba preocupado.

Sin embargo, si Deirdre se sintió avergonzada, observó que ninguno de los sacerdotes parecía sorprendido en absoluto. Aquél no era un problema inusual para los misioneros cristianos. «Si nosotros nos salvamos —preguntaban los conversos—, ¿qué destino correrán nuestros antepasados? ¿Nos estáis diciendo que eran malvados?». La respuesta normal a aquella pregunta era que Dios, por lo menos, daría una dispensa parcial a aquellos que, sin que fuera falta suya, no habían tenido la oportunidad de aceptar a Cristo. En cambio, no habría salvación para aquellos que hubieran escuchado el mensaje de Cristo y lo hubiesen rechazado. Era una explicación razonable, pero no todo el mundo la encontraba satisfactoria. Y era típico que el gran obispo del norte empleara, de vez en cuando, un método propio para afrontar aquel problema.

—¿Cuánto hace que ha muerto? —preguntó.

—Cinco días —contestaron.

—Entonces, desenterradlo —ordenó—. Lo bautizaré ahora.

Y así lo hicieron. Con la ayuda de los esclavos, los hermanos desenterraron a su padre del túmulo junto al Liffey. Mientras la forma pálida de Fergus yacía rígida en el suelo con la incomparable dignidad que le confería la muerte, el obispo Patricio lo salpicó con agua y, haciendo la señal de la cruz, lo introdujo en la cristiandad.

—No puedo prometeros que alcance el Cielo —dijo a los hermanos con una benévola sonrisa—, pero sus posibilidades han aumentado mucho.

Volvieron a enterrar al hombre en su túmulo y Larine colocó dos trozos de madera unidos, que formaban una cruz, encima de la sepultura.

Habían regresado ya al rath y estaban a punto de entrar en la gran sala de techo de bálago, donde ardía el hogar, cuando el obispo Patricio se detuvo y se volvió hacia los miembros de la familia.

—Y ahora, hay un pequeño favor que podríais hacerme —anunció.

Le dijeron que pidiese lo que deseara.

—Tal vez no os guste —prosiguió—. Me refiero a vuestros esclavos.

Al oír aquellas palabras, los esclavos alzaron la cabeza esperanzados.

—Vuestros esclavos británicos —sonrió—, mis queridos paisanos. Son cristianos, ¿sabéis? —Se volvió hacia Deirdre—. La vida de un esclavo es dura, Deirdre, hija de Fergus. Lo sé porque yo mismo lo fui. Arrebatados de sus casas, de sus familias y de su Iglesia. Me gustaría pedirte que liberes a tus esclavos británicos. —Patricio sonrió de nuevo—. No siempre se marchan, ¿sabes? Pero han de ser libres para volver a su casa si lo desean. Es un comercio bárbaro —añadió con repentina emoción.

Deirdre vio que Larine y los sacerdotes asentían automáticamente. Era obvio que estaban acostumbrados a aquellos extraños procedimientos. Deirdre, por su parte, no sabía qué decir. Morna estaba pasmado y fue Ronan quien habló.

—¿Estás diciendo que tenemos que liberarlos sin cobrar nada a cambio?

—¿Cuántos esclavos tenéis? —le preguntó Patricio.

—Seis.

—En las incursiones se obtienen muchos. No pueden haberte costado demasiado.

—Pero tres de ellos son mujeres —señaló—. Hacen todo el trabajo duro.

—Que el Señor nos asista —murmuró el obispo, alzando los ojos al cielo.

Todos callaron y tras un suspiro, Patricio hizo una seña a Larine, que hurgó en una pequeña bolsa que llevaba colgada del cinturón y sacó una moneda romana.

—¿Bastará con esto? —preguntó Larine, que parecía acostumbrado a aquella suerte de tratos para ayudar a los cristianos británicos.

—Dos —se apresuró a decir el hermano de Deirdre, que podía ser estúpido, pero, cuando se trataba de regatear, era digno hijo de su padre.

