II
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—Hoy no harás ninguna tontería, ¿verdad? —preguntó la quinceañera Una mirando inquieta a su amiga.
Era una cálida mañana de mayo y tenía que ser un día perfecto.
—¿Por qué iba a hacerlo, Una? —contestó riéndose y abriendo sus verdes e inocentes ojos.
«Porque es lo que sueles hacer», pensó Una, pero en vez de eso dijo:
—Ahora va en serio, Fionnuala. Te enviará a casa con tus padres. ¿Eso es lo que quieres?
—Tú me cuidarás.
«Sí, eso es lo que yo hago. Aunque quizá no debería», pensó Una. Fionnuala era encantadora porque resultaba divertida y tenía un gran corazón, cuando no se peleaba con su madre. Cuando uno estaba con ella, la vida parecía más alegre y excitante, porque nunca se sabía qué iba a suceder. Pero cuando un hombre tan amable como Ailred, el Peregrino, perdía la paciencia…
—Seré buena. Te lo prometo.
«No lo serás —podría haberle gritado Una—. No lo serás en absoluto y las dos lo sabemos».
—¡Mira! —gritó de repente Fionnuala—. ¡Manzanas! —exclamó, y con su largo pelo flotando tras ella corrió por el mercado hacia un puesto de fruta.
¿Cómo podía comportarse de esa manera? Sobre todo sabiendo quién era su padre. Puede que los Ui Fergusa hubieran dejado de ser poderosos en esas tierras, pero la gente seguía teniéndoles respeto. Su pequeño monasterio en el cerro que había sobre la laguna negra había cerrado hacía tiempo y habían transformado la capilla en una pequeña iglesia parroquial para la familia y las personas a su cargo; pero, como cabeza de familia, Conn era el sacerdote y se le tenía un gran respeto. Gracias a su antiguo cargo y a sus tierras ancestrales en aquella zona, el rey de Dublín lo trataba con cortesía, al igual que el arzobispo. Con su alta y majestuosa presencia y su solemne forma de hablar, Una siempre le había tenido un respeto reverencial, aunque estaba segura de que era amable. No podía imaginarlo tratando mal a Fionnuala. ¿Cómo podía esta hacer algo que le hiciera quedar mal?
Había que reconocer que su madre era otra cuestión: reñían a todas horas. Quería que su hija hiciera una cosa y esta quería hacer otra; no obstante, Una no estaba segura de si Fionnuala se quejaba de su madre por sus continuas peleas. «Si fuera tu madre te daría una bofetada», le había dicho en más de una ocasión a su amiga. Sin embargo, hacía dos años, los roces en la casa que había un poco más arriba de la pequeña iglesia habían empeorado tanto que habían acordado que Fionnuala debería vivir entre semana con Ailred, el Peregrino, y su esposa. Y en ese momento, hasta Ailred estaba harto.
Una suspiró. Era difícil pensar en alguien más agradable. Todo el mundo en Dublín quería al rico escandinavo cuya familia había sido propietaria durante tanto tiempo de la enorme granja que había en Fingal. Su madre provenía de una familia sajona que había huido de Inglaterra después de la conquista normanda y le había dado el nombre inglés de Ailred. Ella tenía los ojos azules, como su marido; sin embargo, Ailred tenía el mismo aspecto que sus pelirrojos antepasados noruegos. Era generoso, amable y muy religioso.
Los irlandeses siempre habían hecho peregrinaciones a lugares sagrados, de los que en Irlanda había muchos. Si cruzaban el mar, viajaban hasta sitios tan lejanos como el fabuloso sepulcro de Santiago de Compostela, en España. Pero pocos, muy pocos, habían llegado al final del peligroso viaje hasta Tierra Santa y, si llegaban a Jerusalén, entraban en ella con una hoja de palma. A su regreso, se les conocía como «peregrinos». Ailred era uno de ellos.
Y daba la impresión de que Dios lo había recompensado. Además de la alquería en Fingal, era propietario de otras tierras. Tenía una esposa cariñosa, aunque su único hijo, Harold, había partido para hacer una peregrinación, eso se decía, y no había regresado. Pasados cinco años sin noticias, sus apenados padres aceptaron finalmente que no volverían a verlo. Puede que para compensar su pérdida, Ailred y su agradable esposa fundaran un hospital en un terreno de su propiedad justo a la salida de la puerta de la ciudad por donde entraba, desde occidente, la antigua Slige Mhor. Como peregrino, había visto en numerosas ocasiones sitios como ése, lugares donde se atendía a los enfermos y en los que los fatigados peregrinos podían descansar. Pero hasta entonces jamás había habido un servicio de ese tipo en Dublín. Él y su esposa pasaban mucho tiempo allí y lo habían bautizado como hospital de San Juan Bautista.
No obstante, a pesar de toda aquella actividad, Una sospechaba que Ailred y su esposa seguían sintiéndose solos. Puede que esa fuera la razón, además de su innata amabilidad, que les había llevado a aceptar a Fionnuala en su casa, cuando su padre se quejó un día ante ellos de los problemas que le causaba la hija.
—Si nos ayuda en el hospital, tendrá muchas cosas con las que mantenerse ocupada —dijo Ailred—. La trataremos como a una hija.
Así que lo había arreglado: los sábados, Fionnuala regresaría a casa de sus padres y pasaría el domingo con ellos; sin embargo, de lunes a viernes viviría con Ailred y su mujer, y ayudaría en el hospital.
Aquel acuerdo había funcionado de maravilla durante casi una semana.
Una recordaba muy bien el día en que el Peregrino había ido a ver a su padre. Fionnuala solo llevaba una semana en el hospital.
—Es un error que la niña esté sola en nuestra casa sin otra compañía que personas adultas —le había explicado el Peregrino—. Nos gustaría que tuviera compañía, una niña de su edad, pero sensata, que la ayudara a sosegarse.
¿Por qué decía todo el mundo que era sensata? Una sabía que lo hacían y suponía que era verdad. Pero ¿por qué? ¿Era solo por su carácter? ¿O debido a su familia? Cuando su hermana mayor había muerto siendo sus hermanos todavía pequeños, supo que sus padres dependían de ella. Siempre había pensado que su padre era el que más lo hacía.
Kevin MacGowan, el platero, no era un hombre fuerte. Era pequeño y larguirucho y pasaba inadvertido. Su cara era otra historia: cuando intentaba concentrarse en su trabajo la transformaba inconscientemente en una mueca y daba la impresión de que tenía un ojo más grande que otro. Era como si padeciera algún dolor, y Una sospechaba que en alguna ocasión así era. Sin embargo, aquel frágil cuerpo albergaba una fogosa alma. «Tu padre es un hombre extraño y poético —le comentó en una ocasión un amigo—. Ojalá fuera más fuerte». Otras personas también se habían percatado de aquello. Respetaban su trabajo y era en esos momentos en los que a Una le gustaba observarlo. Sus dedos, delgados y huesudos como su cuerpo, parecían cobrar una nueva fuerza. Tensaba su cara retorcida, pero le brillaban los ojos y se transformaba en otra cosa, en algo tan sutil como un espíritu. Ignorante de que ella lo miraba, seguía trabajando, absorto, y Una se sentía inundada de amor por su menudo padre y embargada por el deseo de protegerlo.
MacGowan, el nombre de la familia, había experimentado una transición gradual durante generaciones. Algunos amanuenses seguían escribiéndolo como MacGoibnenn, a la antigua usanza, pero en aquellos tiempos, normalmente se escribía y pronunciaba como MacGowan.
En los últimos años, el duro trabajo de su padre había aportado cierta prosperidad a la familia. En las afueras de Dublín, los hombres seguían midiendo su riqueza en ganado, pero la fortuna que MacGowan había ahorrado era una provisión de plata que guardaba en una pequeña caja fuerte. «Si algo me sucediera —le dijo a Una con delicado orgullo—, esto sacará de apuros a la familia».
Tenía planes muy meditados para su familia. La antigua iglesia del centro de Dublín había adquirido rango de catedral algunos años después de la batalla de Clontarf y desde entonces se había transformado en un edificio de gran nobleza. La Europa occidental empezaba una transición hacia el leve y delicado estilo gótico de la arquitectura, pero en Irlanda, el pesado y monumental románico de otros tiempos, con sus altos y blancos muros y sus gruesos arcos, seguía presente, y la catedral de Dublín era un buen exponente. Con sus anchos muros y su techo encumbrado, era el edificio más alto de la ciudad. Oficialmente era la iglesia de la Santísima Trinidad, pero todo el mundo la llamaba la iglesia de Cristo. Y era a ese lugar al que, una vez al mes, llevaba Kevin MacGowan a su hija.
—Ahí está la verdadera cruz en la que crucificaron a nuestro Señor —le decía, señalando hacia un trozo de madera engastada en un cofre de oro. La iglesia de Cristo empezaba a ser famosa por su creciente colección de reliquias—. Hay un trozo de la cruz de san Pedro, parte del vestido de nuestra Señora y un fragmento del pesebre en el que nació Jesucristo.
Aquella catedral incluso tenía una gota de la leche bendecida con la que la virgen María había alimentado al niño Jesús.
Pero aún más venerados que esos objetos sagrados eran dos tesoros que todo visitante a Dublín iba a ver. El primero era un precioso crucifijo que, al igual que una antigua piedra pagana de otros tiempos, a veces hablaba; de todos modos, más preciado todavía era el maravilloso cayado que, según se decía, un ángel había dado al mismo san Patricio. El famoso Bachall Iosa, el báculo de san Patricio, estaba guardado normalmente en un sepulcro en el norte de Dublín, pero lo llevaban a la iglesia de Cristo en ocasiones especiales.
Y mientras admiraba asombrada esas maravillas, su padre le decía:
—Si la ciudad corre peligro alguna vez, traeremos la caja fuerte a los monjes de la catedral. En sus manos estará tan a salvo como las reliquias que tienes ante ti.
Tener la seguridad de que su pequeño y mundano tesoro estaría protegido por los guardianes de la Vera Cruz y el Bachall Iosa de san Patricio les confortaba.
Una sabía que su padre llevaba esa caja de plata en la mente, como un talismán o el amuleto de un peregrino.
Gracias a sus esfuerzos, su padre tenía un asistente y su madre una esclava inglesa que ayudaba en casa. Sus dos hermanos eran alegres y sanos. No había razón, por tanto, para que Una no pudiera pasar tres días a la semana en el hospital de Ailred, el Peregrino, que, en cualquier caso, solo estaba a unos cientos de metros de su casa. Enseguida empezó a ir los lunes para regresar los viernes. Como Fionnuala tenía que pasar los domingos con sus padres, el Peregrino y su esposa solo tenían que controlarla un día, algo que, comentaron valientemente, no les supondría ningún problema.
Aquel hombre noruego alto y pelirrojo y su callada y maternal mujer de pelo gris formaban una pareja muy cariñosa. Una imaginó el golpe que debió de suponer para ellos la pérdida de su hijo Harold. Ninguno de los dos mencionaba nunca el tema; sin embargo, una vez, mientras estaban doblando mantas en el hospital, la mujer le sonrió amablemente y le dijo:
—También tuve una hija. Murió cuando tenía dos años, pero si hubiese vivido, seguro que habría sido como tú.
Una se sintió conmovida y honrada. A veces rezaba para que su hijo volviera con ellos, pero, por supuesto, eso nunca ocurría.
A Una le encantaba el hospital de San Juan Bautista. En ese momento había treinta pacientes; los hombres estaban en un dormitorio y las mujeres en otro. Algunos eran mayores, pero no todos. Allí cuidaban a toda clase de enfermos, excepto a los leprosos, a los que nadie se acercaba. Había mucho que hacer para alimentar y atender a los pacientes, pero, sobre todo, lo que más le gustaba era hablar con ellos y escuchar sus historias. La querían mucho. La reputación de Fionnuala era diferente. Podía ser divertida cuando quería, coqueteaba inocentemente con los ancianos y hacía reír a las mujeres. Pero no era dada a trabajar duro. Podía sorprender y deleitar a los enfermos apareciendo de repente con una tarta de frutas, pero la mayoría de las veces, en mitad de una tarea aburrida, Una se daba cuenta de que su amiga había desaparecido dejándole todo el trabajo. En ocasiones, si algo le molestaba o si creía que Una no le estaba prestando suficiente atención, le entraba una rabieta, dejaba lo que estuviese haciendo y se iba corriendo a otra parte del hospital, en donde se quedaba enfurruñada. Entonces, Ailred, el Peregrino, sacudía su larga barba pelirroja, se entristecían sus amables ojos azules, se volvía hacia Una y le decía:
—En el fondo tiene buen corazón, querida, a pesar de que haga tonterías. Debemos tratar de ayudarla.
Pero Una sabía muy bien que aunque lo intentaran, tendrían que ser sus propios esfuerzos los que hicieran que Fionnuala entrara en razón.
En los últimos meses había llegado a acabar con la paciencia del Peregrino. Y en esa ocasión el problema no eran las rabietas, que seguía teniéndolas, se trataba de los hombres.
Fionnuala siempre se había fijado en los hombres, incluso cuando era una niña. Los miraba con sus grandes ojos verdes y ellos se reían. Era parte de su encanto infantil. Pero ya no era una niña, sino casi una joven. Seguía fijándose en los hombres, pero su mirada ya no era la de una niña de ojos inocentes. Era una mirada dura y desafiante. Se fijaba en los jóvenes de la calle, en los ancianos del hospital, en los hombres casados, delante de sus mujeres en el mercado, a las que no les hacía ni pizca de gracia. Fue un comerciante, que estaba en el hospital porque se había roto una pierna, el primero que se quejó a Ailred.
—Esa chica me pone ojitos. Después ha venido, se ha sentado en el otro extremo del banco en el que estaba yo y se ha abierto la blusa para que pudiera verle los pechos. Soy demasiado mayor para ese tipo de jueguecitos —le dijo al Peregrino—. Si no tuviera una pierna rota, le habría dado una bofetada.
La semana anterior había habido otra queja y en esa ocasión se había enterado la mujer de Ailred. Una jamás había visto tan enfadada a esa amable mujer.
—¡Te mereces que te azoten! —gritó.
—¿Por qué? —preguntó tranquilamente Fionnuala—. Eso no me frenaría.
Estuvieron a punto de enviarla a casa en ese mismo momento, pero Ailred le dio otra oportunidad.
—Fionnuala, espero que no vuelva a haber más quejas, de ningún tipo. Si vuelvo a oír alguna —le advirtió—, tendrás que regresar a casa y no podrás volver aquí nunca más.
Aquello asustó a Fionnuala. Estuvo muy callada y pensativa durante un par de días, pero no pasó mucho tiempo antes de que volviera a mostrar su comportamiento habitual. Y a pesar de que se cuidó de no provocar ninguna queja por parte de los hombres con los que trataba, Una volvió a ver un travieso brillo en los ojos de su amiga.
El mercado en el que se encontraban las dos amigas estaba justo a la salida de la puerta occidental. En los últimos años se habían llevado hacia el oeste las antiguas murallas erigidas en los tiempos de Brian Boru y las habían vuelto a levantar en piedra. Además de la catedral que se elevaba sobre los techos de paja de los bulliciosos grupos de casas de madera y zarzo de la ciudad, había otras siete iglesias más pequeñas. Al otro lado del río, en la parte norte del puente, había un extenso arrabal. Los reyes escandinavos de Dublín gobernaban una ciudad amurallada, casi tan impresionante como la mayoría de las europeas.
Aunque no tan grande como el mercado de esclavos cercano al puerto, el mercado del oeste era un lugar muy animado. Había puestos de comida de todo tipo: carne, fruta y verduras. También había una colorida colección de personas que abarrotaban el lugar: comerciantes del norte de Francia, cuya propia iglesia, San Martín, dominaba el antiguo puerto de Dubh Linn; o una colonia inglesa proveniente del concurrido puerto de Chester, situado al este, al otro lado del mar de Irlanda, con lo que el comercio con esa ciudad había aumentado mucho en los últimos tiempos. Tenían una iglesia sajona en el centro de la ciudad. La capilla de los marineros escandinavos, en el puerto, se llamaba San Olaf. También había viajeros de España o incluso de más allá, que aportaban alegría y color al mercado. La misma población autóctona era una mezcla: grandes y corpulentos tipos nórdicos pelirrojos con nombres irlandeses; hombres de aspecto latino, pero que eran daneses… Se podía hablar de escandinavos y de irlandeses, de galls y de gaëls, pero la verdad es que resultaba difícil distinguir a unos de otros, eran todos dublineses y estaban orgullosos de serlo. En esas fechas, Dublín tenía entre cuatro y cinco mil habitantes.
Fionnuala estaba frente a un puesto de fruta. Una la seguía sin quitarle la vista de encima. ¿Estaba coqueteando con el dueño o la gente que había cerca? No le dio esa impresión. Un joven francés bien parecido se aproximaba al puesto. Una supuso que no pasaría nada si Fionnuala le ponía ojitos, pero cuando este estuvo a su lado, le dio la impresión de que no le prestaba atención y dio gracias al Cielo. Tal vez iba a comportarse ese día.
Sin embargo, no entendió muy bien lo que hizo su amiga después. Parecía la cosa más natural del mundo. Lo único que había hecho era alargar la mano, coger una manzana del puesto, mirarla y volverla a dejar. No había nada raro en eso. El joven francés hablaba con el tendero. Fionnuala permaneció cerca del puesto un rato y después se alejó. Una la alcanzó.
—Estoy aburrida. Vamos al muelle.
—Vale.
—¿Has visto lo que tengo? —preguntó, mirándola con una traviesa sonrisa—. Una jugosa manzana —le explicó al tiempo que se la sacaba de la falda.
—¿De dónde la has sacado?
—Del puesto.
—Pero no la has pagado.
—Ya.
—¡Fionnuala! ¡Devuélvela ahora mismo!
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque no quiero.
—¡Por Dios santo, Fionnuala! ¡La has robado!
Fionnuala abrió mucho sus ojos verdes. Normalmente, cuando lo hacía y ponía una cara divertida, resultaba muy difícil no reírse, pero Una no lo hizo en esta ocasión. Podía haberla visto alguien. Se imaginó al tendero corriendo hacia ellas o avisando a Ailred.
—¡Dámela! ¡Ya la devolveré yo!
Lenta y deliberadamente, todavía con los ojos muy abiertos y falsa cara de solemnidad, Fionnuala levantó la manzana como si se la fuera a dar, pero en vez de eso le dio un mordisco tranquilamente con una fingida mirada de seriedad.
—Demasiado tarde.
Una dio media vuelta. Caminó directamente hacia el puesto, donde el tendero había acabado de hablar con el francés, y cogió una manzana.
—¿Cuánto valen dos? Mi amiga ya ha empezado la suya —preguntó sonriendo e indicando hacia Fionnuala, que la había seguido.
El tendero sonrió.
—Trabajáis en el hospital, ¿verdad?
—Sí —contestó mientras Fionnuala la miraba con sus grandes ojos.
—Podéis cogerlas sin pagar.
Una le dio las gracias y se llevó a su amiga de allí.
—Nos las ha regalado —dijo Fionnuala mirándola de reojo.
—Esa no es la cuestión y tú lo sabes —dijo mientras se alejaban un poco más—. Un día de estos te mataré.
—Será una pena. ¿No me quieres?
—Esa tampoco es la cuestión.
—Sí que lo es.
—No sabes diferenciar el bien del mal y eso será tu perdición.
Fionnuala tardó un rato en contestar.
—Espero que así sea —dijo finalmente.
Fue una suerte que el padre de Fionnuala no se enterara del comportamiento de su hija, ya que eso podría haber arruinado una agradable mañana. Al mismo tiempo que las dos jóvenes abandonaban el mercado con sus manzanas, el prestigioso eclesiástico avanzaba con paso digno hacia la hospedería en la que vivía su hijo Gilpatrick. Tenía el semblante serio porque había importantes asuntos familiares de los que tratar, aunque no eran desagradables. La mañana era magnífica y soleada, y tenía muchas ganas de ver a Gilpatrick. Cuando divisó a su hijo, levantó el bastón haciendo un saludo solemne, pero amistoso.
La hospedería de San Kevin era un pequeño recinto vallado en el que había una iglesia, una residencia y unos modestos edificios de madera, que quedaban a solo doscientos metros al sur del antiguo monasterio de la familia. Pertenecía a los monjes de Glendalough, que lo utilizaban cuando viajaban a Dublín, y durante los dos últimos años Gilpatrick había residido allí en varias ocasiones. Éste estaba en la puerta y cuando vio que se acercaba su padre, salió a recibirlo.
Pero algo en su actitud, una cierta vacilación, sugería que no estaba tan contento de verlo como debería estarlo. Esa fue la impresión que tuvo el anciano.
—¿No te alegras de verme, Gilpatrick? —le preguntó.
—Claro que sí.
—Mejor así. Vamos a dar un paseo.
Podrían haber tomado el camino que iba hacia el sur, a través de los huertos. Hacia el este, cruzando un puente peatonal, habrían llegado a una extensa zona de prados pantanosos salpicados de árboles. Sin embargo, en vez de eso, siguieron el camino hacia el norte que seguía la suave curva que hacía el recinto del antiguo monasterio de la familia, antes de continuar, pasando la laguna negra, hacia el túmulo de la Asamblea y Hoggen Green.
Hacer ese camino con su padre, pensó Gilpatrick, era más bien como un desfile real. En cuanto la gente veía a su padre sonreía y hacía reverencias con respeto y cariño, y su padre lo agradecía como un verdadero jefe tribal de tiempos remotos.
Y, de hecho, Conn seguramente tenía más prestigio en ese momento del que cualquier jefe de los Ui Fergusa hubiera disfrutado jamás. Su madre era la última de la familia de Caoilinn, que habían sido propietarios de las tierras de Rathmines. Por tanto, a través de su madre no solo se unían las dos ramas de descendencia de Fergus, sino que él también heredaba la sangre de la antigua casa real del Leinster. Su madre también había aportado, como dote, parte de las valiosas tierras de Rathmines. Además, con su matrimonio con un familiar de Lawrence O’Toole, se había aliado con una de las más nobles casas principescas del norte del Leinster. Puede que el asentamiento vikingo hubiera invadido la última morada de Fergus y que la Iglesia se hubiese apropiado de gran parte de las tierras de pastoreo de la región, pero el entonces jefe de los Ui Fergusa podía seguir llevando su ganado a través de una gran extensión de terreno bajando la franja costera hacia los montes de Wicklow. Y lo que era más importante, generaciones enteras de gestión por parte de su familia del pequeño monasterio le conferían al jefe un papel sagrado. Una generación atrás, este se había cerrado y su capilla se había convertido en una iglesia parroquial. El padre de Gilpatrick era el cura y como tal, pensó su hijo, por ese curioso fenómeno irlandés, era el jefe de los druidas. No era de extrañar que los parroquianos lo trataran con un especial y delicado respeto.
Como temía la conversación que se avecinaba, Gilpatrick se alegró de que, mientras iban camino abajo, su padre no diera muestras de querer hablar. Cuando lo hizo fue solo para hacerle una pregunta baladí.
—¿Sabes algo de ese amigo tuyo, el Galés?
En un primer momento, Gilpatrick se molestó un poco por no haber tenido noticias de Peter FitzDavid, pero con el paso el tiempo casi lo había olvidado. Quizá lo habían asesinado.
El avance del rey Dermot y sus tropas extranjeras era lento. El rey supremo de los O’Connor y los O’Rourke había bajado a Wexford a negociar con él; había habido dos escaramuzas, ninguna de ellas decisiva. Dermot se había visto obligado a entregar rehenes al Rey Supremo y pagar a los O’Rourke una importante multa en oro por el robo de su esposa. Le habían permitido volver a entrar en la tierra de sus antepasados en el sur, pero eso era todo y había permanecido allí un año sin que nadie supiera nada de él.
Sin embargo, el último año había conseguido hacerse con otro gran contingente de tropas: treinta hombres a caballo, unos cien hombres de armas y más de trescientos arqueros. Aquello incluía algunos caballeros de importantes familias de las que Gilpatrick había oído hablar, como los Fitzgerald, Barri e incluso un tío del mismísimo Strongbow. A Fitzgerald y a su hermano les habían concedido el puerto de Wexford, algo que seguramente no había agradado a los mercaderes escandinavos. Gracias a la mediación del arzobispo O’Toole de Dublín, el Rey Supremo había accedido a un nuevo trato: «Envíame a tu hijo como rehén —le dijo a Dermot— y, evidentemente excluyendo a Dublín, puedes quedarte con todo el Leinster». Después se apresuró a añadir: «Si lo conquistas».
Dermot también tuvo que prometerle que una vez que hubiera asegurado el Leinster, enviaría de vuelta a todos los extranjeros al otro lado del mar.
Pero eso había sucedido hacía un año y Dermot todavía no se había arriesgado a ir a la parte norte de la provincia. «Aquí no tienes amigos», le habían dicho con firmeza.
—Dudo mucho que vuelvas a ver a tu amigo galés pronto —comentó el padre de Gilpatrick.
Rodearon la curva del camino que discurría por encima de la ciénaga y miraron hacia el antiguo cementerio. Era una bonita vista, pensó Gilpatrick, ya que si en tiempos la ribera de Hoggen Green había estado desnuda y los espíritus de los muertos tenían demasiada libertad para merodear por allí a su antojo, la Iglesia había colocado sus propios santuarios al lado, encerrando a los espíritus, por así decirlo, con barreras invisibles para que, si necesitaban pasearse tuvieran que ir hacia el este, pasando por la antigua piedra vikinga, para acabar en las aguas del Liffey donde chillaban las gaviotas y allí, sin duda, ser arrastrados por la marea hacia el vasto recorrido del estuario y el mar abierto. A la izquierda, justo al otro lado de la charca desde la muralla de la ciudad, se elevaba la pequeña iglesia de San Andrés, rodeada por unas cuantas casas. A la derecha, un poco por encima del túmulo de la Asamblea, estaba el recinto amurallado del único convento de monjas de la ciudad; y en la orilla del Liffey, en tierras ganadas a las marismas, un pequeño monasterio agustino.
—Quizá debería ingresar a tu hermana allí —comentó su padre, indicando hacia el convento.
—No la querrían —replicó Gilpatrick sonriendo.
Si su díscola hermana hubiese sido el tema de discusión, no habría habido ningún problema; sin embargo, el verdadero asunto de aquel día todavía no se había mencionado. Habían llegado hasta el antiguo cementerio y estaban ya cerca del túmulo de la Asamblea cuando finalmente su padre lo sacó a colación.
—Ha llegado la hora de que tu hermano se case.
Parecía una afirmación inocua. Gilpatrick había estado bendecido con dos hermanos hasta el año anterior. El mayor llevaba varios años casado y vivía a varios kilómetros bajando la costa, donde cultivaba la gran extensión de tierras de la familia. Le gustaba la granja e iba pocas veces a Dublín. Su hermano menor, Lorcan, que había ayudado en la granja, seguía soltero. Pero a comienzos del anterior invierno, tras coger frío en el camino de vuelta de un viaje al Ulster, su hermano mayor tuvo fiebre y murió, dejando dos hijas a cargo de su viuda. Era una mujer joven y agradable, y la familia la adoraba. «Es un tesoro», decían todos. Solo tenía veintitrés años y debía casarse otra vez. «Será una terrible pena perderla», había comentado el padre de Gilpatrick con toda justicia.
En ese momento, seis meses después del triste suceso, se había presentado una solución que parecía satisfactoria para todo el mundo. La semana anterior, su hermano menor había ido desde la granja y había hablado con su padre. Habían llegado a un acuerdo y todas las partes estaban satisfechas.
El joven iba a casarse con la viuda de su hermano.
—Me sentí inmensamente feliz, Gilpatrick —dijo el padre—. Esperarán un año y después se casarán con mi bendición y espero que con la tuya también.
Gilpatrick inspiró profundamente. Se había estado preparando para aquello. Su madre se lo había comentado hacía un par de días.
—Sabéis muy bien que no puedo.
—Tendrán mis bendiciones —repitió el padre con aspereza.
—Eso es imposible —indicó Gilpatrick intentando razonar.
—No es así —replicó Conn—. Ellos están hechos el uno para el otro —continuó en tono conciliador—. Tienen la misma edad y son buenos amigos. Fue una maravillosa esposa para tu hermano y también lo será para él. Lo quiere, Gilpatrick. Me lo confesó personalmente. Y en cuanto a él, es un buen hombre, fuerte como un roble. Tan bueno como hombre como lo había sido su hermano. No puede haber objeciones razonables a esa boda.
—Excepto que es la mujer de su hermano —adujo Gilpatrick suspirando.
—Un matrimonio que aprueba la Biblia —replicó el padre.
—Un matrimonio que aprueban los judíos —le corrigió Gilpatrick con paciencia—. El Papa no lo aprueba.
Era un pasaje controvertido. De hecho, el Levítico imponía a un hombre consciente de sus deberes que se casara con la viuda de su hermano; sin embargo, la Iglesia medieval había decidido que ese matrimonio iba contra la ley canóniga y esos enlaces habían estado prohibidos durante toda la cristiandad. Excepto en Irlanda.
Ciertamente, en el rincón noroccidental de la cristiandad, las cosas seguían haciéndose de otra manera. Las bodas celtas siempre habían sido uniones flexibles que se desunían con facilidad. Por su parte, aunque no lo aprobaba realmente, la Iglesia celta había aprendido a adaptarse a esa costumbre local. Los herederos de san Patricio no habían negado la bendición al cuatro veces casado Brian Boru, que era el patrón local. Y a un eclesiástico irlandés tradicional como Conn, las objeciones canónicas como la cuestión de la viuda del hermano le parecían demasiado quisquillosas. Tampoco sentía ningún tipo de deslealtad hacia su Iglesia cuando comentó con ligera amargura:
—El Santo Padre está muy lejos.
Gilpatrick lo miró con cariño. En cierta forma, le daba la impresión de que representaba todo lo mejor —y lo peor— de la Iglesia celta de Irlanda. Medio jefe hereditario, medio druida, era un cura de parroquia ejemplar. Estaba casado y tenía hijos, pero seguía siendo sacerdote. Esos acuerdos tradicionales incluían también sus ingresos eclesiásticos. Las tierras con las que la familia había fundado el monasterio —Conn había añadido esas valiosas tierras a las de Rathmines— habían pasado a formar parte de la parroquia, así que teóricamente pertenecían al arzobispo de Dublín; no obstante, como cura de la parroquia, su padre recibía todos los ingresos de esas tierras, además de los que provenían de las grandes fincas de la familia que había bajando la costa. A su debido momento, Gilpatrick podría sucederlo como sacerdote y, con toda seguridad, uno de los hijos de su hermano, suponiendo que ese nada canónico matrimonio diera hijos, le sucedería. Así se hacía en las iglesias y monasterios de toda Irlanda.
Y, por supuesto, era un escándalo. O, al menos, eso era lo que pensaba el Papa.
Durante el siglo anterior, más o menos, había soplado un fuerte viento de cambio en la cristiandad occidental. Se notaba que la vieja Iglesia se había vuelto demasiado rica, demasiado mundana y que carecía de fuego espiritual y entrega apasionada. Aparecían nuevas órdenes monásticas consagradas a la sencillez, como los cistercienses. Se habían puesto en marcha las Cruzadas para reconquistar Tierra Santa a los sarracenos. Los papas buscaban purificar la Iglesia y ampliar su autoridad, incluso dando órdenes perentorias a los reyes.
—Tendréis que admitir, padre —le recordó Gilpatrick amablemente—, que la Iglesia de Irlanda va rezagada respecto a la de nuestros vecinos.
—Ojalá no te hubiese dejado ir a Inglaterra —replicó con tristeza.
El reino que había al otro lado del mar había sentido la fuerza de ese vigoroso nuevo viento. Un siglo antes, la antigua Iglesia sajona había sido notoriamente laxa. Cuando Guillermo de Normandía comenzó su conquista, obtuvo fácilmente una bendición papal con la promesa de que la sanearía. Desde entonces, la Iglesia anglonormanda había sido un modelo en la que había arzobispos como el reformador Lanfranc y el santo Anselmo. Gilpatrick no era el único irlandés que sentía el contagio reformista. Muchos eclesiásticos irlandeses habían pasado temporadas en los grandes monasterios como Canterbury y Worcester y existía un gran contacto entre religiosos. De hecho, durante un tiempo, los obispos de Dublín iban a Inglaterra a que los consagrara el arzobispo de Canterbury. «Aunque solo lo hacen —había observado el padre de Gilpatrick sin que le faltara razón— para demostrar que Dublín es diferente de Irlanda». Por consiguiente, muchos de los principales eclesiásticos de Irlanda tenían la sensación de que estaban desconectados del resto de la cristiandad y de que debían hacer algo.
—En cualquier caso —dijo el anciano malhumorado—, la Iglesia de Irlanda ya se ha reformado.
Hasta cierto punto sí que lo había hecho. La Administración de la Iglesia de Irlanda estaba ciertamente actualizada. Se habían revisado las antiguas diócesis tribales y monásticas y se habían sometido a cuatro arzobispados: la antigua sede de San Patricio en Armagh, Tuam, en el oeste; Cashel al sur; el Munster y, por último, Dublín. El arzobispo O’Toole de Dublín había fundado nuevas casas monásticas, incluida una en la iglesia de Cristo, que observaban una estricta regla agustina que no se practicaba mejor en ningún lugar de Europa. En Dublín, al menos, muchas de las parroquias pagaban impuestos a la Iglesia, conocidos como diezmos.
