I
os rigores del invierno llegaron temprano aquel año de 1142. Después de un prolongado otoño de apacibles, húmedos y elegiacos días, diciembre se presentó con unos oscuros cielos encapotados y unos breves días que se hundían en las copas de los árboles y se posaban como manos opresivas sobre el corazón. Al mediodía, en el escritorio apenas había luz suficiente para formar las letras, y los colores no podían usarse con certeza pues el implacable y prematuro crepúsculo les arrebataba todo su esplendoroso brillo.
Los adivinos del tiempo habían vaticinado fuertes nevadas y, mediado el mes, éstas se produjeron, no en forma de ventiscas sino de una cegadora y silenciosa caída que se prolongó durante varios días y noches, alisando todas las ondulaciones, blanqueando todos los colores, sepultando las ovejas en los oteros y las cabañas en los valles, apagando todos los sonidos, trepando por todos los muros y convirtiendo los tejados en blancas cordilleras de montañas infranqueables y el aire entre el cielo y la tierra en un opaco remolino de copos tan grandes como azucenas. Cuando finalmente cesó la nevada y se levantaron los densos festones de nubes, la barbacana estaba medio enterrada y casi tan aplanada en medio de la blanca extensión que apenas había sombras (excepto en los lugares donde los altos edificios de la abadía surgían de la casta palidez) y el espectral reflejo de la luz convertía la noche en día allí donde justo una semana antes la siniestra lobreguez había trocado el día en noche.
Aquellas nieves de diciembre que cubrieron buena parte del oeste hicieron algo más que trastornar las vidas de los campesinos, matar de hambre algunas aldeas aisladas, sepultar a no pocos pastores de las colinas junto con sus rebaños e impedir todos los viajes, obligando a la gente a una forzada inmovilidad; trastocaron las fortunas de la guerra, se burlaron de las inquietudes de los príncipes e hicieron que la historia se desviara precipitadamente de su curso al iniciarse el nuevo año de 1143.
También provocaron un extraño ciclo de acontecimientos en la abadía de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury.
En los cinco años que el rey Esteban y su prima la emperatriz Matilde llevaban compitiendo por el trono de Inglaterra, la fortuna había oscilado varias veces entre ellos como un péndulo, ofreciendo caprichosamente la copa de la victoria ora a uno y ora a otro para arrebatársela después sin que hubiera podido saborearla y ofrecérsela tentadoramente al otro contendiente. Ahora, bajo el blanco disfraz del invierno, decidió trastocar de nuevo las probabilidades, librando milagrosamente a la emperatriz de las poderosas manos del rey, justo en el momento en que su regio puño estaba rodeando a los prisioneros y la guerra parecía estar a punto de finalizar, otorgando al soberano una triunfal victoria sobre su enemiga. Se encontraban de nuevo como al principio de los cinco años de lucha y todo estaba todavía por hacer. Pero eso había ocurrido en Oxford, muy lejos de las infranqueables nieves, y aún transcurriría algún tiempo antes de que la noticia llegara a Shrewsbury.
Lo que estaba sucediendo en la abadía de San Pedro y San Pablo no era más que una pequeña molestia en comparación con aquello o, por lo menos, eso pareció al principio. Un enviado del obispo, que ocupaba una de las cámaras superiores de la hospedería y ya estaba irritado y contrariado por el hecho de haberse visto obligado a detenerse allí a la fuerza hasta que los caminos quedaran nuevamente expeditos, fue desagradablemente despertado por la noche por el súbito descenso de una corriente de agua helada sobre su cabeza, e inmediatamente se encargó de que todos los que se encontraban al alcance de su sonora voz se enteraran de ello sin dilación. Fray Dionisio, el hospitalario, se apresuró a calmarle y lo condujo a un lecho seco de otra cámara, pero, antes de que transcurriera una hora, resultó evidente que, pese a que el primer chaparrón no tardó en amainar, el goteo prosiguió sin interrupción y muy pronto se le añadió una media docena más, formando un círculo de considerables proporciones. El enorme peso de la nieve sobre el tejado sur de la hospedería había abierto un pasadizo a través del plomo, filtrándose entre las tejas de pizarra e incluso hundiendo tal vez algunas de ellas. Las bolsas de nieve habían percibido el relativo calor del interior y, con la muda malicia de las cosas inanimadas, habían decidido bautizar al emisario del obispo. Y la gotera se estaba agravando por momentos.
