Seis
Strongbow
1167
I
La invasión que iba a causar ocho siglos de sufrimientos a Irlanda comenzó un soleado día de otoño del año de nuestro señor de 1167, en el que tres barcos arribaron al pequeño puerto meridional de Wexford.
Sin embargo, si alguien les hubiese dicho a los dos jóvenes que con tanta impaciencia desembarcaron juntos que formaban parte de una conquista inglesa de la isla, se habrían llevado una gran sorpresa, ya que uno de ellos era un sacerdote que volvía a casa, y su amigo, a pesar de que debía obediencia al rey de Inglaterra, jamás se habría considerado inglés. En cuanto al objetivo de la misión, los soldados habían ido allí como invitados, capitaneados por un rey irlandés.
De hecho, muchas de las crónicas que hacen referencia a estos hechos son engañosas. Los cronistas irlandeses de esa época denominan la invasión como la llegada de los sajones —con lo que se refieren a los ingleses—, a pesar de que durante tres siglos, gran parte del norte de Inglaterra había estado ocupada por vikingos daneses. Los historiadores modernos hablan de ella como la llegada de los normandos, pero eso también es un error, ya que a pesar de que Guillermo de Normandía había conquistado el reino de Inglaterra en 1066, después, a través de su nieta, pasó al rey Enrique II, que pertenecía a la dinastía Plantagenet de Anjou, Francia.
Así pues, ¿quién era esa gente —aparte del sacerdote irlandés— que había llegado en tres barcos a Wexford aquel soleado día de otoño? ¿Eran sajones, vikingos, normandos, franceses? En realidad, en su mayor parte eran flamencos, y habían ido allí desde su hogar en el sur de Gales.
El joven cura estaba entusiasmado.
—Peter, en cuanto acabemos todo esto has de prometerme que vendrás a ver a mi familia. Sé que estarán encantados de conocerte —dijo el apuesto sacerdote.
—Lo estaré deseando.
—Mi hermana debe de tener doce años ya. Era una niña muy hermosa y alegre cuando me fui.
Peter FitzDavid sonrió. No era la primera vez que su amigo irlandés le hablaba de los encantos de su hermana o insinuaba que recibiría una dote cuantiosa.
Peter FitzDavid era un joven bien parecido. Tenía el pelo de color castaño claro, muy corto, y lucía una barbita perfectamente recortada. Con unos ojos azules muy intensos y un mentón cuadrado muy marcado, su cara era agradable, pero de soldado.
Los soldados han de ser valientes, pero mientras se preparaba para desembarcar, Peter no pudo dejar de sentir cierto temor. Su miedo no se debía tanto a que lo mataran o mutilaran, sino a la posibilidad de deshonrarse. De todos modos, en su interior latía un miedo aún mayor y era precisamente ese miedo el que, en un futuro, lo empujaría a seguir adelante. Era lo que le incitaba a tener éxito, a atraer la mirada del oficial al mando y a lograr la fama. Cuando la orilla se fue acercando, las palabras de su madre resonaron en su mente. La había entendido muy bien. Había invertido su último penique en un caballo y en pertrechos. No le quedaba nada. Lo amaba con todo su corazón, pero no podía darle más.
—Que Dios te acompañe, hijo mío —le dijo cuando se iba—. No vuelvas con las manos vacías.
«Prefiero la muerte», pensó Peter. Tenía veinte años.
Decir que Peter FitzDavid era un caballero de reluciente armadura no sería del todo cierto. Su cota de malla, heredada de su padre y ajustada para que le quedara bien, no tenía herrumbre y, a pesar de que no relucía, al menos sí que brillaba. En pocas palabras, Peter FitzDavid, que al igual que la mayoría de los caballeros de su edad poseía poco más de lo que llevaba encima, era un joven en busca de fortuna.
Era flamenco. Su abuelo, Henry, había nacido en Flandes, esa tierra de artesanos, mercaderes y aventureros que se halla en las ricas planicies que se extienden entre el norte de Francia y Alemania. Había sido uno más de la multitud de flamencos que partieron hacia Gran Bretaña tras la conquista normanda y que se establecieron no solo en Inglaterra, sino también en Escocia y Gales. Henry fue uno de los muchos inmigrantes flamencos a los que se les concedieron tierras en el sudoeste de la península de Gales, que, debido a sus ricas minas y canteras, los nuevos reyes normandos tanto anhelaban controlar. Pero el asentamiento en Gales no había ido bien. Los orgullosos príncipes celtas de esa tierra no se habían sometido con facilidad y la colonia flamenconormanda tenía problemas. Habían perdido algunos castillos y sus tierras estaban amenazadas.
