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iene razón! —dijo fray Aluino, tendido en su cama en la incierta luz que precede al amanecer, todavía despierto y libre del prolongado silencio que había observado mientras permanecía al margen del caos de otros hombres—. ¡Buenas noches, hermanos, y adiós! No habrá boda. No puede haber boda porque ahora la novia ha desaparecido. Y, aunque regresara, este compromiso no se puede llevar a cumplimiento como si no hubiera ocurrido nada que arrojara sobre él tan amargas dudas. Cuando acepté esta carga… porque aun así era una carga… no había motivo para suponer que no fuera lo mejor, a pesar del sufrimiento que pudiera entrañar. Ahora hay buenos motivos para suponerlo.

—Me parece —dijo Cadfael, escuchando la voz deliberadamente apagada mientras Aluino trataba de hallar alguna solución— que no lamentas verte libre de tu promesa.

—No, no lo lamento. Aunque bien sabe Dios cuánto lamento que haya muerto una mujer y que esos muchachos tengan que sufrir una desdicha sin remedio. Pero ahora no podría responder ante Dios de la unión de una joven con cualquier hombre a menos que recuperara la certeza que he perdido. Mejor que haya huido y rezo para que haya alcanzado un seguro refugio. Y ahora sólo nos queda despedirnos —añadió fray Aluino—. Ya no tenemos ninguna misión que cumplir aquí. De Clary nos lo ha dicho claramente. Y Cenredo se alegrará de que nos vayamos.

—Y tú tienes que completar tu voto y ya no hay razón para la demora. ¡Muy cierto! —dijo Cadfael, debatiéndose entre el alivio y la pena.

—Ya me he demorado demasiado —dijo Aluino inflexiblemente—. Ya es hora de que reconozca lo pequeños que son mis sufrimientos y cuan grande es la parte que he elegido. Hice la elección por cobardía. Ahora, con la vida que me queda, intentaré ponerla al servicio de una causa más digna.

O sea que este viaje, pensó Cadfael, no ha sido en vano. Por primera vez desde que huyó del mundo, agobiado por su culpa y su pérdida, se ha atrevido a regresar de nuevo al mundo y ha descubierto que está lleno de dolor y que su propio dolor se ha perdido en él como una gota de lluvia en el mar. Durante todos estos años, ha observado exteriormente los preceptos de la Regla, pero por dentro sufría en soledad. Su verdadera vocación empieza ahora. Ahora que ha sido iluminado, Aluino podría tener madera de santo. En cuanto a mí, soy un hombre incorregible.

En su fuero interno no deseaba abandonar a los Vivers de aquella manera y sin haber resuelto nada. Todo lo que decía Aluino era verdad. La novia había desaparecido, no podía haber boda y ellos ya no tenían ninguna misión que encomendarles. En realidad, se alegraría de que se fueran. Pero Cadfael no se iría tranquilo pues volvería la espalda a un asesinato no vengado, la justicia estaba descompuesta y cabía la posibilidad de que jamás se enderezara aquel entuerto.

Cierto también que Audemar de Clary era el señor feudal de aquella comarca, un hombre fuerte y decidido, en quien recaía la responsabilidad de resolver los delitos que se cometieran dentro de su jurisdicción. Cadfael no podía decirle nada que no le hubiera dicho Cenredo.

Y, a fin de cuentas, ¿qué sabía realmente Cadfael sobre aquel asunto? Que Edgytha estuvo ausente varias horas antes de morir pues ya había una capa de nieve en el suelo cuando ella cayó. Que debía de estar regresando de Vivers, tal como tenía intención de hacer. Que había tenido tiempo suficiente para llegar a Elford. Que no había sufrido ningún robo. Que el asesino se había limitado a matarla y dejarla, a diferencia de lo que solían hacer los salteadores de caminos. Si no para impedirle que advirtiera a Roscelin (pues eso sólo hubiera sido creíble en el viaje de ida), para callarle la boca por otro motivo antes de que regresara a Vivers. Sin embargo, ¿qué otra relación podía haber entre Elford y Vivers sino el destierro del joven Roscelin, enviado al servicio de Audemar? ¿Qué otro secreto podía temer una traición si no el proyectado matrimonio?