Aquella mañana se celebró una urgente reunión en el capítulo para deliberar sobre lo que debería y podría hacerse al respecto. En un tiempo tan desapacible como aquél, convenía evitar en la medida de lo posible los trabajos peligrosos y desagradables en los tejados, pero, por otra parte, si demoraran las reparaciones hasta que se produjera el deshielo, cabía la posibilidad de que sufrieran una inundación y que los daños momentáneamente limitados se agravaran considerablemente.
Varios monjes habían trabajado en la construcción de edificios anexos al recinto de la abadía, tales como graneros, establos y almacenes, y fray Conradino, que apenas contaba cincuenta y tantos años y era fuerte como un toro, había sido uno de los primeros oblatos infantiles y había trabajado de chico a las órdenes de los monjes de Seez, traídos allí por el conde fundador con el fin de que supervisaran la construcción de su abadía. En todo lo concerniente al edificio, los juicios de fray Conradino eran los más escuchados. Tras haber examinado el alcance de la gotera de la hospedería, fray Conradino afirmó categóricamente que no podían permitirse el lujo de esperar so pena de que tuvieran que sustituir la mitad de la vertiente sur del tejado. Tenían madera, tenían tejas de pizarra y tenían plomo. La vertiente sur del tejado se levantaba sobre el canal de avenamiento del saetín del molino, totalmente helado en aquellos momentos, pero no tendrían la menor dificultad en levantar un andamio. Cierto que pasarían mucho frío allí arriba, retirando primero la nieve para eliminar el perjudicial peso y sustituyendo después las tejas de pizarra rotas o desplazadas y reparando las tapajuntas de plomo. Pero, si los monjes trabajaran en turnos breves y pudieran tener la chimenea del calefactorio encendida todo el día mientras durara el trabajo, la tarea se podría llevar a cabo.
El abad Radulfo prestó atención, asintió con su poderosa cabeza, lo comprendió todo en seguida y tomó una rápida decisión, diciendo:
—¡Muy bien, pues, que se haga!
En cuanto cesó la nevada y el cielo se despejó, los recios habitantes de la barbacana salieron de sus casas bien abrigados y, armados con palas, escobas y rastrillos de mango largo, empezaron a abrirse paso hacia el camino real y excavaron un pasillo hasta el puente y la ciudad, donde sin duda los valientes burgueses que habitaban en el interior de las murallas estarían atacando a su mismo enemigo invernal. Las heladas persistían y de día en día dispersaban misteriosamente por el aire las capas superficiales de los ventisqueros, reduciendo su volumen a un ritmo infinitamente lento. Para cuando algunos de los principales caminos quedaron expeditos y algún que otro viajero, por imprudencia o por necesidad, se aventuró a recorrerlos, fray Conradino ya había levantado el andamio y asegurado las escalas de mano para subir al tejado, y los monjes ya se turnaban en medio del cortante frío, retirando cuidadosamente la inmensa carga de nieve para poder llegar hasta el fracturado plomo y las quebradas tejas de pizarra. Un aluvión de irregulares colinas de nieve se formó a lo largo del helado canal de avenamiento; un incauto monje que no oyó o no prestó atención al grito de advertencia que le lanzaron desde arriba quedó brevemente sepultado bajo un pequeño alud; tuvo que ser desenterrado apresuradamente y enviado al calefactorio para que se derritiera.
Para entonces ya se había abierto el camino entre la ciudad y la barbacana y la noticia, tras superar lentamente los obstáculos, pudo transmitirse desde Winchester a Shrewsbury, a tiempo para que la guarnición del castillo y el gobernador del condado la recibieran unos días antes de Navidad.
Hugo Berengario bajó inmediatamente de la ciudad para comunicar la noticia al abad Radulfo. En un país debilitado por cinco años de esporádicas contiendas civiles, convenía que el Estado y la Iglesia colaboraran estrechamente con el fin de que, en todo aquello en que el gobernador y el abad estuvieran de acuerdo, ambos pudieran conseguir para su pueblo una existencia relativamente serena y ordenada, manteniendo a raya los peores excesos de aquellos agitados tiempos. Hugo era, sin dudarlo ni un instante, fiel al rey Esteban y mantenía su condado con la máxima lealtad, pero su compromiso era todavía mayor con las gentes que habitaban aquellas tierras. Recibiría con agrado el triunfo definitivo de su rey, tal como había estado esperando con ansia aquel otoño y parte de aquel invierno, pero su principal preocupación era entregarle a su señor un condado relativamente próspero, satisfecho e intacto cuando terminara la última batalla.