La familia de Peter se había visto afectada especialmente. No eran unos arrendatarios importantes que poseyeran tierras en muchos de los vastos dominios de los Plantagenet, eran vasallos del Rey. Eran vasallos de sus vasallos. Lo único que poseían eran sus modestas propiedades en Gales. Y cuando David, el padre de Peter, murió, perdieron dos tercios de ellas. Lo que les quedó apenas alcanzaba para mantener a la madre de Peter y a sus dos hermanas.
—No tendrás nada con lo que sustentarte, excepto el amor de tu familia, tu espada y el buen nombre que te dejo —le había dicho su padre.
Cuando Peter tenía quince años, su padre le había enseñado todo lo que sabía de las artes de la guerra y ya era un consumado espadachín. Respecto al amor de su familia, no cabía duda, y en cuanto a su nombre, Peter había querido a su padre, así que también quería su apellido. Al igual que en la Irlanda celta «Mac» significa «hijo de», en la Inglaterra normanda el término francés «Fitz» tiene el mismo significado. Su padre se llamaba David FitzHenry y él estaba orgulloso de llamarse Peter FitzDavid. Para él había llegado el momento de buscar suerte como soldado de fortuna.
La guerra siempre ha sido un negocio caro y especializado que se hace temporalmente, con lo que el equipamiento para ella siempre ha sido de alquiler. En ese tiempo, las armas y los pertrechos se comerciaban y el transporte en particular se alquilaba para la ocasión.
Dos años antes, los habitantes de Dublín —tal como llaman normalmente a ese gran puerto los mercaderes de Dyflin— habían ofrecido su flota al rey Enrique de Inglaterra para hacer una campaña contra los príncipes celtas de Gales, un trato que no se cerró porque Enrique cambió de idea acerca de esa expedición. Pero, sobre todo, en el mosaico de tierras tribales y señoríos dinásticos que desde la caída del disciplinado Imperio romano componían la mayor parte de la cristiandad, lo que más se alquilaba eran hombres armados. Cuando Guillermo el Conquistador llegó a Inglaterra no solo capitaneaba a sus vasallos normandos, sino también a toda una colección de aventureros armados de Bretaña, Flandes y otros lugares, a los que concedió tierras en el país conquistado. Tras su derrota, un gran contingente de guerreros ingleses atravesó Europa y formó lo que se llamó el ejército sajón, al servicio del emperador de Bizancio. Anteriormente, aventureros de Inglaterra, Francia y Alemania ya habían ido a las Cruzadas para hacerse con tierras en el reino de Jerusalén y otras colonias de los cruzados en Tierra Santa. Los reyes celtas de Irlanda llevaban generaciones alquilando vikingos para que lucharan por ellos. Por tanto, no era de extrañar que cualquier monarca que se viera en un apuro acudiera al rey Plantagenet de Inglaterra para que le prestara hombres a sueldo.
Cuando Peter FitzDavid salió por primera vez en busca de fortuna se dirigió hacia el puerto inglés de Bristol. Su padre tenía allí un conocido que era comerciante.
—Cuando muera, ve a visitarlo —le había aconsejado—. Es posible que pueda hacer algo por ti.
Bristol estaba a más de ciento cincuenta kilómetros, al otro lado del gran estuario del caudaloso río Severn, que tradicionalmente separaba Sajonia y la Gran Bretaña celta. A Peter le costó cinco días llegar al río y otro medio día más, subiendo la orilla occidental, hasta arribar a un lugar en el que había una barca en la que se podían transportar caballos. Sin embargo, a su llegada le comunicaron que debido a las rápidas y complejas corrientes del río, debería esperar unas horas. Miró a su alrededor y en la ladera que había justo encima vio un pequeño fuerte y, en medio de un bosquecillo de robles, lo que parecían unas antiguas ruinas. Se dirigió hacia ellas y se sentó para descansar.
Era un lugar agradable desde el que se disfrutaba de una espléndida vista del río. Sintió que aquel lugar irradiaba religiosidad. Y era cierto, ya que aquellas ruinas eran el antiguo templo romano construido en honor de Nodens, dios celta de la curación. Hacía tiempo que el cristianismo había enterrado a ese dios, al igual que su templo: en Inglaterra se le había olvidado y al otro lado del mar, en la Irlanda celta y con el nombre de Nuada, el de la Mano de Plata, hacía mucho que los escribientes monásticos lo habían convertido de deidad en rey mítico.