Pero Edgytha no llegó hasta Roscelin, no habló con él y no se presentó ante Audemar ni ninguna otra persona de su casa. Por consiguiente, si estuvo en Elford, ¿cómo era posible que nadie la hubiera visto? Y si no estuvo en Elford, ¿adónde fue?

Por lo tanto, si no era lo que él, junto con su anfitrión y su anfitriona suponía, ¿cuál era el gato que Edgytha había ido a buscar para ponerlo entre las palomas de Cenredo?

Lo más probable era que jamás averiguara las respuestas a aquellas preguntas ni el destino de la muchacha desaparecida, el desventurado joven y los afligidos parientes destrozados por la angustia. ¡Una lástima! Pero no había más remedio, no podían seguir entrometiéndose en los conflictos de aquella desgarrada familia ni aprovecharse por más tiempo de su hospitalidad. En cuanto la casa se pusiera en movimiento, deberían despedirse y reanudar su camino de regreso a Shrewsbury. Nadie los echaría de menos. Y ya era hora de que volvieran a casa.

La mañana amaneció gris y con un cielo ligeramente nublado que, sin embargo, no amenazaba tormenta. Sólo quedaban algunas cintas de blanco encaje junto a las bases de los muros y bajo los árboles y arbustos, pero la escarcha ya estaba desapareciendo. No sería un mal día para los viajeros.

La casa se levantó muy de mañana en medio de un gran ajetreo. Los criados de Cenredo se levantaron de su breve sueño, legañosos y malhumorados, plenamente conscientes de que aquel día no habría descanso para ellos. Cualquiera que fuera la decisión adoptada en la solemne reunión nocturna en la solana y cualesquiera que fueran los posibles lugares que se hubieran sugerido como posibles refugios para Elisenda, lo más seguro era que Audemar enviara a sus hombres a patrullar por todos los caminos de la campiña y mandara preguntar en todas las casas por si alguien, en algún lugar, hubiera visto y hablado con Edgytha o hubiera vislumbrado a alguna solitaria y furtiva figura acechando junto al camino que ella había seguido. Los hombres ya se habían reunido en espera de que les dieran las oportunas órdenes cuando Cadfael y Aluino, calzados con botas y con la cintura ceñida para el viaje, se presentaron ante Cenredo.

Cenredo estaba hablando con su mayordomo en el centro de la bulliciosa sala cuando ellos se le acercaron. El señor de la casa se volvió cortésmente a mirarles con momentáneo desconcierto como si, en medio de aquellas graves preocupaciones, hubiera olvidado haberles visto anteriormente. Inmediatamente recuperó la memoria pero no pareció alegrarse demasiado, pues hizo un gesto de hospitalaria contrición.

—Hermanos, os pido perdón por haberme olvidado de vosotros. Aunque aquí tengamos graves asuntos para resolver, no quiero que eso os perturbe. Utilizad mi casa como si fuera la vuestra.

—Mi señor —dijo Aluino—, os estamos muy agradecidos por vuestra amabilidad pero tenemos que irnos. Ahora ya no necesitáis mis servicios. Ya no hay prisa, pues se ha desvelado el secreto y nosotros tenemos deberes que nos aguardan en casa. Hemos venido para despedirnos.

Cenredo era demasiado honrado como para simular lamentarlo y no puso ningún reparo.

—He retrasado vuestro regreso para mis propios fines —dijo con tristeza— y sin ningún propósito. Siento haberos arrastrado a este desdichado asunto. Creed, por lo menos, que mi intención era buena. Id con Dios. Os deseo un buen viaje.

—Y nosotros os deseamos a vos, señor, la recuperación de la dama sana y salva y la guía divina en todas vuestras perplejidades —dijo Aluino.

Cenredo no les ofreció caballos para la primera etapa del viaje a diferencia de Adelaida, que se los había ofrecido para toda la duración del mismo. Necesitaba disponer de todas sus monturas. Pero contempló cómo los dos monjes, el sano y el lisiado, bajaban lentamente los peldaños de la entrada de la sala mientras Cadfael sostenía con su mano el codo de Aluino, dispuesto a sujetarle en caso necesario, y las manos de Aluino, encallecidas por el esfuerzo de sujetar los bastones de sus muletas, se afianzaban cuidadosamente en ellas a cada paso que daba. Una vez en el patio, los dos monjes avanzaron entre el bullicio de los preparativos y se acercaron a la verja. Cenredo apartó los ojos de ellos, alegrándose de verse libre de aquella complicación, y volvió a centrarlos obstinadamente en los que quedaban.

