V
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ú? —dijo Adelaida, mirando sorprendida de uno a otro rostro como si buscara alguna explicación a aquella inesperada visita. El indiferente tono de su voz no los acogía ni los rechazaba—. ¿Acaso tienes algo más que pedirme puesto que me has seguido hasta aquí, Aluino? Basta que me lo pidas. Ya te dije que te perdonaba.
—Señora —contestó Aluino, estremeciéndose ante la aparición de su antigua dueña en aquel inesperado lugar—, no os hemos seguido. A decir verdad, no pensaba encontraros aquí. Os agradezco vuestra paciencia y por nada del mundo quisiera incomodaros. Sólo he venido aquí en cumplimiento de la promesa que hice. Pensaba hacer una vigilia de oración en Hales, suponiendo que vuestra hija, mi señora, estaba enterrada allí. Pero supe a través del sacerdote que no era así. Yace aquí en Elford, en la tumba de sus mayores. Por eso he venido hasta aquí. Sólo deseo pediros que me concedáis vuestra venia para hacer mi vigilia de oración esta misma noche para cumplir mi voto. Después nos iremos y ya no os molestaré más.
—No niego que me alegraré de que te vayas —le dijo Adelaida en tono levemente más amable—. ¡No te guardo rencor! Pero me has abierto de nuevo una herida que yo desearía ocultar de la vista hasta que vuelva a cicatrizar. Tu rostro es como una infección que la abre nuevamente y la hace sangrar. ¿Acaso crees que hubiera tomado mi caballo y me hubiera trasladado aquí tan deprisa si tú no hubieras renovado esta pena en mi mente?
—Confío —dijo Aluino en voz baja y trastornada— en que esta expiación os ayude a limpiar la herida de todo rencor, señora. Rezaré para que esta vez la curación de la herida sea dulce y saludable para vos.
—¿Y para ti? —replicó Adelaida con aspereza, apartándose un poco de él y haciendo un imperioso gesto con la mano para impedirle que respondiera—. ¡Dulce y saludable! Le pides demasiado a Dios y más todavía a mí —la oblicua luz del vitral mostraba toda la fiereza y el dolor de su rostro—. Has aprendido muy bien el lenguaje de los monjes —dijo—. En fin, ¡ha pasado mucho tiempo! Tu voz era antaño más ligera, como lo eran tus pasos. Reconozco que has venido aquí haciendo un gran esfuerzo. Esta vez no me niegues la gracia de ofrecerte descanso y comida. Dispongo de unos aposentos en la mansión de mi hijo. Entra a descansar por lo menos hasta vísperas, si tanto te empeñas en castigar tu carne esta noche sobre estas piedras.
—¿Entonces me permitiréis hacer mi vigilia de oración? —preguntó Aluino con ansia.
—¿Por qué no? ¿Acaso no me has visto rezar a Dios por la misma causa? Te veo destrozado. No quiero que seas un perjuro. Sí, haz tu vigilia penitencial, pero primero, ven a comer a mi casa. Cuando hayas terminado tus devociones aquí, te enviaré a unos mozos.
Adelaida ya casi había llegado al pórtico sin apenas prestar atención a las vacilantes palabras de gratitud de Aluino y sin darle la menor oportunidad de rechazar su hospitalidad cuando, de pronto, se detuvo y se volvió a mirarles.
—Pero no digas ni una sola palabra a nadie sobre el propósito de tu presencia aquí —dijo severamente—. El nombre y la honra de mi hija están a salvo bajo esta lápida, déjalos descansar en paz. No quiero que nadie más recuerde lo que yo he tenido que recordar. Que eso sea un secreto entre nosotros dos y este buen monje que te acompaña.
—Señora —dijo fervientemente Aluino—, no se dirá ni una sola palabra a nadie excepto entre nosotros tres ni ahora ni en otro momento, ni aquí ni en otro lugar.
—Me tranquiliza mucho oírtelo decir —dijo Adelaida, saliendo y entornando silenciosamente la puerta a su espalda.
Aluino no podía arrodillarse sin tener algo firme delante a lo que agarrarse y sin que el brazo de Cadfael le rodeara para ayudarle a hincar la rodilla y compartiera la carga del único pie que podía apoyar en el suelo. Ambos rezaron el uno al lado del otro al pie del altar; Cadfael, estudiando a Aluino de reojo, observó con cierta preocupación las tensas arrugas de cansancio del rostro del joven. Había sobrevivido al duro viaje a pie, pero a cambio de un precio muy alto. La noche sobre las baldosas de la iglesia sería fría, larga y agotadora, pero Aluino se empeñaría en cumplir el último requisito de la penitencia que él mismo se había impuesto. Tras lo cual, emprenderían el largo camino de regreso. Ojalá la dama pudiera convencerle de que se quedara allí por lo menos una noche más en prenda de gratitud, ahora que en cierto modo ambos habían conseguido superar su compartido y doloroso pasado.