Mientras estaba sentado mirando al otro lado del agua, hacia la distante orilla, sintió con gran intensidad que cuando cruzara el río Severn dejaría atrás todo lo que conocía. Por muchos problemas que tuviese su familia, Gales era su hogar. Jamás había vivido en ningún otro sitio. Le gustaban los verdes valles, el litoral con sus afloramientos rocosos y las calas arenosas. A pesar de que hablaba francés con su familia, la lengua de su infancia había sido el galés celta de los lugareños con los que había crecido. Sin embargo, una vez que estuviera al otro lado del Severn, la gente hablaría inglés, lengua de la que no conocía una sola palabra. Y cuando llegara a Bristol y se relacionara con los ingleses, ¿se quedaría en ese país o iría aún más lejos, a través de los mares, para no volver a ver jamás su tierra? Por un momento, sintió tanta tristeza que estuvo a punto de regresar a casa.
Pero no podía hacerlo. Le amaban, pero no querían que estuviese con ellos. Avanzada la tarde, afligido, llevó su corcel de guerra y su caballo de carga a la gran balsa que los conduciría al otro lado del río.
La noche siguiente, entrar en Bristol fue como una revelación. En Gales había visto castillos de piedra impresionantes e imponentes monasterios, pero jamás había estado en una ciudad. Después de Londres, Bristol era el puerto más importante de Inglaterra.
Paseó un rato por sus concurridas calles antes de encontrar la casa que buscaba. Entró en ella con gran azoramiento, ya que el lugar tenía su propia puerta de piedra, un patio adoquinado rodeado de edificios de madera con tejados a dos aguas y un bonito salón de techo alto. Enseguida se dio cuenta de que el amigo de su padre era un hombre rico.
Todavía le resultó más desconcertante que cuando un sirviente le hizo pasar, aquel comerciante no supiera exactamente de quién se trataba. Pasaron unos angustiosos minutos mientras este le pedía no una, sino dos veces que le repitiera el nombre de su padre. Al final, cuando Peter notó que comenzaba a ruborizarse, aquel hombre pareció acordarse de quién era su padre, aunque con cierto desinterés, y le preguntó en qué podía ayudarlo.
Los dos días siguientes fueron interesantes, aunque no agradables. El comerciante era un hombre de tez morena. Su padre había sido escandinavo, un danés llegado a Irlanda. Con él trajo su nombre celta, Dubh Gall, «el extranjero oscuro», que en Bristol pronunciaban como Doyle. A pesar de haber nacido en Bristol, al comerciante no le habían puesto un nombre inglés ni normando, sino que lo habían bautizado como Sigurd. Con todo, nadie utilizaba su primer nombre. En Bristol todo el mundo lo conocía por Doyle.
El extranjero era oscuro, no cabía duda de que lo era. Oscuro y silencioso, aunque aceptablemente hospitalario. Peter tenía una habitación para él solo al lado del salón. Se dirigía a él, al igual que a cualquier noble o importante mercader, en la educada lengua del francés normando. Pero hablaba muy poco y no sonreía nunca. Tal vez se debía a que era viudo, pensó Peter. Quizá cuando le visitaran sus hijas casadas o cuando sus hijos volvieran a casa de hacer negocios en Londres estaría de mejor humor. Pero durante los dos días que Peter permaneció allí, la conversación fue mínima. Y puesto que los numerosos sirvientes, mozos de cuadra y subalternos solo hablaban inglés, se sintió muy solo.
La primera mañana Doyle lo llevó al puerto. Visitaron su contaduría, su almacén y dos de sus barcos, que estaban junto al recinto para esclavos del muelle. Sin duda alguna, Doyle seguía conservando su energía; sus oscuros ojos parecían estar en todas partes; hablaba muy bajo, pero los hombres lo miraban con temor y se apresuraban a obedecer sus órdenes. Al final del día, Peter había aprendido mucho del negocio del puerto, de la organización de la ciudad, con sus tribunales y concejales, y de su comercio con otros puertos, desde Irlanda hasta los del Mediterráneo. Aunque también tenía claro que Doyle daba miedo.
