XI
l nombre era inequívoco y la absoluta certeza con la cual se pronunció no dejaba el menor espacio para la duda. Si Cadfael se aferró por un instante a una sensata y juiciosa incredulidad, la rechazó al siguiente, dejándose arrastrar súbitamente por una inmensa oleada de esclarecimiento. No había en Aluino la menor sombra de duda o de vacilación. Había identificado lo que veían sus ojos, le había dado su verdadero e inolvidable nombre y se había quedado perdido en el asombro y temblando a causa de la intensidad del descubrimiento. ¡Bertrada!
La primera visión de la hija le había llegado al corazón pues la copia vagamente entrevista y recortada contra la luz era sorprendentemente parecida al original. Sin embargo, en cuanto Elisenda se adelantó hacia el resplandor de la antorcha, el parecido se esfumó y la visión se disolvió. No conocía a aquella joven. Ahora la volvía a ver y, al contemplar su recordado y llorado semblante, ya no albergaba la menor duda.
O sea que no había muerto. Cadfael se fue abriendo paso en silencio a través de los acontecimientos. La tumba que buscaba Aluino era una ilusión. Ella no había muerto a causa del brebaje que la privó del fruto de sus entrañas, había sobrevivido al peligro y el dolor y se había casado con un anciano marido, vasallo y amigo de la familia de su madre, dándole una hija que era el vivo retrato de sí misma por el porte y la figura. Se esforzó por ser una fiel esposa y madre mientras vivió su señor, pero, al morir éste, le dio la espalda al mundo y siguió a su primer enamorado al claustro, eligiendo su misma orden, tomando el nombre del fundador y atándose para siempre a la misma disciplina que Aluino se había visto impulsado a seguir.
Pues, entonces, arguyó un persistente duendecillo en la mente de Cadfael, ¿por qué descubriste tú (¡tú y no Aluino!) en el rostro de la muchacha de Vivers algo inexplicablemente familiar? ¿Quién se ocultaba entre tus ojos en lo más hondo de las cavernas de la memoria, negándose a ser reconocida? Tú jamás en tu vida habías visto a la joven ni habías puesto los ojos en su madre. Quienquiera que te mirara a través de los ojos de Elisenda, corriendo después un velo, no fue Bertrada de Clary.
Todo ello hirvió en su mente en el instante de la revelación, el breve instante que precedió a la aparición de Elisenda entre las sombras del lado oeste, antes de que la joven se acercara al jardincillo del claustro para reunirse con su madre. No se había puesto el hábito, sino que llevaba el mismo vestido que había lucido la víspera en la mesa de su hermano. Estaba muy pálida y seria, pero la envolvía la serenidad del claustro donde se sentía a salvo de las presiones y con tiempo para pensar y recibir consejo.
Ambas mujeres se reunieron y las orlas de sus faldas trazaron unas sendas más oscuras sobre el verde plateado de la húmeda hierba. Después se volvieron hacia la puerta de la que Elisenda había salido para unirse al resto de la comunidad en el rezo del oficio de prima. ¡Se estaban alejando, se desvanecerían, las preguntas quedarían sin respuesta, no se resolvería nada y nada se aclararía! Aluino seguía tambaleándose entre sus muletas, mudo y anonadado ante aquella visión. La volvería a perder, ya era prácticamente como si la hubiera perdido. Las dos mujeres casi habían alcanzado el pasillo del lado oeste y las cuerdas de la privación estaban totalmente tensas y a punto de romperse.
—¡Bertrada! —exclamó Aluino con un grito de terror y desesperación.
El grito llegó hasta ellas, resonando extrañamente en todas las paredes, y las obligó a volverse a mirar hacia la puerta de la iglesia con alarma y asombro. Aluino salió de su aturdimiento y se adelantó temerariamente hacia el jardincillo, hundiendo las muletas en la suave turba del suelo.
A la vista de un desconocido dirigiéndose tan decididamente hacia ellas, las mujeres se sobresaltaron instintivamente, pero la contemplación de su hábito y su triste condición de lisiado les indujo a detenerse compasivamente para permitir que se acercara e incluso a dar unos impulsivos pasos hacia él. Por un momento, no hubo más que compasión por un tullido. Pero, de pronto, todo cambió.
En su prisa por acercarse, Aluino tropezó y se tambaleó, a punto de perder el equilibrio y caer, y entonces la joven se adelantó presurosa para sostenerlo con sus brazos. El peso de Aluino hizo tambalearse a los dos y, por un instante, los rostros de ambos se rozaron casi mejilla contra mejilla y Cadfael los pudo contemplar con aturdido asombro.