Era muy posible, en efecto, que la repentina visita de Aluino hubiera inducido a Adelaida a hacer aquella rápida peregrinación por su cuenta para enfrentarse con el papel que ella había representado en la antigua tragedia. Cruzando al trote por el claro del guardabosque cerca de Chenet con la sola compañía de una doncella y dos mozos y despertando en la memoria de Cadfael un escurridizo recuerdo. Era muy posible. Pero ¿podía semejante semilla haber fructificado tan pronto? La insinuación de la urgencia era evidente. Cadfael evocó los dos caballos doblemente montados a primera hora de la mañana, avanzando al trote por el camino. ¿Para acudir a pagar a toda prisa una deuda medio olvidada de afecto y remordimiento? ¿O para llegar antes que otra persona y estar preparada y armada para recibirla? Adelaida quería que Aluino cumpliera la promesa y se fuera, pero eso era natural. Habían turbado su paz y habían colocado un viejo y manchado espejo delante de su bello rostro.
—¡Ayudadme a levantarme! —dijo Aluino, levantando los brazos como un chiquillo. Era la primera vez que pedía ayuda, pues siempre se la ofrecían sin que la pidiera y él la aceptaba con humilde resignación más que con gratitud—. No habéis dicho ni una sola palabra —comentó con súbito asombro mientras ambos se volvían hacia el pórtico del templo.
—No tenía ninguna que decir —dijo Cadfael—. Pero he oído muchas palabras. E incluso los silencios entre las palabras tenían su sentido.
El mozo de Adelaida de Clary les estaba aguardando en el pórtico, tal como ella había prometido, con un hombro indolentemente apoyado en la jamba de la puerta, como si llevara un buen rato esperando con inconmovible paciencia. Su aspecto confirmó todo lo que Cadfael había imaginado a partir de la visión de los jinetes entre los árboles. Aquél era el más joven de los dos, un musculoso y fornido muchacho de unos treinta años, con cuello de toro y figura inequívocamente normanda. Tal vez de la tercera o cuarta generación, con un antepasado que había llegado a aquellas tierras como soldado a las órdenes del primer De Clary. Seguían dominando los recios rasgos iniciales, pero los matrimonios mixtos con anglosajonas habían oscurecido la claridad de su cabello hasta convertirlo en un castaño pajizo, suavizando en cierto modo los brutales ángulos de su rostro. Llevaba el cabello casi cortado al rape al estilo normando, su fuerte mandíbula estaba pulcramente rasurada y aún conservaba los claros, brillantes e impenetrables ojos del norte. Al verles aparecer, se enderezó, sintiéndose más a gusto en movimiento que en estado de reposo.
—Mi señora me envía para que os indique el camino.
Habló en tono perentorio y cortante y no esperó respuesta sino que inmediatamente se puso en marcha para cruzar el cementerio a un ritmo que Aluino no pudo mantener. Al llegar a la verja, el mozo volvió la cabeza y esperó y, a partir de aquel momento, aminoró la velocidad de sus pasos a pesar de lo mucho que evidentemente le molestaba caminar despacio. No hizo ningún comentario y contestó a las preguntas con amable cortesía, pero con pocas palabras. Sí, Elford era un feudo precioso con buenas tierras y un buen señor. La hábil administración de Audemar no mereció más que indiferentes elogios; estaba claro que el joven se sentía obligado a prestar lealtad a Adelaida más que a su hijo. Sí, su padre había servido a los mismos señores al igual que su abuelo. No manifestó la menor curiosidad por aquellos monásticos huéspedes, a pesar de que, a lo mejor, la sentía. Aquellos pálidos y distantes ojos grises ocultaban todos los pensamientos o, a lo mejor, sugerían una total ausencia de pensamientos.
El mozo los condujo por un herboso camino hasta la verja de la vasta mansión cercada por un alto muro. La casa de Audemar de Clary se levantaba en el centro con una planta baja construida sobre cimientos de piedra y, a juzgar por las dos ventanitas que se abrían arriba, tenía dos cámaras más sobre la solana. Alrededor del inmenso patio había otros edificios y los habituales y necesarios establos, armerías, tahona, cervecería, almacenes y talleres. En su recinto reinaba el habitual bullicio y ajetreo propios de las actividades de una gran mansión.
El mozo les acompañó a una pequeña cabaña de madera adosada al muro.