El gobernador fue en busca de fray Cadfael en cuanto abandonó los aposentos del abad y encontró a su amigo ocupado en la tarea de remover una burbujeante marmita sobre el brasero de su cabaña del huerto de hierbas medicinales. Las inevitables toses, los resfriados invernales y los sabañones de las manos y los talones obligaban a Cadfael a trabajar sin descanso para el abastecimiento del armario de medicinas de la enfermería y, gracias al necesario brasero, en su cabaña de madera el ambiente era en cierto modo más caldeado que el de los gabinetes del escritorio.
Hugo entró envuelto en una ráfaga de aire frío y una oleada de lo que en él era una perceptible agitación, aunque los signos externos de ello se le hubieran escapado a cualquier persona que no le hubiera conocido tan bien como le conocía Cadfael. La tensa exasperación de sus movimientos y la brusquedad de su saludo indujeron a Cadfael a interrumpir su tarea y a mirar fijamente el rostro del joven gobernador, el penetrante brillo de sus ojos negros y la leve pulsación de su mejilla.
—¡Todo se ha trastornado! —dijo Hugo—. ¡Hay que empezar de nuevo por el principio!
Cadfael no se molestó en preguntar a qué se refería pues estaba claro que en seguida se iba a enterar, pero no supo muy bien si la exasperación y la frustración fueron en cierto modo superadas por el divertido alivio que denotaban la voz y el semblante de Hugo, el cual se sentó en el banco adosado a la pared de madera con las manos colgando entre sus rodillas en gesto de irremediable resignación.
—Un correo consiguió llegar esta mañana desde el sur —dijo Hugo, levantando la mirada hacia el atento rostro de su amigo—. ¡Se nos ha ido! La emperatriz ha escapado de la trampa y ha huido para reunirse con su hermano en Wallingford. El rey ha perdido a su presa. Ahora que la tenía en sus manos ha permitido que le resbalara entre los dedos. No sé, no sé —añadió Hugo, abriendo mucho los ojos ante la idea que se le acababa de ocurrir—, ¡me pregunto si, en el momento decisivo, no habrá hecho la vista gorda y la habrá dejado escapar! Sería muy propio de él. Bien sabe Dios lo mucho que deseaba atraparla, pero, a lo mejor, le entró miedo al pensar en lo que debería hacer con ella. Es una pregunta que me encantaría hacerle… ¡pero que jamás le haré! —concluyó, esbozando una oblicua sonrisa.
—¿Me estáis diciendo —preguntó Cadfael, mirándole recelosamente desde el otro lado del brasero— que la emperatriz ha conseguido huir de Oxford? ¿Rodeada como estaba por el ejército del rey y con las provisiones del castillo al borde de la inanición a juzgar por las últimas noticias que recibimos? Pero ¿cómo pudo hacerlo? ¡Ahora me vais a decir que le han crecido alas y ha volado sobre las líneas del rey hasta Wallingford! Es imposible que pudiera atravesar los valladares del asedio a pie, aun en el caso de que hubiera abandonado el castillo sin que nadie la viera.
—¡Pues lo hizo, Cadfael! ¡Hizo ambas cosas! Salió sin ser vista del castillo y atravesó por lo menos en parte las líneas de Esteban. Piensan que se debió descolgar con una cuerda por la parte posterior de la torre hacia el río junto con dos o tres de sus hombres. No pudo haber más. Se envolvieron en lienzos blancos para resultar invisibles en medio de la nieve. Según se cree, aprovecharon una nevada para ocultarse mejor. Cruzaron el río helado y recorrieron a pie aproximadamente una legua y media hasta Abingdon donde consiguieron caballos para trasladarse a Wallingford. Es una mujer singular, Cadfael, hay que reconocerlo. Por lo que se cuenta por ahí, no hay quien pueda soportarla cuando está encumbrada, pero comprendo muy bien que un hombre la pueda seguir cuando está hundida.