—Hemos empezado —replicó Gilpatrick—, pero todavía queda mucho por hacer.
—Así que entonces pensarás que mi propio puesto también necesita una reforma.
Como tributo de respeto filial, Gilpatrick siempre había conseguido evitar hablar de ese tema con su padre. No era necesario discutir algo que de todas formas no iba a cambiar. Saber que la discusión de la boda de su hermano podía conducir a cuestiones más profundas le había hecho temer ese encuentro.
—Sería difícil de defender fuera de Irlanda —comentó amablemente.
—Sin embargo, el arzobispo no ha puesto ninguna pega.
Una de las grandes sorpresas del mandato de Lawrence O’Toole era que, como muchos otros grandes líderes, era capaz de la genialidad —no había otra palabra para ello— de vivir en dos mundos contradictorios. Desde su regreso, el arzobispo le había encargado una serie de tareas a Gilpatrick y este había tenido oportunidad de estudiarlo. Era un santo —de eso no cabía duda— y Gilpatrick lo veneraba. O’Toole quería purificar la Iglesia de Irlanda, pero también era un príncipe irlandés por los cuatro costados, un alma poética llena de espíritu místico. «Lo que cuenta es el espíritu, Gilpatrick —le había dicho a menudo el gran hombre—. Algunos de nuestros mejores eclesiásticos, como san Colum Cille, eran príncipes reales. Y si la gente venera a Dios a través de la dirección de su jerarca, no puede haber daño en ello».
—Eso es verdad, padre —replicó Gilpatrick—, y hasta que el arzobispo objete, no diré una palabra al respecto.
Su padre lo miró. Aparentemente, Gilpatrick quería ser conciliador, pero ¿no se había dado cuenta de que aquello era una respuesta condescendiente? Sintió un impulso colérico. Su hijo lo estaba tratando con condescendencia y le decía que toleraría su puesto en esta vida, hasta que el arzobispo lo cuestionara. Era un insulto a él, a la familia, a la propia Irlanda. Le entraron ganas de pegarle.
—Empiezo a darme cuenta de lo que quieres para la Iglesia, Gilpatrick —aseguró con peligrosa amabilidad.
—¿Y qué es?
—Otro papa inglés —le espetó el anciano, mirándolo fríamente.
Gilpatrick se estremeció. Había sido un golpe bajo, pero revelador. La década anterior, por primera y única vez en su larga historia, la Iglesia católica había tenido un papa inglés. Adriano IV no había sido un Sumo Pontífice nada especial, pero, al menos para los irlandeses, había hecho algo que lo hacía digno de recordar.
Había comenzado una cruzada contra Irlanda.
Justo antes de su nombramiento, el rey Enrique de Inglaterra meditó un tiempo la posibilidad de invadir la isla occidental. Ya fuera para agradar al rey inglés o porque los embajadores ingleses le habían engañado acerca del estado de la Iglesia de Irlanda, el papa Adriano había escrito una carta en la que le decía al rey inglés que invadir la isla occidental proporcionaría un servicio muy útil a la hora de «propagar la religión cristiana».
«¿Qué se puede esperar de un papa inglés?», se preguntaban personas como el padre de Gilpatrick. Pero a pesar de que el papa Adriano había dejado esta vida, el recuerdo de aquella carta seguía doliendo. «¿A nosotros, los herederos de san Patricio, a nosotros, que mantuvimos viva la fe cristiana y los escritos de la antigua Roma cuando la mayor parte del mundo estaba hundida bajo la dominación bárbara, a nosotros que educamos a los sajones nos van a dar una lección los ingleses?». El padre de Gilpatrick siempre se enfurecía cuando se mencionaba el tema.
Por supuesto, la carta del papa Adriano había sido un agravio; Gilpatrick no lo negaba, pero esa no era la cuestión. La verdadera cuestión era mucho más compleja.
—Habláis como si existiera una Iglesia de Irlanda aparte, padre, pero solo hay una Iglesia y es universal: en ello reside su fuerza. Su autoridad proviene del Rey Celestial. Habláis del pasado, de cuando los bárbaros luchaban sobre las ruinas del Imperio romano. Solamente la Iglesia fue capaz de conseguir la paz y el orden porque tenía una autoridad espiritual que estaba más allá del alcance de los reyes terrenales. Cuando el Papa hace un llamamiento a los caballeros para que vayan a las Cruzadas, lo hace desde todo el mundo. Los reyes que se pelean dejan aparte sus disputas para convertirse en guerreros y peregrinos. El Papa, el heredero de san Pedro, dirige toda la cristiandad que hay bajo el cielo. Debe haber una sola verdadera Iglesia. No puede ser de otra manera.
¿Cómo podía expresar esa visión que lo había inspirado a él y a muchos otros como él: la de un mundo en el que una persona podía ir de Irlanda a Jerusalén hablando un latín universal y encontrando en todas partes el mismo Imperio cristiano disciplinado, las mismas órdenes monásticas, la misma liturgia? El cristianismo era una máquina espiritual, un motor de oración, una hermandad universal.
—Te diré lo que pienso —continuó su padre con suavidad—. Lo que les gusta a esos reformadores no es una cuestión de espíritu. Es el poder. El Papa no toma rehenes como un rey, los suyos son rehenes espirituales, ya que si un monarca le desobedece, lo excomulga y le dice a su pueblo, o a otros reyes con poder para hacerlo, que deberían deponerlo. Dices que esas cosas se hacen para acercar las naciones de la tierra a Dios. Y yo te digo que se hacen por amor al poder.
Gilpatrick sabía que su padre tenía razón. Había habido muchos enfrentamientos entre papas y monarcas, incluidos los reyes de Francia, Inglaterra e incluso el Emperador del sacro Imperio romano, sobre si las vastas posesiones de la Iglesia y su ejército de eclesiásticos deberían estar bajo control real. En ese mismo momento, el rey Enrique de Inglaterra estaba inmerso en una tremenda disputa con el arzobispo Tomás Becket de Canterbury por esta cuestión y algunos altos cargos eclesiásticos creían que el Rey tenía razón. Era la antigua tensión entre rey y sacerdote, seguramente tan antigua como el ser humano.
—Y aún te preguntaré una cosa más —dijo su padre—. ¿Has visto alguna copia de la carta del papa Adriano en la que le dice al Rey que invada Irlanda?
—Creo que sí.
Era una carta ampliamente conocida.
—¿Cuál es la condición que pone el Papa? ¿Qué debe hacer el rey de Inglaterra para obtener su bendición por esa conquista? Lo menciona no una, sino dos veces —añadió con crueldad.
—Bueno, ciertamente está la cuestión de los impuestos…
—Recaudar un penique al año por cada casa para enviarlo a Roma. ¡El penique de Pedro! —gritó el anciano—. El dinero es lo que quieren, Gilpatrick, el dinero.
—Padre, es justo y adecuado que…
—El penique de Pedro. —El anciano levantó un dedo y miró con tanta dureza a su hijo que este pensó que le estaba reprendiendo un druida de barba cana de otros tiempos—. El penique de Pedro.
Entonces, de repente, el anciano se apartó enfadado de su hijo. Si no lo entendía, ¿qué podía decirle? No era el dinero. Era el espíritu de todo aquello lo que le ofendía. ¿Es que no lo veía? Durante siete siglos la Iglesia había sido la inspiración de toda la cristiandad gracias a su espíritu. El espíritu de san Patricio, el de san Colum Cille, san Kevin y muchos otros. Misioneros, ermitaños, príncipes de Irlanda. Siempre le había dado la impresión de que habían bendecido de forma especial a los irlandeses como los elegidos de la Antigüedad. Fuera como fuese, la cristiandad era una comunión mística, no una serie de reglas y regulaciones. No era que ignorase las costumbres de otros países. Había conocido a sacerdotes de Inglaterra y Francia en el puerto de Dublín, pero siempre había notado en ellos una mentalidad legalista y un amor por los juegos lógicos que le repulsaban. Esos hombres no pertenecían al amado silencio de Glendalough; jamás podrían confeccionar el Libro de Kells. Podrían ser sacerdotes, pero no eran poetas; y si eran estudiosos, su erudición estaba yerma.
Por ello, con un sentimiento de amargura no solamente hacia su hijo, el anciano, en pie frente al túmulo de la Asamblea, donde estaba enterrado el mismísimo Fergus, dijo con vehemencia:
—Irás a la boda de Lorcan, Gilpatrick, porque es tu hermano y se sentirá dolido si no lo haces. También vendrás porque te lo ordeno yo. ¿Me entiendes?
—Padre, no puedo. No, si se casa con la mujer de su hermano.
—¡Entonces no te molestes en volver a entrar en mi casa!
—Como queráis, padre… —comenzó a decir Gilpatrick, pero su padre ya se había dado media vuelta y se alejaba.
Gilpatrick supo que era inútil seguirlo. Una semana más tarde anunciaron la boda. Se celebró en junio y Gilpatrick no acudió. En julio, al ver a su padre entrando en la iglesia de Cristo, Gilpatrick miró en su dirección, pero su padre, al ver que se le acercaba, se dio la vuelta; Gilpatrick, tras un momento de indecisión, decidió no marchar tras él. Pasó agosto y seguían sin hablarse. Llegó septiembre. Y con él, otros asuntos más urgentes en los que pensar.
Todavía no se oía nada cuando Kevin MacGowan se despertó aquella mañana de septiembre. El cielo estaba gris. Su mujer ya se había levantado y del horno en el jardín le llegó un débil aroma a pan recién hecho. La esclava barría cerca de la puerta. Los dos muchachos jugaban en el jardín. A través de la puerta abierta logró ver el vaho que salía de sus bocas. El otoño había llegado a Dublín y las mañanas eran frías.
De forma automática, como siempre hacía, buscó a tientas la caja fuerte bajo la cama. Saber que estaba allí lo tranquilizaba. Le gustaba dormir cerca de ella. Había otro lugar donde la escondía a veces, bajo el horno de pan. Solo su esposa y Una lo sabían. Era un buen escondite. Quizá no tan seguro como la catedral, pero estaba bien disimulado. Aunque alguien mirase cien veces, nunca imaginaría que era un escondite; aun así, cuando dormía en la casa, ponía la caja bajo la cama.
Miró al otro lado de la habitación. En el rincón más alejado vio algo que se revolvía suavemente en las sombras. Era Una. Normalmente estaba en el hospital, pero debido a los recientes sucesos había preferido quedarse en casa con su familia. Se estaba levantando. Sonrió. ¿Veía ella su sonrisa en las tinieblas? Se preguntó si se daba cuenta de la alegría que le proporcionaba su presencia. Seguramente no. Y quizás era mejor que no lo supiera. Uno no debe abrumar a sus hijos con demasiado cariño.
Se levantó, se acercó a ella y la besó en la cabeza. Se dio la vuelta, sintió una ligera opresión en el pecho y tosió levemente. Después se dirigió hacia la entrada y miró hacia fuera. Ciertamente, empezaba a hacer frío.
Su mirada se desvió hacia la puerta del jardín. Vio pasar a un vecino con un cubo de madera con agua del pozo. Aquel hombre no parecía tener prisa. Prestó atención. En el jardín de al lado algunos pájaros trinaban en las ramas de un manzano. Oyó un mirlo. Sí, todo parecía normal. No había ningún atisbo de disturbio. Aquello era un alivio.
Strongbow. Nadie pensaba realmente que volvería. Su tío y los Fitzgerald habían permanecido en el sur todo el verano y la gente de Dublín había asumido que se quedarían allí durante el resto del año; sin embargo, a finales de agosto habían tenido noticias: «Strongbow está en Wexford. Ha llegado con tropas inglesas. Un gran contingente».
Doscientos hombres a caballo, completamente equipados, y mil a pie, para ser exactos. Los habían reclutado en su mayoría en las grandes propiedades de su familia de Inglaterra. Era una fuerza que solo uno de los grandes señores del Imperio de Plantagenet podría haber reunido.
Para las medidas de la Europa feudal, era un pequeño ejército. Para los irlandeses, los caballeros con armadura, los entrenados hombres de armas y los arqueros, que disparaban con precisión matemática, representaban una máquina militar disciplinada superior a todo lo que ellos poseían.
A los pocos días, llegaron noticias de que el puerto de Waterford también había caído en manos de Strongbow, y después, que el rey Dermot le había concedido su hija en matrimonio. Más tarde oyeron decir: «¡Avanzan hacia Dublín!».
Aquello era un ultraje. El Rey Supremo había permitido que Dermot tomara el Leinster, pero Dublín era otra cosa, que quedaba específicamente excluida del acuerdo. «Si Dermot quiere Dublín, eso significa que quiere toda Irlanda —pensó el Rey Supremo—. ¿Y acaso no me ha dado a su propio hijo como rehén?», continuó el rey O’Connor. Si Dermot rompía su juramento en esas circunstancias, según la ley irlandesa tenía derecho a hacer lo que quisiera con el niño, excepto ejecutarlo. «¿Qué clase de hombre es el que sacrifica a su propio hijo?», gritó O’Connor.
Había llegado el momento de frenar la ambición de ese turbulento aventurero y de sus amigos extranjeros.
Tampoco cabía duda sobre los sentimientos de los dublineses. Tres días antes, MacGowan había visto al rey de Dublín y a algunos de los comerciantes más importantes salir a dar la bienvenida al Rey Supremo cuando bajaba por el Liffey. Se decía que incluso el cuñado de Dermot, el arzobispo, estaba enfadado con él. El rey O’Connor viajaba con una gran fuerza y rápidamente se acordó de que los dublineses se prepararían para defender la ciudad mientras el Rey Supremo hacía un viaje de un día hacia el sur y bloqueaba los accesos a los llanos del Liffey. Un día más tarde, MacGowan supo que no solo O’Connor estaba acampado al otro lado de la carretera, sino que había ordenado también derribar árboles para hacer inaccesibles todos los caminos de la región. Dublín se preparaba, pero la opinión generalizada era que incluso con Strongbow y todos sus hombres, el rey Dermot no sería ningún problema. «Jamás entrarán».
Excepto en los días más fríos del invierno, cuando se veía forzado a refugiarse puertas adentro, Kevin MacGowan siempre trabajaba en una cabaña sin paredes en el jardín. De esa forma, tenía luz diurna para ver lo que estaba haciendo. Para mantenerse caliente encendía un pequeño brasero.
Aquella mañana se sentó en su banco de trabajo con una sonrisa de satisfacción. No solía comer mucho, pero su mujer le había dado pan caliente, recién sacado del horno, con miel, y se puso a trabajar disfrutando de su olor y sabor. Su mujer y Una hilaban lana en un rincón cerca del horno. Sus dos hijos se entretenían tallando madera. Era una perfecta imagen doméstica.
Llegó un comerciante a pedirle un broche de plata para su esposa. Kevin le preguntó si las cosas estaban tranquilas en la ciudad y él respondió que así era. Al cabo de un rato, el hombre se fue y Kevin siguió trabajando en silencio. Después hizo una pausa.
—Una.
—Sí, padre.
—Ve a la muralla meridional, cerca de la puerta principal, y dime si ves algo.
—¿No puede ir uno de los chicos? Estoy ayudando a mamá.
—Preferiría que fueras tú —dijo, pues confiaba más en ella que en sus hijos.
Una miró a su madre, que sonrió y asintió con la cabeza.
—Como quieras, padre.
Se puso un chal de color azafrán sobre la cabeza para protegerse del frío y echó a andar por el camino.
Se alegraba de estar en casa. A pesar de que había pasado demasiado tiempo con los enfermos en el hospital, tenía la impresión de que últimamente su padre no estaba del todo bien. De no ser porque Fionnuala había accedido a hacer sus labores, ese día habría estado muy ocupada en el hospital. Creía que había conseguido convencerla para que adoptara una actitud mucho más responsable ante la vida y estaba orgullosa por ello.
Durante el camino no vio nada inusual. La gente estaba ocupada en sus quehaceres. Pasó al lado de un carro que llevaba madera y acababa de llegar a la iglesia sajona cuando oyó un estruendo de cascos en el salón real y vio que una docena de jinetes iban hacia ella, capitaneados por el propio Rey. Se fijó en que ninguno iba equipado para la batalla, aunque uno o dos llevaban el hacha de guerra vikinga, que en aquellos tiempos era el arma preferida en la mayor parte de Irlanda. El resto, incluido el Rey, solo llevaba dagas al cinto.
Cuando se apretó contra la valla de madera para dejarlos pasar, el Rey le dedicó una sonrisa. Era un hombre apuesto, de rostro dulce. No parecía preocupado en absoluto.
Fue hasta la muralla y se sintió muy sola. A pesar de que el cielo estaba gris, el día era claro. Más allá de los campos y huertos meridionales, las redondas jorobas de los montes de Wicklow parecían tan cercanas que podían tocarse. Se sorprendió de no ver a ningún centinela apostado en el muro, pero no había signo alguno de que se acercara algún enemigo. La puerta estaba abierta. A la izquierda vio un barco que llegaba desde el estuario. El puerto había estado especialmente activo. Todo parecía normal.
Cuando volvió, su padre estaba absorto en su trabajo. Poco rato antes había sentido la necesidad de toser y había entrado en la casa, pero se le había pasado. Sonrió cuando su hija volvió y le dijo que no pasaba nada. La casa volvió a sumirse en su sosegada rutina.
Era ya avanzada la mañana cuando el platero dejó la pieza en la que estaba trabajando y prestó atención. No dijo nada, simplemente siguió sentado y se quedó muy quieto. ¿Pasaba algo? Nada que pudiera saber con exactitud. ¿Oía algo fuera de lo normal? No, pero estaba inquieto. Su mujer lo miró.
—¿Qué pasa?
—No lo sé —dijo meneando la cabeza—. Nada.
Trabajó un rato y después paró. Volvía a tener esa sensación. Una sensación extraña, fría; era como si una sombra hubiese pasado a pocos pasos de él.
—Una.
—Sí, padre.
—Vuelve a la muralla.
—Sí, padre.
Era una buena hija, nunca se quejaba. Era la única en la que podía confiar plenamente.
Aunque el ambiente en la muralla era el mismo que antes, Una no regresó enseguida. No había hecho falta que su padre le dijera nada. Lo había entendido. Si estaba preocupado, se ocuparía de comprobar todas las posibilidades. Por tanto, estuvo un rato observando el horizonte hacia el suroeste de la ciudad, donde el Liffey se curvaba en dirección a Dublín. ¿Había algún rastro de polvo, algún destello de armadura, algún atisbo de movimiento? No vio nada. Satisfecha, decidió volver. Echó un vistazo hacia el estuario, una última mirada hacia las montes de Wicklow y entonces los vio.
Bajaban de las montañas como un torrente. Descendían por un pequeño valle que llevaba a las arboladas colinas del sur y se extendían hacia las laderas que dominaban la aldea de Rathfarnham, a unos seis kilómetros. Vio el fulgor de las cotas de malla de los caballeros, cientos de ellos. A esa distancia, las columnas parecían tres enormes ciempiés. Detrás de ellos iban otras columnas de hombres y por su forma de moverse, como balanceándose, supuso que eran arqueros.
Entendió enseguida lo que debía de haber ocurrido. Dermot y Strongbow habían ido por las montañas en vez de subir el valle del Liffey. Habían conseguido engañar al Rey Supremo completamente. Daba la impresión de que ese era todo su ejército. En un cuarto de hora llegarían a Rathmines. Los observó con horrorizada fascinación un momento, después se dio la vuelta y echó a correr.
No había necesidad de que diera la voz de alarma. Ya había habido quien había visto al ejército en las laderas. La gente empezaba a correr en las calles. Para cuando llegó a la puerta, su familia ya había oído el griterío y solo le costó unos segundos contar lo que había visto. La cuestión era qué hacer.
El camino en el que vivían daba a las Casetas de pescado y no quedaba muy lejos de los muelles. Cuando Una volvió a las calles para ver si había más noticias, vio que su vecino de al lado estaba cargando una carretilla:
—Voy a ver si puedo subir a un barco —le dijo—. No voy a esperar a que lleguen los ingleses.
En el otro lado vivía un carpintero que ya había levantado una barricada alrededor de su casa. Creía que podría resistir a un ejército con aquello.
Los MacGowan dudaban. Su padre había cerrado la caja fuerte y su madre había envuelto varias posesiones en un hatillo que se había colgado a la espalda. Los dos chicos y el aprendiz estaban a su lado y la esclava inglesa parecía más ansiosa por ir con ellos que por ser liberada por sus compatriotas.
A Kevin MacGowan no le había gustado nunca correr riesgos y siempre había intentado estar preparado para cualquier contingencia que pudiera amenazar a su familia. Enfrentado a esta crisis, se dio cuenta de que podía pensar racionalmente. Lo del carpintero podía ser ridículo, pero, en poco tiempo, la opción de su vecino de ir a los muelles podía ser aterradora. Incluso con sus aliados ingleses, parecía poco probable que el rey Dermot fuera capaz de irrumpir en unas defensas amuralladas. Eso significaba un asedio, días o semanas de espera, y tiempo para ir a los muelles si era necesario. Teniendo en cuenta todas las posibilidades, al platero le pareció que era una locura correr hacia la orilla en ese momento. Aunque menos fácil era la cuestión de qué hacer con la caja fuerte. No quería molestar a los monjes de la iglesia de Cristo hasta que hubiera una buena razón. Si había asedio, probablemente seguiría trabajando, así que necesitaba guardar algunas de las piezas más valiosas en la casa. Si la familia tenía que irse, llevaría algo de plata con él, y quizá dejaría el resto de lo que había en la caja fuerte en la iglesia de Cristo. Dependería de las circunstancias.
—Ve a las Casetas de pescado, Una —le ordenó—. Mira a ver qué está pasando.
Las empinadas calles del mercado estaban llenas de gente que corría en todas direcciones, unos hacia los muelles y otros colina arriba, hacia la iglesia de Cristo. Paró a varias personas, pero ninguna parecía tener una opinión clara acerca de lo que estaba pasando. Se estaba preguntando qué hacer cuando vio que el padre Gilpatrick se acercaba rápidamente hacia ella. Se conocían un poco y la saludó amablemente con la cabeza. Una le pidió consejo.
—El arzobispo ha salido a caballo para hablar con ellos. Está resuelto a evitar un derramamiento de sangre. Voy a unirme a él.
Cuando volvió con las noticias, Kevin MacGowan meditó. Creyó que había posibilidades. Fuera lo que fuese lo que se pensara de él, ni siquiera el rey Dermot iba a hacer caso omiso a su santo cuñado.
—Esperaremos a ver lo que ocurre —comunicó a su familia—. Una, es mejor que vuelvas a la muralla. Si sucede algo, avísanos enseguida.
Cuando llegó se llevó una gran sorpresa. No podía creer que se hubiesen acercado tanto, en tan poco tiempo. La línea más cercana de hombres estaba a menos de trescientos metros. Sus caras eran perfectamente visibles, miraban con dureza hacia las murallas. Habían dispuesto una formación de destacamentos de caballeros, hombres de armas y arqueros a intervalos que parecía abarcar toda la muralla.
Delante de ella, a unas cuatrocientos metros bajando el camino principal, vio al arzobispo O’Toole. Montaba al estilo irlandés, a pelo, en un pequeño caballo de color gris. Detrás de él iban otros eclesiásticos, incluido el padre de Gilpatrick. El arzobispo estaba en plena conversación con un hombre con barba, que imaginó sería el rey Dermot, y un hombre alto con largos bigotes y cara impasible, que debía de ser Strongbow. Los hombres permanecían inmóviles en todas las líneas. En una esquina de la muralla, algunos hombres a caballo parecían inquietos, pero supuso que debía de ser por los animales. De vez en cuando, uno de los caballeros salía de la formación y hacía un círculo antes de volver a ella. Vio al padre Gilpatrick salir a caballo por la puerta y unirse a su padre y al resto de sacerdotes. Nadie se movía. El arzobispo había desmontado, al igual que el rey Dermot y Strongbow. Unos hombres les llevaron unos taburetes para que se sentaran. Obviamente, las negociaciones iban a durar un buen rato. Apartó la vista de aquella escena por un momento y miró hacia el campo que había a su espalda. Entonces se llevó un buen susto.
Fionnuala iba por el camino que había bajo la muralla. No estaba sola, la acompañaba una docena de chicos. Se reían y, al parecer, ella coqueteaba. Revolvió el cabello de uno de ellos y le puso el brazo encima a otro. Era imposible que no se hubieran percatado del peligro que había fuera de las murallas. Quizá creían que los ingleses no entrarían, pero no era su imprudencia, ni siquiera que Fionnuala estuviera flirteando lo que la impresionó: fue el hecho de que se suponía que Fionnuala estaba en el hospital. Se lo había prometido. ¿Quién cuidaba de los pacientes? Se sintió indignada.
—¡Fionnuala! —gritó—. ¡Fionnuala!
Ésta levantó la vista sorprendida.
—¡Una! ¿Qué haces ahí?
—Eso da igual. ¿Qué es lo que estás haciendo tú? ¿Por qué no estás en el hospital?
—Me aburría —se excusó, haciendo una mueca que a Una no le pareció nada divertida.
Miró a lo lejos por encima de la muralla y vio que el arzobispo seguía negociando. Después fue hacia las escaleras, las bajó corriendo y sin hacer ningún caso a los chicos, se fue directa a Fionnuala. Estaba furiosa. Jamás había estado tan enfadada en toda su vida. Fionnuala, al ver que la cosa iba en serio, empezó a correr, pero Una la alcanzó y la cogió por el pelo.
—¡Mentirosa! —bramó—. ¡Imbécil! ¡Inútil! —la insultó mientras le pegaba tan fuerte como pudo.
Fionnuala se defendió dándole una bofetada, pero entonces Una le atizó un puñetazo. Fionnuala gritó, se zafó y salió corriendo. Una oyó que los chicos se echaban a reír, pero no le importó. Fue tras su amiga, quería pegarle, hacerle daño; era algo que no le había ocurrido jamás. Se olvidó del rey Dermot, de Strongbow e incluso de su padre. Se olvidó de todo.
Corrieron hacia la iglesia de Cristo, pasaron por los puestos de los desolladores y atravesaron el pueblo en dirección al mercado. Fionnuala corría rápido, pero Una estaba resuelta a alcanzarla. Era más baja que Fionnuala, pero más fuerte. «Después de darle una buena tunda —pensó—, la llevaré a rastras al hospital. Del pelo, si es preciso». Después se dio cuenta de que la puerta meridional debía de estar cerrada. «Suerte tendrá si no la tiro por la muralla», pensó muy seriamente. Vio que Fionnuala corría hacia el mercado. Los puestos estaban cerrados. Un momento después había desaparecido, pero imaginó que se habría escondido. La encontraría.
Entonces se detuvo. ¿Qué estaba haciendo? Una cosa era enfurecerse con Fionnuala por lo de los enfermos en el hospital, pero ¿qué pasaba con su familia? ¿No se suponía que debía estar vigilando en la muralla? Maldijo a Fionnuala y dio media vuelta.
Cuando había recorrido unos cien metros oyó ruidos: gritos, fuertes golpes y más gritos. Vio que la gente corría hacia donde estaba ella. Entonces, de repente, oyó el mismo estruendo en el mercado que tenía a su espalda y al poco vio que aparecían media docena de caballeros con cota de malla. Debían de haber entrado por la puerta occidental. Detrás de ellos iban hombres de armas. Sabía que Fionnuala estaba por allí en algún sitio y por un momento sintió la necesidad de correr para salvar a su amiga, pero después se dio cuenta de que sería inútil. «Si puede esconderse de mí, también puede esconderse de ellos», pensó. Los caballeros estaban delante de ella. Tenía que avisar a su familia. Entró en un callejón.
Le costó un tiempo llegar a casa, atravesando como pudo la ciudad. No sabía cómo había ocurrido, pero las tropas inglesas estaban tomando Dublín. Parecían estar rodeando la iglesia de Cristo y el salón real. Su entrada intramuros había sido tan repentina que apenas hubo resistencia. Tuvo que bajar casi hasta los muelles para evitarlos.
Su familia la esperaba ansiosa junto a la puerta. Gracias a Dios, los ingleses todavía no habían tomado ese camino. Esperaba reproches por su parte, pero su padre parecía aliviado de verla.
—Sabemos lo que ha pasado —aseguró su madre—. Malditos ingleses. Mientras hablaban con el arzobispo en la puerta meridional, han entrado por la oriental y la occidental. Vergonzoso. ¿Los has visto?
—Sí —contestó, y se puso colorada. Jamás había dicho una mentira en toda su vida. En sentido estricto era verdad. Los había visto en la calle, pero no era eso a lo que se refería su madre. Nadie se dio cuenta—. Me ha costado mucho llegar hasta aquí. Están rodeando la catedral.
—Vamos a los muelles —dijo su padre.
Una se dio cuenta de que no portaba la caja fuerte.
—Ya han rodeado la catedral y no me atrevo a llevarla por las calles. Así que la he escondido donde siempre. Quiera Dios que no la encuentre nadie —deseó, indicando hacia una bolsa cosida en el interior de su camisa—. Con esto tendremos suficiente para el viaje.
Los muelles estaban abarrotados. Los ingleses entraban a raudales por las puertas de Dublín, pero estaban todavía en la parte alta de la ciudad. La gente había empezado a atravesar en tropel el puente para dirigirse al arrabal que había en la ribera norte del Liffey, pero estaba claro que no estarían más a salvo de los ingleses allí. En los muelles, los capitanes hacían su agosto. Era una suerte que hubiera tantos barcos en el puerto ese día, pensó Una. Una nave escandinava ya había zarpado. Seguramente iría hacia la isla de Man o a las del norte. Había un barco listo para zarpar hacia Chester. Era lo que más cerca quedaba, pero estaba lleno. Otros dos se dirigían a Bristol, pero sus capitanes pedían unos precios tan altos que su padre dudó. Otro iba a Rouen, en Normandía. Un mercante francés que MacGowan conocía ligeramente estaba embarcando. El precio era menor que el que iba a Bristol. El platero dudó. Rouen quedaba más lejos y sería un viaje más peligroso. No hablaba francés. Miró hacia el barco que iba a Bristol, pero los marineros empezaban a rechazar a la gente. Parecía que no les quedaba otra opción. Subió al barco que iba a Rouen a regañadientes.
Estaba pagando al capitán cuando apareció una figura que le era familiar. Ailred, el Peregrino, avanzaba por el muelle en dirección al hospital. En cuanto vio a MacGowan fue rápidamente hacia él.
—Me alegro de que estés bien, Kevin. ¿Dónde vais?
El platero le explicó en pocas palabras la situación y sus recelos.
—Hacéis bien en iros —dijo Ailred mirando hacia la colina. Había ya varias casas incendiadas—. Dios sabe qué tipo de personas son estos ingleses. A buen seguro encontrarás trabajo en Rouen para salir del apuro y yo te enviaré noticias de lo que esté sucediendo aquí —aseguró, mirando pensativamente a Una—. ¿Por qué no la dejas conmigo y mi mujer? En el hospital estará a salvo. Estamos bajo protección de la Iglesia. Puede cuidar de la casa para cuando volváis.
Una estaba aterrorizada. El Peregrino le caía bien, pero no quería que la separaran de su familia. Sabía que su padre la necesitaba; sin embargo, sus padres parecían partidarios de aceptar aquella idea.
—¡Dios mío, hija! Preferiría que estuvieras a salvo en el hospital y no en un mar embravecido con nosotros, sin saber si moriremos ahogados —dijo su madre.
—Si tienes oportunidad, hazte cargo de la caja fuerte —le susurró su padre al oído poniéndole un brazo sobre los hombros.
—Pero, padre… —protestó.
Todo estaba sucediendo demasiado deprisa. Le resultaba difícil pensar.
El capitán del barco quería zarpar.
—Ve con Ailred, es lo mejor.
Su padre se dio la vuelta tan deprisa, que Una supuso que aquella decisión le dolía tanto a él como a ella, pero era su última palabra y lo sabía.
Al poco, guiada por el Peregrino, se encontró yendo a toda prisa hacia el hospital.
Resultó que el rey Dermot y Strongbow no habían instigado el repentino ataque a Dublín. De hecho, se mostraron muy avergonzados cuando, en medio de las negociaciones con el arzobispo, algunos de los caballeros más impetuosos, impacientes por la espera, habían ido hacia las puertas y habían irrumpido a través de ellas antes de que los defensores tuvieran tiempo de darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Por supuesto, les había venido muy bien: ni Dermot ni Strongbow podían negarlo. Mientras conversaban con el arzobispo, la ciudad había caído con una mínima violencia. Tras disculparse ante O’Toole, el rey irlandés y su nuevo yerno inglés habían cabalgado hacia la ciudad, no podían hacer nada. La plaza era suya.
Alguna casa había ardido y había habido algo de pillaje, pero eso era de esperar. Se debe permitir que los soldados recojan el botín de guerra, aunque no permitieron que la cosa fuera demasiado lejos y se aseguraron de que no entraban en ningún lugar sagrado.