—Mi señora os ha mandado preparar esta cámara. Dice que la uséis a vuestro gusto. El portero se encargará de que podáis entrar y salir libremente para ir a la iglesia.
Descubrieron que la hospitalidad de Adelaida era meticulosa, pero distante e impersonal. Les había proporcionado agua para lavarse, cómodos catres para descansar y comida de su propia mesa, y había mandado decirles que pidieran todo lo que necesitaran o quisieran, aunque no tenía intención de recibirles. Tal vez su perdón no llegaba hasta el extremo de que la contrita presencia de Aluino le resultara agradable. Tampoco mandó que les atendieran los criados de la casa, sino los dos mozos que la habían acompañado desde Hales. El mayor de los dos les sirvió carne, pan, queso y cerveza floja. Cadfael no se había engañado en cuanto al parentesco entre ambos, pues estaba claro que ése era el padre del otro, un rudo y fornido hombre de cincuenta y tantos años, tan lacónico como su hijo y con las piernas más arqueadas a causa de haber pasado tantos años a caballo como a pie. Los mismos ojos fríos y recelosos, la misma poderosa mandíbula rasurada, aunque ése tenía una piel permanentemente bronceada cuyo origen situó Cadfael, gracias a su propia experiencia, en un lugar muy lejano de Inglaterra. Su señor había sido un cruzado y él habría estado sin duda con él en Tierra Santa donde el ardiente y recordado sol habría conferido a su piel aquel tostado y lustroso color.
El mayor de los mozos se presentó de nuevo más tarde con un mensaje, no para Aluino sino para Cadfael. Ocurrió que Aluino se había quedado dormido en su catre y la entrada del hombre, tan silenciosa y suave como la de un gato a pesar de su corpulencia, no turbó su descanso, de lo cual Cadfael se alegró. Le esperaba una noche muy larga e intranquila. Cadfael le hizo señas al mozo de que esperara y salió al patio para reunirse con él, cerrando suavemente la puerta a su espalda.
—Dejémosle descansar. Más tarde tendrá que estar muy despierto.
—Mi señora nos ha dicho cómo tiene intención de pasar la noche —dijo el mozo—. Desea hablar con voz, si tenéis la bondad de acompañarme. Dejemos descansar al otro monje, dice, porque ha estado muy enfermo. Hay que reconocer que ha tenido mucho valor ya que, de otro modo, jamás hubiera conseguido llegar tan lejos con esos pies. ¡Por aquí, hermano!
Los aposentos de la viuda se habían construido en un rincón del muro, al abrigo de los vientos. No eran muy espaciosos, pero sí suficientes para las ocasionales visitas que hacía a la casa de su hijo. Constaban de una sala y una cámara, más una cocina en un edificio anexo adosado al muro. El mozo cruzó la sala con candorosa autoridad como si gozara de algún privilegio especial y compareció ante la presencia de su señora con la misma confianza con que hubiera podido hacerlo un hijo o un hermano. Adelaida de Clary estaba muy bien servida, aunque sin el menor servilismo.
—Aquí está fray Cadfael de Shrewsbury, mi señora. El otro está durmiendo.
Adelaida se hallaba sentada junto a una rueca cargada de lana de intenso color azul, y sostenía el huso en la mano izquierda. Al verles entrar, interrumpió su tarea y colocó cuidadosamente el huso a los pies de la rueca para evitar que el hilo se desenrollara.
—¡Muy bien! Es lo que necesita. Déjanos ahora, Lotario, nuestro huésped sabrá encontrar el camino de vuelta. ¿Ya ha regresado mi hijo a casa?
—Todavía no. Esperaré a que vuelva.
—Ha salido con Roscelin y los perros —concluyó Adelaida—. Cuando estén en casa y hayas atendido a los perros y los caballos, vete a descansar, te lo tienes bien ganado.
El caballerizo se limitó a asentir con la cabeza y se retiró tan taciturno y comedido como siempre, si bien en los intercambios entre él y su señora se observaba una invulnerable seguridad tan firme como una roca.
Adelaida no dijo más hasta que la puerta de su cámara se cerró a la espalda de su criado. Después, miró a Cadfael en atento silencio mientras en sus labios se dibujaba la leve sombra de una sonrisa.
—Sí —dijo como si respondiera a una pregunta de Cadfael—. Es algo más que un criado. Estuvo con mi señor durante todos los años que permaneció en Palestina. Más de una vez le prestó a Beltrán unos servicios que le ayudaron a salvar la vida. Es una forma de lealtad que no suele ser propia de los criados. Se parece más bien a la de un vasallo para con su señor feudal. Yo heredé todo lo que pertenecía a mi señor. Se llama Lotario y su hijo es Lucas. Ambos nacieron y se criaron de la misma manera. Habréis observado el parecido, bien sabe Dios que no puede pasar inadvertido.