—O sea que, al final, se ha reunido de nuevo con FitzCount —dijo Cadfael, lanzando un prolongado suspiro de asombro.
Hacía apenas un mes parecía seguro que la emperatriz y su más fiel y rendido aliado estaban irrevocablemente separados el uno del otro y tal vez jamás volverían a reunirse en este mundo.
La dama se encontraba bajo asedio en el castillo de Oxford desde el mes de septiembre, el rey la tenía fuertemente cercada con su ejército, se había apoderado de la ciudad y esperaba tranquilamente sentado a que su debilitada guarnición se rindiera, acuciada por el hambre. Y ahora, en una audaz apuesta, ella había roto sus cadenas en una noche de nieve y podría reunir sus fuerzas y reanudar la lucha en igualdad de condiciones. No cabía duda de que nadie como el rey Esteban para trocar una victoria en derrota. Sin embargo, se trataba de un rasgo compartido, tal vez característico de la familia, pues también la emperatriz, cuando ya se había asentado gloriosamente en Westminster y faltaban pocos días para su coronación, trató con tanta arrogancia y dureza a los obstinados burgueses de la capital que éstos se levantaron enfurecidos contra ella y la expulsaron de la ciudad. Al parecer, en cuanto uno de ellos estaba a punto de alcanzar la corona, la fortuna se asustaba ante la perspectiva de ponerse a su servicio y le arrebataba precipitadamente el codiciado trofeo.
—O sea que al final —dijo Cadfael, ya más sereno, mientras colocaba la humeante marmita sobre la rejilla junto al brasero para que hirviera a fuego lento—, Esteban se ha librado de su preocupación. Ya no tiene que inquietarse por lo que va a hacer con ella.
—Cierto —convino tristemente Hugo—, jamás hubiera tenido el valor de encadenarla tal como ella hizo con él cuando le tuvo prisionero después de la batalla de Lincoln, y ella ha demostrado que se necesita algo más que unas murallas de piedra para retenerla. Me imagino que habrá estado fraguando la huida durante todos estos meses, hasta llegar justo al momento en que él la hubiera obligado a rendirse. Ahora, él se ha librado de todos los quebraderos de cabeza, que se iniciaron el día en que la hizo prisionera. Mejor sería que pudiera destruir sus esperanzas hasta el punto, de obligarla a regresar a Normandía. Pero ya sabemos cómo es la dama —reconoció con pesar—. Nunca se da por vencida.
—¿Y cómo ha superado el rey Esteban esta pérdida? —preguntó Cadfael con curiosidad.
—Tal como cabía esperar de él, conociéndole como le conozco —contestó Hugo con resignado afecto—. En cuanto la dama se hubo alejado de allí, el castillo de Oxford se rindió al rey. Pero, no estando ella, las ratas muertas de hambre que había dentro no tenían para él ningún interés. En cierta ocasión, tal como sin duda recordaréis, le convencieron de que se vengara aquí, en Shrewsbury, bien sabe Dios que en contra de su bondadosa naturaleza. ¡Jamás volverá a hacerlo! Hubiera podido descargar su cólera sobre los hombres de la guarnición. Tanto si lo creéis como si no, fue el recuerdo de Shrewsbury lo que mantuvo Oxford a salvo. Les dejó escapar sin causarles el menor daño, con la condición de que regresaran a sus hogares. Ha dejado una buena guarnición en el castillo, con abundancia de provisiones, y ha regresado a Winchester para celebrar la Navidad en compañía de su hermano el obispo. Y ha mandado llamar a todos los gobernadores del interior del país para celebrarla también con ellos. Hace mucho tiempo que no visita estas comarcas y sin duda estará deseando volvernos a ver y cerciorarse de que todas sus defensas se mantienen intactas.
—¿Ahora? —preguntó Cadfael, sorprendido—. ¿A Winchester? No conseguiréis llegar a tiempo.
—Lo conseguiremos. Disponemos de cuatro días y, según el correo, el deshielo ya está muy avanzado hacia el sur y todos los caminos están expeditos. Salgo mañana mismo.
—¡Y Aline y el niño tendrán que celebrar los festejos sin vos! ¡Gil acaba de cumplir tres añitos!