Más importante fue el éxodo de habitantes de la ciudad. Aquello tenía su lado bueno y su lado malo. El bueno era que quedaría sitio para acuartelar a todo el ejército y el malo que la mitad de los artesanos y comerciantes habían huido cruzando el río o hacia el mar, y tenían un gran valor para la ciudad. El rey de Dublín había escapado. La información más creíble era que había embarcado en un mercante escandinavo rumbo a las islas del norte. Aquello no era bueno, porque seguro que intentaría reclutar fuerzas para atacarlos, pero, por el momento, la ciudad estaba en calma.
Cuatro días después de la ocupación, Una MacGowan salió del hospital de San Juan para ir a su casa. No habían molestado el hospital; de hecho, dos días antes, el propio rey Dermot y Strongbow, acompañados de varios caballeros, les habían hecho una breve visita para inspeccionar el lugar. Una se había sorprendido al ver al noble inglés. Tenía la cara ovalada, bien dibujada, y su espléndido porte le pareció tan impresionante como el de su suegro. Todos trataron el lugar con el mismo respeto que habrían mostrado ante una iglesia. Dermot le preguntó educadamente a Ailred si podía cuidar de media docena de hombres, dos de ellos ingleses, que habían resultado heridos en la toma de la ciudad.
Una había estado muy ocupada en el hospital, ya que Fionnuala no había vuelto a aparecer. Su padre había enviado noticias de que deseaba estar con él de momento, pero Una sospechó que había otra razón para su ausencia. «Sabe que estoy aquí y no quiere enfrentarse conmigo».
Cuando pasó al lado del mercado entrando por la puerta occidental, se dio cuenta de que casi la mitad de los puestos permanecían abiertos y que conseguían hacer un modesto negocio. De camino hacia la catedral, vio que la mayoría de las casas estaban habitadas por soldados y otras habían sido abandonadas por sus dueños. Los ingleses le parecieron extraños por su áspero acento, sus fuertes chalecos de cuero y sus capas acolchadas. Le dieron la impresión de ser más duros e impenetrables que los hombres que había conocido hasta entonces. Algunos le lanzaban miradas que la hacían sentirse incómoda, pero nadie se metió con ella. Un grupo de arqueros había habilitado un campo de tiro cerca de la catedral y las flechas hacían un ruido sordo cuando impactaban en los sacos de paja con una precisión casi mecánica. Sintió escalofríos. Cuando pasó por las Casetas de pescado, se desvió por el camino que llevaba a su casa.
Dudó. ¿Por qué había ido allí? ¿Para ver qué había pasado con su casa? ¿Y si la habían quemado? De todas formas, estaba segura de que estaría llena de soldados ingleses. De repente, se puso triste y a punto estuvo de darse la vuelta, pero no podía hacerlo. Por el bien de la familia tenía que enterarse de lo que había pasado.
El camino estaba muy tranquilo. A través de las vallas vio que la mayoría de las casas eran utilizadas como acuartelamiento para los soldados. Había varios de ellos durmiendo en un jardín y en otro parecía que solo había una anciana. Cuando llegó a la valla de su casa miró llena de nerviosismo hacia la puerta. Estaba abierta. Se acercó y miró dentro. No había signos de que hubiera sufrido ningún daño ni parecía que estuviera ocupada. Se paró y observó el camino. No pasaba nadie. Asomó la cabeza por la puerta y estudió el jardín.
Mirar furtivamente en su propia casa le produjo una extraña sensación. Por la madera encendida que había en el brasero de su padre, que habían movido ligeramente, y por algunas posesiones que se veían esparcidas por la hierba, estaba claro que alguien utilizaba la casa. Quizá los hombres estaban durmiendo dentro. En cualquier caso, era mejor que se fuera; sin embargo, no lo hizo. En vez de eso, tras mirar hacia el camino otra vez, entró. No se oía nada.
La caja fuerte, ¡qué suerte! Estaba esperando allí para ser rescatada y nadie la vigilaba. Si conseguía deslizarse por el jardín hasta el escondite… Sería cuestión de un momento. Sabía que podría cargar con ella. La capa de lana que llevaba a la espalda la ocultaría. ¿Cuánto le costaría subir hasta la iglesia de Cristo y ponerla a buen recaudo? Un rato, nada más. ¿Y cuándo volvería a tener una oportunidad como aquélla? Quizá nunca.
¿Había hombres en la casa? Esa era la cuestión. Para llegar al escondite tendría que pasar por delante de la puerta abierta; si había alguien despierto, la vería. Solo podía hacer una cosa. Empezó a cruzar el jardín, pasó el brasero y el horno de pan. Tenía que mirar dentro y ver si había alguien en la casa. Si la descubrían, tendría que echar a correr. No creía que pudieran alcanzarla; no obstante, si no había nadie, podría coger la caja e irse de allí. El corazón le latía con fuerza, pero se obligó a mantener la calma. Llegó a la puerta.
Miró dentro. Resultaba difícil distinguir nada, ya que la única luz que había provenía de la puerta y de un pequeño agujero en el techo. ¿Había unos ojos mirándola y unas manos a punto de tocarla? Forzó la vista para ver algo en las sombras. No se oía nada. Al poco distinguió los bancos que había en las paredes. No parecía que hubiera ningún ser humano en ellos. Entró con mucho cuidado. Veía mejor. Miró hacia el lugar en el que dormían sus padres y después al rincón en el que lo hacía ella. No, no había nadie. Sintió un apremiante impulso por ir hacia aquel lugar y sentir su confortante familiaridad, pero sabía que no debía hacerlo. Soltó un suspiro, dio media vuelta y se dirigió hacia el jardín. Se preguntó si debería volver a mirar otra vez el camino y decidió que no era necesario. Era mejor no perder tiempo.
Fue rápidamente al escondite que había debajo del horno de pan. Si se sabía cómo tirar del pequeño panel de piedra y meter la mano dentro, era cuestión de segundos. Metió la mano, buscó a tientas y encontró…
Nada. No podía creerlo. Volvió a tantear frunciendo el entrecejo. Debía de ser un error. Se remangó hasta dejar desnudo todo el brazo y lo intentó una vez más, moviendo la mano de un lado para otro y estirándola hasta que tocó el fondo del escondite.
No había duda, aquel agujero estaba vacío. Alguien había robado la caja fuerte. Sintió un repentino y gélido miedo, y después una horrible sensación de tristeza: alguien había encontrado el tesoro de su padre. Toda la fortuna de su familia había desaparecido. Se apartó y miró a su alrededor. ¿Dónde la habrían puesto? ¿En el interior quizá? Merecía la pena comprobarlo. Miró hacia la puerta del jardín, no había nadie. Corrió hacia el interior de la casa, hacia la oscuridad.
No se preocupó por el desorden. No tenía tiempo para pensar en ello. Ni siquiera le importó que todo estuviera a oscuras, conocía el lugar con los ojos cerrados, palmo a palmo, cada grieta y cada escondrijo. Recorrió las paredes con una prisa furiosa, apartó bancos y tiró capas, mantas e incluso una cota de mallas, cosas que dejó esparcidas por el suelo. Debido a su enfado hasta lanzó al otro lado de la habitación dos cuencos metálicos que cayeron con un gran estruendo. Buscó rápidamente y a conciencia, y al final, con la espalda apoyada contra la puerta y mirando con tristeza las silenciosas sombras, tuvo la certeza de que la caja fuerte no estaba allí. Había llegado demasiado tarde. Los malditos soldados ingleses la habían encontrado y jamás la recuperaría. Su padre había perdido todo lo que tenía. Inclinó la cabeza hacia delante. Tenía ganas de llorar.
¿Había algo peor? Sospechó que sí. ¿Qué habría pasado si en vez de perseguir a la idiota de Fionnuala hubiese vigilado desde la muralla y hubiese visto el ataque inglés? ¿Qué habría pasado si hubiese ido corriendo a avisar a su padre? ¿Habrían tenido tiempo de poner a salvo la caja fuerte en la iglesia de Cristo? Al menos, si hubiese ido antes a casa, a lo mejor a su padre le habría parecido más seguro llevar la caja a los muelles. Había sido el esperarla lo que le había provocado ese pánico y el tomar aquella decisión desastrosa. Incluso si su cabeza le decía que todas aquellas suposiciones podían ser falsas, su corazón le decía lo contrario. «Ha sido por mi culpa. Mi familia está arruinada por mi culpa», pensó. Permaneció allí, en el silencioso vacío de su casa, transida por el dolor. Por eso, en un primer momento ni siquiera sintió la mano que le tocaba el hombro.
—¿Estás buscando algo?
La voz era inglesa. No entendió del todo lo que le había preguntado, pero eso daba igual. Se dio la vuelta rápidamente, pero la mano bajó rápidamente hacia el brazo y lo apretó.
Una vio un duro justillo de cuero con un desgarrón en el lado derecho, una cara con barba de varios días, una tremenda nariz y unos ojos inyectados en sangre. Estaba solo.
—Buscando algo que robar, ¿verdad?
Una no lo entendió. El hombre mantuvo una moneda de plata delante de su cara. No estaba segura, pero le pareció una de las que había en la caja fuerte de su padre. El hombre soltó una risita mientras guardaba la moneda. En sus ojos había un extraño y suave destello.
—Bueno, me has encontrado a mí.
Manteniendo una mano en su brazo empezó a soltarse la camisa con la otra. Puede que no entendiera las palabras, pero no cabía duda de lo que quería. Luchó por liberarse. Era una mano grande y encallecida. La zarandeó y Una se dio cuenta de lo fácil que le resultaba y de la fuerza que tenía. Jamás había sentido el miedo de ser físicamente impotente.
—El castigo por robar es mucho peor de lo que te voy a hacer —dijo el hombre, que se percató de que no lo entendía, aunque aquello no lo frenó—. Tienes suerte de haberme encontrado a mí.
Una estaba tan sobresaltada y asustada que incluso se había olvidado de gritar.
—¡Socorro! —gritó tan fuerte como pudo—. ¡Me quieren violar!
No sucedió nada y volvió a gritar.
El soldado no parecía inmutarse y la zarandeaba con menos fuerza. Una se dio cuenta de que, aunque pudiera importarle a alguien, nadie oía sus gritos. Seguramente todas las casas cercanas estaban ocupadas por soldados ingleses que ni siquiera la entenderían. Inspiró con fuerza para gritar.
Entonces, el soldado cometió un error. Al quitarse el justillo soltó un momento el brazo. Fue solo un instante, pero era todo lo que ella necesitaba. Sabía que debía hacerlo. Jamás había hecho nada parecido antes, pero no era tonta. El hombre vio que abría la boca para gritar, pero no vio el golpe hasta que fue demasiado tarde.
Lo golpeó con todas sus fuerzas y el inglés sintió un repentino dolor en la entrepierna. Se dobló hacia delante, agarrándose el estómago contraído de dolor.
Una huyó. Antes de que se incorporara ya estaba en la puerta. Empezó a correr por el camino sin saber muy bien en qué dirección iba. Vio a un grupo de soldados y parecía que se iban a apartar para dejarla pasar cuando se oyó un grito a su espalda.
—¡Detenedla! ¡Es una ladrona!
Unos poderosos brazos la sujetaron. Intentó librarse, pero la levantaron del suelo. No podía hacer nada. El soldado avanzaba hacia ellos. Cojeaba y tenía la cara crispada por la cólera. Una no supo si intentaría violarla otra vez, pero evidentemente quería ajustar cuentas con ella. Llegó hasta donde estaban y le acercó la cara.
—¿Qué sucede? —preguntó a su espalda una voz en tono imperioso.
Los hombres empezaron a retirarse.
—Es una ladrona —dijo la voz de su acusador, temblorosa y malhumorada.
Una vio una túnica negra y levantó la cabeza. Era el padre Gilpatrick.
—Violación. —Fue lo único que logró decir Una, indicando con un dedo hacia el hombre con barba de días—. Ha intentado… He ido a mi casa y…
Aquello fue suficiente. El sacerdote, furioso, se encaró con ellos.
—¡Villanos! —gritó.
Una no entendió todo lo que dijo porque lo hizo en inglés, pero reconoció varias palabras: hospital de San Juan, arzobispo y rey Dermot. Los hombres parecían confusos. Su atacante se había puesto pálido. Al poco, el padre Gilpatrick se la llevaba de allí.
—Les he dicho que estás en el hospital bajo protección de la Iglesia. Me quejaré al arzobispo. ¿Te ha hecho daño? —preguntó amablemente.
Una negó con la cabeza.
—Le he dado un golpe en la ingle y he conseguido librarme de él —le confesó con toda franqueza.
—Has hecho bien, hija mía —aprobó el sacerdote.
Después, Una le contó lo de la caja fuerte que había desaparecido y la moneda que tenía el soldado en la mano.
—¡Ah! —exclamó el sacerdote con tristeza—. Me temo que no podemos hacer nada al respecto.
La acompañó hasta el hospital y le habló con suavidad durante todo el trayecto. Cuando llegaron, Una no solo se sentía mejor, sino que tuvo la oportunidad de fijarse también en algo que no le había llamado la atención antes, lo extraordinariamente guapo que era el joven sacerdote. Cuando entraron en el hospital, la esposa del Peregrino la metió directamente en la cama, le llevó un caldo caliente y la consoló.
A la mañana siguiente, Una se había sobrepuesto al susto; de hecho, a todos los enfermos les pareció que seguía siendo la misma de siempre; sin embargo, no era así. No se sintió tranquila durante las semanas y meses que siguieron. No era el haberse librado por los pelos lo que la preocupaba, eso lo olvidaría pronto. Era otro pensamiento, insidioso por injusto, el que no la abandonaría.
«Mi padre ha perdido todo lo que tenía y ha sido por mi culpa».
1171
Peter FitzDavid sonrió. Era un día de verano. La suave y cálida luz parecía bajar de los montes Wicklow y dejarse llevar a la deriva hacia la amplia curva azul de la bahía. Dublín, por fin.
Hacía mucho tiempo que esperaba ese momento. El año anterior, cuando Strongbow y el rey Dermot habían llegado allí, lo habían dejado en el sur a cargo del puerto de Waterford. Peter había cumplido bien con su cometido, pero, cuando Strongbow se retiró a Waterford durante el invierno, pareció que se olvidaba de él.
El puerto estaba situado en un bello paraje con vistas a la amplia desembocadura del río. Ese antiguo asentamiento vikingo era casi tan antiguo como el de Dublín y los comerciantes llegaban hasta allí desde los puertos del sudoeste de Francia e incluso desde más lejos. Strongbow había instalado unos extensos cuarteles de invierno, pero el tamaño del campamento le había planteado a Peter un problema adicional. El lord inglés tenía tantos caballeros —parientes, seguidores, amigos e hijos de amigos— de los que ocuparse, que iba a transcurrir mucho tiempo antes de que pudiera obtener alguna recompensa. A finales de primavera, algunos jóvenes como él se preguntaban cuál iba a ser el futuro de aquella expedición. En el campamento había dos opiniones.
«Dermot y Strongbow quieren conquistar toda la isla», decían algunos. Peter pensó que era muy probable que el rey irlandés esperara conseguirlo, ya que con el ejército bien equipado de Strongbow, posiblemente podría hacerlo. Los jefes irlandeses, a pesar de ser buenos combatientes, no poseían nada que pudiese resistir el efecto devastador de una carga de jinetes armados, ni nada parecido a esa gran cantidad de arqueros. Incluso el Rey Supremo, con todos sus seguidores, tendría dificultades para detenerlo.
No obstante, también había quien pensaba que aquella incursión podía estar llegando a su fin. Si era así, la mayoría de ellos cobraría y los enviarían a casa. «Y a mí seguro que me despiden —pensó Peter— con poco para mí mismo o para dar a mi madre». Se preguntó dónde conseguiría empleo después de aquello; sin embargo, durante el mes de mayo, se produjo un inesperado cambio.
El rey Dermot del Leinster, una vez recuperado su reino, se puso enfermo de repente y murió.
¿Qué ocurriría ahora? Era verdad que cuando había dado su hija a Strongbow, el rey del Leinster había prometido hacerlo su heredero; aun así, ¿tenía algún valor esa promesa? Peter había aprendido lo suficiente de las costumbres de la isla como para saber que cualquier nuevo rey o jefe en Irlanda era elegido por su gente entre sus familiares más cercanos. Dermot había dejado un hermano y varios hijos, y según la ley irlandesa no debería haber ningún problema para que el marido extranjero de su hermana heredara; no obstante, muy pronto se hizo patente que al menos los hijos de Dermot estaban de acuerdo con la idea.
—No les queda otro remedio —le comentó un comerciante de Waterford—. Strongbow tiene trescientos caballeros, trescientos arqueros y mil hombres. Tiene poder. Sin él no son nada. Si permanecen junto a él, todavía gozarán de alguna oportunidad de recuperar parte de lo que han perdido.
—Pero hay otro problema —replicó Peter—. Necesitará el permiso del rey Enrique y dudo que lo tenga.
Según la ley feudal de los Plantagenet de Inglaterra, un gran señorío como el Leinster debía pasar al hijo mayor, y si recaía en una heredera, esta no tenía ningún problema a la hora de casarse sin permiso real, ya que los reyes solían poner todo su empeño en dar en matrimonio a esas herederas a sus amigos más fieles. Puesto que Dermot había reconocido al rey Enrique de Inglaterra como su señor, y Strongbow en cualquier caso era un vasallo del rey Plantagenet, el gran señor inglés se estaba poniendo en una peligrosa situación legal al aceptar la herencia del Leinster.
Sin embargo, en ese momento, el rey Enrique II de Inglaterra tenía otras cosas de las que preocuparse. De hecho, Peter creía que no se atrevería a dejarse ver.
La espantosa noticia había llegado a principios de enero y al mes siguiente ya se había propagado por toda Europa. El rey de Inglaterra había asesinado al arzobispo de Canterbury. Nadie había oído hablar de nada parecido antes.
La disputa entre el rey inglés y el arzobispo Tomás Becket había sido la acostumbrada lucha sobre el poder y la jurisdicción de la Iglesia. Enrique había insistido en que las personas que pertenecían a órdenes religiosas debían responder ante los tribunales ordinarios si cometían crímenes como el asesinato o el robo. Becket, su antiguo amigo y canciller, que debía su cargo de arzobispo al rey Enrique, se había opuesto decididamente al Rey en una agria y larga disputa. Parte del clero inglés con mayor poder pensaba que a Becket se le había subido a la cabeza el nuevo cargo; no obstante, tras años de conflictos, un grupo de caballeros de Enrique, que supuestamente había oído gritar al Rey irritadamente: «¡Quién me librará de este problemático sacerdote!», lo interpretó como una orden para asesinarlo y lo hicieron frente al gran altar de la catedral de Canterbury.
Europa estaba escandalizada. Todo el mundo culpaba a Enrique. El Papa lo había denunciado. La gente opinaba que había que someterlo a juicio y que se debería santificar a Becket. En definitiva, Peter supuso que el rey inglés estaba demasiado ocupado con esa crisis como para prestar atención a unos sucesos que habían tenido lugar en un sitio tan apartado y remoto como el Leinster.
Strongbow no perdió tiempo. Fue directamente a Dublín, pero a Peter volvieron a dejarlo atrás una vez más. Las noticias eran fascinantes. El destronado rey de Dublín había regresado con una flota desde las islas del norte, pero los escandinavos lo habían echado todo a perder: empezaron a atacar la puerta oriental, pero los ingleses habían salido corriendo por la puerta meridional, los habían sorprendido por la retaguardia y los habían hecho añicos. Incluso mataron al rey de Dublín; no obstante, a pesar de que el antiguo rey hubiera fracasado a la hora de recuperar su ciudad, nadie imaginaba que el rey supremo de Irlanda iba a mantenerse apartado y ver cómo un intruso inglés se apoderaba de un cuarto de la isla y de su puerto más importante.
—El Rey Supremo no tardará en llegar —le dijo un mensajero que había llegado desde Dublín—. Todos los posibles refuerzos han de ir allí ahora mismo. Y eso te incluye a ti.
Así que ahí estaba finalmente, un día de verano, de camino a la gran ciudad. Tan pronto como se presentó ante Strongbow y acuarteló a sus hombres, supo lo que debía hacer.
Llamaría a su amigo Gilpatrick y a su familia. Se preguntó si todavía tendría a esa hermosa hermana.
La madre de Gilpatrick no solía criticar a su marido, pero a veces creía que era necesario presionarlo. Cuando Gilpatrick no acudió a la boda de su hermano Lorcan, se enfadó tanto como su marido. Era un insulto público y una humillación para toda la familia. Si su marido no quería volver a ver a Gilpatrick después de aquello, no iba a culparlo, pero aquella desavenencia tenía que acabar algún día. Al cabo de un año, decidió que era mejor para todos que el sacerdote permitiera a su hijo volver a casa y tras algunas semanas de juiciosas y persuasivas lágrimas, logró convencer a su marido, aunque a regañadientes, de que permitiera que los visitara de nuevo.
—Tienes suerte de que lo haya hecho —le dijo a su hijo con firmeza.
Aun así, tres días después, mientras esperaba la llegada de su hijo y del amigo de su hijo, el viejo Conn no estaba de buen humor. Puede que en parte se debiera al tiempo, que había sido extrañamente cambiante en los dos últimos días, aunque el sacerdote estaba irritable desde mucho antes.
Tener mercenarios ingleses pagados por Dermot había sido una cosa, pero tener al propio Strongbow y a su ejército establecidos como un poder en la isla era otra muy distinta. Sabía que alguna gente de Dublín era muy cínica al respecto.
—Probablemente no estamos peor con Strongbow que con el bribón de Dermot —le había comentado un amigo el día anterior.
Pero el jefe de Ui Fergusa no estaba seguro.
—En Irlanda no había ocurrido nada parecido desde que llegaron por primera vez los escandinavos —se quejó—. A menos que el Rey Supremo los detenga, esto se convertirá en una verdadera ocupación inglesa.
—Y eso que los escandinavos jamás fueron más allá de los puertos —le recordó su amigo.
—Los ingleses son diferentes —replicó.
En ese momento, su hijo Gilpatrick, con el que volvía a hablarse desde hacía poco, llevaba a un soldado de Strongbow a su casa. La cortesía y hospitalidad irlandesa exigían que le diera una educada bienvenida al extranjero, pero esperaba que la visita fuera corta. Además, por si eso no fuera poco, su mujer había elegido ese mismo día para importunarlo otra vez con un tema que no quería tratar.
—No has hecho nada —lo acusó, lo que era verdad—. A pesar de que llevas tres años diciendo que lo harías.
Eran una pareja curiosa: el sacerdote alto y delgado, y su esposa baja y rolliza; pero sentían devoción el uno por el otro. La madre de Gilpatrick no le echaba la culpa a su marido por posponer ese deber durante tanto tiempo. Entendía muy bien que tenía miedo, pero ¿quién no lo tendría si el problema era Fionnuala?
—Si no la casamos pronto, no sé lo que dirá la gente. O lo que hará.
Habría sido lo más fácil del mundo. ¿Acaso no era guapa? ¿No era la hija del jefe de los Ui Fergusa? ¿No podía darle su padre una sustanciosa dote? No se trataba de que tuviera mala reputación, hasta el momento.
No obstante, en opinión de su madre, era cuestión de tiempo. Si la primera vez que volvió de casa del Peregrino su padre comentó que había mejorado, su madre la observó con más escepticismo. Intentó no pelearse con su hija y la mantuvo ocupada, pero al cabo de unas semanas volvió a mostrar síntomas de tensión. Tuvo berrinches y enfados. En más de una ocasión se fue de casa para no regresar en todo el día. Sus padres le sugirieron que volviera a casa del Peregrino, pero se opuso y las veces que se encontraban a Una en la ciudad quedaba claro que entre las dos había una gran frialdad.
—Mejor será que la casemos —propuso la madre.
No era que no le hubieran dado vueltas al asunto. Fionnuala tenía dieciséis años y su padre llevaba años diciendo que le iba a buscar un pretendiente; sin embargo, si él se había mostrado perezoso cuando ella era más joven, en ese momento la madre sospechaba que estaba nervioso. No podía saberse cómo reaccionaría Fionnuala ante la persona que le presentaran.
—Sabe muy bien cómo disuadir a alguien si se lo propone —comentó su padre tristemente—. Sabe Dios a quién insultará.
También estaba la cuestión de la dote. Negociar con el futuro marido siempre era un proceso angustioso. Si se corría la voz de que Fionnuala era problemática: «Veinte docenas de cabezas de ganado no serán suficientes», como dijo el padre amargamente. Daba la impresión de que aquel asunto acabaría costándole pasar vergüenza, por lo que el sacerdote tuvo que admitir que había estado aplazando en secreto su resolución desde hacía meses.
—No te preocupes —dijo la madre de forma persuasiva—. Es posible que haya un candidato.
—¿Sí?
—He estado hablando con mi hermana, es de los O’Byrne.
—¿O’Byrne? —Aquello sí que eran noticias esperanzadoras. La hermana de su mujer había hecho muy bien en entrar en esa familia. Los O’Byrne, al igual que los O’Toole, eran uno de los mejores clanes del norte del Leinster—. ¿No será Ruairi O’Byrne?
—No, no es él. Me refiero a Brendan.
Incluso en la familia O’Byrne, entre sus muchos miembros, había una oveja negra. Daba la casualidad de que Ruairi pertenecía a la rama más antigua de la familia, pero a pesar de ser joven, ya tenía una dudosa reputación; sin embargo, Brendan ya era otra cosa. Aunque no se trataba más que de un miembro joven del principesco clan, el sacerdote siempre había oído decir que era un muchacho formal. Que su hija, en el estado en el que se encontraba en ese momento, se casara con un O’Byrne, que no fuera Ruairi, era una bendición.
—¿Ya se conocen?
—La vio una vez en el mercado y parece que le preguntó a mi hermana acerca de ella.
—Que venga tan pronto como quiera —propuso su marido, que habría dicho algo más si no hubiese aparecido uno de los esclavos para avisarles de que Gilpatrick acababa de llegar.
Por supuesto, cuando Peter apareció en su puerta, Gilpatrick se alegró de ver a su antiguo amigo.
—Me dijiste que pasase a verte si algún día venía a Dublín —dijo FitzDavid sonriendo.
—Sí que lo hice. Los amigos son para siempre.
No era del todo verdad. No podía obviarse que las cosas habían cambiado. El asesinato de Becket había modificado la opinión sobre el rey inglés incluso entre los eclesiásticos con una relación más estrecha con Inglaterra. El padre de Gilpatrick nunca perdía una oportunidad para comentarle: «Tu rey inglés sigue siendo amigo de la Iglesia», y la perturbadora presencia de Strongbow y su ejército había comenzado a preocupar a la mayoría de obispos. Gilpatrick había acompañado al arzobispo O’Toole a un concilio en el norte, en el que el arzobispo de más edad de Armagh había dicho: «Estos ingleses son sin duda una maldición enviada por Dios para castigarnos por nuestros pecados». Los eclesiásticos allí reunidos aprobaron, incluso, una resolución en la que sugerían que se liberara a todos los esclavos ingleses que hubiera en Irlanda. «Quizá —sugirió alguien— es el tener esclavos ingleses lo que ha ofendido a Dios». Gilpatrick reparó en que nadie liberaba a los suyos por ese motivo, pero aquella posibilidad dejó huella en la comunidad: los ingleses eran un castigo. Con todo, hubiese sido poco natural no dar la bienvenida a su amigo, así que lo hizo calurosamente.
—No has cambiado nada —lo saludó.
Aquello no era verdad. Mientras iban de camino a casa de sus padres, miró a Peter FitzDavid y pensó que, aunque tuviese la misma cara juvenil y la misma ilusión inocente, había algo más en su amigo: un atisbo de ansiedad, ya que, a pesar de que Peter había estado en servicio activo durante tres años, solo le habían recompensado con una vaca.
—Has de procurarte algo de tierra, Peter —le sugirió amablemente.
Se dio cuenta de que era extraño que él, un irlandés, le dijera eso a un mercenario extranjero. Por supuesto, en la Irlanda tradicional, normalmente se recompensaba a los guerreros con ganado que podía pastar en las tierras de su clan; pero, al menos desde los tiempos de Brian Boru, los reyes irlandeses como Dermot del Leinster solo recompensaban a sus seguidores con predios situados en lo que antes se consideraban tierras tribales. Sin embargo, incluso en el caso de no conseguirse recompensas materiales, el sistema tradicional era más amable. Un valiente guerrero regresaba a su clan con honor. Un caballero feudal, aunque tuviera una familia que lo amara, no tenía un sistema de clanes que lo apoyase. A pesar de ser un hombre de honor, hasta que tuviera tierras no tenía patrimonio. El sacerdote irlandés sintió pena por su amigo extranjero.
Gilpatrick no debería haberse preocupado acerca de qué tipo de recepción tendría FitzDavid por parte de su padre, ya que este le dio la bienvenida con solemne dignidad. Peter se fijó en que la casa de piedra del sacerdote estaba bien amueblada y era lo suficientemente cómoda, incluso a pesar de que reparara con irónico deleite en que el eclesiástico tenía en un rincón una calavera de beber con el borde de plata.
No se habló de Becket. Sus padres preguntaron al visitante por su familia y su experiencia con el rey Dermot en el sur. Y cuando finalmente su padre no pudo resistirse a observar que, como sacerdote, estaba un poco intranquilo a causa del rey inglés, «por lo que les hace a los arzobispos», Peter le quitó importancia riéndose y comentó: «Nosotros también le tenemos miedo».
Si era necesaria alguna prueba más de la cordialidad de su padre, esta llegó cuando le dijo a su hijo:
—Tu amigo no parece realmente inglés.
—De hecho, mi familia es flamenca —corroboró Peter.
—Pero naciste en Gales y tu padre antes que tú, ¿no es así?
—Eso es cierto.
—Hablas irlandés casi como nosotros. ¿Es porque hablas galés?
—Toda mi vida lo he hecho.
—Entonces eres galés —dijo el jefe irlandés. Se volvió hacia su mujer y repitió—: Es galés.
Ésta sonrió.
—Soy galés —confirmó Peter prudentemente.
En el momento en el que quedó establecida su identidad, una figura apareció en la puerta.
—Galés —dijo el jefe bajando repentinamente la voz—, esta es mi hija Fionnuala.
A Peter FitzDavid le pareció la joven más hermosa que había visto en su vida. Con su pelo largo, su pálida piel y su boca roja, ¿acaso no era el objeto perfecto del deseo de cualquier hombre? Si los ojos de su hermano Gilpatrick estaban curiosamente moteados de verde, los de Fionnuala eran de un asombroso esmeralda puro; sin embargo, tras esa superficial presentación, lo que más le impresionó fue su modestia.
¡Qué recatada era! La mayor parte del tiempo mantuvo la vista baja y se dirigió a sus padres y a su hermano con un encantador respeto. Cuando Peter habló con ella, contestó con dulzura y sencillez. Solo en una ocasión permitió que su voz se tiñera con cierta animación: fue cuando habló del Peregrino y de sus buenas obras en el hospital, donde, hasta hacía poco tiempo, había estado trabajando. Estaba tan fascinado con aquella virtuosa joven que si su familia intercambió miradas de incredulidad, no se percató de ellas.
Al cabo de un tiempo, los padres de Gilpatrick dejaron ver que querían hablar a solas con su hijo, así que sugirieron a Fionnuala que le enseñara la iglesia. Peter la admiró debidamente, después lo llevó al pozo de San Patricio y, señalando hacia la laguna negra y el túmulo de la Asamblea en la distancia, le contó la historia de su antepasado y de san Patricio, y le explicó que Fergus estaba enterrado allí. Peter la escuchó con respeto y comprendió a lo que se refería Gilpatrick cuando le habló del antiguo estatus de su familia. Miró a la joven, disfrutó de su belleza, de su dulce seriedad y devoción, y se preguntó si se estaría planteando seguir una vida religiosa. Le pareció una pena que no se casara y se entristeció cuando llegó el momento de regresar.
Habían acordado que sería una visita corta, pero los padres de Gilpatrick demostraron gran afabilidad a la hora de invitarlo a que volviera pronto para que lo agasajaran según la costumbre irlandesa. La madre de Gilpatrick insistió en darle como regalo unos dulces y, mientras los acompañaba a la puerta, el padre miró al estuario y comentó:
—Ten cuidado mañana, galés, habrá bruma.
Como el cielo estaba claro, le pareció poco probable, pero era demasiado educado como para contradecirlo.
Cuando se alejaba junto a Gilpatrick, no pudo evitar sacar a colación el asunto de Fionnuala.
—Ya veo a lo que te referías con tu hermana.
—¿Sí?
—Es extraordinaria, un alma piadosa.
—¿Sí?
—Y es también muy hermosa. ¿Va a casarse pronto? —añadió un tanto entristecido.
—Probablemente. Mis padres me han dicho que han pensado en alguien —dijo sin querer entrar en detalles.
—Un hombre afortunado. Sin duda, un príncipe.
—Algo así.
Peter deseó estar en situación de pedirla para él.
Cuando Peter abrió los ojos al día siguiente, miró hacia la puerta abierta y frunció el entrecejo. ¿Se había despertado demasiado temprano? Parecía estar oscuro todavía.
