IX

or una vez la autoridad paterna fue sorprendida en desventaja y Cenredo fue plenamente consciente de ello.

No podía echar mano de una reputación de tirano de la familia, pero, aun así, hizo lo que pudo por recuperar la iniciativa perdida.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó en tono severo—. ¿Acaso te he mandado llamar? ¿Te ha despedido tu señor? ¿Alguno de nosotros te ha liberado de tu vínculo?

—No —contestó Roscelin, echando chispas—. Nadie me ha dado permiso ni yo lo he pedido. En cuanto a mi vínculo, tú lo has roto al obrar con falsedad. No soy yo quien ha roto el compromiso. Por lo que respecta a la obediencia que le debo a Audemar de Clary, regresaré a ella en caso necesario y cumpliré lo que me ordene su enojo, pero no sin que antes tú me hayas rendido cuentas de lo que pensabas hacer en secreto y a mis espaldas. Te escuché y te obedecí porque te lo debía. ¿No me debías tú nada a cambio? ¿Ni siquiera la sinceridad?

Otro padre hubiera podido reprenderle por semejante insolencia, pero Cenredo no tuvo oportunidad de hacerlo. Emma tiró nerviosamente de su manga, preocupada por sus dos hombres.

De Perronet, de pie a su espalda, contempló con expresión alterada y sombría al enfurecido jovenzuelo, presintiendo una inevitable amenaza a sus propios planes. ¿Qué otra cosa hubiera podido inducir a aquel muchacho a correr como una liebre a través de la noche? Estaba claro que había tomado el camino más corto y peligroso, de otro modo no hubiera podido llegar tan pronto. Nada de lo ocurrido aquella noche era casual o fortuito. La boda de Elisenda Vivers había provocado todo aquel enredo de asesinatos, búsquedas y persecuciones, y aún no se sabía qué otros acontecimientos podría suscitar.

—Yo no he hecho nada de lo que tenga que avergonzarme y de lo que tenga que rendirte cuentas —dijo Cenredo—. Bien sabes tú la parte que te corresponde y accediste a ello, no te quejes ahora. Yo soy el amo de mi casa y tengo derechos y deberes en relación con mi familia. Hago lo que considero más conveniente. ¡Y para el mayor bien de todos!

—¡Sin tener la delicadeza de decirme ni una sola palabra a mí! —dijo Roscelin, ardiendo como un fuego atizado—. No, lo he tenido que saber a través de Edredo, cuando el daño ya había empezado y después de una muerte de la que sin duda tú tienes la culpa. ¿Ha sido eso para el mayor bien de todos? ¿O acaso te atreverás a decir que Edgytha ha muerto por alguna otra causa y a manos de algún desconocido? Eso ya sería bastante grave de por sí, aunque no hubiera cosas peores. ¿Por culpa de qué proyectos se sintió impulsada a salir en la noche? ¿Te atreverás a decir que salió con otro propósito? Edredo dice que se dirigía a Elford cuando alguien le cortó el paso. Yo he venido para impedir el resto.

—Supongo que vuestro hijo se refiere a la boda concertada entre la señora Elisenda y yo —dijo De Perronet en tono glacial—. A este respecto creo que yo también tengo algo que decir.

Los grandes ojos azules de Roscelin se desplazaron desde el rostro de su padre al de su huésped. Era la primera vez que lo miraba y aquel encuentro lo indujo a guardar un prolongado silencio. Cadfael recordó que ambos no eran extraños entre sí. Las familias se conocían y tan vez estuvieran incluso lejanamente emparentadas. Dos años antes, De Perronet había solicitado la mano de Elisenda. No había ninguna animadversión personal en la enfurecida mirada de Roscelin sino tan sólo un desconcertado y consternado enojo contra las circunstancias y no contra aquel pretendiente de quien no podía y no debía ser rival.

—¿Vos sois el novio? —preguntó sin rodeos.

—Lo soy y mantendré mi pretensión. ¿Qué tenéis vos en contra?

A pesar de que no existía la menor animadversión, ambos jóvenes habían empezado a erizarse como gallos de pelea, por lo que Cenredo tuvo que apoyar una coercitiva mano en el brazo de De Perronet al tiempo que fruncía el ceño, mirando a su hijo con expresión amenazadora.

—¡Esperad, esperad! Eso ya ha llegado demasiado lejos como para que las cosas no queden claras. ¿Me estás diciendo, hijo mío, que te enteraste de esta boda, lo mismo que de la muerte de Edgytha, sólo a través de Edredo?

