Cinco

Brian Boru

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I

Al principio, cuando Morann Mac Goibnenn avisó a sus vecinos, estos se rieron de él. En Dyflin todo el mundo sabía que no le gustaba correr riesgos, pero sus miedos, a buen seguro, eran injustificados.

—No corremos peligro —había anunciado el rey de Dyflin.

¿Cómo podía dudar aún el orfebre? Algunos incluso lo llamaban traidor.

—No es un escandinavo —comentó un danés anciano—. ¿Qué se puede esperar de él?

Y aunque, dada la situación, este razonamiento resultaba del todo ilógico, hubo mucha gente que asintió sensatamente para indicar que estaba de acuerdo. De todos modos, a Morann no le importaba demasiado lo que pensaran, pero no pasó mucho tiempo antes de que todo Dyflin fuera presa del pánico. La cuestión era: ¿qué hacer? En una cosa se pusieron de acuerdo y pronto la llanura del Liffey quedó vacía de ganado, ya que las reses fueron conducidas a la seguridad de terrenos más elevados. Pero ¿y la población humana? Algunos se fueron con el ganado y se refugiaron en los montes de Wicklow; otros se quedaron en sus granjas y otros, por su parte, se acercaron a Dyflin buscando la protección de sus murallas. El tío de Osgar y sus hijos se retiraron al pequeño monasterio y cerraron las puertas. Mientras, se formaba un gran ejército. Llegaron los codiciosos hijos de los jefes de todo el Leinster y acamparon en los huertos cercanos a las murallas de la ciudad y arribaron drakares, procedentes de otros puertos vikingos, con sus tripulantes que bebían desmesuradamente y lanzaban animados gritos de guerra por el muelle. Ataviado con una espléndida capa, el rey Sitric de Dyflin lucía una larga barba y una cara rubicunda que le daban un aire muy jovial. Cabalgó por la ciudad con una comitiva que crecía a cada día que pasaba. Al final, cuando la primera escarcha del invierno cubrió el suelo, llegó el rey del Leinster y, con el rey Sitric a su lado, se puso en camino hacia el sur, con la feliz certidumbre de que el enemigo no llegaría a acercase siquiera a la llanura del Liffey.

Al día siguiente, mientras Morann recorría las calles, que ahora estaban muy tranquilas después del ajetreo de las últimas semanas, vio a uno de los artesanos más viejos de la ciudad caminando junto a una hermosa mujer de cabello moreno que le resultó vagamente familiar. Tras hacer una pausa para saludarlo, el artesano le dijo:

—Recuerdas a mi hija Caoilinn, que vive en Rathmines, ¿verdad?

Por supuesto. No conocía bien a la familia, pero se acordaba de aquella muchacha morena de los ojos verdes que se había casado con un hombre de Rathmines, de sangre real, nada menos.

—Mi padre me dice que no ves clara esta decisión del Rey.

—Es posible —respondió él.

—Bien, pues mi esposo se ha marchado con ellos y tiene mucha confianza.

—Entonces, él debe saberlo mejor que yo.

—Pero mi padre ha querido que los niños y yo vengamos a Dyflin. —En sus ojos había ahora un asomo de incertidumbre—. Supongo que en Dyflin estaremos a salvo —comentó—. Veo que tú todavía estás aquí.

—Sí, estaréis a salvo, claro que sí.

Aquella noche preparó el carro y, a la mañana siguiente temprano, con la familia y los objetos de valor en él, cruzó pesadamente el largo puente de madera sobre el Liffey y desapareció entre las brumas del otro lado. Morann se había marchado.

Su primer objetivo no estaba demasiado lejos, pues la granja de Harold se encontraba en el otro extremo de la llanura de las Bandadas de Pájaros.

Aunque no tenía razones para dudar de que su amigo era feliz en su matrimonio, Morann no pudo dejar de preguntarse si Astrid, la esposa de Harold, no habría lamentado alguna vez haberlo animado a que se hiciera a la mar. Ello les había traído riqueza, desde luego. Harold, el Cojo, como lo llamaba la gente, se había convertido en un célebre mercader, pero, en ocasiones, sus viajes lo retenían lejos de casa varias semanas. Hacía más de un mes que había partido en un viaje que lo llevaría a Normandía y a Inglaterra. Harold y su esposa también se habían hecho cargo de la granja desde que su padre muriera tras un accidente ocurrido tres años atrás. Cuando la esposa y los hijos de Harold salieron aquella mañana a dar la bienvenida a Morann, se encontraron con que el mensaje de este era contundente.

—Tenéis que abandonar la granja —les dijo— y venir con nosotros.

—Pero si ya han venido otras veces —replicó Astrid, reacia a marcharse.

—Esta vez será diferente —dijo él, sacudiendo la cabeza y la instó a que hiciera el equipaje.

Habían pasado seis siglos desde que Niall, el de los Nueve Rehenes, fundara la poderosa dinastía de los O’Neill, y en todo ese tiempo, pese a los flujos y los reflujos de poder entre los jefes celtas de la isla, nadie había desalojado nunca a los O’Neill del reino supremo. Hasta ese momento.

Brian. El nombre de pila de su padre era Kennedy, por lo que a él lo llamaban Brian, hijo de Kennedy. Pero igual que Niall, el de los Nueve Rehenes, muchos siglos antes, Brian era tan conocido por el tributo que recolectaba que la gente lo llamaba «Boruma» o Brian Boru, el contador de reses. Aquel hombre había asombrado a toda Irlanda con su rápido ascenso.

En tiempos de su abuelo, los Dal Cais, su gente, no eran más que una pequeña tribu del Munster sin importancia. Vivían a orillas del Shannon, río arriba de donde se abre en su largo estuario occidental. Sin embargo, cuando los vikingos fundaron su asentamiento en Limerick, en las proximidades, el abuelo de Brian se negó a llegar a un acuerdo con ellos. Durante tres generaciones, la familia había librado una guerra de guerrillas contra el tráfico fluvial de los vikingos. Los Dal Cais se habían hecho famosos y el abuelo de Brian se habían nombrado a sí mismo rey. La madre de Brian fue una princesa del Connacht y el Rey había elegido como esposa en Tara a la hermana de Brian, pero aquello no había beneficiado mucho a la familia, habida cuenta de que a ella después la ejecutaron por acostarse con un hijo de su marido.

Los Dal Cais eran ambiciosos y tenían un ejército de hombres bien curtidos. Los hermanos de Brian ya habían puesto a prueba su fuerza contra otros gobernantes de la región, pero nadie había imaginado lo que harían después y, cuando llegaron las noticias del hecho, toda Irlanda contuvo una exclamación.

«Han tomado Cashel».

Cashel, la antigua fortaleza de los reyes del Munster. Sí, los reyes del Munster ya no eran lo que habían sido, pero ¡menuda desfachatez! Y cuando el rey del Munster consiguió que los vikingos de Limerick se uniesen a él para aplastar aquellos insolentes levantamientos, los Dal Cais los derrotaron a todos y, además, saquearon Limerick. Al cabo de unos años, Brian Boru ascendió al trono del Munster.

El clan de un jefe menor se había apoderado de uno de los cuatro reinos de Irlanda, donde las dinastías de los reyes celtas se perdían en la bruma de los tiempos. Y para que su linaje se ajustara mejor a su nueva posición, los Dal Cais habían decidido mejorarlo. De repente, se descubrió, y así se hizo constar en las crónicas, que gozaban del derecho antiguo y ancestral de compartir el antiguo reino del Munster con la previa dinastía, un derecho que habría de veras sorprendido al abuelo de Brian. Pero estas alteraciones en los registros no eran tan raras como cabría suponer: hasta los poderosos O’Neill habían falsificado amplias partes de su genealogía.

Brian estaba en la flor de la vida. La fortuna lo favorecía. Era el rey del Munster. ¿Adónde más podía llevarlo su ambición? Solo con el paso del tiempo quedó claro que su objetivo era el mismísimo reino supremo.

Era audaz, metódico y paciente. Un año hizo una incursión en el territorio cercano de Ossory; otro, penetró en el Connacht con una gran flota; doce años después de proclamarse rey del Munster, se adentró incluso en las regiones centrales de la isla y acampó cerca del enclave sagrado de Uisnech. Se había tomado su tiempo, pero el mensaje a los O’Neill estaba claro: o aplastaban a Brian Boru o le daban el reconocimiento que pedía. Hacía dos años que el Rey Supremo había acudido a verlo.

Fue una suerte para Brian, y probablemente para toda Irlanda, que en aquel momento el rey supremo O’Neill fuera un hombre de corazón noble y con alma de estadista. Las opciones estaban claras, pero no era fácil tomar la decisión: o debía desafiar al de Munster en una guerra, lo cual acarrearía una inmensa pérdida de vidas humanas, o debía tragarse el orgullo y llegar a un acuerdo con él, si eso podía hacerse con honor. Eligió la segunda posibilidad y, al revivir la antigua división de la isla en dos mitades, la Leth Cuinn superior y la Leth Moga inferior, declaró:

—Reinemos de forma conjunta, tú en el sur y yo en el norte.

—Yo reinaré en el Leinster y en el Munster, mientras que tú lo harás en el Connacht y el Ulster —anunció Brian con toda solemnidad.

Más tarde se explicó ante sus seguidores.

—Yo controlaré todos los puertos de importancia, incluido Dyflin.

Sin tener que asestar un golpe más, acababa de ganar los galardones más ricos de Irlanda.

O eso creía haber conseguido.

Morann se quedó dos días en la granja. Hizo cuanto pudo, pero nada de lo que él o su esposa dijeron convenció a Astrid de que fuera con ellos. Lo que sí aceptó fue enterrar algunos objetos valiosos.

—Deja algunos para que los soldados del Munster los encuentren —le aconsejó él con aire sombrío—, si no quieres que peguen fuego a la granja.

Morann se quedó todo el tiempo que pudo con la esperanza de que Harold regresara, pero cuando ya no pudo permanecer más tiempo allí, le suplicó a Astrid por última vez que al menos buscara un sitio donde refugiarse.

—Cerca de aquí está Swords —comentó ella. Se trataba de un pequeño y agradable monasterio de robustas paredes y una alta torre circular donde tal vez la acogerían—. Pero nosotros no somos cristianos. También podría ir a Dyflin. Harold llegará a Dyflin. No me importaría ir allí.

Morann suspiró.

—Entonces tendrá que ser Dyflin —replicó él.

Finalmente, decidieron que la familia ocuparía la casa de Morann en la ciudad.

Al día siguiente, Morann prosiguió su camino. Pasaron por el monasterio de Swords —un lugar seguro, pero demasiado cerca de Dyflin para su gusto— y se dirigieron hacia el norte. No se detuvieron hasta la noche, cuando durmieron al pie de la colina de Tara.

Las intenciones del Rey Supremo podían ser buenas, pero cuando dio la jefatura suprema de su reino a Brian, los orgullosos habitantes del Leinster no se sorprendieron demasiado. Nadie les había preguntado nada. El Rey y los jefes, sobre todo, estaban indignados. Seguro que el nuevo amo exigiría tributo y se llevaría a los hijos como rehenes por su buena conducta, a la manera de siempre.

—¿Dar a nuestros hijos al hombre del Munster? —gritaron—. ¿El advenedizo? Si los O’Neill no pueden defendernos, ¿qué derecho tienen a ponernos en manos de este individuo? —preguntaron.

Independientemente de lo que los habitantes del Leinster hubiesen sentido por los vikingos de Dyflin cuando estos llegaron por primera vez, las dos comunidades llevaban generaciones conviviendo. Miembros de las dos comunidades se habían casado entre ellos con frecuencia. De hecho, el rey Sitric de Dyflin era el sobrino del rey del Leinster. Muchos vikingos eran todavía paganos, cierto, pero hasta la religión pasaba a ocupar un lugar secundario cuando eran cuestiones de honor las que estaban en juego. Y en cuanto a los vikingos, se habían resistido tenazmente al control del Rey Supremo durante mucho tiempo. Era muy improbable que se sometieran a Brian Boru solo porque el rey supremo de los O’Neill, que era demasiado débil para luchar, les dijera que debían hacerlo.

Así pues, fue aquel otoño cuando el rey del Leinster y el rey de Dyflin decidieron negarse a reconocer al del Munster.

«Si lo que quiere es pelea —declararon—, tendrá más de la que pida».

Y como el del Munster venía, salieron a recibirlo. A la mañana siguiente, cuando Morann y su familia cruzaron el río Boyne, el cielo estaba encapotado; a mediodía, la luz seguía siendo gris y mortecina. No estaban demasiado animados. A los niños el viaje se les hacía largo y sospechó que su esposa habría preferido quedarse dentro de las murallas de Dyflin, con sus vecinos y la esposa de Harold, pero que no había dicho nada. Más de una vez le había preguntado, llena de incertidumbre, por el lugar al que se dirigían. ¿Sería más seguro que Dyflin?

—Ya lo verás. Estaremos allí antes del anochecer —les había prometido.

La tarde siguió avanzando y el caballo que tiraba del carro parecía caminar más despacio y, aunque los niños no se atrevieron a decirlo, se preguntaron si iban a tener que pasar otra noche al raso, en aquel paisaje desierto. Y de repente, mientras caía la tarde, un haz de vívidos rayos de sol atravesó la nube y vieron, a poca distancia, iluminado en lo alto de un cerro, el gran santuario amurallado que era su destino.

—El monasterio de Kells —anunció Morann con satisfacción.

Si el viaje había sido sombrío, quedó compensado por el efecto que obró el gran monasterio en la familia. Los niños lo contemplaron con temor reverente y hasta su esposa se volvió y lo miró con respeto.

—Parece una ciudad —comentó.

—Es una ciudad —dijo él—. Y un refugio. Esta noche podréis dormir bien —añadió, complacido de la impresión que les había causado—. Es casi tan grande como Dyflin, ¿sabéis?

Enseguida, mientras todavía quedara luz, tendría el placer de enseñárselo.

Pero no habían recorrido más de cien pasos cuando oyeron sonidos de cascos de caballos cabalgando a su espalda y, al volverse, vieron a un hombre envuelto en una capa, con la cara más pálida que un fantasma y el caballo todo cubierto de espuma, a punto de adelantarlos en su camino hacia el monasterio. Cuando lo hizo, pasó como si no los viera, pero en respuesta a la llamada de Morann, que le preguntó si tenía noticias, gritó:

—Hemos perdido. Brian Boru nos ha aplastado. Ahora se dirige a Dyflin.

La sala estaba en silencio. Al ver a los monjes ataviados con el hábito de lana y encorvados sobre el escritorio, uno hubiera podido tomarlos por cinco ratones gigantes que intentasen excavar la vitela que tenían delante.

La vitela —una piel de ternero recién nacido— era pálida y lisa porque se le había quitado el pelo empapándola en excrementos o ajonje antes de rascarla con un cuchillo afilado. La contabilidad y los documentos de cada día se escribían en pieles de res ordinaria que en la isla abundaban y eran baratas; sin embargo, para copiar textos sagrados como el Evangelio solo se utilizaba vitela de la más costosa. Y allí, en el scriptorium del gran monasterio de Kells, podían permitirse ese lujo.

Al mirar hacia fuera, Osgar vio que caían copos de nieve; con un leve crujido, su mano se movía deprisa hacia delante y hacia atrás. Hacía casi dos meses que había llegado a Kells y pronto se marcharía.

Pero aún no, si podía evitarlo. Contempló la nieve. Aquella mañana, como en respuesta a las noticias sobre Dyflin de la noche anterior, el tiempo había cambiado repentinamente. En cualquier caso, no era la nieve lo que preocupaba al hermano Osgar, sino la persona que lo esperaba allí afuera. Tal vez la nieve actuaría como elemento disuasorio. Si esperaba en el scriptorium hasta que sonase la campana que llamaba a la plegaria, podría escapar sin ser visto. Al menos, eso era lo que esperaba.

Durante la última década, Osgar había cambiado. Ahora tenía unos cuantos cabellos canosos, unas cuantas arrugas en la cara y una tranquila dignidad.

Volvió a posar los ojos en el trabajo. La pálida vitela estaba pulcramente pautada con un punzón. Mojó la pluma en el tintero. Casi todos los escribanos utilizaban un cálamo de las plumas de la cola de un ganso o de un cisne, pero Osgar siempre había preferido las cañas y había llevado consigo una buena provisión, cortadas a orillas del lago de Glendalough. La tinta era de dos tipos: de color marrón, hecha con manzanas de roble y sulfato de hierro, o negra azabache, hecha de acebo.

Osgar era un calígrafo extraordinario y podía copiar un texto a razón de unas cincuenta líneas por hora, escribiendo con la caligrafía clara y redondeada, característica de los monasterios irlandeses. Había hecho jornadas de seis horas, ciertamente el máximo posible durante aquellos cortos días invernales —porque la buena caligrafía requiere luz diurna— y había casi acabado de copiar el libro de los Evangelios, que era lo que le había llevado hasta allí.

Hizo una pausa y se desperezó. Solo aquellos que lo habían probado lo comprendían. Podía parecer que el calígrafo solo movía la mano, pero, en realidad, todo su cuerpo participaba en el trabajo. Resultaba fatigoso para la mano, la espalda e incluso las piernas.

Volvió a concentrarse en el manuscrito. Otra docena de líneas, un cuarto de hora de silencio. Luego alzó los ojos. Uno de los otros monjes cruzó una mirada con él y asintió con la cabeza. La luz se extinguía. Había llegado la hora de abandonar la tarea. Osgar comenzó a limpiar la pluma.

A su lado, en el suelo, había dos bolsas. Una contenía un primoroso texto de los Evangelios y otro del Pentateuco. Y estaban los Salmos, desde luego, que se sabía de memoria. También había dos pequeños devocionarios que le gustaba tener siempre a mano. En la otra bolsa, en la que hundió la mano, había material de escribir y otro objeto. Sus dedos se cerraron alrededor de él.

Su pecado secreto. Nadie lo sabía. En el confesionario no lo había mencionado nunca. Sí había confesado el pecado de la lujuria, cientos de veces. Se sentía orgulloso de ello, aunque el orgullo también era un pecado, claro. Y sin embargo, esta ocultación del secreto era peor porque la había repetido muchas veces. «¿Algo más?», le preguntaba el confesor. «No». Una mentira. Cien mentiras. Pero no tenía intención de confesar su secreto y había una buena razón para ello. Si lo hacía, le dirían que tenía que desprenderse de él y eso no podía hacerlo. El anillo de Caoilinn era su talismán.

Siempre lo había conservado. No pasaba un día sin que lo sacara y lo mirase. Y cada vez esbozaba una pequeña sonrisa y volvía a guardarlo con una dulce tristeza.

¿Qué significaba ahora Caoilinn para él? Era la niña morena con la que había previsto casarse; la muchacha que le había mostrado su desnudez. Ya no estaba conmocionado. Si durante un breve tiempo la había considerado una mujer vulgar, un receptáculo del pecado, el matrimonio que había contraído ella después había borrado esa percepción. Era una respetable mujer casada, una matrona cristiana. Su cuerpo sería ahora más grueso, pensó. ¿Se acordaría alguna vez de él? Estaba seguro de que sí. Cómo no iba a hacerlo, cuando él todos los días pensaba en ella, en el amor al que había renunciado.

Pero el anillo no solo era un recuerdo sentimental. En cierto modo, le ayudaba a regular la vida. Si a veces se planteaba abandonar el monasterio, solo tenía que mirar la alianza para recordar que, como Caoilinn estaba casada con otro, hacerlo no tendría ningún sentido. Si como había ocurrido un par de veces, sentía atracción por una mujer, la sortija le recordaba que había dado su corazón a otra. Y si quizás un monje —como el joven novicio que le había enseñado Glendalough la primera vez que estuvo allí de visita— se le acercaba demasiado, y si él, por bondad, se sentía impulsado a devolverle una mirada afectuosa o una caricia, solo tenía que sacar el anillito de Caoilinn para revivir los sentimientos que había experimentado hacia ella todos esos años del pasado y saber que él no seguiría ese otro camino que habían tomado algunos de sus compañeros monjes. Así, si primero la había rechazado entrando en el monasterio, y ella luego se había vuelto inaccesible mediante el matrimonio, le parecía que con aquella relación imposible se le había concedido una protección contra tentaciones mayores, e incluso se atrevía a preguntarse si, en su actual rebeldía y pasión emocional, no notaría la mano de la providencia ayudándole a transitar, pobre pecador, por su, a veces, solitario camino.

Faltaba una hora para que la campana llamara a la plegaria. Los otros monjes caminaban con pasos cansinos hacia la puerta, pero él no los siguió. Sabía cómo emplear el tiempo. En un atril de una esquina había un gran volumen. Normalmente se guardaba en la sacristía de la gran iglesia de piedra, pero lo habían llevado al scriptorium por un tiempo y estaba protegido con una tapa de plata con gemas incrustadas. Osgar tomó la vela de la mesa y caminó hacia él. Mientras lo hacía, advirtió con deleite que una de las gemas reflejaba la luz rojiza de la llama de la candela.

El mayor tesoro del monasterio de Kells: el libro del Evangelio. Tenía la oportunidad de dedicar un tiempo a aquel magnífico texto lleno de iluminaciones que lo había traído a Kells hacía dos meses. En Glendalough, su habilidad como calígrafo había aumentado de tal modo que se había especializado en las ilustraciones, en las que también demostró un gran talento. A cambio de dos meses de trabajo copiando textos, le habían concedido permiso para estudiar aquel tesoro de la colección de Kells y, sobre todo, los Grandes Evangelios, lo cual solía hacer por las mañanas durante dos horas. Por tanto, aquella hora de más era un premio. Llegó al atril y, en el preciso instante en que alargaba la mano, oyó un susurro a su espalda. Era el anciano monje encargado del scriptorium.

—Voy a cerrar.

—Podría cerrar yo después y daros la llave, si queréis.

El viejo acogió su sugerencia con desdén. Osgar sabía que le convenía no discutir; después de demorarse unos instantes más junto al preciado volumen, suspiró y se dirigió hacia el exterior.

Silencio. La brisa ligera se había calmado. La nieve caía despacio y le acariciaba el rostro. Los últimos restos de luz daban un resplandor misterioso a la pálida escena. Estudió la calle y la pronunciada bajada que llevaba a la puerta del monasterio. No había ni rastro de la hermana Martha. Husmeó el aire. No hacía demasiado frío. Quizás, en vez de regresar al dormitorio que ocupaba, podía estirar las piernas bajando hasta la puerta. Se caló la capucha, más para ocultar el rostro que para protegerse de la ligera nevada, y comenzó a caminar calle abajo.

Sin duda alguna, en aquellos tiempos peligrosos era reconfortante encontrarse a salvo dentro de las grandes murallas de Kells. Incluso bajo la nevada que caía, era un lugar impresionante. Se extendía por toda la falda de la montaña con sus sólidos edificios, sus iglesias de piedra y sus calles bien trazadas, por no mencionar el mercado y los arrabales, que se encontraban fuera de las altas murallas. Y el monasterio no era solo un refugio amurallado, como Glendalough, sino también una verdadera ciudad medieval, como sucedía con los otros grandes conventos religiosos.

Como Osgar sabía, esta idea se remontaba a los primeros días de la evangelización de la isla. Cuando llegó san Patricio, lo hizo como obispo. En todo el Imperio romano, ya en decadencia, el funcionamiento era el mismo: los sacerdotes cristianos y sus fieles estaban bajo la tutela de un obispo, que residía en la población romana importante más próxima. Por tanto, se había supuesto que, incluso en la lejana isla occidental, las cosas se organizarían de manera similar. El problema radicaba en que, como nunca había formado parte de ningún Imperio, la isla no poseía poblaciones y, aunque los primeros obispos cristianos intentaron vincularse a los reyes tribales, esos jefes celtas siempre estaban moviéndose de un lado a otro de su territorio y aquello no convenía en absoluto a los clérigos cristianos.

En cambio, un monasterio era un centro permanente, habitado todo el año. En él, uno podía construir una iglesia, viviendas, incluso una biblioteca… Podía protegerse con murallas y era autosuficiente, lo cual permitía alimentar a los trabajadores, a los sacerdotes y a los líderes de la comunidad. El abad podía desempeñar el cargo de obispo local o proporcionar alojamiento seguro a un obispo en el interior de las murallas del monasterio. Durante muchos años, el obispo que supervisaba Dyflin había tenido la casa en Glendalough. Los monasterios atraían también a artesanos y mercaderes, los cuales se establecían en los aledaños. En los suburbios que nacieron extramuros surgieron mercados y se crearon comunidades enteras. No era de extrañar, pues, que un siglo después de la misión evangelizadora de san Patricio, aquellos monasterios se convirtieran en los centros principales de la comunidad cristiana de la isla. Hasta que se fundaron los primeros asentamientos costeros de los vikingos, siglos más tarde, los grandes monasterios constituyeron las únicas poblaciones de Irlanda, y Kells se había construido siguiendo este modelo.

Osgar cruzó el gran portal y salió al mercado. Estaba vacío. A un lado, como un sacerdote en un ofertorio congelado por la nevada, había una hermosa cruz de piedra y tras ella, varias carretas tapadas, ya blancas por los copos. En una vaquería brillaba una lámpara solitaria, pero las únicas señales de vida humana eran los jirones de humo que se alzaban de las techumbres de bálago de las viviendas cercanas, cerradas para protegerse de la nieve y de la noche que caía. Osgar se volvió, respiró hondo tres veces, decidió que ya había hecho bastante ejercicio por el momento y habría comenzado a marcharse si no hubiese vislumbrado una silueta que salía de una de las carretas. No se trataba de la hermana Martha, aunque la figura le sonó familiar.

Era Morann, el joyero de Dyflin. Llevaba años sin verlo y solo lo conocía de forma superficial, pero su rostro era inolvidable. El artesano se sorprendió, pero pareció alegrarse de encontrarlo y le explicó las razones que tenía para buscar refugio en el lugar.

—El año pasado le proporcioné al abad unas candelas espléndidas —añadió con una sonrisa—, por lo que me han acogido encantados.

—¿Y de veras crees que Brian Boru destruirá Dyflin? —inquirió Osgar.

—Es demasiado listo para eso —respondió Morann—, pero les dará una terrible lección.

—Y crees que los conventos son lugares seguros, ¿verdad? —quiso saber Osgar, pensando en el pequeño monasterio de la familia.

—En el pasado siempre los respetó —respondió Morann.

Se detuvieron frente a la cruz del gran mercado. Kells contaba con varias de esas cruces de piedra, hermosamente talladas, las cuales, como las torres circulares, se habían convertido en una característica de los monasterios isleños. Los brazos de la cruz estaban situados en un aro de piedra, un trazado que, si bien era conocido como la cruz celta, se remontaba a antes de san Patricio, a las coronas triunfales de los romanos, y evocaba el símbolo del dios Sol, que era mucho más antiguo. Algunas lucían incisiones con las formas entrelazadas y las espirales de los tiempos pretéritos, pero las cruces de Kells eran típicas del más elaborado de los trabajos; todas las superficies, incluso las peanas en las que se apoyaban, estaban cubiertas de unos robustos relieves: Adán y Eva, Noé y el arca, escenas de la vida de Cristo, ángeles y demonios… En la base de la cruz del mercado se plasmaba una asombrosa escena de guerreros camino de la batalla. Como las estatuas y las tallas del interior de las iglesias, las figuras de estas cruces estaban pintadas de colores brillantes. Las lanzas de los guerreros tenían incluso la punta plateada. Morann observó la obra con aprobación. Aunque a una escala mucho mayor, la elaboración de sus distintas partes no se diferenciaba demasiado del arte de la joyería.

Estaban a punto de regresar cuando la vio en pie en el portal. Era la hermana Martha. Osgar maldijo por lo bajo.

La hermana Martha le caía bien. Con su cara ancha y sus afectuosos ojos verdes, la monja, una mujer de mediana edad, era un alma bondadosa. La hermana Martha, la monja de Kildare. La abadesa de Kildare le había dado permiso para ir a Kells a cuidar de una tía que agonizaba, pero la vieja dama en cuestión había experimentado una inesperada mejoría y ahora la hermana Martha deseaba regresar a su convento. Ojalá no le hubiera prometido, tiempo atrás, en un momento de debilidad, que la acompañaría, se lamentaba Osgar.

Las razones para hacerlo estaban claras. Con su trabajo en Kells casi terminado, sin desviarse mucho del camino, podía regresar a Glendalough pasando por Kildare; y para él era un deber incuestionable acompañar a una monja que viajaba sola en unos tiempos tan inciertos como aquéllos. En principio, había esperado estar ya listo para partir, pero su trabajo le había tomado algo más de tiempo del que había previsto y, cuando se lo había explicado a la hermana, esta había aceptado de buen grado, pero Osgar sabía que anhelaba marcharse, y llevaba varios días preguntándole con toda amabilidad cuándo pensaba que podrían partir. Osgar sospechaba que ella sabía que terminaría su trabajo de calígrafo al día siguiente, por lo que debía esperar que se pusieran en camino al cabo de dos días.

Sin embargo, el problema era que a él no le apetecía marcharse, al menos de momento, porque deseaba poder pasar una semana a solas con los tesoros de la biblioteca de Kells, sobre todo con el gran Evangelio, una vez hubiera concluido su tarea. Una semana de embelesado estudio íntimo, sin que nadie lo molestara. Había trabajado con ahínco y merecía aquel premio. Y ahora, la idea de esquivar las preguntas de la hermana y de hacerla esperar lo llenaba de un sentimiento de culpa angustioso. A raíz del último giro de los acontecimientos que había alterado la paz de la zona, el día anterior le había sugerido que tal vez sería mejor posponer unos días la partida, pero ella le había dirigido una mirada perspicaz y, con voz dulce, le había dicho: «Estoy segura de que el Señor nos protegerá». Osgar la había evitado desde entonces.

Morann oyó su maldición y le preguntó el motivo de ella. Y mientras caminaban hacia la puerta, se lo contó brevemente.

Así, después de presentar al joyero a la monja, suspiró aliviado cuando oyó que Morann comentaba:

—Me han dicho que vais a viajar con Osgar a Kildare, hermana Martha. He de deciros que tal vez la provincia en este momento no sea muy segura, pero si podéis esperar, yo tomaré ese mismo camino dentro de cinco días y podríamos viajar juntos. —Le dedicó una sonrisa—. Cuantos más seamos, más seguros nos sentiremos.

Era una oferta que nadie podía rechazar y, después de que la monja aceptara, cuando los dos hombres siguieron su camino, el joyero se volvió hacia Osgar y le dijo:

—¿Te bastará ese tiempo?

Tres días en la biblioteca y la compañía de Morann por un territorio que resultaba peligroso. ¿Qué más podía pedir?

—No doy crédito a mi fortuna —respondió Osgar con una sonrisa.

Supo que los planes de Morann eran instalar a su familia en Kells y regresar después a Dyflin, donde quería cerciorarse de la seguridad de la familia de Harold.

—Pero tengo un negocio que cerrar en Kildare —explicó—, por lo que bajaré al sur por ese camino.

Osgar recordó la gran heredad de Fingal donde, años atrás, había encontrado al padre de Harold después de que lo asaltaran los bandoleros, y le impresionó la lealtad del joyero hacia su amigo.

—¿Y no tienes miedo de los peligros que puedas correr en Dyflin?

—Me andaré con cuidado —respondió Morann.

—Si vas a Dyflin —comentó Osgar—, tal vez veas a mi tío y a mis primos del monasterio. Espero que estén a salvo. ¿Podrías darles recuerdos míos?

—Desde luego —respondió Morann—. Por cierto —añadió—, vi a otra prima tuya, creo. Llegaba a Dyflin precisamente cuando yo me marchaba, para ponerse a salvo mientras su esposo está lejos, luchando en la batalla.

—¿Sí? ¿Y quién era?

—Está casada con un hombre muy rico de Rathmines. ¿No se llama Caoilinn?

—Oh. —Osgar se detuvo y clavó la vista en el suelo—. Sí, ese es su nombre —añadió en voz baja—. Caoilinn.

Era el último día antes de la partida. A Osgar le gustaba dedicar la primera hora de la mañana a practicar con las ilustraciones. Si la caligrafía era un trabajo de precisión, la ilustración era todavía más complicada. Primero estaba el diseño, que podía ser simple o complejo. Solo los muy diestros en geometría acometían los dibujos celtas, pero una vez estaba hecho el dibujo y era copiado en limpio y transferido a la vitela, comenzaba la delicada tarea de elegir los colores y pintarlos despacio con pinceles finos como agujas, algo que requería una habilidad y una paciencia extraordinarias.