En el lugar en el que se hospedaba vivían seis personas. Otro caballero y él habían ocupado la casa, y tres hombres de armas y una esclava dormían en el jardín. Se había enterado de que la casa había pertenecido a un platero llamado MacGowan, que había abandonado la ciudad cuando fue tomada. Nadie parecía moverse. Más allá de la puerta había un extraño y pálido gris. Se levantó y salió.
Bruma. Fría, húmeda y blanca bruma. Ni siquiera alcanzaba a ver la puerta que tenía a pocos pasos. Los hombres estaban despiertos, acurrucados bajo sus mantas en el pequeño cobertizo donde seguramente trabajaba el platero. Habían encendido el brasero y la esclava preparaba algo de comer. Peter llegó a la puerta. Si había alguien en el camino, no conseguía ni verlo ni oírlo. La bruma se adhirió a su rostro y lo besó húmedamente. Supuso que el sol haría desaparecer la neblina más tarde; hasta entonces no podía hacer gran cosa. El padre de Gilpatrick tenía razón, no debería de haber dudado de él. Volvió al jardín. La esclava había puesto unas tortas de avena en el horno. Cogió una y la mordisqueó pensativo. La torta olía y sabía bien. Pensó en la joven. Aunque no recordaba haber soñado durante la noche, le dio la impresión de que había estado en sus pensamientos mientras dormía. Se encogió de hombros. ¿De qué servía pensar en una joven que era inalcanzable? Mejor sería apartarla de sus pensamientos.
En su vida no había habido muchas mujeres. Había una chica con la que había pasado unas felices noches en un granero en Wexford; por otro lado, en Waterford había disfrutado de algunas semanas de ardiente pasión con la esposa de un mercader mientras su esposo estaba de viaje. Pero en Dublín las perspectivas no eran nada halagüeñas. La ciudad estaba llena de soldados y la mitad de la población había huido. El caballero con el que compartía la casa le había hablado de sus proezas al otro lado del río, en el arrabal de la orilla septentrional:
—Lo llaman Ostmanby por la gran cantidad de familias de gentes del este, escandinavos, que se establecieron allí. Tuvieron que construir refugios al lado de las casas que ya había. Algunos de los artesanos y trabajadores más pobres tienen problemas para alimentar a sus familias, así que sus mujeres e hijas vienen aquí… La semana pasada estuve con una que era deliciosa.
Peter llegó pronto a la conclusión de que la mayoría de las hazañas de su compañero eran inventadas. Las mujeres que había visto en el puente que llevaba a Ostmanby no se le habían ofrecido y las pocas féminas de vida relajada que había encontrado por las calles no eran precisamente apetecibles. Decidió que mejor prescindiría de ellas.
Pasó la mañana junto al brasero, jugando a los dados con los hombres. Esperaba que el sol del verano hiciera desaparecer la bruma, pero, a pesar de que avanzada la mañana hubo una débil claridad en el cielo, seguía sin poder ver a treinta pasos de allí. Y, en cuanto a la joven, su imagen seguía allí, flotando vagamente en su cabeza como un espíritu. Al mediodía decidió ir a dar una vuelta, en parte con la esperanza de que esa perturbadora presencia desapareciera en la bruma.
Cuando se dirigió a las Casetas de pescado, su única intención era recorrer una corta distancia, acordándose de por dónde iba para poder encontrar el camino de vuelta, pero pronto se dio cuenta de que no había conseguido hacerlo. Estaba seguro de que caminaba hacia el oeste, y al cabo de un tiempo supuso que estaría acercándose al mercado que había cerca de la puerta occidental. El hospital en el que había estado trabajando Fionnuala se encontraba cerca de esa puerta, recordó. Podía echar un vistazo. Seguramente conseguiría orientarse, incluso con la niebla. Al cabo de un rato, no obstante, seguía sin encontrar el mercado. De vez en cuando veía figuras en la bruma, y si hubiera sido sensato les habría preguntado por el camino; sin embargo, odiaba tener que preguntar, así que continuó hasta que finalmente alcanzó a verlo. Un par de hombres de armas hacían guardia.
A las puertas, la niebla era tan espesa que llegó a la conclusión de que si quería ver algo del hospital tendría que entrar. Estuvo a punto de dar media vuelta, pero los centinelas lo miraban y antes que admitir un error prefirió pasar de largo haciendo un comentario:
—Creo que iré a ver si la bruma se está despejando al otro lado del río.
Así que ese fue el camino que tomó.
El puente estaba silencioso y no se veía un alma. Solo se oía el sordo sonido de sus pasos sobre la madera. A su derecha, los barcos amarrados al muelle de madera aparecían entre el halo de neblina como insectos atrapados en una telaraña cubierta de rocío. Alcanzaba a ver hasta a cien metros río abajo, pero mientras cruzaba se fijó en que la bruma empezaba finalmente a levantarse. Cuando estaba a mitad de puente vio un trozo de cielo azul. Después logró divisar las marismas de la parte norte del Liffey y los esparcidos techos de paja del arrabal que había más allá. En el extremo del puente, a la izquierda, vio la orilla verde, cubierta de hierba bajo los rayos del sol. Había flores amarillas que brotaban aquí y allá. Entonces vio…
Hombres a caballo. A lo largo de toda la orilla, emergiendo de la bruma. Muchísimos. Después hombres a pie armados con lanzas y hachas. Cientos de ellos. Dios sabe cuántos serían. En cuestión de segundos estarían en el puente.
Aquello solo podía significar una cosa: el Rey Supremo había vuelto y estaba a punto de tomar Dublín por sorpresa.
Se dio la vuelta y echó a correr. Corrió más aprisa de lo que lo había hecho nunca, atravesando el neblinoso puente. Oyó sus pisadas y creyó que incluso oía latir su corazón. ¿Oyó también el retumbar de cascos sobre la madera? Creyó que no, pero no se atrevió a volverse para mirar. Llegó al final del puente, subió por el camino, se acercó a la puerta y vio que los dos centinelas lo miraban sorprendidos. Solo cuando hubo traspasado la puerta se atrevió a mirar el camino desierto que había a su espalda y ordenó a los centinelas: «¡Cerrad la puerta. Rápido!». Después les contó lo que había visto y se puso manos a la obra.
En los minutos siguientes, Peter FitzDavid actuó con rapidez y determinación. Reunió a varios hombres de armas y les pidió que cumplieran sus órdenes a toda velocidad. A uno le dijo que avisara rápidamente a Strongbow: «Ve directamente, sin entretenerte en nada». A otros dos les encargó que avisaran a las defensas del río y de la puerta oriental. Se llevó a otro como guía y se encaminaron hacia la puerta meridional. Si los hombres del Rey utilizaban el vado además del puente, se dirigirían hacia la gran puerta occidental. Cuando llegó todavía no había tropas a la vista. Hizo que cerraran la puerta y la atrancaran, y tras alentar a la guarnición, se apresuró por la calle que llevaba a la iglesia de Cristo y a los aposentos reales.
Cuando llegó al antiguo salón en el que Strongbow había fijado su residencia, encontró al gran señor acompañado por doce caballeros a punto de montar a caballo. Miraba enfurecido a su alrededor y exigía respuestas, pero no obtenía ninguna.
—¿Quién ha dado la voz de alarma? —preguntó a un comandante que parecía muy nervioso.
—Yo —dijo Peter aproximándose.
Un par de ojos azules se clavaron en él.
—¿Y quién demonios eres tú?
Aquélla era su oportunidad.
—Peter FitzDavid —contestó con atrevimiento. Rápida y sucintamente le contó lo que había visto—. He ordenado cerrar el puente y las puertas occidentales, y he enviado hombres a todas las demás.
—Bien hecho —aprobó el gran hombre entrecerrando los ojos—. Tú estabas con Dermot, ¿verdad? —preguntó asintiendo con la cabeza en dirección a Peter para hacerle saber que lo recordaba. Después se volvió hacia sus caballeros—. Ya sabéis lo que tenéis que hacer. ¡Organizad la guarnición!
A media tarde, el tiempo estaba claro y despejado. Los habitantes de Dublín miraron por encima de las murallas y vieron a las fuerzas del Rey Supremo por todos lados. Además de los clanes bajo su mando directo, estaban también los de los grandes jefes que reconocían su autoridad. Los antiguos ulaid del Ulster acampaban en Clontarf. Los O’Brien, descendientes de Brian Boru, tenían sus fuerzas en el límite occidental de la ciudad. El hermano del rey Dermot, que había decidido no apoyar a Strongbow a diferencia de los hijos de Dermot, había llevado sus tropas y estaba acampado al otro lado de los accesos costeros meridionales. Todas las rutas de abastecimiento de la ciudad, por tierra o por mar, estaban bloqueadas. El ejército del Rey Supremo acampaba haciendo un círculo alrededor de las murallas, con puestos de avanzada que vigilaban en todas las puertas cualquier signo de huida por parte de los ingleses.
Poco antes de que terminara la tarde, desde un lugar estratégico por encima del muelle de madera, Peter vio al arzobispo O’Toole cabalgando por el puente con un grupo de sacerdotes. Iban a comenzar las negociaciones y se fijó en que Gilpatrick era uno de ellos.
A la mañana siguiente, la ciudad se vio envuelta en la bruma otra vez. Strongbow tenía hombres en toda la muralla. A Peter lo enviaron a pie con un grupo de exploradores para ver si los asediadores daban alguna señal de querer lanzar un ataque por sorpresa. Cuando le preguntó a Strongbow si estaba pensando en organizar una escapada por sorpresa, el gran señor sacudió la cabeza.
—Es inútil. No puedo mandar un ejército si no consigo verlo.
Peter volvió de su patrulla sin haber notado ninguna señal de movimiento de las tropas enemigas. Andar por las calles resultaba inquietante. Aunque los centinelas de las murallas guardaban silencio, cada vez que una silueta se recortaba en la bruma, medio esperaba que fuera un enemigo. Llegaron noticias de que el arzobispo saldría para volver a negociar cuando se despejara la niebla. Peter volvió a su alojamiento y lo encontró vacío. Se sentó junto al brasero y esperó.
Pasó el tiempo. La bruma no parecía levantarse en absoluto. En aquel silencio todo parecía irreal. Cuando miró a través del jardín hacia la puerta, solo consiguió ver blancura más allá, como si gracias a una extraña magia hubieran transportado aquel pequeño jardín a un mundo aparte escondido en una nube.
Cuando vio aparecer una forma al otro lado de la puerta, supuso que era el caballero. Y cuando vio que se quedaba allí como un espectro en vez de entrar, pensó que podía ser un ladrón. Con una mirada al banco en el que tenía la espada, se preparó para levantarse rápidamente. Advirtió que no era fácil que lo viera desde la entrada, así que permaneció inmóvil, sin hacer ruido. Aquella silueta continuó quieta, era obvio que miraba hacia el jardín. Finalmente, entró. Llevaba una capucha sobre la cabeza. Se acercó al brasero. Cuando estaba tan cerca que casi podía tocarla, la reconoció.
Era la joven Fionnuala, que solo se sobresaltó ligeramente al verlo. A Peter le sorprendió aquel dominio de sí misma. Fionnuala le sonrió.
—He venido a ver si estabas —dijo. Su cara de sorpresa parecía divertirla—. Gilpatrick me ha dicho dónde te alojabas. Hasta hace poco esta era la casa de mi amiga.
—¿Cómo has entrado en la ciudad? —preguntó pensando en los guardias.
—He entrado por la puerta. —Normalmente, en las grandes puertas había una más pequeña por donde podía entrar una persona—. Saben que soy la hija del sacerdote —dijo mirando a su alrededor—. ¿Estás solo?
Peter asintió.
—¿Puedo sentarme junto al fuego?
Peter le ofreció un taburete y se sentó en él. Se bajó la capucha y el pelo le cayó por la espalda como una cascada.
—Gilpatrick me ha dicho que fuiste tú el que dio la voz de alarma —comentó mirando las ascuas del brasero—. Así que ahora el Rey Supremo se quedará a las afueras de Dublín y tú en el interior, y él esperará hasta que os muráis de hambre.
Peter la miró preguntándose qué quería, por qué había ido y cómo podía ser tan hermosa. Probablemente, su valoración de la situación era acertada. El Rey Supremo tenía todos los productos del Leinster en sus manos. Podía alimentar a su ejército durante meses; no obstante, la ciudad también estaba bien provista. Aquél podía ser un asedio bastante largo.
—Puede que tu hermano y el arzobispo negocien la paz con el Rey Supremo —sugirió Peter.
—Gilpatrick dice que el arzobispo quiere evitar un derramamiento de sangre, pero el rey O’Connor no confía en Strongbow.
—¿Porque es inglés?
—En absoluto —dijo entre risas—. Porque es el yerno de Dermot.
¿Por qué había ido allí? ¿Acaso era una espía enviada por su padre para enterarse de las defensas que tenía Strongbow? Gilpatrick podría hacerlo mejor, pero quizá, como mediador, rehusara desempeñar aquel papel. Llegó a la conclusión de que por muy religiosa y beata que fuera, no debía quitarle un ojo de encima. Mientras tanto, siguieron hablando de esto y de aquello, y ella estiró sus manos y sus delgados y pálidos brazos hacia el fuego. Él contestaba cuando era necesario y sin dejar de mirarla.
Al cabo de un tiempo, Fionnuala se levantó.
—Tengo que volver a casa.
—¿Te acompaño a la puerta de la ciudad?
—No es necesario —dijo lanzándole una extraña mirada—. ¿Te importa que vuelva a verte?
—Esto… —balbució sin dejar de mirarla—. Cómo no —tartamudeó.
—Estupendo —dijo, echando un vistazo hacia la puerta del camino. No había nadie—. Dime, Peter FitzDavid —le pidió suavemente—. ¿Te gustaría besarme antes de que me vaya?
Peter la miró. La recatada hija del sacerdote, la princesa irlandesa le estaba pidiendo que la besara. Se contuvo, estaba comportándose como un idiota y la besó educadamente en la mejilla.
—No era eso a lo que me refería.
¿No? ¿De qué iba todo aquello? Estuvo a punto de soltarle: «¿No vas casarte muy pronto?». Pero se dijo a sí mismo que no debía actuar como un tonto. Si se lo pedía, en fin, solo un idiota podía negarse. Se acercó a ella y sus labios se unieron.
Una se sorprendió al encontrar a Fionnuala al día siguiente en la puerta del hospital y todavía más cuando le dijo por qué había ido.
—¿Quieres volver a trabajar aquí?
—No tengo nada que hacer en casa, Una. No puedo quedarme sentada de brazos cruzados. Mis padres quieren que viva con ellos, pero podría pasar los días aquí y algunas noches. Eso —dijo sonriendo con arrepentimiento—, si a ti no te importa. —Hizo una pausa y después continuó muy seria—. Tenías toda la razón para enfadarte conmigo, pero creo que he madurado.
¿Lo había hecho? Una la miró. Quizá sí. Después se dijo a sí misma que no fuera tonta. ¿No se necesitaba siempre gente en el hospital? Sonrió.
—Hay que fregar el suelo.
La única persona que mostró cierto recelo fue Ailred, el Peregrino. Le preocupaba su seguridad, pero Fionnuala logró convencerlo sin gran esfuerzo.
—Puedo entrar a la ciudad por la puerta pequeña —le dijo. En la muralla había una puerta que daba casi directamente a la iglesia de su padre—. Después puedo salir por la puerta occidental y venir hasta el hospital. Nadie va a hacerme nada si me ve salir de la iglesia o entrando en el hospital.
Ni los ingleses ni las fuerzas del Rey Supremo habían causado ningún problema a las instituciones religiosas de la ciudad. La hija del sacerdote podía ir a cualquier sitio sin que nadie la molestara, incluso en pleno asedio.
—Hablaré con tu padre —le prometió el Peregrino.
Así que llegaron a un acuerdo esa misma tarde. Fionnuala iría varios días a la semana al hospital y en ocasiones se quedaría a dormir allí.
—Quién sabe —le comentó el padre a Ailred—, a lo mejor ha madurado.
El tercer día que el arzobispo y Gilpatrick salieron a negociar, el Rey Supremo hizo una oferta.
—Que Strongbow se quede Dublín, Wexford y Waterford y no habrá necesidad de luchar.
En muchos sentidos era una oferta generosa. El Rey Supremo estaba dispuesto a ceder el puerto más importante de Irlanda al lord inglés; sin embargo, a Gilpatrick le pareció que también era una oferta muy conservadora. De regreso, el arzobispo resumió la situación cuando comentó:
—Supongo que, en cierta forma, es un simple cambio en los puertos. Cambiamos a los escandinavos por los ingleses.
«Exacto», pensó Gilpatrick. Incluso en ese momento, después de tres siglos de convivencia entre los dos pueblos, los irlandeses seguían considerando los antiguos puertos vikingos como lugares aparte, aunque fueran vitales para la riqueza de la isla.
Para los antiguos clanes y para el rey supremo O’Connor del Connacht, poco importaba quién los controlara, mientras no invadieran el verde y fértil interior.
Pero el rey O’Connor no era tonto. La oferta también tenía su malicia. Estaba dispuesto a renunciar a Dublín, pero también quería asegurarse de que Strongbow reducía el tamaño de su ejército. Por tanto, tenía que negarles lo único que les permitiría quedarse allí: tierras, las concesiones feudales de tierra a cambio de servicios militares. Por eso habían ido allí, desde el pobre y joven Peter FitzDavid hasta la familia de Strongbow. La oferta del Rey Supremo les negaba aquellas tierras.
—Esperemos que Strongbow acepte —dijo el santo arzobispo.
Gilpatrick tenía sus dudas.
Al día siguiente, antes de que hubiera una respuesta, Gilpatrick vio a Peter FitzDavid en las Casetas de pescado. Se saludaron cordialmente, pero con cierto recelo. Debido al avance del asedio, era poco aconsejable una visita a casa de sus padres fuera de las murallas. Además, como su padre estaba de parte del Rey Supremo, no debería de haber visto a Peter en ese momento; sin embargo, hablaron con suficiente cortesía, hasta que Peter, como quien no quiere la cosa, preguntó:
—¿Cómo van los planes para las nupcias de tu hermana?
Gilpatrick frunció el entrecejo. ¿Por qué le daba la impresión de que aquella pregunta no era sincera? ¿Podía ser que su amigo albergara esperanzas a ese respecto? Después de todo, hacía unos años él mismo había pensado en ello, pero en ese momento el futuro de Peter no parecía muy prometedor. Difícilmente podía ser un buen partido. Sonrió con ironía. Aunque, ya puestos, no estaba muy seguro de si era muy caritativo desear que su temperamental hermana se uniera a él.
—Tendrás que preguntarle a mis padres —dijo bruscamente antes de alejarse.
Era indudable, tuvo que admitir Una, que Fionnuala había cambiado. Puede que no consiguiera ir todos los días, pero cuando lo hacía, trabajaba duro y sin quejarse. Por parte de los enfermos no había otra cosa que alabanzas. Ailred estaba encantado y se preocupó de decirle a su padre lo que había mejorado. Unas veces se quedaba por la noche en el hospital y otras se iba por la tarde, pero siempre avisaba con tiempo a Una.
Nunca tuvieron problemas con los soldados. Los centinelas más avanzados estaban muy cerca, pero sabían quién era y dónde iba. En una ocasión, incluso, Una y ella fueron a dar un paseo por el puente, nadie las molestó y tras intercambiar unas palabras con los soldados ingleses del otro extremo, las dejaron regresar.
Con todo, cuando la segunda semana de asedio dio paso a la tercera, el cerco a la ciudad empezó surtir efecto. Además de las fuerzas que había alrededor de las murallas, los hombres del Ulster que estaban en Clontarf habían alejado todos los barcos que pretendían entrar por el Liffey.
A Dublín no llegaba por tierra ningún tipo de provisiones y las reservas iban agotándose poco a poco. Tampoco llegaba ninguna noticia.
Habían pasado meses desde la última vez que había sabido algo de su padre en Rouen. Un marinero había ido al hospital y había dejado un mensaje de MacGowan en el que decía que él y el resto de la familia estaban bien, que había encontrado trabajo como oficial con otro maestro, pero que la vida era dura y que, si estaba a salvo con el Peregrino, debía quedarse con él. También le había preguntado al marinero si había encontrado al perro que había perdido cuando la familia se marchó.
El perro. Una se dio cuenta de que su padre se refería a la caja fuerte. Ese era el momento que había estado temiendo. Después del terrible descubrimiento, había pasado semanas enteras pensando qué iba a contarle a su padre. No soportaba imaginar la pena y la preocupación que le causaría saber la verdad; sin embargo, el Peregrino se había mostrado firme con ella.
—Has de decírselo, Una. Imagínate que regresa creyendo que tiene una fortuna aquí y descubre que no hay nada. Sería mucho peor.
Así que envió un mensaje diciendo que el perro se había perdido; no había vuelto a tener noticias de su padre desde entonces. No había forma de saber si estaba vivo o muerto.
A pesar de haberla besado, Peter no esperaba realmente volver a ver a Fionnuala, pero dos días después de su primera visita, uno de los soldados que estaba en el jardín entró en la casa para decirle que en la puerta había una joven que decía tener un mensaje para él de parte de uno de los sacerdotes. Al verla allí, pensó que era verdad que le llevaba un mensaje de Gilpatrick. Su saludo fue tan formal como amable y cuando le preguntó si podía acompañarla hasta la iglesia de Cristo, aceptó amablemente. Aunque aún se sorprendió más cuando fueron a las Casetas de pescado y se volvió hacia él para decirle:
—No tengo ningún mensaje de Gilpatrick.
—¿No?
—Estaba pensando que debería ir a tus aposentos cuando no haya tanta gente —continuó con toda calma.
—¡Ah!
Se detuvo en una caseta, miró la fruta para ver si estaba buena y después continuó andando.
—¿Te gustaría?
No había duda de a qué se refería. A menos que estuviera jugando algún tipo de juego con él, y Peter no lo creía, le estaba pidiendo una cita en secreto.
—Me encantaría —se oyó decir.
—Puedo venir mañana a última hora de la tarde…
Peter sabía que los hombres de armas tenían guardia a esa hora. El caballero con el que compartía la casa tal vez estaría, pero podía llegar a algún acuerdo con él.
—Mañana estará bien.
—Estupendo. Ahora tengo que irme a casa.
Al día siguiente, mientras esperaba solo en la casa, sufrió algún momentáneo ataque de ansiedad. No creía que la joven fuera una espía. No había ninguna posibilidad de que su padre o su hermano dejaran que perdiera la virtud por motivo alguno. La otra posibilidad era que, detrás de su máscara de recato, escondiera un carácter completamente diferente. Que él supiera ya se había acostado con medio Dublín.
¿Le importaba? Pensó en ello. Sí. Era un joven con los mismos apetitos sexuales que cualquier hombre de su edad, pero también era muy escrupuloso. No quería que lo sedujera la prostituta de la ciudad. ¿Por qué? Podía incluso no estar limpia. Enfermedades de transmisión sexual las había en toda Europa, sobre todo en los puertos y se decía que se contraían más desde que habían empezado las Cruzadas. Peter no conocía a nadie que se hubiese contagiado en Irlanda, pero nunca se sabía.
Entonces se dijo a sí mismo que sus miedos eran una tontería. Era simplemente una joven más que daba la casualidad de que era la hija de un sacerdote. En sí mismo, eso conllevaba otros peligros en los que no quería pensar; sin embargo, a pesar de todo, cuando llegó el día siguiente, estaba un poco nervioso.
No tendría que haberse preocupado. Cuando Fionnuala apareció, le dio la impresión de que también estaba pálida y nerviosa. Le preguntó si estaban solos y cuando le contestó que sí, pareció aliviada, pero al mismo tiempo trastornada, como si no estuviera segura de qué hacer. Peter había preparado un poco de hidromiel caliente y tortas de avena y le preguntó si quería. Fionnuala asintió agradecida y se sentó en el banco al lado del horno para comérselas. Bebió el hidromiel. Peter le ofreció más. Después de tomarlo y sentirse un poco eufórica, se volvió hacia él y le preguntó:
—Has hecho el amor con otras mujeres, ¿verdad?
Entonces, Peter lo entendió y sonrió amablemente.
—Sí, no te preocupes.
La hizo entrar en la casa, que estaba en penumbra a excepción de la franja de luz del sol que se colaba por la puerta. Iba a ayudarla a quitarse la capa, pero lo apartó; después, frente a él, se quitó la ropa despacio y se quedó desnuda.
Peter contuvo el aliento. Su cuerpo era pálido y esbelto, y sus pechos algo más grandes de lo que esperaba; era la mujer más hermosa que había visto nunca. Se acercó a ella.
Dos días más tarde volvieron a verse. En esa ocasión tuvo que contárselo al caballero con el que compartía alojamiento. Divertido y con una palmadita de felicitación en la espalda, su compañero le aseguró que se ausentaría hasta el anochecer y que era un hombre de palabra. Antes de irse, Fionnuala le prometió que volvería al día siguiente. Le preguntó cómo podía visitarlo sin despertar comentarios en la ciudad. Era sencillo, le explicó: había vuelto a trabajar en el hospital y de camino pasaba por la ciudad.
—Así que cuando quiero venir aquí, digo en el hospital que tengo que ir a casa. Y cuando llego a casa digo que acabo de llegar del hospital. Nadie se entera.
Al poco empezaron a hacer el amor apasionadamente un día sí, otro no; enseguida Fionnuala sugirió:
—Mañana por la noche puedo quedarme.
—¿Dónde nos vemos?
—En el muelle hay un almacén.
Resultó ser un lugar precioso. Estaba al final del muelle de madera y tenía un desván en el que se guardaban balas de lana. En uno de los extremos del desván había una gran puerta doble que daba al agua, con una magnífica panorámica del río en dirección al mar. Las noches de verano eran cortas y cálidas, las balas de lana proporcionaban una confortable cama y, al clarear, abrieron las puertas y vieron salir el sol en el estuario, inundando de luz el Liffey, mientras volvían a hacer el amor.
Más tarde, tras comer las provisiones que habían llevado con ellos, Fionnuala se escabulló por la puerta occidental, donde los guardias pensaron que había llegado directamente desde su casa. Peter esperó un rato y después, cuando las primeras personas empezaban a moverse por el muelle, volvió a su alojamiento.
Iba por las Casetas de pescado cuando distinguió a Gilpatrick.
Por un momento pensó en si podría evitarlo, pero Gilpatrick lo había visto y se acercaba a él sonriendo.
—Buenos días, Peter. Has madrugado —lo saludó estudiándolo con una mirada divertida. Peter pensó que seguramente tendría un aspecto muy descuidado después de lo de la noche anterior y se pasó la mano por el pelo para alisarlo—. Parece que has tenido una noche agitada —comentó con cierto brillo en los ojos—. Mejor será que vayas a la iglesia y te confieses —le aconsejó, pero por debajo de aquella sutil forma de tomarle el pelo, notó cierta reprobación sacerdotal.
—No he podido dormir. ¿Has visto salir el sol en el estuario alguna vez? Es precioso.
Evidentemente, Gilpatrick no le creía.
—Acabo de ver a mi hermana.
Peter notó que se había puesto pálido e intentó contenerse.
—¿Tu hermana? ¿Qué tal está?
—Me alegra decir que trabajando duro en el hospital.
¿Le estaba mirando de forma distinta? ¿Había hecho alguna conjetura? Peter bostezó y meneó la cabeza para disimular su confusión. ¿Qué le estaba contando?
—Fionnuala y Una venían desde el hospital. ¿Conoces a Una MacGowan? Estás viviendo en su casa.
—No, no la conozco.
Fionnuala debía de haber ido muy rápido. Agradecido, masculló que tenía que marcharse y se escabulló.
Pero cuando estaba de vuelta en sus aposentos, se sintió intranquilo. Su aventura con Fionnuala había sido tan inesperada que no había tenido tiempo de meditar sobre ella. El encuentro con Gilpatrick había hecho que viera las cosas de otra manera. El joven sacerdote había imaginado que había pasado la noche con una mujer. La gente que vivía en su casa también lo sabía, pues cuando entró los vio intercambiar miradas. Eso significaba que pronto la mayoría de las tropas inglesas de Dublín se enterarían. Por supuesto, dentro del ejército, aquello no haría nada más que aumentar su reputación, pero también era peligroso. La gente podría preguntar quién era la joven e intentar enterarse.
¿Y si lo hacían? Al imaginarlo le entró un pánico terrible y gélido. Había que tener en cuenta quién era la joven, la hija de un eclesiástico próximo a Lawrence O’Toole, jefe de una importante familia local; hermana de un sacerdote que participaba en las negociaciones con el Rey Supremo. Era exactamente la gente que Strongbow necesitaba como amigos si quería ocupar el lugar de Dermot en el Leinster. Poco importaba que hubiese sido la joven la que lo hubiera seducido a él, al acostarse con ella había deshonrado a su familia. No tenía ninguna duda sobre el comportamiento que se esperaba de una hija soltera en una familia importante como aquélla; además, había abusado de la amistad de Gilpatrick y de la hospitalidad de sus padres. Jamás le perdonarían. Pedirían su cabeza y Strongbow lo sacrificaría sin pestañear. Estaba acabado.
¿Había alguna salida? ¿Qué pasaría si pusiese fin a la aventura en ese momento y nadie se enterara? El recuerdo de la noche que acababa de pasar inundó sus pensamientos; su olor, la cálida e intensa pasión que habían compartido, los largos y eróticos momentos en los que su pálido cuerpo se enroscaba al suyo, las cosas que habían hecho. Un hombre se enfrentaría a la muerte por una noche como aquélla. ¿Tenía que renunciar a ello?
Puede que no, pensó, pues se le había ocurrido algo. Incluso si lo descubrían, el resultado no tenía por qué ser malo. ¿Y si lo negaba descaradamente y lo trataba todo como si fuera un noviazgo en tiempos de guerra? Estaba seguro de que eso sería lo que haría alguien como Strongbow. Si descubrían a Fionnuala, si se corría la voz de que la habían deshonrado, no tendría muchas posibilidades de casarse con un príncipe irlandés. Y para salvaguardar su reputación, su familia tendría que consentir, aunque fuera a regañadientes, que se casara con él. Pensó en la situación del padre: los ingresos por las propiedades eclesiásticas, la gran extensión de terreno que poseía en la costa y su abundante ganado. Fionnuala iba a recibir una cuantiosa dote, aunque solo fuera por preservar el honor de la familia. Como marido de una joven de tan importante familia en el Leinster, ¿no tendría más posibilidades de que Strongbow, que estaba casado con una princesa del Leinster, se fijara en él? Si mantenía la calma, aquel asunto podría acabar siendo lo mejor que había hecho en su vida.
Dos días más tarde volvió a pasar la noche con Fionnuala.
El asedio de Dublín continuó unas semanas más. Alrededor de la ciudad, los sitiadores vivían bien. Con el ganado, los jardines, los huertos y los campos, tenían a su alcance todos los productos de la zona. Podían disfrutar del cálido verano en sus campamentos y esperar que madurara la cosecha.
Sin embargo, intramuros, las cosas no eran tan placenteras. A pesar de que habían cortado el suministro de agua que provenía del sur, disponían de la suficiente; además, en el Liffey había peces, aunque no en abundancia. Todavía poseían los graneros de la ciudad, algunos huertos y cerdos; no obstante, al cabo de seis semanas, Strongbow advirtió que, incluso racionando la comida a sus tropas, solo podría aguantar otras tres o cuatro semanas. Después tendrían que empezar a sacrificar a los caballos.
A Gilpatrick no le sorprendió que a la sexta semana de asedio lo llamara el arzobispo O’Toole para que fuera con él al campamento del Rey Supremo. Intuyó que en aquella ocasión iba a ser la única persona que acompañaría a su eminencia. Salieron a mediodía y cabalgaron por el largo puente de madera hasta la parte norte del Liffey, y después un rato por la orilla hacia el oeste, hasta que llegaron al punto en el que iban a reunirse con el Rey.
El arzobispo parecía cansado. Su ascética y finamente dibujada cara mostraba arrugas de preocupación alrededor de los ojos y Gilpatrick supo que no se debían solamente a que sintiera el peso de la responsabilidad, sino que su sensible y poético carácter sufría un dolor casi físico cuando contemplaba el sufrimiento de otras personas. Cuando asesinaron al rey de Dublín, tras el infructuoso ataque el año anterior, el santo obispo se mostró visiblemente afligido. En ese momento, estaba muy preocupado, ya que Strongbow todavía no había aceptado las ofertas del Rey Supremo y solo conseguía ver un futuro de sufrimiento y derramamiento de sangre. «Se culpabiliza de lo ocurrido —le dijo Gilpatrick a su padre—. Por supuesto, él no tiene la culpa, pero esa es su forma de ser».
Cuando llegaron al punto de reunión, se encontraron con que les habían preparado una suntuosa recepción. Habían levantado una caseta con techo de paja y pared de mimbre en la parte norte; las demás estaban abiertas. En el interior había bancos cubiertos con cojines de lana y telas y mesas dispuestas con un espléndido banquete.
El Rey Supremo, acompañado de algunos de sus jefes más importantes, les dio una cálida y respetuosa bienvenida, y los invitó a comer, algo que, al menos Gilpatrick, estuvo encantado de hacer.
