XIV

proximadamente a la misma hora en que Cadfael desmontaba en el patio de Farewell, Adelaida de Clary se encontraba sentada con su hijo en los aposentos privados de éste en Elford. Se había producido un largo y embarazoso silencio entre ambos. La tarde estaba tocando a su fin, la luz empezaba a escasear y él no había mandado encender las velas.
—Hay una cuestión que apenas se ha comentado —dijo Audemar al final, saliendo de su sombrío silencio—. La anciana vino a veros a vos, señora. Y vos la despedisteis con una lacónica respuesta. ¡La enviasteis a su muerte! ¿Se hizo por orden vuestra?
—¡No! —contestó Adelaida sin pasión.
—No os preguntaré lo que sabéis al respecto. ¿Para qué? Ella está muerta. Pero no me gustan vuestras maneras y prefiero no tener más tratos con vos. Mañana, señora, regresaréis a Hales. Hales podrá ser vuestro refugio. Pero no volváis jamás a esta casa pues no seréis recibida. Las puertas de todos mis feudos excepto el de Hales permanecerán cerradas para vos a partir de ahora.
—Como tú quieras, ya todo me da igual —dijo Adelaida con indiferencia—. Sólo necesito un reducido espacio y puede que no sea por mucho tiempo. Hales me bastará.
—En tal caso, señora, marchaos cuando queráis. Os ofreceré una escolta que os acompañe, pues veo que habéis despedido a vuestros mozos —dijo Audemar con amarga intención—. Y una silla de manos, si preferís ocultar vuestro rostro. Que no se diga que os dejé viajar indefensa como una pobre anciana, saliendo sola en la noche.
Adelaida se levantó de su escabel y se retiró sin una palabra.
En la sala, los criados ya habían empezado a encender las antorchas y a colocarlas en sus candelabros de pared, pero en todos los rincones y en las vigas del alto techo manchadas por el humo, la oscuridad se concentraba envuelta en las telarañas de las sombras.
Roscelin se encontraba de pie junto al fuego de la chimenea central, empujando las pavesas con el tacón de su bota para infundirles nueva vida después de que alguien las hubiera cubierto con turba. Aún llevaba la capa de Audemar colgada del brazo y el capuchón en una mano. La luz de las llamas reavivadas iluminaron sus tersas mejillas, sus delicados huesos y su frente tan suave como la de una muchacha, arrancándoles unos dorados reflejos mientras la dulce y cautivadora sonrisa de sus labios daba testimonio de la profunda felicidad que le embargaba. Su cabello rubio como el lino le enmarcaba las mejillas y se separaba por encima de su delicada nuca, mostrando toda su juvenil belleza. Por un instante, Adelaida le contempló desde las sombras sin ser vista, experimentando de nuevo el placer y el dolor de la irresistible atracción, la insoportable dicha y la angustia de la belleza y juventud pasando de largo por su lado. Era un recordatorio excesivamente doloroso de cosas que habían terminado hacía mucho tiempo y que ella había creído olvidadas, pero que volvieron a cobrar vida como un ave fénix cuando se abrió una puerta y sus ojos tuvieron que enfrentarse con la ruina en que se había convertido su amado con el paso de los años.
Se alejó en silencio para que Roscelin no la oyera y se volviera a mirarla con sus radiantes y exultantes ojos azules. Aquellos ojos oscuros que ella recordaba, ligeramente hundidos en las cuencas bajo las arqueadas cejas oscuras, jamás la habían mirado de aquella manera. Siempre se habían mostrado respetuosos, siempre recelosos y modestamente bajados en su presencia.
Adelaida salió al frío anochecer para dirigirse a sus aposentos. Bueno, ya había terminado todo. El fuego se había convertido en ceniza. Jamás volvería a verle.
—Sí, la he visto —dijo fray Aluino—. Sí, he hablado con ella. He tocado su mano, es carne cálida, carne de mujer, no es una ilusión. La portera me condujo a su presencia sin que yo lo esperara, no pude hablar ni moverme. ¡Llevaba tanto tiempo muerta para mí! Hasta el solo hecho de verla fugazmente en el jardín del claustro entre los pájaros… Después, cuando vos os fuisteis, no estuve seguro de no haberlo soñado. Pero poder tocarla y que ella me llamara por mi nombre… Estaba contenta…
»Su caso no fue como el mío, pero Dios me libre de decir que su carga ha sido más liviana que la mía. Sin embargo, ella sabía que yo vivía, sabía dónde estaba y lo que era y no se sentía culpable de nada, pues no había cometido más delito que el de amarme. Ella sí pudo hablar. ¡Y qué palabras me dijo, Cadfael!