El hijo de Hugo había nacido en los aledaños de la Navidad y había hecho su entrada en el mundo en un riguroso invierno de heladas, nevadas y violentos vendavales. Cadfael era su padrino y su más rendido admirador.
—Esteban no nos retendrá mucho tiempo —dijo confiadamente Hugo—. Nos necesita en el puesto en el que nos colocó para que vigilemos las rentas de sus condados. Si todo va bien, regresaré a casa antes de que acabe el año. Pero Aline se alegrará de que le hagáis un par de visitas mientras yo estoy fuera. El padre abad no os negará el permiso para que salgáis de vez en cuando y, además, este larguirucho mozo que tenéis… Winfrido se llama, ¿verdad?… ya es suficientemente diestro con los ungüentos y las medicinas como para que podáis dejarle solo una o dos horas.
—Gustosamente cuidaré de vuestro rebaño doméstico mientras vos os pavoneáis en la corte —contestó sinceramente Cadfael—. Pero, aun así, os echarán de menos. ¡Qué mudanza tan grande! Han transcurrido cinco años y nada se ha ganado por ninguna de ambas partes. No cabe duda de que, con la llegada del nuevo año, todo volverá a empezar. Tanto esfuerzo y tantas pérdidas para que nada haya cambiado.
—¡Oh, sí, algo ha cambiado, pero a saber si merece la pena! —Hugo soltó una breve carcajada—. Hay un nuevo contendiente en escena, Cadfael. Godofredo no ha podido reunir más que un mísero puñado de caballeros en ayuda de su esposa la emperatriz, pero le ha enviado algo de lo que, al parecer, puede desprenderse con más facilidad, O eso o, tal como muy bien pudiera ser, le ha cogido sagazmente el tranquillo a Esteban y sabe sin asomo de duda hasta qué extremo puede arriesgarse. Ha enviado a su hijo al cuidado de su tío Roberto para ver sí puede conseguir que los ingleses se reúnan en torno a él en lugar de hacerlo en torno a su madre. Enrique Plantagenet tiene nueve años… ¿o acaso dijeron diez? ¡Pero no más! Roberto lo ha conducido a Wallingford junto a su madre. A estas horas, supongo que el niño habrá sido enviado a Bristol o Gloucester para mantenerlo a salvo de cualquier daño. Pero si Esteban lo apresara, ¿qué podría hacer con él? Lo más seguro es que lo colocara en un barco a sus propias expensas y lo devolviera a Francia, protegido por una buena guardia.
—¿Es eso cierto? —preguntó Cadfael, abriendo enormemente los ojos con expresión de asombro y curiosidad—. O sea, que hay un nuevo astro en el horizonte, ¿verdad? ¡Muy joven empieza! Al parecer, por lo menos un alma tendrá unas venturosas Navidades aseguradas, pues ha recuperado la libertad y ha podido estrechar a su hijo entre sus brazos. Es indudable que la presencia de su hijo la reconfortará. Pero dudo que pueda hacer algo más por su causa.
—¡Todavía no! —dijo Hugo con profética cautela—. Ya veremos cuál es su temple. Con el valor de su madre y con el ingenio de Godofredo, es posible que le cause al rey no pocos quebraderos de cabeza dentro de pocos años. Será mejor que aprovechemos bien el tiempo que nos queda y nos encarguemos de que el muchacho regrese a Anjou y se quede definitivamente allí, llevando consigo a su madre. Ojalá el hijo de Esteban fuera algo más prometedor —exclamó fervientemente Hugo, levantándose con un suspiro—. Si así fuera, no tendríamos que temer la actitud del vástago de la emperatriz. En fin —dijo, sacudiéndose de encima los recelos con un impaciente movimiento de los enjutos hombros—, voy a prepararme para el viaje. Saldremos al amanecer.
Cadfael colocó la marmita sobre el suelo de tierra para que se enfriara y salió con su amigo, atravesando el vallado silencio del huerto, donde todos sus pequeños y pulcros cuadros descansaban cómodamente bajo la profunda capa de nieve. En cuanto salieron al camino que bordeaba los helados estanques, pudieron ver a lo lejos, más allá de la helada superficie y los vastos vergeles de la parte norte, la gran vertiente del tejado de la hospedería que daba al canal de avenamiento, la oscura jaula de madera del andamio, las escaleras de mano y las dos abrigadas figuras trabajando en las tejas de pizarra del tejado.