—¿De qué otro modo si no? —replicó Roscelin—. Edredo llegó apresuradamente con la noticia y despertó a toda la casa, Audemar incluido. No creo que tuviera la menor intención de que yo le oyera cuando habló de esta boda, pero el caso es que le oí y aquí estoy para averiguar por mí mismo lo que tú pretendías ocultarme. ¡Ya veremos si es para el mayor bien de todos!

—Entonces, ¿no habías visto a Edgytha? ¿No llegó a Elford?

—¿Cómo hubiera podido llegar si la mataron a más de un cuarto de legua de Elford? —contestó Roscelin, impacientándose.

—Murió después de que empezara a nevar. Llevaba varias horas ausente, suficientes como para ir y volver de Elford. En algún sitio estuvo, pues está claro que regresaba de algún sitio. ¿Qué otro lugar pudo ser?

—O sea que tú crees que llegó a Elford —dijo Roscelin lentamente—. Supe que había muerto y pensé que se dirigía hacia allá. ¡Que se dirigía hacia mí! ¿Es acaso eso lo que tú pretendías? ¿Querías advertirme de lo que se estaba tramando en mi ausencia?

El silencio de Cenredo y la desolada expresión de Emma fueron respuesta suficiente.

—No —añadió Roscelin muy despacio—, no le vi el pelo. Ni la vio nadie más de la casa de Audemar que yo sepa. Si estuvo allí, no sé con quién habló. Conmigo no, por supuesto.

—Y, sin embargo, pudo ser así —dijo Cenredo.

—Pero no fue. No estuvo allí. A pesar de ello —añadió implacablemente Roscelin—, estoy aquí como si hubiera llegado, pues me he enterado a través de otra persona. Bien sabe Dios cuánto me aflige la muerte de Edgytha, pero ahora, ¿qué se puede hacer por ella sino darle sepultura con toda reverencia y después, si podemos, encontrar a su asesino y castigarlo? Sin embargo, no es demasiado tarde para reconsiderar lo que se pretendía hacer aquí mañana, no es demasiado tarde para modificarlo.

—Me sorprende —dijo Cenredo con dureza— que no me acuses directamente de este asesinato.

Roscelin se sobresaltó ante una idea tan monstruosa y se quedó boquiabierto de asombro abriendo las manos que previamente había mantenido cerradas en puño para dejarlas colgando a los lados en gesto infantil. Estaba claro que semejante posibilidad no había cruzado ni un instante por su fértil imaginación. Balbució enfurecido para rechazar la insinuación, pero abandonó su intento y se dirigió de nuevo a De Perronet.

—Pero vos… vos teníais motivos suficientes para detenerla si sabíais que había salido para advertirme. Vos teníais razones sobradas para querer que se callara y no se levantara ninguna voz contra nuestra boda, tal como yo levanto ahora la mía. ¿Fuisteis vos quien la mató por el camino?

—Eso es una insensatez —dijo De Perronet con desdén—. Todos saben que he estado aquí toda la noche a la vista de todo el mundo.

—Puede ser, pero tenéis hombres que, a lo mejor, están acostumbrados a haceros parecidos trabajos.

—Los sirvientes de la casa de vuestro padre podrán dar razón de cada uno de ellos. Además, ya os han dicho que a esta mujer la mataron no a la ida sino a la vuelta. ¿De qué me hubiera servido eso? Y ahora os pregunto a los dos, padre e hijo —dijo severamente De Perronet—, ¿qué interés tiene este joven en la boda de su pariente próxima que se atreve a desafiar los derechos del hermano de la muchacha o los de su marido?

Ahora, pensó Cadfael, todo está claro, aunque nadie se atreverá a decirlo. De Perronet es lo suficientemente listo como para haber adivinado la pasión prohibida que impulsa a este desdichado joven. Y ahora dependerá de Roscelin que se salven las apariencias o que no. Lo cual es mucho esperar de un muchacho desgarrado y ofendido por lo que él considera una traición. Ahora veremos cuál es su temple.

Roscelin había palidecido intensamente; los delicados huesos de su barbilla y sus mandíbulas destacaban claramente bajo la luz de las antorchas. Antes de que Cenredo pudiera aspirar una bocanada de aire e intentara ejercer su autoridad, su hijo se le adelantó.

—Mi interés es el de un pariente que ha sido como un hermano durante toda la vida y que desea la felicidad de Elisenda por encima de cualquier otra cosa en el mundo. Nunca le he disputado el derecho a mi padre y tampoco dudo de que le desea tanto bien como yo sinceramente le deseo. Pero, habiéndome enterado de una boda proyectada con tantas prisas y en mi ausencia, ¿cómo queréis que esté tranquilo? No permitiré que sea empujada a una boda que no sea de su agrado. No permitiré que la obliguen o la convenzan contra su voluntad.