Ya tenía finalmente la respuesta que buscaba. Ahora ya sabía todo lo que había que saber, todo excepto el origen de una amarga furia capaz de inducir a una criatura humana a cometer semejante bajeza y crueldad contra otra. Pero incluso la respuesta a esta última pregunta no tendría que buscarla demasiado lejos.
Justo en aquel momento de total esclarecimiento Bertrada de Clary, contemplando el rostro del desconocido, comprendió que no era tal y le llamó por su nombre:
—¡Aluino!
No hubo más, sólo el encuentro de los ojos, el mutuo reconocimiento y la comprensión por ambas partes de los pasados daños y sufrimientos, jamás comprendidos por entero hasta entonces, dolorosos y terribles por un instante, pero inmediatamente borrados por una inmensa oleada de gratitud y júbilo. Mientras se miraban en silencio, sonó la campanilla de prima en el dormitorio, y los tres comprendieron que las hermanas bajarían de un momento a otro por la escalera nocturna para dirigirse en procesión hacia la iglesia.
Por consiguiente, no pudo haber más. Las mujeres se retiraron todavía aturdidas por el asombro y se volvieron para reunirse con sus hermanas. Cadfael se adelantó desde el pórtico de la iglesia para sostener a fray Aluino por el brazo y acompañarle cuidadosamente, cual si fuera un niño sonámbulo, a la hospedería.
—No está muerta —dijo Aluino rígidamente sentado en el borde de su cama. Lo dijo una y otra vez, dando fe de un milagro en una repetición más cercana a un encantamiento que a una plegaria—. ¡No está muerta! ¡Fue mentira, mentira, mentira! ¡No murió!
Cadfael no dijo ni una palabra. Aún no era el momento de hablar de todo lo que se ocultaba detrás de aquella revelación. La alterada mente de Aluino no veía más allá de la alegría de saber que ella estaba viva y en un seguro refugio, después de que él hubiera lamentado tanto tiempo su muerte por culpa de su mala acción, y de la perplejidad y el dolor que sentía por el hecho de que le hubieran dejado llorar tanto tiempo su muerte.
—Tengo que hablar con ella —dijo Aluino—. No puedo irme sin decirle nada.
—Y no te irás —le aseguró Cadfael.
Ahora era inevitable que todo saliera a la luz. Se habían vuelto a encontrar, se habían mirado y nadie podía deshacer lo que ya estaba hecho; el cofre cerrado se había abierto, los secretos se estaban escapando de su interior y ya nadie podría volver a cerrarlo jamás.
—Hoy no podemos irnos —dijo Aluino.
—Y no nos iremos. Ten paciencia y espera —dijo Cadfael—. Voy a pedir audiencia a la madre abadesa.
La abadesa de Farewell, mandada llamar por el obispo De Clinton desde Coventry para dirigir la nueva fundación, era una regordeta mujer de unos cuarenta y tantos años, mofletudo y rubicundo rostro y perspicaces ojos castaños que sopesaban y medían de un solo vistazo y jamás se equivocaban en sus apreciaciones. Sentada con la espalda inflexiblemente erguida en un banco sin almohadones, cerró el libro sobre su escritorio antes de que entrara Cadfael.
—Sed bienvenido a cualquier servicio que nuestra casa pueda ofreceros, hermano. Úrsula me dice que pertenecéis a la abadía de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury. Quería invitaros a vuestro compañero y a vos a mi mesa, cosa que ahora tengo el gusto de hacer. Pero me han dicho que habéis solicitado hablar conmigo, anticipándoos a cualquier gesto por mi parte. Supongo que habrá una razón. Sentaos, hermano, y decidme, con toda franqueza, qué otra cosa necesitáis de mí.
Cadfael se sentó, deliberando en su fuero interno sobre cuánto podría decirle o cuan poco. Era una mujer muy capaz de llenar por su cuenta los huecos, pero le parecía al mismo tiempo una mujer de extremada discreción, capaz de guardar para sí misma cualquier cosa que pudiera leer entre líneas.
—Vengo, reverenda madre, para solicitar de vuestra reverencia una reunión en privado entre mi hermano Aluino y sor Benedicta.
Cadfael observó que la abadesa arqueaba las cejas, pero que los brillantes ojillos mantenían una imperturbable y serena calma.