—Veo que también tenéis vuestras dificultades —dijo Hugo.
—¿Quién puede librarse de ellas en invierno? El peso de la nieve ha desplazado las tejas de pizarra, ha roto unas cuantas y se ha abierto camino, dejando empapado al capellán del obispo en su cama. Si esperamos a que se produzca el deshielo, nos inundaremos y los daños serán más difíciles de reparar.
—Y vuestro maestro cantero piensa que podrá arreglar los desperfectos, tanto con hielo como sin él —Hugo había reconocido la vigorosa figura en mitad de la larga escala de mano, levantando un capazo de tejas de pizarra que sin duda muy pocos de sus colaboradores más jóvenes hubieran podido levantar—. Debe de ser muy duro trabajar allí arriba —añadió, contemplando la plataforma más alta del andamio, en la que se distinguía una gran pila de tejas de pizarra y dos diminutas figuras moviéndose con sumo cuidado sobre el tejado.
—Lo hacemos por turnos y nos espera el fuego de la chimenea del calefactorio cuando bajamos. Los mayores están dispensados del servicio, pero casi todos cumplimos nuestro turno, a excepción de los enfermos y achacosos. Es justo que así sea, pero dudo que a Conradino le guste. Le molesta que suban allí arriba los jovenzuelos temerarios y preferiría que sólo trabajaran aquéllos en quienes él confía plenamente, aunque estoy seguro de que los vigila a todos con sumo cuidado. Cuando ve que alguno palidece allí arriba, lo manda inmediatamente para abajo. No todos sirven para eso.
—¿Habéis estado vos allí arriba? —preguntó Hugo con curiosidad.
—Ayer cumplí mi turno antes de que empezara a escasear la luz. La brevedad de los días es un inconveniente pero, con una semana más, lo terminamos.
Hugo entornó los ojos para protegerse de una súbita y breve lanzada de rayos de sol deslumbradoramente reflejados en la cristalina blancura.
—¿Quiénes son aquellos dos que están ahora allí arriba? ¿El moreno no es fray Urien? ¿Quién es el otro?
—Fray Aluino.
La delgada y cautelosa figura se encontraba casi oculta tras un saliente del andamio, pero Cadfael los había visto subir a los dos hacía apenas una hora.
—¿Cómo, el mejor iluminador de fray Anselmo? ¿Cómo es posible que dispenséis este trato a un artista? Se estropeará las manos con este frío tan cortante. Después de bregar con las tejas de pizarra, no creo que pueda manejar los finos pinceles durante un par de semanas.
—Anselmo le pidió que no lo hiciera —reconoció Cadfael—, pero Aluino se negó en redondo a acceder a la petición. Nadie se lo hubiera tomado a mal, sabiendo lo valioso que es su trabajo, pero basta con que haya un cilicio al alcance de su mano para que Aluino lo reclame y se lo ponga. Este muchacho es un penitente de por vida, sabe Dios por qué suerte de pecados imaginarios, pues yo jamás le he visto quebrantar una sola regla desde que ingresó como novicio y, puesto que contaba apenas dieciocho años cuando hizo sus primeros votos, dudo que tuviera tiempo de causarle al mundo demasiado daño hasta entonces. Pero algunos nacen para hacer penitencia por temperamento. Puede que soporten la carga de algunos de nosotros que aceptamos sin rubor que somos seres humanos y no ángeles. Si la sobreabundancia de la penitencia y el fervor de Aluino lava algunas de mis imperfecciones, que eso le sirva de mérito a la hora de rendir cuentas. Yo no me quejaré.
Hacía demasiado frío para demorarse mucho rato en medio de la nieve, contemplando las cautelosas actividades en el tejado de la hospedería. Ambos reanudaron su camino a través de los huertos, rodeando los helados estanques en los que fray Simeón había abierto unos boquetes para que penetrara el aire y los peces de abajo no se asfixiaran, y cruzaron el saetín del molino que alimentaba los estanques a través de un angosto puente de tablas de madera peligrosamente cubierto por una traicionera y delgada capa de hielo. Ahora que ya estaban más cerca, los soportes del andamio se proyectaban desde el muro sur de la hospedería sobre el canal de avenamiento y los trabajadores del tejado ya no eran visibles.