—No hay tal —protestó airadamente Cenredo—. Nadie la obliga, ella misma ha accedido voluntariamente.

—En tal caso, ¿por qué se me quiso mantener en la ignorancia? ¿Hasta que todo estuviera hecho? ¿Cómo puedo creer lo que niega tu propio proceder? Señor —añadió Roscelin, volviéndose a mirar a De Perronet y esforzándose por controlar la expresión de su pálido semblante—, no tengo la menor inquina contra vos. Ni siquiera sabía quién iba a ser su marido. Pero comprenderéis que no es fácil creer que todo se haya hecho debidamente pues no se hizo abiertamente.

—Ahora todo se ha descubierto —contestó Perronet—. ¿Qué os impide oírlo de los propios labios de la señora? ¿Os daréis con eso por satisfecho?

El pálido rostro de Roscelin se contrajo todavía más dolorosamente mientras su mente luchaba visiblemente contra el temor de una pérdida y un repudio inevitables. Sin embargo, no tenía más remedio que acceder.

—Si ella me dice que lo acepta por su propia voluntad, entonces me callaré.

No dijo que se daría por satisfecho.

Cenredo miró a su esposa que en todo momento se había mantenido lealmente a su lado sin apartar ni por un instante los afligidos ojos del atormentado rostro de su hijo.

—Ve a llamar a Elisenda. Ella misma lo dirá.

En el denso y embarazoso silencio que se produjo cuando Emma abandonó la sala, Cadfael no supo si a alguien de aquella trastornada casa le había parecido raro que Elisenda no hubiera bajado ya desde un principio para descubrir por sí misma el significado de todas aquellas idas y venidas nocturnas. No podía apartar de su mente la última visión que había tenido de la joven, solitaria entre la gente que la rodeaba, súbitamente perdida y confusa en un camino que había creído recorrer hasta el final con resuelta dignidad. En una situación tan siniestramente alterada, había perdido el sentido de la orientación. Aun así, era un tanto extraño que, en defensa de su propia integridad, no hubiera bajado junto con los demás para averiguar lo mejor o lo peor a la vuelta del grupo de rescate. ¿Sabría tan siquiera que Edgytha había muerto?

Cenredo había avanzado unos pasos en la sala escasamente iluminada, abandonando el aislamiento de la solana, pues ya no podía haber intimidad al otro lado de una puerta cerrada. Una mujer de la casa había sido asesinada. La boda de una dama de la familia había sido motivo de conflictos y de muerte. Ya no podía haber ninguna distinción entre amo y criado o entre señora y doncella. Todos esperaban con la misma zozobra. Todos menos Elisenda, la cual seguía sin aparecer.

Fray Aluino se había retirado de nuevo a las sombras y permanecía sentado en silencio en un banco adosado a la pared, rígidamente encorvado entre las muletas que sujetaba a ambos lados de su cuerpo. Sus hundidos ojos oscuros pasaban de un rostro a otro, leyendo las expresiones y haciendo conjeturas. Si estaba cansado, no lo dejaba traslucir. Cadfael hubiera deseado enviarle a la cama, pero se aspiraba en el aire una tensión tan fuerte que nadie hubiera podido marcharse. Sólo una persona había opuesto resistencia. Sólo una persona había escapado.

—¿Por qué tardarán tanto las mujeres? —preguntó Cenredo, inquietándose por momentos—. ¿Cuesta tanto ponerse un vestido?

Emma tardó varios minutos en aparecer de nuevo en la puerta con su redondo y delicado rostro contraído con una mueca de consternación y desaliento mientras retorcía nerviosamente las manos entrelazadas a la altura de su ceñidor. A su espalda, la criada Madlyn miraba con asombro a su alrededor. Pero a Elisenda no se la veía por ninguna parte.

—Se ha ido —anunció Emma, demasiado aturdida y perpleja como para poder usar muchas palabras—. No está en su cama ni en su cámara y no se le encuentra en ningún lugar de la casa. Su capa ha desaparecido. Jehan ha ido al establo. Su caballo se ha esfumado con ella junto con los arneses. Mientras vosotros estabais fuera, ha ensillado su caballo y se ha alejado sola en secreto.