—Lo he observado —dijo Cadfael—. Y adivino de dónde habrá sacado Lotario esta piel tan cobriza que tiene.
—¿De veras?
Adelaida estudio a Cadfael con profundo interés, tras haberse tomado la molestia de mirarle por primera vez con detenimiento.
—Yo estuve en Oriente unos años antes que él. Si vive lo suficiente, el color tostado de la piel se desvanecerá como el mío, pero eso lleva mucho tiempo.
—¡Ah! O sea que no fuisteis entregado a los monjes en vuestra infancia. Ya me pareció a mí que no tenías el aire de aquellos castos inocentes —dijo Adelaida.
—Ingresé por mi propia voluntad cuando llegó el momento —explicó Cadfael.
—Él también lo hizo… por su propia voluntad, aunque no creo que hubiera llegado el momento. —Adelaida se agitó y lanzó un suspiro—. Os he mandado llamar sólo para preguntaros si tenéis todo lo que os hace falta… si mis hombres os han atendido debidamente.
—Nos han atendido de la mejor manera. Estamos profundamente agradecidos a su amabilidad y a la vuestra.
—Y para preguntaros por él… por Aluino. He visto en qué lastimoso estado se encuentra. ¿Creéis que podrá mejorar alguna vez?
—Nunca podrá caminar como antes —contestó Cadfael—, pero, a medida que se le fortalezcan los tendones, mejorará. Creyó que se iba a morir y todos lo creímos, pero vive y aún podrá gozar de la vida… en cuanto su mente haya recuperado la paz.
—¿Creéis que recuperará la paz después de lo de esta noche? ¿Es eso lo que necesita?
—Así lo creo.
—En tal caso, cuenta con mi bendición. Y después, ¿vos le acompañaréis de nuevo a Shrewsbury? Os puedo proporcionar caballos para el camino de vuelta —dijo Adelaida—. Lotario podría ir a recogerlos y llevarlos a Hales a nuestro regreso.
—Aluino rechazará sin duda esta gentileza —dijo Cadfael—. Ha jurado cumplir su penitencia a pie. Es muy obstinado.
Adelaida asintió comprensivamente con la cabeza.
—Aun así, se lo preguntaré. Bien, pues… eso es todo, hermano. Si él no quiere, no podré hacer más. Pero puedo hacer una cosa. Esta noche asistiré al rezo de vísperas, hablaré con el sacerdote y me aseguraré de que nadie… ¡absolutamente nadie!… haga preguntas o turbe su vigilancia. Como comprenderéis, nadie debe saber nada más que nosotros, que ya lo sabemos todo demasiado bien, por desgracia. Decídselo así. Lo que quede es algo entre él y Dios.
El señor de la casa se estaba acercando a la verja a lomos de su montura cuando Cadfael regresó a la cabaña donde Aluino estaba durmiendo. El rumor de los arneses, de los cascos y de las voces se adelantó a él, provocando la salida de los criados y los mozos cual abejas de una colmena alterada para atender a su señor. Allí estaba Audemar de Clary montado en un alto caballo zaino. Era de elevada estatura y vestía unas sencillas y oscuras prendas de montar sin ningún adorno, pues no necesitaba ninguno para señalar su autoridad. Cabalgaba con la cabeza descubierta y la capucha de su corta capa echada sobre los hombros. Su rizado cabello era tan oscuro como el de su madre, pero los poderosos huesos de su rostro, la noble nariz, los pronunciados pómulos y la despejada frente los habría heredado sin duda de su padre el cruzado.
Aún no habría cumplido los cuarenta años, pensó Cadfael. El vigor de sus movimientos al desmontar, su ágil manera de saltar al suelo, incluso los gestos de sus manos al quitarse los guantes eran los propios de una persona joven. Sin embargo, las audaces facciones de su rostro y el aire de autoridad que emanaba de él y que se ponía de manifiesto en la habilidad de sus órdenes y en el pronto y competente servicio que esperaba y recibía, le hacían aparentar más años de los que tenía. Cadfael recordó que se había convertido en amo en la prolongada ausencia de su padre, probablemente antes de cumplir los veinte años y que había tenido que administrar desde entonces los vastos y diseminados feudos de la casa de los De Clary. Había aprendido bien el oficio. No toleraba que le llevaran la contraria, pero nadie le temía demasiado. Todo el mundo se acercaba a él con la sonrisa en los labios y le hablaba con sincera confianza. Aunque su cólera, cuando estaba justificada, fuera terrible e incluso peligrosa, siempre era justa.