A pesar de su genuina amabilidad, no se le escapó el significado de aquel festín. El Rey Supremo les estaba haciendo saber que tenía abundancia de provisiones, mientras que el aspecto de la cara de Gilpatrick le decía al Rey lo que este había sospechado: la comida escaseaba en la ciudad.
El rey O’Connor era un hombre alto y fuerte, de cara ancha y una mata de pelo castaño rizado que le caía reluciente hasta casi los hombros. Sus ojos oscuros tenían un brillo que, según había oído decir Gilpatrick, fascinaba a las mujeres.
—Llevo aquí seis semanas —le dijo—, pero como puedes comprobar, desde la ciudad no nos ven, así que, por favor, no informéis de dónde estamos. Puedo bajar al Liffey y darme un baño todas las mañanas —le contó sonriendo—. Si Strongbow quiere, no me importará estar aquí un año o dos.
Gilpatrick comió de buena gana. Incluso el ascético arzobispo aceptó tomar un par de vasos de vino. Para regocijo de Gilpatrick los agasajaron con un diestro arpista y, lo que era mejor, un bardo recitó para ellos una de las antiguas leyendas irlandesas, la del guerrero Cuchulainn y cómo consiguió su nombre. Con disposición apacible, el reducido grupo de hombres empezó a discutir el problema con los ingleses.
—Tengo una nueva oferta —dijo el arzobispo— que os sorprenderá. Strongbow sigue queriendo el Leinster, pero… está dispuesto a ocuparlo según la costumbre irlandesa. Hará un juramento y ofrecerá rehenes. En términos ingleses, seréis su señor. —Miró atentamente al Rey Supremo—. Sé que pensáis que tenía la intención de conquistar toda la isla, pero no es así. Está dispuesto a aceptar el Leinster de vuestras manos y guardaros el debido respeto. Creo que es una oferta que ha de tomarse en serio.
—Lo mantendrá como hizo Dermot.
—Así es.
El Rey Supremo suspiró y después estiró sus largos brazos.
—¿No es ese precisamente el problema, Lorcan? —Hablaban en irlandés y el Rey utilizó el nombre del arzobispo—. Vos no habríais confiado en Dermot. Ese hombre estaba dispuesto a sacrificar a su propio hijo por romper su juramento. ¿Me estáis diciendo que Strongbow es diferente?
—No me gusta ese individuo —confesó O’Toole con toda franqueza—, pero es un hombre de honor.
—Si es así, Lorcan, me contestaréis a esto: ¿cómo es posible que ese hombre de honor esté dispuesto a jurarme lealtad y a considerarme su señor si ya lo ha hecho con el rey Enrique de Inglaterra? ¿No lo veis como una contradicción?
El arzobispo parecía desconcertado y miró a Gilpatrick.
—Creo —dijo este— que puedo explicároslo. Técnicamente no creo que Strongbow haya rendido homenaje al rey Enrique por sus tierras en Inglaterra. —Al ver que los otros dos hombres parecían no entender, les explicó—: Allí, cada metro de tierra tiene un señor, así que es necesario rendir homenaje a un señor diferente por cada trozo de tierra. —Sonrió—. Por ejemplo, muchos de los grandes señores como Strongbow rinden homenaje a Enrique por sus tierras en Inglaterra y al rey de Francia por sus tierras en Francia.
—Así pues, ¿dónde reside su lealtad? —preguntó el Rey Supremo.
—Depende del lugar en el que se encuentren.
—¡Dios mío! ¿Qué clase de gente son estos ingleses? No me extraña que le gustaran a Dermot.
—Para ellos un juramento no es una cuestión personal —continuó Gilpatrick—, sino más bien algo formal. —Buscó una característica que expresara el espíritu del feudalismo de Plantagenet—. Podría decirse, supongo, que están más interesados en la tierra que en las personas.
—Dios los perdone —murmuró el arzobispo, que intercambió una mirada horrorizada con el rey O’Connor.
—¿Creéis que si tuviera el Leinster y la posibilidad de recompensar a todos sus hombres armados, y a los que pudiera traer, se podría confiar en que Strongbow no atacaría el resto de provincias de Irlanda? —preguntó el rey O’Connor. Y antes de que el santo arzobispo pudiera contestar, continuó—: Lo tenemos bien encerrado en Dublín, Lorcan. No puede hacer nada. Dejemos que continúe ahí hasta que acepte nuestra oferta de quedarse con los puertos. Eso o la hambruna. No necesitamos negociar con él o aceptar esos juramentos ingleses que no se hacen con el corazón.
Para Fionnuala, las embriagadoras semanas de verano habían sido una revelación. Jamás se había dado cuenta de lo aburrida que había sido su vida hasta entonces.
Por supuesto, sabía que se aburría: por sus padres, sus hermanos —tampoco es que los viera tanto, gracias a Dios—, su vida en Dublín y en el hospital. Estaba harta del Peregrino y de su mujer. Incluso se había cansado de Una, cuyas intenciones eran buenas, pero que siempre intentaba controlarla. En su compañía se sentía como un caballo de carreras criado para correr, pero obligado a tirar de un carro pesado.
¿Qué era lo que quería? No lo sabía bien. Algo más: un cielo más amplio, una luz más intensa.
¿Qué hacía una joven cuando se aburría? Robar manzanas no era muy divertido. Estaban los chicos del lugar para flirtear con ellos, aunque sabía que podía molestar a sus padres, pero la verdad era que los chicos de allí la aburrían y los viejos del hospital habían sido simplemente un pasatiempo. Últimamente había podido pensar en los soldados ingleses, aunque la mayoría parecían toscos y tenía más miedo a que la violaran que a que la sedujeran. Algunos de los caballeros eran bien parecidos, pero se le antojaban demasiado mayores y le infundían cierto respeto.
Pero cuando el amigo de Gilpatrick, el caballero de Gales, apareció en su casa, pensó que era el joven más guapo que había visto en toda su vida. En ese mismo instante, supo que iba a ser la persona que le abriría las puertas a la gran aventura de la vida. El resultado había superado sus más desenfrenadas expectativas.
Lo llamaba: «Galés», al igual que lo había hecho su padre. «Mi galés». Conocía todos los rizos de su pelo y cada centímetro de su cuerpo orgulloso y juvenil. A veces incluso se maravillaba de poder poseer un bien tan preciado.
¿Estaba enamorada? No exactamente. Estaba demasiado entusiasmada, demasiado ensimismada como para estar enamorada. Por supuesto, su despertar sexual había sido maravilloso, lo mejor que le había ocurrido nunca, como se confesaba a sí misma. Pero la aventura, el juego, era lo más emocionante. Cuando acudía a sus citas, lo que más la excitaba era saber que los estaba engañando a todos. Era saber que acababa de salir de la cama de Peter, mientras Una se ocupaba de asuntos serios, lo que hacía que las mañanas en el hospital le parecieran llenas de luz y de vida. Era saber que lo que se traía entre manos era peligroso y que estaba prohibido lo que la hacía temblar de expectación cuando su joven amante se acercaba y la encendía y llevaba a la cúspide de la pasión.
Aparte de que la descubrieran también había otro riesgo. Incluso en la Edad Media, las mujeres sabían cómo poner barreras a la concepción, aunque fueran imperfectas, permeables e inciertas. Conocía el riesgo y, sin embargo, intentaba ignorarlo. No se rendiría y continuó con su aventura. Era amor, era pasión, era tener algo que hacer.
Tres días después de la infructuosa visita de su hermano al Rey Supremo, Fionnuala, en pie en la entrada del hospital, vio que Una iba hacia allí corriendo desde la puerta occidental. Era casi mediodía. Fionnuala había pasado la noche anterior con Peter, en el muelle, y había llegado temprano al hospital, como de costumbre. Una hora antes, Una había ido a la ciudad a hacer un recado. Su amiga volvía corriendo como si le hubiese picado una abeja. No le costó mucho enterarse de la causa.
—Después de ir a la catedral a rezar por mi pobre familia, y por ti también, Fionnuala, he visto a tu padre —dijo, dirigiéndose hacia un rincón para que no pudiera oírlas nadie—. Me ha dicho que se alegraba de que pasaras tanto tiempo en el hospital y que como anoche la pasaste aquí no pudo decirte que acudieras a casa esta tarde porque tenéis visita. Me he quedado petrificada y le he dicho que te avisaría. He estado a punto de contarle que no habías pasado la noche en el hospital —le confesó mirándola con los ojos llenos de reproche—. Así que si no estabas allí ni estabas aquí, ¿dónde demonios estabas?
—En otro sitio —contestó, mirando a su amiga de forma enigmática. Estaba disfrutando.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Bueno, si no estaba aquí ni estaba allí…
—No juegues conmigo, Fionnuala —replicó Una muy enfadada. Miró a su amiga con detenimiento—. No estarás diciendo que… ¡Oh, Fionnuala! ¿Estabas con un hombre?
—Puede.
—¿Estás loca? ¡Por todos los santos! ¿Quién era?
—No te lo voy a decir.
La bofetada la pilló por sorpresa y casi la tiró hacia atrás. Intentó devolvérsela, pero Una la esperaba y le sujetó la mano.
—¡Niña idiota! —gritó Una.
—Estás celosa.
—Muy propio de ti. ¿No has pensado en cómo puedes acabar? ¿No te importa ni tu reputación ni tu familia?
Fionnuala se ruborizó y sintió que se estaba enfadando.
—Si sigues gritando, seguro que se entera todo Dublín —le espetó enojada.
—Tienes que dejarlo, Fionnuala —dijo Una bajando la voz hasta que casi fue un susurro—. Tienes que dejarlo ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde.
—Puede que lo haga y puede que no.
—Se lo diré a tu padre y él se encargará de que lo dejes.
—Creía que eras mi amiga.
—Y lo soy, por eso te lo digo: para salvarte de ti misma, niña tonta.
Fionnuala guardó silencio. Lo que más le molestaba era el tono condescendiente de su amiga. ¿Cómo se atrevía a darle órdenes?
—Si lo cuentas, Una —dijo lentamente—, te mataré.
Había pronunciado esas palabras tan despacio y con tanta fuerza que Una, muy a su pesar, se puso pálida. Fionnuala la miró fijamente. ¿Lo decía en serio? Casi no se reconocía a sí misma. ¿Estaba destruyendo su amistad? En todo caso, se dio cuenta de que no era buena idea amenazar a Una.
—Lo siento, Fionnuala. He de hacerlo.
Fionnuala calló y miró al suelo. Después suspiró y empezó a observar con nostalgia la puerta occidental. Después bajó la vista y se quedó quieta un par de minutos, antes de lamentarse.
—¡Una, es muy difícil!
—Lo sé.
—¿Crees que realmente tengo que hacerlo?
—Sí.
—Dejaré de verlo.
—¿Ahora? ¿Lo prometes?
Fionnuala la miró con ironía.
—Si no lo hago, se lo dirás a mi padre.
—Tendré que hacerlo.
—Ya —dijo con un suspiro—. Te lo prometo. Lo dejaré, te lo prometo.
Después se abrazaron, Una lloró y Fionnuala también. «Ya lo sé, ya lo sé», murmuraba Una, mientras Fionnuala pensaba: «Tú no sabes nada, mojigata». Y solucionaron aquel asunto.
—Pero no debes descubrirme. Porque incluso si no vuelvo a ver a ese hombre en mi vida, sabes muy bien lo que hará mi padre. Me azotará hasta que no pueda mantenerme en pie y me meterá en un convento en Hoggen Green. Ya me ha amenazado alguna vez con eso. ¿Me lo prometes? —le pidió mirándola con ojos suplicantes—. ¿Me lo prometes?
—Sí.
Aquella tarde, de camino a casa, Fionnuala reflexionó. Si quería continuar su aventura sin que Una interfiriese, tendría que tomar nuevas precauciones. Quizá debería ir al hospital con su padre o su hermano una mañana para que viera que había estado en su casa. Tendría que quedar con Peter alguna tarde y una vez hubiese acallado las sospechas de Una, sin duda podría continuar con su aventura como antes. Estaba tan ocupada con esos pensamientos que casi olvidó por qué tenía que estar en casa a tiempo.
Llegó a la puerta que había al lado de la iglesia. Vio dos caballos y se acordó de que tenían visita, aunque aquello no le despertó ninguna curiosidad. Con todo, tuvo el suficiente sentido común como para estirarse la ropa y pasarse la mano por el pelo antes de entrar. Como era verano, habían puesto unos bancos y caballetes en la hierba. Su padre y su madre sonreían, al igual que su hermano Gilpatrick.
Todos se volvieron de una forma que sugería que la habían estado esperando y hablando de ella.
Su madre se acercó a la chica sin dejar de sonreír, pero con una mirada extraña.
—Ven Fionnuala, nuestros invitados han llegado pronto. Ven y saluda debidamente a Brendan y Ruairi O’Byrne.
Una semana después de la amenaza de Una, Peter FitzDavid seguía viendo a Fionnuala. Tenían cuidado, se citaban por las tardes o antes de anochecer, y no pasaban la noche juntos. La llegada de los primos O’Byrne les había venido bien. Fionnuala había animado, con toda astucia, a que su padre los llevara a verla al hospital. Allí la habían encontrado, recatada y piadosa, trabajando con Una y la mujer del Peregrino y, a su vez, Una había visto que Fionnuala tenía un pretendiente serio.
—No es capaz de pensar que pueda ver a otro hombre teniendo la oportunidad de casarme con un O’Byrne —le dijo a Peter entre risas.
Peter no pensaba tan a la ligera de las personas recién llegadas. Gilpatrick le había dicho que Brendan O’Byrne era el pretendiente que sus padres querían para su hija, pero que si ella le gustaba a él o si los principescos O’Byrne creían que Brendan podía encontrar algo mejor estaba por ver. Su primo Ruairi era otra cosa y los padres de Gilpatrick no se habían alegrado de verlo.
—Brendan es un hombre bueno y honrado, pero Ruairi es el más alto de los dos —le dijo Gilpatrick con mirada glacial—. No sé por qué ha venido.
Peter pensó que podía imaginarlo. Seguramente Brendan había ido con su primo, a pesar de su reputación, como tapadera. Si hubiera ido solo, habría sido demasiado evidente; si decidía no proponerle matrimonio a Fionnuala, podría enfadar o incluso ofender al jefe; pero si los dos primos hacían una cordial visita y se iban, nadie podría decir nada contra ellos.
«¿Debería estar celoso de ese prudente príncipe?», se preguntó Peter. O’Byrne tenía toda la fortuna y posición que le faltaban a él. Era un excelente partido para Fionnuala. «Si tuviera algo de decencia —pensó—, debería apartarme y dejar de hacerle perder el tiempo a esta joven. Tú no eres nada más que un ladrón nocturno», se reprochó airadamente; sin embargo, después la chica fue a sus aposentos otra vez y cuando lo tenía apretado contra sí, cedió enseguida.
Además de su cuerpo, Fionnuala también había llevado comida, pues empezaba a escasear en la ciudad. Incluso Gilpatrick pasaba hambre:
—Mi padre tiene mucha en la iglesia —le había explicado—. Nadie me impide ir a verlo. El problema es el arzobispo. Dice que debemos sufrir junto a la gente de la ciudad. Lo malo es que él nunca come más que unos mendrugos de pan.
Había pocas posibilidades de que Peter le dijera que Fionnuala le llevaba comida a escondidas de casa de su padre casi todos los días.
Cierta mañana volvía de sus obligaciones como centinela en las murallas, después de haber dado permiso a sus hombres, ansioso ya por llegar a la cita que tenía con Fionnuala, cuando vio a Strongbow. El gran señor estaba sentado solo, mirando hacia el río, aparentemente perdido en sus pensamientos. Al suponer que no lo había visto, quiso pasar a su lado sin hacer ruido cuando sintió que lo llamaba por su nombre. Se dio la vuelta.
El gran señor tenía una cara impasible, pero a Peter le dio la impresión de que estaba deprimido. No era de extrañar. A pesar de que los sitiadores estaban cómodamente acampados lejos de las murallas, no quitaban ojo a las puertas. Era imposible enviar patrullas. Dos días antes, Strongbow había enviado un bote al amparo de la noche para ver si podían entrar furtivamente provisiones, pero el enemigo lo había capturado al otro lado de Clontarf y lo habían enviado de vuelta, en llamas, con la marea que subía. Entre los habitantes que quedaban en Dublín, y entre los soldados ingleses también, lo que más se repetía era: «El Rey Supremo lo tiene acorralado». Pero Strongbow era un comandante experimentado, Peter no creía que fuera a rendirse todavía. Sus ojos lo estudiaban como si estuviera pensando algo.
—¿Sabes lo que necesito en este momento, Peter FitzDavid? —le preguntó suavemente.
—Otra niebla —sugirió Peter—. Al menos podríamos escabullirnos.
—Quizá, pero más que eso, lo que me hace falta es información. Necesito saber dónde está el Rey Supremo y la exacta disposición de sus fuerzas.
«Así que está planeando romper el cerco», pensó Peter. La verdad era que no había otra opción; no obstante, para tener alguna esperanza de éxito, necesitaría pescar por sorpresa a los sitiadores.
—¿Quieres que salga a reconocer el terreno esta noche? —le preguntó.
Si volvía habiéndolo hecho, lo tendría de su parte.
—Puede, pero no estoy seguro de que lo consigas. —Lo miró fijamente y luego bajó los ojos—. El arzobispo y el joven sacerdote seguramente lo saben. ¿Cómo se llama? Padre Gilpatrick. Pero, por supuesto, no puedo preguntárselo.
—Conozco a Gilpatrick y nunca me lo diría.
—No, tienes que preguntárselo a su hermana. —Strongbow desvió la mirada hacia el río—. La próxima vez que la veas.
Lo sabía. Peter sintió que palidecía. ¿Él y cuántos más? Lo peor no era que supiera que se trataba de una aventura ilícita, sino lo que le estaba pidiendo. Utilizar a Fionnuala como espía o, al menos, engañarla para que le revelara esa información. Probablemente no supiera nada, pero esa no era la cuestión. Si quería ganarse el favor de Strongbow, tendría que enterarse de algo.
Por increíble que pareciera, la oportunidad le llegó esa misma tarde y le resultó más fácil de lo que imaginaba. Habían hecho el amor en la casa y les quedaba una hora hasta que ella se marchara. Hablaron despreocupadamente de los O’Byrne, que iban a volver al día siguiente, y sobre su vida en casa de sus padres.
—Creo que Strongbow tendrá que rendirse ante el Rey Supremo pronto —comentó—. No creo que esto pueda durar otro mes más y no hay ninguna posibilidad de que alguien venga a ayudarnos. —Sonrió—. Me alegraré de que esto acabe. Entonces podré ir a comer a tu casa, como prometió tu padre. Es decir, si para entonces no te has casado con Brendan O’Byrne —añadió indeciso.
—No seas tonto —le reprochó riendo—. No me casaré con Brendan; además, el asedio está a punto de finalizar.
Era su oportunidad.
—¿Sí? —preguntó como para que lo tranquilizara—. ¿Eso cree Gilpatrick?
—Sí. Ayer le oí decir a mi padre que el campamento del Rey Supremo está subiendo un corto tramo del río. Está tan seguro de que los ingleses no tienen ninguna oportunidad, que sus hombres se bañan en el Liffey todos los días.
—¿Sí?
—Con todos los grandes jefes. No les preocupa nada en absoluto.
Peter jadeó. Estuvo a punto de reflejar en su cara la satisfacción que le había producido, pero se controló, se puso melancólico y murmuró:
—Entonces no tenemos ninguna posibilidad. No hay nada que hacer. —Calló unos instantes—. Será mejor que no comentes con nadie lo que acabo de decir. Si Strongbow se enterara…, dudaría de mi lealtad.
—No te preocupes.
Pero su mente ya estaba trabajando a toda velocidad.
La tarde siguiente, los centinelas de los puestos de avanzada irlandeses vieron que Fionnuala salía del hospital y volvía como de costumbre hacia la puerta occidental de la ciudad. Como no podían ver la puerta meridional no sabían cuánto tiempo pasaba en Dublín antes de volver a su casa y, por tanto, no tenían ni idea de que iba al alojamiento de Peter y se quedaba allí hasta que casi anochecía, momento en el que los soldados del puesto de vigilancia cercano a la vivienda de sus padres la veían salir por la puerta meridional para ir a casa.
Era casi de noche cuando los centinelas de la parte occidental distinguieron a Fionnuala, que volvía al hospital, con su chal de color azafrán en la cabeza. Era muy raro en ella salir y volver el mismo día, pero la vieron entrar en el jardín del hospital y no volvieron a pensar en ello. Por eso, cuando al día siguiente por la tarde la vieron ir de nuevo al hospital se quedaron perplejos.
—¿La has visto tú volver a Dublín hoy? —preguntó uno de los centinelas a su compañero. Después se encogió de hombros—. Debo haberme confundido.
Al día siguiente, al amanecer, volvió a hacer el mismo recorrido. Aquello era del todo imposible. Los centinelas llegaron a la conclusión de que algo extraño estaba sucediendo y decidieron vigilarla con mayor detenimiento.
Cuando Peter llegó al hospital la primera noche, pasó por la puerta de entrada y se pegó contra la valla. Nadie lo vería. A esa hora los enfermos estaban todos dentro. Se quitó el chal de la cabeza y esperó. Lentamente fue haciéndose todo más oscuro. En esas fechas del verano solo había unas tres horas de verdadera oscuridad. El cielo estaba lleno de nubes pasajeras, pero había un trocito de luna. Aquello le iba bien. Necesitaba un poco de luz, pero no mucha. Esperó hasta pasada la medianoche antes de dar el siguiente paso.
Cerca del hospital pasaba una antigua carretera que llevaba hacia el oeste, la Slige Mhor. Aproximadamente a un kilómetro por esa carretera había un gran contingente de hombres, bloqueándola. Intentaría evitarla a toda costa. Sabía que en la parte del hospital que daba al río había una pequeña puerta. Caminó a hurtadillas hacia ella y salió fuera. Frente a él había un campo abierto con arbustos dispersos que llevaba a las pantanosas orillas del río. Con suerte, en la oscuridad podría pasar por allí.
Le costó una hora dejar atrás el campamento irlandés que había en la carretera, abriéndose paso con cautela y moviéndose solamente cuando las nubes cubrían la luna. Después pudo avanzar con más rapidez, aunque siempre con precaución. Siguió el río hasta que llegó ante donde creía que estaba el campamento del Rey Supremo. Después, se escondió entre unos arbustos, en una ladera en forma de terraza y se preparó para esperar el resto de la noche.
Resultó que casi había acertado. A la mañana siguiente, descubrió que el campamento estaba a menos de un kilómetro río arriba. Vio que las patrullas salían muy temprano y regresaban al cabo de unas horas. A media mañana, casi un centenar de hombres se metió en el río. Los soldados se quedaron allí un buen rato. Parecía que jugaban a pasarse una pelota y después volvieron todos a la orilla. Peter distinguió el brillo del sol en sus mojados y desnudos cuerpos.
El resto de la mañana la pasó en su escondite. Había llevado media hogaza de pan y una pequeña cantimplora de piel con agua. También se preocupó de estudiar el terreno a su alrededor, algo esencial para llevar a cabo el resto de su plan. A primera hora de la tarde se percató de que había otra cosa que tendría que hacer ese día, y que era peligrosa. Una hora más tarde salió de su rincón y con mucho cuidado atravesó un prado hasta llegar a un lugar arbolado y ligeramente más elevado. No volvió a su escondite hasta la noche, pero cuando lo hizo estaba seguro de que su plan funcionaría. No regresó al hospital hasta que oscureció y le resultó extraño esperar en la puerta del establecimiento, porque sabía que Fionnuala estaba trabajando esa noche a pocos metros de él. Permaneció allí y, al amanecer, tapado con el chal, volvió a pasar por el puesto de vigilancia irlandés, donde los centinelas lo confundieron con Fionnuala. A media mañana fue a ver a Strongbow.
Se lo contó todo —cómo había salido a hacer un reconocimiento y había visto bañarse al Rey Supremo—, pero omitió toda referencia a Fionnuala. Si Strongbow intuyó la verdad, no dio muestras de ello. Cuando Peter acabó de hablar, Strongbow parecía pensativo.
—Para aprovechar al máximo esa información, necesitamos sorprenderlos cuando se estén bañando y tengan la guardia baja, pero ¿cómo vamos a saberlo?
—He pensado en ello —dijo Peter, y le contó el resto de su plan.
—¿Puedes salir y pasar por delante de los centinelas otra vez? —preguntó.
Peter asintió.
—¿Cómo?
—No me preguntes —respondió—. Mañana por la mañana habrá marea baja —añadió—, así que puedes utilizar el vado además del puente para enviar a los hombres.
—¿Y dónde situamos a alguien para que espere tu señal?
—¡Ah! —exclamó sonriendo—. En el techo de la catedral de Cristo.
—El plan no carece de riesgos —resumió Strongbow, que repasó los detalles de la operación uno por uno—. De todos modos, si funciona, lo habrás hecho muy bien. Con todo, depende de otra cosa: de que haga una mañana clara y soleada.
—Es verdad —admitió Peter.
—Bueno —concluyó Strongbow—, merece la pena intentarlo.
El sol se ponía cuando los centinelas del puesto de avanzada vieron que una figura salía por la puerta occidental y echaba a andar hacia el hospital. Ya habían parado a Una por la mañana y a Fionnuala hacía una hora para asegurarse de quiénes eran. Decidieron hacer una comprobación más y uno de ellos cabalgó rápidamente hacia la figura. Ésta iba vestida de sacerdote, pero el centinela sospechó. El tipo llevaba la capucha puesta.
—¿Quién eres y dónde vas? —preguntó en irlandés.
—Soy el padre Pedro, hijo mío. —Aquella respuesta fue pronunciada con un relajado acento irlandés—. Voy a visitar a un pobre desgraciado al hospital —dijo, quitándose la capucha para mostrar una cabeza tonsurada al tiempo que sonreía amablemente al centinela—. Me esperan.
En ese momento, se abrió la puerta del hospital y apareció Fionnuala. Dio muestras de reconocer al sacerdote y lo esperó respetuosamente junto a la puerta.
—Seguid, padre —dijo el centinela un tanto avergonzado.
—Gracias. No creo que vuelva hasta mañana. Que Dios te acompañe, hijo mío.
El sacerdote se subió la capucha otra vez, continuó su camino y el centinela vio que Fionnuala le hacía entrar por la puerta y la cerraba tras él.
—Un sacerdote —informó el centinela—. Mañana vendrá otra vez.
Nadie volvió a pensar más en ello.
Mientras tanto, dentro del hospital, Fionnuala condujo a Peter a la habitación que iban a utilizar, que era una dependencia aparte a la que se entraba por una puerta exterior, en la que la amable y crédula Una les había prometido que nadie los molestaría.
Cuando estuvieron dentro, Peter se quitó la capucha y Fionnuala casi no pudo contener la risa.
—Llevas una tonsura exactamente igual que la de Gilpatrick —susurró.
—Menos mal, si no, habría tenido problemas con ese centinela.
De momento, Peter se felicitaba, todo había salido a la perfección. Su rapidez de pensamiento y su previsión de dos días antes lo habían hecho posible. Le dolía que aquello significara que tenía que engañar a Fionnuala y utilizarla, pero se dijo a sí mismo que era por una buena causa.
Sus cálculos habían sido precisos. Al enterarse de que Fionnuala estaría en el hospital las dos noches siguientes, decidió que no sería inteligente volver a utilizar el disfraz de mujer. A su regreso de la expedición de reconocimiento y al dar por sentado que tendría que volver otra vez, se le ocurrió esa nueva estratagema.
—Pasado mañana pasaremos la noche juntos —le dijo.
—¿En el muelle? —preguntó Fionnuala, insegura.
—No, en el hospital.
—¿En el hospital? ¡Tú estás loco! —le gritó.
—¿Hay algún rincón tranquilo? —preguntó.
Fionnuala, tras pensarlo unos instantes, contestó que seguramente.
—Escucha —le pidió sonriendo—, esto es lo que vamos a hacer.
En ese momento, mientras Fionnuala lo miraba atónita, pensó que era la cosa más arriesgada que había hecho en su vida, pero que, por increíble que resultase, ni siquiera había sido difícil. Fionnuala le había dicho a Una que necesitaba consuelo espiritual y su amiga se había compadecido de ella.
—Quiero confesarme con un sacerdote, Una —aseguró, y sonrió como pidiendo disculpas—. Es por esos O’Byrne. No sé qué hacer.
Cuando Una le preguntó en qué forma podía ayudarla, Fionnuala se explicó:
—No quiero que nadie me vea ir a casa de un sacerdote. Siempre tengo la impresión de que en Dublín todo el mundo me vigila. Así que le he pedido al sacerdote que venga aquí.
El Peregrino y su esposa siempre se iban a dormir temprano. El sacerdote podía verla a solas e irse tan tarde como fuera necesario. Para su alivio, Una había pensado que era una buena idea y ella misma sugirió que utilizaran la habitación que había al final del dormitorio de hombres.
—Si alguien pregunta, diré que el sacerdote ha venido a verme a mí —se ofreció. Cogió a Fionnuala de la mano y murmuró—: Te entiendo muy bien.
Por su parte, Fionnuala no pudo evitar pensar: «Menos mal que no es así».
No había nadie. Si Una vigilaba desde algún sitio, no se había dejado ver. Entraron en la habitación, en la que Fionnuala ya había encendido dos velas y había llevado algo de comida. Levantó la mano y le tocó la tonsura.
—Ahora debo pensar que tengo un sacerdote como amante —dijo con picardía. Lo miró perpleja—. ¿Cómo vas a explicar esa tonsura en los próximos días?
—Me la cubriré —le explicó Peter.
—¿Y lo has hecho solo por mí?
—Sí —mintió—. Y lo volvería a hacer.
Hablaron un rato. Antes de hacer el amor, Peter se despojó de la ropa de sacerdote. Fionnuala se fijó en que también se quitaba una almohadilla que llevaba en los riñones.
—Me duele la espalda —le explicó avergonzado.
—Yo te daré un masaje —se ofreció la chica.
Poco antes del amanecer se despertó y vio que Peter ya no estaba allí.
Se movía con cuidado, pero con rapidez. Tras salir por la puerta septentrional, siguió el mismo camino que la vez anterior. Al romper el alba llegó al pequeño promontorio arbolado que había marcado el día anterior. Ya había elegido su atalaya de vigilancia: un árbol alto desde el que gozaría de una buena panorámica. Con la temprana luz del día, subió a la rama que había elegido. Desde allí, apartando las hojas, veía la otra orilla, a la que irían los hombres del rey irlandés; también tenía buena vista hacia el este, hacia Dublín. A lo lejos veía el extremo meridional de la bahía. Los árboles que había en medio ocultaban la parte baja de la ciudad, pero distinguía claramente el techo de la catedral de Cristo. Desanudó las correas que llevaba atadas a la cintura y deshizo el paquete que tenía a la espalda. Se tomó su tiempo y desenvolvió el trapo que cubría aquel objeto delgado y duro. Lo estudió detenidamente. Ni una marca, ni una mancha.
Era un disco de metal pulido. Se lo había dado Strongbow. Era tan liso que podía ver todos los poros de su cara en el reflejo. El gran señor lo utilizaba como espejo. Peter puso la parte pulida hacia él. No quería correr el riesgo de delatar su posición. Miró hacia oriente y sonrió. El cielo estaba despejado. Pasó el tiempo. El cielo, hacia oriente, se hizo más claro, después adquirió un tono rojo y luego oro, hasta que empezó a resplandecer. A continuación, sobre la distante bahía, vio la abrasadora esfera del sol naciente.
Estaba listo, pero corría el riesgo de delatarse cuando diera la señal. Si los sitiadores irlandeses lo descubrían, seguramente lo matarían; él habría hecho lo mismo en su lugar. No obstante, aquello era un riesgo muy pequeño comparado con los favores que podía esperar por parte de Strongbow si la operación se culminaba con éxito. Estaba eufórico, pero esperó pacientemente. Empezaba a hacer calor, pues el sol se elevaba sobre la bahía.
Las patrullas del Rey Supremo habrían salido ya. Había visto algunas abandonando el campamento. Transcurrió media mañana y no vio señal de actividad alguna. Las patrullas habían salido más tarde que el día anterior. Quizá no se bañaran, después de todo. Soltó una maldición en voz baja. Pasó otra hora, era casi mediodía. Finalmente advirtió que en el campo sucedía algo. Un grupo de hombres apareció en la orilla con un gran objeto, pero no supo lo que era. Dejaron el bulto en lo alto de la pendiente. De momento, no llegaban más hombres. Parecía que transportaban cubos. Siguieron yendo y viniendo, arremolinándose alrededor del gran objeto. Entonces entendió lo que estaban haciendo. Estaban llenando una gran bañera. Sabía que a los irlandeses les gustaba bañarse en una bañera con agua caldeada con piedras calientes. El que hubieran colocado esa bañera allí solo podía significar una cosa: el Rey Supremo de Irlanda iba a darse un baño ceremonial.