Los mismos pigmentos eran excepcionales y muy valiosos. Mojó el pincel en uno rojo para colorear parte del diseño en forma de concha de uno de los ángulos. Se trataba de unas plumas. Algunos rojos se hacían a partir del plomo, pero aquél debía de proceder del cuerpo preñado —sí, tenía que ser preñado— de cierto insecto mediterráneo. Los verdes se obtenían del cobre, pero había que ser cuidadoso. Si después la página se mojaba, el cobre podía corroer la vitela. Los blancos solían hacerse con yeso y los dorados eran aún más complejos. El pigmento para el oro era en realidad un amarillo, el sulfito de arsénico, pero una vez aplicado, adoptaba un brillo metálico que hacía que pareciese pan de oro. Pero el más preciado y raro de todos era el azul lapislázuli. Procedía del lejano Oriente, de un lugar donde, se decía, las montañas, más altas incluso que los Alpes, se alzaban en el cielo azul hasta tocarlo. Un país sin nombre, o eso contaban.

En opinión de Osgar, el arte más grande de todos era la superposición de capas de colores, una encima de la otra, de modo que no solo se lograsen sutiles degradaciones de tono, sino también un relieve que, visto desde arriba por el ojo de Dios, parecía un paisaje.

Pero aquella mañana, cuando entró en el scriptorium, Osgar no se molestó en practicar un pobre arte terrenal, sino que se dirigió al gran libro del atril. Al fin y al cabo, era la última oportunidad que tenía de hacerlo.

Era un prodigio. Mientras contemplaba aquella obra maestra, le costaba creer que quizá no volvería a verla. Había explorado sus cremosas páginas de vitela durante dos meses y había descubierto sus maravillas, y del mismo modo que un peregrino en una ciudad santa ha llegado a conocer todos sus caminos y lugares secretos, casi sentía que el gran tesoro le pertenecía.

Y es que el libro que tenía delante era como una ciudad celestial. Cuatro Evangelios: cuatro puntos del compás, los cuatro brazos de la santa cruz. Irlanda tenía cuatro provincias. Hasta el poderoso Imperio romano, en sus últimos tiempos, cuando ya era cristiano, se había dividido en cuatro partes. Al comienzo de cada uno de los Evangelios había tres magníficas iluminaciones a página completa. La primera era el símbolo alado del evangelista, Mateo el hombre, Marcos el león, Lucas el toro y Juan el águila; después había una página de retratos y en la tercera aparecían las primeras palabras del Evangelio formando parte de un gran dibujo. Una trinidad de páginas para empezar cada uno de los cuatro Evangelios. Tres más cuatro: los siete días de la semana. Tres veces cuatro: los doce apóstoles.

Había otras iluminaciones a página completa en lugares apropiados del volumen, como el dibujo de la cruz de los ocho círculos, la Virgen y el Niño y el gran símbolo Ji-Ro con el que Mateo inicia el relato del nacimiento de Jesús.

El esplendor de las páginas residía en sus colores: rojos y malvas intensos y suntuosos, púrpuras, verdes esmeralda y azules zafiro; la tez pálida, como marfil viejo, de la cara de los santos, y por doquier el brillante amarillo gracias al cual parecían retablos esmaltados en oro.

En cambio, su magnificencia se debía a su construcción. Espirales triples encerradas en círculos, cenefas de lazos y nudos entrelazados; motivos del pasado más antiguo de la isla a los que se sumaban los símbolos cristianos: el águila de Juan, el pavo real, símbolo de la incorruptibilidad cristiana; peces, serpientes, leones, ángeles con trompetas, todo estilizado en dibujos geométricos. También había figuras humanas, agrupadas en las albanegas de las esquinas o alrededor de la base de las letras de oro, hombres con los brazos y las piernas extendidas de modo que, en este cosmos céltico, el cuerpo humano y el dibujo abstracto se fundían en una sola cosa. Y aquellos dibujos eran interminables; unos entrelazados repetidos de tal complejidad oriental que el ojo nunca podía desentrañarlos: discos de espirales situados en grupos, círculos y punteado, formas de serpiente y filigrana… De no haber sido por la sólida y monumental geometría de la composición, el exuberante desbordamiento de la decoración céltica se habría desmadrado por completo.

Ah, aquél era el quid de la cuestión. Era, pensó Osgar, el prodigio de todo ello porque, tanto si se trataba de la gran imagen cruciforme de los cuatro evangelistas como del intenso y sinuoso símbolo del Ji-Ro, el mensaje de las páginas iluminadas era inconfundible. Del mismo modo que en sus últimos tiempos, el imperturbable Imperio de la Roma pagana había intentado frenar, con sus numerosas legiones y sus macizas murallas, a las hordas de bárbaros, ahora, la Iglesia romana, con el poder superior y la autoridad de la religión verdadera, imponía su orden monumental en la anarquía de los idólatras, construyendo no solo una ciudad imperial, sino también celestial, eterna, integradora, intemporal y bañada en una luz espiritual. Osgar contemplaba las páginas de día y, a veces, soñaba con ellas por la noche. En una ocasión, había incluso soñado que, al entrar en la iglesia del monasterio, había encontrado el libro abierto. Dos de sus páginas, que se habían soltado del volumen, habían aumentado increíblemente de tamaño. Una era un mosaico de oro de la pared, la otra era como una gran celosía bizantina de oro e iconos en el coro, que le impedía el paso hacia el altar. Y mientras se acercaba, la celosía de oro había destellado, como si estuviera bruñida por un fuego oscuro y sagrado y él la había tocado con suavidad y había emitido un sonido bronco como un «gong» antiguo.

Ahora, sin embargo, tenía que marcharse con Morann y la hermana Martha. Acompañaría a la monja a Kildare y luego se adentraría en las montañas y regresaría a Glendalough. Y Morann iría a Dyflin y quizá vería a Caoilinn. Bueno, no podía quejarse. Aquélla era la vida que había elegido.

—Salió de la mano de san Colum Cille.

La voz sonó a su espalda y Osgar se sobresaltó. Era el viejo monje encargado del scriptorium. No lo había oído llegar.

—Eso dicen —murmuró.

San Colum Cille, el santo real, descendiente directo del mismísimo Niall, el de los Nueve Rehenes. Colum Cille, la Paloma de la Iglesia, que había fundado el famoso monasterio de la isla de Iona, frente a la costa septentrional de Britania. Ciertamente, era un célebre calígrafo, pero Colum Cille había vivido solo un siglo después de san Patricio, por lo que Osgar, que había examinado diversos libros de la biblioteca del monasterio, creía que el gran libro era de una fecha posterior.

Kells se había fundado hacía dos siglos como refugio para algunos monjes de la comunidad de Iona, después de que los vikingos atacaran el monasterio de la isla y unas cuantas ilustraciones estaban incompletas, por lo que acaso el gran libro hubiera sido preparado en Iona y los vikingos hubiesen interrumpido su confección.

—Os he estado vigilando, ¿sabéis?

—¿Sí?

En los dos meses que llevaba allí, el custodio del scriptorium apenas le había dicho una palabra más allá de lo indispensable y, cuando en un par de ocasiones había visto al viejo mirándolo con aire severo, había tenido la sensación de que el hombre lo desaprobaba. Se preguntó qué habría hecho mal, pero, para su sorpresa, al volverse, vio una sonrisa dibujada en la boca de dientes cariados y rotos del monje.

—Sois un estudioso, lo veo. La primera vez que os vi, me dije: «Ahí está un auténtico erudito de la raza de nuestra isla».

Osgar quedó tan complacido como sorprendido. Desde las lecciones sobre el asunto que le daba su tío cuando era niño, había sentido un orgullo justificable en los logros de sus paisanos porque, si bien eran los bárbaros los que ocupaban buena parte del mundo, habían sido los monjes misioneros de la isla occidental quienes se habían dirigido a los viejos territorios celtas del arrasado Imperio romano para reafirmar la civilización cristiana. Desde la Iona de Colum Cille, habían fundado otros centros notables, como el gran monasterio occidental de Lindisfarne, y habían convertido a casi toda la zona septentrional de Inglaterra. Otros habían ido a la Galia, a Germania y Borgoña y algunos habían, incluso, cruzado los Alpes hasta el norte de Italia. Con el paso del tiempo, a los monjes los siguieron los peregrinos celtas en considerable número, los cuales se dirigían hacia el sur por las vías de los peregrinos que llevaban a Roma. La Iglesia celta no solo había llevado de regreso la antorcha de la verdad, sino que se había convertido también en el mayor guardián de la cultura clásica. Las Biblias latinas y sus comentarios, las obras de los autores latinos más célebres —Virgilio, Horacio, Ovidio—, y hasta las de algunos filósofos, fueron todas copiadas y conservadas como tesoros. Los príncipes ingleses enviaron a sus hijos varones a estudiar a la isla occidental, donde algunos de sus monasterios eran prácticamente academias. Los eruditos de la isla eran célebres en todas las cortes de Europa. «Esos celtas de la isla son los mejores gramáticos», solía decirse entre la nobleza.

Personalmente, Osgar opinaba que aquel dominio se debía en buena parte a la gran tradición de la lengua celta de los isleños, compleja a la par que poética. De hecho, en privado dudaba de que los hablantes de la lengua anglosajona pudieran apreciar alguna vez la literatura clásica. Y recordó que uno de los monjes de Glendalough había comentado una vez: «Anglosajón, en esa lengua hablaría una techumbre de bálago, si pudiera hacerlo». Y se alegraba de que los cronistas del monasterio también se hubieran tomado la molestia de registrar la vieja tradición celta en la escritura. Los monjes isleños habían incluido en sus crónicas del pasado desde los antiguos códigos de leyes brehon de las tribus y de los druidas hasta los viejos cuentos de tradición oral que cantaban los bardos. Las historias de Cuchulainn, Finn Mac Cunaill y otros héroes y dioses celtas se encontraban ahora en las bibliotecas monásticas, junto con los textos clásicos y las Sagradas Escrituras. Y no solo eso. Cuando los monjes irlandeses, impregnados de la sonora tradición de sus himnos latinos, tomaron la rica aliteración de los antiguos versos celtas y la transformaron en una poesía irlandesa escrita más evocadora e inquietante de lo que lo fuera el original pagano, surgió una nueva tradición literaria. Había que reconocer que las tramas de los relatos habían cambiado un poco. En esos viejos cuentos, pensó Osgar, había cosas que ningún cristiano se prestaría a escribir, pero la gran poesía majestuosa de los ancestros seguía allí, era el alma celta de la obra.

Una cosa sí lamentaba: que los monjes de la isla hubieran abandonado la vieja tonsura de los druidas. Dos siglos después de san Patricio, el Papa había insistido en que todos los monjes de la cristiandad se afeitaran solo la coronilla, a la manera romana, y después de algunas protestas, la Iglesia celta lo había aceptado. «Pero en el fondo todavía son celtas», le gustaba decir medio en broma.

—¿Y mañana os vais? —le preguntó el viejo monje.

—Sí.

—Con tantos problemas como hay en el mundo —dijo el anciano suspirando—. Habrá hombres de Brian Boru por todo el Leinster, y solo Dios sabe qué se traen entre manos. Deberíais quedaros más y esperar hasta que viajar sea seguro.

Osgar le contó que iba a acompañar a la hermana Martha, pero el viejo monje sacudió la cabeza.

—Es terrible que un erudito como vos tenga que salir al mundo por una monja de Kildare —concluyó antes de darse la vuelta y alejarse.

Regresó al cabo de unos momentos con un trozo pequeño de pergamino en la mano, el cual depositó en la mesa delante de Osgar.

—Mirad esto.

Era un dibujo hecho con tinta negra. Osgar nunca había visto nada parecido. Era como un trébol compuesto de tres espirales vagamente unidas, que le recordaba los trifolios que había visto en algunas de las mejores iluminaciones, pero a diferencia de estos, en los que las espirales estaban dispuestas en un diseño perfectamente geométrico, las líneas espirales parecían perderse hacia los extremos, como si hubieran quedado atrapadas en medio de un asunto inconcluso y sin final.

—Esto lo copié yo —dijo el anciano con orgullo.

—¿De dónde?

—De una gran piedra, en las viejas tumbas encima del Boyne. Paseaba por allí a menudo. —Contempló su obra con satisfacción—. Así es como está grabada. La copia es exacta.

Osgar continuó contemplando el dibujo. Las líneas errantes parecían antiguas.

—¿Sabríais decir qué significa? —preguntó el anciano.

—No, lo siento.

—Nadie lo sabe. —El monje suspiró y luego se animó—. Pero es una cosa curiosa, ¿no os parece?

Lo era. Y por extraño que resultase, aquella noche, después de salir de la biblioteca, fue aquel curioso dibujo, más incluso que los magníficos Evangelios, lo que permaneció rondando en su imaginación, como si las espirales que se extraviaban contuvieran un mensaje indescifrable sobre su destino para aquellos que estuvieran a punto de emprender un viaje.

Partieron al romper el alba. El día anterior, la nieve se había fundido y aunque hacía frío, no había escarcha y el suelo estaba mojado. Se desplazaron en una pequeña carreta que Morann les había proporcionado y no se cruzaron con ningún otro viajero. Cada vez que llegaban a una granja, preguntaban si había noticias de las fuerzas del Munster, pero nadie había visto u oído nada. Parecía que en aquella parte del territorio, por lo menos, todavía reinaba la tranquilidad. A primera hora de la tarde llegaron al Boyne, a un punto en el que había un vado. Una vez lo dejaron atrás, continuaron hacia el sur bajo un cielo plomizo.

El día trascurrió apaciblemente. Estuvieron atentos a la presencia de grupos de cuatreros, pero no vieron ninguno. Cuando comenzaba a oscurecer divisaron humo procedente de una granja situada junto a un viejo rath y en ella encontraron a un pastor y su familia. Reconfortados por el calor del fuego y la acogida que les brindaron, pasaron allí la noche. El pastor les dijo que Brian Boru, junto con un inmenso ejército, había ido a Dyflin y que ahora estaba acampado en las proximidades.

—Dicen que piensa quedarse hasta después de Navidad —explicó el pastor.

Al preguntarle si habían tenido algún problema, contestó:

—No, por aquí no.

A la mañana siguiente, cuando se pusieron de nuevo en camino, el cielo estaba encapotado. Ante ellos se extendía un amplio terreno llano. A la derecha, hacia el este, comenzaba una gran zona de marismas. Al este, a dos días de viaje, se hallaba Dyflin. Delante, hacia el sur, la llanura estaba formada por bosques que alternaban con grandes espacios abiertos. Si viajaban a un paso razonable, a última hora de la tarde llegarían al mayor de estos espacios abiertos, la baldía meseta de Carmun, donde en tiempos inmemoriales, los habitantes de la isla se reunían para el festival pagano de Lughnasa y las carreras de caballos. Y el gran monasterio de Kildare, su destino, se encontraba a una corta distancia de los terrenos de las antiguas carreras.

Cuando llegaron a la entrada de Carmun, la tarde había casi terminado y caía la noche. Una extraña luz grisácea teñía el cielo. Los enormes espacios vacíos y llanos se veían misteriosos y algo amenazantes. Hasta Morann se sentía intranquilo y Osgar advirtió que miraba, nervioso, a su alrededor. Antes de que llegaran a Kildare, sería de noche. Miró a la hermana Martha.

La bondadosa monja era, ciertamente, una magnífica compañera de viaje. No hablaba a menos que alguien se lo pidiera; cuando lo hacía, exhibía sensatez y buen humor. Cuidando a los enfermos debía de ser estupenda, pensó Osgar. ¿Estaba ahora algo nerviosa? El monje estaba dispuesto a reconocer, al menos para sí, que él lo estaba, pero la hermana no daba muestras de ello. Al cabo de unos momentos, ella le sonrió.

—¿Os gustaría recitar algo conmigo, hermano Osgar? —preguntó de repente.

Él comprendió enseguida. Aquello los ayudaría a controlar la inquietud.

—¿Qué os gustaría? —inquirió—. ¿Un salmo, tal vez?

—El escudo de Patricio, creo —respondió la religiosa.

—Una elección excelente.

Era un poema muy hermoso. La tradición decía que lo había compuesto san Patricio, y podía ser cierto. Se trataba de un himno de alabanza, pero también de protección, y no estaba compuesto en latín sino en irlandés, lo cual resultaba apropiado, ya que aquel gran cántico cristiano, tan lleno del arrobo que se derivaba de la contemplación de la creación terrena de Dios, tenía un carácter druídico que recordaba a algunos poetas de la antigua tradición celta, como Amairgen.

Osgar acometió la primera estrofa, cantándola con firmeza:

Hoy me elevo,

con el espíritu fuerte

invoco el Tres.

Trinidad,

confieso el Uno,

Creador de la Creación.

Entonces la hermana Martha cantó la segunda:

Hoy me elevo

con el nacimiento de Cristo…

Su voz tenía una alegre energía y resultaba casi musical. Era una buena compañera de viaje, pensó Osgar, mientras cruzaban el terreno abierto. Y cuando llegaban al núcleo druídico del poema, se descubrieron turnándose, recitando un verso cada uno.

Hoy me elevo

por el poder del Cielo,

luminoso como el sol,

brillante como la luna,

espléndido como el fuego,

rápido como el relámpago,

veloz como el viento,

profundo como el mar…

El aire de la noche era cada vez más frío; sin embargo, a medida que cantaban juntos el conmovedor poema en aquel lugar lleno de resonancias, rodeados de una hierba verde y sintiendo el aire frío en sus enrojecidas mejillas, Osgar experimentó que su estado de ánimo cobraba vitalidad. En su voz había audacia y virilidad y la hermana Martha sonrió. Y no terminaron el himno hasta que, en la oscuridad creciente, divisaron las murallas de Kildare, que se alzaban majestuosas ante ellos.

A la mañana siguiente, tras despedirse de la monja, los dos hombres se dispusieron a seguir sus caminos separados. El tiempo había cambiado. Hacía frío, pero el cielo estaba despejado y el día era claro y brillante. El viaje de Kildare a Glendalough no era difícil y como no encontraron problemas, a Osgar no le importó tener que seguir solo. Primero iría a un pequeño convento situado bajo las vertientes occidentales de los montes de Wicklow, a menos de veinte kilómetros de distancia. Por suerte, los monjes habían prestado recientemente un caballo a uno de los sirvientes de la abadía y habían encargado a Osgar que lo devolviera. Después de pasar la noche allí, decidió que tomaría el camino de montaña que subía hasta Glendalough, un sendero familiar por el que llegaría fácilmente allí a la tarde siguiente.

Mientras tanto, Morann tenía la intención de ultimar sus negocios en Kildare y tomar luego la carretera que pasaba por Carmun. Él también haría noche por el camino y llegaría a Dyflin al día siguiente.

Como no había necesidad de apresurarse, Osgar dedicó un par de agradables horas a visitar la población del monasterio de Kildare.

Se trataba de un lugar santo. Osgar sabía que, antes de que el cristianismo llegara a la isla, allí había habido un santuario, un robledal consagrado a Brígida, la diosa celta de la salud, cuyo festival era Imbolc, que se celebraba a principios de febrero. Patrona de las artes y de la poesía, Brígida también era la protectora de la provincia del Leinster, y para asegurarse su favor, las sacerdotisas del santuario mantenían un fuego sacro siempre encendido, de noche y de día. Los detalles exactos nunca habían estado claros, pero parecía que más o menos una generación después de las actividades de san Patricio en el norte, la entonces sacerdotisa suprema del santuario, a la que se conocía por su título de sacerdotisa de Brígida, se había convertido a la nueva religión romana.

En los siglos que siguieron, el santuario no solo había adquirido un nuevo nombre —Kildare, Cill Dare, la iglesia del roble—, sino que la sacerdotisa de nombre desconocido también se había convertido en una santa cristiana, con las mismas advocaciones que la antigua diosa pagana, además de una vida personal paralela y unos milagros similares. Como erudito que era, Osgar sabía que los cronistas siempre tenían preparadas esas biografías para la recreación necesaria de las vidas de los santos, pero eso no se alejaba del punto esencial, que era que santa Brígida, patrona de los poetas, de los herreros y de la salud, había entrado en el calendario cristiano, junto con el día de su onomástica, el 1 de febrero, que era precisamente la fecha del antiguo festival pagano de Imbolc.

Ahora era un lugar enorme, más grande incluso que Kells. Se trataba de una población importante —con un núcleo sagrado, un anillo interior de edificios monásticos y viviendas para los seglares en la parte de fuera— que contenía dos conventos, uno para monjes y el otro para monjas, bajo el mandato de un único superior. Rico y poderoso, Kildare contaba incluso con un cuerpo de hombres armados para su protección.

Mientras Osgar contemplaba una de las cruces más hermosas de la población, decidió cambiar de planes.

La idea se le ocurrió por primera vez mientras estaba trabajando en Kells, pero se le antojó innecesaria. Durante el viaje, le había vuelto a la mente un par de veces, pero ahora, debido tal vez a que el sol brillaba con tanta alegría en el terreno helado y porque Morann también iba hacia allí, de repente sintió la necesidad imperiosa de visitar Dyflin.

Al fin y al cabo, como recordó, en Glendalough no lo esperaban un día en concreto. Si no hubiese bajado a Kildare a acompañar a la hermana Martha, probablemente habría regresado a Glendalough pasando por Dyflin de todos modos. Con todos los problemas que había en aquel momento, era un deber familiar cerciorarse de que su anciano tío se encontraba bien. Además, como el pequeño monasterio familiar estaba bajo los auspicios de Glendalough, imaginaba que el abad de Glendalough agradecería que le llevara noticias de allí. Y si por casualidad veía a Caoilinn, de quien Morann había dicho que ahora estaba en la ciudad, en casa de su padre, eso no tendría nada de malo. Así, cuando Morann salió de su reunión de negocios, Osgar le preguntó al sorprendido joyero si, en vez de ir a Glendalough, podía viajar con él en el carro hasta la ciudad.

El hombre lo miró con cautela.

—Allí quizás haya problemas todavía —le advirtió.

—Pero tú vas a ir de todos modos —sonrió Osgar—. Estoy seguro de que contigo no correré ningún peligro.

Se pusieron en camino una hora antes del mediodía. Durante las dos primeras horas, el viaje transcurrió sin incidencias. En el suelo había una capa de escarcha y, mientras cruzaban los grandes espacios abiertos de Carmun, la tierra refulgía de verde brillante con los reflejos del sol. Osgar sintió una extraña felicidad y un cosquilleo de emoción que crecía a cada kilómetro que avanzaban. Y aunque se dijo al principio que aquello se debía a que pronto vería a su familia del monasterio, luego cedió y reconoció, sonriendo para sus adentros, que era porque tal vez se reencontraría con Caoilinn. A primera hora de la tarde ya habían comenzado a ascender el sendero que llevaba hacia el norte. Las grandes laderas de los montes de Wicklow se alzaban unos cuantos kilómetros al oeste.

Fue Osgar quien descubrió al primer jinete. Cabalgaba por una senda que quedaba unos kilómetros a su derecha. Mientras lo señalaba para que Morann lo viera, advirtió que otros lo seguían a poca distancia y que también había hombres a pie. Entonces vio una carreta en la distancia y más jinetes. Y al mirar hacia el sur, se percató de que estaban a punto de encontrarse con un gran grupo de gente que se dirigía hacia la llanura que se extendía a los pies de los montes de Wicklow. No tardaron mucho en estar lo bastante cerca para dar el alto a uno de ellos. Se trataba de un hombre de mediana edad, envuelto en una manta. Tenía la cara surcada con un reguero de sangre seca y le preguntaron qué había ocurrido.

—Una gran batalla —gritó—. Ahí abajo. —Señaló hacia el sur—. En Glen Mama, junto a las montañas. Brian nos ha derrotado. Nos ha destruido.

—¿Y dónde está Brian, ahora? —quiso saber Morann.

—Se os ha adelantado. Sus hombres y él han pasado por aquí hace mucho. Brian debe de haber corrido como el mismísimo diablo —gimió, sombrío—. Seguro que ahora ya está en Dyflin.

Morann frunció los labios. Osgar sintió un pequeño pinchazo de temor, pero no dijo nada. El jinete se alejó y, tras una corta pausa, Morann se volvió hacia Osgar.

—Yo debo seguir adelante, pero tú no tienes ninguna necesidad de hacerlo. Puedes regresar caminando a Kildare y llegarás antes del anochecer.

Osgar reflexionó unos instantes. Pensó en su tío, en el monasterio familiar. Pensó en Caoilinn.

—No —dijo—. Iré contigo.

Al cabo de un rato, se encontraron confluyendo con una sucesión de hombres que volvían a casa. Muchos estaban heridos. Aquí y allá había carretas que llevaban a los que no podían caminar o montar. No hablaron mucho, pero todos los que lo hicieron contaron la misma historia: «Ahí abajo, en Glen Mama, hemos dejado más muertos que vivos», explicaron. La breve tarde tocaba a su fin cuando divisaron un pequeño convento junto a un río.

—Ahí será donde nos detengamos —anunció Morann—. Si mañana por la mañana salimos muy temprano, avistaremos Dyflin antes del mediodía.

Osgar advirtió que había ya una gran cantidad de gente descansando en aquel lugar.

Morann estaba preocupado. En realidad, no había querido que el monje lo acompañara. No se trataba de que no sintiera afecto por él, pero representaba una complicación, una responsabilidad adicional; posiblemente entrañaba un riesgo.

¿Qué le aguardaba? Un ejército conquistador después de la batalla es un animal peligroso: saqueos, pillaje, violaciones; siempre sucedía lo mismo. Incluso un rey tan poderoso como Brian podía no ser capaz de controlar siempre a sus hombres. Muchos comandantes dejaban que las tropas hicieran lo que quisieran durante un par de días y luego volvían a atar corto a los soldados. Los conventos, con sus recintos amurallados, serían seguros, Brian se cercioraría de eso, pero acercarse a la zona de Dyflin podía resultar peligroso. ¿Cómo afrontaría aquellas cosas el monje callado? ¿Le serviría de algo tenerlo por acompañante? ¿Se entremetería y necesitaría que cuidaran de él? Y además, había otra consideración. El primer objetivo de Morann sería encontrar a Astrid y a sus hijos y, si era necesario, ayudarlos a escapar. No quería que el monje ocupara un sitio valioso en la carreta. Deseó que Osgar no lo hubiese acompañado.

Y sin embargo, no podía menos que admirarlo. El convento donde iban a pasar la noche era pequeño, con menos de una docena de residentes. Los monjes estaban acostumbrados a ofrecer refugio a los viajeros, pero, al anochecer, habían quedado absolutamente desbordados. Debía de haber unos cincuenta o sesenta hombres cansados y heridos, algunos de ellos agonizando, acampados en el pequeño patio o al otro lado de las puertas. Los monjes les daban la comida que tenían e intentaban vendarles las heridas. Y Osgar los ayudaba.

Era impresionante. Se movía entre los heridos y los agonizantes, dando agua y comida a uno, limpiando las heridas a otro, o sentándose junto a un pobre individuo al que el pan o las vendas ya no le servían de nada. Parecía poseer no solo una serena competencia, sino también una benevolencia y afabilidad extraordinarias. Durante la noche —porque parecía poder pasarse sin dormir—, se sentó al lado de dos hombres que agonizaban, rezando con ellos y, cuando llegó el momento, les administró la extremaunción. Y en sus rostros podía verse que les había aportado paz y consuelo. No era solo lo que hacía, advirtió Morann, sino también algo que había en sus maneras, una serenidad que irradiaba su cuerpo elegante y magro, de la que a buen seguro él no era consciente.

—Tienes un don —le comentó el joyero en un descanso de su vigilia, pero Osgar solo pareció sorprenderse.

Cuando amaneció, los monjes se habrían alegrado de que se quedara. Algunos de los hombres que descansaban allí todavía no estaban en condiciones de reanudar el viaje y aún llegaban más.

—Esta mañana habrá incursiones —le dijo Morann a Osgar—. ¿Estás seguro de que no sería mejor que te quedases aquí?

—No —respondió Osgar—. Iré contigo.

La mañana era diáfana, con el cielo azul. Las cimas de los montes de Wicklow estaban enharinadas y la nieve brillaba bajo el sol.

Pese a las tristes escenas de la noche anterior y al peligro que tal vez los aguardaba, Osgar sintió emoción combinada con una gozosa calidez. Iba a ver a Caoilinn. La primera parte del viaje transcurrió en silencio y dejó que su mente divagara un poco. Imaginó a Caoilinn en peligro. Imaginó que llegaba y veía sorpresa y alegría en su rostro. Imaginó que la salvaba, que ahuyentaba a sus asaltantes y que la llevaba a un lugar seguro. Sacudió la cabeza. Visiones improbables, sueños de adolescente. Pero siguió soñando de todos modos, varias veces, mientras la carreta seguía traqueteando bajo las relucientes montañas.

Entonces notó que Morann le daba unos golpecitos.

Delante había una pequeña cuesta, y detrás, una granja. Y junto a ella había hombres montados a caballo.

—Problemas —dijo Morann con expresión sombría.

—¿Cómo lo sabes?

—No lo sé, pero lo sospecho. —Estrechó los ojos—. Parece un grupo de cuatreros. —Miró a Osgar—. ¿Estás preparado?

—Sí, supongo que sí.

Siguieron avanzando y vieron lo que ocurría. El grupo de cuatreros estaba formado por tres hombres. Habían ido a por ganado y al encontrar solo unas pocas reses en la heredad, era evidente que habían decidido llevárselas todas. Osgar distinguió a una mujer en pie, a la entrada de la granja, con un niño detrás de ella. Un hombre, probablemente su marido, intentaba razonar con los asaltantes, que no le hacían el menor caso.

—Osgar —dijo Morann en voz baja—, detrás de ti hay una manta con una espada debajo. Échate la manta sobre las rodillas y esconde el arma entre las piernas.

Osgar palpó la manta en busca de la espada e hizo lo que Morann le había dicho.

—Cuando la quieras, pídela.

El hombre de la granja gritaba. Los jinetes sacaban el ganado de sus establos. Osgar vio que el granjero corría hacia delante y agarraba a uno de los ladrones por la pierna, reconviniéndolo, y le tiraba de la extremidad, desesperado.

El movimiento fue tan rápido que Osgar no llegó a ver en acción la mano del jinete. Vio, sin embargo, la espada; un único y repentino destello bajo el sol de la mañana. Entonces vio caer al granjero, que se desplomó al suelo.

El cuatrero ni siquiera lo miró y siguió cabalgando para dirigir el ganado, mientras la mujer corría hacia su marido gritando, con el niño a su lado.

Cuando llegaron junto a él, estaba a punto de morir. Los ladrones ya se retiraban. Osgar se apeó de la carreta. El pobre sujeto del suelo, todavía consciente, advirtió que aquel hombre le administraba la extremaunción. Murió momentos después, con la mujer y el niño en el suelo, llorando a su lado.

Osgar se incorporó despacio y miró al difunto. No dijo nada. Morann le comentaba algo, pero no lo oyó. Lo único que lo absorbía era la cara del muerto, un hombre al que no conocía. Un hombre que había muerto por nada, en un momento estúpido, de una manera estúpida. La misma cara pálida, los mismos ojos muy abiertos. La sangre. El horror. Siempre era igual. La ilimitada crueldad humana y la violencia sin causa. La inutilidad de todo ello.

Las visiones que lo habían perturbado en una época, después de que de joven matara al asaltante de caminos, se habían difuminado hacía mucho tiempo. Volvían de vez en cuando, pero como reminiscencias, como cosas que pertenecían al pasado. Y arriba, en la tranquilidad y la seguridad de Glendalough, pocas razones había para que fuera de otro modo. Pero ahora, mirando de repente aquel terrible y ensangrentado desecho humano, volvió a ser presa del viejo horror, con la misma crudeza e intensidad que había experimentado mucho tiempo atrás.

«Yo también maté a un hombre —pensó—. Yo también hice esto». Que hubiera sido o no en defensa propia no parecía cambiar las cosas. Y lo mismo que la otra vez, hacía tantos años, sintió una enorme necesidad de alejarse, de no participar más en aquellos acontecimientos trágicos y malvados. «Nunca más —se prometió—. Nunca más».

Notó que Morann le tiraba del brazo.

—Debemos continuar —le decía el joyero—. Aquí ya no podemos hacer nada.

Cuando se encontró de nuevo sentado en la carreta con la espada entre las piernas, Osgar se sintió aturdido. Morann había retomado el camino. Los ladrones se hallaban a cierta distancia a su izquierda, pero le pareció que los estaban vigilando. Al cabo de unos momentos, dejaron el ganado y se dirigieron hacia ellos. Oyó que Morann le decía que no perdiera la calma y sintió que su mano se cerraba con fuerza alrededor de la espada, todavía escondida debajo de la manta entre sus piernas. Los jinetes llegaron a su lado.

De los tres hombres, dos llevaban unos gruesos justillos de cuero y portaban espadas. Era obvio que se trataba de soldados. El tercero, un individuo delgado y con los dientes rotos, iba envuelto en una capa y no parecía pertenecer al grupo de los otros dos. El soldado que había matado al granjero dijo:

—Vamos a necesitar la carreta.

Era una orden, pero mientras Osgar, reacio, comenzaba a moverse, Morann le puso la mano en el brazo y se lo impidió.

—Eso es imposible.

—¿Por qué?