—Le tuve conmigo entre las hierbas hace tiempo, cuando era novicio —dijo Cadfael mientras pisaban los cuadros cubiertos de nieve del huerto superior y emergían al gran patio—. Me refiero a Aluino. Fue poco después de que yo terminara mi noviciado. Ingresé pasados los cuarenta, y él acababa de cumplir los dieciocho. Me lo enviaron porque sabía de letras y tenía profundos conocimientos de latín, mientras que yo, al cabo de tres o cuatro años, todavía estaba aprendiendo. Procede de una familia propietaria de tierras y hubiera heredado un buen feudo de no haber elegido el hábito. Ahora el feudo ha pasado a un primo suyo. El muchacho había sido puesto al servicio de una noble casa, según la costumbre, y era el escribano de su señor por su insólita habilidad con las letras y los números. A menudo me preguntaba por qué debió de cambiar de rumbo, pero, tal como todo el mundo sabe aquí dentro, la vocación es inexplicable. Viene cuando quiere y no se la puede rechazar.
—Hubiera sido más sencillo colocar al chico directamente en el escritorio, pues ingresó siendo tan erudito —dijo Hugo, haciendo gala de su habitual espíritu práctico—. He visto algunos de sus trabajos y sería una lástima desperdiciarlo en otras tareas.
—Su conciencia le obligaba a pasar por todas las fases del común aprendizaje. Le tuve tres años entre las hierbas, después lo enviaron dos años al hospital de San Gil entre los enfermos y lisiados, y otros dos años a los huertos del Gaye y a ayudar a los pastores de los rebaños de Rhydycroesau antes de encomendarle la tarea que mejor sabía hacer. Ni siquiera ahora, como podéis ver, exige el menor privilegio por el hecho de ser especialmente hábil en el manejo de los pinceles y el cálamo. Si los demás tienen que resbalar peligrosamente sobre un tejado helado, él también lo hará. Y conste que es un buen defecto —reconoció Cadfael—, pero él lo lleva hasta las consecuencias más extremas y la Regla no aprueba las exageraciones.
Cruzaron el gran patio en dirección a la garita de vigilancia, donde estaba atado el caballo de Hugo, el alto y huesudo tordo que era su cabalgadura preferida y que hubiera sido capaz de soportar un peso dos o tres veces superior al de su delgado amo.
—Ya no habrá más nieve esta noche y calculo que tampoco la habrá en los próximos días —dijo Cadfael, contemplando el encapotado cielo y aspirando el lánguido y ligero aire—. Tampoco habrá heladas, ya las hemos superado por ahora. Rezaré para que tengáis un viaje tolerable hacia el sur.
—Saldremos con las primeras luces del alba. Y regresaremos, Dios mediante, al comienzo del nuevo año —Hugo tomó la brida de su montura y subió a la alta silla—. ¡Espero que no se produzca el deshielo hasta que vuestro tejado esté arreglado! Y no olvidéis que Aline os aguarda.
Hugo se alejó de la garita de vigilancia mientras los cascos del caballo resonaban sobre los adoquines y un fugaz centelleo se encendía y apagaba casi antes de que las herraduras abandonaran el helado pavimento. Cadfael dio media vuelta para encaminarse a la enfermería y comprobar las existencias del armario de las medicinas de fray Edmundo. Faltaba una hora para que la luz empezara a menguar en aquellos días que eran los más cortos del año. Fray Urien y fray Aluino serían los últimos que trabajarían en el tejado aquel día.