Ese sentimiento se vio reforzado por un pequeño incidente que ocurrió esa misma tarde. Se había sentado junto a él en el gran salón y los sirvientes estaban a punto de llevarles la cena, cuando un joven de aproximadamente su misma edad entró y, tras hacerles una respetuosa reverencia a los dos, se sentó un poco alejado de ellos. Doyle, tras contestar al joven con un brusco asentimiento y gruñirle a Peter «Trabaja para mí», hizo caso omiso de su presencia. Sirvieron una copa de vino al joven, que llevaba puesta una capucha que no se quitó, pero no se la volvieron a llenar, y como su anfitrión continuaba sin hacerle caso y el joven no levantaba la cabeza, Peter no supo cómo dirigirse a él. Tan pronto acabaron de cenar, el joven se fue; parecía deprimido. «Creo que yo también estaría así si trabajara para Doyle», pensó Peter.
Cuando más tarde se retiró a su habitación, oyó sus voces en el patio. Al menos estaba seguro de que era la voz de Doyle, grave y amenazadora, la que murmuraba algo que no logró entender.
—Estás loco —dijo después esa voz en francés—. Jamás podrás devolver el dinero.
—Estoy en tus manos —dijo la voz de un joven, apremiante y quejumbrosa, que debía de pertenecer al tipo que había visto esa noche.
A aquello le siguió un severo murmullo por parte de Doyle. Las palabras no eran claras, pero el tono era amenazador.
—¡No! —gritó el joven—. No hagas eso, te lo suplico. Lo prometiste.
Después se retiraron y Peter no oyó nada más, pero una cosa le quedó clara: Doyle era una persona siniestra y cuanto antes se fuese de allí, mejor.
A la mañana siguiente, sin previo aviso, Doyle le pidió que ensillara su caballo, cogiera sus armas y lo acompañara a un campo de entrenamiento cercano a la puerta occidental. Allí vio a varios hombres de armas practicando el manejo de la espada. Tras intercambiar unas palabras con Doyle, le invitaron a unirse a ellos. El oscuro comerciante lo observó un tiempo y después se fue discretamente, obligándole así a regresar solo a casa más tarde. Peter no volvió a verlo hasta la noche.
Sin embargo, esa misma noche Doyle le comentó, en su acostumbrado tono taciturno:
—Se habla de una expedición. A Irlanda.
Si nadie había conseguido dominar Irlanda desde los tiempos de Brian Boru, no había sido por falta de intentos. Una tras otra, las grandes dinastías regionales habían intentado imponer su poder sobre las demás; la del Leinster y la del nieto de Brian, en el Munster, habían aprovechado ambas su oportunidad. El viejo O’Neill esperaba cualquier ocasión que se presentara para recuperar su antigua gloria. En aquel momento, la dinastía O’Connor, del Connacht, reclamaba el reino supremo. Sin embargo, ninguno de ellos había conseguido imponerse y las crónicas del momento adoptaron una fórmula contundente para describir la situación de la mayoría de esos monarcas: «rey supremo, con adversarios». Así que, mientras los gobernantes del inmenso mosaico europeo comenzaron a amalgamar territorios para formar posesiones aún más extensas —los Plantagenet controlaban un imperio feudal que comprendía la mayor parte de la Francia occidental, además de Normandía e Inglaterra—, la isla de Irlanda continuaba dividida entre antiguas tierras tribales y jefes rivales.
El último conflicto irlandés había sido a causa del reino del Leinster.
Esta antigua provincia llevaba controlada ya algún tiempo por una ambiciosa dinastía de Ferns, en la parte sureña del territorio de Wexford. Pero el codicioso rey Dermot del Leinster se había creado enemigos. En concreto, había humillado al poderoso rey O’Rourke, fugándose con su mujer. El marido engañado, con ayuda, había atacado a Dermot del Leinster y le había obligado a huir.
El rey Enrique Plantagenet, que estaba en sus dominios de Francia, se llevó una buena sorpresa cuando le dijeron:
—Ha venido a veros el rey Dermot del Leinster.
—¿Un rey irlandés? Traedlo a mi presencia —contestó con cierta curiosidad.