—Porque la carreta no es mía. Pertenece al monasterio. —Señaló a Osgar—. Al monasterio de Dyflin, adonde llevo a este buen monje. Creo que al rey Brian no le gustaría que os quedarais con la carreta del monasterio —añadió, mirándolo con serenidad.

El soldado reflexionó unos instantes. Estudió a Osgar con ojos curiosos y llegó a la conclusión de que era realmente un monje. Asintió despacio.

—¿Lleváis objetos de valor?

—No.

El rostro de Morann irradiaba confianza. Aparte de un poco de plata escondida en la ropa, no tenían nada.

—¡Mienten! —exclamó el individuo de los dientes rotos, que tenía la mirada algo enloquecida—. Déjame que los registre.

—Harás lo que yo te diga y ayudarás a conducir el ganado —le ordenó el soldado en tono lacónico. Luego, se volvió hacia Morann y dijo—: Seguid.

Reemprendieron la marcha. Los soldados y el ganado quedaron atrás.

—Qué bien que te he tenido conmigo —dijo Morann con una triste sonrisa.

Subieron una pequeña cuesta y, cuando estaban en lo alto descansando unos minutos, vieron algo inquietante en la distancia. Una columna de humo se elevaba hacia el cielo. Era humo que debía de proceder de un gran fuego, tal vez de muchos fuegos. A juzgar por su dirección, solo podía venir de Dyflin. Osgar vio que Morann sacudía la cabeza y lo miraba, dudoso, pero continuó adelante.

Al cabo de unos momentos, oyeron el sonido de un caballo galopando a su espalda. Osgar se volvió y, para su sorpresa, vio que era el individuo delgado de los dientes rotos. Iba directo hacia ellos y resultaba evidente que se había separado de los soldados. Cuando se acercó, descubrió, horrorizado, que blandía una espada. Su mirada se veía más enloquecida que antes.

—Saca la espada —dijo Morann en voz baja.

Sin embargo, firme, y aunque lo había entendido perfectamente bien, Osgar no se movió. Parecía haberse quedado helado. Morann le dio un codazo impaciente.

—Va a atacarte, saca la espada.

Y siguió sin hacer nada. El tipo se encontraba solo a unos pasos de él. Morann tenía razón. Se estaba preparando para golpearlo.

—¡Por el amor de Dios, defiéndete! —gritó Morann.

Osgar notaba la espada en la mano y, sin embargo, no la movía.

No sentía miedo, eso era lo más extraño de todo. Su parálisis no tenía nada que ver con el pavor. En aquel momento, apenas le importaba que el hombre lo golpeara, porque si lo golpeaba él, seguramente lo mataría. Y lo único que sabía en aquel instante era que había tomado la decisión de no matar a ningún hombre. No quería participar en ello.

Cuando Morann le arrebató la espada de las manos, casi no lo notó. Solo sintió, por un momento, el fuerte brazo izquierdo de su compañero que, cruzándose delante de él, se abalanzaba sobre su asaltante. Oyó el entrechocar del acero, sintió que el cuerpo de Morann se retorcía violentamente y oyó el grito terrible del tipo delgado que se desplomaba del caballo. Al cabo de un momento, Morann saltó de la carreta y hundió la espada en el pecho herido del atacante. Aquel hombre flaco estaba tendido en el suelo y echaba espumarajos de sangre por la boca. Morann se volvió hacia Osgar y comenzó a maldecirlo.

—¿En qué estabas pensando? Podíamos haber muerto los dos… Dios mío, no sirves de nada, ni a un hombre ni a un animal. ¿No serás el cobarde más grande que haya nacido nunca?

—Lo siento.

¿Qué otra cosa podía decir? ¿Cómo podía explicar que no tenía miedo? ¿Cómo iba a cambiar eso las cosas? Osgar lo ignoraba.

—No tenía que haberte traído conmigo —gimió el joyero—. No tenía que haberlo hecho. No me sirves de nada, monje, y eres un peligro incluso para ti mismo.

—Si ocurre otra vez… —dijo Osgar débilmente.

—¿Otra vez? No habrá otra vez. —Morann hizo una pausa y luego anunció con determinación—: Vas a regresar.

—Pero no puedo. Mi familia…

—Si en Dyflin hay un lugar seguro, es el monasterio de tu tío —le dijo Morann.

—Y Caoilinn… Estará en la ciudad, probablemente.

—¡Cielo santo! —exclamó Morann—. ¿Qué demonios puede hacer por Caoilinn un inútil y un cobarde como tú? Pero si no podrías ni salvarla de un ratón. —Respiró hondo y prosiguió con algo más de amabilidad y en tono razonable—. Con los enfermos y los agonizantes eres maravilloso, Osgar. Te he estado observando. Deja que te lleve de vuelta a un lugar donde te necesitan. Dios te ha hecho para una cosa, hazla, y deja que yo me ocupe de salvar a la gente.

—Creo de veras que… —comenzó a decir Osgar, pero el joyero lo interrumpió con firmeza.

—En mi carreta no te llevo más.

Y antes de que Osgar pudiera decir nada, Morann montó en el vehículo, le dio la vuelta y regresó por donde había venido.

Por el camino no se cruzaron con nadie. Los ladrones de ganado se habían esfumado y la gente de la finca ya había llevado el cadáver del granjero al interior de la vivienda. Divisaron en la distancia el pequeño convento donde habían pasado la noche y Osgar le pidió a Morann que se detuviera.

—Supongo que tienes razón —dijo con voz lastimera—. Ahí es donde debo ir, pues me necesitan. Así que deja que me apee y seguiré a pie hasta allí. Cuanto antes llegues a Dyflin, mejor. —Hizo una pausa—. ¿Me prometes una cosa? ¿Podrías detenerte en Rathmines? Te pilla de camino. Hazles una visita y asegúrate de que Caoilinn no está allí y necesita ayuda. ¿Puedes hacerlo por mí?

—Sí —accedió Morann—. Eso sí puedo hacerlo.

Osgar ya se había apeado cuando tuvo una idea repentina.

—Dame la manta —dijo.

Morann se la lanzó al tiempo que se encogía de hombros.

—Bien —dijo y, tras quitarse el hábito de monje, se envolvió en la manta y luego le tiró el hábito a Morann—. Póntelo —añadió—. Tal vez te resulte útil para entrar en Dyflin.

Las llamas y el humo que se alzaban ante Dyflin crecían con el paso de las horas, pero no eran el resultado de la destrucción, sino que procedían de unas enormes hogueras que los soldados del Munster habían encendido en su campamento, situado en el terreno abierto que se extendía entre las murallas de la ciudad y el túmulo de la Asamblea.

Caoilinn los miraba con nerviosismo, preguntándose qué hacer, cuando vio acercarse a los dos hombres. Deseó que pudieran ayudarla.

Había ido a Rathmines la noche anterior. No bien oyó las noticias de Glen Mama, decidió cabalgar hacia la granja, dejando a sus hijos en Dyflin, al cuidado de su hermano, y esperar allí a su esposo por si iba primero a casa. Había visto pasar a los hombres de Brian y a unos cuantos de los soldados vencidos que regresaban a sus casas. Aunque el gran campamento de los soldados del Munster se hallaba fuera de las murallas, las puertas de Dyflin estaban abiertas. La gente entraba y salía, pero, durante mucho tiempo, no vio ni rastro de Cormac.

Esperaba encontrar a su gente en la heredad, pero, como temían a los hombres de Brian, todos habían desaparecido y allí no había nadie. La granja se hallaba a cierta distancia del camino principal, al final de una carretera propia, con lo que nadie se había acercado por allí. Caoilinn, sin embargo, había hecho acopio de fuerzas y había pasado la noche sola, allí fuera, temiendo que su marido llegara y no encontrara a nadie.

Y por fortuna lo hizo.

Él había llegado hacía media hora, solo. Si Caoilinn no hubiera reconocido su caballo, no habría adivinado que aquella figura ensangrentada y harapienta que se le acercaba era su amado. Tenía unas heridas terribles y pensó que quizá no sobreviviría. Solo Dios sabía qué fuerza de voluntad lo había mantenido a lomos del caballo mientras el animal caminaba despacio de vuelta. Había conseguido sostenerlo hasta el interior y lavarle y vendarle algunas de las heridas. Él había gruñido en voz baja y le había dado a entender que sabía quién era y que se encontraba en casa, pero apenas podía hablar. Y tras haber hecho lo poco que podía hacer, Caoilinn se preguntó cómo llevarlo a casa de su hermano en Dyflin o si no sería mejor dejarlo allí solo, mientras ella salía en busca de ayuda. Entonces vio que dos hombres se acercaban por el camino de la heredad.

Eran soldados del ejército de Brian. Se mostraron amables y entraron en la granja con ella. Uno de los soldados echó un vistazo a Cormac y sacudió la cabeza.

—No creo que sobreviva —dijo.

—No tiene ninguna posibilidad de hacerlo —convino el otro.

—Por favor —les advirtió Caoilinn—, podría oíros.

Los dos hombres intercambiaron una mirada. Parecían reflexionar sobre la situación. Uno de los dos, posiblemente el de rango superior, con la cara redonda y grande y que había sido el más afable y cortés, finalmente habló.

—¿No deberíamos rematarlo? —preguntó en tono jovial.

—Si quieres —respondió el otro.

Caoilinn se sintió desfallecer.

—Podríamos violarla primero y matarlo después. Quizá le guste verlo —dijo el de la cara redonda, volviéndose hacia ella—. ¿Tú qué crees? —le preguntó.

Caoilinn fue presa de un intenso pánico. Podía gritar, pero ¿quién la oiría? Nadie. De haber tenido un arma, habría intentado utilizarla. Los soldados portaban espadas y la matarían, pero al menos moriría luchando. Miró a su alrededor.

Claro. Su esposo Cormac tenía una espada y la miraba desde su posición junto a la puerta, como si tratara de decirle algo. ¿Que tenía un arma? ¿Que no estaba dispuesto a ver cómo la violaban? Sí, pensó Caoilinn, era la única manera.

Corrió hacia él. Pero los soldados se lo impidieron agarrándola por las muñecas. No podía moverse.

Le llegó una voz procedente del camino y respondió con un grito.

Y para su máximo asombro, al cabo de un momento apareció un monje. Llevaba una espada en la mano.

Fue idea de Morann llevar a Caoilinn y a su marido al pequeño monasterio de la familia.

—Ahí lo cuidarán; además, bajo la protección de los monjes estarás más segura que en cualquier otro sitio.

Le habría gustado apresar al segundo asaltante de Caoilinn. Al hombre de la cara redonda lo había herido de muerte, pero lamentaba que el otro individuo hubiera logrado escapar. Sin embargo, lo primero era lo primero.

El tío de Osgar estuvo encantado de acogerlos, y llenó de alabanzas a su sobrino cuando Morann, con todo el tacto, les dijo que había sido gracias al monje por lo que había llegado allí. El abad también poseía abundante información. Aunque había envejecido mucho y estaba débil en grado sumo, la emoción de los acontecimientos de aquellos días parecía haberle insuflado vida. Sí, confirmó. Brian estaba dentro de las murallas de Dyflin.

—Quiere quedarse allí todas las navidades.

La batalla de Glen Mama había sido una catástrofe para el Leinster. El número de víctimas era ingente y todavía llegaban hombres heridos. El rey de Dyflin había huido al norte, al Ulster, pero habían salido grupos a darle captura. Brian no se había vengado sanguinariamente de los habitantes de Dyflin, pero se había cobrado un inmenso tributo.

—Los dejó sin nada —dijo el hombre, con la triste satisfacción del espectador de una buena pelea—. Dios bendito, los dejó sin nada. Como poco, se marchó con una carreta cargada de plata de cada casa.

Aunque era obvio que exageraba, Morann se alegró doblemente por haberse llevado sus objetos de valor. El rey del Munster tampoco había perdido el tiempo a la hora de imponer su autoridad política en la provincia.

—Ya tiene preso al rey del Leinster y también está tomando rehenes de todos los jefes, todas las iglesias y todos los monasterios de la provincia. Incluso tiene a mis dos hijos —añadió el anciano, con cierto orgullo.

No era inusitado que los reyes tomaran rehenes en los grandes conventos religiosos, ya que, aunque estos monasterios no estuvieran en manos de una poderosa familia local que necesitaba ser controlada, tenían riqueza para alquilar mercenarios y a veces poseían un retén propio de hombres armados. Que hubiera, sin embargo, tomado a los hijos del anciano como rehenes otorgaba a la familia y a su pequeño monasterio una importancia de la que su antepasado Fergus se habría enorgullecido.

El viejo preguntó a Morann si tenía la intención de entrar en la ciudad y el joyero le dijo que sí.

—Ahora son los escandinavos los que son considerados como los verdaderos enemigos —comentó el abad—, y aunque tú no eres escandinavo, en Dyflin eres un personaje célebre, por más que vistas un hábito de monje —añadió con ironía—. No sé que pensarán de eso los soldados del Munster. Si estuviera en tu lugar, yo no iría.

Morann le agradeció el consejo, pero no podía seguirlo.

—Iré con cuidado —le prometió.

Dejó el carro en el monasterio y bajó caminando a la ciudad.

Las calles de Dyflin estaban más o menos como las había dejado. Había esperado ver vallas derribadas y algunas techumbres quemadas, pero parecía que los habitantes, prudentemente, habían acatado su destino sin oponer resistencia. Grupos de hombres armados holgazaneaban aquí y allá. La calle de las Casetas de pescado estaba llena de carros con provisiones y la presencia de cerdos y reses en muchos de los pequeños patios indicaba que los ocupantes tenían la intención de festejar bien la Navidad. Los del Munster habían requisado muchas casas y se preguntó qué habría sido de la suya. Le había dicho a la mujer de Harold que, en su ausencia, llevara allí a su familia, por lo que allí sería donde iría primero.

Cuando llegó a la puerta, vio a un par de hombres armados apoyados en la valla; uno de ellos parecía borracho. Se volvió hacia el otro y le preguntó si la mujer estaba dentro.

—¿La esposa del escandinavo, con los niños?

Morann asintió. El tipo se encogió de hombros.

—Se los han llevado a todos. Los han bajado al muelle, creo.

—¿Y qué van a hacer con ellos? —preguntó Morann en tono indiferente.

—Venderlos. Como esclavos. —El tipo sonrió—. Mujeres y niños. Será todo un cambio ver cómo esos escandinavos son vendidos, en vez de ser ellos los que nos vendan a nosotros. Y cada uno de los que luchamos con el rey Brian obtendremos una parte. Esta vez volveremos a casa con los bolsillos llenos.

Morann se obligó a sonreír, pero por dentro se maldecía a sí mismo. ¿Había sido él quien había llevado aquella desgracia a la familia de su amigo, convenciéndoles de que se marcharan de la granja y fueran a Dyflin?

Su primer impulso fue bajar al muelle de madera y buscarlos, pero enseguida advirtió que no sería prudente, ni tampoco tenía claro cómo podía ayudarlos. Necesitaba saber más. Por ello, a continuación fue a casa del padre de Caoilinn, al que le informó sobre el paradero de su hija y al que transmitió el mensaje de Osgar.

—Los hombres de Brian ya han estado aquí —explicó el viejo mercader. El esposo de Caoilinn, relató, había sido multado en su ausencia—. Ha de pagar doscientas cabezas de ganado y entregar a su hijo como rehén —dijo con amargura—. Yo ya he perdido la mitad de la plata que poseía y todas las joyas de mi esposa. En cuanto a ti —advirtió al joyero—, si esos hombres del Munster descubren quién eres, sufrirás como todos nosotros.

Cuando Morann le habló del problema de la familia de Harold, el viejo no le dio demasiados ánimos. Abajo, en el muelle, había ya centenares de personas, casi todas mujeres y niños, encerradas en un recinto y vigiladas por guardias. Y cada día traían más. Aconsejó a Morann que, de momento, no se acercara por el lugar.

Poco después de dejar al mercader, Morann se dirigió con cautela hacia el muelle de madera. Aunque estaba conmocionado por lo que le había sucedido a la familia de su amigo, sabía que no tenía que sorprenderle en absoluto. Los mercados de esclavos se alimentaban siempre de gente que había perdido batallas o que había sido capturada en las incursiones de los vikingos. Por duro que fuera, el rey Brian estaba reafirmando una actitud que todo el mundo septentrional comprendería.

El primer objetivo del artesano fue descubrir dónde estaba cautiva la familia de Harold. Si era posible, intentaría establecer contacto con ellos para poder darles por lo menos un poco de esperanza y consuelo. Luego, la cuestión sería cómo liberarlos. Era improbable que pudiera sacarlos sin que los vigilantes lo vieran; además, para complicar aún más las cosas, era posible que si iban a venderlos en mercados distintos, a Astrid ya la hubiesen separado de los niños. Tal vez podría sobornar a los centinelas, pero no le pareció demasiado viable. Su mejor oportunidad sería comprárselos directamente a los del Munster a precio de mercado; no obstante, entonces, tendría que explicar quién era y quizás aquello resultase problemático. Podía ser que hasta él mismo terminara en un mercado de esclavos, pensó con amargura.

Ya había llegado delante del muelle, que estaba repleto de barcos y, cuando empezó a recorrerlo, nadie se fijó en él. Unos hombres armados bajaban por un callejón a su derecha y se detuvo para observarlos mientras pasaban.

Pero no pasaron. Unas manos le agarraron de repente los brazos y se debatió, intentando protestar, pero enseguida advirtió que era inútil y se tranquilizó por completo.

—¿Qué queréis, chicos? —les preguntó—. ¿Por qué me detenéis?

El oficial al mando del grupo era una figura cetrina que exudaba una serena autoridad. Se plantó ante el artesano y sonrió.

—Lo que queremos, Morann Mac Goibnenn, es el placer de tu compañía. ¿Que adónde te llevamos? Ante el mismísimo rey Brian Boru. Y no querrás hacerlo esperar, ¿verdad?

Fue a Morann a quien hicieron esperar. Lo hicieron esperar toda la tarde. Fuera cual fuese su destino, sentía curiosidad por conocer al rey del Munster, cuyo talento y ambición lo habían elevado casi al pináculo del poder y, mientras esperaba, se dedicó a recordar lo que sabía de él.

Era el hijo menor de Kennedy y había nacido junto a un vado, a orillas del Shannon. Morann había oído decir que a muy temprana edad un fili le había comunicado que era un hombre de destino y que, como había nacido junto a un vado, junto a un vado moriría. Bien, pues ahora se hallaba en Ath Cliath, pero estaba muy vivo. «Le gustan las mujeres», eso todos lo decían, pero ¿a quién no? Hasta ahora había tenido tres esposas. La segunda había sido una mujer tempestuosa, hermana del rey del Leinster. Había estado casada con el rey vikingo de Dyflin y con el rey supremo O’Neill, pero antes de que Brian la repudiara, le había dado un hermoso hijo.

Morann sabía que había mucha gente que pensaba que este divorcio había contribuido a la inquina que había originado la revuelta de los reyes del Leinster y de Dyflin contra Brian, pero un jefe que conocía al rey del Leinster le había asegurado a Morann que el rumor no era correcto. «Tal vez no le haya gustado el divorcio, pero conoce los problemas que ha causado su hermana», le había dicho al joyero. Al fin y al cabo, además, el divorcio era frecuente entre las familias reales de la isla. En opinión de Morann, era más posible que el odio contra Brian se derivase de los inevitables celos de un hombre que había ascendido tanto y tan deprisa. «Es tan paciente como osado», reconocían. Ahora tendría casi sesenta años, pero su vigor seguía intacto, según se aseguraba.

Y así resultó ser. Casi anochecía cuando Morann fue conducido a la gran sala del rey de Dyflin, ahora en manos de Brian. En el centro ardía un fuego, alrededor del cual había varios hombres apostados. Uno de ellos, advirtió, era el mercader rico que importaba ámbar. A su lado, volviéndose a mirarlo, estaba la figura que supuso que era Brian Boru.

El Rey no era alto, sino de mediana estatura. Tenía la cara larga, la nariz delgada y unos ojos inteligentes. Su pelo era de un castaño intenso, a excepción de unas pocas canas dispersas. Tenía un rostro hermoso, casi intelectual. Podría haber sido un sacerdote, pensó Morann, pero, cuando Brian caminó unos pasos hacia él, advirtió que el rey meridional se movía con una peligrosa gracia felina.

—Sé quién eres. Te han visto. —Brian no perdió tiempo—. ¿Dónde has estado?

—En Kells, Brian, hijo de Kennedy.

—Ah, comprendo. Y esperas que allí tus objetos valiosos estén a salvo de mí, ¿verdad? Me dicen que en casa has dejado muy poco. Los que se rebelan deben pagar un precio, ¿sabes?

—Yo no me he rebelado.

Era la verdad.

—¿No?

—Ese hombre puede decirlo. —Morann señaló al comerciante de ámbar—. Les dije a los habitantes de Dyflin que era un error oponerse a Brian. No les complació y me marché.

El rey Brian se volvió hacia el mercader y este asintió en señal de conformidad.

—¿Y por qué has vuelto? —quiso saber el Rey.

Morann le relató los detalles exactos de las etapas de su viaje, de cómo se había puesto en camino con Osgar y de su descubrimiento de que la esposa y los hijos de Harold habían sido apresados.

Omitió discretamente el incidente de Rathmines y la huida con Caoilinn y su esposo al monasterio, con la esperanza de que Brian no estuviera al corriente de ello.

—¿Regresaste por tus amigos? —Brian se volvió hacia los otros y comentó—: Como este hombre estúpido no es, debe de ser valiente. —Entonces, dirigiéndose de nuevo a Morann, añadió con frialdad—: Por lo que parece, eres amigo de los escandinavos.

—No especialmente.

—La familia de tu esposa es nórdica —dijo en un tono apacible que, sin embargo, contenía una amenaza. Al Rey nadie lo engañaba—. Debe de ser por eso por lo que viniste a vivir aquí, por tu amor hacia esa gente.

¿Jugaba el rey Brian con él, como un gato con un ratón?

—En realidad —replicó Morann sin alterarse—, fue mi padre quien me trajo aquí cuando era poco más que un niño. —Sonrió al recordar por unos instantes aquel viaje y su paso junto a las tumbas antiguas encima del río Boyne—. Vengo de una familia de artesanos, honrados por los reyes desde antes de la llegada de san Patricio. Mi padre odiaba a los escandinavos, pero me hizo venir a Dyflin porque decía que este era el lugar del futuro.

—¿De veras? ¿Y sigue vivo un hombre de una sabiduría tan profunda?

Resultaba difícil saber si aquel comentario era o no sarcástico.

—Murió hace mucho.

El rey Brian guardó silencio. Parecía estar reflexionando. Luego se acercó al orfebre.

—Cuando yo era joven, Morann Mac Goibnenn —hablaba tan bajo que Morann debía de ser la única persona que lo oía—, odiaba a los escandinavos. Habían invadido nuestras tierras y nos enfrentamos a ellos. En una ocasión, prendí fuego a su puerto de Limerick. ¿Opinas que eso fue acertado por mi parte?

—Había que darles una lección, creo yo.

—Quizá. Pero era yo, Morann Mac Goibnenn, quien necesitaba aprender una lección. —Hizo una pausa y puso un pequeño objeto en la mano de Morann—. ¿Qué opinas de esto? —Era una monedita de plata. El rey de Dyflin había empezado a acuñarlas hacía solo dos años. En opinión de Morann, la factura no era especialmente buena, solo pasable. Sin esperar a que respondiera, Brian continuó—: Los romanos acuñaron monedas hace mil años. Ahora hay cecas en París y en Normandía. Los daneses acuñan en York, y los sajones, en Londres y en otras ciudades, pero nosotros, aquí en la isla, ¿dónde acuñamos? En ningún sitio, salvo en el puerto de Dyflin, que es de los escandinavos. ¿Qué te dice eso, Morann?

—Que Dyflin es el puerto principal de la isla y que comerciamos por mar.

—Y sin embargo, incluso ahora, nuestros jefes nativos todavía cuentan su riqueza en ganado. —El Rey suspiró—. En esta isla hay tres reinos, Morann. Está el interior, con sus pastos y sus bosques, sus raths y sus heredades, el reino que se pierde en la bruma de los tiempos, con Niall, el de los Nueve Rehenes, y Cuchulainn y la diosa Eriu, el reino del que descienden todos nuestros monarcas. Luego está el reino de la Iglesia, de los monasterios, de Roma, con sus riquezas y su erudición en lugares protegidos. Es el reino que nuestros monarcas han aprendido a respetar y a amar. Pero ahora hay un tercer reino, Morann, el reino de los escandinavos, con sus puertos y su comercio de ultramar. Y todavía no hemos aprendido a hacer nuestro este reino. —Brian sacudió la cabeza—. El rey supremo O’Neill cree que es una gran persona porque conserva el derecho a Tara y tiene la bendición de la Iglesia de san Patricio; sin embargo, te diré una cosa: si no comanda las flotas de los escandinavos y se convierte en señor del mar, entonces no será nada, nada en absoluto.

—Pensáis como un escandinavo —dijo el artesano.

—Porque los he observado. El Rey Supremo tiene un reino, pero ellos poseen un imperio en todos los mares. El Rey Supremo gobierna una isla fortaleza, pero sin barcos propios siempre será vulnerable. Tiene mucho ganado, pero también es pobre, porque todo el comercio está en manos de los escandinavos. Tu padre actuó correctamente, Morann, cuando te trajo a Dyflin.

Mientras Morann reflexionaba sobre lo que implicaban aquellas palabras, miró a Brian con curiosidad renovada y advirtió que, al ocupar la mitad meridional de la isla, el rey del Munster había tomado ya el control de los principales puertos vikingos. También sabía que, en algunas de sus campañas, Brian había hecho uso extensivo del transporte fluvial en el río Shannon. Pero lo que Brian acababa de decir iba más allá de la suerte de control político que los monarcas habían ejercido hasta entonces. Si el Rey Supremo sin flotas vikingas no era nada, aquello entonces significaba la confirmación de que Brian, como muchos sospechaban, tenía la callada intención, tarde o temprano, de ocupar el trono supremo. Pero además de eso, parecía como si una vez convertido en dueño y señor de la isla, quisiera ser un monarca distinto. Dyflin le interesaba más que Tara. Morann pensó que los escandinavos de Dyflin iban a ver mucho más este nuevo tipo de reinado de lo que estaban acostumbrados y que aquella revuelta estúpida le había dado a Brian la excusa que necesitaba para imponer su autoridad en el lugar. Morann miró al monarca con respeto.

—Los escandinavos de Dyflin no son fáciles de gobernar —comentó el artesano—. Están habituados a la libertad de los mares.

—Lo sé, Morann Mac Goibnenn —replicó el Rey—. Necesitaré amigos en Dyflin —dijo, antes de mirarlo con expresión astuta.

Aquello era una oferta y Morann lo entendió enseguida. Apenas daba crédito a lo afortunado que era. Después de su arresto en el muelle, no había sabido qué iba a ocurrirle. Y allí estaba ahora Brian Boru ofreciéndole amistad a cambio de su apoyo leal. Sin duda alguna, habría un precio que pagar, pero seguro que merecía la pena. Asimismo, no pudo menos que admirar la visión del rey del Munster. Brian miraba más allá de su posición actual, cuando fuese dueño y señor de toda la isla, ahora y aquí, donde acababa de aplastar a la oposición en Dyflin, ya estaba preparando el terreno para un reinado pacífico y fructífero del puerto. Morann creyó que tal vez pensaba establecerse allí algún día.

Y estaba a punto de asegurarle al monarca que podía contar con su fiel amistad cuando se produjo un alboroto en la puerta. Sonaron voces airadas y el jefe de la guardia armada que lo había llevado hasta allí irrumpió en la sala. Tenía el rostro cubierto de sangre.

—Brian, hijo de Kennedy, un escandinavo me ha atacado —gritó—. Pido su muerte.

Morann advirtió que el Rey fruncía el entrecejo y que sus ojos se oscurecían.

—¿Dónde está? —inquirió.

Y entonces, Morann vio que los hombres entraban a rastras a una figura que le resultó familiar; cuando le echaron el cabello rojo hacia atrás para alzarle la cabeza, a la luz de la hoguera descubrió que se trataba de Harold.

Morann no oyó el nombre del individuo moreno, pero era evidente que el rey Brian lo conocía bien. Aquel hombre, tras una lacónica señal con la cabeza por parte del monarca, empezó a contar su historia. Pese a que la sien le sangraba abundantemente, su relato fue breve y conciso.

El barco de Harold había arribado al estuario del Liffey justo después del anochecer. Al parecer, los tripulantes habían visto las hogueras junto al túmulo de la Asamblea, pero pensaron que se debían a la celebración de la fiesta de Navidad. Habían amarrado en el muelle de madera y el turno de guardia les había dado el alto del inmediato. Habían preguntado a Harold su nombre y habían mandado llamar a su superior, que estaba en el salón real.

—Mientras bajaba al puerto —explicó el moreno—, mis soldados le dijeron al noruego —señaló a Harold— que diera un paso al frente, pero en el momento en que me acerqué, se volvió en redondo y cogió una verga que estaba allí tirada. Yo me llevé la mano a la espada, pero antes de que pudiera sacarla, me pegó en la cara con la verga. Es muy rápido —comentó, no sin respeto— y fuerte. Fueron necesarios tres de mis hombres para sujetarlo.

Era obvio que habían hecho más que sujetar a Harold. Le habían dado garrotazos en la cabeza y una impresionante paliza. Lo habían traído inconsciente, pero ahora gemía. El monarca se inclinó sobre él, lo agarró por el pelo y le alzó de nuevo la cara. Harold abrió los ojos, pero los tenía vidriados y lo miró embotadamente. Era obvio que no veía a Morann ni a nadie más de la sala.

—Es el Rey quien te habla —dijo Brian—. ¿Comprendes?

Un murmullo de Harold indicó que sí.

—Has atacado a mi oficial. Pide tu muerte. ¿Tienes algo que decir?

—Que lo mataré yo primero —farfulló Harold, aunque las palabras se entendieron claramente.

—¿Me estás desafiando? —gritó el Rey.

A modo de respuesta, Harold se soltó de repente de los dos hombres que lo sujetaban. «Solo Dios sabe de dónde saca la fuerza», pensó Morann. Harold vio al oficial y se abalanzó sobre él. Y fue el propio Brian quien lo agarró, antes de que los dos guardias, sorprendidos, lo frenaran de nuevo y lo derribaran de un empujón, mientras uno de ellos sacaba un pequeño bastón y lo golpeaba con fuerza en la cabeza. Dejándose llevar por un impulso reflejo, Morann quiso intervenir, pero en aquel momento Brian alzó la mano y todo el mundo se quedó inmóvil. Era obvio que el Rey estaba furioso.

—Basta. Ya no escucharé nada más. Me parece que estos nórdicos todavía no han aprendido la lección. —Se volvió hacia el oficial—. Llévatelo.

—¿Y? —preguntó el moreno.

—Mátalo.

La expresión de Brian era implacable y dura. Morann advirtió que tenía delante al hombre que había destruido el puerto vikingo de Limerick y ganado un buen número de batallas. Cuando un hombre así perdía la paciencia, solo un estúpido discutiría con él. Sin embargo, parecía haber muy pocas opciones.

—Brian, hijo de Kennedy —comenzó.

El Rey se volvió hacia él.

—¿Qué ocurre?

—Este hombre es amigo mío. El hombre del que te he hablado.

—Entonces, peor para ti… y para él. Y para su maldita familia en el recinto de los esclavos.

El Rey lo miró enojado, desafiándolo a que dijera más. Morann respiró hondo.

—Lo único que pienso es que se me antoja muy impropio de él hacer algo así. Debe de haber una razón.

—La razón es que está loco y es un rebelde. No ha dado ninguna otra. Y morirá. Si es mi amistad lo que quieres, Morann Mac Goibnenn, no hablarás más de esto.

Los guardias habían comenzado a llevarse a Harold a rastras. Después del golpe, volvía a estar inconsciente. Morann respiró hondo otra vez.

—¿Y no me dejarías hablar con él? Acaso…

—¡Basta! —rugió Brian—. ¿Quieres acompañarlo a la muerte?

—No me mataréis, Brian, hijo de Kennedy. —Pronunció las palabras con dureza y frialdad, antes incluso de pensar en lo que quería decir.

—¿No? —Los ojos del Rey destellaron peligrosamente.

—No —respondió Morann en voz baja—, porque soy el mejor platero de Dyflin.

Durante unos momentos, Morann se preguntó si estaba a punto de descubrir que se equivocaba. En la sala se había hecho el silencio. El Rey tenía la vista clavada en el suelo, reflexionando sobre el asunto. Tras una larga pausa, murmuró:

—Tienes unos nervios de acero, Morann Mac Goibnenn. —Alzó los ojos y lo miró con frialdad—. No abuses de mi amistad. Mi autoridad debe ser respetada.

—Eso no hay que dudarlo. —Morann inclinó la cabeza.