»—Aquí tienes a alguien —dijo— que ya te ha abrazado y con todo derecho. Ahora, con todo derecho, abrázala tú a ella. Es tu hija.
»¿Podéis imaginaros un milagro semejante? Me lo dijo tomando a la niña de la mano. Elisenda es mi hija… ¡y ella no ha muerto! Está viva, es joven, bella y fresca como una flor. ¡Y yo creía haberla destruido junto con el fruto de sus entrañas! La niña me besó dulcemente por su propia voluntad. Aunque sólo lo hiciera por compasión… debió de ser por compasión, pues, ¿cómo hubiera podido querer a alguien a quien no conocía?… pero, aunque sólo lo hiciera por compasión, para mí fue un regalo más preciado que el oro.
»Y será feliz. Puede amar como guste y casarse con quien le dicte su corazón. En cierta ocasión me llamó “padre”, pero creo que lo hizo como sacerdote la primera vez que me vio. Aun así, fue agradable y será dulce recordarlo.
»La hora que los tres pasamos juntos me compensa de las desdichas de estos dieciocho años, a pesar de que apenas nos dijimos nada. El corazón no podía hacer más. Ahora Bertrada ha regresado a sus ocupaciones. Y yo debo regresar a las mías pronto… muy pronto… mañana…
Cadfael escuchó en silencio el largo, entrecortado y elocuente monólogo de las revelaciones de su amigo, interrumpido por largas pausas en las cuales Aluino se perdía como en un extasiado arrobamiento. No dijo ni una sola palabra sobre la abominable acción que se cometió contra él con tanta crueldad y perversidad. Todo se había borrado de su mente gracias a la alegría de la liberación sin dejar el menor rastro de reproche o perdón. Ése fue el último y más irónico veredicto sobre Adelaida de Clary.
—¿Vamos al rezo de vísperas? —le preguntó Cadfael—. La campana ya ha dejado de sonar, ahora ya todas estarán en su sitio y podremos entrar discretamente sin que nos vean.
Desde un oscuro rincón de la iglesia, Cadfael contempló los jóvenes y lozanos rostros de las monjas y se detuvo largo rato en sor Benedicta, en el siglo Bertrada de Clary. A su lado, Aluino entonaba gozosamente en voz baja las plegarias, pero lo que Cadfael estaba oyendo en lo más hondo de su mente era aquella misma voz, pronunciando con sangrante lentitud unas dolorosas palabras en la oscuridad del henil de un guardabosque poco antes del amanecer. Allí en su sitial, serena y resplandecientemente satisfecha se encontraba la mujer que él había intentado describir. No era tan hermosa como su madre. No poseía su oscuro fulgor sino algo más suave. No había en ella nada oscuro o secreto, todo era claro y soleado como una flor. No temía nada… entonces. Confiaba en todo el mundo. Jamás le habían traicionado… todavía. Sólo una vez lo hicieron, y murió por esta causa.
Pero no, no había muerto. Y ciertamente en aquellos momentos, tan devota y cumplidora, no había nada oscuro o secreto en ella. El ovalado rostro resplandecía de serenidad mientras ella celebraba con júbilo la misericordia de Dios después de tantos años. Sin el menor residuo de pesadumbre; su felicidad no tenía la menor tacha. La vocación a la que se había entregado sin desearlo y por la que tal vez tanto se había esforzado durante todos aquellos años, habría alcanzado sin duda su plenitud en el momento de la revelación de la gracia. Ahora no querría volverle la espalda ni siquiera por su primer amor. No era necesario. Hay estaciones para el amor. La suya había pasado de las tormentas primaverales y el calor del estío a la dorada calma de los primeros días de otoño antes de la primera caída de las hojas. Bertrada de Clary se sentía exactamente igual que fray Aluino, reafirmada e invulnerable en la paz del espíritu. De ahí que la presencia fuera innecesaria y la pasión estuviera fuera de lugar. Se habían liberado del pasado y ambos tenían que trabajar con ahínco para el futuro, sabiendo cada uno de ellos que el otro vivía y estaba cultivando la misma viña.
A la mañana siguiente después de prima se despidieron e iniciaron el largo viaje de regreso a casa.
Las monjas se encontraban en el capítulo cuando Cadfael y Aluino tomaron la bolsa y las muletas y salieron de la hospedería, pero Elisenda los acompañó hasta la verja. Cadfael tuvo la sensación de que todos los rostros que le rodeaban estaban libres de cualquier sombra de duda y resplandecían de aturdido asombro ante la bondad que se había derramado sobre ellos. Ahora se podía ver con más claridad el enorme parecido entre padre e hija pues la huella del paso de los años se había borrado del rostro de Aluino.