Roscelin, nervioso por la demora, permanecía de pie junto a la verja con la brida de su montura en la mano, desplazando impacientemente el peso de su cuerpo de uno a otro pie y volviendo la cabeza de vez en cuando para ver si su padre o Audemar daban la orden de montar. Miró a los monjes con aire distraído, pero, en cuanto los tuvo más cerca, les dio los buenos días e incluso les dedicó una sonrisa en medio de la mueca de inquietud que le deformaba el rostro.

—¿Regresáis a Shrewsbury? Hay un buen trecho. Espero que tengáis un viaje tranquilo.

—Y nosotros os deseamos que la búsqueda tenga un venturoso término —contestó Cadfael.

—¿Venturoso para mí? —dijo el muchacho con expresión nuevamente sombría—. No lo espero.

—Si la encontráis sana y salva y sin necesidad de casarse con nadie que ella no desee, eso es una ventura. Dudo que podáis esperar algo más. Por lo menos, de momento —añadió cautelosamente Cadfael—. Aceptad lo bueno que os traiga el día, dad gracias por ello y quién sabe si se le podrá añadir algo más.

—Habláis de imposibles —dijo implacablemente Roscelin—. Pero lo hacéis con buena intención y os lo agradezco.

—¿Adónde os dirigiréis primero para buscar a Elisenda? —preguntó fray Aluino.

—Algunos de nosotros regresaremos a Elford para cerciorarnos de que no se nos escapara y consiguiera llegar allí. Y a todos los feudos de los alrededores por si supieran algo de ella o de Edgytha. No puede andar muy lejos.

El joven estaba entristecido y enfurecido por la suerte de Edgytha, pero la que ocupaba todos sus pensamientos era Elisenda.

Le dejaron con su impaciencia y su angustia, más inquieto que el caballo que piafaba a su lado, ansiando lanzarse al galope por los caminos. Cuando se volvieron a mirar, su pie ya se encontraba en el estribo y detrás de él los demás hombres ya habían tomado las riendas y estaban montando. Primero a Elford, por si Elisenda se les hubiera escapado entre los dedos, esquivando a los jinetes en ambos caminos, y hubiera alcanzado algún seguro refugio. Cadfael y Aluino tenían que tomar la dirección contraria, hacia el oeste. Se habían desviado un poco hacia el norte desde el camino real para acercarse a las luces de la mansión. No regresaron por el mismo camino sino que giraron inmediatamente hacia el oeste, siguiendo un sendero que bordeaba la valla de la mansión. Desde el límite del recinto oyeron las voces de los hombres de Audemar y, el volverse, les vieron salir a través de la verja y formar una larga hilera multicolor que se perdió por el este hasta desaparecer entre los árboles del primer cinturón de bosque.

—¿Y ése es el final de todo este asunto? —se preguntó Aluino, súbitamente afligido—. ¡Jamás conoceremos el resultado! Pobre muchacho, su causa es desesperada. Su único consuelo en este mundo será verla feliz, siempre que ello sea posible sin él. Sé muy bien lo que están sufriendo —añadió, compadeciéndose de ellos con unos sentimientos no contaminados por su propia pena.

Parecía que, efectivamente, todo había terminado, por lo que ya no tenía objeto que se volvieran a mirar hacia atrás. Siguieron hacia el oeste por aquel sendero desconocido mientras el sol surgía a su espalda, proyectando sus alargadas sombras sobre la húmeda hierba.

—Me parece que por aquí no llegaremos a Lichfield —dijo Cadfael, tratando de orientarse con aire pensativo cuando se detuvieron al mediodía para comer un poco de pan con queso y una tira de tocino salado al abrigo de unos arbustos—. Calculo que estamos pasando al norte de esta localidad. No importa, ya encontraremos una cama en algún sitio antes de que anochezca.

Entre tanto, el día era claro y seco y la campiña que estaban atravesando resultaba agradable aunque escasamente habitada, por lo que los encuentros humanos no eran tan numerosos como los que habían tenido a la ida, cuando habían atravesado directamente Lichfield. Como apenas habían dormido, caminaban sin prisa, pero sin pausa y descansaban por el camino cada vez que un solitario claro talado en el bosque les ofrecía la hospitalidad de un banco al amor de la lumbre y unos momentos de amistosa charla con un labriego.