—Entonces te daré a elegir, Morann Mac Goibnenn. Tu amigo puede conservar la vida y reunirse con su familia en el recinto de los esclavos, o puede perder la vida, con lo que yo liberaré a su familia. Esta noche, antes de que me siente a cenar, comunícame cuál prefieres.

Entonces se volvió. Morann sabía que le convenía callar. Se llevaron a Harold fuera del salón y Morann lo siguió con abatimiento.

Era una decisión terrible, pensó Morann; un frío dilema celta, tan sutil y cruel como cualquiera de las cosas que sucedían en las historias de los tiempos pretéritos. Brian lo había hecho precisamente por eso, para que supiera que estaba tratando con un maestro del arte real. No pensaba que hubiera demasiadas oportunidades de que el rey del Munster cambiase de idea. Una decisión difícil, pero ¿quien había de tomarla? Si lo hacía Harold, ya sabía cuál sería: la libertad para su familia, la muerte para él. Si Harold no volvía en sí, ¿era esa la decisión que él tenía que tomar por su amigo? ¿O debía salvar la vida y que los hicieran esclavos a todos? Esta última opción era preferible si después él mismo podía comprarlos; pero ¿y si el Rey se negaba a que lo hiciera o los embarcaban y los llevaban a mercados extranjeros? ¿Lo perdonaría Harold alguna vez por eso?

Mientras salían del salón y los llevaban en silencio a un pequeño edificio de madera al otro lado del patio, el oficial se marchó a curarse la herida. Morann había esperado que el frío de la noche tal vez hiciera recobrar el sentido a su amigo, pero no fue así. Los metieron en una habitación, los encerraron y un guardia se apostó a la puerta.

En la habitación había una sola candela y un pequeño fuego. Morann se sentó junto a él. Harold siguió tumbado, con los ojos cerrados. El tiempo transcurrió. Morann pidió agua y cuando se la trajeron, le vertió un poco a su amigo en la cara. No obró ningún efecto. Al cabo de un rato, su amigo gruñó y Morann le alzó la cabeza e intentó que bebiera. Creía que había conseguido darle algunas gotas y Harold gruñó otra vez, pero, aunque parpadeó, no volvió en sí.

Transcurrida quizás otra hora, llegó uno de los guardias y anunció que el rey Brian aguardaba su respuesta. Morann le dijo que su amigo todavía estaba inconsciente.

—De todos modos tienes que darme una respuesta —dijo el individuo.

—Dios mío, ¿y qué voy a decir? —exclamó Morann.

Miró a Harold, que parecía haber caído en un sueño profundo. Gracias a Dios que por lo menos el noruego era muy fuerte. Morann tenía la sensación de que si pudieran darle algo más de tiempo, volvería en sí. Y todavía no sabía qué respuesta iba a darle al rey del Munster.

—No comprendo en absoluto lo que ha ocurrido —dijo, exasperado—. ¿Por qué iba a atacar a tu hombre?

—No lo sé —respondió el guardia—, pero voy a decirte una cosa: Sigurd no le hizo nada. Vamos.

—Si no queda otro remedio —murmuró Morann, con aire ausente, y comenzó a seguirlo.

Ya había cruzado la mitad del patio camino del gran salón cuando se detuvo y, dirigiéndose al hombre, le dijo:

—Un momento. ¿Cómo has dicho que se llama el oficial al que mi amigo atacó?

—Sigurd. Es oficial de la guardia.

Sigurd. Un nombre vikingo. El tipo cetrino no era un vikingo, pensó Morann, pero en esos tiempos no era extraño, sobre todo en los puertos, encontrar a vikingos que habían adoptado un nombre celta o a la inversa. Sigurd. Hasta aquel momento no se le había ocurrido pensar que el nombre del oficial podía ser importante. Intentó imaginar lo sucedido: la confusión en el muelle, la figura morena avanzando de repente…

—¿Estabas en el puerto, cuando ocurrió? —le preguntó al guardia.

—Sí.

—¿Alguien gritó un nombre?

El hombre se quedó pensativo.

—Llegó Sigurd. Nosotros le dijimos al escandinavo: «Da un paso al frente, nuestro oficial quiere verte». Entonces grité: «Aquí está tu hombre, Sigurd», y mientras Sigurd se acercaba, el escandinavo lo miró y…

Pero Morann ya no escuchaba. Se dirigió a la sala a grandes zancadas.

—Lo sé, Brian, hijo de Kennedy —gritó—. Sé lo que ocurrió.

Hizo caso omiso de la cara de irritación del Rey y comenzó a narrar la historia. Cuando el monarca le dijo que callara, no le obedeció y, aunque pensó que los guardias estaban a punto de llevárselo, prosiguió, pero llegado este punto, Brian ya había comenzado a prestarle atención.

—¿Así que pensó que mi hombre Sigurd era el danés que había jurado matarlo?

—No me cabe ninguna duda —sostuvo Morann—. Imaginad, en la oscuridad, un individuo muy parecido, oye que alguien grita un nombre y, fijaos, todo sucede precisamente en el mismo sitio donde se habían encontrado la vez anterior.

—¿Juras que esta historia es cierta?

—Por la Sagrada Biblia, por mi vida, Brian, hijo de Kennedy. Y esta es la única explicación sensata de lo ocurrido.

El rey Brian lo miró con dureza un largo instante.

—Supongo que quieres que le salve la vida.

—Sí.

—Y que libere también a su esposa y a sus hijos, claro.

—Sí, os lo pediría, por supuesto.

—Pero tienen un precio, ¿sabes? Y después de todo lo ocurrido, ¿serás mi amigo leal, Morann Mac Goibnenn?

—Sí, lo seré.

—¿Hasta la muerte? —Miró a Morann en el ojo.

Y como era honesto, Morann dudó unos instantes.

—Hasta la muerte, Brian, hijo de Kennedy —respondió.

Entonces, Brian Boru sonrió.

—¿Queréis presenciar esto? —gritó a los reunidos con él en la sala—. Aquí tenéis a un hombre que jura ser amigo vuestro, que lo dice de verdad. —Se volvió hacia Morann—. La vida de tu amigo, Morann, te la concederé si me garantizas su futura lealtad, y si paga cinco de esas monedas que acuñáis aquí a mi hombre Sigurd, que no le ha hecho ningún daño. A su esposa e hijos puedes comprarlos tú mismo. Necesitaré un cáliz de plata para donar al monasterio de Kells. ¿Podrías tenérmelo para Pascua?

Morann asintió.

—No me cabe ninguna duda de que será un cáliz hermoso.

Y así fue.

II

1013

A los cuarenta y un años, con su cabello oscuro y los ojos verdes y brillantes, Caoilinn seguía siendo una mujer sorprendente, de eso no había ninguna duda.

Y había alcanzado cierta felicidad, eso nadie podía discutírselo. Cuidó a su esposo enfermo con una entrega total durante más de doce años. Después de la batalla de Glen Mama, Cormac no volvió a recuperar la salud. Había perdido un brazo. Además, tenía una terrible herida en el estómago y si no hubiera sido por los cuidados de Caoilinn, no habría sobrevivido. Pero peor que su incapacidad física era su melancolía. A veces se hundía en la depresión, otras se ponía agresivo y, con el paso de los años, cada vez bebía más. De hecho, los últimos años de su vida habían sido harto difíciles.

Para superarlos, Caoilinn se había aferrado a sus recuerdos. No veía ante ella al hombre derrotado que era ahora, sino que conseguía visualizar al varón alto y atractivo que antaño fuera. Pensaba en su valentía, en su fuerza, en su sangre real. Además, por encima de todo, Caoilinn se había dedicado a proteger a sus hijos. Para ellos, su padre siempre estaría presente como un héroe caído. Si pasaba semanas holgazaneando o de repente estallaba de furia por una nimiedad, aquéllas eran tribulaciones propias de su naturaleza heroica. Si su estado de ánimo era morboso y oscuro, la oscuridad no la creaba él sino los espíritus malignos que lo rodeaban y que querían hacerlo caer. ¿Y de dónde venían esos espíritus? ¿Quién era la influencia maligna que actuaba detrás de ellos y la causa última de todos aquellos sufrimientos? A decir verdad, solo podía tratarse de una persona. ¿Quién sino el instigador del problema, el advenedizo que había acudido a humillar deliberadamente a la casa real del Leinster, a la que su esposo y sus hijos se enorgullecían de pertenecer? La culpa era de Brian Boru. La causa de tanta desgracia no era la debilidad de su esposo, sino la maldad de aquel hombre. Y eso les hizo creer a sus hijos; a medida que con el paso de los años las humillaciones crecían, Caoilinn también se convencía de ello. Brian era el culpable de la enfermedad de su esposo, de su tristeza, de su rabia, de su autodestrucción. Era Brian la presencia maligna de su vida doméstica. Incluso cuando su padre comenzaba una juerga y se hinchaba a beber, era Brian Boru quien le llevaba a ello, según les explicaba a sus hijos. Parecía que el rey del Munster tuviera una animadversión personal contra la familia de Rathmines. Tan perfecta era la fantasía de Caoilinn que, con el paso del tiempo, se había transformado en algo casi tangible, como si la enemistad del rey Brian se hubiera solidificado y convertido en piedra. E incluso ahora, que volvía a ser una mujer libre y sus hijos ya estaban crecidos, todavía llevaba el odio por Brian clavado en el corazón como una espina.

Cormac murió en el solsticio de invierno y a Caoilinn le supuso un alivio. Por dolorosos que fueran los recuerdos, tenía la conciencia tranquila. Había hecho cuanto había podido. Los niños eran criaturas sanas, y gracias a su gerencia —porque aunque no oficialmente, había sido ella quien había administrado la heredad desde hacía años— la madre y los hijos eran casi tan ricos como lo fueran antes de la batalla de Glen Mama. Al llegar la primavera, la herida de su tristeza comenzó a sanar. A principios de verano se sintió animada y en junio la gente le decía que hacía mucho tiempo que no la veía tan joven como entonces. Cuando los largos y cálidos días de agosto presenciaron la maduración de la cosecha, comenzó a pensar que tal vez algún día volvería a casarse. Y mientras segaban los campos, empezó, con alegría y serenidad, a buscar un nuevo esposo.

Aquel octubre, mientras se acercaba al monasterio familiar de Dyflin, Osgar no sabía qué sentía. Faltaba poco para Samhain, el momento idóneo, pensó, para que su tío hubiese partido al más allá. El anciano abad había fallecido de una manera muy apacible, por eso no debía preocuparse. Aquel claro día de otoño, mientras descendía la cuesta desde las montañas, Osgar solo había sentido una suave melancolía al pensar afectuosamente en el viejo, pero al llegar a las puertas del monasterio, otro pensamiento ocupó su mente. Sabía muy bien lo que iban a preguntarle, aunque todavía no sabía cuál iba a ser la respuesta. Le preguntaría acerca de qué planes tenía.

Estaban todos allí. Los hijos de tu tío, los amigos y la familia, a quienes no había visto desde hacía años. Estaba presente Morann Mac Goibnenn, y también Caoilinn. Cuando llegó, el velatorio casi había concluido, pero le pidieron que oficiara las últimas ceremonias mientras lo enterraban. Y Caoilinn tuvo la amabilidad de invitarlo a que fuera a visitarla a Rathmines al día siguiente. Osgar llegó a mediodía y pidió que le sirvieran la comida más sencilla posible. «Al fin y al cabo, solo soy un pobre monje», le dijo. Le alegró descubrir que Caoilinn había dispuesto que almorzaran los dos solos. Al mirar a la hermosa mujer morena que tenía delante, advirtió con una ligera conmoción que hacía veinticinco años que no estaba a solas con una mujer. Y ella no tardó mucho en sacar a colación el asunto que estaba en la mente de todos.

—Y bien, Osgar, ¿vas a regresar?

Eso era precisamente lo que todos querían. Ahora que su tío había fallecido, era obvio que Osgar debía volver y ocupar su puesto. Los hijos de su tío así lo querían, ya que ninguno de ellos deseaba seguir los pasos de su padre. Los monjes lo querían. Probablemente sería el abad más distinguido que aquel pequeño convento hubiera tenido en generaciones. ¿No era su deber? ¿Lo tentaba la perspectiva? No lo sabía con seguridad.

De momento, prefirió no responder a la pregunta de Caoilinn.

—Me resulta extraño haber vuelto —comentó—. Y supongo que si me hubiera quedado aquí —prosiguió tras una cautelosa pausa—, ahora estaría en el monasterio con mi prole y mi esposa sentados delante de mí. Y supongo —añadió con una sonrisa— que esa esposa habrías sido tú. —La miró a los ojos—. Pero quizá tú no habrías querido casarte conmigo.

Ahora fue Caoilinn quien sonrió.

—Oh, sí que me habría casado contigo —comentó ella, pensativa.

Contempló al hombre sentado ante ella. Tenía el cabello canoso y la cara seria y más delgada que antes. Estudió las líneas de su rostro. Eran ascéticas, intelectuales, pero no desagradables.

Recordó lo unidos que habían estado de pequeños. Osgar había sido su compañero de juegos de la infancia. Caoilinn recordó que la había salvado de ahogarse y cómo había admirado sus buenas maneras, aristocráticas e inteligentes. Sí, siempre había supuesto que se casaría con ella. Y qué conmocionada, recordó, qué herida y furiosa había estado cuando Osgar la había rechazado. ¿Y a cambio de qué? A cambio de un monasterio en las montañas cuando ya tenía uno en casa. No lo comprendía. El día que le salió al encuentro en el camino quería asombrarlo, atacar su opción de vida, demostrarle que el poder que tenía sobre él era mayor que la vocación religiosa que tan humillantemente lo separaba de ella. En aquel momento, pensó con ironía, me habría hecho feliz seducirlo y que renegara de Dios. Sacudió la cabeza ante aquel recuerdo. Qué malvada había sido, pensó.

Estuvo a punto de preguntarle si lamentaba la decisión que había tomado, pero no lo hizo.

Después del almuerzo, salieron a dar un corto paseo y departieron de otras cosas. Ella le habló de las mejoras que había hecho en la finca y también de sus hijos. Y no fue hasta que emprendieron el camino de regreso a la casa cuando ella señaló un punto del sendero, y en tono indiferente, dijo:

—Ahí fue donde casi me mataron. O algo peor.

Osgar miró el lugar.

—Supongo que sabes de qué te hablo —dijo—. Fue Morann quien me salvó la vida. Estuvo extraordinario, valiente como un león. Y vestía tu hábito de monje, debo decir. —Caoilinn se echó a reír.

Pero Osgar no se rió.

¿Cómo iba a sonreír siquiera? Había pasado mucho tiempo desde que se enterara de los detalles de aquel día aciago. Su tío le mandó una larga y furiosa carta sobre el valiente rescate de su prima Caoilinn por parte de Morann Mac Goibnenn y de cómo había llevado a su marido y a ella al pequeño monasterio. Según le explicó su tío, fue gracias a la preocupación y a las premoniciones de Osgar por lo que Morann había ido a Rathmines. De no haber sido por eso, lo más probable sería que a Caoilinn la hubiesen violado y matado. Todos le estaban muy agradecidos, le aseguró su tío.

Qué alabanzas… ¿Qué papel había desempeñado él? Había sido como un cuchillo que le atravesara el corazón. A Caoilinn le habían salvado la vida, sí, pero lo había hecho Morann, no él. Su propio hábito de monje había contribuido incluso al rescate, pero lo vestía Morann. Morann, que era más hombre que él.

Osgar habría podido estar allí y salvarla él, desde luego, si no hubiera dado muestras de lo que el orfebre tomó por pánico. Tal vez Morann estaba en lo cierto y sus dudas no habían sido otra cosa que cobardía. Si cuando Morann lo mandó de vuelta se hubiera negado, si hubiese insistido en acompañarlo, tanto si el artesano quería como si no, habría estado allí. Solo con que hubiera sido más fuerte… Solo con que hubiera sido un hombre… Después de recibir la carta, pasó varias semanas avergonzado, odiándose a sí mismo. Humillado, se había dedicado a sus quehaceres cotidianos en Glendalough como una persona con un secreto culpable que no pudiera compartir. Y al final, había decidido que no había otra cosa que hacer salvo admitir que su amor por Caoilinn, el anillo que guardaba y todos sus pensamientos sobre ella no eran más que una impostura.

Cuando llegó el momento en que tenía que haber estado junto a ella, había fallado miserablemente. Sin poderlo evitar, sacudió la cabeza.

Ni siquiera se había dado cuenta de que ella estaba hablando. Ahora hablaba de otra cosa. Intentó prestar atención. Hablaba de su matrimonio.

—Me enfadé mucho en aquella época —confesó—, pero con el paso de los años comprendí que tenías razón. Ahora diría que todos somos felices. Tú hiciste lo que debías hacer. Elegiste tu camino.

Sí, pensó él. Era eso. En aquellos años se le habían presentado distintas posibilidades y cada vez había tomado una decisión. La decisión de marcharse, la decisión de abandonarla en un momento de necesidad. Su decisión. Y cuando uno tomaba esas decisiones, no había vuelta atrás.

—No regresaré a Dyflin —dijo—. No puedo volver atrás.

—Lo lamento —dijo ella—. Te echaré de menos.

Al cabo de un rato, Osgar se despidió. Y antes de marcharse, le preguntó:

—¿Crees que volverás a casarte?

—No lo sé —respondió con una sonrisa—. Espero que sí.

—¿Tienes a alguien en la mente?

—Todavía no. —Sonrió de nuevo, esta vez confiada—. He de estar preparada.

Hacía años que Harold no pensaba en Sigurd, el Danés. Aquel tipo no había aparecido en la época de la batalla de Glen Mama, y la vergüenza que le había causado toda la situación vivida hizo que a Harold se le pasaran las ganas de torturarse pensando de nuevo en aquel tipo. Supuso que, con el paso de los años, el Danés se había olvidado de él.

Y los años habían sido buenos con Harold. En Dyflin y en Fingal había reinado la paz. Brian Boru había triunfado en sus ambiciones. Dos años después de la sumisión de Dyflin, al jefe de los orgullosos O’Neill lo habían reconocido como rey supremo de toda la isla, aunque como cabeza del poderoso clan de los O’Neill, la gente todavía lo consideraba rey de Tara. Los jefes septentrionales del Connacht y del Ulster se habían quejado del proceso, pero Brian había ido al norte y los había sometido. Y sagaz como siempre, también había peregrinado a la iglesia de San Patricio en Armagh y se había procurado la bendición de los sacerdotes, regalándoles a cambio una cantidad ingente de oro. Mientras, en el pacífico Fingal y en el activo puerto de Dyflin, Harold había gozado de una prosperidad cada vez mayor.

No fue hasta transcurrida una década cuando la felicidad de Harold se vio truncada por una pérdida: en el 1011 murió Astrid, su esposa desde hacía más de veinte años. Fue un golpe muy duro. Aunque por el bien de sus hijos se obligó a seguir adelante con su vida, andaba descorazonado. Aquel año siguió comportándose como un sonámbulo y solo gracias al cariño de sus hijos no cayó en una depresión aún más profunda. Su estado de ánimo no mejoró hasta la primavera; a finales de abril, fue a Dyflin, a casa de su amigo Morann.

Caoilinn lo vio por primera vez una tarde de abril mientras estaba visitando a su familia en Dyflin. Después de la muerte de su padre, ocurrida unos años atrás, su hermano y la familia de este ocuparon la vieja casa. Su cuñada y ella habían salido a dar un paseo por el túmulo de la Asamblea y, al mirar al otro lado de Hoggen Green, divisaron a dos jinetes que cabalgaban hacia ellas procedentes del menhir de las arenas mareales. Uno era Morann Mac Goibnenn. El otro era un hombre alto sobre una montura espléndida. Caoilinn le preguntó a su cuñada de quién se trataba.

—Es Harold, el Noruego. Posee una gran heredad en Fingal.

—Qué apuesto… —comentó Caoilinn.

Recordó haber oído hablar de los noruegos en el pasado. Aunque era de mediana edad, vio que todavía tenía el cabello rojo con unas pocas hebras canosas y que exudaba un agradable aire de vigor y salud.

—Se quedó cojo en un accidente de la infancia, dicen —le explicó la esposa de su hermano.

—Eso no tiene importancia —susurró Caoilinn.

Cuando él se acercó, le dedicó una sonrisa.

Los cuatro entablaron una placentera conversación. Morann miró a su amigo, pero el atractivo noruego no parecía tener prisa por seguir. Antes de terminar, sugirió a Caoilinn que a la semana siguiente fuera con él a caballo a la heredad. Ella aceptó. Lo hicieron el martes siguiente.

Para el mes de junio, su galanteo se había convertido en tema de entretenimiento para sus familiares. A los niños también les gustó. Art, el hijo mayor de Caoilinn, estaba más que dispuesto a ocupar el puesto de su padre y no lamentaría del todo que su madre, con su presencia enérgica, dejara de ocuparse de la administración de los asuntos de la familia. Y para los niños, la perspectiva de tener al afable noruego como padre era realmente una mejora con respecto a la triste memoria de Cormac. En cuanto a los hijos de Harold, amaban a su padre, Caoilinn les resultaba agradable y si ella le daba felicidad, se alegrarían mucho, por lo que ambos progenitores tuvieron claro que podían seguir adelante con su noviazgo del modo que les apeteciera.

Todo había comenzado fácilmente, el día que fueron a Fingal a caballo y Caoilinn le había preguntado por la pierna lisiada. Lo hizo de una manera fortuita y amable, pero los dos comprendieron: ella había pasado años cuidando a un esposo enfermo y no quería repetir la experiencia. Harold le contó la historia y le explicó que, después de haber visto su vida amenazada, se había preparado con ahínco para pelear.

—Probablemente, mi pierna mala sea incluso más fuerte que la buena.

—Pero ¿no te duele nada? —inquirió ella, solícita.

—No —respondió él con una sonrisa—, no me duele nada.

—¿Y qué hay de ese danés que quiere matarte? —quiso saber Caoilinn.

—Hace veinte años que no lo veo —contestó Harold riéndose.

La finca era impresionante. No tuvo que contar las cabezas de ganado, aunque por supuesto lo hizo, para saber que ella solo poseía una docena más. Era demasiado orgullosa para casarse por debajo de su estatus anterior y, además, un hombre pobre habría despertado sospechas en sus hijos. Notó, sin embargo, algunas pequeñas mejoras que podrían introducirse en la administración de la granja. De momento, no diría nada, por supuesto, pero le gustó pensar que podría dejar su impronta en la heredad de Fingal y granjearse cierta admiración. No se trataba de que quisiera hacer sombra a Harold. Gracias a Dios, era demasiado hombre para eso. Pero a él, pensó Caoilinn, cuando hablara con sus amigos, le agradaría decir: «Mirad lo que ha hecho la ingeniosa de mi mujer».

Durante las semanas siguientes, hizo más preguntas y observaciones. Y mientras se convencía de la idoneidad del noruego, también se esforzaba en aparecer deseable.

Cuando Harold miró a aquella hermosa mujer de ojos verdes que tanto interés se tomaba por él, tuvo que admitir que se sentía halagado. Aunque había sentido atracción por ella desde el momento en que se encontraron en el túmulo de la Asamblea, fue un pequeño incidente que sucedió a la semana siguiente lo que realmente le llamó la atención. Acababan de llegar a la granja; él había alzado los brazos para ayudarla a bajar del caballo, y mientras la tomaba entre ellos, no sabía qué esperar. Inconscientemente, había apoyado la pierna tullida para cargar con ella. La mujer descendió flotando, liviana como una pluma. Antes de que sus pies tocaran el suelo, se volvió a medias en sus brazos y le dio las gracias, risueña. Y en el mismo instante, Harold fue consciente de la ligereza de Caoilinn y de su fuerza nervuda. Tan fuerte y tan ligera en sus brazos. Una mujer así prometía un sinfín de placeres sensuales.

Con el paso de las semanas, la atracción que sentía por Caoilinn creció. Harold enseguida descubrió la fuerza de su inteligencia y le pareció digna de respeto. Era orgullosa y su orgullo lo honraba a él. Era cautelosa y no transcurrieron muchos días sin que notara que si Caoilinn se avenía a pasar el tiempo en su compañía era, en parte, para poder observarlo. A veces, comenzaba conversaciones aparentemente inocentes. Decía: «Anoche me sentí triste y la tristeza no me abandonaba. ¿Te ha sucedido alguna vez algo así?». Y solo después Harold advertía que ella lo había estado interrogando para averiguar si sufría cambios de humor. Cuando iba a visitarla a Rathmines, hacía que los sirvientes le llenaran constantemente la copa de vino para ver si bebía demasiado. A él no le importaban aquellas pequeñas trampas que Caoilinn le tendía. Si era una mujer prudente, mejor que mejor. Y resultaba gratificante que, más allá de aquellas cautelosas preguntas, ella le hiciera ver que empezaba a tomarle cariño.

De ella, Harold lo sabía todo, por supuesto. No necesitaba hacer averiguaciones. Su amigo Morann se había encargado de ponerlo al corriente; las investigaciones del orfebre habían llegado a una única conclusión:

—No podrías hacer nada mejor —le dijo Morann.

Sí, realmente, tener a una esposa como aquélla al lado, contribuiría a su buena imagen, y aunque Harold era demasiado sensato para que le preocuparan aquellas cosas, no vio razón para no alegrase la vida con una mujer atractiva.

En realidad, para su unión solo existía un obstáculo. No se hizo evidente hasta mediados de junio, cuando le propuso matrimonio. Después de las expresiones de amor habituales, en vez de responder de inmediato, Caoilinn dijo que primero tenía que formularle una pregunta.

—¿Qué es? —inquirió él.

—¿Te importa decirme qué religión practicas ahora?

No era una pregunta extraña. Ella sabía que, cuando Harold se casó, era pagano, pero ahora, en Dyflin, resultaba más difícil que nunca saber qué religión practicaba la gente. Aunque algunos de los vikingos de la ciudad seguían siendo fieles a Thor, Woden y otros dioses nórdicos, desde la infancia de Caoilinn, los viejos dioses del norte habían entrado en declive. Había habido demasiadas bodas con cristianos. El rey de Dyflin era hijo de una princesa cristiana del Leinster. Si los dioses de los noruegos protegían a los suyos, se preguntaba la gente, ¿cómo era que los habitantes de Dyflin perdían cada vez que desafiaban al Rey Supremo? Y Brian Boru, el mecenas de los monasterios, era ahora el dueño y señor. La vieja iglesia de madera había sido reconstruida con piedra; por su parte, el rey vikingo de Dyflin había rezado allí públicamente. Así pues, no era extraño que en esos tiempos los escandinavos se mostraran vagos con respecto a sus creencias religiosas. Harold, sin ir más lejos, llevaba un talismán redondo colgado del cuello, que tanto podía ser una cruz como el símbolo de Thor, y a buen seguro que las distintas gentes que llegaban al activo puerto le hubieran preguntado cuál de ambas cosas era.

A decir verdad, como casi todos los hombres de mediana edad, Harold ya no albergaba sentimientos intensos por los dioses y le importaba poco si era o no cristiano, pero ante la repentina pregunta de Caoilinn dudó unos instantes.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Porque me resultaría muy difícil casarme con un hombre que no fuese cristiano —respondió con una sonrisa—. Bautizarse es fácil.

—Reflexionaré en lo que me has dicho —murmuró Harold.

Caoilinn le dio tiempo para que dijera algo más, pero Harold la miró en silencio y ella se sonrojó.

—Espero que lo hagas —dijo.

Harold aguardó a que ella rectificara, pero no lo hizo.

Poco después, regresó a casa y transcurrió una semana antes de que volvieran a encontrarse de nuevo.

Durante aquellos días, Harold pensó largo y tendido en el asunto. La cuestión del bautismo, en sí misma, no era nada. No le molestaba que lo bautizaran, lo que le preocupaba era cómo había sacado a relucir Caoilinn la cuestión. ¿Por qué, si lo consideraba tan importante, había esperado hasta el final? Podía ser que pensara que, como él ya se había comprometido hasta ese punto, le resultaría fácil manipularlo. Ciertamente, el hecho de que hubiera esperado tanto indicaba asimismo que no deseaba disuadirlo, por el contrario, quería asegurárselo. Pero se mirase por donde se mirase, lo que hacía Caoilinn era aumentar su precio. Si él la amaba, lo pagaría y se lo tomaría a risa. Pero si había jugado con él de ese modo una vez, ¿qué seguridad había de que no volviera a hacerlo? Harold era lo bastante mayor para saber que, por sutil que fuese el juego, el matrimonio era un equilibrio de poder y la forma de jugar de Caoilinn no le agradaba del todo. Al hacerla esperar una semana, le indicaba su incomodidad y le brindaba la oportunidad de rectificar; sin embargo, ¿y si no lo hacía? ¿Qué haría él? ¿Estaba dispuesto a renunciar a Caoilinn por culpa del dios de ella? Si renunciaba y esa mujer se casaba con otro, ¿no lo lamentaría? Cada vez que pensaba en el asunto, descubría que llegaba a la misma conclusión: «No es lo que me pide lo que me importa, sino cómo me lo pide. Lo que importa es su actitud».

Era ya final de junio cuando volvió a Rathmines a caballo. Por el camino todavía no tenía ningún plan definido, no sabía si iba a aceptar que lo bautizaran y si iba a contraer matrimonio o no. Mientras se acercaba al gran muro de tierra y a la empalizada del rath de Caoilinn, no tenía previsto hacer otra cosa que observar, escuchar, seguir su intuición y ver lo que ocurría. Al fin y al cabo, se dijo cabalgando hacia la entrada, siempre podía marcharse y regresar otro día. Solo había una cosa que lo agitaba un poco: ¿cómo iba a llevar la conversación hacia un asunto tan delicado? Al acercarse a la puerta, todavía lo ignoraba. Tendría que confiar en la suerte.

Caoilinn lo recibió con una sonrisa y lo hizo pasar. Un esclavo le sirvió hidromiel. Ella le dijo lo contenta que estaba de que hubiese vuelto. ¿Había algo nuevo, algo casi respetuoso en su actitud? A Harold le pareció que sí.

—Oh, Harold, hijo de Olaf —dijo—, me alivia tanto que hayas venido. Me he sentido tan avergonzada de mi desfachatez —una auténtica desfachatez— con la que actué la última vez que nos vimos.

—No fue desfachatez —dijo Harold.

—Oh, sí, lo fue —lo interrumpió con vehemencia—. Con el honor que me hiciste, sí, el honor, de proponerme matrimonio… Y ahora sé que no lo repetirás. Pero que yo me haya atrevido a imponer condiciones a un hombre al que respeto tanto…

—Tu dios es importante para ti.

—Eso es cierto, desde luego. Y como creo que Él es el Dios verdadero, anhelaba compartirlo… No, no negaré que si decidieras convertirte a la fe verdadera —se permitió rozarle levemente el brazo—, me darías una gran alegría, pero eso no justifica lo que hice. Yo no soy un sacerdote. —Calló unos instantes—. Tenía tantas ganas de decírtelo y pedirte que me perdonaras…

Lo había hecho admirablemente. Tal vez no lo había engañado del todo, pero era agradable, muy agradable, que lo halagaran de aquella manera.

—Eres amable y generosa —replicó él con una sonrisa.

—Es el respeto que te mereces, nada más —dijo ella, depositando de nuevo la mano sobre su brazo. Calló unos instantes—. Hay algo más.

Entonces, lo llevó hacia una mesa de caballete en la que había un objeto cubierto con un paño.

Harold supuso que se trataba de un plato de comida y observó a Caoilinn, que retiraba la tela. Pero en vez de alimentos, se trataba de un conjunto de objetos pequeños y duros que brillaban en la mortecina luz interior. Harold se acercó más y contuvo una exclamación.

Era un juego de ajedrez, un magnífico juego de ajedrez con las piezas de hueso tallado y la punta de plata, situadas sobre un tablero de madera pulida. Lo había visto antes, en el taller de Morann.

—Es para ti —dijo Caoilinn—, como muestra de mi respeto. Sé que a los escandinavos les gusta jugar a ajedrez —añadió.

Era absolutamente cierto que los saqueadores y comerciantes vikingos habían desarrollado afición por aquel juego intelectual, aunque eso en parte se debía a que las figuras talladas eran a menudo objetos de gran valor. Aunque Harold apenas jugaba, le emocionó que Caoilinn se hubiera tomado aquella molestia por él.

—Quería regalártelo —dijo ella.

Harold no supo qué responder, aunque advirtió que la mujer lo había superado en estrategia.

Supuso que ella esperaba que tarde o temprano se convirtiera a la fe cristiana para complacerla. Y Harold sabía que probablemente lo haría. Además, al sacar a relucir la cuestión para luego retractarse de una manera tan generosa, ahora se sentía en deuda con ella. La comprendía y no le importaba, porque Caoilinn había indicado claramente que sabía que se había pasado de la raya. Con eso había suficiente, decidió.

—Solo tengo una petición que hacerte —prosiguió Caoilinn—, aunque si lo deseas puedes negarte. Si alguna vez en un futuro deseas casarte conmigo, te pediré que la ceremonia la oficie un sacerdote. Solo para mí. Él no te preguntará cuáles son tus creencias, puedes estar seguro de ello.