Así fue. Antes de que acabaran de llenar el recipiente regresó la primera patrulla. En aquella ocasión, parecían más. Peter calculó que bajaban hacia el río unos doscientos hombres, y seguían llegando más. En cuanto todo estuvo preparado, vio a una figura que salía del campamento acompañada de una docena de hombres. La levantaron y la metieron en la bañera. Mientras sus soldados chapoteaban en el río, el rey O’Connor, rodeado de sus compañeros, se entregaba a sus abluciones reales.
Era perfecto. Peter no daba crédito a su suerte. Giró el reflector metálico, cuidando mucho el ángulo en que lo situaba, y empezó a moverlo adelante y atrás.
En el tejado de la iglesia de Cristo, el centinela vio un ligero destello de luz verdusca que provenía de un árbol y que reflejaba el brillo del sol. Un momento después, las puertas meridional y occidental de la ciudad se abrieron y cien hombres a caballo ligeramente armados, además de otros quinientos a pie detrás de ellos, se dirigieron hacia el vado, mientras doscientos caballeros con armadura tronaron al galope por el puente de madera.
La repentina brecha en el cerco a Dublín aquel día de verano por parte de las tropas inglesas fue fundamental en la historia de Inglaterra e Irlanda; cogió completamente desprevenidos a los sitiadores irlandeses, quizá confiados tras semanas de inacción. Cuando las fuerzas inglesas desbarataron las líneas irlandesas y se precipitaron por el Liffey hacia donde el Rey Supremo se estaba bañando, al rey O’Connor solo le dio tiempo de coger la ropa y salir corriendo en busca de refugio. Los soldados irlandeses de a pie que rodeaban el campamento fueron masacrados. En cuestión de horas, las fuerzas sitiadoras sabían que el Rey Supremo había sido humillado y que el ejército de Strongbow había roto el sitio. Los veteranos de guerra ingleses se movían a gran velocidad. Los accesos a la ciudad estaban asegurados y los ataques en punta de lanza de los caballeros armados devastaron todos los campamentos. Los irlandeses fueron incapaces de hacer frente a la bien entrenada maquinaria de guerra europea, una vez que esta pudo luchar en campo abierto. La oposición fue desapareciendo gradualmente. El Rey Supremo decidió retirarse, sabiamente, al menos de momento. El Leinster, sus ricas tierras, su ganado y sus prósperas cosechas estaban en las manos despiadadas y competentes de Strongbow.
El futuro de Peter FitzDavid parecía prometedor. Aquella misma noche, Strongbow lo recompensó con una pequeña bolsa de oro. A aquello, sin duda, seguirían cosas mejores. No era un héroe público. Al fin y al cabo, no había sido nada más que un explorador secreto. Lo que se contaría en todas partes y llamaría la atención de los cronistas sería la audaz rotura del asedio y la humillación del Rey Supremo al que habían sorprendido bañándose en el Liffey.
Pero a pesar de que el trabajo de Peter FitzDavid quedaría rápidamente olvidado, el papel que desempeñó Fionnuala en esos importantes acontecimientos no llegaría a conocerse jamás. Peter no la mencionó nunca, ni siquiera a Strongbow. Al día siguiente, cuando a Fionnuala le llegaron rumores de la actuación de Peter, imaginó algo de lo que había sucedido. Tras derramar lágrimas durante media hora, entendió que no podría contar a nadie, ni siquiera a Una, su infame conducta, ya que se sentía directamente implicada. De hecho, cayó en la cuenta, con gran frialdad, de que Peter podría hacerle mucho daño si algún día se decidía a contar lo que había hecho.
Dos días más tarde, lo encontró en el mercado. Fue hacia ella sonriendo, pero Fionnuala se percató de la vergüenza que había en sus ojos. Permitió que se acercara y armándose de toda la dignidad de la que fue capaz, dijo con tranquila frialdad:
—No quiero volver a verte nunca más.
A Fionnuala le pareció que quería decir algo, pero le dio la espalda y se alejó. Peter tuvo el suficiente sentido común como para no seguirla.
En su cálculo de los beneficios que podría reportarle el triunfo de Strongbow, había algo que Peter FitzDavid había olvidado.
Un mes después de la derrota del Rey Supremo, pasaba cerca de los aposentos del monarca cuando vio que Strongbow salía de allí. Inclinó la cabeza ante el gran hombre y sonrió, pero le dio la impresión de que Strongbow no lo había visto. Parecía distraído, casi demacrado. Se preguntó cuál podría ser la causa. Al día siguiente se enteró de que Strongbow se había ido. Había tomado un barco por la noche. Preguntó a uno de los comandantes dónde había ido y este lo miró de forma muy extraña: «A buscar al rey Enrique antes de que sea demasiado tarde. Strongbow tiene problemas».
El rey Enrique Plantagenet fue el soberano más dinámico de su tiempo. Su talento para sacar el mayor provecho a su favor en todas las situaciones, su éxito a la hora de expandir su poder y su agresiva administración lo hacían temible. Enrique también tenía otra devastadora habilidad: se movía con una extraordinaria velocidad. Todos los reyes medievales tenían cortes itinerantes que viajaban por sus dominios, pero los viajes que hacía Enrique eran vertiginosos. Cruzaba el canal de la Mancha varias veces en una misma estación y rara vez se detenía más de dos o tres días en el mismo sitio. Iba de una punta a otra de su imperio y aparecía cuando menos se lo esperaba. Y si alguien imaginaba que ese despiadado y hábil monarca iba a permitir que uno de sus vasallos estableciera una base de poder rival dentro de sus fronteras estaba muy equivocado.
Enrique llevaba tiempo observando los progresos de Strongbow en Irlanda. Mientras el rey Dermot estuvo vivo, el gran señor inglés siguió siendo un mercenario, sin importar lo que Dermot le hubiese prometido. Inmediatamente después de la muerte de Dermot, llegaron noticias de que Strongbow estaba atrapado en Dublín; sin embargo, ahora, de repente, Strongbow tenía un reino en el Leinster y obviamente la posibilidad de conquistar toda la isla.
Era una amenaza y una oportunidad al mismo tiempo.
—No le di permiso para que fuera rey —anunció. Ya había tenido suficientes problemas con uno de sus subordinados después de haber nombrado arzobispo de Canterbury a Becket—. Es mi vasallo. Si Irlanda es suya, entonces es mía —decidió.
Muy pronto, Strongbow se enteró de la noticia: «El rey Enrique no está contento. Viene en persona a Irlanda».
Con el fin del asedio, Una tuvo noticias de su padre y se puso muy triste. Parecía que la continua preocupación por la pérdida de la caja fuerte estaba teniendo un grave efecto en su salud y ella sabía que no era fuerte. El que se culpara por aquello y el estar separados no hacía más que aumentar su aflicción. En el mensaje que le había enviado le decía de nuevo que permaneciera donde estaba. Una pensó en la posibilidad de desobedecerle e ir a verlo a Rouen, pero el Peregrino le aconsejó que no lo hiciera. Sin embargo, lo que sí hizo fue enviarle un mensaje en el que le decía que según cómo se desarrollaran los acontecimientos, al cabo de algunos meses, podría regresar y el Peregrino y ella lo ayudarían a comenzar de nuevo. Así que trabajó duramente en el hospital y esperó a ver qué sucedía.
Una de las cosas que le gustaba era el cambio que se había producido en Fionnuala. «No cabe duda de que la visita del sacerdote le hizo mucho bien», pensó. Durante los días siguientes, Fionnuala estuvo triste y pensativa y le pareció que había adquirido una nueva calma y seriedad.
—Has cambiado, Fionnuala —se atrevió a decirle un día con amable aprobación—. Estaba pensando que seguramente se debe al tiempo que pasaste con el sacerdote.
—Eso será —murmuró esta y Una se alegró.
En aquel tiempo, aparecieron dos nuevas personas en su vida. Ya se había enterado por parte de Una de que los dos O’Byrne habían hecho una segunda visita y habían hablado con su padre, pero no esperaba que aparecieran en el hospital. Sin embargo, cuando lo hicieron una mañana, el Peregrino les enseñó el lugar y a Una le pareció que este mostraba un gran respeto a Brendan O’Byrne y no tanto a su primo Ruairi. Al final de la visita, como era hora de que Fionnuala se fuera, los dos O’Byrne se ofrecieron a acompañarla, pero esta fue a preguntarle al Peregrino si daba permiso para que Una fuera con ellos. «Pues claro», contestó el amable hombre. Así que salieron los cuatro y como el día era agradable decidieron pasear un rato por la Slige Mhor.
Una tuvo oportunidad de observarlos a todos. Fionnuala se estaba portando de maravilla: recatada, seria, con la cabeza baja, pero levantando la vista para sonreír amablemente a Brendan de cuando en cuando. Brendan le pareció impresionante. De pelo oscuro con un atisbo de canas prematuras y apuesto, irradiaba una seria estabilidad que le agradó muchísimo. Hablaba despacio, pero muy bien, y meditaba antes de dar una opinión. Hizo preguntas muy acertadas sobre el hospital. Si Fionnuala lo conseguía como esposo, ¿no harían una maravillosa pareja?
Su primo Ruairi era muy diferente. Era más alto que Brendan y de huesos más largos. Tenía el pelo castaño claro y muy corto. Llevaba barba de unos días, lo que le confería un aspecto varonil, como de joven guerrero. No parecía tan profundo y serio como Brendan, y en vez de hacer preguntas mientras recorrían el hospital, pareció contentarse con escuchar y observarlo todo esbozando una sonrisa, con lo que, al cabo de un tiempo, uno se preguntaba qué estaría pensando. A pesar de que sus pálidos ojos a veces se veían distantes, como si estuviera inmerso en un diálogo interior con él mismo, Una pensó que había tomado buena nota de todo lo que había visto. Se preguntó en qué se habría fijado de ella y de Fionnuala.
Al principio caminaron en grupo por la carretera hablando relajadamente, unos junto a otros. Ruairi comentó algo acerca de uno de los enfermos que había visto en el hospital que los hizo reír a todos. Después se dividieron en dos parejas, Brendan y Fionnuala delante; Una y Ruairi detrás.
Durante un rato dio la impresión de que a Ruairi le bastaba con seguir paseando mientras hacía algún comentario ocasional. Una, que todavía sentía un poco de vergüenza, se alegró de que todo fuera tan fácil y cuando le hizo alguna pregunta sobre él, Ruairi empezó a hablar y la conversación se animó.
Daba la impresión de que había estado en todas partes y había hecho de todo. Una se sorprendió de que alguien de su edad —seguramente todavía no tenía veinticinco años— pudiera haber hecho tantas cosas en tan poco tiempo. Le habló de los tratantes de caballos y ganaderos que conocía en el Ulster y el Munster y le explicó algunos de sus trucos. Le describió las costas del Connacht y las islas que allí había. Le habló de sus viajes con comerciantes, «cuando vivía en Cork». Había estado en Londres y en Bristol, así como en Francia. Una le preguntó con impaciencia si había estado en Rouen. No lo había hecho, pero le contó una buena historia acerca de un comerciante al que habían sorprendido en un turbio negocio.
—¿Tu primo Brendan también viaja tanto? —le preguntó.
—¿Brendan? —Una expresión que no logró descifrar le recorrió el rostro—. Prefiere quedarse en casa y ocuparse de sus asuntos.
—¿Y tú? ¿No te ocupas de tus asuntos en casa?
—Sí que lo hago —contestó mirando al frente, como si estuviese pensando en otra cosa—, pero pronto emprenderé otro viaje corto. Me voy a Chester.
Sin saber por qué, Una se entristeció al enterarse de aquello. Le dio la impresión de que, a pesar de todas las maravillas que había visto en sus viajes, en la vida de aquel refinado joven y en su alma inquieta faltaba algo.
—Tendrías que estar junto a un cálido fuego en tu casa —le recomendó—. Al menos durante un tiempo.
—Es verdad. Puede que lo haga cuando regrese.
Brendan y Fionnuala habían dado la vuelta. Parecía que querían seguir paseando, y Una estaba ansiosa porque así fuera, así que se dio la vuelta rápidamente para que ella y Ruairi fueran delante durante el camino de regreso. Ruairi habló menos durante el trayecto, pero a ella no le importó. A pesar de que casi no lo conocía, le pareció extraño lo cómoda que se sentía en su compañía. Jamás había conocido semejante sensación de serenidad, ni siquiera con el Peregrino. Era un buen hombre, el mejor. No lograba explicarse por qué. Volvieron al hospital intercambiando algunas palabras de vez en cuando y, aunque recorrieron una considerable distancia, no notó el paso del tiempo. Cuando se separaron, no pudo evitar desear que volvieran a verse algún día, a pesar de saber que aquello era una tontería.
El séptimo día de octubre de 1171, el rey Enrique II de Inglaterra llegó a Irlanda. Era el primer monarca inglés que lo hacía. Atracó en el puerto meridional de Waterford con un vasto ejército. Su intención no era conquistar la isla, por la que no sentía gran interés, sino arrebatarle el poder a su vasallo Strongbow y que le jurase obediencia. Antes de llegar ya había logrado hasta cierto punto su objetivo, puesto que el preocupado Strongbow lo había visto en Inglaterra y le había ofrecido todas sus conquistas en Irlanda; sin embargo, Enrique quería inspeccionar el lugar y ver si la sumisión de Strongbow era cierta.
El ejército que el rey Enrique había llevado consigo era verdaderamente formidable: quinientos caballeros y casi cuatro mil arqueros. Con ello y sin contar las ya vastas fuerzas de Strongbow, si quería podía barrer la isla por completo y aniquilar cualquier oposición en una batalla abierta. Enrique lo sabía muy bien, pero como sus siguientes actos demostrarían, el despiadado Plantagenet intentó, prudentemente, actuar con cautela, limitando sus objetivos. ¿Intentar someter a una isla cuyos habitantes estaban contra él? Era mucho más inteligente. ¿Esperaría a que a las señales y situaciones le fueran ventajosas? Precisamente eso fue lo que hizo.
Gilpatrick se quedó en pie con su padre y observó la extraordinaria escena que tenían delante. No sabía qué pensar. En el extremo de Hoggen Green, entre la puerta occidental de la ciudad y el túmulo de la Asamblea, donde estaba enterrado su antepasado, se había levantado un gran recinto de mimbre. Era parecido a los grandes salones que se construían en los viejos tiempos para el Rey Supremo, pero aquél era mayor. «Hace que el túmulo de la Asamblea parezca un grano», oyó que comentaba un trabajador. Y en ese inmenso recinto estaba el rey de Inglaterra.
Éste no había perdido el tiempo. Veinticinco días después de llegar a Waterford había arreglado todos sus asuntos en el Leinster y había llegado a Dublín. En aquel momento recibía en audiencia, perfectamente a salvo, rodeado por un ejército de miles de hombres. Incluso el padre de Gilpatrick estaba atemorizado. «No creía que pudiera haber tantos soldados en el mundo», le confesó en voz baja.
Los reyes y jefes de Irlanda habían acudido para someterse a él desde su llegada a la isla. El Rey Supremo y los grandes señores del Connacht y el oeste se mantenían al margen, pero los jefes de los grandes clanes irlandeses, de buena gana o a regañadientes, iban a verlo desde el resto de las provincias.
El padre de Gilpatrick se mostró desdeñoso y pesimista.
—Entrarán en su casa incluso más rápido de lo que lo hicieron con Brian Boru, porque tiene un ejército para obligarlos; aun así, una vez se haya ido, olvidarán sus promesas rápidamente.
Sin embargo, Gilpatrick se había fijado en que tenía lugar un proceso más sutil. Se dio cuenta de que Enrique era un astuto estadista. En cuanto llegó a Irlanda anunció que se encargaría de Dublín y todos sus territorios, Wexford y Waterford. Permitiría que Strongbow se quedara con el resto del Leinster como arrendatario feudal, pero otro gran señor inglés, lord de Lacy, que Enrique había llevado consigo, se encargaría de Dublín como representante personal de Enrique o como virrey. Así que aparentemente, un jefe irlandés que mirase hacia la parte oriental de la isla vería un arreglo típico irlandés: un rey del Leinster, un rey de Dublín y algunos puertos parcialmente extranjeros. Sin embargo, detrás de ellos habría un rey supremo rival —mucho más poderoso incluso que Brian Boru—, un rey supremo al otro lado del mar. Y si querían protección contra el rey supremo O’Connor del Connacht, cosa probable, o si Strongbow o incluso de Lacy empezaban a comportarse como siempre habían hecho e intentaban invadir sus territorios, ¿no sería más inteligente entrar en la casa del rey Enrique y tenerlo como protector contra sus vecinos, ya fueran irlandeses o ingleses? Así era como siempre se habían hecho las cosas en la isla. Se pagaba tributo en ganado y se tenía protección. «Está utilizando a sus propios lores para que se vigilen unos a otros y para asustar a los otros jefes a fin de que se pasen también a su bando», pensó.
—Este hombre es muy listo —murmuró Gilpatrick—. Juega nuestro juego incluso mejor que nosotros.
Después estaba la cuestión de Dublín. Al parecer iba a entregarse a la comunidad de comerciantes de Bristol, pero nadie sabía a ciencia cierta qué significaba aquello. Los hombres de Bristol tendrían los mismos derechos de comercio en Dublín que en su ciudad. La poderosa ciudad de Bristol gozaba de antiguos privilegios, organizaba grandes ferias y era una de las grandes puertas de salida hacia el mercado inglés. Sus comerciantes eran ricos. ¿Quería decir que el puerto de Dublín disfrutaría de un estatus similar? También se decía que el Rey quería que regresasen los comerciantes y artesanos que se habían ido.
—En este momento es difícil saberlo, pero si los hombres de Bristol traen dinero y comercio, puede ser beneficioso para Dublín —le había comentado el Peregrino el día anterior.
Con todo, lo que realmente sorprendía a Gilpatrick eran las noticias de las que se había enterado esa mañana. Mientras miraba el inmenso campamento real, se las transmitió a su padre.
—No puede ser verdad.
—Me lo ha dicho el arzobispo O’Toole esta mañana.
—¿Asesina a un arzobispo y después reúne a los obispos en un concilio? ¿Para discutir la reforma de la Iglesia? —Su padre lo miró estupefacto—. ¿Qué dice O’Toole?
—Va a ir. Me lleva con él. No podemos afirmar que la culpa fuera del rey Enrique.
La cuestión de si el rey Enrique había ordenado el asesinato de Tomás Becket las anteriores navidades todavía se discutía vivamente en toda Europa. El sentimiento general era que aunque no hubiese ordenado el asesinato, era responsable de que hubiera ocurrido, y por ello, culpable. El Papa todavía no había dictaminado nada al respecto.
—¿Y dónde y cuándo se va a celebrar ese concilio? —preguntó su padre.
—Este invierno. En el Munster, creo. En Cashel.
Durante los meses de otoño, Una observó a Fionnuala con interés y preocupación. Ruairi O’Byrne se había ido a Chester, pero durante las semanas previas a la llegada del rey Enrique, Brendan había acudido dos veces a Dublín. En ambas ocasiones había ido a visitar a Fionnuala antes de irse, pero sus intenciones seguían sin estar claras. Fionnuala continuaba ayudando en el hospital, quizá para olvidarse de su situación. Una no lo sabía. Imaginaba que, en aquel momento, Brendan tenía otras cosas en la cabeza más importantes que casarse.
Al poco de la llegada del rey Enrique, el primo de Brendan volvió a aparecer por Dublín. Al principio no lo vieron, pero se enteraron de que lo habían encontrado en la ciudad. Lo que no sabía era si estaba allí solo unos días o si iba a quedarse.
—Lo he visto en el muelle —le dijo la mujer del Peregrino una mañana.
—¿Y qué estaba haciendo?
—Jugando a los dados con los soldados ingleses, tal y como ha hecho toda su vida.
Una se lo encontró al día siguiente. A pesar de que las puertas permanecían abiertas y el mercado estaba más concurrido que nunca, abarrotado de soldados de las tropas que había en los alrededores, a Una no le apetecía entrar en la ciudad y cuando lo hacía, se encargaba de evitar la calle donde estaba su casa porque le traía unos recuerdos demasiado dolorosos. Pero, por alguna razón, cuando bajó de las Casetas de pescado al caer la tarde, decidió ir en esa dirección para echar un vistazo rápido. Acababa de mirar por la puerta y ver el pequeño brasero de su padre, cuando se fijó en una figura sentada en el camino, que tenía la espalda apoyada en la valla. Miraba pensativo el suelo que tenía delante, pero al pasar a su lado, por la forma en que le colgaba la cabeza y el olor a cerveza, Una pensó que estaba borracho. No tenía miedo. Cuando lo esquivó para no pisarlo, lo miró a la cara y descubrió que era Ruairi.
¿La había visto? Creía que no. ¿Debía hablarle? Quizá no. No estaba escandalizada. La mayoría de los jóvenes se emborracha de vez en cuando. Anduvo un rato y entonces se dio cuenta de que iba en la dirección equivocada y que tendría que volver sobre sus pasos.
Caía la noche de noviembre, empezaba a hacer frío y notó que se levantaba un viento cortante. Cuando se acercó a Ruairi, vio que tenía los ojos cerrados. ¿Qué pasaría si se quedaba allí y nadie se daba cuenta de dónde estaba en toda la noche? Se helaría. Se detuvo y lo llamó por su nombre.
El joven parpadeó y levantó la vista. Una supuso que no la veía con claridad debido a la oscuridad. Su expresión denotaba que no entendía lo que estaba sucediendo.
—Soy Una, del hospital. ¿Te acuerdas de mí?
—¡Ah! —¿Era eso el comienzo de una sonrisa?—. Una.
Entonces se desplomó hacia un lado y se quedó completamente inmóvil.
Una permaneció donde estaba varios minutos para ver si volvía en sí, pero no lo hizo. En ese momento, apareció un hombre por el camino que venía empujando una carretilla desde las Casetas de pescado. Era el momento de entrar en acción.
—Soy del hospital —le dijo—. Es uno de nuestros enfermos. ¿Puedes ayudarme a llevarlo a casa?
—Seguro, llegaremos enseguida. Abre los ojos, muchacho —le gritó al oído a Ruairi.
Al no obtener ninguna respuesta, lo cargó en la carretilla, no sin algún que otro topetazo, y echó a andar detrás de Una, que abría la marcha.
A finales de noviembre, el padre Gilpatrick se sorprendió al encontrar a Brendan O’Byrne en la puerta de su casa. En un primer momento, se preguntó si por alguna razón querría hablar con él de su hermana y pensó en qué podría decir a su favor que no faltara a la verdad; pero después le dio la impresión que Brendan tenía asuntos más importantes que discutir. Le explicó que necesitaba consejo y le hizo saber que había acudido a él en particular por su discreción y su conocimiento de Inglaterra, debido al tiempo que había vivido allí.
—Ya sabes que los O’Byrne, al igual que los O’Toole, con sus territorios en el sur y el oeste de Dublín, han de tomar siempre buena nota de todo lo que sucede tanto en Dublín como en el Leinster. Ahora parece que tenemos reyes ingleses en ambos sitios. Los O’Byrne nos preguntamos qué podemos hacer.
A Gilpatrick le caía bien Brendan O’Byrne. Tenía una imperturbable precisión y el cerebro de un erudito. Que él supiera, el jefe de los O’Byrne todavía no había ido a ver al rey Enrique a su salón de mimbre. Por ello, le habló del tipo de juego que creía que Enrique se llevaba entre manos para que los reyes irlandeses le rindieran pleitesía, amenazándolos con Strongbow.
—Fíjate en la astucia de ese hombre —añadió—. Además de la de Lacy en Dublín como contrapeso, tiene las otras tierras de Strongbow en Inglaterra y Normandía a las que amenazar si alguna vez Strongbow le causa algún problema.
O’Byrne escuchaba atentamente. Gilpatrick notó que había comprendido los puntos sutiles de su valoración; sin embargo, su siguiente comentario aún se le antojó más impresionante.
—Me pregunto, padre Gilpatrick, qué es exactamente lo que nuestros jefes irlandeses están jurando. Cuando un rey irlandés entra en la casa de un rey más importante, eso implica protección y tributo, pero al otro lado del mar, en Inglaterra, eso puede entrañar otra cosa. ¿Puedes decirme qué?
—Buena pregunta —dijo Gilpatrick mirándolo admirado. Era un hombre que buscaba la raíz de las cosas. ¿Acaso no era aquélla la misma conversación que había tenido con el rey supremo O’Connor y con el arzobispo, y ninguno de los dos, cayó en la cuenta, había entendido realmente lo que estaba intentando decirles? Le hizo un resumen de cómo funcionaba el sistema feudal en Inglaterra y Francia—. Un vasallo del rey Enrique jura lealtad y promete proporcionarle servicio militar todos los años. Si un caballero no puede ir completamente equipado y armado, paga a un mercenario. Así que podrías pensar que eso es parecido al tributo en ganado que recibe un rey irlandés. Un vasallo también acude a su lord para pedir justicia, igual que hacemos nosotros, pero ahí acaba el parecido. Irlanda ha estado dividida en territorios tribales desde tiempos inmemoriales. Cuando un jefe hace un juramento, lo hace por él mismo, por el clan que gobierna, por su tribu; sin embargo, allí, las tribus desaparecieron hace mucho tiempo. La tierra está dividida en pueblos de pequeños granjeros y siervos, que son casi como esclavos o bienes, van con la tierra. Y cuando un vasallo rinde homenaje, no ofrece lealtad por protección, sino que está confirmando su derecho a ocupar esa tierra y sus pagos dependerán de su valor.
—Esos arreglos no son desconocidos en Irlanda —observó Brendan.
—Es verdad —dijo Gilpatrick—. Al menos desde los tiempos de Brian Boru hemos visto a reyes irlandeses conceder grandes fincas a sus seguidores en lo que antes se habrían considerado tierras tribales; aun así, eso son excepciones, mientras que al otro lado del mar, todo el mundo tiene que mantener su tierra de esa manera. Y eso no es todo. Cuando un vasallo muere, su heredero debe pagar al monarca una gran cantidad de dinero para heredar, se llama «derecho de relevo». También tiene muchas otras obligaciones.
»Y en Inglaterra hay un sistema incluso más estricto. Cuando Guillermo el Normando le arrebató Inglaterra a los sajones, reclamó que todo aquello le pertenecía por derecho de conquista. Poseía todas las fanegas de Inglaterra valoradas según lo que podían producir y lo tenía todo anotado en un voluminoso libro. Sus vasallos ocupaban la tierra a disgusto. Si alguno se portaba mal, no solo iba a castigarlo y reclamarle el tributo, sino que también le quitaba la tierra y se la daba a quien quería. Son poderes que van más allá de lo que ningún rey supremo de Irlanda podría imaginar.
—Los ingleses son gente dura.
—Los normandos lo son, para ser más precisos. Algunos de ellos tratan a los sajones como si fueran perros. Un irlandés es un hombre libre dentro de su tribu. Los campesinos sajones, no. A veces me daba la impresión de que a los normandos les preocupaban más las propiedades que la gente —confesó Gilpatrick—. Aquí en Irlanda, discutimos, nos peleamos, a veces matamos, pero a menos que estemos realmente enfadados, entre nosotros existe una cordialidad y un respeto muy humanos. —Suspiró—. Puede que sea simplemente una cuestión de conquista. Después de todo, a nosotros nos parece bien tener esclavos ingleses.
—¿Crees que alguno de nuestros príncipes irlandeses cree que podrá cumplir esas obligaciones cuando entre en la casa de Enrique? —preguntó Brendan.
—Supongo que no.
—¿Se lo ha dicho Enrique?
—Seguramente no.
—Entonces, imagino lo que ocurrirá —dijo Brendan pensativo—. Dentro de un tiempo, los ingleses, no Enrique, que evidentemente es muy astuto, sino los lores ingleses, creerán realmente que los irlandeses han jurado una cosa y los irlandeses que han jurado otra; y las dos partes desconfiarán la una de la otra —dijo antes de lanzar un suspiro—. Este rey Plantagenet es un enviado del diablo.
—Es lo que se dice de toda su familia. ¿Qué vas a hacer?
—No lo sé, pero gracias por tu consejo, padre. Por cierto, no he tenido oportunidad de ver a tu familia y a tu hermana —comentó sonriendo—. Salúdalos de mi parte. A Fionnuala en especial, por supuesto.
—Lo haré —contestó Gilpatrick.
Cuando Brendan se fue, no pudo evitar pensar para sí: «Para esa familia sería estupendo que te casaras con ella, pero eres demasiado bueno para esa muchacha. Demasiado bueno».
A Una no le costó mucho ver el lado bueno de Ruairi O’Byrne. Tras la primera noche que durmió en el hospital, al día siguiente estaba suficientemente recuperado y Una pensó que se marcharía; sin embargo, a mediodía seguía allí. De hecho, parecía muy contento hablando con los enfermos, a los que parecía gustarles su compañía. Fionnuala no estaba y, al ver que Una necesitaba ayuda, se acercó a ella en más de una ocasión para colaborar en sus tareas. La mujer del Peregrino pensó que era un joven muy simpático. El propio Peregrino, aunque no de manera desagradable, murmuró que seguro que un joven de esa edad tenía mejores cosas que hacer, con lo que se ganó un reproche por parte de su mujer.
Ruairi no mostró ningún deseo de irse de allí en todo el día e incluso dijo que no le importaría dormir en el dormitorio de los hombres. A la mañana siguiente le explicó a Una que tenía que comprar un caballo en Dublín para poder ir a ver a los O’Byrne. Fionnuala tenía que trabajar ese día, pero Ruairi se fue antes de que llegara y no regresó hasta que esta se había ido. Cuando volvió, estaba un poco pálido. El comerciante con el que había tratado había intentado venderle un caballo que no estaba en condiciones, pero se había dado cuenta a tiempo de la debilidad del animal. Parecía molesto por no poder marcharse y tener que pasar otra noche en el hospital.
A la mañana siguiente, parecía deprimido. Se sentó en el jardín con aspecto apenado, no estaba claro si tenía intención de ir a algún sitio. Cuando pudo ausentarse momentáneamente de sus obligaciones, Una fue a sentarse con él. Durante un rato no dijeron gran cosa, pero luego él le contó que intentaba tomar una decisión difícil.
—Debería regresar —dijo indicando hacia el sur, hacia el valle del Leinster y los montes de Wicklow, con lo que Una asumió que se refería a las tierras de los O’Byrne—. Pero tengo otros planes.
—¿Vas a hacer otro viaje? —preguntó, pensando que acababa de volver de uno.
—Puede —contestó dubitativo y después añadió—: O quizás un gran viaje.
—¿Dónde?
—Estoy pensando en hacer una peregrinación —confesó—. A Compostela quizás, o a Tierra Santa.
—¡Por todos los santos! —exclamó—. Esa sí que es una forma prolongada y difícil de recorrer mundo —dijo, mirándolo detenidamente para saber si hablaba en serio—. ¿Irás hasta Jerusalén como el Peregrino?
—Haré algo mejor que volver allí —murmuró señalando otra vez hacia donde vivía su familia.
Una no pudo por menos que compadecerse de él y se preguntó por qué parecía tan poco dispuesto a estar con su familia.
—Deberías quedarte unos días —le aconsejó—. Es un sitio muy tranquilo en el que puedes descansar la mente y el cuerpo. ¿Has rezado? —preguntó, y cuando él dio la impresión de estar indeciso, le suplicó—: Reza y tus plegarias serán atendidas.
Ella ya había decidido que rezaría por él.
Así que se quedó otro día más. Cuando le contó al Peregrino los problemas del pobre Ruairi y sus planes, este torció el gesto y comentó:
—No pierdas demasiado tiempo con un joven como él.
La chica se sorprendió de que un hombre tan bueno y que había sido peregrino dijera una cosa así y solo pudo llegar a la conclusión de que no lo entendía. También le ofendió ligeramente su tono, que creyó condescendiente. El Peregrino, al notar su enfado, añadió:
—Me recuerda a un joven que conocí.
—Y quizá tampoco conocías tan bien a ese joven —replicó malhumorada.
Jamás le había hablado en semejante tono y se preguntó si habría ido demasiado lejos, pero, para su sorpresa, el Peregrino no dio muestras de estar enfadado.
—Quizá —contestó con una repentina tristeza de la que Una no sabía el motivo.
A la mañana siguiente, volvió Fionnuala. Saludó a Ruairi educadamente, pero este no pareció estar particularmente interesado en conversar con ella. Cuando Una se lo comentó, le dijo: «A mí me interesa Brendan», y no hablaron más del tema.
Pero, por la tarde, mientras Fionnuala platicaba con uno de los enfermos, Una se acercó a Ruairi, que seguía sentado y triste en el jardín. Tras su conversación, Una había pensado que debía de ser difícil pertenecer a una familia principesca como los O’Byrne, especialmente si se comparaba con la reputación de un hombre como Brendan. Sin duda, una peregrinación a Tierra Santa haría de él una figura respetable, pero ¿era eso lo que realmente quería hacer?
—¡Me torturan! ¡Me desprecian! —profirió de repente, antes de volver a hundirse en la tristeza—. «¡Ruairi es un desgraciado!», dicen. «Brendan es el hombre». Y lo es, esa es la verdad. Y ¿qué he hecho yo en toda mi vida?
—Debes tener paciencia, Ruairi —lo animó—. Dios tiene un proyecto para ti, igual que para el resto de nosotros. Si rezas y escuchas, descubrirás cuál es. Estoy segura de que tienes capacidad para hacer grandes cosas. ¿Es eso lo que quieres? —le preguntó.