Hacia el atardecer, se levantó un ligero viento, advirtiéndoles de que ya era hora de que buscaran un lugar donde pasar la noche. Se encontraban en una región todavía devastada por el duro trato recibido cincuenta años antes. Las gentes de allí no habían acogido con agrado la llegada de los normandos y habían pagado el precio de su obstinación. Aquí y allá se veían las ruinas de propiedades desiertas en medio de la hierba y los abrojos y los restos de algún molino pudriéndose lentamente a la orilla de algún riachuelo. Las aldeas eran escasas y dispersas. Cadfael miró a su alrededor en busca de algún signo de morada habitada.

Un anciano que recogía leña entre los viejos árboles enderezó el espinazo para responder a su saludo y les miró con curiosidad desde el interior de su capuchón de saco.

—A menos de un cuarto de legua de aquí, veréis a vuestra derecha un monasterio de monjas, hermanos. Aún lo están construyendo y, de momento, sólo está la estructura de madera, pero la iglesia y el claustro son de piedra, no podéis perderos. No hay más que unas dos o tres propiedades en la aldea, pero las monjas acogen a los viajeros. Allí os ofrecerán una cama. Pertenecen a vuestra orden —añadió el anciano, contemplando sus negros hábitos—, es una casa benedictina.

—No sabía que hubiera una casa en esta región —dijo Cadfael—. ¿Cómo se llama?

—Farewell, como la aldea. Apenas tiene tres años. La erigió el obispo De Clinton. Seréis muy bien recibidos allí.

Le dieron las gracias y le dejaron atando su haz de leña para regresar a su casa situada en la dirección contraria mientras ellos proseguían su viaje hacia el oeste, alentados por sus palabras.

—Recuerdo haber oído algo sobre este lugar —dijo Aluino— o, por lo menos, de los planes del obispo de establecer una nueva fundación por aquí, cerca de su catedral. Pero jamás había oído mencionar el nombre de Farewell hasta que Cenredo nos habló de él la noche en que llegamos a Vivers, ¿os acordáis? La única casa benedictina que hay en esta región nos dijo cuando nos preguntó de dónde veníamos. Hemos tenido suerte de seguir este camino.

Las sombras del ocaso se cernían sobre ellos y Aluino ya estaba empezando a desfallecer a pesar del lento ritmo que se habían impuesto. Ambos se alegraron cuando el sendero les condujo a una pequeña pradera flanqueada por tres o cuatro casitas y vieron más allá de las mismas la larga valla de la nueva abadía y el tejado de la iglesia elevándose por encima de ella. El sendero los llevó hasta una modesta garita de vigilancia. Tanto la entrada como la rejilla estaban cerradas, pero un tirón a la campanilla de la puerta envió toda una sucesión de ecos resonando en la distancia y, a los pocos momentos, se oyeron unos ligeros pasos corriendo hacia ellos desde el interior del recinto. La rejilla se abrió y les mostró un redondo, sonrosado y juvenil rostro iluminado por una radiante sonrisa. Unos grandes ojos azules estudiaron los hábitos y las tonsuras y los identificaron como parientes.

—Buen atardecer tengáis, hermanos —dijo una juvenil y cantarina voz, gozosamente pagada de su importancia—. Se os ha hecho tarde por el camino. ¿Podemos ofreceros techo y descanso?

—Os lo íbamos a pedir —contestó sinceramente Cadfael—. ¿Podríais alojarnos esta noche?

—Y más tiempo si fuera necesario —replicó la alegre voz—. Los hombres de nuestra orden son siempre bien recibidos aquí. Estamos un poco apartadas del camino y todavía no somos muy conocidas; como aún no hemos terminado de construir la casa, supongo que ofrecemos menos comodidades que otras casas más antiguas, pero tenemos habitaciones para los huéspedes como vosotros. Esperad que os abra la puerta.

Oyeron el rumor del cerrojo y de la aldaba del portillo e inmediatamente se abrió la puerta, dándoles una cordial bienvenida mientras la portera les indicaba por señas que entraran.