Harold esperó unos días más y volvió a verla para pedirla en matrimonio; Caoilinn lo aceptó. Como ella quería completar la cosecha en Rathmines antes de dejar la finca, decidieron que se casarían y que ella iría a casa de Harold en otoño.

Para Harold, los días que siguieron estuvieron colmados de expectación y alegría. Por sorprendente que se le antojara, había comenzado a sentirse más joven y esperaba con ansia que llegara el otoño.

Para Caoilinn, la perspectiva del matrimonio significaba que estaba preparada para enamorarse. Aunque cuando le había pedido por primera vez que se bautizara su intención era que Harold aceptase de inmediato, después advirtió que le había gustado que él le hubiera plantado cara. Lo respetaba por ello y había disfrutado con el reto de persuadirlo. El vigoroso escandinavo pelirrojo era como un caballo fogoso que uno apenas conseguía controlar, aunque se trataba a la vez de un hombre sensato. No encontraría nadie mejor. Era un hombre seguro y peligroso y estaba donde ella quería que estuviera. En julio, mientras las cosechas maduraban en los campos bajo el sol estival, se permitió fantasear con los momentos que pasarían juntos. En la siguiente ocasión en que Harold fue a visitarla, Caoilinn tenía el corazón inflamado.

Y fue justo entonces cuando tuvo otra ocurrencia feliz.

—Le pediré a mi primo Osgar que nos case —le dijo a Harold—. Es un monje de Glendalough.

Le habló de Osgar y le contó que de pequeños jugaban a casarse, aunque omitió el incidente del camino.

—¿Significa eso que tengo un rival? —preguntó él, jocoso.

—Sí y no —respondió Caoilinn con una sonrisa—. Es probable que todavía me ame, pero no puede tenerme.

—Pues claro que no —replicó Harold con firmeza.

Al día siguiente, Caoilinn envió un mensaje a Osgar.

El golpe cayó dos días después. Cayó sin previo aviso, desde el cielo estival.

El promontorio septentrional de la bahía del Liffey, con su hermosa panorámica de la costa y de las colinas volcánicas, era un lugar agradable donde mantener una tranquila conversación. Además del nombre céltico de Ben Edair, la colina de Edair, ahora también había adquirido un nombre noruego y los escandinavos lo llamaban Howth. Con frecuencia, los habitantes del lugar mezclaban las dos lenguas y lo llamaban el Ben de Howth.

Fue un cálido día de principios de julio cuando Harold y Morann Mac Goibnenn se encontraron en el Ben de Howth para charlar sobre la situación. Harold, a su manera afable, lo resumió todo cuando comentó:

—Bien, Morann, creo que podemos decir que los hombres del Leinster han demostrado por fin que están locos.

—Eso es indudable —replicó Morann con ironía.

—Trece años de paz, trece años de prosperidad, puestos en peligro ¿para qué? Para nada.

—Y sin embargo —añadió Morann con el semblante triste—, era inevitable.

—¿Por qué?

Los habitantes del Leinster nunca habían perdonado a Brian que hubiera osado someterlos, pero ¿por qué, tras años de paz, ahora habían decidido desafiarlo? A Harold se le antojaba absurdo.

—Se intercambiaron unos insultos —dijo Morann.

Según los rumores, el rey del Leinster y el hijo de Brian habían discutido por una partida de ajedrez, y el segundo había ridiculizado a su oponente por la humillación sufrida en la batalla de Glen Mama doce años antes. Los jefes del Leinster habían convenido que aquello podía encender una guerra. Y lo que era aún peor, el rey del Leinster había partido del campamento de Brian sin permiso y había golpeado al mensajero que este había enviado a buscarle.

—Y entonces —añadió Morann— intervino la mujer. La ex esposa de Brian y hermana del rey del Leinster anhelaba ver a Brian humillado; como una diosa celta vengadora, como la propia Morrigain, tiene fama de haber alimentado las disputas entre los dos bandos.

—¿Por qué los pobladores de Erin permiten que sus mujeres creen tantos problemas? —prorrumpió el noruego.

—Es una práctica muy antigua —respondió Morann—. Pero sabes muy bien —añadió— que tus escandinavos también están detrás de esto.

Harold suspiró. ¿Se estaba haciendo viejo? Conocía la llamada del océano, pues había pasado media vida navegando en alta mar; sin embargo, esas aventuras quedaban atrás. Ahora, lo único que quería era vivir en paz en su granja. Sin embargo, aquel año, en los asentamientos marinos de los noruegos se respiraba un malestar que ahora se había propagado a Dyflin.

Los problemas habían comenzado en Inglaterra. Hacía más de doce años, en la misma época en que Brian Boru había vencido a los habitantes de Dyflin en Glen Mama, el necio rey sajón del sur de Inglaterra, conocido por su gente como Ethelred el Desprevenido, había atacado de forma insensata a los vikingos del norte de Inglaterra y su poderoso puerto de York. Pronto había pagado su imprudencia. Una flota de drakares había cruzado el mar desde Dinamarca y le había devuelto el cumplido. Durante la década siguiente, el monarca de la Inglaterra meridional se había visto obligado a pagar el danegeld, un impuesto de protección, si quería vivir en paz. Y ahora, este año, el rey de Dinamarca y su hijo Canuto habían estado organizando una enorme flota vikinga para derrotar al pobre Ethelred y apoderarse de su reino inglés. Los mares del norte reverberaban con las noticias. Cada semana, llegaban barcos al puerto de Dyflin con más noticias adicionales de esta aventura, por lo que no era de extrañar que algunos habitantes de la ciudad estuvieran cada vez más inquietos. Hacía diez días, en medio de una borrachera en el muelle de Dyflin, Harold había oído a un capitán de barco de Dinamarca que gritaba a un grupo de nativos: «En Dinamarca hacemos que el rey de Inglaterra nos pague. Y ahora vamos a destronarlo; sin embargo, vosotros, los de Dyflin, pagáis tributo a Brian Boru». Se habían alzado algunos murmullos enojados, pero nadie lo había retado. La mofa había dado donde más les dolía.

Debido a la excitación causada por estos preparativos, todos los piratas y alborotadores vikingos de los mares del norte iban a la caza de una aventura.

Y ahora los habitantes de Dyflin iban a tener su oportunidad. Si el rey celta del Leinster quería sublevarse, su pariente vikingo y regente de Dyflin estaba dispuesto a unirse a él. Eso, por lo menos, era lo que se decía en el muelle. ¿No habían aprendido nada de su derrota de hacía catorce años? Tal vez no, o tal vez sí.

—No intentarán enfrentarse a Brian otra vez en un terreno abierto —le dijo Morann a Harold—. Tendrá que tomar la ciudad, lo cual no será empresa fácil. —Hizo una pausa, pensativo—. Y puede que haya otro factor que considerar.

—¿Cuál?

—El norte. El Ulster odia a Brian. El rey O’Neill de Tara se vio obligado a abdicar del trono supremo y jurar lealtad a Brian, pero los O’Neill todavía son fuertes y siguen siendo igual de orgullosos que siempre. Si pudieran librarse de Brian…

—Pero ¿y qué hay del juramento del viejo rey? ¿Lo incumplirá?

—No, no lo hará. Es un hombre honorable, pero tal vez se deje utilizar.

—¿Cómo?

—Supón —dijo Morann— que los del Leinster atacan algunas tierras de los O’Neill. El viejo rey de Tara pide ayuda a Brian. Viene Brian y entonces Leinster y Dyflin y quizás otros se unen para derrotar a Brian o, por lo menos, debilitarlo. ¿Dónde deja eso al viejo rey de Tara? Pues justo donde estaba antes.

—¿Crees que todo este asunto es una trampa?

—Podría serlo. No lo sé.

—Estas argucias malvadas no siempre salen bien —comentó el noruego.

—En cualquier caso —señaló Morann—, habrá enfrentamientos y saqueos en todo Dyflin y tu predio es uno de los más ricos.

Harold se entristeció. La idea de perder su ganado a esas alturas de la vida le resultaba de lo más deprimente.

—¿Y qué debo hacer? —inquirió.

—Escucha mi sugerencia —dijo el artesano—. Sabes que he jurado lealtad personal a Brian. No puedo luchar contra él, y eso el rey de Dyflin lo sabe. Tampoco puedo luchar contra mi propia gente de Dyflin, pero si apoyase al rey O’Neill, que también está unido a Brian mediante juramento, entonces estaría cumpliendo con mi deber. Evitaría —sonrió con ironía— la vergüenza.

Sí, pensó Harold, y si a Brian le habían tendido una trampa, como sospechaba su amigo, este terminaría de todos modos en el bando vencedor.

—Eres un hombre prudente y tortuoso —dijo, admirado.

—Por tanto, pienso que deberías quedarte en tu finca —le aconsejó Morann—. No permitas que tus hijos se unan a grupos de rebeldes que quieran atacar a Brian o al rey O’Neill de Tara; como he respondido ante Brian de tu lealtad, no puedes hacer eso. Que tus hijos se queden contigo. El peligro te llegará cuando Brian o sus aliados vengan a castigar el Leinster y Dyflin. Y yo les diré que tú estás vinculado por el juramento que hice en tu nombre y que estás de mi parte. No puedo garantizarte que esto funcione, pero creo que es tu mejor opción.

Harold pensó que su amigo probablemente tenía razón y se avino a hacer lo que le acababa de indicar. Solo había un asunto más que tener en cuenta.

—¿Y que hay de Caoilinn? —quiso saber.

—Eso sí que un problema —respondió Morann con un suspiro—. Su heredad de Rathmines correrá peligro, seguro, y no se me ocurre qué podemos hacer por ella.

—Pero yo podría ayudarla —dijo Harold—. Podría casarme con ella de inmediato.

Aquella tarde se puso en camino hacia Rathmines.

Era una lástima que Morann conociese de una manera tan imperfecta a Caoilinn, pero cuando le habló de ella a su amigo Harold, no podía decirse que fuese culpa suya no haber visto todos los rincones secretos de su corazón. En cuanto a Harold, durante el noviazgo había evitado hablar de su antiguo marido y tampoco sabía nada de la fijación apasionada de la hermosa viuda por la persona de Brian Boru. También fue una lástima que, en vez de hablar fuera, a la luz del día, donde hubiese podido calibrar la expresión de su rostro, lo hubieran hecho en la intimidad de la sala de techo de bálago, en cuya penumbra apenas podía adivinar lo que Caoilinn pensaba.

Harold comenzó comentando en tono alegre que había una buena razón para que se casaran enseguida. Ella se mostró interesada y él, recordando lo prudente y práctica que era Caoilinn, explicó el asunto con la misma frialdad que si se tratara de un negocio.

—Así que, como ves —concluyó—, si nos casamos ahora y tú vienes a Fingal, podrías traer las reses y tenerlas allí hasta que pase el peligro. Creo que tenemos muchas posibilidades de salvarlas. Con suerte, gracias a Morann, también podremos proteger la finca de Rathmines.

—Comprendo —dijo ella en voz baja—. Y si me caso contigo, estaré ofreciendo mi lealtad a Brian Boru.

Si en su tono había una frialdad nueva, Harold no la captó.

—Gracias a Morann —replicó—, creo que puedo garantizarlo.

Conocedor de las desgracias que Caoilinn había sufrido cuando su esposo se había opuesto a Brian, imaginó que ahora le alegraría encontrar una manera de permanecer al margen de los problemas.

En la penumbra vio que asentía despacio. Entonces, Caoilinn volvió la cabeza y miró el espacio oscuro próximo a la pared donde, en una mesa, la vieja y desgastada calavera de beber de su ancestro Fergus brillaba como un indómito fantasma celta del pasado.

—Los del Leinster se están sublevando —susurró ella con voz débil y casi distante—. Mi esposo era de sangre real. Y yo también. —Calló unos instantes—. Y tus escandinavos también se han levantado. ¿Significa eso algo para ti?

—Creo que son muy estúpidos —respondió él con franqueza. Le pareció que ella contenía el aliento—. Brian Boru es un gran líder guerrero —dijo con admiración—. Los del Leinster serán aplastados y lo merecen.

—Es un impostor. —Escupió la palabra con un rencor repentino que a él lo sorprendió.

—Se ha ganado el respeto —dijo con ánimo de tranquilizarla—. Hasta la Iglesia…

—Compró Armagh con oro —le espetó Caoilinn—. Qué cosa tan despreciable, ser comprado por un hombre como él. —Antes de que Harold pudiera replicar, prosiguió—: ¿Qué eran los suyos? Nada. Ladrones de río semejantes a los bárbaros feroces de Limerick a los que se enfrentaron.

Al parecer, Caoilinn había olvidado que aquellas expresiones insultantes sobre los noruegos paganos de Limerick también podían aplicarse a los antepasados de Harold. Tal vez no le importaba, pensó.

—Es un pirata del Munster, nada más. ¡Tendrían que matarlo como a una serpiente! —gritó Caoilinn con desdén.

Harold advirtió que había puesto el dedo en la llaga y que debía proceder con cautela, aunque no podía evitar la preocupación que todo ello le producía.

—Se diga lo que se diga de Brian —comentó en voz baja—, hemos de pensar en lo que vamos a hacer. Los dos tenemos nuestras heredades que proteger. Cuando pienso —añadió, esperando complacerla— en todo lo que has hecho, en el espléndido trabajo que has llevado a cabo aquí en Rathmines…

¿Lo había oído? ¿Lo escuchaba? Era difícil de saber. Su rostro había palidecido y adquirido una expresión dura. Aquellos ojos verdes destellaron peligrosamente y Harold advirtió, demasiado tarde, que era presa de la ira.

—¡Odio a Brian! —gritó—. ¡Quiero verlo muerto! ¡Quiero ver su cuerpo cortado en pedazos! ¡Quiero ver su cabeza empalada para que mis hijos escupan en ella! ¡Haré que sus hijos beban su sangre!

A su manera, Caoilinn había estado espléndida, se dijo. Y debería haber esperado a que su ira remitiera, lo sabía; no obstante, en sus palabras había una indiferencia hacia él que disgustó al poderoso noruego.

—Pase lo que pase, yo protegeré mi granja de Fingal —dijo con semblante sombrío.

—Haz lo que quieras —replicó Caoilinn con desdén, volviendo la cabeza hacia otro lado—. No tiene nada que ver conmigo.

Harold no dijo nada, sino que esperó a que ella pronunciara alguna palabra de rectificación, pero no fue así. Intentó descubrir en su cara si estaba enfadada y dolida, aguardando quizás unas palabras de consuelo por parte de él o si solo sentía desdén.

—Me voy —dijo al cabo.

—Ve al Munster, con tu amigo Brian —replicó ella. La amargura de su voz pesó como una losa en la penumbra. Volvió el rostro y lo miró con los ojos verdes encendidos—. Ya no necesito traidores y paganos cojeando por esta casa.

Acto seguido, Harold se marchó.

Los acontecimientos de las semanas siguientes se desarrollaron en buena parte como Morann había previsto. Los hombres del Leinster protagonizaron una incursión en el territorio del rey O’Neill. Y poco después, el rey de Tara descendió a castigarlos y recorrió todo Fingal hasta el Ben de Howth. No obstante, gracias a Morann, que llegó con el anciano rey, Harold y su gran heredad no sufrieron ningún daño.

Al cabo de unos días contraatacaron más grupos, reforzados con hombres de Dyflin. El rey de Tara envió mensajeros al sur para pedir ayuda a Brian. Y hacia mediados de agosto, el terrorífico rumor se propagó por todo el territorio: «Brian Boru vuelve».

Osgar echó una rápida mirada a su alrededor. Había humo que se alzaba del valle y oyó que las llamas crepitaban.

—Hermano Osgar. —La voz del abad estaba cargada de impaciencia.

A su espalda, los monjes subían la escalera de la torre circular, una precaución un tanto innecesaria, les había dicho el superior; sin embargo, tenían la cara pálida y la expresión asustada. Tal vez él también presentaba aquel aspecto. Lo ignoraba. De repente, temió que los hermanos del monasterio retirasen la escalera tan pronto como el abad y él dieran media vuelta. Qué absurdo… Casi sonrió de su propia estupidez; no obstante, la imagen persistió: el abad y él volviendo a cruzar la puerta a la carrera con los del Munster detrás para llegar a la torre circular y descubrir que la puerta estaba cerrada y que la escalera había desaparecido y, de este modo, seguir corriendo impotentes alrededor de las murallas hasta que las espadas de los saqueadores se alzaran, destellaran y…

—Voy, reverendo padre.

Corrió hacia la puerta, fijándose en que todos los sirvientes del monasterio habían desaparecido como por ensalmo. El abad y él estaban solos en el recinto vacío.

Había oído decir que los grupos de asaltantes de Brian Boru estaban barriendo el territorio mientras el rey del Munster iba al norte a castigar a los hombres del Leinster, pero nunca había imaginado que se presentarían en Glendalough a alterar la paz del lugar.

Alcanzó al abad en la puerta. El camino estaba desierto, pero valle abajo vio un destello de fuego.

—¿Y no podríamos cerrar las puertas? —sugirió.

—No —respondió el abad—. Lo único que conseguiríamos sería enojarlos.

—No puedo creer que los hombres del rey Brian estén haciendo esto —dijo—. No son paganos o escandinavos.

La expresión desolada del anciano lo silenció. Ambos sabían por las crónicas de los diversos conventos que los monasterios de la isla habían sufrido más debido a las disputas entre príncipes que al daño que les hubieran hecho los vikingos. Solo cabía esperar que la reputación de protector de la Iglesia que tenía Brian en esta ocasión también se cumpliera.

—Mirad —dijo el abad con voz calmada.

Un grupo de unos veinte hombres se acercaba por el sendero en dirección a la puerta. Iban bien armados. En medio de ellos caminaba un individuo apuesto y de barba oscura.

—Ese es Murchad —comentó el abad—, uno de los hijos de Brian. —Avanzó un paso y Osgar hizo lo propio—. Bienvenido, Murchad, hijo de Brian —gritó con firmeza el anciano—. ¿Sabéis que lo que estáis quemando ahí abajo es propiedad del monasterio?

—Sí —respondió el príncipe.

—Pero seguro que no es vuestro deseo dañar el santuario de san Kevin, ¿verdad? —inquirió el abad.

—Solo si está en el Leinster —respondió sobriamente Murchad mientras el grupo llegaba a su altura.

—Sabéis que nosotros no tenemos nada que ver con ese asunto —dijo el abad en tono razonable—. Siempre hemos tenido a vuestro padre en la más alta consideración.

—¿Cuántos hombres armados tenéis?

—Ninguno.

—¿Quién es este? —El príncipe posó los ojos en Osgar y lo miró sin pestañear.

—Es el hermano Osgar, nuestro mejor erudito. Un magnífico ilustrador.

El príncipe lo miró con ojos curiosos, pero enseguida los bajó con lo que a Osgar le pareció un asomo de respeto.

—Necesitaremos suministros —dijo Murchad.

—Las puertas están abiertas —replicó el abad—, pero recordad que estáis en la casa de Dios.

Cruzaron el portal todos juntos. Osgar miró hacia la torre circular. La escalera había desaparecido y la puerta estaba cerrada. A una señal del príncipe, sus hombres empezaron a caminar hacia los almacenes.

—Dad mis respetos a vuestro padre —dijo el abad en tono amable— si no quiere honrarnos él mismo con una visita. —Hizo una pausa para darle tiempo a hablar, pero, en vista de que callaba, añadió—: Es extraordinario cómo conserva la salud.

—Está fuerte como un toro —replicó el príncipe—. Veo que vuestros monjes han huido —señaló—. Aunque lo más probable es que se hayan escondido en la torre con vuestro oro.

—Ellos no conocen vuestro pío carácter tan bien como yo —comentó el abad, imperturbable.

Mientras sus hombres llenaban una pequeña carreta con queso y otras dos con cereales, el príncipe paseó por el monasterio con el abad y Osgar.

Enseguida quedó claro que buscaba objetos de valor. Miró la cruz de oro del altar de la iglesia principal, pero no se la llevó, como tampoco ninguno de los candelabros de plata que vio, y comenzaba a murmurar entre dientes, irritado, cuando, por fin, haciendo una inspección superficial del scriptorium, sus ojos se fijaron en algo.

—¿Es obra vuestra? —preguntó de repente.

Osgar asintió.

Se trataba de unos Evangelios ilustrados, como el gran manuscrito de Kells, aunque en una versión más pequeña y menos elaborada. Osgar lo había comenzado hacía poco y esperaba completarlo antes de la Pascua siguiente, incluidas todas las letras decoradas y varias páginas de iluminaciones. Sería una hermosa contribución a los pequeños tesoros del monasterio de Glendalough.

—Estoy seguro de que a mi padre le gustaría recibirlo —dijo el príncipe con firmeza.

—En realidad, es para uso monásti… —comenzó a decir Osgar.

—Recibirlo como señal de vuestra lealtad —prosiguió el príncipe con énfasis—. Le gustaría recibirlo para Navidad.

—Por supuesto —corroboró el abad en tono sereno—. Sería un regalo muy apropiado para un rey tan devoto como él. ¿No opináis lo mismo, hermano Osgar? —prosiguió mirando al monje.

—Desde luego —dijo Osgar con tristeza.

—Bien, pues estamos de acuerdo —proclamó el monje con una sonrisa que parecía una bendición—. Por aquí —dijo, acompañando al regio visitante al exterior.

Fue después de que el príncipe y sus hombres se marcharan y los monjes bajaran de la torre cuando a Osgar se le ocurrió una idea.

—Yo quería haber bajado a Dyflin a casar a mi prima —le comentó al abad—, aunque, con todo lo que está ocurriendo, supongo que la boda quedará pospuesta.

—En cualquier caso, ese viaje está ahora fuera de cuestión —replicó el abad, satisfecho—. Al menos hasta que terminéis el libro.

—Enviaré un mensaje a Caoilinn —dijo Osgar.

Ella lo recibió en el preciso momento en que las puertas de Dyflin se cerraban. Y si, en las semanas que siguieron, no pudo responder con un mensaje, fue porque quedó atrapada en el interior de la ciudad.

El 7 de septiembre, festividad de San Ciaran, el rey Brian, a la cabeza de un ejército reclutado en el Munster y en el Connacht, llegó ante las murallas de Dyflin. Los habitantes de la ciudad no intentaron oponer resistencia; en cambio, con la ayuda de un gran contingente de hombres del Leinster, fortificaron los terraplenes y desafiaron al rey supremo del Munster a que entrase. Brian, siempre tan cauteloso como audaz, inspeccionó las defensas minuciosamente y acampó con su ejército en los agradables huertos de los aledaños. «Los dejaremos morir de hambre —declaró—. Mientras tanto —anunció el anciano rey— nos adueñaremos de su cosecha y nos comeremos sus manzanas». Y cuando las cálidas semanas de otoño dieron paso a un agradable octubre, eso fue lo que el ejército que asediaba la ciudad se dispuso a hacer.

Mientras tanto, en Dyflin, Caoilinn tuvo que reconocer que la vida era bastante aburrida. En los primeros tiempos, había esperado un ataque. Luego había supuesto que el rey de Dyflin y los jefes del Leinster intentarían al menos hostigar al enemigo, pero no sucedió nada. Nada en absoluto. El Rey y los nobles no salieron del salón real ni de los recintos que lo rodeaban. Los centinelas hacían sus guardias solitarias desde las murallas. Cada día, en el espacio abierto del mercado de la esquina occidental, los hombres practicaban con las espadas y las lanzas sin demasiado entusiasmo; el resto de la jornada lo pasaban bebiendo o jugando a los dados. Y así fue pasando el tiempo, día tras día, semana tras semana.

Las provisiones de alimentos aguantaron bien. Antes de que comenzara el asedio, el Rey había hecho gala de previsión y había mandado traer una gran cantidad de reses y cerdos. Los graneros estaban llenos y los pozos de la ciudad suministraban agua abundante. Los habitantes podrían resistir meses. Solo les faltaba un componente habitual de su dieta: no había pescado. Los hombres de Brian siempre vigilaban y, si alguien ponía el pie al otro lado de las defensas para calar redes en el río, de día o de noche, lo más probable era que no regresara. Ni tampoco, por supuesto, los barcos podían entrar o salir del puerto.

Cada día, Caoilinn se acercaba a las murallas. Resultaba extraño ver el río y el muelle de madera desiertos. Un poco más lejos, río arriba, en el largo puente de madera había un puesto de guardia. Mirando hacia el estuario, divisó una decena de mástiles en el lado septentrional del agua, donde un río llamado Tolva confluía con el Liffey. Brian había situado allí sus drakares, con un puesto de mando en Clontarf, una aldea de pescadores cercana. Los drakares bloqueaban la entrada del puerto y ya habían conseguido que volvieran atrás una docena de barcos mercantes que intentaban acceder a la ciudad. Nunca hasta entonces había advertido lo mucho que la vida de Dyflin dependía de la llegada de embarcaciones. Aquel silencio interminable se le antojaba espectral. También seguía el trazado de las murallas hasta el lado meridional y contemplaba su casa de Rathmines.

Había sido su hijo mayor, Art, quien decidiera que ella y los hijos pequeños se hospedaran en casa de su hermano en Dyflin, donde estarían mucho más seguros, mientras él se quedaba en Rathmines. Aquello, probablemente, había sido un error. Caoilinn estaba segura de que habría podido salvar también el ganado de aquel maldito Brian, seguramente mejor que Art. Había mirado hacia Rathmines todos los días y no había visto ninguna señal de que hubiesen incendiado la propiedad, pero, como el campamento de los del Munster se hallaba en los huertos y los campos que se extendían entre la finca y la ciudad, no sabía a ciencia cierta lo que ocurría. Lo que le molestaba, sobre todo, era la sospecha de que su hijo no había lamentado del todo el que se marchara a Dyflin para estar a salvo. En cualquier caso, allí estaba, atrapada en Dyflin.

El mensaje de Osgar, que había llegado el día en que ella se marchaba a Dyflin, había sido una sorpresa, pero con tantos otros asuntos en la mente se había olvidado por completo de él.

Desde el día que había echado a Harold de su casa, no había vuelto a saber del noruego. No estaba segura de que a su hijo le hubiera complacido aquella ruptura de relaciones con Harold. «Peor para él», pensó. Ahora, cada día, mientras contemplaba el campamento de aquel odioso rey del Munster, su furia se reavivaba. Ojalá se hubiera quedado en Rathmines aunque solo fuera para maldecir a Brian a su paso. ¿Qué podría haberle hecho a ella, la condenada serpiente? Que la matase si se atrevía. Y que Harold hubiese imaginado que ella apoyaría a aquel malvado… Solo de pensarlo, palidecía de ira. Hasta su propio hijo había tratado en una ocasión de discutir con ella sobre el asunto:

—Harold está haciendo todo lo que puede por ti —se había atrevido a sugerirle.

—¿Has olvidado quién era tu padre? —le había espetado ella.

Con eso, había callado.

El único error que admitía haber cometido era la manera en que se había despedido del noruego y las palabras que había utilizado. Haberlo llamado pagano y traidor no era más que la verdad, pero decirle que no quería volver a verlo por la casa con su cojera —haberlo llamado tullido— no era digno de ella. Si las circunstancias hubiesen sido otras, le habría gusto pedirle disculpas, pero eso, desde luego, se le antojaba imposible. Desde aquel día, no había vuelto a tener noticias de Harold. Probablemente, pensó, no volvería a verlo.

Morann Mac Goibnenn seguía sintiéndose intranquilo. Con el paso de los meses había tenido muchas oportunidades de observar los ejércitos dispuestos en contra de Dyflin y seguía convencido de que su estimación de la situación había sido la correcta. A finales del verano anterior, cuando había llevado a su familia al norte, con el rey O’Neill de Tara, lo habían recibido muy bien. Alto, atractivo y con una luenga barba blanca, el anciano rey destilaba nobleza, aunque sus ojos, advirtió Morann, seguían siendo cautelosos. No le había resultado difícil procurarse la protección para la granja de su amigo Harold, pero su plan de que no surgieran problemas con el rey O’Neill no había tenido tanto éxito, ya que el viejo monarca le había pedido que acompañara al grupo que había partido en agosto a recabar la ayuda de Brian. Tantas ganas tenía el Rey de que el artesano se uniera a ese grupo y tan fervientes eran sus expresiones de lealtad a Brian, que Morann sospechó que lo estaba utilizando para convencer al rey del Munster de que la petición de ayuda era auténtica.

Brian Boru lo había recibido con afecto.

—He aquí un hombre que cumple sus promesas —había dicho a los jefes que lo rodeaban.

Habían pasado diez años desde que Morann viera al rey del Munster en persona y en ese momento todavía le pareció impresionante. Su cabello había encanecido; tenía las encías descarnadas y los dientes amarillos, aunque, asombrosamente, los conservaba casi todos. Unos rápidos cálculos le recordaron que el monarca debía de tener más de setenta años, pero aun así, transpiraba autoridad y poder.

—Ahora soy más lento, Morann —le confesó—, y sufro dolores que antes no tenía, pero esta —añadió, señalando a la joven que ahora era su esposa— me hace sentir más joven de la edad que tengo.

Por lo que Morann sabía, aquélla era su cuarta esposa. El anciano era admirable.

—Me acompañarás —le dijo Brian— en mi camino hasta Dyflin.

Había sido a principios de septiembre, en un día soleado, cuando el ejército de Brian en su avance hacia Dyflin había llegado a la llanura del Liffey. Morann había cabalgado a poca distancia del rey del Munster, en la vanguardia del ejército cuando, para su sorpresa, vio que avanzaba hacia ellos la figura de Harold, montado en un espléndido caballo, sin ninguna compañía. Y aún se sorprendió más cuando supo los motivos que habían llevado hasta allí al noruego.

—¿Quieres que le pida al rey Brian que no destruya la heredad de Caoilinn? ¿Después de todo lo que ha hecho?

El verano anterior Morann se había quedado atónito por la manera en que Caoilinn había tratado a su amigo. Al principio, Harold solo le había dado una idea general de la entrevista, pero su esposa, después de un largo paseo con el noruego, le contó:

—Lo llamó tullido y lo echó de su casa. —Freya estaba furiosa—. Fuera cual fuese la razón —había declarado—, no tenía ningún motivo para comportarse con tanta crueldad.

Y a Morann enseguida le quedó claro que Caoilinn había herido en grado sumo a su amigo. Se había incluso preguntado si no sería conveniente que fuera él mismo a hablar con ella, pero Harold había insistido tanto en que el romance había terminado que Morann llegó a la conclusión de que no había nada que hacer.

El noruego se limitó a encogerse de hombros.

—Sería una pena destruir lo que ella ha construido.

Morann se preguntó si no estarían los dos confabulados y si Harold no tenía una parte en el negocio, pero el noruego explicó que no se trataba de eso, que Caoilinn y él no habían vuelto a hablar y que en aquellos momentos ella se encontraba dentro de las murallas de Dyflin.

—Eres un hombre generoso —dijo Morann, maravillado.

Para su alivio, cuando explicó el asunto al rey Brian, el monarca no se enojó, sino que lo encontró divertido.

—¿Éste es el noruego que en Dyflin golpeó en la cabeza a uno de mis hombres? ¿Y ahora quiere que no destruya la granja de una dama? —El soberano sacudió la cabeza—. Es más, tal vez, de lo que yo habría hecho. —Esbozó una sonrisa—. Los hombres generosos son escasos, Morann. Y hay que estimarlos. En tiempos de peligro, rodéate de hombres generosos. El coraje trae éxito —afirmó con aprobación—. ¿Qué tipo de granja es esa Rathmines? ¿Dónde está, exactamente?

Morann le describió la finca de Caoilinn y su magnífico salón. Estaba situada cerca de Dyflin, explicó, y sus hatos de ganado eran enormes.

—Ahora, las reses deben de estar ocultas en las montañas —comentó Brian.

—Donde tus hombres, tarde o temprano, las encontrarán —apuntó Morann.

—Sin duda alguna —asintió Brian, pensativo—. Muy bien —prosiguió, animado, tras una breve pausa—. Yo mismo me quedaré en Rathmines. La finca nos alimentará, a mí y a mi séquito personal. Cuando antes me entreguen Dyflin, antes me marcharé y más ganado le quedará a la dama. Éstas son mis condiciones, Morann. ¿Estás de acuerdo con ellas?

—Sí —dijo el orfebre.

Y se adelantó con Harold a caballo para preparar la casa de Rathmines. Al hijo de Caoilinn tal vez no le gustase tener a Brian Boru en la casa, pero comprendería las ventajas del trato.

—Si al final de todo esto —le dijo—, te queda algo de ganado, tendrás que dar las gracias de ello a Harold.

Morann se quedó con Brian en Rathmines hasta finales de octubre. Durante ese tiempo, el platero tuvo la oportunidad de presenciar cómo se comportaba el gran señor feudal, su campamento ordenado, sus hombres bien preparados, su paciencia y su determinación. Luego, Brian lo mandó a ver al rey de Tara con algunos mensajes.