Le acompañaba un joven paje o escudero de unos diecisiete o dieciocho años, cuyo lozano rostro aparecía arrebolado por el aire libre y el ejercicio, y les seguían dos perreros a pie, llevando a los perros sujetos por las correas. Audemar entregó la brida a un mozo que se acercó corriendo y sus pies calzados con botas golpearon el suelo mientras se quitaba la capa y se la entregaba también al mozo. El bullicio terminó en un momento, en cuanto los caballos fueron conducidos a sus cuadras y los perros a sus perreras. El joven Lucas salió del patio de las cuadras y se acercó a Audemar para comunicarle, al parecer, un mensaje de Adelaida pues Audemar se volvió de inmediato hacia los aposentos de su madre, asintió con la cabeza y se encaminó a grandes zancadas hacia la puerta. Sus ojos se posaron en Cadfael, discretamente apartado de su camino y, por un instante, el joven señor hizo ademán de detenerse para dirigirle unas palabras, pero después cambió de idea y siguió adelante, desapareciendo al otro lado de la pesada puerta.
A juzgar por la hora en que Adelaida, sus mozos y su doncella habían pasado por el bosque, calculó Cadfael, la señora habría llegado el mismo día en que él los vio, dos días antes. No habían tenido necesidad de detenerse a pasar la noche entre Chenet y Elford, pues la distancia, a caballo, era muy breve. Por consiguiente, Adelaida ya habría visto a su hijo y habría hablado con él. Lo que ahora deseaba comunicarle, inmediatamente después de su regreso a casa, tendría probablemente algo que ver con las novedades que se habían producido en Elford aquel día. ¿Y cuáles podían ser las novedades sino la llegada de los dos monjes de Shrewsbury y el motivo de su presencia allí, un motivo que ella interpretaría para él con la mayor discreción? El muchacho se encontraba en Elford cuando su hermana había muerto en Hales de unas fiebres según se había divulgado a los oídos del mundo (¿también a los oídos de su hermano?). Eso debía de ser lo único que él sabía de la cuestión. Una lamentable muerte, como las que suelen producirse en todas las familias, aunque en aquel caso se tratara de alguien en la flor de la edad. No, aquella fuerte y decidida mujer jamás le hubiera revelado a su hijo semejante secreto. A una vieja criada de confianza, tal vez. Debió de necesitarla en aquellos momentos, aunque ahora quizá la criada ya habría muerto. Pero a su hijo, no, jamás se lo hubiera dicho.
En tal caso, no era de extrañar que Adelaida tomara tantas precauciones para facilitar la penitencia de Aluino y librarse de él cuanto antes, evitando todas las preguntas, incluso las del sacerdote, ofreciéndoles caballos para acelerar la partida y hasta obligando a los dos peregrinos a no revelar nada a nadie sobre el pasado, ni sobre la razón de su presencia allí y a no mencionar jamás el nombre de Bertrada.
Por lo menos, estoy empezando a comprender algo, pensó Cadfael. Dondequiera que nos volvamos, Adelaida se interpone entre nosotros y los demás. Nos aloja en su casa, nos alimenta y nos atienden y sirven sus más leales criados, no los de la casa de su hijo. «El nombre y la fama de mi hija están a salvo bajo esta lápida, —había dicho—, dejadlos descansar en paz». No se le podía reprochar que intentara asegurarse y no tenía nada de extraño que se les hubiera adelantado hasta Elford para estar preparada y recibirles cuando llegaran.
Nos iremos mañana por la mañana, pensó Cadfael, si Aluino se empeña. De este modo, ella estará tranquila. Encontraremos otro refugio a un cuarto de legua de aquí en caso necesario, pero debemos abandonar a toda costa estos muros para que ella no tenga que volver a ver ni pensar más en Aluino.
El joven escudero permaneció de pie mirando a su señor mientras éste se dirigía a la puerta de la dama. Llevaba la capa de Audemar colgada del hombro y su cabeza descubierta era casi tan pálida como el lino en contraste con el color oscuro de la tela. Aún conservaba la retozona y angulosa gracia de la infancia, pero, en cuestión de uno o dos años, su esbeltez adquiriría la sólida configuración de la virilidad y sabría controlar con soltura todos sus movimientos aunque ahora mostrara todavía la vulnerable inseguridad de un niño. Contempló a Audemar con pensativo asombro, miró a Cadfael con ingenua curiosidad y dio lentamente media vuelta para encaminarse hacia la puerta de la sala de Audemar.