—En su juventud se conocían muy bien —añadió—. Él estaba al servicio de la madre de sor Benedicta y, viviendo en la misma casa y siendo de la misma edad, muchacho y muchacha juntos, ambos se enamoraron. Pero Aluino no era del gusto de la madre de la joven, la cual decidió separarlos. Aluino fue despedido de su servicio y se le prohibió seguir manteniendo tratos con la muchacha a la que convencieron para que se casara con alguien más del agrado de su familia. Sin duda conoceréis su historia a partir de aquí. Aluino ingresó en nuestra abadía por una razón equivocada. No es bueno recurrir a la vida espiritual por desesperación, pero muchos lo han hecho, tal como vos y yo sabemos muy bien, y han llegado a convertirse en fieles y honrosos ornamentos de sus monasterios. Eso ha hecho Aluino. Y eso habrá hecho sin duda Bertrada de Clary.
Cadfael vio el destello que se encendió en los ojos de la abadesa al oír aquel nombre. Pocas cosas debía de haber que ella no supiera sobre su rebaño, pero, si sabía sobre aquella mujer algo más de lo que Cadfael había dicho, no lo dio a entender ni hizo el menor comentario, aceptándolo todo tal como él lo había explicado.
—Me parece —dijo la abadesa— que esta historia que me contáis tiene muchas posibilidades de repetirse en otra generación. Las circunstancias no son exactamente las mismas, pero el final lo podría ser. Más vale que estudiemos con tiempo la manera de afrontarlo.
—Lo mismo estaba pensando yo —dijo Cadfael—. ¿Cómo la habéis afrontado vos hasta ahora? ¿Desde que la muchacha vino corriendo aquí en la noche? Toda la casa de Vivers ha salido por segundo día a recorrer los caminos en su busca.
—No creo —dijo la abadesa—. Porque ayer envié decir a su hermano que la joven se encuentra sana y salva y le ruega que le permita permanecer aquí algún tiempo para orar y meditar. Creo que él respetará su voluntad, dadas las circunstancias.
—Circunstancias que ella os ha explicado en su totalidad —dijo Cadfael con profunda convicción—. Por lo menos, tal y como ella las conoce hasta ahora.
—En efecto.
—Entonces ya estáis al corriente de la muerte de la mujer y de la proyectada boda de Elisenda. ¿Conocéis también la razón de esta boda?
—Sé que es pariente demasiado próxima del joven con quien ella preferiría casarse. Sí, me lo ha contado. Creo que me ha revelado más detalles que a su propio confesor. No temáis por Elisenda. Mientras permanezca aquí estará a salvo de cualquier acoso y cuenta con la compañía y el consuelo de su madre.
—No podría estar en mejor lugar —dijo fervientemente Cadfael—. En cuanto a esos dos que más nos preocupan ahora… debo deciros que a Aluino le dijeron que Bertrada había muerto; él lo ha creído así durante todos estos años y, además, se ha considerado culpable de su muerte. Esta mañana, por la gracia de Dios, la ha contemplado con sus propios ojos viva y a salvo. No se han intercambiado más palabras que sus propios nombres, pero yo creo que sería oportuno que se dijeran algo más, si vos les dais vuestra venia. Servirán mejor en sus respectivas vocaciones si gozan de paz espiritual y, además, cada uno de ellos tiene derecho a saber que el otro está tranquilo y se siente dichoso.
—¿Y vos creéis que se sentirán tranquilos y dichosos? —preguntó la abadesa con deliberada lentitud—. ¿Después, tanto como antes?
—Más y mejor que antes —contestó Cadfael con absoluta certeza—. Yo puedo hablar por el hombre si vos podéis hacer lo mismo por la mujer. Si se separan sin decirse nada, vivirán atormentados el resto de sus días.
—Preferiría no tener que responder de eso ante Dios —dijo la abadesa, esbozando una leve sonrisa—. Bien, podrán disponer de una hora para conversar. No será perjudicial y puede que sea muy beneficioso. ¿Os proponéis permanecer aquí algunos días más?
—Este día, por lo menos —contestó Cadfael—. Tengo que haceros otra petición. Os encomiendo a fray Aluino. Pero hay una cosa que debo hacer antes de que regresemos a casa. ¡No aquí! ¿Tendréis la bondad de prestarme un caballo de vuestros establos?
La abadesa le estudió largo rato y pareció que se mostraba satisfecha de lo que veía pues al final le dijo:
—Con una condición.
—¿Cuál es?
—Que, cuando sea oportuno y se hayan borrado todos los males, me contéis la otra mitad de la historia.
Fray Cadfael salió con su caballo prestado del patio de los establos y montó sin prisa. El obispo había considerado conveniente levantar unos establos adecuados para sus visitas y facilitar dos vigorosas jacas por si alguno de sus enviados viajara por allí y quisiera utilizar la hospitalidad de la abadía. Como le habían concedido permiso para elegir, Cadfael eligió naturalmente la que más le gustó de las dos, una joven, fogosa y sólida jaca baya. No tenía previsto hacer un recorrido muy largo, pero aprovecharía de paso para obtener de ello el mayor placer que pudiera. Al término de su misión, el placer sería más bien escaso.