No superaría los diecisiete años, pensó Cadfael, y apenas habría iniciado el noviciado, una de aquellas hijas superfluas pertenecientes a la pequeña nobleza de escasos medios que no podía ofrecerles una dote y tanto menos la perspectiva de un ventajoso matrimonio. Era pequeña de estatura y suavemente redondeada con un rostro un tanto vulgar aunque tan terso y lozano como el pan recién hecho; por suerte, rebosaba de entusiasmo en su nueva vida, sin añorar para nada el mundo que había dejado a su espalda. La satisfacción de desempeñar una tarea de confianza le sentaba bien, al igual que la blanca toca y el negro velo que enmarcaban su resplandeciente e ingenuo rostro.

—¿Venís de muy lejos? —preguntó, contemplando con inquietud los penosos pasos de Aluino.

—De Vivers —contestó Aluino, apresurándose a tranquilizarla—. No está muy lejos y hemos venido despacio.

—¿Y aún os queda mucho trecho por recorrer?

—Nos dirigimos a Shrewsbury donde está nuestra abadía de San Pedro y San Pablo —contestó Cadfael.

—Eso queda muy lejos —dijo la joven, sacudiendo la cabeza—. Necesitáis descansar. ¿Queréis esperarme aquí en la caseta, mientras voy a decirle a sor Úrsula que tiene huéspedes? Sor Úrsula es nuestra hospitalaria. El señor obispo solicitó que nos fueran enviadas dos monjas con experiencia desde Polesworth para instruir a las novicias durante una temporada. Todas somos nuevas aquí y tenemos mucho que aprender, aparte el trabajo que hay en el edificio y el huerto. Nos enviaron a sor Úrsula y a sor Benedicta. Sentaos un momento a la vera del fuego que en seguida vuelvo.

Se alejó con sus ligeros pasos de danza, tan alegre en su enclaustrada vocación como lo hubiera podido estar cualquiera de sus hermanos del siglo en vísperas de unos desposorios más mundanos.

—Es verdaderamente feliz —comentó con sorprendida complacencia fray Aluino—. No, no es un plato de segunda mesa. Yo lo he descubierto al final pero ella lo sabe desde un principio. Las monjas de Polesworth deben de ser unas mujeres dotadas de sabiduría y de gracia si ésa es su obra.

Sor Úrsula la hospitalaria era una alta y esbelta mujer de unos cincuenta y tantos años, cuyo rostro sereno y experto a la vez mostraba una expresión resignada e incluso levemente divertida, como si ya estuviera de vuelta de todo y hubiera llegado a un compromiso con todas las extravagancias del comportamiento humano y ya nada pudiera sorprenderle o desconcertarle. Si la otra instructora prestada está a su misma altura, pensó Cadfael, estas inexpertas muchachas de Farewell han tenido mucha suerte.

—Sed cordialmente bienvenidos —dijo sor Úrsula, entrando en la caseta, acompañada de la radiante portera—. La señora abadesa tendrá sumo gusto en recibiros por la mañana, pero ahora lo que vosotros necesitáis es comida, descanso y una cama, habida cuenta sobre todo del largo viaje que tenéis por delante. Venid conmigo, siempre tenemos una cama a punto para los visitantes fortuitos, y los hermanos de nuestra orden son siempre bien recibidos.

Abandonaron la caseta y cruzaron un angosto patio exterior al que se asomaba la iglesia, un modesto edificio de piedra todavía en construcción con los sillares y la madera, las cuerdas y las tablas de los andamios pulcramente apilados bajo sus muros en prueba de que todo estaba todavía por terminar. Sin embargo, en sólo tres años habían levantado la iglesia y todo el recinto del claustro, excepto el lado sur donde sólo se había completado el piso inferior que albergaba el refectorio.

—El obispo nos ha proporcionado canteros y nos ha ofrecido una generosa dotación —explicó sor Úrsula—, pero los trabajos de construcción todavía se prolongarán durante algunos años. Entre tanto, vivimos con sencillez. No carecemos de nada de lo necesario y no aspiramos a nada que supere nuestras necesidades. Supongo que, cuando esos alojamientos de madera sean sustituidos por otros de piedra, mi labor aquí terminará y regresaré a Polesworth donde hice los votos hace tiempo, aunque no sé si preferiré quedarme aquí en caso de que me ofrezcan esta opción. La participación en la fundación de un nuevo monasterio te produce unos sentimientos semejantes a los que produce el nacimiento de un hijo de tus propias entrañas.