O sea que ése: debe de ser Roscelin a quien Adelaida se ha referido, pensó Cadfael, observándole mientras se alejaba. No era un hijo de la casa a juzgar por su aspecto y el color de su tez, pero tampoco era un criado. Sin duda un joven de la familia de alguno de los feudos ínfimos de Audemar puesto al servicio de su señor para que adquiriera habilidad en el manejo de las armas y en los usos y costumbres de una pequeña corte, con vistas a su salida al ancho mundo. Semejantes aprendices de señores proliferaban en todas las grandes haronías y el señorío de los De Clary bien podía ser el protector de uno o dos de ellos.
Al anochecer, refrescó y se levantó un cortante viento acompañado de algunas finas agujas de aguanieve. La hora de vísperas no estaba lejos. Cadfael entró en la caldeada cabaña y encontró a fray Aluino despierto y esperando en tenso silencio la hora del cumplimiento de su promesa.
Estaba claro que Adelaida lo había dispuesto todo a la perfección. Nadie se acercó para turbar su intimidad, nadie hizo preguntas ni dio muestras de la menor curiosidad. El joven Lucas les sirvió la cena antes de vísperas y, al término del oficio, ambos fueron dejados solos en la iglesia para que hicieran tranquilamente su vigilia. Probablemente, nadie de la casa se extrañó de su presencia. Los visitantes de toda condición y con toda suerte de necesidades no eran insólitos, por lo que las devociones de aquella pareja de peregrinos benedictinos no llamarían la atención de nadie. El hecho de que unos monjes de la abadía de San Pedro decidieran pasar una noche de oración en una iglesia dedicada a san Pedro no tenía nada de extraño y a nadie le importaba.
De este modo, fray Aluino podría satisfacer su deseo y cumplir su promesa. No quiso nada que suavizara la dureza de la piedra, no aceptó otra capa encima de la suya para protegerse del frío nocturno, no quiso nada que aliviara los rigores de su penitencia. Cadfael le ayudó a arrodillarse junto a la sólida lápida sepulcral para que, en caso de que se desvaneciera o sufriera un mareo, pudiera por lo menos apoyarse en ella para amortiguar la caída. Las muletas fueron depositadas a los pies de la lápida. No permitió que se hiciera nada más por él. Pero Cadfael se arrodilló en las sombras para dejarle solo con su difunta Bertrada y con un Dios sin duda dispuesto a escucharle con misericordia.
Fue una larga y fría noche. La lámpara del altar brillaba en la oscuridad con un resplandor tan rojizo como el del fuego, aunque no despidiera calor. El silencio se prolongó de hora en hora, traspasado por una vibración infinitesimal pues la respiración de Aluino y el constante murmullo de sus labios se percibía más en la sangre y en las entrañas que a través del oído. Desde lo más hondo de su ser, Aluino estaba sacando un inagotable caudal de palabras en memoria de su difunta Bertrada. La tensión y la pasión le mantenían erguido y ajeno al dolor, a pesar de que el dolor se apoderó de él antes de la medianoche y ya no le abandonó hasta que su arrobamiento y su suplicio terminaron con las primeras luces del amanecer.
Cuando abrió finalmente los ojos a la luz de la gélida mañana y separó con gran esfuerzo las entumecidas manos entrelazadas, ya se estaban empezando a oír los rumores de las habituales actividades matutinas del mundo exterior. Aluino contempló con expresión aturdida el despertar del nuevo día como si regresara de algún lejano lugar situado en lo más profundo de su conciencia. Trató de moverse y de asir el borde de la losa sepulcral, pero sus dedos ateridos ni siquiera tenían sensibilidad y sus brazos estaban tan rígidos que no le pudieron prestar el menor apoyo. Cadfael le rodeó con su brazo para levantarle, pero Aluino no pudo enderezar las anquilosadas rodillas para apoyar el pie más sano en el suelo sino que se desplomó como un peso muerto sobre el brazo que le rodeaba. De pronto, se oyó el rumor de unos pasos acercándose presurosos y otro brazo joven y fuerte rodeó el desvalido cuerpo por el otro lado mientras una rubia cabeza se inclinaba sobre el hombro de Aluino, el cual consiguió ponerse de pie con la ayuda de sus dos auxiliadores, sintiendo que la sangre afluía de nuevo a sus doloridas y entumecidas piernas.
—Pero, por el amor de Dios, hombre —dijo el joven Roscelin en tono impaciente—, ¿qué necesidad tenéis de castigaros con tanta dureza si la carga que lleváis ya sería suficiente para cualquier hombre en su sano juicio?
Aluino estaba demasiado aturdido y su mente se encontraba todavía demasiado lejana como para poder comprenderle y tanto menos responder a su pregunta. Aunque en su fuero interno Cadfael considerara perfectamente razonable la reacción del joven, en voz alta se limitó a decirle:
—Sujetadle fuerte mientras yo recojo sus muletas. Y Dios os bendiga por haber aparecido tan oportunamente. No os molestéis en reprenderle porque perderíais el tiempo. Está cumpliendo una promesa.