El encuentro fue, sin duda, extraño. El monarca Plantagenet, rubio y afeitado, presto e impaciente de movimientos, vestido con jubón y calzas, sofisticado, francés de cultura y de lengua, frente a un rey celta provinciano, de espesa barba y gruesa capa de lana. Enrique hablaba un poco de inglés —algo de lo que estaba muy orgulloso— pero nada de irlandés. Dermot hablaba irlandés, noruego y algo de francés, pero no tuvieron problemas a la hora de comunicarse. Para empezar, Dermot había llevado consigo a su intérprete —llamado Regan— y, en el caso de que aquello no funcionara, los clérigos que trabajaban para ambas partes hablaban latín, al igual que todo religioso culto de la Europa occidental. Los dos reyes tenían cosas en común: los dos se habían fugado con la mujer de otro, los dos tenían relaciones inestables con sus hijos y ambos eran egocéntricos y oportunistas.
La petición del rey Dermot era muy sencilla. Lo habían expulsado de su reino y quería recuperarlo. Necesitaba reunir un ejército. No podía pagar mucho, pero si tenía éxito, habría propiedades y tierras para repartir. Se trataba del acuerdo usual sobre el que se había establecido la aristocracia de gran parte de Europa, incluida Inglaterra. Con todo, también sabía que sin el permiso de Enrique no podía conseguir muchos hombres en los dominios de los Plantagenet.
El rey Enrique II era un hombre ambicioso. Ya había construido un imperio y su principal ocupación en ese momento era arrebatar territorio al inútil del rey de Francia, al que le gustaba intimidar. Por casualidad, doce años antes había meditado brevemente la posibilidad de anexionarse también Irlanda, pero había descartado la idea y la isla ya no le interesaba. Aunque seguía siendo un oportunista.
—¿Estáis ofreciéndoos como vasallo? —preguntó con delicadeza.
Su vasallo. Cuando un rey irlandés reconocía la supremacía de un monarca y se sometía a él, «entraba en su casa», como se decía. Dejaba rehenes en prenda de su buen comportamiento y ofrecía pagar un tributo. Sin embargo, cuando un señor feudal francés o inglés se convertía en vasallo de otro, las obligaciones eran más amplias. No solo le debía servicio militar o pago a cambio, sino que cuando moría, sus herederos tenían que pagar para heredar la tierra, y si había disputas por la herencia, el que decidía era el señor supremo. Es más, en la Inglaterra conquistada, los normandos habían adoptado una postura incluso más estricta. Si algún vasallo causaba problemas, el rey inglés podía desposeerlo de sus tierras y dárselas a otro. En teoría, un vasallo feudal no podía luchar o viajar sin el permiso de su señor supremo. Enrique Plantagenet aumentaba continuamente su poder. En Inglaterra, quería otorgar a los hombres libres el derecho de apelar directamente a sus tribunales reales para pedir justicia sin recurrir antes a sus señores. Era el comienzo de una Administración centralizada, inimaginable en el poco ceremonioso mundo de los reyes celtas irlandeses.
Sin embargo, el rey Dermot necesitaba hombres. Además, sabía muy bien que cualquiera que fuera la opinión del rey Enrique sobre el vasallaje feudal, Irlanda quedaba fuera del alcance del monarca Plantagenet.
—Eso no será un problema.
Así que llegaron a un acuerdo. El rey Enrique de Inglaterra consiguió por primera vez que un rey irlandés lo reconociera como señor supremo, aunque lo hiciera con todo el cinismo del mundo. Puede que en ese momento no tuviera ningún valor, pero podía decir tranquilamente: «No me ha costado nada». El rey Dermot recibió una carta en la que el gobernante del creciente Imperio Plantagenet daba permiso a cualquiera de sus vasallos para luchar al lado de Dermot si así lo deseaba.
Aquella carta no provocó una respuesta enloquecida. La perspectiva de ayudar a un desposeído jefe provinciano en una isla lejana de los mares occidentales no era muy atractiva; sin embargo, uno de los grandes señores del rey Enrique —el poderoso lord de Clare, más popular entre los soldados como Strongbow— había conocido el exilio irlandés y se mostró interesado. Strongbow tenía propiedades en varios puntos de los dominios Plantagenet, aunque las del sudoeste de Gales habían estado sometidas a gran presión. Era obvio que el rey Dermot estaba dispuesto a pagar el precio que pidiese.
—Podéis casaros con mi hija y heredar todo mi reino —sugirió en un arrebato.
Como Dermot tenía hijos y en ese momento no poseía ni un solo metro de su antiguo reino, la oferta era tan válida como su juramento de lealtad al monarca Plantagenet; pero Strongbow decidió correr un riesgo calculado. Le dijo al rey irlandés que hiciera el reclutamiento en los territorios en el sur de Gales de los que él era señor supremo. Quizá podría conseguir un contingente que le sirviese de avanzadilla. Al fin y al cabo, llegó a la conclusión, si los matan a todos, no pasará nada.