Elisenda le abrazó con una efusividad no exenta de timidez, evitando las palabras de despedida. Cualquiera que fuera el modo en que hubiera transcurrido el día anterior y cualesquiera que fueran las confidencias que se hubieran intercambiado, la joven no podía tener por sí misma un conocimiento muy profundo de él, sino tan sólo a través de los ojos de su madre, pero sabía que era gentil y de afable trato y que su irrupción en su vida la había liberado de una pesadilla de culpabilidad y de pérdida por lo que siempre le recordaría así, con un placer y una gratitud no muy distantes del amor. Lo cual constituiría una recompensa suficiente para él, aunque jamás volviera a verla.
—¡Que Dios os acompañe, padre! —dijo Elisenda.
Era la primera y la última vez que le daba el título no como sacerdote sino como hombre, pero la dádiva le duraría a Aluino toda la vida.
Se detuvieron a pasar la noche en Hargedon, donde los canónigos de Hampton tenían una granja en una campiña que se estaba recuperando lentamente de la devastación que siguió al asentamiento de los normandos. Sólo ahora, al cabo de sesenta años, las tierras de labor estaban empezando a resucitar entre la maleza y estaban surgiendo algunas aldeas en los cruces de los caminos o en los parajes donde los ríos proporcionaban agua para un molino. La relativa seguridad ofrecida por la presencia de los canónigos, el administrador y los criados habían inducido a las gentes a establecerse en las inmediaciones, y los emprendedores hijos menores de las familias estaban talando árboles para abrir claros en los bosques donde poder levantar granjas y cultivar la tierra. Pero, aun así, el territorio estaba escasamente poblado y, bajo la luz del ocaso, ofrecía una apariencia solitaria y ligeramente melancólica. Pese a ello, a cada paso que daba hacia el oeste cruzando penosamente aquellos tristes llanos, la alegría de fray Aluino aumentaba, el ritmo de su marcha se aceleraba y la emoción teñía sus mejillas de arrebol.
Desde la angosta ventana sin postigos del henil, miró hacia el oeste en una noche cuajada de estrellas. Más cerca de Shrewsbury, donde las colinas empezaban a elevarse gradualmente hacia las montañas de Gales, la tierra y el cielo mantenían una equilibrada armonía mientras que allí la bóveda celeste parecía inmensa y la tierra de los hombres ofrecía un aspecto encogido y sombrío. El fulgor de las estrellas y la negrura del espacio intermedio revelaban la existencia de escarcha en el aire, pero eran una promesa de bonanza para el día siguiente.
—¿Y nunca sientes el deseo de mirar hacia atrás? —preguntó en voz baja Cadfael.
—No —contestó serenamente Aluino—. No hay necesidad. A mi espalda todo está bien. Todo está muy bien. No tengo nada que hacer allí ahora, mientras que en el lugar adonde me dirijo lo tengo todo por hacer. Ahora somos como hermano y hermana. No pedimos nada más, no queremos nada más. Ahora puedo entregarme con todo mi corazón a Dios. Le agradezco en el alma que me derribara para después levantarme renovado y dedicado por entero a su servicio —hubo un largo y apacible silencio mientras él seguía contemplando la clara noche con una especie de luminosa emoción en el rostro—. Dejé una hoja a medio terminar cuando salimos hacia Hales —añadió en tono pensativo—. Pensaba regresar mucho antes para terminarla. Espero que Anselmo no le haya encomendado a otro la tarea. Era la N mayúscula del Nunc Dimittis a la que todavía le faltaba la mitad de los colores.
—Te estará esperando —le aseguró Cadfael.
—Aelfrico lo hace muy bien, pero no conoce mi intención y, a lo mejor, se le va la mano con el oro —dijo Aluino con su clara voz juvenil.
—Deja de inquietarte —le aconsejó Cadfael—. Ten paciencia, espera tres días más y ya verás cómo vuelves a tener el pincel y la pluma en la mano y reanudas tu trabajo. Lo mismo tendré que hacer yo con mis hierbas, pues a estas horas las existencias de los armarios de las medicinas ya se estarán acabando. Acuéstate, muchacho, y descansa. Mañana te espera un largo camino.
Un ligero viento del oeste penetró a través de la ventana abierta y Aluino levantó la cabeza y aspiró el aire como un caballo de raza olfateando el olor de su cuadra.
—¡Qué agradable resulta regresar a casa! —exclamó.