Nadie pudo establecer con certeza cómo ocurrió. Fray Urien, que había obedecido la orden de fray Conradino de bajar en cuanto lo llamara, hizo el relato a su juicio más probable, pero reconoció que ni siquiera él estaba seguro. Conradino, acostumbrado a ser obedecido y llegando sensatamente a la conclusión de que nadie en su sano juicio querría demorarse ni un solo momento más de lo necesario en medio de aquel frío tan intenso, se limitó a gritar la orden y se volvió para retirar las últimas tejas rotas de pizarra correspondientes al trabajo de aquel día para que sus trabajadores pudieran bajar con comodidad. Fray Urien pisó con alivio la plataforma del andamio y descendió cuidadosamente por la larga escala de mano hasta el suelo, alegrándose de haber terminado su labor. Era fuerte y voluntarioso y, aunque no tenía ninguna habilidad especial, poseía un enorme caudal de experiencia; todo lo que hacía lo hacía bien, pero no veía la necesidad de hacer más de lo que se le exigía. Retrocedió unos pasos para contemplar el trabajo realizado y vio que fray Aluino, en lugar de bajar por la escala apoyada a la vertiente del tejado, subía unos cuantos peldaños más y se inclinaba hacia un lado para retirar la nieve acumulada un poco más allá y dejar al descubierto una mayor superficie de tejas de pizarra. Al parecer, tenía motivos para sospechar que los daños se extendían por aquella parte y quería retirar la nieve para evitar que su peso agravara la situación.
La redondeada acumulación de nieve se desplazó, resbaló replegándose sobre sí misma y cayó, en parte sobre el extremo de las tablas del andamio y el montón de tejas de pizarra que sustituirían a las dañadas y en parte hacia el borde del tejado y el suelo de abajo. El alud no fue premeditado, pero la congelada masa se desprendió de las inclinadas tejas de pizarra y se deslizó en un sólido bloque que se rompió al chocar contra el andamio. Aluino se había inclinado demasiado. La escalera de mano resbaló junto con la nieve en la cual estaba firmemente apoyada y él cayó, no al tiempo que la escalera sino antes que ésta, se golpeó contra el borde de las tablas y cayó sin un grito al helado canal de abajo. La escalera y el alud de nieve cayeron sobre las tablas y se abatieron sobre él, junto con un impresionante chaparrón de pesadas y cortantes tejas de pizarra que se hundieron en su carne.
Fray Conradino, ocupado en su tarea casi bajo el andamio, saltó justo a tiempo, salpicado, pinchado y cegado por un instante por los desprendidos fragmentos de la avalancha.
Fray Urien, de pie algo más atrás y a punto de gritarle a su compañero que interrumpiera su tarea pues apenas había luz, emitió en su lugar un sonoro grito de advertencia que llegó demasiado tarde para salvarle, y saltó hacia adelante quedando medio enterrado bajo la nieve y las tejas de pizarra. Sacudiéndose de encima la nieve, ambos monjes se acercaron juntos a fray Aluino.
Fray Urien acudió en siniestro silencio en busca de fray Cadfael mientras Conradino echaba a correr hacia el gran patio, donde envió al primer monje que encontró en busca de fray Edmundo, el enfermero. Cadfael se encontraba en su cabaña cubriendo el brasero con turba para conservar el rescoldo durante la noche cuando Urien apareció sombríamente en la puerta para comunicarle la mala noticia.
—¡Venid en seguida, hermano! ¡Fray Aluino ha caído del tejado!
Cadfael, no menos parco en palabras, se volvió bruscamente, aplanó con la mano el último trozo de turba y tomó una manta de lana que había en un estante.
—¿Muerto?
La altura debía de ser de unos quince metros por lo menos, una caída agravada por los obstáculos de las tablas del andamio y el duro hielo de abajo, pero, si por casualidad, Aluino hubiera caído sobre la gruesa capa de nieve ulteriormente engrosada por la nieve arrojada desde el tejado, tal vez tuviera suerte.
—Todavía respira, pero ¿por cuánto tiempo? Conradino ha ido en busca de ayuda y Edmundo ya habrá sido informado.
—¡Venid! —dijo Cadfael, saliendo de la cabaña y echando a correr hacia el pequeño puente del saetín aunque en seguida cambió de idea y corrió como una exhalación por el caminito que discurría entre los estanques de la abadía y saltó por encima del saetín que había al final para llegar con mayor rapidez al lugar donde se encontraba Aluino. Desde el gran patio, el resplandor de dos antorchas avanzó hacia ellos mientras fray Edmundo y dos ayudantes portando unas parihuelas corrían pisándole los talones a fray Conradino.
Fray Aluino, sepultado hasta las rodillas bajo las pesadas tejas de pizarra, yacía inmóvil en medio del tumulto que había causado con la cabeza aureolada por una mancha de sangre sobre el hielo.