Él contestó que sí.
Se sintió honrada, además de enternecida, de que hubiese compartido cosas tan íntimas con ella. En ese momento, con su largo cuerpo inclinado y su hermosa cara sumergida en la tristeza, le pareció tan noble y magnífico que su corazón se hinchó al pensar en lo que podía llegar a ser. «Si se encuentra, hará cosas mucho más importantes de lo que la gente cree», pensó. Sin darse cuenta de lo que hacía, le cogió la mano y la mantuvo entre las suyas un momento. Entonces oyó que Fionnuala la llamaba y tuvo que irse.
Ojalá no hubiese hablado con ella, ojalá se hubiera guardado las confidencias de Ruairi. Después no pudo perdonarse su estupidez. Pero así eran las cosas. Cuando estaban trabajando juntas le dijo a Fionnuala que Ruairi estaba pensando en hacer un viaje a Tierra Santa y que estaba preocupada por él.
Y, con todo, se preguntó qué podría haberla impulsado a espetarle de repente lo que aquella misma tarde le dijo.
—Así que te vas a Tierra Santa, Ruairi. ¿Habrá muchos tragos durante el camino? —preguntó antes de echarse a reír.
Ruairi no dijo nada, pero miró a Una con tanto reproche que casi le rompió el corazón. A la mañana siguiente, había desaparecido. Y por si eso no fuera suficientemente malo, ¿quién podía haber supuesto la reacción de Fionnuala cuando le recriminó que había tratado a Ruairi de forma tan vergonzosa? Se rió en su cara.
—Estás enamorada de él. ¿No te das cuenta?
—¡Mentirosa! Estás loca.
—No tanto como tú, por enamorarte de un tipo tan inútil.
—¡No lo es!
Una estaba tan confundida y enfadada que casi no podía hablar, y Fionnuala seguía riéndose, lo que propiciaba que Una la odiara todavía más. Entonces, la muy insensata se fue y Una solo consiguió preguntarse, furiosa, cómo era posible que la gente entendiera tan mal las cosas.
No volvió a ver a Ruairi hasta diciembre. Fue el día después de que el padre Gilpatrick fuera a Cashel para el gran concilio que se iba a celebrar allí. La mayoría de las personas que había en el campamento real también se habían marchado y Dublín estaba mucho más tranquilo de lo que lo había estado en los últimos tiempos. La mujer del Peregrino había ido al mercado y, cuando Una y Fionnuala estaban a punto de volver a casa, vieron que regresaba con un joven. Era Ruairi.
—Me lo he encontrado en el mercado —les explicó—. No iba a permitir que se fuera sin ver a nuestras jóvenes.
Si Ruairi no deseaba estar allí, tuvo la delicadeza de no demostrarlo. Fue a saludar a varios de los enfermos, que le mostraron su agradecimiento, y les explicó que había estado con su familia. Una quería preguntarle cómo iba su preparación del peregrinaje, pero no lo hizo. Fue Fionnuala, tras un momento de incómodo silencio, la que entabló conversación con él.
—¿Has visto a tu primo Brendan? Esta última semana no ha venido por aquí.
—Sí.
¿Parecía incomodo? Una pensó que sí. Cuando miró a Fionnuala creyó que ella también se había dado cuenta.
—Está bien, ¿verdad? —continuó Fionnuala.
—Oh, sí. Sí que lo está. Brendan siempre está bien.
—¿Se va a casar? —preguntó Fionnuala abiertamente.
En ese momento, quedó claro que Ruairi estaba verdaderamente azorado.
—He oído decir algo. Con una O’Toole, pero no puedo asegurar si la cosa es definitiva. Sin duda, seré el último en enterarme —añadió con ironía.
«No, la última que se enterará será Fionnuala», pensó Una mirando a su amiga compasivamente, pero Fionnuala lo había encajado con buena cara.
—Es un hombre excelente, no cabe duda. Puede que su mujer no tenga motivos para reírse a menudo, pero mientras sea formal, será feliz —dijo sonriendo alegremente—. ¿Vuelves a Dublín, Ruairi?
—Sí.
—Entonces te acompaño, voy a casa.
Fionnuala jamás volvió a mencionar a Brendan después de aquello. Y en cuanto a Ruairi, Una no volvió a verlo. En alguna ocasión, se enteró de que había estado en Dublín y le preguntó a Fionnuala si lo había visto o había oído algo acerca de él, pero esta le contestó que no.
La roca de Cashel. Habían pasado setenta años desde que el rey O’Brien cediera a la Iglesia la fortaleza del Munster, con sus espléndidas vistas de la campiña, para uso del arzobispo. Era ciertamente un lugar magnífico y apropiado para celebrar un concilio como ése. «Demasiado», pensó Gilpatrick, ya que algunos de los eclesiásticos del Munster que conocía eran tan propensos a la reforma de la Iglesia como él. Iba a ser una gran reunión. Allí estarían la mayoría de los obispos, muchos abades y un enviado papal. Y, sin embargo, cuando se aproximaba al promontorio de piedra gris, sintió un ligero desasosiego.
Había resultado interesante ver al rey Enrique.
Aunque había sido él quien lo había convocado, durante la mayor parte del concilio pidió al enviado papal que lo presidiera, delegando en él y sentándose en silencio en un rincón de la gran sala donde se habían reunido. La mayoría de los días se vestía sin gran ceremonia, con la sencilla casaca verde de caza que tanto le gustaba. Su pelo, corto, tenía un débil tinte rojizo que recordaba al de uno de sus antepasados vikingos normandos. Pero su cara era viva, taimada y observadora, y Gilpatrick pensó que era como un zorro al cuidado de demasiadas gallinas eclesiásticas.
Además del enviado papal, estaban presentes algunos distinguidos religiosos ingleses; fue uno de ellos, el primer día de la reunión, quien le dio a Gilpatrick y a Lawrence O’Toole una interesante información.
—Tenéis que entender —les dijo discretamente durante un receso en la reunión— que el rey Enrique está deseoso de causar una buena impresión. El asunto de Becket… —En ese momento bajó la voz—. En Inglaterra hay obispos que piensan que este tuvo tanta culpa como Enrique, pero puedo deciros que, simplemente por cuestiones de gobierno, es inconcebible que Enrique ordenase su muerte. Comoquiera que fuese —continuó—, el Rey está dispuesto a mostrar piedad, que puedo aseguraros es genuina —se apresuró a añadir—, y está decidido a que el Papa vea que hace todos los esfuerzos posibles para ayudar a la reforma de la Iglesia de Irlanda que ambos queréis acometer. Por supuesto —continuó con una débil sonrisa—, no todos los eclesiásticos irlandeses comparten la misma intención de purificar la Iglesia con vosotros.
El enviado les rogó en primer lugar que elaboraran un informe sobre cualquier deficiencia de la Iglesia de Irlanda. Como en anteriores concilios de ese tipo, los obispos estaban generalmente deseosos de acercar el culto irlandés al del resto de la cristiandad occidental, en el que el poder residía en los obispados y parroquias, en vez de en los monasterios. Los abades que heredaban el cargo argumentaban justificadamente que los antiguos acuerdos monásticos y tribales seguían adecuándose más al país, tal como estaba. Gilpatrick se sorprendió al ver que el arzobispo O’Toole, abad además de sacerdote, y príncipe como la mayoría de ellos, los apoyaba con reservas:
—Creo que hay espacio para los dos sistemas, dependiendo del territorio.
Y respecto a la petición de que los eclesiásticos no siguieran heredando el cargo, también se mostró amable.
—La verdadera cuestión —señaló— es si están cualificados para ese puesto. Si no lo están, deberían renunciar; pero el hecho de que el cargo se haya transmitido a lo largo de su familia no debería ser una descalificación. En la antigua Israel, todo el sacerdocio era hereditario. El espíritu proviene de Dios, no de dictar normas arbitrarias.
Sobre otras cuestiones incluso presionó más: en la reforma dentro de los monasterios; en el ordenamiento de los curas de parroquia, que a menudo era poco riguroso; en la ampliación de las parroquias y en la recaudación de diezmos. Era maravilloso ver cómo entre esos hombres, muchos de los cuales procedían de familias tan nobles como la suya, ese hombre santo y nada materialista podía imponer tanto respeto solo con su autoridad espiritual.
En su debido momento se redactó un informe que, en opinión general, se ajustaba al caso.
Fue el sacerdote inglés el que se llevó aparte al arzobispo y a Gilpatrick.
—El informe es muy prometedor, pero incompleto —dijo—. Le falta… —buscó la palabra— convicción. —Miró seriamente al arzobispo—. Por supuesto, tú eres reformista, pero algunos de tus colegas… Tal como están las cosas, el enviado papal puede usarlo, o incluso el rey Enrique, si quiere, y no estoy diciendo que quiera, para declarar que la Iglesia de Irlanda no se toma en serio la Reforma. En Roma pueden incluso decir, quizá, que se necesitan otros obispos de fuera de Irlanda.
—No creo —repuso O’Toole.
—¿Qué estáis pensando? —preguntó Gilpatrick.
—La cuestión de que los eclesiásticos hereden el cargo será un problema —contestó el sacerdote a O’Toole—, y en Inglaterra dejó de haber sacerdotes casados hace un siglo. —En ese momento miró a Gilpatrick—. El Papa no lo aprobará. —Gilpatrick pensó en su padre y se ruborizó—. Pero lo más importante es el cuidado de la grey. ¿Podemos hacer la vista gorda ante la falta de rigor que se ha dado en tantos sitios de Irlanda? ¿Por qué, incluso en Dublín, según se nos ha dicho, se contraen abiertamente matrimonios que están a todas luces fuera del derecho canónico? Por ejemplo, un hombre que se casa con la mujer de su hermano. ¡Es intolerable! —dijo sacudiendo la cabeza mientras Gilpatrick se ruborizaba aún más—. Y sin embargo, no se dice ni una palabra de ello en este informe.
—¿Qué creéis que deberíamos hacer? —dijo Gilpatrick.
—Sugiero —comenzó a decir suavemente el inglés— que un pequeño comité estudie las acciones que se deben emprender para reforzar las partes más débiles y dejar como están las más sólidas. —Se volvió hacia el arzobispo O’Toole—. Me pregunto si el padre Gilpatrick, como tu representante, se avendría a trabajar con nosotros a fin de preparar un borrador para que lo estudies.
Y así se hizo. A los pocos días, se presentó un nuevo informe que el propio enviado papal recomendó al concilio. Costó días convencer a los eclesiásticos irlandeses de que lo aceptaran, lo que no era de extrañar, pues el informe era crítico. Todo vicio, toda negligencia, toda desviación irlandesa del código continental aceptado había sido anotada con toda su crudeza. Cuando Gilpatrick y el sacerdote inglés se lo enseñaron a O’Toole, el arzobispo dudó.
—Es muy duro —dijo.
—Lo es, estoy completamente de acuerdo —dijo el sacerdote inglés—, pero piensa en el fervor que muestra. —Sonrió—. Ahora nadie puede acusar a la Iglesia de Irlanda de falta de convicción.
—¿No debería de haber alguna mención del trabajo de reforma que ya se ha llevado a cabo en Irlanda y del que pretendemos hacer en el futuro? —inquirió O’Toole.
—Por supuesto. Esa es la clave de todo este asunto. Y eso es lo que debemos abordar en el segundo de nuestros informes. Cuanto antes podamos hacerlo, mejor —añadió con tono alentador.
Así que el crítico informe fue aprobado y el enviado papal les instó a que tuvieran en cuenta las reformas que ya se habían llevado a cabo y cómo promover el trabajo bien hecho. Esa parte del concilio fue sin duda fácil, pero a principios de febrero el trabajo estaba acabado y se presentó un segundo informe. El enviado papal les dio las gracias y el rey Enrique, que había permanecido como un humilde observador, se levantó para felicitarlos por su excelente trabajo. Así acabó el concilio de Cashel.
El arzobispo O’Toole no estaba ni mucho menos contento con algunos detalles, pero Gilpatrick sintió que, en conjunto, lo habían hecho bien.
El marinero llegó una gris mañana de marzo. Unas nubes cargadas pasaban por encima del Liffey. El Peregrino y su mujer habían ido al campamento real, dejando a Una y a Fionnuala a cargo del hospital hasta que regresasen. El marinero llevaba gotas de lluvia en el pelo. Preguntó por Una.
—Tengo un mensaje de tu madre —dijo—. Tu padre ha estado muy enfermo, pero si puede volver a caminar, vendrá a Dublín, porque quiere ver Irlanda antes de morir.
Los ojos de Una se llenaron de lágrimas. Había deseado mucho ver a su familia, pero no de ese modo. Las preguntas de tipo práctico se arremolinaron en su mente. ¿Cómo iban a vivir? Si su padre moría o estaba demasiado enfermo para trabajar, sus hermanos eran demasiado jóvenes para ganarse la vida como artesanos. Su madre y ella tendría que mantenerlos lo mejor que pudieran. ¿Dónde se alojarían? Si pudieran conseguir que les devolvieran su antigua casa en las condiciones que fuera… Si algo podía ayudar a que su padre se recuperase, sería eso. Se preguntó si quizás el Peregrino podría hacer algo por ellos y decidió pedirle consejo en cuanto regresase.
Mientras tanto, discutió el problema con Fionnuala. Su amiga había estado un poco apagada desde la pérdida de Brendan en invierno. A veces había vuelto a ser la joven animada de siempre, pero en las dos o tres últimas semanas parecía ensimismada, como si algo le preocupara en secreto. Con todo, había que decir en su favor que ese día se mostró comprensiva y le puso un brazo en el hombro y le dijo que todo saldría bien.
Cuando el Peregrino y su mujer regresaron poco después del mediodía, notó enseguida que este no quería hablar, pues cuando se le acercó, sonrió tristemente y le dijo:
—Ahora no, pequeña.
El hombre se retiró a sus aposentos acompañado de su esposa. Pasaron dos horas y no salió ninguno de los dos. Las chicas se preguntaban qué ocurriría.
Fionnuala estaba en el jardín cuando vio a la figura que salía por la puerta. El cielo se había despejado, aunque la brisa de marzo provocaba un sonido molesto y silbante en el techo de bálago. La puerta golpeó justo en el momento en el que la figura entraba. Una salió del dormitorio de mujeres y Fionnuala se dio cuenta de que no les quitaba los ojos de encima a los dos. Se percató de que, posiblemente, Una no sabía quién era esa persona. Fionnuala lo miró.
Peter FitzDavid tenía la expresión seria. Si se sintió incómodo ante aquella mirada glacial, tuvo cuidado de no demostrarlo.
—Tu hermano Gilpatrick me ha enviado para que te lleve con él —dijo lentamente—. Te acompañaré a casa. Lo he visto en el campamento del Rey —añadió para explicar su presencia.
Fionnuala sintió una ligera punzada de miedo. ¿Estaba herido alguno de sus padres? Una se puso a su lado.
—¿Por qué? —preguntó.
—¿No os habéis enterado? ¿No os lo ha dicho el Peregrino? —Pareció sorprendido y después meneó la cabeza lentamente—. Se trata del rey Enrique. Ha acabado sus asuntos en Irlanda y está a punto de marcharse. Solo le quedan por solucionar la cuestión de Dublín y es lo que está haciendo en este momento. Me temo, Fionnuala —hizo una pausa— que tu padre no ha salido bien parado, aunque lo han tratado con una consideración especial. Se quedará con la parte sur de sus tierras, donde está tu hermano. Ésas, por supuesto, las mantendrá como vasallo del Rey; sin embargo, toda la parte norte de sus dominios, los que están cerca de Dublín, han sido concedidos a un hombre llamado Baggot. Tu padre está muy enfadado… Me temo que todas estas concesiones y cambios de concesiones son muy normales, dadas las circunstancias.
Las dos jóvenes lo miraron, atónitas. La primera que se repuso fue Una.
—Y al Peregrino, ¿le ha sucedido eso mismo?
—A él le ha ido peor. El Rey le ha quitado todas sus tierras en Fingal para dárselas a sus caballeros. Solo le ha dejado las tierras cercanas a Dublín, con lo que le llega justo para mantenerse él y al hospital. El Rey ha tenido en cuenta que no tiene herederos y que lo único que le preocupa es el hospital.
Una se quedó callada. Después de semejante golpe, ¿cómo iba a molestar al Peregrino con las insignificantes preocupaciones de su familia?
—Ha habido privilegios que han caído sobre los afortunados como hojas en otoño. Incluidas las casas en el interior de la ciudad —explicó Peter.
—¿Y qué sacas tú de todo eso? —preguntó fríamente Fionnuala.
—¿Yo? —se extrañó Peter encogiéndose de hombros—. Yo no saco nada, Fionnuala. Strongbow tiene su propia familia en la que pensar y, cuando vino el Rey, su poder se redujo considerablemente. El rey Enrique apenas me conoce. No me darán nada en Irlanda. Seguramente me iré cuando lo haga él. Strongbow le ha convencido para que me lleve, así que quizás haga fortuna en otras tierras.
Fionnuala asimiló aquella información y sonrió con tristeza.
—No volveremos a verte, Galés —dijo con un poco más de amabilidad.
—No.
—Bueno, espero que hayas disfrutado del tiempo que has pasado aquí.
—Lo hice, y mucho.
Se miraron un momento en silencio. Después, Fionnuala suspiró.
—No hace falta que me acompañes a casa, Galés. Tengo trabajo aquí y después puedo irme sola.
Durante ese breve intercambio de palabras, que creyó inútil, la mente de Una se había concentrado en algo que había dicho Peter.
—Me pregunto qué habrá sido de la casa de mi familia —le murmuró a Fionnuala.
—Galés, esta es Una MacGowan, cuya familia vivió en tus aposentos. Le gustaría saber qué ocurrirá con la casa.
—No lo sé. Van a venir unos cuantos comerciantes de Bristol. Esa casa, junto con otras, le ha sido concedida a uno de ellos. De hecho, se la han otorgado a un hombre que conozco, se llama Doyle.
Una esperaba que Fionnuala se fuera en cuanto Peter se hubiera marchado, pero, para su sorpresa, pasó media hora y Fionnuala seguía allí. Cuando fue a buscarla estaba en la habitación que había al fondo del dormitorio de los hombres, donde había tenido el encuentro en privado con el sacerdote. Estaba arrodillada y lloraba en silencio. Una se sentó a su lado con intención de consolarla.
—Podía haber sido peor, Fionnuala —le recordó—. Tu familia sigue siendo más rica que muchas otras. Estoy segura de que tu hermano llegará a obispo algún día. Y no escasearán los jóvenes que quieran casarte contigo.
Nada de aquello parecía confortarla. Los hombros de Fionnuala seguían temblando.
—Brendan se ha ido, mi galés se ha ido. Todo el mundo se ha ido —murmuró.
A Una le pareció que aquello no venía al caso.
—Quizá deberías ver otra vez a ese sacerdote —sugirió con intención de consolarla, aunque solo consiguió que llorara más.
Finalmente, levantó la cabeza y volvió la cara llena de lágrimas hacia su amiga.
—No lo entiendes, Una. No lo entiendes en absoluto, estoy embarazada.
—¡Por Dios, Fionnuala! ¿Y quién ha sido?
—Ruairi O’Byrne. Dios me perdone. Ruairi.
En el barco había todo tipo de gente: alfareros, carpinteros, talabarteros, canteros, artesanos y pequeños comerciantes. Él mismo llevaba a muchos de ellos desde Bristol. El barco también era suyo, por supuesto.
Aquel día de abril, cuando el barco llegó, desde el verdoso mar soplaba una ligera brisa.
Mientras se aproximaban a Dublín, Doyle observó el muelle de madera con sus ojos oscuros.
—¿Estás listo? —Doyle no se volvió para hacer esa pregunta.
—Más listo que nunca —respondió el joven que había a su lado.
Si era casi un adolescente cuando llegó a casa de Doyle hacía seis años, en ese momento, su puntiaguda y corta barba era ya enmarañada, y los viajes por mar a los que le habían enviado le habían curtido el rostro.
—¿Te atendrás a las consecuencias de tu crimen?
—No me quedará más remedio. No me has dado otra alternativa —dijo sonriendo forzadamente—. Una vez que lo haga no tendrás que mantenerme más.
—No olvides que seguirás trabajando para mí.
—Es verdad, pero haré fortuna en Dublín y después me libraré de ti.
Doyle no respondió. A saber lo que podían ocultar los oscuros y profundos recovecos de aquella mente taimada. Y de hecho, el comerciante de Bristol tenía mucho en lo que pensar. A pesar de haber comerciado con Dublín, llevaba muchos años sin ir por allí. Al aceptar las nuevas oportunidades que le brindaba el rey Enrique, que acababa de marcharse, tendría que actuar con más cautela. Para el joven que estaba a su lado, era un halago que Doyle lo hubiera elegido para ocuparse de sus negocios en Dublín. La primera vez que había ido a su casa, era un joven arruinado, un inútil, pero al cabo de seis años, Doyle lo había convertido en un hábil comerciante y en un hombre hecho y derecho. A su debido tiempo, si las cosas salían bien, uno de los nietos de Doyle iría allí y se ocuparía de todo, pero para eso faltaban años. Con todo, antes de dejar al cargo del negocio a ese joven, Doyle sabía que necesitaría familiarizarse con el lugar y su comercio. Muchos de los comerciantes con los que había tratado hasta hacía poco tiempo habían abandonado la ciudad, pero seguía habiendo un par de ellos en los que confiaba. También estaba, por supuesto, aquel amable hombre con el que había iniciado una amistad en una visita anterior: Ailred, el Peregrino. Sería el primero al que iría a ver.
En el momento en que lo vio, a Una se le cayó el alma a los pies.
Ese día, cuando se había enterado de quién iba a ser la visita de Ailred, dudó en hablar con el Peregrino. Estaba tan impaciente por pedirle una ayuda, que sabía que no podría darle, que, incluso en aquel momento, todavía no le había hablado del regreso de su padre; sin embargo, como al final iba a enterarse y le parecería muy extraño que no se lo hubiese mencionado, se había armado de valor y había ido a verlo por la tarde.
—Así que este comerciante que quiere verme es el que tiene la casa de tu padre. Y dices que tu padre va a volver pronto… —Ailred parecía pensativo—. Le explicaré los pormenores de tu situación, evidentemente, pero lo que él haga es otra cosa. —Suspiró—. Jamás he tenido que suplicar, pero debo aprender a hacerlo.
Al oír aquellas palabras, el corazón de Una se llenó de tristeza.
Cuando vio al comerciante entrar por la puerta del hospital y desaparecer en la salita que había al fondo con el Peregrino y su esposa, cualquier esperanza que pudiera haber albergado se desvaneció.
Alto, severo, moreno y con una aterradora mirada de ojos oscuros, de un solo vistazo supo que estaba perdida. Un hombre como ese no hace favores. Un hombre como ese coge lo que quiere y fulmina a quien se interponga en su camino. Se dio cuenta de que iba a dejar que su padre se muriera a la puerta de su propia casa y que su madre tendría que mendigar en la calle, al menos hasta que el Peregrino le diese cobijo.
¿Qué podía hacer cuando Doyle rechazara la propuesta del Peregrino? Esa era la pregunta a la que había estado dando vueltas mientras el comerciante de Bristol comía con Ailred y su esposa. Era un asunto de difícil solución y decidió que, si era necesario, iría ella misma a ver a ese hombre y le suplicaría. No tenía otra opción.
Intentó imaginarlo. Suplicarle que tuviera caridad era evidentemente una pérdida de tiempo, pero ¿qué podía ofrecerle? ¿Trabajar sin cobrar como sirvienta? Eso no bastaría para poder recuperar la casa. ¿Venderse como esclava? Probablemente no sería mejor. ¿Qué otra cosa tenía?
Solo se le ocurrió una, su cuerpo. ¿Y si fuera su sirvienta y le ofreciera eso también? Suponía que a un hombre como Doyle le gustaría algo así. Si la encontraba atractiva, claro, pero de eso no tenía ni idea. Pensó en su cuerpo alto y moreno, y en su cara endurecida, y se estremeció. Ofrecer su cuerpo, como una ramera, a un hombre como ése. ¿Sería capaz de hacerlo? Imaginó que para una mujer como Fionnuala no sería muy difícil. Hasta llegó a desear ser como ella, pero no lo era y sabía que nunca lo sería. Entonces pensó en su pobre padre y, mordiéndose el labio, se dijo: «Si tengo que hacerlo, lo haré por él».
Ailred, el Peregrino, se acordaba de Doyle a pesar de que sus tratos, que habían tenido lugar hacía seis o siete años, no habían sido muy abundantes. Sabía bien lo importante que era en Bristol y en cierto modo le halagó el que hubiese ido a pedirle consejo en ese momento.
—Desde que abrí el hospital casi no he tomado parte en ningún negocio del puerto, así que no estoy seguro de si podré ayudarte en gran cosa —le informó.
Cuando Doyle miró al distinguido escandinavo y a su amable mujer, le dio pena que estuvieran pasando por unos momentos tan difíciles y se preguntó si, como recién llegado, el Peregrino estaría molesto por su presencia. Con todo, tenía una misión que cumplir y no era un hombre que se desviase fácilmente de su objetivo. De manera educada pero con firmeza, acosó a Ailred con preguntas sobre la ciudad: qué artesanos había, qué se compraba y se vendía, y en qué mercaderes se podía confiar. Tal como esperaba, el Peregrino estaba bien informado. Cuando acabaron la carne y sacaron las tartas de frutas y los quesos, el comerciante de Bristol se relajó, bebió vino, empezó a hablar de temas más generales y a responder algunas de las preguntas que le hizo Ailred.
El Peregrino quería información sobre la ciudad de Bristol y su organización, sus concejales, sus privilegios de comercio y qué impuestos pagaba al Rey.
—Ya que, supongo, es lo que tendremos ahora en Dublín.
Doyle no escatimó palabras a la hora de contestarle ésas y otras cuestiones.
Mientras hablaban, Ailred se dedicó a observar atentamente al comerciante de Bristol. No estaba muy seguro de lo que andaba buscando, quizás algo que le ayudara a comprender mejor la mente de su visitante; alguna pista sobre su carácter que pudiera utilizar, por ejemplo, para persuadirlo a tener una muestra de amabilidad con Una y su familia. El nombre de Doyle sugería una ascendencia irlandesa y Ailred recordó que había oído decir que tenía familia en Irlanda. Acaso aquello sirviera para abordarlo.
—¿Vivirás en Dublín? —le preguntó.
—De momento, no. Tengo un joven socio que cuidará de mis asuntos aquí. Es muy competente.
—Entonces, ¿no tienes familia en Dublín? —aventuró el Peregrino.
—Provenimos de Waterford. Allí tengo algunos parientes —contestó Doyle. Después, sonrió por primera vez—. El último familiar que tenía en Dublín dejó su cuerpo aquí, en la batalla de Clontarf. Era escandinavo, como tú, pero danés. Era uno de esos antiguos viajeros de los mares.
—Muchos hombres valientes murieron en aquella batalla —corroboró Ailred—. Puede que lo conociera.
—Es posible, a decir verdad, mis parientes en Waterford no sabían mucho de él, excepto que era un gran guerrero. Fue uno de los que atacó el campamento de Brian Boru. Que yo sepa, pudo haber sido el que asestó el golpe mortal al propio Boru.
Estaba claro que aquel comerciante de Bristol, por muy arisco que fuera, estaba orgulloso de su antepasado.
—¿Y qué fue de él? —inquirió el Peregrino.
—Nunca lo supimos. Dicen que salió en persecución del enemigo y no lo vieron nunca más. Imagino que lo matarían los guardias de Brian Boru.
—¿Y cómo se llamaba?
—Sigurd —contestó orgullosamente Doyle—. Igual que yo, Sigurd.
—¡Ah!
—¿Habéis oído hablar de él? —preguntó Doyle ansioso.
—Es posible. Tengo que pensarlo, pero es posible.
No había duda. Debía de ser el Sigurd que había acudido a la heredad de su antepasado Harold, que lo había asesinado. Se preguntó quién lo conocería. Seguramente solo él y la familia de Fionnuala, sin duda. Evidentemente, Doyle no conocía la mala reputación de su antepasado. Y ahí estaba él, perdida su honrada fortuna, a punto de suplicarle un favor a aquel descendiente de un asesino despiadado, que creía que su antepasado era un héroe. Durante un momento, solo un instante, estuvo a punto de humillar a ese hombre que se había vuelto más poderoso que él, pero después pensó en la pobre Una y su buen carácter se impuso.
—Creo que he oído decir que era un demonio —aseguró sin mentir.
—Ese debía de ser él —aseguró Doyle con satisfacción.
Durante la breve pausa que siguió a aquel comentario, dio la impresión de que el comerciante de Bristol iba a introducir otro tema en la charla, pero al ver que la conversación sobre su antepasado le había procurado semejante placer, Ailred aprovechó la oportunidad para comentar el delicado problema de Una.
—Tengo que pedirte un pequeño favor —dijo, y observó que los ojos de Doyle se agrandaban con recelo, pero continuó y le explicó el triste caso de Una y su padre—. Ya puedes imaginar mi situación. Puedo darles cobijo temporalmente, pero… ¿Crees que puedes ayudarlos de alguna manera?
Doyle lo miró fijamente. Resultaba difícil saber en qué estaba pensando, pero en algún rincón de sus oscuros ojos, Ailred creyó ver un débil resplandor de regocijo. No supo la razón, como no fuera que aquel hombre de Bristol estuviera reflexionando sobre la ironía de la pérdida de su fortuna y de su necesidad de suplicar de esa manera; aun así, el que pide favores no puede permitirse resentimientos, por lo que aguardó pacientemente su respuesta.
—Iba a instalar a mi joven socio allí —repuso Doyle—. No creo que le guste quedarse sin alojamiento. No suelo hacer favores a gente que no conozco y a la que no le debo nada —añadió en voz baja.
Si aquello era un aviso para que no se hiciera demasiadas ilusiones, Ailred lo aceptó y no contestó; no obstante, su mujer continuó incluso con mayor amabilidad.
—Siempre he creído —dijo con gran dulzura— que hemos obtenido más felicidad por el trabajo que hacemos en el hospital que por nuestra antigua fortuna. —Le sonrió amablemente—. Estoy segura de que has sido amable y has recibido amabilidad a cambio, alguna vez en tu vida.
Ailred miró con nerviosismo a Doyle mientras su mujer hacía ese comentario, preocupado por si no le gustaba a su visitante; pero ya fuera por su inocente proceder o por algo que captó en sus palabras, al hombre de Bristol no pareció importarle.
—Es verdad que me han hecho favores una o dos veces en la vida —confirmó mirándola con recelo—. Que yo los haya devuelto es otra cosa.
Acto seguido, guardó silencio y dio la impresión de que no quería seguir hablando del tema, pero la esposa de Ailred no se desanimaba con tanta facilidad.
—Dime —insistió—, ¿cuál es el mayor favor que te han hecho?
Doyle la miró pensativo un momento, como si estuviese pensando en otra cosa y después, cuando aparentemente llegó a una conclusión, volvió a hablar:
—Podría hablarte de uno. Ocurrió hace muchos años —dijo asintiendo lentamente, como si hablara con él mismo—. Tengo dos hijos. El mayor siempre ha sido formal, pero el segundo, de joven, frecuentaba malas compañías. Nunca me preocupé porque pensé que siendo mi hijo tendría suficiente sentido común como para no cometer ninguna tontería. —Suspiró—. Eso demuestra lo poco que lo conocía. Un día desapareció, así, sin más. Pasaron los días y no sabía dónde estaba. Después me enteré de que había estado robándome dinero, para apostar, sobre todo, y también para otras cosas. Era una cantidad elevada. Por supuesto, no podía devolverlo. Me tenía tanto miedo, y con razón, y estaba tan avergonzado que huyó. Se fue de Bristol. Ni siquiera su hermano conocía su paradero. Pasaron meses, años…
—¿Y qué hiciste? —preguntó la mujer de Ailred.
—La verdad es que mentí —confesó Doyle—. Quería proteger su buen nombre, pero también mi orgullo. Así que dije que se había ido a Francia a encargarse de unos negocios familiares; sin embargo, como jamás volvimos a saber de él, pensé que había muerto. Finalmente nos llegaron noticias suyas. Lo había recogido un comerciante de Londres. Por raro que parezca, conocía por encima a aquel hombre. Había acogido a mi hijo en su casa, se había comportado con él como un padre, bastante severo, y le había ayudado a iniciar un negocio con el que devolverme el dinero. Después, ese comerciante le pidió que volviera y me pidiera perdón. Para mí, eso es un favor —dijo antes de hacer una pausa—. La verdad es que no se puede devolver algo así, simplemente hay que aceptarlo.
—¿Y perdonaste a tu hijo? —inquirió la esposa de Ailred.
—Así es —contestó el comerciante de Bristol—. La verdad es que me alegré mucho de que estuviera vivo.
—¿Volvió a vivir contigo?
—Le puse dos condiciones. Tenía que dejar que le perdonara el resto del dinero que me debía. Supongo que fue mi propio sentimiento de culpa lo que me llevó a hacer algo así. Me culpaba a mí mismo por haber sido un padre tan duro como para haberlo alejado de mí.