—¡Una promesa insensata! —exclamó el muchacho con la arrogante certidumbre propia de sus pocos años—. ¿A quién beneficia eso?
Sin embargo, a pesar de sus reproches, el joven sostuvo firmemente a Aluino y le miró de soslayo, frunciendo el ceño en gesto no sólo exasperado sino también preocupado.
—A él —contestó Cadfael, colocando las muletas bajo los sobacos de Aluino y aplicando un enérgico masaje a las frías manos que aún no podían sujetar los palos—. Aunque parezca increíble, podéis creerlo. Bueno, ahora podéis dejar que se apoye en las muletas, pero no le soltéis. Tenéis suerte de poder dormir tranquilamente sin nada de qué arrepentiros ni nada por lo que pedir perdón. ¿Cómo habéis aparecido tan a tiempo? —preguntó Cadfael, mirando al joven con renovado interés—. ¿Alguien os ha enviado?
Aquel muchacho no podía ser un instrumento utilizado por Adelaida para espolear la partida de sus molestos huéspedes de Elford… demasiado joven, demasiado atolondrado y demasiado inocente.
—No —contestó lacónicamente Roscelin, apresurándose a añadir en tono más amable—: Fue una simple curiosidad.
—Bueno, eso es humano —reconoció Cadfael, identificando el pecado más habitual que él solía cometer.
—Esta mañana Audemar no tenía que encomendarme ninguna tarea inmediata porque está ocupado con su administrador. ¿Os parece que acompañemos a vuestro hermano a la cabaña para que entre en calor? ¿Cómo lo haremos? Puedo ir por un caballo si conseguimos sentarle en la silla.
Aluino, que ya había regresado del lejano lugar donde se encontraba, descubrió que estaban discutiendo sobre él como si no tuviera voluntad propia y no fuera consciente del ambiente que lo rodeaba. Instintivamente se irguió contra semejante indignidad.
—No —dijo—, os lo agradezco, pero ahora ya puedo caminar. No quiero abusar más de vuestra gentileza.
Dicho lo cual, dobló los dedos y asió los palos de sus muletas, dando cautelosamente los primeros pasos para alejarse del sepulcro.
Ambos le siguieron de cerca, uno a cada lado, por si le fallaran las piernas. Después Roscelin se adelantó para subir los bajos peldaños y abrir la puerta por si tropezaba, mientras Cadfael se situaba a su espalda para sostenerle en caso de que cayera hacia atrás. Pero Aluino se sentía animado por una renovada voluntad fortalecida por el cumplimiento de su proeza y quería caminar sin ayuda por mucho que le costara. No tenía prisa. Cuando lo necesitara, se detendría para descansar sobre las muletas y recuperar el resuello. Lo hizo en tres ocasiones antes de llegar al patio de Audemar donde reinaba un gran ajetreo alrededor de la tahona, los establos y el pozo. Decía mucho en favor de la perspicacia y la delicadeza de Roscelin, pensó Cadfael, el hecho de que el muchacho esperara sin hacer comentarios y sin impacientarse por las pausas de Aluino y se abstuviera de ofrecer su ayuda antes de que se la pidieran. De este modo, Aluino regresó a su alojamiento en el patio de Audemar utilizando sus deformados pies, tal como él quería, y pudo tomarse un merecido descanso en su cama.
Roscelin les siguió al interior de la cabaña con curiosidad y sin la menor prisa por regresar a los deberes que le aguardaban.
—¿Eso es todo? —preguntó mientras Aluino estiraba sus todavía entumecidas extremidades y las cubría con la manta—. ¿Adónde iréis cuando os vayáis? ¿Y cuándo? ¿No pensaréis iros hoy?
—Regresamos a Shrewsbury —contestó Cadfael—. Pero dudo que podamos hacerlo hoy. Un día de descanso sería lo más prudente.
El cansancio que reflejaban las facciones de Aluino y la distante expresión de sus ojos indicaban que el joven no tardaría en quedarse dormido y disfrutar de su más merecido descanso desde que hiciera su confesión.
—Os vi entrar ayer con el señor Audemar —dijo Cadfael, estudiando el juvenil rostro del muchacho—. La señora mencionó vuestro nombre. ¿Sois pariente de los De Clary?
El muchacho sacudió la cabeza.
—No. Mi padre es feudatario y vasallo de mi señor; siempre han sido buenos amigos y hay un vínculo de matrimonio, aunque lejano. No, he sido enviado aquí al servicio de Audemar por orden de mi padre.