—Este juego, al final, tendrá un resultado pacífico —le comentó al artesano antes de que este se marchara.

Pero Morann no estaba tan seguro de eso.

El mensaje no llegó hasta diciembre, y lo hizo en forma de un solo jinete que se presentó un día frío y gris a las puertas de Glendalough. Llevaba colgada del hombro una bolsa de cuero vacía que depositó en la mesa del abad al tiempo que anunciaba:

—He venido a buscar el libro.

El libro del príncipe, el regalo para Brian Boru. La Navidad se acercaba. Tenía que estar listo para esa fecha.

—Lamentablemente —dijo el abad algo avergonzado—, no está del todo terminado. Pero cuando lo esté —añadió—, será muy hermoso.

—Mostrádmelo —dijo el mensajero.

Osgar había trabajado con ahínco. Hacia finales de octubre, había preparado la vitela, confeccionado el libro y copiado todos los Evangelios en una caligrafía perfecta. A continuación pasó a las mayúsculas decoradas. Había dejado espacio para cada una de ellas y, durante los diez primeros días de noviembre, planificó la labor. Si bien todas las letras serían tratadas de una forma diferente, ciertos detalles —algunos puramente geométricos, otros en forma de serpiente, pájaro o figuras humanas— se repetirían de manera sutil o se equilibrarían entre sí en un exótico contrapunto, lo cual aportaría una unidad oculta y vibrante al conjunto. También pretendía incorporar pequeñas decoraciones al texto, según lo moviera el espíritu. Finalmente, habría cuatro iluminaciones a página completa. Ya tenía esbozos para tres de ellas y sabía cómo quedarían, pero la cuarta era más ambiciosa y albergaba muchas más dudas sobre ella.

A mediados de noviembre, Osgar había comenzado ya a dibujar y pintar las mayúsculas y, a finales de mes, había completado más de una docena. Cuando el abad inspeccionó el trabajo, se declaró complacido, aunque expresó, sin embargo, una queja.

—Cada año, hermano Osgar, tardáis más en completar las ilustraciones. Con tanta práctica como tenéis, deberíais rendir más, no menos.

—Cuantas más hago, más me cuestan —respondió Osgar con tristeza.

—Oh —dijo el abad, irritado.

Era en momentos como aquéllos en los que el calígrafo perfeccionista le resultaba aburrido y hasta despreciable. Osgar suspiró, porque sabía que era incapaz de explicar tales cosas a un hombre, por inteligente que fuera, que no hubiese practicado el arte y el diseño druida.

No podía explicar que las formas que veía el abad no eran producto de una simple elección o del azar, sino que las más de las veces, mientras trabajaba en ellas, las hebras de color se negaban misteriosamente a ajustarse al dibujo que había imaginado. Y que solo tras días de pugna obstinada, descubría en ellas una forma más profunda y dinámica, mucho más sutil y poderosa que nada de lo que su pobre cerebro hubiese sido capaz de diseñar. Durante aquellas frustrantes jornadas, era como un hombre perdido en un laberinto, o incapaz de moverse, como atrapado en una telaraña mágica, aprisionado por las mismas líneas que dibujaba. Y cuando terminaba, cada descubrimiento le revelaba nuevas normas, capa sobre capa, de modo que, como si de una bola de cordel que crece poco a poco se tratara, el artefacto que creaba, por simple que pareciese, poseía un peso escondido. Mediante aquel proceso extenuante y a través de aquellas terribles tensiones, Osgar construía su obra de arte.

Y en ningún lugar era esto más cierto que en la cuarta de las iluminaciones a página completa. Sabía lo que quería. Quería, en cierto modo, plasmar aquella espiral extraña que el anciano monje había copiado de una piedra y le había mostrado en Kells. Solo la había visto una vez, pero la insólita imagen lo había rondado desde entonces como un fantasma. Había visto espirales y trifolios en muchos libros, por supuesto, pero aquella imagen particular era cautivadora porque contenía diferencias sutiles. Y sin embargo, ¿cómo podía capturar esas líneas arremolinadas, si su misterioso poder residía precisamente en el hecho de que eran errantes, indeterminadas, pertenecientes a algún caos desconocido pero profundamente necesario? Cada esbozo que hacía era un fracaso y, disponiendo de tan poco tiempo, el sentido común tendría que haberle dicho que renunciara. Con algo convencional habría salido del paso, pero no podía hacerlo. Cada día le daba vueltas en la mente, mientras se ocupaba en el resto del libro.

Por fortuna, cuando se le mostró el libro, en parte terminado, al mensajero del príncipe, ya estaba claro que sería muy hermoso.

—Le diré al príncipe que aún trabajan en él —comentó el mensajero—, pero no le complacerá saber que no está terminado.

—Tendréis que trabajar más deprisa, hermano Osgar —dijo el abad.

El asedio se levantó en Navidad. Brian y su ejército se retiraron hacia el sur, al Munster. Los sitiadores no atacaron la muralla y de dentro no salió nadie a luchar contra ellos. Cuando los habitantes de la ciudad vieron que el rey del Munster se marchaba, se congratularon.

Después de la partida de Brian, a principios de febrero, Morann decidió dejar por un tiempo al rey O’Neill de Tara y dejarse caer por Dyflin. No le asombró recibir una invitación para que visitara al rey de Dyflin y se reuniera con este y sus consejeros en el salón real. Allí lo recibieron con gran alegría.

—Todos sabemos que juraste lealtad a Brian —lo tranquilizó el monarca.

Le hicieron numerosas preguntas sobre el rey del Munster y la disposición de sus tropas, a las que Morann respondió. Pero al orfebre le sorprendió el aire de belicosidad que captó en algunos de los miembros más jóvenes del consejo.

—Podrías haberte quedado con nosotros, Morann —dijo uno de ellos—. Brian vino a castigarnos, pero ha tenido que renunciar.

—Nunca renuncia —replicó Morann—. Volverá. Y será mejor que estéis preparados.

—Qué individuo más agorero es —dijo el Rey con una sonrisa y los demás se echaron a reír.

Al día siguiente, cuando Morann por casualidad encontró al Rey en la calle, este lo tomó del brazo y le susurró al oído:

—Dijiste que Brian regresaría y es verdad, desde luego. Pero cuando lo haga, le tendremos preparada una recepción bien distinta. —El Rey se despidió de Morann saludándolo afablemente con la cabeza—. Estás avisado —añadió.

Dos días después de esta conversación, Morann se dirigió a Fingal a visitar a su amigo Harold. Habían pasado cuatro meses desde la última vez que lo había visto.

A su llegada a la heredad de Harold le sorprendió agradablemente encontrar al noruego en buena forma y animado. Estuvieron un buen rato recorriendo la granja, que se hallaba en un estado excelente, acompañados de sus hijos, y Morann no sacó a relucir la cuestión de Caoilinn hasta que se quedaron solos.

—Me han dicho que Rathmines ha podido salvar más de la mitad de sus reses.

—Sí, eso mismo he oído yo. Y las demás granjas fueron saqueadas por completo. Te estoy muy agradecido, Morann.

—¿Tú no has ido por allí?

—No —respondió con firmeza y abatimiento a la vez.

—¿Y no te han dado las gracias? Cuando sucedió, le dije a su hijo que era a ti a quien debían agradecerlo.

—Pues no me han dicho nada, pero ya me lo esperaba. Lo nuestro terminó y eso es todo.

Morann comprendió que a su amigo no le apetecía hablar más del asunto y durante su estancia allí aquel día no volvió a nombrarlo. Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando se marchó, tomó una decisión secreta. Había llegado la hora de que fuera a ver a Caoilinn.

A la mañana siguiente, cuando llegó a Rathmines, ella no estaba sola. Su hijo también se encontraba allí. ¿Era aquélla la razón de que se mostrara tan reservada? Enseguida le quedó claro que no deseaba verlo. Cuando, sentados en el gran salón, Morann mencionó educadamente que se alegraba de que el ganado hubiera sobrevivido a los problemas en Dyflin, el hijo asintió a modo de agradecimiento y murmuró:

—Gracias a ti.

Caoilinn, sin embargo, clavó la vista en el suelo como si no lo hubiera oído.

—Estuve en Fingal hace poco —explicó.

Sus palabras cayeron como una losa y reinó el silencio. Morann pensó que Caoilinn estaba a punto de marcharse y decidió que, si lo hacía, la seguiría, pero entonces sucedió algo interesante. El hijo se puso en pie de repente y salió al exterior, por lo que se quedó solo en la sala con ella. Si quería cumplir con las normas de hospitalidad, Caoilinn no podía hacer lo mismo y dejarlo allí plantado. Morann vio que fruncía el ceño de disgusto, pero no le importó.

—He estado en la finca de Harold —dijo en tono sereno. Calló para obligarla, prácticamente, a responder.

Pero fuera cual fuese la respuesta que esperase, la que obtuvo fue distinta porque, tras un prologado silencio, en un tono de voz contenido aunque airado, ella comentó:

—Me sorprende que, dadas las circunstancias, te atrevas a mencionar su nombre en esta casa.

—¿Dadas las circunstancias? —Morann no daba crédito a sus oídos—. ¿No te ha salvado de la ruina? ¿No tienes palabras de agradecimiento por su bondad?

—¿Su bondad? —Lo miró con desdén y también, le pareció, con incomprensión—. Querrás decir su venganza, ¿no? —Aunque el rostro de Morann todavía denotaba asombro, ella fingió no verlo. En realidad, cuando siguió hablando, parecía que lo estaba haciendo consigo misma—. Tener a Brian Boru, ese sucio diablo, viviendo en la casa de mi esposo… Comiéndose sus reses, servido por mis propios hijos… ¿No fue esa una buena venganza por haberlo llamado tullido? —Caoilinn sacudió la cabeza despacio.

Y por primera vez, Morann comprendió el alcance de su dolor y tristeza.

—No fue Harold —se limitó a decir—. Nunca ha tenido tratos con Brian. Está bajo la protección del rey O’Neill, eso ya lo sabes. Pero me pidió que convenciera a Brian de que no destruyera la heredad de tu esposo. Así que fui yo el causante de que Brian viniera. —Morann se encogió de hombros—. Era la única manera. —Caoilinn daba muestras de impaciencia—. Has de comprender —prosiguió con apremio, tomándola incluso por el brazo— que solo trató de salvarte a ti y a tu familia de la ruina. Admira el trabajo que has realizado en la finca. Y tú no le haces justicia.

Caoilinn había palidecido y no dijo nada. Morann no sabía si sus palabras habían surtido efecto.

—Estás en deuda con él —le sugirió en voz baja—. Al menos le debes las gracias o una disculpa.

—¿Una disculpa? —preguntó, alzando la voz considerablemente.

Morann decidió pasar a la ofensiva.

—Dios mío, mujer, ¿tanto te ciega el odio por Brian que no puedes ver la generosidad de espíritu del hombre de Fingal? Hace caso omiso de tus insultos y trata de salvar a tus hijos de la ruina y tú no ves en ello sino maldad, una maldad que solo está en tu imaginación. Eres una estúpida —prorrumpió—. Podrías haber tenido a ese hombre por esposo. —Hizo una pausa y luego, en voz más baja y con evidente satisfacción, añadió—: Bueno, en todo caso, a eso ya llegas tarde, puesto que ahora hay otras.

—¿Otras?

—Desde luego. —Morann se encogió de hombros—. ¿Qué esperabas? —le preguntó antes de marcharse repentinamente, prescindiendo de toda ceremonia.

Ya era febrero cuando las noticias comenzaron a llegar al puerto. Morann, que tenía presente la advertencia del rey de Dyflin, ya lo esperaba.

Los vikingos venían. El regente vikingo de la isla de Man, al otro lado del horizonte, enviaba una flota de guerra. Otra gran expedición llegaba del norte, de las lejanas islas de Orkney. Jefes guerreros, mercaderes aventureros, piratas nórdicos; todos se preparaban. Sería otra gran aventura vikinga. A saber lo que ocurriría… Si derrotaban al viejo Brian Boru, acaso tuvieran incluso la oportunidad de apoderarse de toda la isla, igual que Canuto y sus daneses estaban haciendo con Inglaterra. Al menos, habría valiosos botines.

A mediados de mes, circulaban por Dyflin rumores de todo tipo. Se decía que la hermana del rey del Leinster, la turbulenta ex esposa de Brian, se había ofrecido incluso a casarse de nuevo si con ello ayudaba a la causa.

—Cuentan que ha sido prometida al rey de la isla de Man y también al de Orkney —le explicó a Morann un jefe próximo a la familia.

—Pero no puede casarse con los dos —comentó Morann.

—No estés tan seguro —replicó el otro.

Y de momento, no había noticias del rey Brian del Munster. ¿Estaba informado el viejo guerrero de los preparativos que tenían lugar en los mares septentrionales? Sin duda alguna. Con tantas dificultades como encontraría, ¿dudaría Brian en regresar, como algunos en Dyflin suponían? Morann no lo creía, pero estaba seguro de que el cauteloso guerrero, como era habitual en él, se tomaría su tiempo. A finales de febrero, llegó un barco procedente de las islas Orkney con noticias definitivas: «La flota estará aquí antes de Pascua».

Al empezar el año, mientras andaba ya desesperado por terminar su trabajo a tiempo, Osgar recibió noticias muy diferentes, procedentes de Caoilinn. Ésta se disculpaba por no haberle escrito antes, pero le explicaba que había quedado atrapada en Dyflin durante el asedio. Con un poco de culpabilidad, quizá, le enviaba tiernas expresiones de afecto y le comunicaba que, por unas razones que no mencionaba, no se casaría. «Pero ven a verme, Osgar. Ven a verme pronto», añadía.

¿Qué sentía ante una misiva como ésa? Apenas lo sabía. Al principio, se lo tomó con calma y advirtió que no había pensado en ella desde hacía mucho tiempo. Durante aquel día, se había dedicado a sus quehaceres habituales y solo al final de la tarde, mientras guardaba las plumas y sus dedos encontraban el anillito que todavía guardaba en la bolsa, al pensar en ella experimentó, de repente, una intensa punzada de emoción instigada por los recuerdos.

Aquella noche se le apareció en sueños y también cuando despertó en la oscura aurora de enero, trayendo consigo una extraña sensación de calidez, un cosquilleo de excitación. Apenas recordaba cuándo se había sentido de aquel modo por última vez. Y la sensación no se disipó, sino que lo acompañó a lo largo de toda la jornada.

¿Qué significaba? Cuando aquella noche reflexionó sobre el asunto, a Osgar le pareció que, en cierto modo, las vidas de los dos habían descrito un círculo completo. Destinados el uno al otro al principio de sus vidas, habían recorrido caminos distintos: ella se había casado y él había entrado en el monasterio; sin embargo, ahora, con el conocimiento de que ella no contraería matrimonio de nuevo, Osgar pensó que, aunque se había alejado de la felicidad que hubiese experimentado con ella, incluso si eso había sido un error, ahora, en cierto modo, Caoilinn le pertenecía de nuevo. Podían renovar su amistad. Ella acudiría a Glendalough a verlo. Él podría ir a visitarla a Dyflin. Y hasta podría ocupar el cargo que siempre había rechazado en el monasterio de la familia. Sería libre para permitirse una relación tan apasionada como sana. De este modo, mediante la intervención de poderes benéficos o malignos, la pena del hermano Osgar se convirtió en un nuevo tipo de alegría.

A la mañana siguiente ya notó una diferencia. ¿Había más sol ese día en el scriptorium o el mundo se había tornado más brillante? Cuando se sentó ante su despacho, la vitela allí depositada parecía haber adquirido un significado nuevo y mágico. En vez de la dolorosa pugna habitual con un dibujo intrincado, debajo de su pincel las formas y los colores cobraban vida en un estallido, como las plantas relucientes en primavera. Y lo que era aún más extraordinario, a medida que el día avanzaba, aquellas sensaciones se intensificaban, se volvían más apremiantes, más intensas. Tan abstraído estaba que, a última hora de la tarde, ni siquiera notó que la luz de fuera se desvanecía mientras trabajaba, con una emoción febril cada vez más acusada, inmerso en aquel mundo exquisito y radiante. Fue solo al notar unos persistentes golpecitos en el hombro cuando, finalmente, se interrumpió, sobresaltado, como si acabaran de despertarlo de un sueño, y descubrió que ya habían encendido tres candelas alrededor de su mesa y que había completado no una, sino cinco ilustraciones. Casi tuvieron que alejarlo a rastras de la página.

Y así continuó día tras día, perdido en su arte, en tal estado de excitación que a veces se olvidaba de comer, pálido, ausente, por fuera melancólico, pero extático por dentro. Aquel monje de mediana edad —inspirado por Caoilinn, si no por Dios— por primera vez descubrió y expresó en su trabajo, en los dibujos abstractos, en las plantas verdeantes, en toda la exuberancia de brillantes colores de sensual trazado, el verdadero significado de la pasión.

Avanzado febrero, comenzó a dibujar la gran espiral triple de la última página, y alargándola y doblándola a voluntad, para su asombro descubrió que la había transformado en una magnífica y dinámica imagen del Ji-Ro, distinta de todas las que había visto hasta entonces y que vibraba en la página como un fragmento sólido de la mismísima eternidad.

Dos semanas antes de Pascua, su pequeña obra maestra estuvo completa.

Ella no lo esperaba y era eso lo que Harold quería. Contaba con aprovecharse del factor sorpresa aunque la verdadera pregunta era si debía ir a verla o no.

«No te acerques a ella. Te dará más problemas que otra cosa», le había aconsejado Morann. Dos veces desde que había ido a ver a Caoilinn, el artesano había comunicado al hijo de la mujer que Harold lo iría a visitar un día concreto en Dyflin. Para Caoilinn no habría sido nada complicado ir desde Rathmines y encontrarse con el noruego, en apariencia por casualidad, en el muelle o en el mercado. De hecho, su hijo, que había previsto que su madre se fuera de la casa, estaba ansioso por colaborar. Pero Caoilinn no había acudido ni había mandado mensaje alguno a Harold. Y aunque, en principio, Morann esperaba que se produjera la reconciliación de los enamorados, ahora había cambiado de opinión. «Búscate otra esposa, Harold. Puedes encontrar una mejor», le había aconsejado.

Entonces, ¿por qué iba? En los meses que habían transcurrido desde que lo rechazara, el noruego había reflexionado sobre el asunto de Caoilinn. Ella lo había herido, por supuesto. En realidad, había momentos en los que, al pensar en el desdén con que lo había tratado, había apretado los puños de rabia, jurándose a sí mismo que no volvería a posar los ojos en ella. Pero su corazón generoso todavía intentaba comprender qué la había llevado a comportarse de aquel modo y, después de enterarse de más detalles sobre su esposo a través de otras personas familiarizadas con la casa, se había formado una idea astuta de lo que podía tener Caoilinn en la mente. Había hecho concesiones, estaba dispuesto a perdonar, pero también era consciente del desprecio interior por sus sentimientos que la conducta de ella había revelado. Morann le había explicado su visita a Rathmines, y en los primeros meses de aquel año, Harold había convenido con su amigo que esperaría a que ella diese el primer paso, pero no lo había hecho.

Cuando Morann avisó a Caoilinn de que tenía rivales, no la engañaba por completo, puesto que había dos mujeres que le habían dejado claro a Harold que si mostraba algún interés por ellas, ese interés sería recíproco. Harold sabía que el afecto que una de las mujeres le profesaba era genuino; la otra, aunque la consideraba algo estúpida, lo amaba de veras. ¿Y Caoilinn? ¿Lo amaba? En realidad, no. No se hacía ilusiones. Al menos de momento, pero haría feliz a cualquiera de aquellas dos mujeres y su vida sería fácil y agradable.

Y quizás, al final, aquél era el problema. Por más atractivas que fueran, ambas le ofrecían una vida que era demasiado sencilla. Caoilinn, pese a sus defectos, le resultaba mucho más interesante. Incluso en la madurez, Harold, el Noruego, seguía buscando la emoción del desafío.

Así que, después de estudiar minuciosamente el asunto, el último día de marzo se puso de nuevo en camino a Rathmines. ¿Había decidido lo que le diría? Eso dependería de cómo la encontrase, pero, igual que había hecho en el encuentro anterior, sabía que podía confiar en su intuición. Cuando divisó las puertas del rath, todavía no estaba muy seguro de lo que haría.

Si su objetivo era sorprenderla, lo logró, ya que, mientras cruzaba la puerta montado a caballo, ella se encontraba ordeñando una vaca. Cuando se volvió y se levantó del taburete en que el que estaba sentada, la cabellera negra le cayó sobre la cara y la apartó con un solo gesto. Se alisó el vestido con las dos manos y lo miró como si fuera un intruso. Por unos momentos, pensó que iba a insultarlo, pero, en cambio, le dijo:

—Harold, hijo de Olaf. No sabíamos que vendrías.

Se quedó peligrosamente callada.

—Hace buen día y pensé en dar un paseo a caballo hasta aquí —dijo él con suavidad, mirándola desde lo alto de su montura.

Entonces, sin desmontar, pero haciendo comentarios fortuitos, como si fuera a proseguir su viaje en cualquier momento, comenzó a hablar. Lo hizo en voz baja y habló de su granja, de la situación en Dyflin, de un cargamento de vino que acababa de llegar a puerto. Sonrió de vez en cuando, a su manera fácil y afable y no aludió al hecho de que le había insultado y le debía una disculpa ni una sola vez. Ni una sola palabra, nada. Estuvo magnífico. Caoilinn no podía negarlo.

Pero lo que la había realmente conmocionado había sido otra cosa totalmente distinta. En los turbulentos meses transcurridos desde su separación, era lo único que había olvidado. No recordaba que fuera tan apuesto. En el momento en que había cruzado la puerta a caballo y lo había visto al volverse, su belleza la había impactado. El espléndido caballo con el brillante arnés; su figura poderosa, atlética, casi juvenil; su barba roja y sus ojos, aquellos ojos azul brillante… Por un momento, mientras se alisaba la falda para evitar su mirada, se había sentido jadeante, había tratado de contener un sonrojo y lo había mirado con furiosa frialdad para que no supiera que ardía por dentro y que el corazón se le desbocaba sin que pudiese controlarlo. Tampoco fue del todo capaz de reprimir aquellas sensaciones que, como olas pequeñas, se formaban y rompían sin parar.

Harold, que la miraba con aire sereno, dio el primer paso.

—El año pasado se hablaba —comentó con una frialdad perfecta— que tú y yo nos casaríamos.

Caoilinn bajó la mirada y no dijo nada.

—El tiempo pasa —prosiguió Harold—. Y uno sigue adelante. —Hizo una pausa lo bastante larga para que ella asimilara el mensaje—. Pero pensé que debía acercarme por aquí. —Sonrió cautivadoramente—. No deseo perderte por culpa de mi descuido. Al fin y al cabo —añadió, risueño—, podría seguir adelante, pero mejor no me iría.

Caoilinn tuvo que reconocer el cumplido. ¿Qué podía hacer? Agachó la cabeza.

—Hubo dificultades —consiguió decir, pero no se disculpó.

—Tal vez puedan vencerse —sugirió Harold.

—Varias dificultades.

La mujer estuvo a punto de sacar a relucir la cuestión religiosa, pero lo pensó mejor.

—Eres tú quien debe decidirse, Caoilinn. —La miró muy serio—. Mi oferta sigue en pie. Y es una oferta que hago con toda mi alegría, pero, sea cual sea tu decisión, te agradeceré que me la comuniques por Pascua.

—¿Te estoy entendiendo bien? —preguntó ella con un atisbo de indignación—. ¿Quieres decir que después de Pascua la oferta ya no será válida?

—Eso es —añadió y, tras espolear el caballo, se alejó antes de que ella pudiera hablar.

—Dios mío —murmuró Caoilinn mientras lo perdía de vista—. Qué hombre tan descarado…

A Morann no le sorprendió que, transcurridos diez días de abril, no hubiera recibido noticias de Caoilinn.

—Si viene —le dijo Harold—, esperará hasta el último momento. —Esbozó una sonrisa—. Y aun así, deberás asegurarte de que se den las condiciones.

—No vendrá en absoluto —dijo Morann, no porque lo supiera, sino porque no quería que su amigo se hiciera ilusiones vanas.

Sin embargo, al cabo de unos días, acontecieron unos hechos que hicieron que hasta el matrimonio de Harold quedara relegado a un segundo plano. Había llegado un drakar al puerto con noticias de que las flotas del norte ya habían zarpado y no tardarían en arribar. Al cabo de dos días, llegó un jinete del sur que anunció: «Brian Boru viene hacia aquí».

Al día siguiente, cuando Morann y su familia llegaron a la finca de Harold, el orfebre se mostró muy firme. El noruego quería quedarse y proteger la granja como había hecho la ocasión anterior.

—Pero esta vez será diferente —le advirtió Morann. En los drakares vikingos habría hombres de todo tipo: merodeadores, piratas, hombres que mataban por placer…—. Si vienen hacia aquí, no habrá nada que proteja la heredad. —Él se marchaba para unirse al rey O’Neill, como había hecho la vez anterior—. Y tú y tus hijos deberíais venir conmigo —le dijo.

Harold siguió presentando excusas y argumentos falsos. Finalmente, encontró una objeción real.

—¿Y si viene Caoilinn?

Pero Morann ya había previsto aquella pregunta.

—Ayer se trasladó a Dyflin —le dijo a su amigo con contundencia—. Se quedará allí, sin duda, como hizo la otra ocasión, pero puedes dejar un mensaje para ella si viene, diciéndole que nos siga.

Al final consiguió convencer al noruego de que lo prudente era partir. El gran hato de la granja fue dividido en cuatro manadas, y tres de ellas, con un vaquero cada una, fueron llevadas a lugares donde no las encontrarían. Harold no podía hacer más que esconder sus objetos valiosos y prepararse, acompañado de sus dos hijos, para su viaje hacia el noroeste. Cuatro días más tarde, se reunieron con el rey O’Neill de Tara.

El campamento del rey de Tara era impresionante. Para su nueva campaña, había reclutado un ejército formidable entre las mejores tribus guerreras del norte. Cuando Morann le presentó a Harold y a sus hijos, les dio la bienvenida y proclamó:

—Cuando comience la batalla, debéis apoyarme, estar a mi lado.

Morann notó que aquella decisión era un honor para sus amigos, al tiempo que prácticamente garantizaba su seguridad.

Morann enseguida se puso al día de la situación militar. Calculó que en el campamento habría casi mil guerreros. En la isla céltica era raro ver una fuerza de combate más grande; durante el asedio de Dyflin, Brian Boru no había contado con más hombres que ésos. Muchos de ellos procedían de la base más leal del poder del Rey, del reino central de Meath; pero todavía llegaban otros de más lejos. Los hombres estaban bien preparados. Morann los contempló, impresionado, mientras realizaban las prácticas de combate cuerpo a cuerpo. El anciano monarca tenía previsto quedarse en el campamento hasta que se enterara de que Brian llegaba a la llanura del Liffey. Entonces se dirigiría al sur, pasando por Tara, para unirse a él.

Sin embargo, ¿qué haría al llegar allí? Todo lo que Morann veía —los ejercicios diarios del ejército, las reuniones del Rey— confirmaba que su intención era mantener la palabra dada a Brian y luchar. ¿Podía haber un plan más engañoso? Al mirar la ajada cara de expresión astuta del rey de Tara, Morann descubrió que era incapaz de descifrar sus intenciones. Tal vez, concluyó el orfebre, la verdad residía en una conversación que mantuvo al día siguiente con el monarca cuando este lo mandó llamar. El viejo soberano tenía un aire pensativo, aunque Morann sabía que había calculado todo lo que iba a decir. Hablaron largo y tendido de los hombres que había reclutado, del ejército del Munster que esperaban y de las fuerzas alineadas contra ellos.

—Ya sabes, Morann, que Brian tiene muchos enemigos. Quiere ser el rey supremo con una autoridad más grande de la que los O’Neill hayan tenido nunca, porque jamás hemos conseguido someter a toda la isla. Esos reyes del Leinster, sobre todo, se lo han tomado muy a mal. Son casi tan orgullosos como nosotros. Y no son los únicos. —Echó una rápida y perspicaz mirada a Morann—. Pero si piensas en ello —prosiguió en voz baja—, verás que la verdad de todo este asunto es que no podemos permitirnos que pierda.

—Teméis a los escandinavos.

—Desde luego. Han visto a Canuto y a sus daneses apoderarse de Inglaterra. Si Brian Boru pierde ahora la batalla, caerán sobre nosotros escandinavos procedentes de todos los puertos de los mares del norte. Tal vez no podamos hacerles frente.

—Y sin embargo, son los del Leinster quienes han comenzado todo este asunto.

—Precisamente por eso son tan estúpidos. Primero, actúan por orgullo. Segundo, suponen que, habida cuenta de los vínculos familiares que los unen con el rey escandinavo de Dyflin, cualquier invasor nórdico los respetará; no obstante, si llegan todas esas flotas norteñas, el Leinster recibirá el mismo trato que los demás. En realidad, como están cerca de Dyflin, serán los primeros invadidos y quedarán sometidos a un rey escandinavo, no a Brian. —El rey de Tara esbozó una triste sonrisa—. Si eso sucede, Morann, seremos nosotros los que tengamos que abandonar el dominio del territorio. Habremos de meternos bajo tierra, como los Tuatha De Danaan —afirmó pensativo—. Así que ya ves, Morann. Suceda lo que suceda, Brian debe vencer.

El mensajero del rey Brian llegó al campamento a la mañana siguiente, con la petición al rey de Tara de que avanzase para unirse con el ejército del Munster en la orilla septentrional del Liffey. También traía un mensaje para Morann. El orfebre tenía que reunirse con Brian en su campamento tan pronto como fuera posible; además, si su amigo el noruego estaba con él, quería que Morann lo llevase consigo. La primera parte del mensaje no le sorprendió, pero no esperaba que también quisiera ver a Harold. Sin embargo, al recordar la divertida admiración del rey Brian por el noruego cuando había acudido a salvar la heredad de Rathmines, Morann creyó comprenderlo. ¿Qué le había dicho Brian? «En tiempos de peligro, rodéate de hombres generosos. El coraje trae éxito». Antes de la mayor de todas sus batallas, aquel líder ya entrado en años convocaba a hombres valientes y leales.

Tras dejar a su familia y a los hijos de Harold con el rey O’Neill, el noruego y él se pusieron en camino.

Cabalgaron sin incidencias y avanzaron a buen ritmo. No hablaron mucho, sumidos cada uno en sus propios pensamientos. Morann se alegraba de pensar que podía ofrecer al rey Brian una descripción detallada de las fuerzas del rey de Tara y su conversación que, a buen seguro, el rey del Munster le pediría. Y por lo que Morann notaba, Harold estaba emocionado ante lo que les aguardaba. Su cara, habitualmente enrojecida, se veía un tanto pálida y sus ojos azules centelleaban.

La carretera llevaba hacia el sur, hacia Tara, pero, llegado cierto punto, partía de ella un sendero que enfilaba hacia la izquierda, hacia el sudeste.

—Si tomamos esta ruta, el camino es menos bueno, pero va a Dyflin más directo —apuntó Morann—. ¿Cuál prefieres que tomemos?

—La ruta más directa —dijo Harold sin pensarlo un momento.

Eso fue lo que hicieron y cabalgaron unas horas más hacia el río Boyne.

¿Por qué habían decidido ir por aquel camino? Por alguna intuición —Morann no sabía de qué se trataba— había dejado que Harold eligiera, pero al decirle, correctamente, que aquélla era la vía más directa, había sabido que sería la que el noruego escogería. ¿Y por qué había querido ir por allí? Morann lo ignoraba. Tal vez porque era la carretera que había recorrido con su padre cuando lo llevó por primera vez a Dyflin hacía tantos años; sin embargo, cualquiera que fuese el motivo, sintió una extraña compulsión interior a volver de nuevo a aquel camino.

Cuando los dos hombres se acercaron a los grandes túmulos verdes que dominaban el Boyne, la tarde ya estaba avanzada. El lugar se hallaba en silencio y no se veía ni un alma. El cielo estaba gris y desvaído y, en las aguas de abajo, los cisnes habían adquirido una pálida luminosidad, como puntos brillantes sobre las aguas metálicas.

—Aquí es donde viven los Tuatha De Danaan —dijo Morann, señalando el techo derruido del túmulo más grande—. Tu gente intentó entrar ahí una vez, ¿sabes?

—Es un sitio lúgubre. —El noruego sacudió la cabeza.

Pasearon entre las tumbas y contemplaron las piedras labradas y el cuarzo caído. Entonces Harold dijo que quería caminar siguiendo la cresta, pero Morann prefirió quedarse frente a la entrada de la mayor de las tumbas, donde se hallaba la piedra con las tres espirales. Les llegó el canto de un pájaro, pero no oyó nada más. La luz se oscurecía de manera imperceptible.