—¿Y la otra condición?
—Tenía que casarse con la mujer que yo le eligiera. No hay nada extraño en ello. Le encontré una mujer buena y formal. Son felices. —Se levantó bruscamente—. Se me hace tarde. Gracias por vuestra hospitalidad. —Se volvió hacia la mujer de Ailred—. Un buen favor merece otro. Pensaré en esa joven y en su familia y os haré saber algo por la mañana.
Cuando se fue, el Peregrino y su mujer se sentaron a solas en su salón.
—Estoy seguro de que la ayudará —dijo ella.
—No le digas nada a Una —replicó Ailred—. Esperemos a ver qué hace.
Permanecieron un tiempo sin decir nada; finalmente, la mujer rompió el silencio.
—Qué extraño que su hijo hiciera lo mismo que Harold. Incluso contó una mentira como nosotros. Excepto que nosotros dijimos que Harold se había ido a hacer una peregrinación.
—Él recuperó a su hijo —dijo Ailred con tristeza—. Supongo que yo también alejé a Harold.
—Nunca fuiste severo.
—No, fui demasiado blando —dijo haciendo un gesto en dirección a los dormitorios—. ¿Qué se puede hacer cuando un hijo roba a su padre y este es Ailred, el Peregrino?
Su mujer estuvo a punto de decir que quizás Harold también estuviera vivo, pero se dio cuenta de que el tema era demasiado doloroso para él. En vez de ello, comentó:
—Esperemos que Doyle haga algo por Una.
A la mañana siguiente, Una estaba en la carretera que pasaba al lado del hospital cuando llegó un hombre alto, apuesto y pelirrojo, de cara curtida. Preguntó por el Peregrino, pero la chica no se dio cuenta de que iba de parte de Doyle, el comerciante de Bristol.
Empezó a enseñarle el camino, pero él parecía conocerlo. Entró por la puerta justo en el momento en el que Ailred había salido al jardín desde el hospital. Una iba detrás de él. Vio que Ailred lo miraba desconcertado, pero no creyó que lo conociera. Y ciertamente, el Peregrino lo estaba mirando con el mayor de los asombros cuando el hombre se hincó de rodillas y lo llamó: «Padre».
A mediados del siguiente invierno, nueve meses después de que el rey Enrique de Inglaterra hubiera abandonado la isla, el arzobispo O’Toole de Dublín llamó al padre Gilpatrick a sus aposentos privados y le dio tres documentos. Cuando acabó de leerlos, el joven sacerdote siguió mirando los pergaminos como si hubiese visto un fantasma.
—¿Estáis seguro de que es auténtico? —preguntó.
—No cabe duda —replicó el arzobispo.
—No sé lo que dirá mi padre —comentó en voz baja Gilpatrick.
Había resultado un año agotador. El matrimonio de Fionnuala y Ruairi O’Byrne había sido necesario, por supuesto. Su padre se había mostrado inquebrantable, y con razón. Los propios O’Byrne habían reaccionado con la misma insistencia. «Ruairi no deshonrará a los Ui Fergusa», dijeron. De hecho, Gilpatrick sospechó que la presencia de Brendan O’Byrne en la boda se debía en parte a asegurarse de que Ruairi no se fugaría y que aquel asunto se zanjaba con éxito. Todo el mundo le había restado importancia a la cuestión. El padre de Gilpatrick ofició la ceremonia. No cabía duda del estado de la novia, y, aunque el arzobispo O’Toole acudió en prueba de amistad, toda la familia pensó que se habían rebajado a los ojos de los demás. Después de que el Rey les arrebatara sus tierras, aquello les había supuesto un golpe de lo más amargo.
De hecho, habían sido tiempos duros para la mayoría de las antiguas familias de Dublín, con una notable excepción.
Ailred, el Peregrino, había recuperado a su hijo. Aquello había sido maravilloso. A pesar de que no había conseguido hacer una peregrinación a Jerusalén, como había hecho su padre, había regresado como socio de Doyle, el comerciante de Bristol y, por tanto, se había asegurado una posición más o menos acomodada en el puerto de Dublín. En aquel momento vivía en una casa cerca de las Casetas de pescado, pero lo más extraordinario de todo había sido su matrimonio con Una MacGowan. Daba la impresión de que la había aceptado por respeto a los deseos de su padre y, más en concreto, de su madre. Y como resultado de esa unión feliz, cuando ese verano volvió el padre de Una, enfermo, con su familia, su nuevo yerno lo instaló en su propia casa, ya que pertenecía a Doyle, el comerciante. A pesar de que no los conocía mucho, Gilpatrick se alegró de la formación de aquella familia, en especial por Una, a la que en una ocasión había rescatado de un aciago percance; sin embargo, si aquel giro de los acontecimientos le había recordado que Dios siempre velaba por las vidas de los seres humanos, el pergamino que tenía en las manos parecía demostrarle —si no era sacrilegio siquiera pensarlo— que Dios tenía la vista puesta en otro lado.
Los documentos en cuestión eran cartas del Papa de Roma. Una estaba dirigida al arzobispo y a sus obispos; la segunda a los reyes y príncipes de Irlanda, y la tercera era una copia de una carta al rey Enrique de Inglaterra.
La más corta era la dirigida a los príncipes irlandeses. En ella les recomendaba que se sometieran a: «nuestro más querido hijo en la Iglesia, Enrique». Así era como se refería el Papa al hombre que había causado la muerte de Becket. Les decía que Enrique había ido a reformar la Iglesia de Irlanda y les aconsejaba ser humildes, sumisos, obedientes al rey inglés, si es que no querían enfrentarse a la cólera papal. A los obispos les recomendaba a Enrique como un gobernante cristiano que libraría a la Iglesia de Irlanda de su terrible vicio y corrupción, y les urgía a imponer la obediencia con «censura eclesiástica».
—¿Quiere eso decir que excomulgará a nuestros jefes que no le obedezcan? —preguntó O’Toole asombrado—. El Santo Padre también parece pensar que todos los príncipes de Irlanda han entrado en la casa del rey Enrique, cosa que no han hecho —añadió enojado.
Pero aún había algo mucho peor, ya que, cuando acabó de leer las cartas, Gilpatrick se dio cuenta de algo más: la terminología. El Papa había utilizado los términos de obediencia y obligación feudal con los que se habría dirigido a los barones franceses o ingleses. Y recordando su conversación con el inteligente Brendan O’Byrne, cayó en la cuenta de lo difícil que sería explicar todas aquellas diferencias al arzobispo.
—El Santo Padre no entiende la situación irlandesa —dijo apenado.
—Ciertamente —exclamó O’Toole—. ¡Mira esto! —le pidió, al tiempo que indicaba una frase de la primera carta—. ¡Y esto! —Cogió la tercera carta y la arrojó encima de la mesa, malhumorado.
No había duda, las cartas no solamente eran inapropiadas, sino que eran abiertamente insultantes. La de los irlandeses, según el Papa, era una raza «ignorante e indisciplinada» que se revolcaba en un «monstruoso y sucio vicio». Eran «bárbaros, incultos e ignoraban la ley divina». Uno podría pensar que en los setecientos años desde la llegada de san Patricio jamás habían existido las grandes escuelas monásticas, los misioneros irlandeses, el Libro de Kells y todas las demás glorias del arte cristiano irlandés. Daba la impresión de que el Santo Padre estaba muy contento de dirigirse a los obispos y príncipes irlandeses y decírselo a la cara.
—¿Qué quiere decir? ¿En qué está pensando? —preguntó el santo arzobispo.
Pero Gilpatrick ya lo sabía. Lo había visto con claridad. La respuesta estaba en la tercera carta, la que iba dirigida al rey Enrique.
Felicitaciones. No había otra palabra para ello. El Papa le enviaba sus felicitaciones al rey inglés por la maravillosa ampliación de su poder sobre los testarudos irlandeses, que habían rechazado la práctica de la fe cristiana. Además, para obtener un completo perdón por sus pecados —ésos, sin duda, serían principalmente su complicidad en el asesinato del arzobispo de Canterbury—, el Rey solo tenía que continuar esa labor. Así que Enrique había conseguido todo lo que quería: no solo el perdón por haber asesinado a Becket, o eso parecía, sino también la bendición por su cruzada contra los irlandeses.
—Podía haberla escrito el Papa inglés —se quejó O’Toole.
¿Y cómo lo había conseguido Enrique? El texto de la carta lo dejaba claro. El Papa explicaba que se había enterado de la desgraciada situación de la moral en la isla occidental a través una fuente irreprochable: a saber, ¡el mismo eclesiástico que el rey Enrique le había enviado! ¿Y acaso no confirmaban esas palabras el informe que ellos, los eclesiásticos irlandeses, le habían enviado? Enumeraba algunos de los abusos: matrimonios impropios, falta de pago de diezmos; las mismas cosas que el concilio de Cashel había tenido el cuidado de abordar. Sin embargo, el Papa no mencionaba ese concilio. Evidentemente, desconocía que hubiera tenido lugar y las reformas que se habían aprobado allí; al igual que parecía ignorar todo el buen trabajo que había llevado a cabo Lawrence O’Toole y otros como él.
Por fin, Gilpatrick comprendía la astucia del rey Plantagenet. Había engañado a los eclesiásticos irlandeses para que redactaran ese maldito informe y después había corrido a Roma con él, como prueba de la situación en Irlanda. Había suprimido cualquier referencia al concilio. Los representantes en Roma que, en cualquier caso, sabían poco de Irlanda, habían encontrado la anterior carta del papa Adriano y el engaño estaba completo. La incursión del rey inglés en Irlanda para solucionar el problema de Strongbow se había convertido en una cruzada papal.
—Y le dimos excusa para hacerlo. Nosotros mismos nos hemos condenado —murmuró Gilpatrick.
Aquello era marrullero, era una traición. Era una brillante lección de política por parte de un maestro de ese juego.
1192
El día de San Patricio del año de nuestro Señor de 1192, tuvo lugar una importante ceremonia en Dermot. Encabezada por el arzobispo de la ciudad, una procesión de dignatarios eclesiásticos salió de la catedral de la iglesia de Cristo y atravesó la puerta meridional de la ciudad. Entre ellos estaba el padre Gilpatrick. A doscientos metros por ese camino estaba el pozo de San Patricio, a cuyo lado, durante mucho tiempo, se elevó una pequeña iglesia. Pero, en ese momento, había una estructura enorme, aunque inacabada. De hecho, su tamaño y sus espléndidas proporciones sugerían que pretendía rivalizar con la gran catedral de la iglesia de Cristo. Tampoco iba a ser simplemente una iglesia, ya que podían verse los cimientos de la escuela que la acompañaría. A los espectadores de aquella procesión, que se dirigía a esos magníficos y nuevos cimientos dedicados al santo patrón de Irlanda, podría haberles parecido incongruente una cosa: el arzobispo de Dublín que la encabezaba se llamaba John Cumin y era inglés.
De hecho, en la nueva basílica de San Patricio todo iba a ser inglés. La estaban construyendo en el nuevo estilo gótico, de moda por aquel entonces en Inglaterra y Francia. A pesar de sus sólidos cimientos, que eran monásticos, el nuevo colegio de San Patricio iba a ser una iglesia colegial para sacerdotes y no monjes, siguiendo la última moda inglesa. La mayor parte de los sacerdotes eran ingleses, no irlandeses. Y difícilmente podía escapar a nadie que ese nuevo cuartel general del obispo inglés estaba situado fuera de la muralla de la ciudad y a varios cientos de metros de distancia de la antigua iglesia de Cristo, donde los monjes aún recordaban al santo arzobispo O’Toole con reverencia y cariño.
La húmeda brisa de marzo golpeó al padre Gilpatrick en la cara. Supuso que debía estar agradecido. Al fin y al cabo, era un halago que el arzobispo inglés lo hubiera elegido a él, un irlandés, para ser uno de los nuevos canónigos. «Todo el mundo te tiene en gran consideración —le había dicho Cumin con toda franqueza—. Sé que utilizarás tu influencia sabiamente». Dadas las circunstancias en las que se encontraba en ese momento, a Gilpatrick no le cupo ninguna duda de que era su deber aceptar; sin embargo, cuando miró a la izquierda, hacia donde se alzaba el viejo monasterio de su familia, y cuando pensó en el hombre al que le había pedido, a regañadientes, que se reuniese con él en cuanto acabara la consagración, solo pudo pensar: «Gracias a Dios que mi pobre padre ya no está vivo para ver esto».
El año anterior no había sido agradable para su padre. Tras la visita del rey Enrique, el anciano había visto cómo habían hecho gradualmente una carnicería con su mundo, era como un cuerpo al que hubieran arrancado los miembros uno a uno. El golpe final había sido que el nuevo concilio de la Iglesia declarara que todos los sacerdotes que habían heredado el cargo como él debían ser destituidos y desposeídos. El arzobispo se opuso por completo a permitir que le ocurriera semejante cosa, pero después de aquello el anciano se descorazonó. El final había llegado medio año después de la muerte del propio Lawrence O’Toole. Su padre había ido a dar un paseo al viejo túmulo de la Asamblea y allí, junto a la tumba de su antepasado Fergus, sufrió un ataque y cayó muerto al instante. Había sido un final adecuado para el último de los Ui Fergusa, pensó Gilpatrick, ya que su padre había sido el último de los jefes. Él, como sacerdote célibe, no tenía herederos y su hermano Lorcan, ya fuera por el destino o por castigo divino por casarse con la viuda de su hermano, había sido agraciado con hijas, pero no con hijos. Por tanto, en la línea masculina, la familia que había guardado Ath Cliath desde antes que llegara san Patricio estaba a punto de extinguirse.
Aún quedaba una última humillación, que le habían reservado para ese día. Era realmente misericordioso que su padre no estuviera allí para ver lo que iba a hacer después de la misa de consagración.
La misa se dijo de manera impecable, eso no podía negarse. Después, todo el mundo fue muy agradable con él, elogioso incluso; sin embargo, a él no le causó ningún placer. No se hacía ilusiones. La Iglesia seguía siendo predominantemente irlandesa. Necesitaban a un hombre como él de intermediario. De momento, hasta que los ingleses fueran mayoría. A su manera, el arzobispo no era mala persona. Había conocido a otros eclesiásticos como él la última vez que había estado en Inglaterra. Era un administrador, un servidor del Rey, inteligente y frío; cómo echaba de menos a veces el espíritu menos refinado de O’Toole. Cuando acabó la ceremonia, salió y miró a su alrededor. Al cabo de un momento, vio que se acercaba una figura señorial y se encogió de miedo. Todo aquello era culpa de su hermano.
Durante un breve espacio de tiempo, después de que el rey Enrique completara su visita a la isla, había dado la impresión de que las dos partes que ocupaban esas tierras podían vivir en una incómoda paz. El monarca Plantagenet y el jefe supremo O’Connor incluso habían firmado un nuevo tratado con el que se repartían la isla entre ellos, como si la hubiesen dividido en las dos mitades de Leth Cuinn y Leth Moga, norte y sur, igual que en los tiempos antiguos. En el territorio ocupado por los ingleses empezaron a aparecer castillos normandos de mota y patio, formados por unas grandes empalizadas de madera que rodeaban un montículo de tierra coronado por un torreón también de madera. Estas pequeñas y sólidas fortificaciones provisionales dominaban las haciendas, los nuevos predios que había edificado Strongbow y sus seguidores, pero ¿había acabado ahí la cosa? Evidentemente, no. Los irlandeses no estaban contentos; los colonizadores ambicionaban más tierra. Al poco se rompió la tregua y los señores de las heredades fronterizas hicieron incursiones en los dominios del Rey Supremo para robarle territorio. Por irónico que resulte, Strongbow, que había sido el causante de todo aquello, murió en ese momento, aunque eso no implicó ningún cambio. El robo de tierras había adquirido velocidad propia. Un aventurero aristócrata llamado Courcy había llegado incluso al Ulster y se había apoderado, allí arriba, de un pequeño reino para él.
Esos acontecimientos en la frontera no habían afectado en gran manera a la familia de Gilpatrick, que vivía en la relativa tranquilidad de Dublín; pero un nuevo suceso iba a tener profundas consecuencias para su hermano. En el año 1185, Irlanda recibió una segunda visita real; en esa ocasión no de Enrique, sino de su hijo más joven.
El príncipe Juan carecía de la brillantez de su hermano mayor, Ricardo Corazón de León. Parecía que se había pasado la vida ganándose enemigos. Era inteligente, pero carecía de tacto. Lo hacía todo con torpeza. Cuando llegó a Irlanda y se reunió con jefes irlandeses cuyas vestimentas y largas barbas le parecieron divertidas, el joven se burló de ellos en la cara y los insultó con toda tranquilidad. En realidad, tras esa arrogancia y vulgaridad se escondía una forma de pensar oscura y calculadora. Al príncipe Juan no le importaban nada los sentimientos de los irlandeses: había ido allí para imponer orden y con él había llevado unos crueles administradores de familias feudales con nombres como los de Burgh y Walter, conocidos como los mayordomos y que eran muy buenos a la hora de imponer orden.
Irlanda iba a ser gobernada según las normas inglesas: los antiguos territorios tribales se gobernarían como baronías y se establecerían señoríos, a imagen y semejanza de los cientos ingleses. Las residencias de los jefes poco importantes se convertirían en las heredades fortificadas de los caballeros ingleses armados. Tribunales ingleses, impuestos ingleses, costumbres inglesas, incluso se planeaba crear condados ingleses. También había más contingentes de caballeros, muchos de ellos amigos del príncipe, a los que había que concederles predios. Y si todo eso significaba echar a patadas a unos cuantos irlandeses más de sus tierras, al príncipe Juan le importaba poco.
Entre los que habían sufrido todas esas medidas estaba Ailred, el Peregrino. Un día le informaron de que las parcelas al oeste de la ciudad, en las que se hallaba el hospital, habían sido concedidas a dos conocidos ingleses del príncipe Juan, y a pesar de que tanto su hijo Harold como Doyle eran en ese momento hombres importantes en Dublín, ni siquiera su influencia fue capaz de impedir que aquello sucediera. En cuestión de meses, el amable Peregrino y su esposa, en vez de dejarse llevar por la cólera, consiguieron persuadir a esos dos hombres que habían obtenido sus tierras para que cedieran gran parte de ellas al hospital, que pronto recibiría la bendición papal. «Ves —dijo su mujer con dulzura—, al final todo ha salido bien».
Ojalá su hermano hubiera sido igual de inteligente, pensó Gilpatrick, que se preguntó a sí mismo: «Pero ¿ha sido en parte por mi culpa? ¿He estado tan ocupado en asuntos religiosos que no me he percatado del peligro que corría mi hermano?».
Cuando el rey Enrique se apropió de las antiguas tierras de los Ui Fergusa, las dividió en dos grandes fincas, una al norte y otra al sur. La septentrional seguía en manos de Baggot y la meridional en las de su hermano. Por tanto, y según la forma de pensar de su hermano, él seguía siendo el jefe. Y el hecho de que nunca hubiera entendido completamente su nuevo estatus, pensó Gilpatrick, se debía en parte a que quería hacerse ilusiones, pero también porque, como irlandés, no entendía un rasgo muy importante del feudalismo europeo: el propietario ausente.
Aquella práctica era de lo más habitual en Inglaterra y Francia. El Rey concedía a sus grandes señores tierras desperdigadas y ellos a su vez tenían arrendatarios. El señor de la finca podía vivir en ella, estar ausente o incluso ser propietario de varios predios y estar representado por un administrador ante el que respondían las personas que hubiera en la finca, desde los arrendatarios de las grandes haciendas a los más humildes siervos.
En el caso de las tierras de Ui Fergusa, el señor de la finca era el propio Rey, representado por el justicia: un administrador que se ocupaba del día a día. Hasta ese momento, y por comodidad, habían permitido que el hermano de Gilpatrick fuera el único arrendatario del lugar. Durante los primeros años, las rentas exigidas por el administrador habían sido poco cuantiosas y el hermano de Gilpatrick las había considerado iguales a los tributos que habitualmente pagaba un jefe irlandés a un rey. Sin embargo, con la llegada de los nuevos albaceas del príncipe Juan, la situación cambió y comenzaron los problemas. Cuando el administrador le exigió el pago por el servicio de caballero que le debía por el predio, el hermano de Gilpatrick no pagó. Citado por el lord del tribunal del distrito, no se presentó. Cuando el administrador, un hombre paciente, había ido a verlo, había tratado a ese servidor real con desprecio.
—Hemos sido jefes aquí antes de que se supiera nada de la familia de tu rey —le dijo al administrador sin faltar a la verdad—. Un jefe no responde ante un sirviente. Cuando el Rey vuelva a Irlanda, entraré en su casa.
El administrador no dijo nada y se retiró.
Y, sin embargo, se preguntaba Gilpatrick, ¿era responsabilidad suya el que su hermano se hubiese comportado de una forma tan estúpida? Si no hubiese estado tan entregado a los asuntos de la Iglesia, ¿se habría ocupado de asegurar y dejar en orden la situación de su familia? Hacía tres días que su hermano había llegado a casa y en el momento en el que le hizo una pregunta, a Gilpatrick se le cayó el alma a los pies.
—Gilpatrick, explícame qué es un arrendatario a voluntad.
Había distintos tipos de hombres en una finca. Los inferiores eran los siervos de la gleba que, atados a la tierra, eran poco menos que esclavos. Por encima de ellos había varios grupos de personas, algunos eran obreros especializados con derechos y deberes claramente definidos. En la cima de esa jerarquía estaban los arrendatarios libres, que poseían una granja o dos por las que pagaban un alquiler legalmente estipulado. Podían ser campesinos libres ricos, lores feudales o una fundación religiosa con participación recíproca o parte en los beneficios. Por debajo del arrendatario libre había una clase más precaria. El arrendatario a voluntad era normalmente un hombre libre, con posibilidad de ir o venir cuando le apeteciese, pero que ocupaba su tierra en la finca sin contrato fijo. El señor tenía derecho a poner fin al arriendo cuando quisiese.
Cuando el rey Enrique se quedó con las tierras de los Ui Fergusa, nadie se preocupó de obtener un privilegio adecuado. Como habían permitido que se quedaran, la familia de Gilpatrick había asumido que tenían derecho de posesión. Después de todo llevaban allí mil años. ¿No dejaba aquello bien clara su situación? Por supuesto, no lo hacía, pensó Gilpatrick, y él debería haberlo sabido mejor que nadie.
El administrador había asestado un golpe doble. Le recordó al justicia que para la próxima vez que el Rey necesitara recompensar a uno de sus hombres, la heredad que quedaba al sur de las tierras de los Ui Fergusa seguía libre. Y una vez concedida, el administrador había informado al nuevo señor de que tenía un arrendatario problemático:
—De todas formas —le explicó—, como no ha existido nunca un acuerdo formal, podemos considerarlo un arrendatario a voluntad.
La semana anterior, el administrador había ido a ver al hermano de Gilpatrick y le había dicho con toda calma:
—El nuevo señor llegará en breve. Quiere que salgas antes de que llegue. Así que recoge tus cosas y márchate.
—¿Y dónde voy a ir? —preguntó enfurecido el hermano de Gilpatrick—. ¿A los montes de Wicklow?
—Por lo que a mí respecta, como si te vas al Infierno —respondió fríamente el administrador.
Así que, en aquel momento, arreglar la situación dependía del padre Gilpatrick.
Era muy duro saber que, seguramente, su familia, incluso por línea femenina, perdería para siempre aquellas tierras ancestrales. Afortunadamente, casi todas las hijas de su hermano estaban felizmente casadas, aunque aún quedaban dos a las que mantener. «Al menos podré conseguirle un par de años más», pensó Gilpatrick. Tal como había señalado con gran acierto su hermano, si alguien tenía alguna posibilidad de persuadir al nuevo señor de la heredad de que se aplacase, era él. A fin de cuentas, lo conocía.
Así que hizo todo lo posible por sonreír cuando aquella conocida figura llegó hasta donde estaba y lo miró desde el caballo.
—Hace mucho tiempo que no nos vemos, Peter FitzDavid —lo saludó Gilpatrick.
Había pasado mucho tiempo, Peter no iba a negarlo. Un cuarto de siglo desde que había partido; llevaba más de veinte años esperando su recompensa. Algunos de esos años los había pasado fuera de Irlanda, aunque había regresado a menudo. Había luchado en el oeste, en Limerick; había organizado guarniciones y mandado a las órdenes del justicia. Era muy conocido y respetado entre los hombres de armas de la isla. Los irlandeses lo llamaban Peter, el Galés; y la tropa que hablaba inglés y los colonos también se referían a él como Peter, el Galés, o «Walsh», como lo pronunciaban.
Dejaron que Peter FitzDavid, más conocido como Walsh, trabajara duramente durante años, ya que confiaban en él. Aprendió a ser paciente y observador; no obstante, al mismo tiempo, les había hecho saber que debían darle una recompensa y, ahora, cuando esta finalmente le llegaba, era mucho mejor de lo que había esperado. Una fantástica heredad, no en la frontera donde los furiosos irlandeses estaban siempre haciendo incursiones como venganza por lo que les habían robado, sino en la rica y segura costa del Leinster, cerca de la guarnición de Dublín.
Había llegado el momento de echar raíces y, aunque fuera tarde, de casarse y tener un heredero. Años de servicio seguidos de un tardío matrimonio no era nada extraño en la carrera de un caballero. Ya había encontrado una novia, una hija joven de Baggot, el caballero cuya finca lindaba con la suya. Tenía intención de disfrutar de la fortuna que se había ganado.
Cuando supo que le habían concedido las tierras de los Ui Fergusa, pensó en Gilpatrick, a buen seguro, pero no le avergonzaba encontrarse con él. Había llegado a un punto en su edad madura en el que no tenía más tiempo ni emociones que desperdiciar. La tierra era suya. Así estaban las cosas. La fortuna de la guerra. El asunto del hermano menor de Gilpatrick era otra cuestión. Sabía muy bien que esa era la razón por la que el sacerdote le había pedido entrevistarse con él y que, por cortesía, debía escuchar lo que Gilpatrick tuviera que decirle; aun así, quizás había un elemento debidamente calculado en el hecho de que al ver a su antiguo amigo no hubiera desmontado. Ni siquiera lo hizo cuando Gilpatrick propuso dar un paseo y dejó que el sacerdote caminara a su lado.
El sendero los llevó hacia el este, hacia el abierto campo comunal desde el que un riachuelo descendía hacia la antigua piedra de los vikingos y el borde del estuario. Hacía poco tiempo que habían levantado allí un segundo hospital, uno pequeño para leprosos, dedicado a san Esteban. Fue pasada esa pequeña fundación cercana a las marismas, adonde se dirigieron las dos figuras, una a caballo y la otra a pie, y Peter escuchó las tribulaciones que aquejaban al pobre hermano de Gilpatrick.
Mientras escuchaba sintió… Nada. Escuchó la historia de la familia, las circunstancias atenuantes, el hecho —el sacerdote le dijo que estaba seguro de que le comprendería— de que su hermano no había entendido completamente la nueva situación. Gilpatrick le habló de su padre y de su amistad en el pasado. Y con todo, casi sorprendido consigo mismo, Peter siguió sin sentir nada. O, mejor dicho, al cabo de un rato, empezó a sentir algo. Era desprecio.
Despreciaba al hermano de Gilpatrick. Lo despreciaba porque no había luchado y, sin embargo, había perdido. Lo despreciaba por ser tan arrogante como débil. Lo despreciaba por estar voluntariamente mal informado, por ser poco formal y por ser idiota. ¿Acaso no había tenido él que luchar, soportar privaciones y aprender a ser sabio y paciente? El éxito desprecia al fracaso. Peter siguió montado en su caballo y finalmente, mientras miraban hacia el túmulo de la Asamblea y la piedra de los vikingos, dijo:
—Gilpatrick, no puedo hacer nada.
Los dos sabían que era verdad.
—Te has endurecido con los años —dijo el sacerdote apenado.
Peter tiró de las riendas de su caballo y se alejó lentamente. La entrevista había acabado. Ya había oído suficiente. Quería espolear a su caballo para ir al trote y dejar a su antiguo amigo allí plantado. Y, a pesar de lo grosero que hubiera sido aquello, lo habría hecho si, justo en ese momento, no hubiera visto a una mujer que atravesaba los campos y se dirigía hacia ellos. En vez de seguir adelante, la miró.
Se trataba de Fionnuala, era imposible confundirla. Habían pasado casi veinte años desde que se habían separado, pero incluso, a distancia, la habría reconocido solo con mirarla. Cuando se acercó a ellos, saludó a Gilpatrick con la cabeza.
—Me han dicho que os encontraría aquí.
—No sabía que estabas en Dublín —dijo el sacerdote un tanto desconcertado—. ¿Te acuerdas de mi hermana Fionnuala? —preguntó volviéndose hacia Peter.
—Sí que se acuerda —lo interrumpió ella en voz baja.
—Le estaba explicando a Peter que nuestro hermano…
—Ha sido un tonto —dijo mirando fijamente a Peter—. Tan tonto como lo fue su hermana en una época —pronunció aquellas palabras con sencillez, no con malicia—. Me han dicho que te habías reunido con él —le dijo a Gilpatrick—. Así que he pensado que debería venir a Dublín también.
—Por desgracia… —comenzó a decir Gilpatrick.
—Se ha negado —aventuró volviendo la mirada hacia Peter—. ¿Verdad, Galés?
Los años habían sido más que amables con Fionnuala. Si de joven había sido hermosa, pensó Peter, solo había una manera de describirla en ese momento: estaba espléndida.
Sus hijos le habían dejado el cuerpo ágil, aunque más lleno. Seguía teniendo el pelo negro como el carbón, la cabeza erguida con orgullo y unos ojos de un asombroso verde esmeralda. En paz consigo misma y con el mundo, era exactamente la misma princesa irlandesa que había sido. «Y esta es la mujer con la que, en otras circunstancias, me habría casado», pensó Peter.
—Me temo que eso he hecho —admitió ligeramente incómodo.
—¡Lo han desahuciado! —gritó de repente Fionnuala—. ¡Nos han robado la tierra que hemos amado durante miles de años! ¿No lo ves, Galés? ¿No puedes entender su cólera? Ni siquiera nos conquistaron, sino que nos engañaron. —Calló y después continuó en voz baja—. Te da igual, no le debes nada.
Peter no contestó.
—Pero a mí sí que me debes algo.
Los dos intercambiaron una mirada mientras Gilpatrick se quedaba perplejo. No podía imaginar qué podía deberle el caballero a su hermana.
—Ahora disfrutas de buena fortuna, Galés —continuó con amargura—, pero no siempre ha sido así.
—Es normal que me recompensen por veinte años de servicio —le explicó.
—Tu rey inglés te ha recompensado; sin embargo, fui yo, como una tonta, la que consiguió que se fijaran en ti cuando te di Dublín.
—Lo que me diste fue tu cuerpo, no Dublín.
—Me traicionaste —le espetó Fionnuala con tristeza—. Me hiciste daño, Galés.
Éste asintió lentamente con la cabeza. Todas y cada una de aquellas palabras eran verdad. Notó que Gilpatrick parecía desconcertado.
—¿Qué quieres, Fionnuala? —preguntó finalmente.
—Mi hermano todavía tiene dos hijas a las que encontrar marido. Déjale la granja hasta que las haya casado.
—¿Eso es todo?
—¿Qué más podría pedirte?
Fugazmente, se preguntó si habría deseado casarse con él. ¿O solo lo odiaba? Jamás lo sabría.
—Debe pagar el alquiler.
—Lo hará.
Peter apretó los labios. Imaginó los futuros problemas que podría causarle su arrendatario. Serían años de hoscas miradas y de rabia. ¿Cómo iba a ser de otra manera? Quizá Fionnuala fuera capaz de mantener a raya a su hermano, o quizá no. Sin duda, un día acabaría echando a su hermano de su tierra ancestral. Así era como sucedían las cosas. De todos modos, supuso que podría vivir con ese tipo hasta que las dos últimas hijas se hubieran ido con sus maridos y con unas buenas dotes.
—No pides nada para ti —observó—. ¿No buscan tus hijas un buen marido? ¿Un caballero inglés quizá?
«Porque si se parecen a ti. Nada sería más fácil», pensó.
—¿Mis hijas? —respondió riéndose—. Tengo siete, Galés, que corren libres con los O’Byrne por las colinas. No se casarían con un caballero inglés, pero ten cuidado —añadió mirándolo directamente a los ojos—, porque es posible que bajen de las colinas para recuperar sus tierras.
—De acuerdo, Fionnuala, bien puede ser —dijo lentamente—. Al menos, tu hermano puede quedarse. Lo hago por ti. Te doy mi palabra de que lo cumpliré. Si es que crees en mi palabra, claro —añadió irónicamente.
Fionnuala asintió y luego se volvió hacia su hermano.
—Gilpatrick, ¿he de creer en la palabra de un hombre del Rey? —Mientras hacía esa pregunta miró a su antiguo amante con una sonrisa débil y burlona.
El padre Gilpatrick, aunque estaba confuso por aquella conversación, había sido testigo de demasiadas cosas desde que había cruzado el mar con Peter, y, en ese momento, a pesar de que el caballero había sido su amigo, solo pudo contestar a esa pregunta guardando silencio.