—Pero no por vuestra voluntad —dijo Cadfael, interpretando el tono de voz más que las palabras.
—¡No! ¡Muy en contra de mi voluntad! —exclamó bruscamente Roscelin, contemplando enfurecido las tablas del suelo entre sus pies calzados con botas.
—Y, sin embargo, salta a la vista que tenéis el mejor señor que pudierais soñar —apuntó cautelosamente Cadfael—, mucho mejor que la mayoría.
—No está mal —reconoció imparcialmente el muchacho—, de él no tengo la menor queja. Estoy dolido por el hecho de que mi padre me haya enviado aquí para librarse de mi presencia en casa, ésa es la verdad.
—Pero ¿por qué iba un padre a querer librarse de vos? —preguntó Cadfael con sorprendida curiosidad.
Estaba claro que el joven era la viva imagen de un hijo como Dios mandaba, honrado, de buena figura, excelentes modales y decididamente apuesto, con aquel cabello tan rubio y aquellas mejillas tan tersas. Era un hijo que cualquier padre hubiera exhibido con orgullo ante sus iguales. Incluso enfurruñado su rostro resultaba atractivo por más que no estuviera muy contento con el servicio que le había tocado en suerte.
—Tiene sus razones —contestó Roscelin en tono malhumorado—. Y yo diría que muy buenas razones, bien lo sé. No estoy tan enemistado con él como para que me niegue a prestarle la debida obediencia. Por eso estoy aquí y aquí me quedaré hasta que mi señor y mi padre me den permiso para irme. No soy tan necio como para no comprender que podría estar en lugares mucho peores. Por consiguiente, más me vale sacar el mayor provecho que pueda mientras permanezca aquí.
De pronto, pareció como si su mente se concentrara en otra cuestión mucho más grave, pues se sumió en un profundo silencio contemplando sus manos entrelazadas con el ceño fruncido y sólo levantó la vista para estudiar con semblante muy serio a Cadfael, posando largo rato la mirada en el negro hábito y la tonsura.
—Hermano —dijo súbitamente el joven—, algunas veces me he preguntado… cómo es la vida en el claustro. Algunos hombres toman el hábito porque no pueden alcanzar lo que más desean, ¿verdad? Porque lo que desean… ¡les está vedado! ¿Es eso cierto? ¿Puede el claustro ofrecer una vida… cuando un hombre no puede alcanzar la vida que desea?
—Yo no recomendaría tomar el hábito como segunda elección —contestó Cadfael con firmeza.
Sin embargo, eso era lo que había hecho Aluino, el cual intervino ahora como si hiciera una revelación abriendo sus distantes ojos justo en el momento en que estaba a punto de cerrarlos para quedarse dormido.
—El tiempo podría resultar muy largo y el precio sería muy alto —dijo Aluino con amable certeza—, pero, al final, dejaría de ser una segunda elección.
Aluino aspiró una bocanada de aire, lanzó un profundo suspiro y apartó la cabeza, apoyando la mejilla sobre la almohada. Ambos se lo quedaron mirando con expresión tan intensamente dubitativa e inquisitiva que no se percataron del rumor de unos rápidos pasos aproximándose desde fuera y volvieron la cabeza sobresaltados cuando se abrió la puerta de par en par y entró Lotario con una cesta de comida y una jarra de cerveza floja para los huéspedes. Al ver a Roscelin sentado familiarmente en el catre de Cadfael, en relaciones aparentemente amistosas con los monjes, el curtido rostro del criado se contrajo visible y casi siniestramente, mientras en sus pálidos ojos se encendía fugazmente un vivo destello.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Lotario, dirigiéndose al joven como a un igual y con la indiscutible autoridad de un adulto—. Maese Rogelio te está buscando y mi señor te quiere a su lado en cuanto rompa el ayuno. Será mejor que vayas y espabiles.
Roscelin no dio la menor muestra de alarma o de resentimiento ante los modales del criado, sino que más bien pareció aceptar con tolerante diversión su actitud autoritaria. En seguida se levantó y, con un movimiento de la cabeza y una palabra de despedida, se retiró obedientemente para cumplir sus obligaciones, aunque no se dio demasiada prisa. Lotario permaneció en la puerta observándole con los ojos entornados mientras se alejaba y no entró en la estancia con las provisiones hasta que el muchacho empezó a subir los peldaños de la puerta de la sala.
Nuestro perro guardián, pensó Cadfael, tiene orden de apartar a cualquiera que se nos acerque demasiado, pero no pensaba tener que habérselas con el joven Roscelin. ¿Qué razón puede haber para que este contacto en particular le haya causado semejante consternación? ¡Es la primera chispa que veo encenderse en su acero!