Por una vez, todos enmudecieron, el hermano, el novio y el amante contrariado. Mientras los demás se preocupaban y hacían conjeturas y planes sobre su destino, ella había tomado una decisión y había huido de todos. Sí, incluso de Roscelin, el cual estaba tan aturdido, sorprendido y desconcertado como los demás. Por mucho que Cenredo mirara a su hijo con el ceño fruncido y por mucho que De Perronet dirigiera contra él las más negras sospechas, estaba claro que Roscelin no había tenido parte en aquella fuga dictada por el miedo. Antes incluso de la muerte de Edgytha, pensó Cadfael, su secreta misión y su ausencia destrozaron toda la certeza que tan arduamente había conseguido construir Elisenda. Sí, De Perronet era un hombre honrado, la boda sería honrosa y ella se había comprometido con él para apartarse del camino de Roscelin y librar a éste y a sí misma de una situación insoportable. Pero si aquel sacrificio sólo tenía que provocar cólera, peligros, conflictos y tal vez incluso la muerte, en ese caso todo cambiaba. Elisenda se había apartado del borde del abismo y había buscado la libertad.

—¡Ha huido! —exclamó Cenredo, limitándose a aceptar la situación sin hacerse preguntas al respecto—. ¿Cómo ha podido hacerlo sin que nadie la viera? ¿Cuándo lo ha hecho? ¿Dónde estaban sus doncellas? ¿No había ningún mozo en los establos que le hiciera alguna pregunta o, por lo menos, nos avisara? —Cenredo se pasó la mano por el rostro con gesto de impotencia y miró sombríamente a su hijo—. ¿Adónde pudo ir sino allí donde tú estabas?

Ya lo había dicho y no podía retirar las palabras.

—¡No creerás eso! —dijo Roscelin, ofendido—. No la he visto, no he tenido noticias suyas ni le he enviado ninguna y tú lo sabes. Acabo de llegar de Elford por el mismo camino que siguieron tus hombres para ira a Elford; si ella hubiera tomado el mismo camino, nos hubiéramos cruzado. ¿Crees en tal caso que la hubiera dejado cabalgar sola en la noche tanto si se dirigía a Elford como si regresaba aquí? Si nos hubiéramos cruzado, ahora estaríamos juntos… dondequiera que fuera.

—El camino real es mucho más seguro —terció De Perronet—. Más largo, pero, a caballo, igual de rápido y más seguro. Si pretendía dirigirse a Elford, puede que haya seguido aquel camino. No creo que haya corrido el riesgo de seguir el mismo camino que vuestros hombres.

Su voz era dura e inflexible y la expresión de su rostro era extremadamente severa, pero tenía un espíritu eminentemente práctico y no pensaba perder el tiempo o la energía con los equivocados afectos de un mozalbete inexperto que no amenazaban para nada su situación. La boda que anhelaba ya había sido concertada y aceptada, y no tenía por qué ser abandonada ni lo sería. Lo importante en aquellos momentos era recuperar a la joven sana y salva.

—Puede ser —convino Cenredo un poco más animado—. Es lo más probable. Si llega a Elford, allí estará a salvo. Pero enviaremos por ella por el camino real y no dejaremos nada al azar.

—Yo regresaré por este camino —dijo Roscelin, dirigiéndose presuroso hacia la puerta de la sala que hubiera alcanzado si De Perronet no le hubiera agarrado bruscamente por la manga.

—¡No, vos no! No me fío demasiado de que os volviéramos a ver el pelo si os encontrarais por el camino. Dejemos que Cenredo busque a su hermana. Yo me daré por satisfecho si vuelve y manifiesta su voluntad, una vez se haya resuelto todo este enredo. Y, cuando eso ocurra, muchacho, será mejor que lo aceptéis y mantengáis la boca cerrada.

A Roscelin no le gustaba que le avasallaran y tanto menos que le llamara «muchacho» un hombre cuya altura y complexión igualaba, aunque no pudiera igualar sus años y su seguridad. Se libró de su presa con un enérgico movimiento y se dispuso a evitar ulteriores afrentas, mirando a su oponente con el ceño siniestramente fruncido.

—Que encuentren a Elisenda sana y salva y que ella manifieste libremente su voluntad y no la vuestra, señor, ni la de mi padre ni la de ningún otro hombre, ya sea señor feudal, sacerdote, rey o cualquier otra cosa. En tal caso, me daré por satisfecho. Pero primero —añadió, volviéndose a mirar a su padre con una clara expresión a medio camino entre el desafío y la súplica—, buscadla y que yo la vea sana y salva y tratada con gentileza. ¿Qué otra cosa importa ahora?

—Iré yo mismo —dijo Cenredo con renovada autoridad, entrando de nuevo en la solana para recoger la capa que se había quitado.