Lúgubre. ¿Era un sitio lúgubre? Tal vez. No estaba seguro de ello. Miró hacia el río y se acordó de su padre. Y allí estaba esperando a su amigo cuando le pareció que desde el río subía alguien al túmulo.

Lo más extraño de todo fue que no sintió miedo ni se sorprendió. Como todos los habitantes de la isla, sabía que los espíritus podían adaptar muchas formas. Estaban los dioses antiguos, que podían presentarse como pájaros, peces, ciervos o mujeres hermosas; estaban las hadas y los enanos; incluso antes de la muerte de un gran hombre, uno podía oír gemidos terribles: eran las endechas de los espíritus llamados banshee. Pero, por más que enseguida pensara que podía tratarse de un espíritu, lo que sintió no era ninguna de esas cosas. Carecía de forma, no era siquiera una niebla suspendida; sin embargo, notaba que subía la cuesta en dirección a él, como si tuviera muy claro su objetivo.

La sombra invisible pasó cerca de Morann y este experimentó una rara sensación de frío antes de que se retirara hacia el túmulo y, tras pasar junto a la piedra de las espirales grabadas, entrara en él.

Cuando el espíritu se marchó, Morann se quedó absolutamente quieto, mirando el Boyne y, aunque ignoraba cómo, sabía con certeza lo que iba a suceder. No tenía miedo, pero lo sabía. Cuando Harold regresó al cabo de un rato, le dijo:

—No has de venir conmigo. Regresa a tu granja de Fingal.

—Pero ¿y Brian Boru?

—Es a mí a quien necesita. Ya te excusaré.

—Me dijiste que permanecer en la granja era peligroso.

—Lo sé, pero tengo un presentimiento.

A la mañana siguiente, los dos amigos cabalgaron juntos hacia el sur, pero en cuanto llegaron al extremo septentrional de la llanura de las Bandadas de Pájaros, Morann detuvo el caballo.

—Aquí es donde nos separaremos, pero antes de que lo hagamos, Harold, quiero que me prometas una cosa: quédate en la finca. Después de que Brian te haya convocado, no puedes regresar con el rey O’Neill. En cualquier caso, tus hijos con él estarán a salvo, pero debes prometerme que no me seguirás a esta batalla. ¿Me lo prometes?

—No me gusta dejarte —dijo Harold—, pero has hecho tanto por mí que tampoco puedo negarme. ¿Estás seguro de que es esto lo que quieres?

—Es la única cosa que te pido —respondió Morann.

Entonces, Harold se marchó hacia su predio, mientras Morann cabalgaba hacia el oeste, a reunirse con el rey Brian, al que acababa de negarle la compañía de un hombre generoso.

—El monje ha de llevar el libro en persona. El rey Brian ha dado órdenes muy precisas —dijo el mensajero—. ¿Está listo?

—Sí, lo está desde hace diez días —respondió el abad—. Es un honor para vos, hermano Osgar, que el Rey quiera recibiros. Supongo que desea daros las gracias.

—¿Y vamos a bajar a Dyflin, donde se librará la batalla? —preguntó el hermano Osgar.

—Sí —declaró el mensajero.

Osgar comprendía la necesidad del abad de complacer al rey Brian. Aunque el rey del Leinster se preparaba para una contienda que creía que podía ganar, no todo el mundo estaba tan seguro de cuál sería el resultado. Más abajo de los montes de Wicklow, en la llanura costera, los jefes del sur del Leinster no habían conseguido unirse a su líder y a su ejército. La abadía de Glendalough, que, pese a ser una de las más nobles del reino del Leinster, no estaba protegida, no podía insultar al rey Brian negándose a lo que, en cualquier caso, le había prometido.

El viernes antes de la semana de Pascua, a mediados de abril, llegó el emisario. El sábado por la mañana, al romper el alba, el mensajero y Osgar dejaron atrás el gran portal de Glendalough y se dirigieron hacia el norte, al largo desfiladero que los llevaría a Dyflin cruzando las montañas. Cuando llegaron a terreno elevado y abierto, el cielo estaba limpio y azul. Parecía que el día sería bueno.

Con la brisa húmeda que se le pegaba a la cara, Osgar, de repente, se acordó del día en que había atravesado aquellas montañas, hacía tantos años, cuando fue a decirle a Caoilinn que iba a ingresar en el monasterio. Durante unos momentos sintió exactamente lo mismo que si fuera el joven de antaño; la intensidad de la sensación lo sorprendió. Pensó en la Caoilinn de ahora y el corazón se le aceleró. ¿La vería?

Y sin embargo, allí abajo, en la llanura del Liffey, había peligro, pues se acercaba al campo de batalla. ¿Podría entregar el libro a Brian y refugiarse en un lugar seguro o el combate lo retendría?

Al día siguiente era Domingo de Ramos, el día que Jesús entró en Jerusalén. Un día triunfal. Había entrado en la Ciudad Santa a lomos de un pollino y los habitantes habían tejido palmas en su honor como muestra de respeto, habían cantado alabanzas y lo habían llamado el Mesías; cinco días después, lo habían crucificado. Mientras cruzaban las montañas, Osgar se preguntó si aquél iba a ser su destino ¿Iba él a bajar de aquel lugar desierto, recibir alabanzas por su pequeña obra maestra, para luego ser víctima de un hacha vikinga? Sería irónico. Incluso se le ocurrió pensar que tal vez se encontrara por casualidad con Caoilinn y muriera finalmente como un héroe tras salvarla de un Dyflin en llamas o de un grupo de asaltantes vikingos. Una efusión de calor acompañó aquella imagen. Ya había fracasado una vez en una situación semejante, pero eso había sido mucho tiempo atrás. Ahora era otro hombre.

Ciertamente, en algunos aspectos, Osgar era realmente un hombre distinto. El libro de los Evangelios era una pequeña obra maestra. No había duda de que el rey Brian quedaría encantado con el ejemplar. La pasión por Caoilinn que lo había potenciado, que había impulsado su trabajo durante tres meses, había dejado a Osgar en un estado de profundo alborozo. Sentía el deseo compulsivo de hacer más, una sensación de apremio que nunca hasta entonces había experimentado. Necesitaba vivir a fin de crear. Y, al mismo tiempo, con una diminuta calidez de certeza, comprendía que si, de repente, le era arrebatada la vida mortal, habría dejado una pequeña joya brillante gracias a la cual su plácida vida también habría merecido la pena a los ojos de Dios.

Cruzaron el alto paso de montaña y tomaron el camino que llevaba al noroeste. A la caída de la noche habrían descendido las laderas, bordeado la llanura del Liffey y cruzado el río por un pequeño puente monástico a unos veinte kilómetros más arriba de Dyflin. El día era agradable y el cielo de abril se mantenía desacostumbradamente sereno. A media tarde, llegaron a las vertientes septentrionales y a sus pies divisaron la anchura magnífica del estuario del Liffey y la inmensa extensión de la bahía que se abría ante ellos.

Entonces, Osgar distinguió velas vikingas.

Era toda la flota vikinga, que aparecía tras el recodo septentrional de la bahía, más allá del Ben de Howth, y lejos hacia el mar abierto donde se confundía con la bruma marina. Velas de cruz. Las más cercanas eran de brillantes colores. ¿Cuántas velas? Contó tres docenas, pero, sin lugar a dudas, había más. ¿Cuántos guerreros? ¿Un millar? ¿Más? Nunca había visto nada igual. Contempló la panorámica horrorizado y lo embargó un pánico frío y terrible.

En Dyflin no había palmeras, por lo que el Domingo de Ramos los cristianos fueron a la iglesia con todo tipo de follaje en la mano. Caoilinn llevaba un manojo de largas hierbas aromáticas.

Era una imagen extraña ver las hileras de fieles aquella mañana, gentes del Leinster y de Dyflin, gaëls célticos y galls nórdicos, desfilando por las calles de madera, observados por los hombres de los drakares. Algunos guerreros de los mares del norte eran buenos cristianos, advirtió ella, contenta, al ver que se sumaban a la procesión, pero la mayor parte eran paganos o se mostraban indiferentes y se quedaban junto a las cercas o en los umbrales, apoyados en sus hachas, mirando y hablando entre sí, al tiempo que bebían cerveza.

Cuando sus drakares enfilaron el Liffey la noche anterior, la imagen había sido extraordinaria. Las dos flotas habían llegado juntas. El conde de Orkney había traído consigo vikingos de todo el norte, desde las Orkney y la isla de Skye, de la costa de Argyll y el Mull of Kintyre. De la isla de Man, sin embargo, el señor feudal Brodar, el de la cara marcada, acudía con un temible grupo, reclutado, se decía, en los puertos de muchos territorios distintos. Noruegos de piel blanca, daneses musculosos; algunos de tez pálida, otros morenos y cetrinos. Muchos, advirtió, no eran más que piratas. Y, sin embargo, aquéllos eran los aliados que el rey del Leinster había mandado llamar para que juntos derrotaran a Brian Boru. «Ojalá hubieran venido hombres de otro tipo», pensó.

Mientras caminaba hacia la iglesia, se preguntó qué iba a hacer. ¿Estaba cometiendo un terrible error? Para empezar, ahora quedaba claro que haberse trasladado a casa de su hermano en Dyflin había sido prematuro y probablemente inútil. En esta ocasión, el rey Brian no acosaría Rathmines, porque llegaba por la otra ribera del Liffey, a mucha distancia. Su hijo mayor ya había vuelto al rath aquella mañana a vigilar el ganado. Pero la verdadera pregunta era: ¿por qué no había ido a ver a Harold? Su hijo le había hablado sin ambages.

—Ve, por el amor de Dios —le había dicho—. Contra Harold no tienes ninguna queja. Ese hombre no guarda ninguna relación con Brian Boru. Ya has honrado la memoria de mi padre más tiempo del que era necesario. ¿No has hecho ya bastante por el Leinster?

Caoilinn ni siquiera sabía dónde estaba Harold ahora. ¿Se encontraba en su finca o con el rey O’Neill? Su oferta había sido clara. Tenía que darle una respuesta en Pascua, no después. Si el hombre fuera algo razonable, pensó, unos días o unas semanas de retraso no importarían, pero había algo en el carácter del noruego que indicaba que no claudicaría. Por irritante que resultara, lo admiraba por ello. Si iba a verlo después de Pascua, encontraría su mente cerrada, como una gruesa puerta de madera. La oferta habría caducado. Sabía que sería así.

Aun cuando pudiera aceptar lo que Harold había hecho antes, aun cuando pudiera aceptar que la equivocada era ella, a Caoilinn no le gustaba que le dijeran lo que debía hacer. Al presentarle la oferta de aquel modo, Harold afirmaba su autoridad y Caoilinn no veía cómo afrontarlo. El orgullo le impedía dejarlo vencer y había decidido posponer su decisión todo el tiempo que le fuera posible hasta que encontrase una manera de saldar las cuentas.

También estaba algo nerviosa. De momento, nadie había molestado a Harold por su posición equívoca. La gente sabía que Morann había conseguido protección para su amigo, como, a su vez, Harold había mitigado los daños a la finca de ella. Pero ahora se libraría una gran batalla, en la que quien venciera sufriría numerosas bajas. Y si la veían saliendo de Dyflin para reunirse con un hombre que estaba bajo la protección de Brian, y los habitantes de Dyflin conseguían derrotar a este, tal vez se tomaran a mal su deserción y las represalias serían tremendas. En cambio, si se quedaba donde estaba y ganaba Brian, podía quedar atrapada en el incendio de la ciudad, pero el aspecto más desagradable de todos era la proposición cínica y contundente que su hijo le había hecho antes de partir.

—Como familia, por supuesto, lo mejor sería que tuviéramos un pie en cada bando, de modo que pudiéramos ayudarnos entre nosotros, cualquiera que fuese el resultado. Yo estoy del lado del Leinster, por supuesto, pero si tú estuvieras con Harold…

—¿Lo que dices es que me quieres del lado de Brian? —preguntó Caoilinn con amargura.

—Bueno, no exactamente. Solo con que Harold sea amigo de Morann y este… —Se encogió de hombros—. No importa, madre, porque sé que no lo harás.

Malditos fueran todos, pensó Caoilinn, malditos. Por una vez en su vida no sabía qué hacer.

Mientras la solitaria figura se abría paso por el embarcadero de madera en dirección al bote, la misa del Domingo de Ramos ya había comenzado. Caminaba algo encogido de hombros y no llevaba compañía. Sus camaradas del drakar estaban en otro lado. Y en cualquier caso, solo eran compañeros para aquel viaje. Después, quizá volviera a ver a algunos de ellos, y a otros quizá no. Lo mismo le daba. Los amigos no le servían de nada. En aquel momento, esbozaba una sonrisa torcida y extraña.

Había vivido en muchos lugares. Sus tres hijos se habían criado en Waterford, pero hacía años que habían surgido desavenencias y no había vuelto a verlos desde entonces. Ahora ya eran adultos y no les debía nada. Cuando eran pequeños, sin embargo, les había dado una cosa.

En una ocasión, estaba comerciando en el pequeño puerto del río Boyne. Allí había encontrado a una mujer y se quedó. Y como era moreno, en el muelle la gente que hablaba la lengua celta lo llamaba «Dubh Gall», el extranjero oscuro. Las mujeres lo llamaban «Mi extranjero oscuro». Aquello divirtió a sus compañeros de tripulación, que se llevaron el nombre de regreso a su tierra. Y al cabo de poco tiempo, hasta en el puerto vikingo de Waterford, sus hijos fueron conocidos como la familia del Dubh Gall. Ahora el nombre ya no le hacía gracia y sus camaradas del barco lo llamaban por su nombre real: Sigurd.

Los últimos años había llevado una vida errante. En ocasiones, incluso, había trabajado de mercenario. La noche anterior había llegado a Dyflin con Brodar, que había sido contratado por los reyes del Leinster y de Dyflin. No sonreía porque la paga y los botines fuesen excelentes, sino porque había hecho un agradable descubrimiento: Harold, el noruego, el pelirrojo tullido, aún estaba vivo.

Nunca se había olvidado de Harold. Durante los años transcurridos, el noruego cojo volvía de vez en cuando a su mente, pero había tenido que ocuparse de muchos otros asuntos y el destino no lo había llevado cerca de él. La naturaleza de sus sentimientos también había cambiado. De muchacho, había experimentado una ardiente necesidad de vengar el nombre de su familia: el noruego debía morir. De hombre, su viejo deseo se había visto sazonado con crueldad y disfrutaba imaginando el dolor y la humillación que podía infligir al joven granjero. Por otra parte, en los últimos años, se había convertido en un asunto sin resolver, una deuda impagada.

Pero ahora se hallaba camino de Dyflin para participar en una batalla. Las circunstancias eran perfectas. Durante el viaje había pensado en Harold, por supuesto, pero fue al pisar el muelle de madera, donde se habían encontrado la otra vez, cuando todos los sentimientos de su juventud regresaron a él en forma de avalancha. Eso era el destino, decidió. El noruego tenía que morir. Cuando aquello se hubiera cumplido, pensó, regresaría a Waterford a buscar a sus hijos, que nunca habían sabido nada de aquella cuestión, y les contaría lo que había hecho y por qué y, quizá, quién sabe, se reconciliaría con ellos.

Una vez en Dyflin, no había tardado mucho en averiguar el paradero de Harold. Primero, cuando preguntó por un granjero cojo, había recibido miradas confundidas, pero luego un vendedor de las Casetas de pescado sonrió al reconocer de quién hablaba.

—¿Te refieres al Noruego? ¿El dueño de esa enorme heredad de Fingal? Es un tipo rico. Un hombre importante. ¿Es amigo tuyo?

Aunque había comerciado y luchado y participado en saqueos por todos los mares del norte, Sigurd no se había hecho rico.

—Sí, lo fue, hace muchos años —respondió con una sonrisa.

—Cuenta con amigos poderosos —dijo el mercader—. El rey O’Neill es su protector.

—¿Quieres decir que luchará contra nosotros?

—No creo que lo haga a menos que se sienta obligado, pero sus hijos tal vez sí.

Si Harold y sus hijos se encontraban en el bando enemigo, mucho mejor, decidió Sigurd. Iría a su encuentro. Y si no, durante o después de la batalla los sorprendería en la granja. Con un poco de suerte, los pescaría desprevenidos. Matar también a los hijos y destruir el linaje: sería hermoso cruzar el mar de regreso no solo con la cabeza de Harold, sino también con la de sus hijos.

Dadas las circunstancias, no era de extrañar que Sigurd esbozara una sonrisa torcida. Esperaba con ganas la batalla.

Aquel día, con el sol en el cenit, Morann llegó al campamento del rey Brian.

El monarca del Munster había decidido acampar en la orilla norte del estuario. Hacia el este se hallaba el promontorio Ben de Howth. Al oeste, a poca distancia, discurría el río Tolka, que llegaba hasta la orilla del Liffey, un bosque pequeño y la aldea de Clontarf. El nombre del poblado significaba «el campo del toro», pero si en aquellos pastos antes había toros, sus propietarios habían tenido la prudencia de llevárselos todos antes de que llegaran las fuerzas de Brian. Era una sabia decisión. La inclinación del terreno daba ventaja a los defensores y, cualquiera que se acercara desde Dyflin cruzando el Liffey, tenía que vadear después el Tolka para llegar al campamento.

Al entrar en él, Morann tuvo la primera sorpresa, ya que, en vez de encontrar soldados del Munster o del Connacht, la primera zona del campamento que recorrió estaba compuesta por noruegos vikingos, cuyas caras temibles nunca había visto antes. Al distinguir a uno de los comandantes de Brian que conocía, le preguntó quiénes eran.

—Son nuestros amigos, Morann. Ospak y Wolf, el Pendenciero. Bandas de guerreros, muy temidas en los mares, dicen. —El hombre esbozó una sonrisa—. Si el rey de Dyflin puede llamar a sus amigos del otro lado del mar, el rey Brian le ha devuelto el cumplido. —Soltó una sonora carcajada—. Has de admitir que el viejo no ha perdido ni un ápice de su astucia.

—Tienen aspecto de piratas —dijo Morann.

—Dyflin tiene sus piratas; nosotros, los nuestros —replicó el comandante, satisfecho—. Venceremos, cueste lo que cueste, Morann. Ya conoces a Brian. Y por cierto, ¿dónde está el rey de Tara?

—Viene de camino —respondió Morann.

Encontró al rey Brian en el centro del campamento, dentro de una gran tienda, sentado en una silla cubierta de seda. Con su barba blanca y las profundas arrugas de la cara, se le veía algo cansado, pero su ánimo, como siempre, era vivaz y estaba de buen humor. Morann se disculpó enseguida por la ausencia de Harold.

—Su caballo tropezó mientras cruzábamos un río y cayó. Con la pierna coja, lo mandé de vuelta a casa.

Y aunque Brian le dedicó una mirada cínica, parecía tener tantas cosas en la mente que no se ocupó más de aquel asunto. Lo primero que quiso fue conocer noticias del rey O’Neill y escuchó con atención el informe detallado que Morann le ofreció. Luego se quedó pensativo unos instantes.

—Entonces vendrá, está claro. Dijo que no podía permitir que yo perdiera. Eso es interesante. ¿Qué crees que quiere decir?

—Ni más ni menos que lo que dice. No incumplirá el juramento, pero esperará a que pase la batalla y conservará su fuerza mientras vos desperdiciáis la vuestra; solo intervendrá si piensa que corréis peligro de ser derrotado.

—Sí, estoy de acuerdo. —Brian posó los ojos en la distancia. Parecía triste—. Mi hijo comandará la batalla —comentó—. Yo soy demasiado viejo. —Miró a Morann con un destello de sagaz ironía—. Pero seré yo, sin embargo, quien la planificará.

El anciano monarca tenía confianza en sí mismo. Ya había enviado un gran destacamento de su ejército a que hiciera incursiones en zonas del Leinster que el Rey había dejado sin protección. Conversó brevemente con Morann sobre aquellos acontecimientos y luego se sumió en el silencio. El orfebre estaba a punto de marcharse cuando Brian, de repente, agarró un pequeño libro de la mesa que tenía a su lado.

—Mira esto, Morann. ¿Has visto alguna vez algo así? —Y abriendo las páginas le mostró al artesano las asombrosas iluminaciones realizadas por el monje de Glendalough—. Que entre ese monje —gritó.

Morann estuvo encantado de encontrarse con Osgar.

—Os conocéis y eso es bueno. Tenéis que quedaros los dos a mi lado —añadió con una sonrisa—. Aquí, nuestro amigo, quería regresar a Glendalough, pero le he dicho que debe quedarse aquí conmigo y rezar por la victoria. —El hermano Osgar estaba muy pálido—. No te preocupes —le dijo el Rey en tono afable—, la batalla no llegará hasta aquí. —Miró a Morann con malicia—. A menos que, Dios no lo quiera, tus oraciones no sean escuchadas.

Al final del día siguiente, observaron cómo las grandes huestes del rey de Tara llegaban desde el norte. Montaron el campamento en el extremo de la llanura de las Bandadas de Pájaros, a cierta distancia, pero a la vista.

A la mañana siguiente, llegó el rey de Tara con algunos de sus jefes. Fueron a la tienda de Brian y estuvieron un tiempo allí antes de regresar. Por la tarde, mientras el rey del Munster recorría el campamento, vio a Morann.

—Hemos celebrado nuestra asamblea de guerra —le dijo—. Ahora tenemos que instigarlos a salir para que luchen en nuestro terreno.

—¿Y cómo lo harás?

—Enojándolos. A estas alturas, ya habrán recibido informes del daño que las incursiones de mis hombres les están haciendo en la retaguardia. Entonces verán las llamas de aquí y si el soberano del Leinster cree que voy a destruir su reino, no se quedará en Dyflin mucho tiempo. Así que ha llegado la hora de instigarlos a luchar.

El miércoles por la mañana, Harold vio el humo; sin embargo, de Caoilinn no había ni rastro. Los fuegos parecían proceder del extremo meridional de la llanura de las Bandadas de Pájaros. Luego divisó columnas de humo más al este y después llamas ardiendo en la falda del Ben de Howth. Por la tarde, los incendios ya se habían propagado al horizonte sur. Había sido una buena idea dejarse convencer por Morann de que regresara a la granja. Hizo todos los preparativos que pudo. Allí quedaban unos cuantos esclavos, por lo que los armó y juntos levantaron una barricada en frente de la casa principal, aunque dudaba seriamente de que les sirviera de algo si aparecían los grupos atacantes.

A la mañana siguiente, los fuegos estaban más cerca. Soplaba una brisa del sudoeste que desplazaba el humo en su dirección. A mediodía, vio humo a su derecha, y después, detrás. Los incendios comenzaban a rodearlo. A primera hora de la tarde, divisó a un jinete que cabalgaba hacia la heredad. Iba solo. Se detuvo junto a la puerta. Harold se acercó a él con cautela.

—¿Quién es el dueño de este lugar? —preguntó el hombre, voceando.

—Yo —respondió Harold.

—¿Y tú quién eres? —quiso saber el jinete.

—Soy Harold, hijo de Olaf.

—Ah. —El hombre sonrió—. Así pues, estás bien.

Y haciendo volver a su caballo, se alejó. Una vez más, Harold suspiró aliviado y dio las gracias a Morann por haberlo protegido.

Aunque la granja parecía estar a salvo, había otros asuntos urgentes de los que preocuparse. Tuvo que suponer que Caoilinn se hallaba todavía en Dyflin. El ejército de Brian Boru y las llamas se interponían entre ellos. Había pocas posibilidades de que ella fuera ahora a verlo. Si comenzaba la batalla y Brian vencía, probablemente incendiara la ciudad. ¿Qué sería entonces de Caoilinn? Aun cuando, tal como parecía, ella hubiera decidido rechazar su oferta, ¿iba a dejarla en la ciudad en llamas sin tratar de rescatarla?

Luego, a última hora de la tarde, una pequeña carreta cruzó la puerta y en su interior vio a la familia de un granjero vecino del lado sur. Los soldados habían prendido fuego a su finca y buscaban refugio, por lo que los acogió y les preguntó si tenían alguna noticia de lo que sucedía en Dyflin.

—Brian Boru y el rey de Tara han sido instigados a luchar —le dijo el vecino—. La batalla comenzará en cualquier momento.

Harold analizó la situación. Morann había insistido tanto en que se quedara en la granja… Morann siempre tenía buenas razones para todo lo que decía. En cualquier caso, la granja de momento era segura, mientras que sus hijos se encontraban con el rey O’Neill, que estaba a punto de entrar en combate. ¿Podría de veras quedarse allí en vez de correr a luchar al lado de sus hijos? ¿No debería armarse y salir a caballo hacia la batalla? Esbozó una sonrisa: había habido un tiempo en que se había preparado para convertirse en un guerrero formidable.

¿Iba a cumplir la promesa que le había hecho a Morann? No lo sabía seguro. Aquella noche, limpió y afiló el hacha y sus otras armas. Entonces se quedó mucho rato contemplando el resplandor de los incendios en la oscuridad del horizonte.

23 de abril de 1014, Viernes Santo, uno de los días más sagrados del año. Salieron de Dyflin al amanecer.

Caoilinn los observó desde las murallas, acompañada por una gran multitud. El día anterior había visto, aterrorizada, que un gran grupo de saqueadores había tenido incluso la desfachatez de cruzar el Liffey por Ath Cliath, ante sus mismísimas narices, y habían prendido fuego a las granjas de Kilmainham y Clondalkin. Temía que también fueran a Rathmines, pero habían cruzado el río de vuelta antes de que los defensores de Dyflin lograran organizar un grupo de combate para detenerlos. Los incendios de Fingal y de Howth habían sido terribles, pero aquella última humillación era la gota que colmaba el vaso. Se decía que la hermana del rey del Leinster había dado su opinión al respecto. Por conflictiva que fuera la real dama, Caoilinn habría estado de acuerdo con ella. Durante la noche, las llamas de Fingal y Kilmainham se habían apagado, pero no había forma de saber qué nuevos incendios provocarían los soldados de Brian. Por tanto, fue casi un alivio ver que el ejército se ponía en movimiento.

Las huestes constituían una visión pasmosa. Los más terroríficos de todos —en eso todos los habitantes del Leinster estuvieron de acuerdo— eran los vikingos llegados de más allá de los mares, con esa armadura que lucían…

Los pueblos célticos de la isla ya no iban desnudos a la batalla como sus ancestros. Los soldados del Leinster que salieron de Dyflin llevaban encima de la camisa unas túnicas largas de brillantes colores o forradas de cuero; algunos usaban casco y casi todos portaban la tradicional coraza pintada, reforzada con tachones de hierro. Aun así, por espléndido que fuera este equipamiento bélico, no podía compararse con el de los vikingos, ya que estos llevaban cotas de malla. Se trataba de una prenda compuesta de miles de eslabones diminutos de hierro o de bronce, firmemente tejidos y ribeteados, que se ponían por encima de una camisa de cuero y que les llegaba por debajo de la cintura y, en algunos casos, hasta las rodillas. La cota de mallas era pesada; con ella, los movimientos del guerrero se hacían más lentos, pero resultaba muy difícil de perforar. En su uso de la cota de mallas, los vikingos se limitaban a copiar una práctica que había evolucionado en Oriente y que ahora se utilizaba en buena parte de Europa. La gente de la isla occidental, sin embargo, los veía extrañamente grises, oscuros y malvados. Y aquélla era la armadura que llevaban casi todos los tripulantes de los drakares.

El ejército que salió de Dyflin y cruzó el puente de madera era enorme. Aunque su armadura era diferente, las armas que portaban los gaëls irlandeses y los galls vikingos no eran tan distintas porque, además de la espada y la lanza habituales, no eran pocos los guerreros celtas que portaban hachas vikingas. Había algunos arqueros con el carcaj lleno de flechas envenenadas y varios carros en los que viajaban los hombres ilustres. Pero la batalla no se libraría a base de maniobras, sino mediante la lucha cuerpo a cuerpo de aquellas líneas compactas. Al verlos marchar, Caoilinn no intentó contarlos, pero calculó que allí había más de dos mil soldados.

Mientras atravesaban el río, aún había una pálida bruma sobre el agua y durante un rato, desde la otra orilla pareció que flotasen, como un ejército de fantasmas, en la ribera opuesta. A la derecha, más lejos, Caoilinn detectó movimiento en el campamento de Brian Boru. En las laderas de la distancia distinguió la masa informe del ejército del rey de Tara.

La cuestión, ahora, era qué debía hacer. El camino que tenía por delante estaba expedito. Después de que pasara el ejército, las puertas de la ciudad habían quedado abiertas. El puente estaba libre. En la otra orilla, el ejército pronto se habría alejado tres kilómetros o más y el campamento del rey O’Neill se hallaba a una distancia similar. Si decidía emprender viaje, podía tomar la vieja carretera hacia el norte y llegar a la granja de Harold en menos de dos horas. Sin embargo, una vez comenzara la batalla, nadie sabía lo que ocurriría. Como mínimo, el camino quedaría de nuevo cerrado. Aquélla podía ser su última oportunidad.

¿Debía ir? Su hijo opinaba que sí. ¿Quería ir? En los últimos días apenas había pensado en otra cosa. Si tuviera que marcharse para contraer matrimonio con alguien, no conocía a un hombre mejor que Harold. Ella sería también una buena esposa y saberlo era un aliciente más. Lo deseaba, ¿para qué negarlo? ¿Lo amaba? Cuando había visto el humo y las llamas de Fingal y había pensado en el noruego y su granja, había sentido una punzada de miedo y una pequeña oleada de ternura hacia él, antes de recordarse a sí misma que, como Harold estaba bajo la protección del rey de Tara, él y la granja probablemente no correrían peligro.

Pero ahora, mientras contemplaba a los soldados de Dyflin encaminarse hacia la batalla, decidió que cualesquiera que fuesen sus sentimientos y los deseos de su hijo, su deber más importante era procurarse las mejores oportunidades de éxito para sus hijos pequeños. Tenía que ser calculadora y, si era necesario, también fría.

Aquel día era Viernes Santo. Con un poco de suerte, la batalla se decidiría cuando cayera la noche. Si Brian Boru resultaba derrotado, entonces la boda con Harold sería una estupidez; sin embargo, si vencía, solo dispondría de un día antes de Pascua para ir al encuentro del noruego. Harold podía morir en combate, por supuesto. También podía considerarla una oportunista por aprovechar la ocasión de aquel modo, pero eso no podía evitarlo. La Pascua era la Pascua y, como madre, solo había un camino sensato que seguir.

Así que, un rato después, la figura solitaria de Caoilinn montada en una yegua castaña, seguida de sus dos hijos pequeños, salió despacio de Dyflin y cruzó el puente de madera. Una vez al otro lado, siguió una senda que llevaba a un punto elevado desde el cual podría contemplar el desarrollo de los acontecimientos. Según progresara la batalla, podría seguir a toda prisa para reunirse con el hombre que amaba o regresar discretamente a Dyflin.

—Recemos, niños —dijo.

—¿Por qué, madre? —preguntaron.

—Por una victoria clara.

Las tropas se habían desplegado para la batalla en tres grandes líneas. En el centro, la vanguardia estaba formada por hombres de la misma tribu de Brian, dirigidos por uno de sus nietos; detrás estaban las huestes del Munster, con los soldados del Connacht en la tercera línea. Los dos flancos los ocupaban los contingentes escandinavos de Ospak y de Wolf, el Pendenciero. Ante ellos, las fuerzas del Leinster y de Dyflin, dispuestas en líneas similares, avanzaban cruzando el Tolka.

Morann nunca había visto nada como aquello. Se hallaba a pocos pasos de distancia del rey Brian. Alrededor del anciano monarca, sus guardas personales habían formado un círculo protector, listos para convertir sus escudos, si era necesario, en un muro impenetrable. La ligera pendiente les brindaba una buena panorámica de la batalla que iba a librarse a sus pies.

Las líneas de las tropas eran tan compactas y anchas que a Morann le pareció que un carro podía circular por encima de sus cascos desde un flanco hasta otro. Ambos bandos habían desplegado sus estandartes de combate, docenas de ellos, que ondulaban en la brisa. En el centro de las líneas enemigas, un gran estandarte cónico con forma de dragón rojo parecía listo para devorar los otros blasones, mientras que en el centro de la línea de Brian había un estandarte con un cuervo negro que aleteaba como si graznara de ira.

Después de que el enemigo vadeara el río Tolva, comenzaron los gritos de guerra, los cuales arrancaron con unos chillidos de guerreros individuales o en grupo que helaban la sangre, pero que se unían en un inmenso rugido colectivo de uno de los bandos para ser contestado con un bramido similar por el otro bando. Conforme avanzaban las líneas, los rugidos a uno y otro lado se sucedían; entonces, desde el centro del ejército celta, surgió la primera gran lluvia de jabalinas, a la que siguió un diluvio de lanzas. En ese momento, con un poderoso grito, las dos líneas de vanguardia se lanzaron hacia delante y chocaron en medio de un enorme estruendo. Era una visión terrorífica.