El que Doyle se hubiese encontrado con Strongbow ese día en una de las visitas periódicas que el gran señor hacía al puerto que tan cercano estaba a sus tierras había sido un golpe de suerte para Peter. Strongbow había hablado con un grupo de comerciantes sobre los planes del rey irlandés de reclutar tropas en la región.
—En mi casa hay un joven, hijo de un amigo, al que puede interesarle —comentó el comerciante de Bristol—. No sé qué hacer con él.
—Envíalo —le pidió Strongbow.
Y así fue como Peter FitzDavid, tras cruzar el mar en un barco proporcionado por Doyle, desembarcó en Wexford con el rey Dermot del Leinster y un variopinto contingente de hombres, aquel soleado día de otoño.
Las cabalgaduras empezaban a bajar a tierra. Desde la playa, Peter pudo ver bien al rey Dermot, que había montado un caballo, y a lord de la Roche, el noble flamenco que dirigía las operaciones. Estaban desembarcando a poca distancia de Wexford. Roche se había preocupado de levantar una posición defensiva, pero de momento nadie había salido del pueblo para atacarles. Era un puerto pequeño, con murallas sencillas, nada parecidas a las que había conocido en el sur de Gales. Comparado con un castillo de verdad, o con la gran ciudad de Bristol, aquello no era nada, lo conquistarían fácilmente. Sin embargo, de momento, Peter no podía hacer otra cosa que esperar.
—Bueno, adiós —se despidió su amigo.
Había llegado el momento de irse, mientras los soldados instalaban el campamento. Durante el viaje, Peter tuvo motivos para estar muy agradecido al joven padre Gilpatrick. El sacerdote tenía solo cinco años más que él, pero sabía muchas cosas. Había pasado los tres últimos años en el famoso monasterio inglés de Glastonbury, al sur de Bristol, y volvía a casa, a Dublín, donde su padre le había conseguido un cargo a las órdenes del arzobispo. Había subido al barco que se dirigía a Wexford porque quería ir por la costa hasta Glendalough para hacer una corta parada en ese santuario antes de llegar a Dublín.
Al ver que Peter era joven y quizá se sentía solo, aquel amable sacerdote había pasado mucho tiempo en su compañía. Había averiguado todo acerca de él y, a cambio, él le había hablado de su familia, de Irlanda y de sus costumbres.
Sus conocimientos eran impresionantes, hablaba irlandés y noruego desde su juventud, y había llegado a ser un experto en latín. Cuando estuvo en Glastonbury se familiarizó con el inglés y el francés normando.
—Supongo que podré trabajar como latimer, así llaman los religiosos a los intérpretes —dijo sonriendo.
—Seguramente eres mejor que Regan, el intérprete del rey Dermot —insinuó Peter con admiración.
—Yo no diría tanto —lo contradijo Gilpatrick riéndose, aunque complacido.
Tranquilizó a Peter diciéndole que podría aprender sin gran esfuerzo el celta que hablaban los irlandeses.
—Las lenguas de Irlanda y Gales son primas —le explicó—. La principal diferencia está en una sola letra. En Gales, pronunciáis una «p», que nosotros hacemos como una «q». Por ejemplo, en Irlanda cuando nos referimos a «hijo de» decimos «Mac»; en Gales, por su parte, dicen «Map». Por supuesto, hay otras diferencias, pero con el tiempo te darás cuenta de que entiendes con facilidad todo lo que oigas.
Le habló de Dublín; cuando aquel irlandés pronunció ese nombre, le sonó como «Doovlin». Al parecer, aquel puerto era casi un modelo a escala de Bristol. También le explicó algo acerca de la política de la isla.
—Aunque consigáis que el rey Dermot venza a sus enemigos, todavía tendrá que presentarse ante Ruairi O’Connor del Connacht, el Rey Supremo, y este tendrá que reconocerlo y tomar rehenes antes de que Dermot pueda llamarse rey de nada en Irlanda.
En cuanto a sus ambiciones, daba la impresión de que tenían relación con el gran obispo de Dublín, al que habían recomendado.