El sol ya estaba muy alto en el cielo cuando Cadfael cruzó la verja de la entrada. Era un pálido sol cada vez más claro y brillante a medida que el día se iba calentando con la cercanía de la primavera. La fatídica nevada de Vivers sería la última de aquel invierno y habría completado debidamente la peregrinación de Aluino tal como la había iniciado la primera.
La filigrana de verde gasa de los brotes de las ramas de los árboles y los arbustos había estallado en el tierno plumaje de las jóvenes hojas. La húmeda hierba brillaba y despedía un suave y perfumado vapor en contacto con el calor del sol. Cuánta belleza, pensó Cadfael, mientras dejaba a su espalda una gran merced, una justa redención y una renovada esperanza. Tenía por delante un alma solitaria que podía salvarse o perderse.
No tomó el camino de Vivers. No era allí donde tenía un asunto que resolver aunque era muy posible que pasara por allí a la vuelta. Se detuvo una vez para mirar hacia atrás y vio que la larga línea de la valla de la abadía había desaparecido detrás de los repliegues del paisaje junto con la aldea. Aluino estaría esperando sumido en el desconcierto, tratando de abrirse camino a través de un confuso sueño, atormentado por unas preguntas para las que no tenía respuesta y debatiéndose entre la fe y la incredulidad, el temeroso gozo y la recordada angustia, hasta que la abadesa lo mandara llamar para una reunión en cuyo transcurso todo quedaría finalmente aclarado.
Cadfael cabalgaba despacio a la espera de tropezarse con alguien a quien pudiera preguntar el camino. Una mujer que estaba conduciendo unas ovejas con sus corderos a los pastos del límite de la aldea se detuvo amablemente para indicarle el camino más directo. No tendría necesidad de acercarse a Vivers, lo cual le parecía muy bien, pues no deseaba encontrarse todavía con Cenredo y sus hombres. No podía decirles nada de momento y, en realidad, no era él quien debería decirles lo que al final tendrían que saber.
Una vez alcanzado el camino que le había indicado la mujer, se lanzó en un decidido trote hasta que desmontó a la entrada de la mansión de Elford.
La joven portera llamó con los nudillos a la puerta e interrumpió la atormentada soledad de fray Aluino cuando el sol ya se había despojado de su velo y la hierba del jardincillo del claustro ya se estaba secando bajo sus rayos. Aluino se volvió esperando ver a Cadfael y miró a la joven con extrañeza y asombro.
—Me envía la señora abadesa —dijo la muchacha con solícita gentileza, temiendo que, en su aturdimiento, no pudiera comprenderla— para rogaros que acudáis a su sala. Si tenéis la bondad de acompañarme, os mostraré el camino.
Aluino tomó obedientemente sus muletas.
—Fray Cadfael se fue y no ha regresado —dijo muy despacio, mirando a su alrededor como si despertara de un sueño—. ¿La invitación no se extiende también a él? ¿No sería mejor que le esperara?
—No es necesario —contestó la joven—. Fray Cadfael ya ha hablado con la madre Patricia y se fue a hacer un recado que él dice que tiene que hacer ahora. Vos debéis esperar tranquilamente su regreso. ¿Me acompañáis?
Aluino se fió de sus pies y la siguió, cruzando el patio de atrás para dirigirse a los aposentos de la abadesa con la confianza de un niño, aunque la mitad de su mente estuviera todavía ausente. La pequeña portera aminoró la velocidad de sus pasos para adaptarse a sus renqueantes andares, acompañándole con cariñosa dulzura hasta la puerta de la sala en cuyo umbral se volvió a mirarle con una radiante y alentadora sonrisa.
—Podéis entrar, os esperan.
La muchacha le mantuvo la puerta abierta pues él necesitaba las dos manos para sujetar las muletas. Cruzó renqueando el umbral y entró en una estancia débilmente iluminada en la que se aspiraba la fragancia de la madera, dispuesto a inclinarse en reverencia ante la madre abadesa. De pronto, su cuerpo se estremeció mientras sus ojos trataban de acomodarse a la matizada luz del interior. La mujer que se encontraba de pie esperándole en el centro de la sala con una encantadora sonrisa en los labios y las manos instintivamente extendidas hacia él para ayudarle en su avance no era la abadesa, sino Bertrada de Clary.