Larine miró al obispo Patricio, que asintió. Al cabo de un momento, los esclavos británicos se arrodillaron ante el obispo y le besaron las manos.

—Dad gracias a Dios, hijos míos —les dijo con ternura—, no a mí.

Deirdre se preguntó cuánto gastaría de aquel modo cada año.

Por lo que a Deirdre se refería, sin embargo, ninguno de estos acontecimientos consiguió calmar su angustia.

Morna era cristiano y tenía previsto ir a Tara. El obispo misionero podía poseer una lengua de ángel, podía ser un enviado de Dios, pero de todos modos iba a poner a su único hijo en peligro de muerte. Ella no podía hacer nada al respecto y la embargó una honda melancolía.

El obispo Patricio había indicado que partiría al día siguiente. Hasta entonces, él y su séquito debían ser tratados como huéspedes de honor. El obispo se retiró a descansar junto al fuego. Larine bajó al estuario y paseó un rato antes de volver y sentarse solo a la puerta del rath. Deirdre y las esclavas trabajaban preparando un banquete. Mientras, Morna se había unido a los príncipes que formaban el séquito del obispo. Su madre los oyó reír. Era obvio que Morna había quedado impresionado con ellos. En un momento dado, apareció en la cocina y le dijo:

—Son unas personas espléndidas. Todos son príncipes. Viajan con el obispo Patricio y lo tratan como si fuera un rey.

Después de reposar, el obispo Patricio, con un aspecto mucho más descansado, envió a uno de sus sacerdotes a buscar a Larine y a Morna y llamó a Deirdre para que los acompañara. Cuando los cuatro estuvieron reunidos junto al fuego, se volvió hacia Morna y le dijo:

—Como recordarás, has prometido obedecerme.

Morna agachó la cabeza.

—Muy bien, entonces —prosiguió el obispo— déjame que te diga lo que quiero que hagas. Mañana me acompañarás. Deseo que formes parte del grupo de hombres que viaja conmigo. Quiero que te quedes con nosotros un tiempo. ¿Qué te parece? ¿Te apetecerá?

—Pues sí. —El rostro de Morna se iluminó de satisfacción.

—No te alegres tanto —le advirtió Patricio—. Recuerda que también te dije que habría sacrificios, y ahora mismo habrá uno. —Hizo una pausa—. No irás a Tara.

Deirdre se sobresaltó. ¿Que no iría a Tara? ¿Lo había oído bien? Claro que sí. Morna tenía el rostro desencajado y Larine parecía horrorizado.

—¿No iré al feis?

—No. Te lo prohíbo.

Larine abrió la boca para decir algo, pero el obispo lo hizo callar con una mirada.

—Pero el Rey Supremo… —comenzó a decir Morna.

—Probablemente reparará en tu ausencia, pero, como mañana te marcharás, todos los viajeros que vayan a Tara pasando por el vado dirán que no estabas aquí. Y si en alguna ocasión el Rey Supremo se entera de que te has marchado conmigo… —Patricio esbozó una sonrisa—. En fin, ya está acostumbrado a que me ponga pesado. A fin de cuentas, fui yo quien se llevó a Larine. El Rey me culpará a mí, no a ti, puedes estar seguro de eso. —El obispo se volvió hacia Deirdre—. Lo echarás mucho de menos, ¿verdad?

Sí, lo echaría de menos, lo echaría de menos terriblemente, pero Morna no estaría en Tara y era eso lo que importaba. Apenas podía dar crédito a lo que estaba sucediendo.

—¿Y dónde estará? —preguntó.

—En el norte y en el oeste, conmigo. Tengo protectores, Deirdre. Estará a salvo.

—¿Y podré…, podré…?

—¿Verlo de nuevo? Por supuesto que sí. ¿No le he dicho que debe honrar a su madre? Te lo enviaré dentro de un año. Tus hermanos y tú podéis haceros cargo de Dubh Linn hasta entonces, supongo. ¿No es así?