—Es un hombre santo y tiene una gran autoridad —aseguró Gilpatrick—. Mi padre es un alto cargo eclesiástico. —Hizo una pausa—. Mi madre es pariente del arzobispo Lawrence. Así es como lo llamamos en la Iglesia. Hemos latinizado su nombre: Lawrence O’Toole; en irlandés sería Lorcan Ua Tuathail. Ua Tuathail es una familia principesca del norte del Leinster. De hecho, el arzobispo también es cuñado del rey Dermot. Aunque no creo que le caiga muy bien —añadió como haciéndole una confidencia.
Peter sonrió ante esa compleja red de parentescos.
—¿Significa eso que también perteneces a una familia principesca? —preguntó.
—Somos una antigua familia de la Iglesia —contestó Gilpatrick. Al ver que Peter parecía desconcertado, se explicó—: Las costumbres en Irlanda son diferentes a las de otros países. Hay antiguas familias eclesiásticas, a las que se honra profundamente y que tienen vínculos con monasterios e iglesias; a menudo, esas familias son parientes de reyes y jefes cuyas historias se pierden en la noche de los tiempos.
—¿Tu familia está relacionada con alguna iglesia en particular?
—Como dirías tú, fundamos nuestro monasterio en Dublín.
—¿Y la historia de tu familia se pierde en la noche de los tiempos?
—La leyenda —dijo para impresionarle— asegura que nuestro antepasado Fergus fue bautizado en Dublín por el propio san Patricio.
La mención del santo indujo a Peter a hacer otra pregunta.
—Te llamas Gilla Patraic. Eso significa «servidor de Patricio», ¿no?
—Así es.
—¿Por qué tu padre no te puso el nombre del santo solamente? ¿Por qué no Patricio a secas? Yo me llamo Peter, sin más.
—¡Ah! —exclamó el sacerdote asintiendo con la cabeza—. Es algo que debes saber si vas a pasar un tiempo en Irlanda. Ningún buen irlandés se llamará nunca Patricio.
—¿No?
—Solo Gilla Patraic, nunca Patricio simplemente.
Así había sido durante siglos. Ningún irlandés de la Edad Media se atrevería a adoptar el nombre del gran san Patricio. Siempre había sido Gill Patrick y así seguiría siendo durante muchos siglos más.
Aquel hombre era un joven delgado, de tez oscura y apuesto. Sus ojos grises eran poco corrientes, pues estaban curiosamente moteados de verde.
Habría sido difícil que el sacerdote no le cayera bien, por su amabilidad, su no disimulado orgullo por su familia y su evidente cariño por ellos. Peter se enteró de alguna cosa acerca de sus hermanos, su hermosa hermana y sus padres. No había entendido muy bien qué tipo de alto cargo eclesiástico podía ser si estaba casado ni a lo que se refería con «nuestro» monasterio, pero cuando se lo mencionó, el padre Gilpatrick se apresuró a cambiar de tema y Peter no insistió. Estaba claro que al sacerdote le caía bien y que no desaprobaba la presencia de los vasallos de Plantagenet en su tierra. Peter no estaba seguro de por qué.
Una noche en el barco, Peter consiguió ver algo más, una parte más profunda de aquel irlandés. Resultó que Gilpatrick era un delicado arpista y que sabía cantar. Demostró ser muy versátil y conocía algunas baladas populares inglesas. Incluso cantó una canción picante de los trovadores del sur de Francia. Conforme iba avanzando la noche, volvió a la música tradicional irlandesa. Entre el público, flamencos en su mayoría, cuando las suaves y tristes melodías salieron de las cuerdas y flotaron en el aire para hechizar las aguas del mar, se hizo otro tipo de silencio. Más tarde, le confesó al sacerdote:
—Me ha parecido escuchar tu alma.
—Son melodías tradicionales. Lo que has escuchado es el alma de Irlanda.
En ese momento, el joven sacerdote se alejó rápidamente. Peter lo observó hasta que desapareció de su vista y después permaneció en la orilla mirando los caballos y echando de vez en cuando un vistazo hacia las colinas que se elevaban en la distancia, pensando que aquel sitio no era muy distinto de su nativa Gales. «Puede que sea feliz si me establezco aquí», se dijo a sí mismo. Cuando se presentara la ocasión, haría una visita al sacerdote y a su familia en Dublín.