Morann miró el pequeño grupo que protegía al Rey y vio al monarca sentado en un ancho banco cubierto con pieles. Tenía los ojos clavados en la batalla que se desarrollaba delante de él. Su rostro parecía tan atento que, pese a las arrugas y la barba blanca, se veía casi juvenil. Junto a él, a la espera de una orden, se encontraba un sirviente leal. Detrás, con la cara más pálida que un fantasma, estaba Osgar, el monje. También había varios guardias preparados para llevar cualquier mensaje que el monarca quisiera transmitir. Ya había enviado un par de recados a su hijo sobre el despliegue de las tropas, pero, de momento, no había otra cosa que hacer que esperar y ver.

Osgar estaba aterrorizado, lo cual, pensó Morann, era absolutamente comprensible. ¿Atravesaría el enemigo las líneas y avanzaría hacia ellos? Los temibles vikingos de Brodar, el de la Cara Marcada, realizaban inesperados ataques en un segmento de la línea, pero, aunque esta parecía debilitarse, Morann vio que los estandartes del centro comenzaban a moverse y que la línea se combaba a medida que se dirigían hacia el punto donde la presión era mayor.

—Allá va mi hijo —dijo Brian con una serena satisfacción—. Puede luchar con una espada en cada mano, ¿sabes? —comentó, dirigiéndose a Morann—. Golpea igual de bien con la derecha que con la izquierda.

Al cabo de un rato, el avance de los soldados de Brodar parecía contenido, pero pronto se hizo evidente que ninguno de los dos bandos gozaba de una ventaja clara. De vez en cuando, cedía parte de una línea y las tropas de la línea de atrás ocupaban su sitio. Se distinguía a los guerreros uno a uno, tanto por sus estandartes como por los remolinos que producían cuando golpeaban a los que estaban a su alrededor. Donde había vikingos combatiendo, Morann veía pequeños destellos de las chispas que saltaban cuando los golpes caían sobre la cota de mallas. Con el paso del tiempo, los gritos de guerra se redujeron y Morann se sobresaltó con el ruido de los impactos. En cuanto a Osgar, tenía los ojos muy abiertos, en una suerte de fascinación y horror. Y tal vez Brian Boru captó el miedo palpable a su espalda, puesto que, al cabo de poco, se volvió hacia el monje y sonrió.

—Cantadnos un salmo, hermano Osgar —dijo en tono afable—, ya que Dios está de nuestro lado. —Metió la mano en una bolsa que tenía junto a él y extrajo un pequeño volumen—. Mirad —añadió—, incluso tengo aquí vuestros Evangelios. Los miraré mientras cantáis. —Para asombro y admiración de Morann, eso fue exactamente lo que hizo el anciano rey, tras comentar a su criado—: Observa la batalla e infórmame de todo lo que ocurra.

Una cosa que tenía que haber ocurrido, pensó Morann, era que el rey de Tara ya hubiese entrado en combate, pero, de momento, aunque no se hallaba lejos, aún no se había movido. El orfebre no hizo ningún comentario al respecto. Viendo al rey Brian, que estudiaba el libro con toda tranquilidad, nadie habría imaginado nunca que lo estaba esperando.

Para su sorpresa, Morann descubrió que no estaba demasiado asustado, y eso no se debía a que se encontrase dentro del círculo de corazas que protegía al rey Brian. La batalla en todo su apogeo se libraba a poca distancia. No, advirtió, su calma se debía a otra razón. Se debía a que ya sabía que iba a morir.

Eran las doce del mediodía pasadas cuando Sigurd vio movimiento a su derecha.

Buscaba a Harold con todas sus ganas. Aunque Harold era noruego, Sigurd pensó que, de estar en la batalla, lo más posible era que se encontrara con la tribu de Brian o con los hombres del Munster. O también podía ser uno de los hombres que protegían al anciano rey. De momento, sin embargo, no había ni rastro de él. Había pedido a varios hombres de los diversos destacamentos que gritaran si lo veían, pero no le habían dicho nada.

Hasta aquel momento había matado a cinco hombres y herido a una decena, por lo menos. Aquel día había decidido luchar con una espada de acero. En la pelea cuerpo a cuerpo le resultaba más fácil clavar la hoja que blandir un hacha. Aunque en Dyflin se forjaban buenos aceros, el armamento vikingo era muy superior a cualquiera que se elaborase en la isla céltica, y la espada de hoja azul y de dos filos que había adquirido en Dinamarca era un arma letal. Había sabido con antelación que aquella batalla sería muy difícil, pero había superado en dureza a sus previsiones; ahora Sigurd retrocedía, para tomarse un breve descanso.

A media mañana, se había levantado una brisa fría y cortante procedente del este. En el fragor de la batalla le había pasado prácticamente inadvertida, pero ahora le golpeaba la cara. Era húmeda, como una rociada de agua del mar, pero de repente advirtió que no podía serlo porque era demasiado caliente y pegajosa y se le metía en los ojos. En sus labios sabía salada. Parpadeó, frunció el entrecejo y soltó una maldición.

No venía del mar. Cada vez que los guerreros que tenía delante chocaban entre sí, cada vez que oía el enorme estruendo de un golpe cayendo sobre su objetivo, el impacto levantaba una pequeña rociada de sudor de los combatientes. Y de sangre. Y ahora, como la espuma del mar, era una mezcla de sangre y sudor lo que el viento le llevaba a la cara.

Brodar había sufrido una dura presión por parte de Wolf, el Pendenciero, y sus noruegos. Parecía retroceder de la línea de combate para reagrupar sus fuerzas. Con él había una decena de hombres. Sigurd distinguió con toda claridad al señor feudal. Brodar hacía una pausa para descansar.

¿Era eso lo que de veras hacía? Sin que los camaradas que luchaban delante ellos lo vieran, el grupo había comenzado a moverse hacia el pequeño bosque cercano a la aldea.

Sigurd no era un cobarde, pero la razón de que estuviera allí era muy sencilla. No podía importarle menos que ganaran los del Munster o los del Leinster. Él no había ido allí a morir, sino a luchar y a que le pagaran por ello, y Brodar pagaba. Si el guerrero de la cara marcada iba a refugiarse en el bosque, Sigurd haría lo mismo. Comenzó a seguirlo.

Harold observaba la escena atentamente. Era media tarde y pensaba que sabía lo que ocurriría.

Había partido a caballo al amanecer y se había detenido en un punto desde el que veía el campamento del rey de Tara y la batalla de Clontarf. Iba completamente armado y había pergeñado un plan seguro. Si el ejército de O’Neill, con el que iban sus hijos, comenzaba a moverse para entrar en combate, cabalgaría a su encuentro y se uniría a ellos. Y si veía a las fuerzas de Brian en desbandada y a Morann en peligro, entonces, pese a su promesa, se acercaría a rescatar a su amigo.

Vigiló toda la mañana. El rey de Tara no se había movido. Su sagaz amigo, pensó, había previsto los acontecimientos como siempre. Aunque ninguno de los bandos en combate había cedido todavía terreno, veía que los hombres de Brian tenían ventaja y que uno de los señores feudales vikingos ya se había escabullido. Las filas de los del Leinster eran más delgadas y, aunque los dos bandos reducían el ritmo de enfrentamiento, Brian todavía tenía una reserva de tropas de refresco en la tercera línea. Observó la escena un rato más. Los del Leinster comenzaban a ceder terreno.

Ya era seguro regresar a casa, así que volvió grupas y se marchó. No podía adivinar siquiera que, desde detrás de las líneas del Leinster, Caoilinn también observaba el desarrollo de la batalla.

—Están cediendo terreno —murmuró Morann.

—Todavía no se ha terminado —replicó Brian, con voz tranquila.

Se había puesto en pie junto al orfebre y observaba la contienda.

Unas interrupciones en las nubes permitían que unos oblicuos rayos de sol iluminaran zonas del terreno, y en aquel brillo amarillento de la tarde, en algunos lugares, el campo que tenían delante se asemejaba a un bosque calcinado después de un incendio forestal, con restos de árboles dañados todavía en pie en medio del confuso amasijo de los caídos. Pero en el centro, el grueso de la tropa seguía combatiendo con una gran intensidad. Era evidente que la ventaja estaba de su parte, pero la lucha era encarnizada.

Cerca del centro, había un estandarte dorado que reflejaba los rayos de sol. Lo sostenía el portaestandarte, el hijo de Brian. A veces el blasón se movía de un lado a otro de la batalla; aunque Brian no decía nada, Morann sabía que tenía los ojos clavados en él. De vez en cuando, emitía un gruñido de aprobación.

De repente, se produjo una poderosa acometida al tiempo que otro estandarte avanzaba hacia el dorado. Éste, al percatarse de lo que sucedía, también se movió en esa dirección. Cuando los estandartes parecieron tocarse, se alzaron gritos y algún que otro rugido. Oyó que Brian soltaba un siseo entre dientes y respiraba hondo. A continuación, se produjo una larga pausa, como si toda la línea de combate contuviera el aliento. Luego se oyeron unos grandes vítores en el otro bando, seguidos de unos gemidos por parte los del Munster. Y de repente, como una luciérnaga que se hubiera extinguido, el estandarte dorado cayó y no volvieron a verlo.

Brian Boru no dijo nada. Miró al frente, intentando ver lo que ocurría en la refriega. El estandarte de su hijo había caído y nadie había vuelto a levantarlo. Eso solo podía significar una cosa: o estaba muerto o había sufrido heridas mortales. El anciano se volvió despacio y ocupó de nuevo su lugar en el banco. Agachó la cabeza y nadie dijo nada.

Sin embargo, en la línea de combate la muerte del líder parecía haber imbuido al ejército de un deseo de venganza. Los soldados se lanzaron hacia delante y, durante un rato, el enemigo consiguió resistir por última vez, pero los hombres comenzaron a caer enseguida, primero una parte de la línea, luego otra, hasta que toda la vanguardia rompió filas y huyó hacia el estuario y el Tolka.

Morann y el sirviente de Brian cruzaron una mirada. Ninguno de ambos quería interrumpir al monarca en un momento como aquél, pero había que hacerlo.

—Los del Leinster han roto filas y huyen.

¿El anciano lo había oído? Era difícil de saber. Ahora que el peligro para el Rey había pasado, algunos de los guardias que habían formado la pared de escudos estaban ansiosos por unirse al combate y, tras una breve pausa, Morann decidió hablar en su nombre.

—¿Algunos de estos guardias pueden bajar a rematarlos? —inquirió.

El monarca accedió con un asentimiento. Al cabo de unos instantes, la mitad de los guardias bajaron corriendo hacia el agua y los demás permanecieron en sus puestos junto al monarca.

Brian Boru siguió sentado un rato más, con la cabeza gacha. Aunque acabase de ganar la batalla más importante de su vida, no parecía importarle. De repente, parecía muy viejo.

Mientras, a orillas del agua, tenía lugar una escena terrible. Los del Leinster y sus aliados habían huido hasta la ribera, pero al llegar allí, advirtieron que habían quedado atrapados sin otra vía escape. Los que corrían hacia el oeste eran capturados mientras trataban de vadear la corriente. Fueron masacrados sin piedad. Los cuerpos comenzaban a apilarse en el río y flotaban en el estuario.

El rey Brian Boru no lo vio. Siguió con la cabeza gacha y los hombros encorvados de dolor. Al final, volvió sus ojos hacia al hermano Osgar y con tristeza le hizo una seña para que se acercara.

—Rezad conmigo, monje —dijo en voz baja—. Recemos por mi pobre hijo.

Osgar se aproximó, se arrodilló a su lado y oraron juntos.

Como no quería molestarlos, Morann se movió hasta el borde de la pared de escudos y salió de ella. Los guardias que quedaban contemplaban lo que sucedía junto al río. Y por extraño que resultase, aunque la matanza tenía lugar a poca distancia, parecía lejana, casi ilusoria, mientras que dentro de la pequeña protección de Brian había un silencio espectral.

La batalla había concluido y Morann seguía con vida. Tuvo que reconocer que estaba sorprendido. ¿Se había equivocado en las estimaciones que había hecho mientras se hallaba en las tumbas a orillas del Boyne?

Al cabo de unos momentos, vio movimiento a su derecha. Nadie más lo notó. Procedía del pequeño bosque que llevaba a la aldea. Por encima de él aparecía ahora un grupo de vikingos. Debían de ser una docena y los que se hallaban junto al río estaban de espaldas a ellos. Iban completamente armados y corrían, muy deprisa, hacia el muro de escudos que protegía al rey Brian.

Morann gritó.

Caoilinn ya había visto bastante. Ignoraba lo que ocurría exactamente a orillas del río, pero el resultado de la batalla estaba claro. Los ejércitos del Leinster y de Dyflin habían perdido y los hombres de Brian iban a aniquilarlos.

—Vamos, niños —dijo—. Es hora de irnos.

—¿Adónde, madre? —quisieron saber.

—A Fingal.

Se dirigieron hacia el norte. Espoleó al caballo hasta que avanzó a medio galope. Pensó que quedaría más aparente si se presentaban en la heredad enseguida, antes de que a Harold le llegase la noticia de la derrota de los del Leinster. Podría sostener que se había puesto en camino aquella mañana y que las tropas la habían hecho perder tiempo en la carretera; era mejor que admitir que se había quedado hasta saber el resultado de la batalla. También tendría que avisar a los hijos de que no la contradijeran al respecto, pero entonces sacudió la cabeza y casi se rió de sí misma. Qué absurdo. Qué insulto a la inteligencia de Harold… Sería denigrante para los dos. Si iban a contraer matrimonio, tendría que haber más sinceridad entre ambos.

Así que, tan pronto supo que estaba fuera de peligro, redujo el paso del caballo. Se tomaría su tiempo. Y también se ocuparía de que su aspecto fuera inmejorable.

Cuando Morann regresó al círculo de protección del rey Brian, Osgar ya se había puesto en pie de un salto. Los guardias, desprevenidos, todavía empuñaban las armas y sostenían los escudos. Uno de ellos había prestado un hacha a Morann y el orfebre se situó delante del monarca. Osgar no tenía ningún arma y se sentía impotente y desnudo.

Los vikingos se acercaban. Al oír sus pasos, vio que los guardias se ponían tensos y sonó un gran estruendo que lo sobresaltó. Procedía de una espada vikinga que golpeaba un escudo. Entonces se fijó en los cascos vikingos, tres, cuatro, cinco de ellos. Cerniéndose sobre el muro protector, se veían muy grandes, inconmensurables. Las hachas chocaban y advirtió que una de ellas pasaba por encima de una coraza y la hacía caer mientras una espada se clavaba en el estómago del defensor. El hombre gritó y se desplomó en medio de un charco de sangre. Cayó otro guardia, y otro, que se retorcieron en la hierba y la mordieron en su agonía. Los vikingos habían cruzado el muro protector. Tres de ellos, dos armados con hachas y el tercero con una espada, se abalanzaban hacia él. Para su horror, descubrió que no podía moverse, como sucede a veces en los sueños.

Osgar vio que Morann alzaba el hacha con coraje y atacaba a un vikingo de cara marcada. El individuo se agachó con astucia, esquivando el golpe, mientras que su compañero, un hombre cetrino de cabello negro, que se movía tan deprisa que Osgar apenas veía lo que ocurría, clavó una gran espada de hoja azul en el pecho de Morann, justo debajo del corazón. Osgar oyó que las costillas se le rompían y vio que su amigo caía de rodillas al tiempo que se le resbalaba el hacha, dejándola a los pies del monje. Todo eficiencia, el individuo moreno puso un pie en el hombro de Morann, le quitó la espada y el artesano cayó hacia delante, golpeándose la cara contra el suelo, donde murió tras unos espasmos.

Los vikingos se detuvieron unos momentos. Miraban a Osgar y a Brian Boru.

Osgar llevaba un rato sin fijarse en el Rey y, para su sorpresa, advirtió que el monarca no había cambiado de postura, hundido en su asiento, donde habían rezado juntos. Detrás del banco había una espada apoyada, pero Brian no se había molestado en cogerla. Paralizado por el terror, Osgar no se había movido hasta aquel momento, pero ahora, ante la muerte, en vez de terror sintió una rabia inesperada. Iba a morir, y nadie, ni siquiera el rey guerrero Brian Boru, iba a hacer nada por impedirlo.

El hacha que Morann había dejado caer seguía a sus pies. El monje la agarró casi sin darse cuenta de lo que hacía.

El muro de escudos había caído. El resto de los vikingos había penetrado en el espacio hasta entonces protegido, pero quedaba claro que el cabecilla era el de la cara marcada, puesto que los demás lo seguían. Entonces, el moreno, señalando a Brian con la espada, dijo:

—Rey.

El individuo miró alternativamente a Osgar y a Brian y sacudió la cabeza.

—No, Sigurd. Sacerdote.

—No, Brodar. —Sigurd sonreía y acercaba la punta de la espada a la barba blanca de Brian—. Rey.

Y entonces Brian Boru se movió. Rápido como una centella y con una remarcable agilidad, alargó el brazo por detrás de la espalda y, todavía sentado, agarró el arma que destelló frente a él casi en el mismo instante, alcanzando a Brodar en la pierna. La dentellada del acero lo hizo gritar al tiempo que asestaba un golpe de hacha en el cuello al anciano monarca, aplastándole la clavícula y abriéndole una gran herida. Brian se tambaleó, vomitando sangre, con los ojos muy abiertos, hasta desplomarse de costado.

Brodar se acercó con su ancha espada de doble filo. Osgar oyó que detrás del vikingo moreno alguien decía «sacerdote», pero apenas reaccionó. Cuando se aproximó a Osgar, esbozaba una peculiar sonrisa. El monje, con el hacha contra el pecho, retrocedió. Sigurd alzó despacio la hoja de su acero frente a la cara de Osgar y se la mostró.

El monje tembló. Iba a morir. ¿Debía aceptar la muerte como un mártir cristiano? Hacía un rato, no había sido capaz de matar, pero ¿y ahora? Aunque levantara el hacha para golpear a Sigurd en la cabeza, el cetrino pirata le clavaría aquella temible espada en el pecho antes de que el hacha hubiese comenzado a descender siquiera.

Mientras Osgar dudaba, Sigurd, que no se había fijado en absoluto en el hacha, avanzó dos pasos hacia él, bajando la espada de modo que el plano de la hoja acariciara la pierna de su rival, y acercó su rostro tanto al de él que sus narices casi se rozaron. Clavó los ojos en los del monje con una fría y amenazadora expresión. Osgar notó el acero subiéndole por la pierna. Dios bendito, el pirata estaba a punto de clavarle el arma en el estómago con una fuerza terrible. Vería cómo se le reventarían las entrañas. Notó una extraña humedad caliente que le corría piernas abajo.

Y entonces, de repente, sin previo aviso, Sigurd abrió la boca desmesuradamente como si fuera a morderlo, pero soltó un enorme grito en la cara que le heló la sangre.

—¡Aarrg! ¡Aarrg!

Y antes de que el pirata emitiera el tercero, Osgar se volvió y huyó, huyó para salvar la vida, corriendo lo más deprisa que pudo, con las piernas mojadas y la cara fría de terror. No llegó a oír siquiera las carcajadas de los hombres a su espalda y corrió hacia el norte, lejos de Sigurd, lejos de la batalla, lejos de Dyflin. Y no se detuvo hasta que, sin resuello y jadeante, llegó al extremo de la llanura de las Bandadas de Pájaros y advirtió que nadie lo seguía y que reinaba el silencio.

Brodar sangraba de mala manera. El golpe de Brian casi le había cortado la pierna. Junto al agua, las huestes del rey del Munster todavía no se habían dado cuenta de lo que le había sucedido, pero no había tiempo que perder.

Sigurd miró a su alrededor. Cuando Brodar señaló el escudo protector del Rey y encabezó el grupo de asalto, Sigurd supuso que el señor de la guerra iba en busca de un botín. Y era precisamente eso lo que Sigurd deseaba. Morann llevaba un brazalete de oro y alguna moneda. Sigurd se hizo enseguida con ello.

Brian Boru lucía un magnífico broche de oro en el hombro. Aquella joya pertenecía a Brodar por derecho, pero este ya no estaba en condiciones de apropiársela. Sigurd se la quitó deprisa y los otros miembros del grupo se llevaron lo que pudieron. Uno había arrancado una elegante tela de damasco, otro se había hecho con las pieles sobre las que se había sentado el anciano rey y un tercero había cogido un pequeño libro de los Evangelios ilustrados que estaba caído en el suelo. Se había encogido de hombros, pero se lo había metido en la bolsa, pensando que debía de tener algún valor.

—Es hora de marcharnos —dijo Sigurd.

—¿Y qué hacemos con Brodar? —preguntó uno de sus hombres.

Sigurd miró a Brodar. La parte inferior de la pierna le colgaba de un trozo de hueso y de los tendones. El señor feudal tenía un color gris pálido y su rostro se veía pegajoso.

—Lo dejaremos aquí y morirá —respondió. Era inútil tratar de volver a Dyflin, pero algunos de los drakares seguramente zarparían y seguirían la costa en busca de supervivientes—. Nos reuniremos en la playa al norte de Howth —dijo—. Si encontráis algún drakar, retenedlo allí hasta el anochecer.

—¿Adónde vas?

—Tengo un asunto que atender —respondió Sigurd.

Se hallaban a poca distancia a pie del campamento de los del Munster, donde Sigurd sabía que habría abundantes caballos. El lugar estaba bien vigilado, por lo que tuvo que avanzar furtivamente, pero, al cabo de poco, vio un caballo atado a un poste y, tras soltarlo, se lo llevó. Momentos más tarde, lo montó y se dirigió hacia el norte. Había guardado la espada en el cinturón y se quitó el casco y se lo colgó de la correa que llevaba a la espalda. Agradeció la brisa fría en el rostro y, al llegar a un riachuelo, se detuvo un momento para beber. Luego siguió cabalgando a paso tranquilo. Todavía quedaban unas cuantas horas de luz y, gracias a sus informantes en Dyflin, sabía dónde estaba exactamente la finca de Harold.

Solo al dejar de correr, el hermano Osgar descubrió, para su sorpresa, que aún asía el hacha.

En aquel momento, no había peligro a la vista, pero a saber qué amenaza podía acechar oculta en el paisaje. El hacha era muy pesada, pero decidió no desprenderse de ella todavía. ¿En dónde se refugiaría? En las proximidades divisó una granja que había sido incendiada. Allí no podría cobijarse y, en cualquier caso, aquellos piratas podían presentarse en cualquier momento. Al día siguiente, o al otro, cuando estuviera seguro de que no quedaban más vikingos por allí, iría a Dyflin, pero, de momento, seguiría adelante hasta que encontrase un sitio donde estar a salvo, por lo que, tan pronto como recuperó el aliento, reanudó el camino.

Pasó ante otra granja en ruinas, cruzó unos cenagales y acababa de salir a un camino con una buena vista de los alrededores cuando divisó a la mujer y a los dos niños que cabalgaban a cierta distancia. Al verlos por primera vez, quedó algo conmocionado. La mujer se asemejaba a Caoilinn. Sin pensar casi en lo que hacía, aceleró el paso. Los tres caballos llegaron a una pequeña elevación del terreno y, cuando iba a comenzar el descenso, ella se volvió a medias y Osgar le vio la cara. Estaba casi seguro de que se trataba de Caoilinn. La llamó, pero ella no lo oyó y, al cabo de un momento, los tres caballos desaparecieron de la vista. Osgar echó a correr.

Cuando los divisó de nuevo iban a medio galope por un terreno llano y estaban aún más lejos de él. Luego volvió a perderlos de vista, pero siguió en la misma dirección y, al cabo de un rato, al cruzar un pequeño bosque, advirtió que había llegado al lugar donde unos bandidos lo asaltaran de joven. Y como era de esperar, enseguida encontró la enorme heredad ante él, a menos de dos kilómetros de distancia. El gran establo de madera, los almacenes con techumbre de bálago y el salón seguían en pie y no habían sufrido daños.

En aquel momento, la finca iluminada por los rayos de sol y bañada en la suave luz de la tarde parecía resplandecer como una página iluminada. Era la granja de Harold, un lugar donde refugiarse. Caoilinn debía de haber acudido allí. Esperanzado, Osgar siguió adelante.

El corto camino de acceso era un terreno de hierba verde. En su excitación, sintió como una nueva primavera le corría por la sangre.

Estaba próximo a la entrada cuando la vio. Se hallaba en el espacio abierto frente a la sala de Harold. Los niños esperaban junto a los caballos y Caoilinn miraba a su alrededor. Al parecer, allí no había nadie. El largo cabello le caía hasta los hombros, tal como él la había imaginado miles veces. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Ahora, de viuda, era incluso más hermosa, más atractiva de lo que él la recordaba. Osgar corrió hacia la casa.

Ella no lo vio y parecía que seguía buscando a alguien. Se acercó a la puerta de entrada para mirar hacia fuera y entonces lo vio. Osgar la saludó con la mano y ella lo miró inexpresiva.

Osgar frunció el entrecejo y sonrió. Claro, la suya era una figura sucia y desarrapada, con hábito de monje y un hacha en la mano. Debía de haberlo encontrado extraño y no lo había reconocido. Decidió llamarla.

—Caoilinn, soy Osgar.

Ella seguía mirándolo con expresión atónita. ¿Había comprendido? Entonces lo señaló y él la saludó otra vez. Caoilinn sacudió la cabeza y señaló una vez más, con apremio, a algo que estaba detrás de él, por lo que Osgar se detuvo y se volvió.

A solo quince pasos de distancia se encontraba un caballo que se había detenido al tiempo que él. Debía de haberlo seguido, pero, emocionado de ver a Caoilinn, no había oído los cascos sobre la hierba. Lo montaba Sigurd.

—Bien, monje. Hemos vuelto a encontrarnos.

El pirata miró a Osgar, decidiendo, al parecer, lo que iba hacer con él.

Osgar agarró el hacha instintivamente y comenzó a retroceder. Sigurd siguió avanzando con el caballo, al mismo ritmo que el monje reculaba. ¿Se encontraba muy lejos de la puerta de la finca? Osgar trató de acordarse, pero no se atrevía a mirar atrás. Si corría, ¿no la alcanzaría? Tal vez Caoilinn la estuviera cerrando para dejarlo fuera y que Sigurd lo acorralara. De repente, advirtió que el pirata le estaba hablando.

—Huye, monje. No eres tú quien me interesa. —Sigurd sonrió—. La persona que busco está en la granja. —Le indicó con un gesto que se marchara—. Vete, monje. Corre, vete.

Sin embargo, Osgar no corrió porque Caoilinn estaba allí. El recuerdo de aquel día aciago en que había permitido que Morann fuese solo a Dyflin para salvarla centelleó en su mente con amargura. En aquella ocasión, no había conseguido dar el golpe. Había antepuesto su vocación de monje a Caoilinn, como llevaba haciendo casi toda la vida. Y ahora aquel demonio, aquel monstruo iba a atacarla. ¿La violaría? ¿La mataría? Probablemente las dos cosas. Había llegado el momento. Debía matar. Debía matar a aquel vikingo o morir en el intento. Por más miedo que Sigurd le diera, el espíritu guerrero de sus ancestros despertó en su interior y gritó a Caoilinn, que estaba detrás:

—¡Cierra la puerta!

Retrocedió un poco y levantó el hacha por encima de la cabeza para obstaculizar el paso.

Sigurd desmontó del caballo despacio y con cautela. No se tomó la molestia de ponerse de nuevo el casco, pero desenfundó la espada de doble filo. No iba a discutir con el religioso, pero Osgar se interponía en su camino. ¿Sería tan estúpido de atacarlo? El monje no lo sabía, pero aquélla era una actitud equivocada. Llevaba el peso tan distribuido que solo podían ocurrir dos cosas. Sigurd haría una finta, Osgar lo golpearía pero solo encontraría aire y, con un poco de suerte, se cortaría su propia pierna. Si no atacaba, Sigurd daría un ágil paso hacia la derecha y le hundiría la espada directamente en el costado y todo se habría terminado antes de que el hacha hubiera alcanzado la mitad de su recorrido. Osgar estaba a punto de morir, pero no lo sabía. Y eso, siempre que intentara luchar, por supuesto.

Pero ¿lo haría? Sigurd se tomó su tiempo. Alzó el acero despacio, mostrándoselo a Osgar como había hecho antes. El monje temblaba como una hoja. Sigurd se hallaba a dos pasos de él y, de repente, soltó un rugido. Osgar se estremeció de pánico y casi dejó caer el hacha. Sigurd avanzó un paso más. Aquel religioso estúpido tenía tanto miedo que había cerrado los ojos. Al otro lado de la puerta había una mujer de cabello oscuro y la cara muy pálida. Quienquiera que fuese, era atractiva. El pirata midió la distancia. No necesitaba hacer una finta; entonces agarró la espada para la acometida.

Y justo en aquel momento, caminando alrededor de la cerca de la finca por la parte de fuera, apareció Harold. Menuda suerte.

Osgar se lanzó al ataque. Había enviado al cielo una apresurada plegaria y, medio abriendo los ojos, vio al pirata y, por un instante, miró hacia otro lugar y supo que, pese a todos sus pecados, Dios le concedía una oportunidad. Golpeó con toda su fuerza. Asestó el golpe por Caoilinn, a la que amaba, por su vida, por las oportunidades perdidas, por la pasión que nunca había llevado a la práctica. Lo asestó para terminar con su cobardía y su vergüenza. Lo asestó para matar a Sigurd.

Y lo hizo. Distraído un instante, el pirata no prestó atención al movimiento del hacha hasta que fue demasiado tarde. La inesperada hoja atravesó el hueso, le partió el cráneo con un crujido malsano y una rociada de sesos y le destrozó el puente de la nariz y la mandíbula antes de hundirse con un golpe seco en la base del cuello. La tremenda fuerza del impacto derribó el cuerpo y lo hizo caer de rodillas. Permaneció así unos instantes, como una extraña criatura con un hacha por cabeza y el mango sobresaliendo por delante como una larga nariz, mientras Osgar miraba incrédulo lo que había hecho. Entonces se desplomó de lado.

Harold, que llegaba de un campo cercano y no sabía que tenía visitantes, contempló la escena con gran sorpresa.

Tres semanas después, Harold y Caoilinn se casaron en Dyflin. A sugerencia de Harold, fue una ceremonia cristiana, después de que el novio, de muy buen humor, permitiera que le bautizara el primo de la novia, Osgar, que también ofició las nupcias. Justo antes de la ceremonia, Osgar le tendió a la novia un anillito de asta de ciervo sin decirle nada. Pese a las muchas peticiones que recibió, Osgar no ocupó el cargo de abad en el monasterio familiar, sino que prefirió regresar a la paz de su querido Glendalough. Entonces realizó otro ejemplar de los Evangelios ilustrados, que era muy hermoso, pero que carecía del carácter genial del que se había perdido.

Con toda justicia, la batalla de Clontarf está considerada la más importante de la historia de la Irlanda celta. Se la ha descrito a menudo como el encuentro decisivo entre los gaëls celtas y los galls nórdicos: el irlandés Brian Boru contra los invasores vikingos, la batalla a raíz de la cual Irlanda se erigió en triunfadora contra la agresión extranjera. Esa fue la estúpida propaganda de los historiadores románticos. Aunque en aquella época inestable del mundo septentrional bien pudo haber disuadido de ulteriores incursiones vikingas, la misma ciudad de Dyflin quedó en manos de un regente vikingo, igual que antes. El elemento nórdico en los puertos de Irlanda siguió siendo considerable y las dos comunidades, los hibernos o noruegos, como a menudo son llamados, se fusionaron por completo.

El verdadero significado de la batalla de Clontarf probablemente fue doble. Primero, Clontarf y los acontecimientos que la rodearon dejaron clara la importancia estratégica del puerto más rico de la isla. Sin haber sido nunca un centro tribal ni religioso, su comercio y sus murallas implicaban que mientras el dominio que se ejercía desde Tara era simbólico, para dominar toda Irlanda, Dyflin era crucial.

En segundo lugar y por triste que resulte, lejos de ser un triunfo, Clontarf fue la gran oportunidad perdida de Irlanda, porque aunque Brian Boru ganó la batalla de una forma decisiva, también perdió la vida. Los descendientes de sus nietos, los O’Brien, alcanzarían mucho renombre, pero sus sucesores inmediatos fueron incapaces de unificar y dominar toda Irlanda como durante una década había hecho brevemente el anciano. Veinte años más tarde, el reino supremo volvería de nuevo a manos de los reyes O’Neill de Tara, pero no fue más que una sombra ceremonial de la monarquía de Brian Boru. Irlanda desunida, como la isla celta fragmentada de los tiempos antiguos, siempre sería vulnerable.

Así, Brian Boru venció, pero perdió; por su parte, Harold, noruego, y Caoilinn, celta, que no estaban enamorados, contrajeron matrimonio y fueron muy felices. Morann, el orfebre cristiano, murió como un guerrero en la batalla después de haber recibido una advertencia pagana. Finalmente, Osgar, el monje, mató a un hombre malvado, aun cuando no comprendiera por qué.