—Sí —respondió Deirdre, agradecida—. Sí podemos.

Morna estaba de lo más abatido, pero el obispo se mantuvo firme.

—Has jurado obedecerme —le recordó con severidad— y tienes que cumplir tu juramento. —Entonces le sonrió con afecto—. No lamentes no ir a Tara, mi joven amigo. Antes de que termine el año, te habré enseñado cosas mucho mejores, te lo prometo.

La fiesta que se celebró en el rath aquella noche fue muy agradable. Todo el mundo estaba de un humor excelente y Deirdre se sentía tan aliviada que resplandecía. Ante la perspectiva de ejercer un año de jefe, su hermano Ronan parecía satisfecho de sí mismo. Y hasta Morna, en compañía de los jóvenes nobles, iba animándose por momentos. La comida estaba bien preparada y corrieron el vino y la cerveza. Y si la vieja calavera de beber que brillaba suavemente en el rincón se veía inapropiada en una fiesta cristiana, nadie se fijó en ello. El bondadoso obispo no solo resultó ser un prodigioso narrador de historias y chistes, sino que también insistió a Larine para que recitara algunas leyendas de los dioses antiguos.

—Son relatos maravillosos —les dijo—, están llenos de poesía. No debéis adorar más a los dioses antiguos. No tienen poder porque no son reales, pero no perdáis nunca sus historias. Cuando paso una velada con Larine, siempre le pido que las recite.

Deirdre repasó mentalmente los extraordinarios acontecimientos del día y el giro maravilloso que habían dado y descubrió que solo había un pequeño detalle que la intrigaba. Hacia el final de la velada, se lo contó a Larine.

—¿Has dicho que el obispo Patricio es austero, que nunca toca a una mujer?

De la nueva religión, ese era el aspecto que le parecía más extraño.

—Sí, es cierto.

—Bueno, pues cuando me metí en el agua, solo llevaba la camisa, ya lo sabes, por lo que cuando salí, se me había pegado por completo al cuerpo. —Miró hacia el obispo para asegurarse de que no la oía—. Vi que sus ojos se encendían. Se fijó en mí, lo sé.

Y entonces, por primera vez desde que había llegado, Larine echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—Pues claro que sí, Deirdre. Claro que sí.

Se marcharon poco después del amanecer. El obispo Patricio los bendijo a todos y prometió de nuevo a Deirdre que le mandaría de vuelta a su hijo sano y salvo. Morna, por su parte, se despidió de su madre con ternura y prometió asimismo volver.

Fue pues con alivio y felicidad en vez de pena con lo que Deirdre contempló el gran carruaje, la carreta y los jinetes, con la cruz y el báculo que cruzaban el vado de los Zarzos y enfilaban hacia el noroeste camino del Ulster.

Todos los que participaron en los trabajos de aquella jornada estaban satisfechos, con la posible excepción de Larine, quien, hacia mediodía, mientras descansaban, se atrevió a presentar una pequeña queja al obispo Patricio.

—Me sorprendió un poco que hicieras caso omiso de mi consejo —comentó—. En realidad, me sentí algo avergonzado. Albergaba la esperanza de enviar a un joven cristiano a Tara, al encuentro del Rey Supremo, pero lo único que he logrado ha sido aportarte unos cuantos conversos en un rath junto a un vado…

—Estabas enfadado —le dijo el obispo, mirándolo plácidamente.

—Sí, lo estaba ¿Por qué lo hiciste?

—Porque cuando los vi a todos, pensé que la mujer tenía razón. He regresado a esta isla para traer la buena nueva del Evangelio a los paganos, Larine, no a hacer mártires. —Patricio suspiró—. Los caminos del Señor son inescrutables —dijo suavemente—. No tenemos que ser tan ambiciosos. —Dio unas palmadas en el brazo al otrora druida—. Morna es un jefe. El vado es una encrucijada de caminos. ¿Quién sabe el valor que pueda llegar a tener Dubh Linn en el futuro?