La valla del recinto sería sustituida sin duda por un muro de piedra y los edificios de madera que la rodeaban por dentro, la enfermería, las dependencias del servicio, la hospedería y los almacenes, serían gradualmente reconstruidos uno a uno. Pero la fugaz visión que tuvieron del claustro al pasar les permitió ver que ya crecía hierba en el jardín central y que una vasija de piedra poco profunda colocada en el centro contenía agua para atraer a los pájaros.

—El año que viene —dijo sor Úrsula—, ya tendremos flores. Sor Benedicta, nuestra mejor jardinera en Polesworth, me acompañó aquí y este jardincillo es su dominio. Todo crece cuando ella lo planta y los pájaros acuden a su mano. Yo nunca tuve este don.

—¿Y la abadesa también procede de Polesworth? —preguntó Cadfael.

—No. El obispo De Clinton mandó llamar a la madre Patricia desde Coventry. Nosotras dos tendremos que regresar a nuestra casa de origen cuando ya no seamos necesarias aquí a no ser, como ya he dicho, que nos permitan quedarnos de por vida. Necesitaríamos una dispensa del obispo, pero ¿quién sabe?, a lo mejor considera oportuno concedérnosla.

Más allá del claustro se abría un pequeño patio al fondo del cual se levantaba la hospedería, junto a la valla. La pequeña estancia que aguardaba a los primeros viajeros estaba escasamente iluminada e intensamente perfumada con la fragancia y el calor del bosque. El mobiliario constaba simplemente de dos camas, una mesita, un crucifijo en la pared y un reclinatorio debajo.

—Estáis en vuestra casa —les dijo jovialmente sor Úrsula—, mandaré que os sirvan la cena aquí. Llegáis demasiado tarde para vísperas, pero, si tenéis a bien reuniros con nosotras para el rezo de completas, ya oiréis la campana. Utilizad la iglesia para rezar cuando gustéis. Es todavía muy joven, y cuantas más almas buenas albergue bajo su techo tanto mejor. Y ahora, si ya tenéis todo lo necesario, os dejo para que descanséis.

En la virginal y serena quietud de aquella nueva abadía de Farewell fray Aluino se quedó profundamente dormido en cuanto regresó de completas; durmió toda la noche como un niño hasta bien entrado el amanecer de un claro día sin el menor resto de escarcha. Cuando despertó, Cadfael ya estaba levantado y se disponía a rezar el oficio matutino en la iglesia, donde ofrecería también sus plegarias personales.

—¿Ya ha sonado la campana de prima? —preguntó Aluino, levantándose a toda prisa.

—No, y aún tardará media hora en sonar a juzgar por la luz. Podemos tener la iglesia para nosotros solos un buen rato, si quieres.

—Buena idea —dijo Aluino, saliendo gustosamente con él al pequeño patio para cruzarlo y dirigirse al claustro. La turba del jardincillo central estaba húmeda y verde y la palidez del invierno había desaparecido de la noche a la mañana. El tímido atisbo de retoños que unos días atrás apenas se distinguía en las ramas de los árboles mostraba ahora un tierno color semejante al de un transparente y verde velo. Con unos cuantos días más de bonanza y un poco de sol, sería súbitamente primavera. Alrededor de las claras y someras aguas de la vasija de piedra los pajarillos revoloteaban y gorjeaban, conscientes del cambio que se avecinaba. Fray Aluino se acercó a la pequeña iglesia de Farewell, que más tarde sería sin duda sustituida por otra más grande una vez finalizara la construcción de la abadía, se asegurara su dotación y se afianzara su prestigio. Y, sin embargo, aquel primer edificio, a pesar de su sencillez, sería siempre recordado con afecto y su sustitución sería motivo de tristeza para las que, como sor Úrsula y sor Benedicta, habían estado presentes y asistido a su nacimiento.

Rezaron juntos el oficio en la pétrea quietud del templo, arrodillados ante el leve resplandor de la lámpara del altar, y después hicieron sus preces personales en silencio. La suave luz se fue aclarando y los primeros rayos del sol naciente atravesaron las estacas de la valla del recinto e iluminaron los sillares superiores del muro oriental confiriéndoles un tono rosado, mientras fray Aluino permanecía de hinojos.