Se sorprendió mucho cuando su amigo regresó media hora más tarde. El padre Gilpatrick llevaba dibujada una amplia sonrisa en la cara. A su lado, sobre un pequeño, pero robusto caballo, había una espléndida y rústica figura con larga barba gris, una capucha sobre la cabeza que le llegaba al pecho, camisa holgada, que no estaba muy limpia debido al viaje, y unas mallas de lana hasta los pies. Si llevaba botas, Peter no las vio. Cabalgaba a pelo, sin silla, estribos o espuelas, con sus largas piernas colgando hasta las rodillas del animal. Parecía guiarlo con golpecitos de un retorcido palo. Tenía una cara curiosa, los ojos medio cerrados y una sardónica expresión que a Peter le recordó la de un sabio y viejo salmón. Supuso que debía de ser un pastor o un vaquero al que su amigo había contratado para que lo guiara montaña arriba.
—Peter, este es mi padre —dijo el sacerdote con orgullo.
¿Su padre? Peter FitzDavid lo miró. ¿Ese era el alto cargo eclesiástico? Había conocido a hombres que habían hecho votos de pobreza, pero no había pensado que el padre de Gilpatrick fuera uno de ellos. Tampoco vestía ningún tipo de indumentaria clerical. ¿No se suponía que era un gran hacendado? No se parecía a ninguno de los lores que había visto. ¿Le había mentido su amigo respecto a su padre? Seguramente no. Si lo hubiera hecho, no lo habría llevado para que lo viera de esa forma. Puede que el padre de Gilpatrick fuera un excéntrico.
Saludó con respeto al anciano y aquel irlandés le dirigió unas palabras en su lengua materna; Peter entendió alguna, pero su conversación no fue más allá y estaba claro que el padre de Gilpatrick quería irse. Sin embargo, cuando empezaron a alejarse, Gilpatrick agarró a Peter por el brazo.
—¿Te ha sorprendido el aspecto de mi padre? —preguntó sonriendo alegremente.
—¿A mí? No, en absoluto.
—Sí que lo ha hecho. He visto la cara que has puesto —aseguró riéndose—. No olvides que he estado viviendo en Inglaterra. En Irlanda encontrarás muchos hombres como mi padre. Con todo, tiene el corazón donde hay que tenerlo.
—Por supuesto.
—¡Ah, espera a que veas a mi hermana! —añadió Gilpatrick sonriendo antes de irse.
—¿Y bien? —Gilpatrick esperó a estar lo suficientemente lejos del puerto de Wexford para requerir la opinión de su padre.
—Es un joven agradable, de eso no hay duda —admitió su padre, Conn.
—Lo es —reconoció el sacerdote. Miró a su padre para ver si el anciano decía algo más al respecto, pero le dio la impresión de que no iba a hacerlo—. Todavía no os he preguntado cómo habéis venido hasta aquí.
—La semana pasada llegó un barco de Bristol a Dublín. Contaron que Dermot había partido para reclutar hombres en Gales, de camino a Wexford. Así que he venido a echar un vistazo.
Gilpatrick le lanzó una mirada perspicaz.
—Pensasteis en venir a ver si el rey Dermot recuperaba su reino.
—¿Lo has visto en el barco? —preguntó el padre.
—Sí.
—¿Has hablado con él?
—Un poco.
El anciano guardó silencio un momento.
—Es un hombre terrible —comentó con tristeza—. En el Leinster hubo mucha gente a la que no le apenó que partiera.
—¿Os ha impresionado lo que habéis visto?
—¿Los barcos? —preguntó su padre apretando los labios—. Necesitará más cuando se enfrente al Rey Supremo. O’Connor es poderoso.
—Puede que lleguen más. El rey de Inglaterra está detrás de todo este asunto.
—¿Enrique? Solo le ha dado permiso. Eso es todo. Tiene otras cosas en las que pensar —aseguró, encogiéndose de hombros—. Los reyes irlandeses llevan cientos de años contratando hombres allende los mares. Escandinavos, galeses, hombres de Escocia. Unos se quedan, otros se van. Mira Dublín, la mitad de mis amigos son escandinavos. Y en cuanto a ésos —dijo mirando hacia atrás, hacia Wexford—, no son suficientes. El año que viene la mayoría habrá muerto.
—Estaba pensando —intervino Gilpatrick— que a Peter a lo mejor le gustaría conocer a Fionnuala.
Aquellas palabras fueron recibidas con un silencio tan prolongado que Gilpatrick no estuvo seguro de si le había oído, pero sabía que no debía presionarlo; continuaron su camino en silencio durante un rato, hasta que su padre habló finalmente.
—Hay cosas de tu hermana que no sabes.