Pero aquella noche ya nadie más saldría a caballo de Vivers. Cenredo apenas se había calzado las botas y sus mozos apenas habían descolgado la silla y los arneses en el establo cuando se oyó el revuelo de una media docena de jinetes en el patio, unas voces de desafío y de respuesta en la entrada, el tintineo de unos jaeces y el sordo rumor de los cascos de las cabalgaduras sobre la tierra helada.

Todos los de dentro se apresuraron a abrir la puerta para ver qué gente era aquélla a semejante hora de la noche. Edredo y sus compañeros habían ido a pie y lo más natural era que regresaran a pie; en cambio, aquel grupo iba muy bien montado. Aparecieron las antorchas en la oscuridad y salió Cenredo seguido de Roscelin y de Perronet y de varios de sus criados.

En el patio, las antorchas parpadearon, gotearon y volvieron a encenderse, iluminando el recio rostro y la fornida figura de Audemar de Clary desmontando de su cabalgadura y entregándole la brida a un mozo que acababa de acercarse a toda prisa. Le seguían el mayordomo Edredo y los criados que habían sido enviados con él a Elford, montados ahora en caballos de los establos de De Clary, junto con tres hombres del propio Audemar.

Cenredo bajó corriendo los peldaños para darle la bienvenida.

—Mi señor —dijo, guardando por una vez las formas ante su amigo y señor feudal—. No pensaba veros esta noche, pero llegáis muy oportunamente y sois más que bienvenido. Bien sabe Dios que probablemente tendremos que causaros un trastorno pues ha habido un asesinato, tal como Edredo ya os habrá dicho. Un asesinato en el territorio de vuestra jurisdicción cuesta mucho de creer, pero así ha ocurrido.

—Eso tengo entendido —dijo Audemar—. Vamos dentro, quiero escuchar toda la historia de vuestros labios. No se puede hacer nada hasta que amanezca —sus ojos se posaron en el tunante de Roscelin al entrar en la sala y observaron la torva e impenitente expresión de su rostro mientras le decía con benevolencia—: ¿Estás aquí, muchacho? Eso, por lo menos, lo esperaba.

Estaba claro que la razón oculta del destierro de Roscelin no constituía ningún secreto para Audemar, el cual comprendía en cierto modo las inquietudes del joven aunque no aprobara su locura. Le dio una fuerte palmada en el hombro al pasar y lo arrastró consigo hacia la solana. Roscelin se resistió, asiendo con gesto apremiante la manga de su señor.

—Mi señor, hay algo más que decir. ¡Díselo! —añadió, apelando apasionadamente a su padre—. Si ella se fue a Elford, ¿dónde puede estar ahora? Mi señor, Elisenda se ha ido, salió sola a caballo y mi padre cree que puede haberse dirigido a Elford… ¡por mi causa! Pero yo vine por el camino más corto y peligroso y no vi ni rastro de ella. ¿Ha llegado sana y salva hasta vos? Libradme de esta inquietud… ¿siguió el camino real? ¿Se encuentra a salvo en Elford ahora?

—¡No! —contestó Audemar, mirando severamente de padre a hijo y viceversa, bien consciente de las tensiones que les acosaban—. Hemos venido por el camino real y no hemos visto ni rastro de ella o de cualquier otra mujer. En un camino o en el otro, uno de nosotros se hubiera tenido que tropezar con ella. ¡Vamos! —dijo, rodeando a Cenredo con el brazo libre—. Entremos y veamos qué datos podemos reunir para que mañana, cuando se haga de día, podamos utilizarlos con provecho. Señora, deberíais tomaros un descanso, se ha hecho todo lo que se ha podido y a partir de ahora asumo la responsabilidad de lo que está ocurriendo. No es necesario que permanezcáis en vela toda la noche.

No cabía la menor duda en cuanto a quién era el amo. Obedeciendo a su sugerencia, Emma juntó las manos en gesto de gratitud, repartió una mirada de angustiado cariño entre su esposo y su hijo y se retiró dócilmente a descansar todo lo que pudiera antes del amanecer. Audemar miró desde el interior de la solana hacia la sala, despidiendo con una amable, pero inequívoca, mirada autoritaria a todos los criados. Sus ojos se posaron en los dos benedictinos que aguardaban discretamente en un rincón, y los reconoció con un gesto de reverencia hacia su hábito y esbozó una sonrisa.

—¡Buenas noches, hermanos! —dijo, cerrando la puerta de la solana a su espalda para celebrar una reunión con los turbados Vivers y el aspirante a pariente de la familia.