Cadfael fue el primero en levantarse. No podía faltar mucho para prima y temía que las jóvenes monjas se distrajeran al ver a dos hombres en la iglesia, aunque fueran unos monjes de su misma orden. Se dirigió hacia la puerta sur y miró hacia el jardincillo del claustro mientras esperaba a que fray Aluino necesitara su ayuda para levantarse.

Una monja muy esbelta, erguida y serena se encontraba de pie junto a la vasija de piedra del centro, dando de comer a los pájaros. Desmenuzaba el pan en el ancho borde de la vasija y se colocaba las migas en la palma de la mano abierta mientras la agitación y la vibración de las alas la rodeaba sin temor. El negro hábito la favorecía y la juvenil gracia de su porte atravesó dolorosamente la memoria de Cadfael. El donaire de la cabeza sobre el largo cuello, los erguidos hombros, la fina cintura y la elegancia de la mano que ofrecía limosna a los pájaros los había visto antes y en otro lugar bajo una engañosa luz. Ahora contemplaba su figura al aire libre y bajo la suave luz matutina y no podía creer que estuviera equivocado.

Elisenda, con hábito de monja, se encontraba allí, en Farewell. La novia había huido del insoportable dilema y había preferido tomar el hábito antes que casarse con alguien que no fuera su desventurado Roscelin. Cierto que aún no habría hecho los votos, pero tal vez las monjas, teniendo en cuenta sus angustiosas circunstancias, considerarían conveniente ofrecerle la inmediata protección del hábito antes incluso de que iniciara su noviciado.

Tenía el oído muy fino o, a lo mejor, estaba esperando oír unas ligeras pisadas desde el lado occidental del claustro donde se encontraba el dormitorio de las monjas. Había oído el rumor de alguien que se acercaba en aquella dirección y se había vuelto para recibir a la recién llegada con una sonrisa. El mesurado y pausado movimiento hizo dudar a Cadfael sobre lo que antes había creído ver, mostrándole un rostro que jamás había visto anteriormente.

No era una jovenzuela inexperta sino una serena mujer hecha y derecha. La revelación de la sala de la mansión de Vivers describió medio círculo y pasó de la ilusión a la realidad y de la niña a la mujer, de la misma manera que previamente había pasado de la mujer a la niña. No era Elisenda y ni siquiera se le parecía, exceptuando la despejada frente marfileña, el dulce y melancólico óvalo de su rostro y los grandes, sinceros, hermosos y vulnerables ojos. El porte y la figura eran iguales. Si se hubiera vuelto otra vez de espaldas, hubiera sido de nuevo la imagen de su hija.

Porque, ¿quién si no podía ser aquella madre viuda que había tomado el hábito en Polesworth antes de que la empujaran a un segundo matrimonio? ¿Quién sino sor Benedicta, enviada a la nueva fundación del obispo para establecer una firme tradición y constituir un intachable ejemplo para las inexpertas monjas de Farewell? ¿Quién sino sor Benedicta que con su encanto alentaba el crecimiento de las flores e invitaba a los pájaros a comer en su mano? Elisenda debió de enterarse de su traslado, aunque el resto de la casa de Vivers no supiera nada. Elisenda había sabido dónde buscar refugio en su necesidad. ¿Y adónde hubiera podido ir sino junto a su madre?

Cadfael estaba tan absorto en la contemplación de la mujer del jardincillo del claustro que no oyó nada desde el interior de la iglesia hasta que percibió el sonido de las muletas sobre las baldosas de la entrada y se volvió casi avergonzado para cumplir con su deber. Aluino había conseguido levantarse sin ayuda y ahora se acercó a Cadfael, contemplando complacido el jardincillo donde los brumosos rayos del sol se mezclaban con las húmedas sombras.

En cuanto sus ojos se posaron en la monja, se detuvo en seco y se tambaleó entre las muletas. Cadfael observó que los oscuros ojos se quedaban inmóviles y fulguraban como si ardieran por dentro en medio de un arrobamiento o una visión, mientras los sensibles labios se movían casi en silencio formando lentamente las sílabas de un nombre. Casi en silencio, pero no del todo pues Cadfael lo pudo oír.

Con jubiloso asombro y dolor, como alguien sumido en un éxtasis religioso, fray Aluino musitó:

—¡Bertrada!